PEREIRA Donde las brujas danzan
PEREIRA Donde las brujas danzan *
Los recuerdos que se encuentran en este diario estĂĄn basados en la realidad de las historias que transcurrĂ con las brujas que me criaron en la ciudad de Pereira, asĂ, cada uno de ellos se ubica de manera emocional y material en los rincones imaginarios que recorro de esta ciudad, endemoniada y llena de brujas.
Mapa de Pereira
PEREIRA
Endemoniada, exorbitante y olvidada
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“Así no llegamos a ningún Pereira” me dice Valentina mientras nos quejamos andando por el largo camino de cemento y piedras de color terracota que pasamos cuando logramos un fin de semana, a las 12 de la noche y que tenemos que recorrer porque conecta el del bar de guaduas y piedras que queda en el centro hasta la circunvalar, pasando por un puente rodeado de altas palmas que se bañan de luz amarilla, arrastrándonos por la catedral grande con vitrales y rosetones al frente de la que nos encontramos por la tarde, antes de que caiga el sol, entre gritos de por qué es que no llega en esta ciudad tan pequeña a través del celular viejo de minutos que vende el señor de la chaza azul oscura, donde se parchan a comprar cigarrillos con una carreta grande de chontaduros al lado y el verde acido del sótano que llenan de aguacates. “Así no llegamos a ningún Pereira” dicen todavía por ahí, de vez en cuando, cuando algo está
muy lejos, muy difícil, o muy escondido, porque pareciera que esa tierra lejana que en el pasado se narró, exuberante, hundida entre montañas, llena de pantanos y ríos, donde el sol se esconde tras un aguacero que después alza un vapor asfixiante que se pega al pelo, a la piel y a las chaquetas livianas, siguiera siendo la misma, porque cuando paso por el puente que cruzaba de pequeño la siento estancada en el tiempo, como si me conectara con voces que nunca escuché a través de las calles medio agrietadas y las paredes medio oxidadas. Pereira endemoniada y olvidada, porque lo que pasa detrás de los helechos gigantes y los parques de mango no vuelve a repetirse en palabras, porque allí se salta al ritmo de las chicharras, se grita como una orquídea que brota en un palo abandonado, se besa, se caen las ropas, se juntan las pieles, se cura, se sana, se cuida y se libera, porque en las noches que recuerdo, tras pequeñas fogatas, las brujas bailan en una pequeña ciudad endemoniada. “Así no llegamos a ningún Perreira” dice susurrando Angélica escondida detrás de mí, con un vestido corto al que la mamá le cogió el ruedo y con el pelo oliendo al café que se prepara todos los días para que le quede el pelo negro azabache, porque si la ven caminando a esa hora por la avenida se le junta el ganado y después quién nos va a invitar a guarapo o a chicha.
DE LA TRANSFORMACIÓN Y LA COQUETERÍA Pereira de Marta
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Los recuerdos de Marta huelen a talleres viejos, a tijeras enroscadas de color de plata, a margaritas que crecen entre las rejas de una casa junto a plantas alegres de menta, arbustos color verde biche y a bocadillo dulce repartido en largas tardes de café y bordado. Desde que era muy pequeño Marta me llevaba andando a pequeños talleres entre cuba y el centro de la ciudad, repartiendo los arreglos que hacía en las noches, cuando me quedaba en su casa que se encontraba entre los bosques de guaduas con los que varias veces me corté las manos. En las noches, Marta se quedaba bien vestida y organizada, cortando patrones que regaba por la mesa de madera mientras me daba revistas para que recortara muñecas. Desde que era muy pequeño Marta me llevaba andando a pequeños talleres, atravesando por una calle angosta de ladrillo rojo con palmas en el medio en la que, de lado a lado, se extendían mercerías y casitas donde a través del cristal se escondían grandes mujeres que pintaban, cosían y bordaban, los vestidos de sus hijas, los pantalones de sus nietos, o pequeñas túnicas para muñecas, pesebres o monumentos de iglesia. Desde que era muy pequeño Marta me llevaba caminando a pequeños talleres, enseñándome a andar derecho para agradarle a las muchachas (acción que tal vez olvidé y recordé con los muchachos) y viendo como sus manos, puntada tras puntada daban otras vidas a objetos viejos guardados en la casa de la abuela.
DE LA AMARGURA Y LA MEMORIA Pereira de Rosa
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Los recuerdos de Rosa huelen al rincón de reblujo en el que se guardan las fotos de antaño, al que solo le llega un rayito de luz bajo el que se ponen a secar rosas, ruda y almendras amargas, ese rincón que se esconde tras espinas y unos barrotes que se alzan, tras una capa de yarumos negros que se combinan con barbas marrón blanquecino de un sauce llorón. Cuando era muy pequeño Rosa llegaba a la casa donde vivía por Alfonso López, vestida de azul oscuro tras líneas de un verde vibrante, con líneas en sus ojos y largas pañoletas que ondeaban al ritmo de sus crespos cortos incontrolables, así llegaba rosa de las fuentes de soda que se esconden tras las palmas de la avenida treinta, con taburetes arrumados y cortinas de madera, donde se baila con música lenta que huele a tabaco, a cuerdas y cuero, esas en las que detrás de una cortina de humo se esconden señoras viejas consejeras y sabias, que no leen las cartas pero que de tanto andar, ya conocen el futuro. Cuando era muy pequeño Rosa llegaba a la casa, se acostaba en un sofá cama con una cobija de siete tigres sobre un estampado de rosas doradas a extender sus patas al viento porque o sino al otro día llora del dolor. Cuando era pequeño Rosa llegaba a la casa, después de salir después de años a hablar con los pocos amigos que todavía no tiene que contactar a través de fotografías, a encerrarse de nuevo con el amargor del café negrísimo, secado y molido.
DEL CUIDADO Y LA SANACIÓN Pereira de Ruby
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Los recuerdos de Ruby huelen a fruta, a comida fresca y a vapores calientes que bañan la casa a las seis de la mañana, esos que salen de la cocina que aún se encuentra un poco fría de la araucaria que se alza afuera y da brisa en la noche, esos humos que apenas se cruzan por unos rayos de sol amarillentos fuertes que se mezclan con los guayacanes aledaños a los andenes y se pierden tras las moras sobre el mesón, los jazmines y las hortensias recién robadas del jardín de la vecina. Cuando era muy pequeño y me asomaba por la ventana, esperando a ver a que Ruby saliera de algún lugar, la veía venir desde la cañada con grandes hojas de plátano que utilizaba para guardar el sudado de papas, porque probarlo le recordaba a su tierra en riosucio, en la que rodaba entre grandes campos de café perseguida por la mismísima madremonte. Cuando era muy pequeño me asomaba por la ventana a esperar a que Ruby llegara oliendo a galería, a verduras frescas revueltas entre cajones coloridos que solo ella sabe escuchar y escoger, a costales de yute grueso, a conversaciones aquí y allá de las cosechas, de los cultivos, de las lluvias que se vienen en mayo y los vientos de agosto, de que es lo mejor para una tierra que no quiere dar y para al final, sacarle unas uvas extras y una rebaja medio descarada. Cuando era pequeño me asomaba por la ventana esperando a que Ruby llegara de alguna tienda colorida con los dulces que al escondido se cargaba para comer en las largas tardes de relatos interminables y llantos sanadores.
DE LA HUIDA Y EL IMPULSO Pereira de Lola
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Los recuerdos de Lola huelen a bombones y chicles rosas ácidos, a buses repletos de costales que cargan hasta gallinas, a miles de olores que a veces se disimulan con el de las frutas que logra bañarlo todo, a pisos blancos de terminal bañados bajo aceites de citronela y limoncillo fosforescente entre las palmas reales que llevan a las afueras y conectan a las altas de cera. Cuando era muy pequeño me quedaba solo en el cuarto donde intermitentemente se quedaba lola en la casa, llorando con un peluche verde ácido e imaginando por donde estaría corriendo, entre los pasillos angostos de una chiva que carga de todo, por la subida de montañas pedregosas que conecta Pereira con Armenia, o de pronto, entre el verde oscuro y los asientos rojos de los buses que andan por el camino caliente al lado del río, que conecta a la Virginia, de pronto caminando hasta coger algo que la deje allá en cerritos donde come piña dulce y traída en carretas de madera rosa que pasan por un camino de orquídeas, o de pronto, cogiendo un bus en el terminal con unas papas entre las manos que se le van a caer cuando de miles de vueltas antes de salir de la ciudad, entre caminos curvos, círculos estrepitosos y lomas intransitables. Cuando era pequeño me quedaba solo en el cuarto, tratando de quitarle los rayones a los CD que escondíamos donde cantaba RBD y escuchando a través de la puerta los secretos a través del teléfono de mi mamá que intenta saber lola donde está, que lugar estará conociendo ahora, por qué será que se volvió a ir.
DE LA LOCURA Y EL GRITO Pereira de Claudia *
Los recuerdos de Claudia huelen a palo santo que se quema por los rincones de las baldosas, a rosas secas en un baño interminable pasadas por aceites de almendra, a caléndula, jengibre y pepino para el estrés, la tos y la figura, a fuego prendido a las dos de la mañana entre maracuyás que explotan, revueltos a través de las heliconias. Cuando era pequeño me quedaba mirando a mi mamá danzar, entre la luz cálida y naranja de las seis de la tarde, con túnicas ligeras, movimientos determinantes y gritos lanzados al aire con exhalaciones ruidosas. Cuando era pequeño me quedaba esperando a Claudia que se iba a bailar salsa por la sexta en la noche, metida en pequeños lugares con pisos de rombos y rodeados por palmas solitarias y casas coloridas. Cuando era pequeño me quedaba esperando a que Claudia regresara, de largos paseos en los que se quedaba perdida mirando las semillas blancas que caen volando de los árboles, moviéndose lenta viendo como las flores rosas comienzan a salir entre los cascos de buey y soplando de vez en cuando las flores pomposas de un carbonero. Cuando era pequeño me quedaba mirando a Claudia, que fuera a veces apacible como una orquídea y que, en algunas otras, había que acercársele a tientas y con cuidado, para no chuzarse como si fueran hojas puntiagudas de una bizmarkia. Cuando era pequeño salí muchas veces con Claudia a caminar, observando el caos que crecía en una sola pequeña esquina del bosque tropical al frente de nuestra casa, aprendiendo a recoger los pájaros que a veces se chocan contra el cristal, a recoger cucarrones, sacar colibríes, ahuyentar murciélagos de la sala y babearme el dedo para buscar la salida de una gran mariposa desesperada.
DE LA LIBRERACIÓN Y LA SENSUALIDAD Pereira de Santiago
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Mis recuerdos huelen a guarapo embazado en botellas de plástico, a quioscos de guadua con música ruidosa bajo palmas reales, a parque abierto con semillas de palmas dulces y palmas de botella bajo esas que uno se sienta, a las doce de la noche, medio mareado y sin poder andar un poco más. Mis recuerdos huelen a olores desconocidos, a pieles atravesadas por hojas de jazmín y besos de hombres escondidos tras espuma de río. Cuando salía del colegio después del último año que allí cursé corría detrás de mis amigas a las seis de la tarde, entre los ladrillos terracota y las rejas de un verde azulado que daban a la salida, bajo el sol violeta de las seis de la tarde. Salía corriendo, a saltos, quitando el pantalón para sacar el que llevaba por debajo y sacándome la camisa, mientras una de ellas volvía a coger el ruedo que le habían acabado de bajar con grapas y la otra compraba un mango biche o unos chontaduros para caminar hasta el centro de la ciudad. Caminábamos por largas escaleras que atravesaban árboles de tambor viendo las flores de los guayacanes rosas que se alzaban sobre nuestras cabezas. Allá en el parque, a veces entre risas, a veces entre gritos, o escuchando alguna poesía de un loco borracho de chicha, comenzaron a explotar todos mis secretos, al frente de la biblioteca amarilla, escondido por las grandes ceibas y los tulipanes naranjas empezaron a desbordar conversaciones nunca tocadas, palabras con miedo de ser pronunciadas, toqueteos de bigotes apenas palpables y roces de lenguas prohibidas que brotaban bajo los cascos de una palma sombrero.
Brujas textiles Pereira