Laberinto No.800 (13/10/18)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO MEMORIAS

ARTES VISUALES

JOAN DIDION

MIRIAM MABEL MARTÍNEZ

Sur y Oeste

El espejo de papel de Nancy Spero Foto: AP

Imagen: Nancy Spero

SÁBADO 13 DE OCTUBRE DE 2018 AÑO 15 - NÚMERO 800

Los gatos, Doris Lessing y yo Vivian Gornick/ FOTOGRAFÍA: SHUTTERSTOCK


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ANTESALA

13 DE OCTUBRE 2018

ARTES VISUALES

En el espejo de papel MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA MICHAEL BODYCOMB

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a exposición Nancy Spero: Paper Mirror, en el Museo Tamayo, presenta por primera vez en México la obra de una de las artistas norteamericanas más significativas —por su lucha por la igualdad y su propuesta estilística y formal— del siglo XX. Para Spero, la pintura fue un arma, exploró el cuerpo como un espacio político y también literario, como se observa en la energía del pincel. Gracias a la museografía, el espectador puede apreciar los cuadros desde perspectivas distintas. Desde la lejanía, las figuras parecen tomar vida propia y salirse de sus soportes, revelándose como en The Goddess Nut I y II (1990), mientras de cerca, las texturas y el trazo relatan a detalle narrativas más íntimas como en Female Bomb (1966). Esta fuerza también se debe al papel y a cómo lo ocupa. Cada pieza es una batalla, y no solo por la temática (la Guerra de Vietnam en las War Series), sino por su construcción. Si abandonó el óleo fue porque lo consideró un medio masculino; renunció a él y se refugió en el papel para explorar esa fragilidad aparente y para vivirlo a partir del uso de otras técnicas. Las voces de la acuarela, el grafito, la tinta, acentuaban una polifonía visual que le resultaba más femenina. Así, a partir de la década de 1970, se propuso crear un lenguaje pictórico que, además de transitar entre lo visual y lo literario (sus obras son una especie de cuentos, Codex Artaud), reflejara la feminidad del medio. Más allá de enfocarse en la mujer como protagonista de su trabajo, lo que le importaba era explorar la delicadeza del soporte, extender en la técnica su discurso. Conquistar el papel era confrontar la masculinidad dominante del mundo. Su dibujo delicado complejiza la violencia —un tema que está presente tanto en sus series sobre la guerra como en sus mujeres—. Intrigado, el observador se va metiendo en la obra, como se experimenta en Maypole: Take no Prisoners. Esta retrospectiva, curada por la artista Julie Ault, expone más de cien obras que si en lo individual son un relato, en conjunto integran una misma historia. Quizá porque Ault también es una editora interesada en las posibilidades del archivo como estrategia del arte, la muestra está desplegada como un libro que no impone una lectura y tampoco marca una cronología ni funciona como biografía. Se trata de una antología visual; cada espacio se abre invitando a ser vivido en lo pictórico. El visitante, seducido por el gesto narrativo de la autora, se mira en un espejo de papel.

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The Goddess Nut II (1990), de Nancy Spero.

Los hambrientos. Dirección: Robin Aubert. Canadá, 2017.

HOMBRE DE CELULOIDE

La profecía de los zombis

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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA LE MAISON DE PROD

ueva película de zombis. Y tiene lo suyo, como todas las buenas películas de género en las que sabes qué va a suceder pero no cómo. Los hambrientos fue dirigida por Robin Aubert, un quebecois que en esta obra exalta al campo y su lengua de origen, ese idioma que tan chocante le suena a los parisinos. Por esta y otras razones, los zombis parecen ser “los otros”, los que irrumpen en la tranquilidad del campesinado de Quebec, una región que tiene motivos para sentirse diferente al resto de Canadá. Y de esto, en el fondo, trata la película: de quien resiste al cambio globalizador; un poco como Astérix el galo que, decía René Goscinny, trata en realidad de un pueblito que se niega a aceptar la imposición globalizadora de un imperio que quiere que todos hablen igual, que todos se vistan igual y que todos comenten la música horrible que “el imperio” (en cualquiera de sus formas) quiere imponernos. Estos son los zombis para Aubert y creo que tiene razón. Como es cine de género, no son necesarias demasiadas explicaciones: un hombre besa a una mujer mientras otra lo mira. ¿Siente envidia? ¿Ha atrapado a los amantes en pleno adulterio? La mujer lanza un grito y no hay que ver ya nada más

para entender que a Quebec también han llegado los zombis. Cualquier amante de esta clase de cine encontrará que Los hambrientos es una curiosidad indispensable. Algo similar a lo que sucede con quien gusta de las películas de vampiros, que tiene que ver Vampiros en La Habana . Los hambrientos sigue además la escuela del gran cine de la región (Xavier Dolan y otros), de modo que además de zombis de babas sangrantes la cámara ha de retratar el fatigoso andar de un gusano verde sobre un árbol, la estampida de caballos salvajes y unas extrañas construcciones que estos hambrientos (zombis inteligentes a diferencia de sus contrapartes en la mayoría de las películas del género) construyen a la mitad del campo quebecois: apilan, como si fueran pirámides, sillas o juguetes de niños muertos. Luego, enamorados de su construcción, miran absortos sus torres hasta que aparece un ser humano, uno que no está ni sediento de sangre ni de matar y

Además de zombis de babas sangrantes, la cámara retrata el andar de un gusano

apilar, matar y acumular en un ciclo sin fin. La cosa evidentemente tiene su simbolismo. Recuerda (tal vez en forma peregrina) a la Torre de Babel: los zombis somos estos que nos maravillamos de nuestras construcciones tan altas sin mirar, como la niña protagonista, lo hermoso del campo lleno de colores, las flores, los insectos. Porque, como en aquella otra película extraña, de culto, La carretera (2009), actuada por Vigo Mortensen, el protagonista es un niño, un cachorro humano en un desierto post–apocalíptico cuyo origen el director se niega a explicar. No es necesario. Lo entendemos de inmediato. Y en ello estriba el interés de las películas de zombis. Hay en el mundo una sensación de decadencia y desencanto que parece afectar los ánimos más serenos. No es necesario pensar mucho para relacionar a los zombis con los nacionalistas o con los globalistas. Que cada quien interprete, pero películas como ésta, obras que gastan tanto esfuerzo intelectual para hablar de monstruos que comen humano y que al mismo tiempo tratan de ser poéticas, explican que hay algo en lo que coinciden las mayorías: la realidad es insoportable y pronto va a suceder algo que acabará con la civilización.

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ESCOLIOS

POESÍA

(Nacer y no) JOSÉ RAMÓN RIPOLL

Murmullos que musitan que he nacido, que es la muerte tal vez quien se ha asomado por un instante ciego al mundo de los vivos. En un intento solo de trazar unos signos confusos en el aire, callo y oigo que también estoy muerto. Tiemblo ya como ahora o quizás tiemblo hoy como entonces: testimonio de ese morir naciendo, signatura del miedo que ha de marcarme para siempre, recuerdo y permanencia entre los límites del ser y del no ser. Nacer y no: llaga perpetua. Este poema del ganador del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe 2016 pertenece a La lengua de los otros, incluido en la antología El espejo y el agua (Ediciones Sin Nombre). EX LIBRIS

El fracaso de la Medicina/ EKO

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ANTESALA

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¿Qué hacer con los malditos? ARMANDO GONZÁLEZ TORRES

@Sobreperdonar

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ay autores que han desplegado explícita y seductoramente sus rencores y su misantropía, que han hecho de su violencia verbal un arte venenoso. Son autores que atraen y repelen por las emociones insondables que convocan, por el miedo del lector a verse reflejado en su espejo pernicioso. Sin duda por su desproporcionado talento, como pocos de sus cófrades malditos, el escritor francés Louis-Ferdinand Céline (1894-1961) sigue provocando tormentas póstumas. La posibilidad, por ejemplo, de publicar sus panfletos políticos en una edición contextualizada generó encendidas polémicas el año pasado. Más allá de sus propias patologías y conflictos, Céline no era un extraterrestre y sus actitudes responden mucho a las pasiones sociales de su época. El futuro escritor nace en una familia empobrecida y ansiosa de estatus, que busca culpables a su situación y que deposita en el hijo expectativas excesivas. Lo mandan a Alemania, lo hacen aprender inglés y entra adolescente a trabajar. Luego ingresa al ejército y marcha al frente, donde es herido. Cuando termina su traumática participación bélica, ejerce oficios provisorios (como empleado en Londres o capataz en África), frecuenta burdeles, se queja de su mala suerte y sufre cambios extremos de humor. De regreso a Francia, trabaja como redactor en una revista científica. Ahí conoce a un médico que lo influye para estudiar Medicina y con cuya hija consuma su primer matrimonio. Ya como médico de poca monta, Céline recorre los infiernos de la pobreza y la enfermedad. En sus tiempos muertos, se afana en una escritura colérica y mordaz, de indudable filiación autobiográfica, y en 1932 publica su consagratorio Viaje al fin de la noche. En 1937 publica su demencial panfleto Bagatelas para una masacre y en 1938 La escuela de cadáveres, en los cuales Céline aboga por mano dura y culpa a los judíos de toda catástrofe. Pese a su carácter de desahogo delirante, estos textos, aprovechando el fondo antisemita que existía en Europa, se convierten en un éxito de ventas y en una suerte de libro de texto para el gobierno colaboracionista francés. Cuando finaliza la ocupación, Céline huye, con su segunda mujer y su gato, a Alemania y a Dinamarca donde es apresado. Tras la amnistía, regresa a Francia, donde escribe otras páginas rabiosamente autobiográficas y administra su prestigio de maldito. La postura de Céline es injustificable; sin embargo, esconderlo bajo la alfombra no soluciona nada. Como dice el filósofo Reyes Mate: “A autores como Céline, cuyas posiciones políticas contribuyeron al desastre, conviene recordarlos porque fueron muy significativos. Si no los tienes en cuenta no te explicas lo que sucedió. Hay que leer críticamente a Céline, como a Heidegger o a Jünger, porque representa un momento del pasado que ha tenido una importancia enorme en la historia. Difícilmente se puede construir una historia diferente a lo que ellos significaron si no se tiene en cuenta que existieron”.

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LITERATURA

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Los cuadernos de Joan Didion VÍCTOR NÚÑEZ JAIME/ MADRID FOTOGRAFÍA SPOTLIGHT

Sur y Oeste son las memorias de la escritora californiana que acaban de aparecer en español. Ofrecemos un paseo por sus páginas y dos pasajes con autorización de Penguin Random House

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oan Didion (Sacramento, 1934) era una niña de cinco años cuando su madre le regaló un cuaderno con la intención de ayudarla a domar su curiosidad desmedida y su precocidad intelectual. “Aquí tienes, deja de quejarte de todo y aprende a divertirte anotando tus pensamientos”, le dijo al entregarle un bloc Big Five. La pequeña le hizo caso enseguida, cogió un bolígrafo y empezó a garabatear lo que, años después, ella misma calificaría como el esbozo de un cuento: una noche ártica, una mujer estaba convencida de que moriría congelada. No obstante, al amanecer se despertó en medio del desierto del

Sahara y entonces supo que el frío no era más que un sueño y, en realidad, moriría de calor antes del mediodía. ¿Qué estado de ánimo pudo suscitar en una niña de cinco años una historia como esa? Tal vez no resulte tan extraño si se toma en cuenta su historia familiar. Hija de un miembro del Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos que participó en la Segunda Guerra Mundial, Joan Didion creció escuchando que sus antepasados habían formado parte de la denominada Expedición Donner emprendida por un grupo de personas que, en 1846, de camino a California por una “nueva ruta” o un “camino más corto” para llegar al Oeste, se vio envuelto en una serie de contratiempos y errores que lo llevaron a modificar su trayecto y a quedarse atrapado durante el crudo invierno en las montañas de Nevada. Mientras esperaban a ser rescatados, más de la mitad de los 87 integrantes

Estos cuadernos inéditos, escritos en la década de 1970 durante un viaje en coche por el sur de Estados Unidos, resultan proféticos a la luz de la era Trump.


de la caravana fallecieron y el resto sobrevivió comiéndose a sus compañeros muertos. Los familiares de Didion se libraron de la tragedia al negarse a seguir el supuesto atajo e irse por su cuenta por la ruta prevista. Así llegaron a Sacramento y ahí, en ese poblado que más tarde se convertiría en la capital de California, se quedaron a vivir. “¿Acaso no somos el paisaje en el que crecimos?”, se preguntaría años después la escritora que en su segunda década de vida comenzó a aportar su sensibilidad a la generación del Nuevo Periodismo estadunidense, y que ahora publica en español uno de sus cuadernos más emblemáticos, donde se refleja el rigor de sus observaciones, la introspección y el tono confesional que siempre han caracterizado su obra, así como su habilidad para vender intimidades enmascaradas de reportajes, los cuales elabora con un lenguaje conciso, claro y sencillo, alcanzado solo después de un arduo trabajo propio de los orfebres. En Sur y Oeste (Penguin Random House, 2018) están las notas, los diálogos, las entrevistas y los borradores de artículos que Joan Didion recogió durante el verano de 1970 mientras viajaba por los estados de Nueva Orleans, Misisipi, Alabama y Luisiana, acompañada por su esposo, el escritor John Gregory Dunne (1932-2003). Son notas que revelan escenas cotidianas y estados de ánimo, preocupaciones de raza, clase, herencia y de gente que se ahoga en su propio pasado, lugares a los que parece no haber llegado la psicodelia, el feminismo, el uso de los anticonceptivos, el laicismo, las normas destinadas a terminar con la segregación racial, la visión progresista del futuro que, no hacía mucho, en un año mítico (1968), habían revolucionado a las sociedades occidentales. Es el Sur estancado, incapaz de abrirse a la ebullición que brota del Oeste, un conjunto de factores anquilosados que, por cierto, no distan demasiado del panorama político, social y cultural del Estados Unidos profundo en “la era Trump”. Ese verano, la autora vio un coche que se estrellaba contra una pared y a una mujer al volante que sacudía la cabeza y se moría al instante. En la alberca de un motel se fijó en las algas y colillas de tabaco que flotaban en el agua. Al final de un camino de tierra, ella y su marido se encontraron un criadero de serpientes. Junto a una gasolinera, una niña descalza, con un vestido de tela floja que le llegaba más abajo de las rodillas, llevaba en la mano una botella vacía de Sprite. Una señora negra estaba sentada en el portal de su casa decrépita en un asiento arrancado de un coche. En las reuniones sociales a las que asistió, los hombres hablaban de sus hazañas de cacería o de pesca y las mujeres de niños y de recetas de cocina. En el bar, junto a la alberca de otro motel, un grupo de hombres bebía y murmuraba juntando mucho las cabezas y señalando a Didion, que llevaba el pelo largo y suelto y caminaba frente a ellos en biquini.

La casa de la fragilidad

En 2003 la tragedia llegó a la vida de Joan Didion. El 30 de diciembre

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LITERATURA

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murió su esposo y veinte meses después, el 26 de agosto de 2005, murió su hija Quintana, a la que habían adoptado en marzo de 1966. Hoy Joan Didion es una anciana distinguida de cuerpo diminuto y delgado, que lucha contra su propia fragilidad en la soledad de un departamento neoyorquino. “Me encuentro cada vez más enfrascada en esta cuestión de la fragilidad”, dice en Noches azules. “Tengo miedo a caerme por la calle. Me imagino a mensajeros en bicicleta que me tiran al suelo. […] Cuando mis conocidos me preguntan cómo estoy ahora, oigo una inflexión nueva en sus voces, una inflexión que antes no oía y que cada vez me resulta más angustiante, casi humillante: esos conocidos parecen preguntarlo con impaciencia, medio preocupados y medio irritados, como si ya no les interesara la respuesta. Como si todos supieran perfectamente que la respuesta va a ser una queja. Tomo la determinación de que, si me preguntan cómo estoy, solo voy a decir cosas positivas”. Vive el presente rodeada de recuerdos, comiendo como un pajarito y combatiendo sus migrañas, pero no ha dejado de utilizar cuadernos. Porque, a pesar de todo lo que ha sufrido, no se ha permitido ser un alma en pena. “La gente que toma notas en cuadernos íntimos es una especie distinta, gente solitaria y reticente que siempre está cambiando la disposición de las cosas, insatisfechos ansiosos, niños que al parecer sufrieron al nacer cierto presentimiento de pérdida. Me imagino que el cuaderno trata de los demás. Pero, por supuesto, no es así. Nuestros cuadernos nos delatan, porque por muy diligentemente que anotemos lo que vemos a nuestro alrededor, el común denominador de lo que vemos es siempre, de forma transparente y desvergonzada, el implacable yo”, expresa sobre un cuaderno como Sur y Oeste. “He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo que pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo”, explicó en El año del pensamiento mágico. En su mesa de trabajo tiene enmarcadas dos notas manuscritas de su hija. En una de ellas se lee: “Querida mamá, era yo quien huía cuando abriste la puerta”. En el documental El centro cederá, realizado en su honor por su sobrino Griffin Dunne, la escritora dice que se siente culpable por la muerte de Quintana (“era adoptada, me la habían dado para cuidarla y fallé”) y confiesa que espera el final de su vida sin miedo: “una de las principales preocupaciones es la gente que dejamos atrás. Yo no dejo a nadie”.

Hoy Joan Didion es una anciana distinguida, que lucha contra su propia fragilidad

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CRÓNICA PERIODÍSTICA

Dos postales en familia y sin obligaciones

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JOAN DIDION

a primera vez que estuve en el Sur fue a finales de 1942 o principios de 1943. Mi padre estaba destacado en Durham, Carolina del Norte, y mi madre, mi hermano y yo tomamos varios trenes lentos y abarrotados para reunirnos con él. En mi casa de California yo había llorado por las noches, había perdido peso y había querido ver a mi padre. Me había imaginado que la Segunda Guerra Mundial era un castigo diseñado específicamente para quitarme a mi padre, había hecho recuento de mis errores y, con un egocentrismo que por entonces se acercaba al autismo y que sigo sufriendo cuando sueño, cuando tengo fiebre y en mis matrimonios, me había declarado culpable. De aquel viaje recuerdo sobre todo que un marinero que acababa de ser torpedeado a bordo del Wasp, en el Pacífico, me regaló un anillo de plata y turquesa, y que perdimos la conexión de trenes en Nueva Orleans y no encontramos habitación y nos pasamos una noche en vela, sentados en una terraza cubierta del hotel Saint Charles, mi hermano y yo con trajes de verano de sirsaca a juego y mi madre con un vestido de seda, a cuadros blancos y azul marino, sucio de polvo del tren. Ella nos cubrió con el abrigo de visón que se había comprado antes de casarse y que llevaría hasta 1956. Viajábamos en tren y no en coche porque unas semanas antes, en California, mi madre le había prestado el coche a una conocida que lo había estrellado contra un camión de lechugas a las afueras de Salinas, un hecho del que estoy completamente segura porque aún hoy sigue siendo fuente de rencor en las conversaciones de mi padre. Se lo oí mencionar por última vez hace apenas una semana. Mi madre no respondió y se limitó a repartir otra mano de su solitario. En Durham nos alojamos en una habitación con derecho a cocina en casa de un pastor laico cuyos hijos comían todo el día mermelada de manzana sobre unas gruesas rebanadas de pan y delante de nosotros se referían a su padre como “el reverendo Caudill”. Por las noches el reverendo Caudill traía a casa varios litros de helado de melocotón y se sentaba con su mujer y sus

hijos en el porche a comer helado directamente del envase de cartón mientras nosotros estábamos en la cama viendo a nuestra madre leer y esperando a que llegara el jueves. El jueves era el día en que podíamos tomar el autobús a la Universidad de Duke, que había sido ocupada por el ejército, y pasar la tarde con mi padre. Él nos compraba una Coca Cola en el edificio de la asociación de estudiantes y nos llevaba a dar una vuelta por el campus y nos hacía fotos, unas fotos que todavía guardo y que miro de vez en cuando: dos niños pequeños y una mujer que se parece a mí, sentados junto a la laguna, de pie junto al pozo de los deseos, unas fotos que siempre estaban sobreexpuestas o desenfocadas y que, en cualquier caso, ahora ya han perdido el color. Treinta años más tarde, estoy segura de que mi padre también debió de pasar con nosotros los fines de semana, pero solo puedo suponer que su presencia en aquella casita, la tensión que había en él, su agresivo afán de intimidad y el hecho de que prefiriera jugar a los dados a comer helado, me debieron de resultar elementos tan potencialmente perturbadores que borré de mi mente cualquier recuerdo de aquellos fines de semana.

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••• o sabría decir con exactitud qué me llevó a pasar un tiempo en el Sur durante el verano de 1970. No tenía obligaciones periodísticas en ninguno de los lugares que visité: no “pasó” nada donde yo estuve, no hubo asesinatos ni juicios célebres, no hubo órdenes de integración, ni enfrentamientos, ni siquiera celebrados actos divinos. Yo solo tenía la vaga e informe sensación —una sensación que me invadía de vez en cuando, y que no podía explicar de forma coherente— de que durante unos años el Sur, y sobre todo la Costa del Golfo, había representado para América lo que la gente seguía diciendo que era California, y lo que a mí me parecía que California ya no era: el futuro, la fuente secreta de energía tanto benévola como malévola, el centro psíquico. No me apetecía hablar mucho de ese tema. Título de la Redacción.

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En este relato, la escritora estadunidense, nacida en Nueva York en 1935, invoca el signo de la soledad inquisitiva y llevadera ante el abandono y la decepción

Los gatos, Doris Lessing y yo

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VIVIAN GORNICK ILUSTRACIÓN ALFREDO SAN JUAN

ace varios años, tras haber vivido sola por décadas, sentí la necesidad de que hubiera algo vivo rondando por la casa, a mi lado, y para mi gran sorpresa decidí adoptar un gato. El miedo de mi madre a aquello que se desplazara en más de dos patas me había infectado desde muy temprano y, como ella, la mayor parte de mi vida sentí temor, o repulsión, por animales como perros,

gatos, ovejas, vacas, ranas, insectos (el que fuera). Si se aproximaban a mí, me ponía a temblar. Pero ahora, la necesidad de compañía había triunfado, y salí en busca de una criatura cariñosa que ronroneara en mi regazo, durmiera en mi cama y llenara de vida mi departamento con su presencia antigua. Era el final del verano, y por todos los rincones de la ciudad había jaulas repletas de gatos rescatados a cargo de voluntarios altruistas. Muy pronto localicé un par de atigrados de doce semanas de nacidos y belleza excepcional, cada uno con las rayas negras y grises dispuestas en distintos patrones, ambos con sus exquisitas caritas de tigre y sus grandes ojos verdes perfecta y finamente delineados

en negro. Le dije a la mujer a cargo: “Llevaré uno de esos”. No, respondió, son hembras de la misma camada, y no pueden ser separadas; o se lleva las dos o ninguna. ¿Por qué no?, pensé, y dije que sí; tomaría a la pareja. En el momento de hacerlo comencé a experimentar una gran ansiedad. De repente ahí estaban ellos: en el departamento. Como Gulliver entre los liliputienses, miré a los gatos, y ellos me devolvieron la mirada. ¿Y ahora qué hago? No tenía idea. ¿Qué harán ellos? Obviamente, no tenían idea tampoco. Si hacía un movimiento por acercarme a cualquiera de los gatitos, los dos se replegaban encogiéndose. Al segundo movimiento, se escabullían. Luego uno de ellos

se escondió durante tres días detrás del sillón, y el otro maulló todo ese tiempo lastimosamente, mirando con fijeza el lugar donde había desaparecido el gato 1. Después de eso, había días en que los dos se escondían tan bien que me la pasaba por la casa como una loca, revolviendo armarios y cajones, separando muebles de la pared, llamando a los gatos con desesperación. Estaba segura de que ambos habían muerto de asfixia y yo acabaría en prisión bajo cargos de crueldad animal. Intentaba llevar mi vida de una manera normal (trabajando en mi escritorio, cumpliendo con mis compromisos, encontrándome con amigos para cenar), pero una nube negra pendía sobre mí. Si me encontraba fuera, tenía miedo de volver a casa. Si estaba en casa, merodeaba en mi departamento sintiéndome una vagabunda intrusa. ¿Qué debía hacer? Era como si hubiera estado esperando un bebé durante mucho tiempo, e inmediatamente después de tenerlo constatara que ninguno de los dos, ni el bebé ni yo, teníamos ninguna habilidad para establecer una relación. Lo peor de todo era mi profunda decepción: me consumía. Andaba de aquí para allá tronándome los dedos mentalmente. ¡Jamás obtendría aquello que esperaba de los gatos! ¡Nunca saltarían a mis brazos, ronronearían en mi regazo, dormirían en mi cama. ¡Nunca! ¡Nunca! Y, de hecho, durante muchos años, no lo hicieron.


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Mientras tanto —exactamente como si yo fuera una mamá nueva—, amigos bien intencionados comenzaron a inundarme con parafernalia gatuna: libros, juguetes, dvd’s llegaban a diario, todos con consejos, la mayoría de ellos (según quién los enviaba) divertidos, sobre qué hacer con las criaturas. La manera en cómo se habían dado las cosas me agobiaba; me hacía sentir como una jovencita inexperta y un poco más que cansada. Entre todo este material, sin embargo, me encontré con el libro Gatos ilustres de Doris Lessing. Como devota de Lessing desde mi época universitaria —para mi generación de feministas en ciernes, El cuaderno dorado era la Biblia—, pensé que todo aquello que ella hubiera escrito sería de interés para mí. Así que comencé a leer este delgado y pequeño volumen sobre los gatos. Pero el libro no me estaba dando nada de lo que necesitaba —consejos prácticos— y yo me encontraba demasiado nerviosa para concentrarme en cualquier otra cosa. “¡Otro autor célebre enternecido por los gatos!” Años después de eso, casi todo lo que podía recordar del libro era que Lessing había tenido un gato al que se refería como “gato gris” y otro que era “gato negro”, y que uno de ellos dormía en el hueco de su rodilla doblada, y que al otro lo envolvía en una toalla húmeda cuando se enfermaba. Es decir, nada. Una cosa del libro, por otra parte, no se me olvida: el tono de su prosa. La singular voz de Lessing —fría, clara, sin errores, profusamente reflexiva como sello de su falta de sentimentalismo— ahí estaba, incluso en un libro sobre gatos. Hablando de sentimentalismo, fueron los gatos quienes, durante esta estresante temporada, me enseñaron cómo bajar mis niveles de todo eso en lo que me hallaba sumida, al revelarme la crueldad con que mi subconsciente buscaba liberarse. Una tarde lluviosa, durante un viaje a un país pobre donde abundan los gatos y los perros callejeros, vi a una gata bajo una palmera protegiendo a sus gatitos. Como yo estaba parada ahí, atrapada por la lluvia, uno de los gatitos me miró fijamente, y en sus ojos, lo sé con certeza, percibí la siguiente plegaria: “Llévame a casa contigo”. Recuerdo que pensé: ¿y si uno de mis gatos muriera, o ambos? –quizá uno de ellos está muriendo

en este preciso momento en Nueva York—. Inmediatamente después, reflexioné: así que, después de todo, eres capaz de ser tan calculadora y tener la misma sangre fría por la que tan a menudo juzgas a los demás. Un día, de repente, sin darme cuenta, terminó. Estaba fastidiada con la decepción que todo esto me había provocado y repentinamente exhausta de pensar en todo lo que los gatos no me daban. Y de un momento a otro decidí que eran criaturas independientes. Así comenzó mi larga y estática práctica de observarlos ser ellos mismos en mi presencia, a partir no de su relación conmigo, sino de la que llevaban entre ellos. Después de siete años juntas, ellas (porque son dos gatas) continúan lamiéndose, mordiéndose, persiguiéndose todos los días con el mismo interés y determinación que si se acabaran de conocer. Ya sean aliadas o enemigas, están siempre al pendiente una de la otra. Si algún sonido desconocido o un movimiento parece amenazador, de inmediato, como por arte de magia, así estén dormidas o despiertas, se sientan y se ponen alertas, una al lado de la otra, constatando que tienen al menos una amiga para sobrellevar esta crisis. Por otra parte, una vez al día, como un reloj, una asume el rol de cazadora y acecha a la otra mientras atraviesa la alfombra de la sala como si ésta fuera la jungla y ellas tigres en miniatura. Como si tuvieran un plan previamente acordado, las dos arrancan a correr al mismo tiempo para encontrarse y ponerse a luchar —gruñendo, mordiendo, boxeando con las garras— como si se tratara de un combate a muerte. Tras unos pocos segundos de esta pelea en la que todo vale, se separan, francamente aburridas por el juego, y caminan en direcciones opuestas, con la cabeza levantada y estirando la cola. Ya sea juntas o por separado, seis veces al día me hacen reír. También está el continuo descubrimiento de la personalidad de cada una. Gata 1 come como una cerda y pronto perdió la figura: ahora su panza casi toca el suelo. Es sigilosa, taciturna y pasiva-agresiva, pero todo lo que tengo que hacer es llamar su atención para que se tumbe de espaldas, doble las garras hacia adentro, y con la mirada me ordene que me ocupe de rascarle la panza; lo cual, por supuesto, siempre hago. Gata 2 se mantiene firme y esbelta (es una melindrosa), y salvajemente activa, corre todo el tiempo por la casa. Es

también extremadamente delicada —cuando quiere que la acaricie, extiende con timidez su garra hacia mí y me lo implora con la mirada— y tremendamente asustadiza: no ha terminado de entrar alguien al departamento (sobre todo si se trata de un hombre), se mete debajo de la cama o trepa al gabinete más alto de la cocina. Con todo, me tiene encantada porque cuando se estira sobre un muro o en el travesaño de la ventana su cuerpo parece una larga y exquisita columna de terciopelo negro y gris, y su figura, invariablemente, me deja sin aliento. Recuerdo que la primera vez que presencié tal elongación, pensé: “Ahora comprendo el poder de una mujer bella. ¡Se le perdona todo!”. A pesar de que persiste en mí una necesidad y estas gatas no se ajustan a ella, ellas se encargan de que no me olvide por mucho tiempo de su existencia. Están siempre conmigo. A donde vaya, van. Si me pongo a trabajar, una o la otra viene a caer en el escritorio para ponerse delante de la computadora. Si me recuesto a leer, se tienden a mi derredor. Cuando veo la televisión, ahí están: arrebujadas en el sillón o despatarradas en una silla cercana. No se están quietas durante las muchas horas que pasamos juntas. Tarde o temprano, una o la otra entra a la cocina para comerse una croqueta, o merodea alrededor de la recámara, o huele insistentemente el ano de su hermana; sin importar si hay algún tipo de acuerdo mutuo o no, ambas gatas de inmediato se ponen a lamerse y ronronear, o a retarse y resoplar. No creo que alguna vez

Sigo envidiando a gente que conozco, cuyos gatos se arrebujan sobre sus piernas

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en mi vida haya reflexionado tanto acerca de la motivación mercurial del comportamiento de una criatura viviente como lo he hecho observando a estas gatas. Constantemente me pregunto: ¿por qué hacemos lo que hacemos cuando lo hacemos? ¿Por qué la gata 1 lame a la gata 2 frenéticamente durante unos segundos, luego le hinca los dientes en el cuello, después levanta la cabeza y la escruta con desconfianza, buscando algo sospechoso, para finalmente alejarse enojada, como si ella hubiera sido atacada? ¿Por qué? Es tan inexplicable como el sexo, concluyo a veces. Cuántas veces me ha preguntado un hombre, ¿por qué ahora, por qué no hace una hora? Pregunta para la cual tengo tan buenas respuestas como las que darían las gatas, si pudiéramos interrogarlas. Sigo envidiando a gente que conozco, cuyos gatos se arrebujan sobre sus piernas y duermen en sus camas, pero (para citar al famoso gato del callejón de la historieta de Don Marquis Archy and Mehitabel): “¡qué demonios!”.


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DE PORTADA

Hace unos meses, una noche de invierno, retomé la lectura de Gatos ilustres. Esta vez lo leí de una sentada, no pude creer que una vez lo tuve entre mis manos y no me causó el más mínimo interés. Era una muestra fehaciente de lo que yo debía crecer como el lector para el que había sido escrito ese libro, y para quien él había estado, todo ese tiempo, esperando. Con sólo 126 páginas, Gatos ilustres fue escrito cuando Lessing estaba cerca de cumplir 50 años. Arranca con un recuento de su infancia, en los años veinte, en una granja de Rodesia, ahora República de Zimbabue, y termina cuando ella, unos treinta años después, vivía en una casa espaciosa de un buen vecindario de Londres; en todo el camino que siguió para llegar ahí había gatos: gatos domésticos y salvajes, amigables o peligrosos, feos o hermosos, listos o estúpidos. Gatos. Al principio, en esa granja en mitad de la campiña, el mundo natural ocupaba un lugar preponderante. Antes de comenzar a hablar del alma humana, había aves, serpientes, insectos, bestias de todo tipo, y cada una a su manera implicaba un problema para el trabajo de la joven Doris y de sus padres. La situación más complicada fue originada por un montón de gatos en el lugar, que permanentemente se embarazaban y criaban nuevas camadas, una tras otra. La madre de Doris era la que regularmente ahogaba a los gatitos bebé de cada nueva camada para mantener la población de gatos en un estándar manejable. Pero cuando Doris cumplió catorce años, su madre cayó en depresión y no pudo ocuparse de los gatitos. En menos de lo que canta un gallo hubo cuarenta gatos en la granja. Después de eso, todos en la casa estaban deprimidos. Un fin de semana en que la madre salió de viaje, se decidió en su ausencia que los gatos debían irse... en ese instante. Doris y su padre los metieron a todos, excepto a uno que era el favorito, en un cuarto, y su

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Vivian Gornick a nuestro alcance

Apegos feroces, Sexto Piso, México, 2017 En el transcurso de sus paseos por las calles de Manhattan, una mujer madura desgrana el relato de su lucha por encontrar su propio lugar en el mundo. La mujer singular y la ciudad, Sexto Piso, México, 2018 Un mapa fascinante y emotivo de los ritmos, los encuentros fortuitos y las amistades siempre cambiantes que conforman la vida de Gornick en Nueva York. padre les fue disparando, uno por uno, hasta matarlos a todos. Conforme leía eso, mi boca se abría cada vez más grande, hasta que sentí que caía cerca de mi pecho. Sobre todo porque la Doris Lessing madura relata esta historia espeluznante con extraordinaria ecuanimidad, sin parpadear, sin tragar saliva, sin una sílaba de angustia en ninguna línea. Lo que hay en su relato, en cambio, es frialdad, claridad, una mirada imperturbable de ella enfrascada en esta pieza de gran guiñol doméstico como si se tratara de un hecho inofensivo e incidental, y al final concluye, con casi risible imperturbabilidad: “Estaba enojada tras el holocausto de los gatos... pero no recuerdo si les guardamos algún duelo”. Veinticinco años después, nos encontramos en la casa de Londres y Lessing nos presenta al gato que ella llama “gato gris”. Era el gatito bebé más hermoso que ella había visto: “gris y crema, con la frente y panza de un dorado ahumado, con medias rayas negras alrededor del cuello... [y en la cara], delineada en negro, con anillos alrededor de los ojos, pinceladas en las mejillas... una bestia exóticamente

hermosa... para nada miedosa... asechando alrededor de la casa, inspeccionando cada centímetro, trepando a mi cama, deslizándose entre las sábanas”. Ese era el gato con G mayúscula: “¡Gato con la suavidad de un búho, gato con patas ligeras como mariposas nocturnas, gato cubierto de joyas, gato milagroso! Gato, gato, gato, gato”. Por si acaso tú, lector, piensas que se ha puesto cursi, Lessing añade: “Nada más que comentar, se trata de una bestia egoísta”. Luego ingresa a la casa el gato negro, el cual, a pesar de que el incomparable gato gris domina la escena, también tiene lo suyo. El gato gris, “la bestia egoísta”, ha probado ser una madre no solo indiferente, sino hostil: mata al primogénito de su primera camada y sistemáticamente intenta abandonar al resto. Gato negro, por otra parte, atiende a los suyos con maternidad: “Cuando se encuentran a su alrededor, extiende suavemente una garra sobre ellos, protectora y tiránica, con los ojos entreabiertos, un profundo ronroneo vibrando en su garganta, luce magnífica, generosa, desenfadadamente segura de sí misma”. Estas gatas no tienen ninguna relación entre sí pero, como las mías, cada una de ellas está atenta a lo que hace la otra. A diferencia de las mías, que despliegan una variedad de actitudes, las gatas de Lessing, como la parte dominante de muchos matrimonios —parece insinuar la autora—, se enfrascan casi exclusivamente en una relación a base de provocaciones y demostraciones de celos. La uniformidad de este comportamiento, dada la deliciosa volatilidad de mis gatas, comienza a parecer sospechosa en los ejemplos antes mencionados. Pero la gota que derramó el vaso fue este pasaje: “Cuando gato negro da a luz y está

tumbada, voluptuosamente entre sus gatitos, gato gris, aun cuando detesta la maternidad, se sienta en el extremo opuesto, envidiosa y codiciosa, y con todo su cuerpo y su cara y su lomo arqueado dice: la odio, la odio”. Algo en esta frase se sentía artificial. De pronto fue difícil para mí creer lo que Lessing estaba diciendo con respecto a la relación entre las dos gatas. Parecía dedicarse exclusivamente a enfocar la clase de fuerza que se produce en la confrontación, pero nunca en el terreno juguetón del coqueteo o la transgresión inofensiva. En toda la prosa de Lessing que he asimilado, nunca (antes de leer Gatos ilustres) había visto tan claramente al servicio de qué estaba esa tremenda sensibilidad suya: al prejuicio autodefensivo de un escritor que no da tregua cuando se trata de su propia decepción con respecto a la esencia de una cosa. Esto me hizo pensar que la poca confiabilidad que tienen los hombres en los implacables retratos que de ellos se hacen en El cuaderno dorado, o en cualquiera de los muchos cuentos en los que son caracterizados como moldes de galletas defectuosos, está al servicio únicamente de las brillantes intenciones narrativas de Lessing. Era la coraza protectora de su bien afilada postura vital la que se había de repente revelado ante mí. Esa era, lo vi, la fuente de su fuerza como escritora —y de su limitación también—. Si hubiera sido capaz de cortar el mundo con un poco más de flexibilidad, como ahora me ocurría a mí, reconsiderado una explosión de violencia cómica o una acalorada exasperación, su visión de las relaciones entre animales (ya fueran hombres o bestias) se habría expandido en múltiples matices. Ciertamente, su narrativa podría habernos brindado mayores placeres.

La Doris Lessing relata esta historia espeluznante con extraordinaria ecuanimidad

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Traducción de Juan Manuel Gómez. © The New York Book Review.


EN LIBRERÍAS

13 DE OCTUBRE 2018

ENSAYO, CRÓNICA Memorial del 68. Vol. I

Memorial del 68. Vol. II

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A FUEGO LENTO Punto de partida

Sensé

México, 2018

Ana Cecilia Lazcano Ramírez (ed.) Literatura UNAM México, 2018 219 páginas

Varios autores Literatura UNAM México, 2018 212 páginas

Número 211 Septiembre-octubre, 2018 México 80 páginas

Hechos y contextos . El subtítulo anuncia el contenido: artículos publicados en la Revista de la Universidad entre septiembre de 1967 y noviembre de 1968. Una selección que traza un mapa del contexto y los acontecimientos principales de ese periodo convulso. Incluye trabajos de José Luis Martínez, Paz, Toynbee, entre otros.

Este tomo presenta 14 ensayos que desde diversos enfoques y disciplinas abordan las consecuencias y los alcances históricos, sociales, políticos y culturales a 50 años de ese año emblemático. Participan, entre otros, Rafael Barajas El Fisgón, Rolando Cordera Campos, Marta Lamas, Sandra Lorenzano y José Woldenberg.

La revista de los universitarios se une a la conmemoración de los 50 años del movimiento estudiantil de 1968. Los textos principales están reunidos en el dossier “Nuevos ecos del 68/ 50años”. El compilador, Eduardo Cerdán, reúne textos de siete jóvenes escritores que “son un aguafuerte de la verdadera escritura en comunidad”.

Cuartoscuro

Generación Alternativa

Mi vida con Goebbels

Número 153 Septiembre-octubre 2018 México 80 páginas

Número 153 Sin fecha México 96 páginas

Brunhil de Pomsel y Thore D. Hansen Lince España, 2018 221 páginas

En su edición más reciente, la revista de fotografía recuerda la masacre en la Plaza de las Tres Culturas con un “parte oficial” de algún miembro de los grupos que se encargaban de vigilar a los estudiantes y que se hallaba en el Archivo General de la Nación. Completan el cuadro las piezas ganadoras del concurso Los derechos humanos 2018 y una reseña de la muestra Afroamericanos.

La ya mítica y siempre combativa revista celebra 30 años, cumplidos “por pura necedad y pasión”, dice Carlos Martínez Rentería, con este número que trae de vuelta sus momentos estelares. Hay textos de Carlos Monsiváis, Leonardo da Jandra, Armando González Torres, Columba Vertiz de la Fuente, Bibiana Camacho y una corte numerosa de fieles. El álbum fotográfico es de riguroso clamor.

Los recuerdos, dice la secretaria de Joseph Goebbels, “son muy importantes para mí. Me persiguen. No me dejan tranquila”. Así, recordando, y con la ayuda del periodista Thore D. Hansen, va perfilando un retrato de Alemania desde el estallido de la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días. Sus palabras son aterradoras, sobre todo porque se empeñan en hacernos creer que no sabía nada de la barbarie nazi.

Laberinto felicita a su colaborador y amigo

David Toscana por la obtención del Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2018

Belleza mudable ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

C

on Sensé (Alfaguara), Federico Reyes Heroles ha conseguido darle forma y consistencia al voluble revestimiento del deseo sexual. Ese deseo tiene un nombre, Sensé, un personaje que podría ser todas las mujeres empeñadas en lucir su belleza y su caprichosa voluntad como el preludio impostergable de la turbación estética. El lector puede acercarse a Sensé con la esperanza de hallar una historia de amor. El protagonista y narrador —Luciano Talbek—, un abogado hecho a la soledad y a la grisura laboral, recuerda sus días al lado de Sensé, de quien apenas conoce su número telefónico y su disposición para hacer y deshacer a su antojo. Tan intenso es el vértigo que induce su presencia que Talbek no atina siquiera a declarar su arrebato; se conforma con fotografiar su cuerpo desnudo, o provocadoramente voluptuoso, seguro de que Sensé “no coqueteaba para conquistar a alguien, no pretendía una relación carnal, ni siquiera estaba cierto de que supiera lo que era eso”. El lector se convierte así en mirón de las excéntricas apariciones de Sensé en el recibidor de un hotel, una playa solitaria o el estudio de un pintor. Hay otra manera de acercarse a la novela de Federico Reyes Heroles: tomando a esa mujer —que muda de apariencia con embrujada facilidad, que lo mismo se presenta joven que madura, inasible que conquistable— como una de las representaciones abismales de la Belleza —con esplendorosas mayúsculas—. No debemos perder de vista que Sensé aparece ante los ojos del lector desde la perspectiva alucinada del narrador, quien se confiesa prisionero del deseo incapaz de remontar su estado de preludio e insatisfacción. No es amor lo que declara, y muy pronto renuncia a la eventualidad de la posesión carnal. ¿Por qué entonces su vulnerabilidad, su dócil sometimiento? Podemos aventurar una respuesta: la Belleza es un atributo sobrenatural que nubla el entendimiento de los hombres. Maravilla, estimula los sentidos, produce accesos de alegría, pero también envenena y abre el paso a la locura. Quizá por eso se presenta bajo el signo de la mudanza: huye en cuanto estiramos la mano. Muchos son los caminos de lectura y arrobo que Federico Reyes Heroles sugiere en Sensé. No es injusto suponer que el más terrible y doloroso es el que conduce orquestadamente hacia la melancolía.

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CINE

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RESEÑA

ENTREVISTA

Silvia Pinal por sí misma ANDREA SERDIO

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ilvia Pinal recuerda su vida en el libro Esta soy yo, publicado por la editorial Porrúa. La historia comienza cuando su madre, de quince años, se enamora y embaraza de un hombre casado que se niega a reconocer a Silvia, su hija, quien nació el 12 de septiembre de 1931 en Guaymas. Moisés Pasquel, director de orquesta, rico y bien parecido, fue su padre biológico. Ella lleva el apellido de Luis G. Pinal, político priista que se casó con su mamá y quien siempre la vio como su hija. Desde niña, quiso estar sobre los escenarios, estudió ópera con el maestro Reyes Retana, luego actuación en el INBA con profesores como Carlos Pellicer, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia; en 1945 se inició en la radio en la XEQ. A los 16 años, Silvia se casó con el actor y director Rafael Banquells, quien le doblaba la edad. Banquells representó para ella la oportunidad de abandonar su casa y ser libre. Tuvieron una hija, Silvia Pasquel, y trabajaron en algunas obras. Pero la estrella de él fue declinando mientras la de ella comenzaba a brillar cada vez más. Silvia se dedicó al teatro hasta que en 1948 Miguel Contreras Torres la invitó para un pequeño papel en la película Bamba, protagonizada por Carmen Montejo. Después filmaría El pecado de Laura, con Meche Barba y Abel Salazar, y Puerta, joven, con Mario Moreno Cantinflas, lo que representó un impulso decisivo en su carrera. La Pinal se fogueó con las grandes figuras de la época de oro del cine mexicano, con ídolos como Pedro Infante en La mujer que yo perdí, y con quien ella considera el actor más completo que ha dado nuestro país: Germán Valdés Tin Tan, con el que alternó en películas como El rey del barrio, La marca del zorrillo y Me traes de un ala. Pionera de la televisión en México, después de divorciarse de Rafael Banquells fue novia de Emilio Azcárraga Milmo durante cuatro años; incursionó en la producción teatral y firmó un contrato de exclusividad con el productor Gregorio Wallerstein, quien la llevó al estrellato con Un extraño en la escalera, cinta en la que alternó con Arturo de Córdoba. La biografía de Silvia Pinal está llena de anécdotas, de revelaciones, no oculta nada. Habla de su familia, de sus hijos, de su pasión por el teatro, de su amistad con Diego Rivera, de sus años en Europa, de sus cuatro matrimonios, el segundo de ellos con Gustavo Alatriste, el amor de su vida y quien produjo sus películas con Luis Buñuel: Viridiana, El ángel exterminador y Simón del desierto, que la llevaron a las filmotecas de todo el mundo.

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Natalia López protagoniza a Ester en el filme Nuestro tiempo.

Carlos Reygadas

“Nos falta cuestionar lo que somos y lo que queremos”

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HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA MANTARRAYA

uan Díaz (Carlos Reygadas), un poeta reconocido y ganadero dedicado, está casado con Ester (Natalia López). Su relación basada en la confianza se fisura cuando ella lo engaña con un arrendador de caballos. En Nuestro tiempo, Carlos Reygadas trastoca nuestra forma de entender las relaciones de pareja y los códigos de comunicación. En Nuestro tiempo habla sobre el amor y su complejidad. Hablo de las cosas que me parecen interesantes. En la película hay amor pero también relaciones humanas, valores, reflexiones sobre la comunicación y la búsqueda de acuerdos. ¿Involucrar a su familia y a usted mismo como actores le dio otro matiz al proyecto? No expongo a mi familia a nada. Todo depende de dónde esté tu seguridad. La intimidad no reside en tu cuerpo ni en que cumplas con las normas sociales; reside en tu espíritu, pensamiento y actos verdaderos. No estoy transgrediendo nada. En última instancia, es una banalidad que yo sea el actor y que el resto de mi familia participe. Rodé la película durante tres años y ellos estaban disponibles. Arreglar la agenda de un actor me hubiera quitado movilidad. Una película es muy parecida al trabajo de un granjero: la haces con lo que tienes a la mano.

¿Por eso está filmada en el campo? Si la hubiera hecho en otra locación habría sido lo mismo. El cine es mi vida y mi trabajo, pero no es todo lo que me representa. Soy algo distinto y más amplio. En su caso, no es así de simple. Al cuestionar la moral busca incidir en el espectador. Tienes razón. Cuando uno hace una película puede tener dos objetivos: entretener al público, lo que persigue el noventa por ciento de los directores, o compartir una visión, sensaciones y estructuras para dejar pensando al espectador. Yo prefiero hacer lo segundo. ¿De qué manera la relación hombre–mujer está condicionada por la moral? Seguimos creyendo que el movimiento perpetuo de las personas consiste en casarse y tener una familia, para alcanzar el amor y ser felices. Por eso hay frustración, abandono, divorcios, violencia y, en ocasiones, éxito. Nos falta cuestionar lo que son las cosas, lo que somos y lo que queremos. La tarea fundamental del ser humano es preguntarse qué quiere cada quien en

“Seguimos creyendo que el movimiento perpetuo de las personas consiste en tener una familia”

particular. Si somos físicamente distintos también lo somos internamente. Aunque a veces la teoría y la práctica no empatan. El protagonista tiene estructuradas sus ideas, pero en los hechos se dobla. Ese es el chiste de la vida. Si todo el tiempo lográramos nuestros objetivos seríamos como hormigas. En todo lo que intentamos, caemos y fallamos. Esa es una de nuestras especificidades más hermosas. Una lectura prejuiciada puede ver su película como machista. ¿Le preocupa? He leído algunas críticas al respecto. Entiendo al machismo como pensar que la mitad de los seres humanos es superior a la otra mitad y tiene derecho a someterla. Mi película trata sobre seres humanos fracasando e intentado ser mejores, pero en igualdad absoluta. ¿Atribuye estas críticas al carácter controlador del protagonista? No las entiendo. Si ves a una pareja donde la mujer controla al hombre dirás: “es una mujer manipuladora”. Nunca la calificarías como una película homófoba. En todo caso, sería una película feminista porque la mujer está liberada y pone al hombre como un imbécil. Los tiempos modernos nos llevan a pensar a través de prejuicios. Nos gusta agarrar discursos e insertarlos en el laberinto de la vida, pero la realidad no es unívoca.

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ESCENARIOS

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PERIPECIA

PERSONERÍO

Un refugio a la mexicana

El caminante sentado JOSÉ DE LA COLINA

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ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA PIN POINT

Dogville. Lunes, 20:00 horas. Teatro Helénico. Av. Revolución 1500. Guadalupe Inn.

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ecedad y ambición se pagan caras. ¿Qué podría motivar a un espectador a ver en teatro lo que pudo ver en 2003 en el cine, con resultados de excelencia? Quizá ese afán a ultranza de acercarse al suceso artístico vivo. Dogville, el aclamado filme de Lars von Trier trasladado al teatro, deja un denso halo de desencanto en el patio de butacas. La versión mexicana de Dogville es un claro ejemplo de que un nutrido grupo de buenos actores, que en muchos casos han trabajado en cine, teatro y televisión, no es suficiente para conseguir un montaje de la calidad que se espera. Al parecer —además del pago en euros por los derechos de autor y el presupuesto de esta producción realizada con el estímulo 190 de la LISR (Efiartes)—, la preocupación mayor recayó en la elección de una actriz que tuviera parecido con Nicole Kidman para interpretar el papel de Grace, la mujer que llega huyendo al montañoso pueblo de Dogville, en busca de apoyo y refugio. En efecto: hay similitudes físicas entre la actriz australiano–estadunidense y la joven Ximena Romo. Sin embargo, aunque se le haya querido arropar con 17 actores de muy distintos registros, formaciones y experiencias, le hace falta un intenso trabajo actoral que le ayude a generar y proyectar en silencio la tormenta interior de su personaje, además de una experiencia que pueda proveerla de las herramientas actorales necesarias para

enriquecer el complejo papel que le fue encomendado. El resto del elenco, incluidas buenas escenas individuales, no ha logrado aún la comunicación que el equipo necesita para edificar la incomunicación de sus personajes, por más sujetos al egoísmo y al poder que en apariencia se encuentren. Titánicos esfuerzos actorales por cumplir con el objetivo del personaje se estrellan sin remedio, incluso al empatar en el pétreo rechazo al personaje de la delicada Grace que, según crece el conflicto, se diversifica y se asienta en el particular abuso que cada habitante de Dogville ejerce sobre ella. La versión al español de Miguel Cane, quien cuida su labor en el traslado a nuestro idioma, cuenta con la dirección poco rigurosa de Fernando Canek, quien propone, por ejemplo, un cuadro de pantomima a cargo de los personajes, que marcan con su dedo líneas en el aire para que el espectador imagine los muros divisorios de cada casa en ese pueblo, metáfora de la imposibilidad humana para aceptar la diferencia sin que haya una alta cuota de pago a cambio. Al poco rato las líneas divisorias se desvanecen. Las escenas individuales

Esta versión nacional de Dogville no consigue un montaje de la calidad que se espera

utilizan una cama, una silla, o el radio que escucha el padre del joven Tom, papel que interpreta Sergio Bonilla, quien como algunos de sus colegas persevera en encontrar un tono que sin hallar eco se dispersa. Claudia Ramírez, a quien no habíamos visto en teatro recientemente, necesita cuidar significados, reacción y movimiento. Carmen Delgado, que vuelve fortalecida al teatro, se topa con vacíos intermitentes en escenas colectivas. Mercedes Olea requiere matices en su rol de mujer intolerante. Luis Miguel Lombana enfrenta obstáculos en su doble rol de ciego y narrador. Pablo Perroni apresura la progresión del hosco marido. Gerardo González, único en montajes de comedia musical, precisa apoyo para un personaje de esta tesitura. Rodolfo Arias se conforma con su tipo de gangster. Judith Inda, Francisco de la Reguera, Ana Kupfer, Christopher Agilasocho, Diego Cooper, Francisco Hernández Castelán, Jerónimo Suárez Inda, Alan Téllez y Carlos Fernández están en vaivén tonal sin soporte. Este Dogville a la mexicana, con escenografía e iluminación minimalistas de Félix Arroyo, opone a los preceptos del Dogma 95 establecidos por Lars von Trier efectos de sonido que, lejos de enriquecer el clímax dramático, presionan a los actores que, sin ser mimos, deben narrar la mayor parte del tiempo, empatar movimiento, parlamento y acción física con el efecto de sonido, en lugar de conseguir la sustancia del instante que la obra exige.

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e llamaba León Felipe Camino, una manera de presentarse ante el mundo, con hábito de peregrino o de pastor de ovejas e incluso de lobos. Pero así lo hicieron nacer sus padres sin saber que se haría un poeta del viento, del exilio y de los caminantes. Lo conocí en el café Sorrento a un costado del cine Trans Lux Prado (en Avenida Juárez, frente a la Alameda), y él asentaba su corpachón barbado y calvo como una montaña lisa más una mirada que siempre parecía ser penetrante. En ese café tenía su tertulia en la que destacaban los seres más impensables en torno de él: toreros, médicos, poetas, ensayistas y un profesor del arte de tocar las castañuelas, que tenía un nombre aparentemente científico como cocatología, o algo así. Era esperable y lógico que la figura del poeta central tomara un aire de reunión patriarcal. Ahí, León, al que siempre vi sentado, se instituía en padre apóstol y con una voz admirable de grueso tono y de alto vuelo decía su poema silabeando: “Nadie fue ayer,/ ni va hoy,/ ni irá mañana/ hacia Dios/ por este mismo camino/ que yo voy./ Para cada hombre guarda/ un rayo nuevo de luz el sol…/ y un camino virgen/ Dios”. Sin embargo, en su apellido mismo, no sé si paterno o materno, pues Felipe podría ser apellido, creaba alrededor suyo una muestra de evidencia pastoral y patriarcal, pero con una soberanía indudable. Durante muchos años hubo en un rincón del café (hoy desaparecido con el cine mismo) una placa que fijaba la presencia fantasmal del poeta: “El lagarto/ se mece con el columpio del cangilón y pasa por la luz y el subterráneo/ con un tiempo y ritmo poemáticos.../ ¡Eh! ¡Alto!/ El poema también es un lagarto,/ y el poeta, el gran emperador de los lagartos./ Y yo digo ahora, aquí, colgado/ del péndulo que oscila entre los mundos que separan la rendija entreabierta de mis párpados/ aquí y ahora —sacad el reloj— a las tres, con el pico rojinegro del gallo”. Y de pronto surgía una palabrota que estallaba como una granada de mano dentro de un aura poética, “y si nos equivocáramos y dijéramos del coro al caño y exclamáramos: ‘¡coño, si nos hemos equivocado!’ ”. Así, León, sentado al pie de un viejo olmo y acentuando su figura bíblica, ponía esa grosería como un contradictorio estallido de luz que elevaba todo el largo poema a una altura casi alucinante. Lo traté en el Sorrento durante años participando de la admiración, la casi adoración que lo circundaba como una luz otoñal a la vera de un camino junto a una iglesia en ruinas que repentinamente estallaría en llamas. Y le oí la confesión inesperada de que su carrera de poeta había comenzado en una prisión de Santander, por causa de un robo pequeño en una farmacia, de lo cual derivó que para combatir el aburrimiento hubiera empezado a escribir los versos que se le ocurrían sin ilación pero que iban formando poco a poco un poema entero. Mi santandinidez le agradecía esa manera de inscribirse en mi mundo adolescente, pues yo creo que si hubiera vivido mucho en mi lugar de nacimiento me hubiera sentido emocionado y orgulloso de estar junto a un pequeño dios de los caminos.

León Felipe se instituía en padre apóstol y con voz de grueso tono decía su poema silabeando

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DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO, IVÁN RÍOS GASCÓN ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

LABERINTO

13 DE OCTUBRE 2018

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E

TOSCANADAS

l sábado salí por la Puerta Grande de la plaza de toros de Las Ventas, así como lo hiciera mi paisano Eloy Cavazos en 1972. La gran diferencia es que él iba cargado en hombros y venía de realizar un faenón con el toro llamado Azulejo, que frisaba los seiscientos kilos. Yo salí por ahí porque es la salida natural cuando uno estuvo sentado en el asiento 63, fila 6, tendido 7. Y aunque no iba tan gustoso como Eloy Cavazos, sí me había emocionado hasta el nudo en la garganta con Diego Ventura y el último toro de la tarde. Hace tres meses escribí sobre mi decepción del futbol. La gota que derramó el vaso había sido el berrinche de niñato que hizo Neymar no sé por qué. Entonces quise acercarme a un deporte, arte o espectáculo en que mejor se mostraran las virtudes del ser humano. Hallé mucho más que eso. El toreo no es solo actividad de hombres

Gracias a Neymar DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

¡OLE!

Plaza de toros de Las Ventas, en Madrid.

y mujeres valientes, sino que está rodeado de finas palabras y mucha cultura. Hay un abismo entre los comentarios reveladores y el modo de expresarse de un torero, y la campechanía llena de lugares comunes de un balompedista. Hay un excelente nivel de literato en mucha gente que ha escrito sobre la fiesta brava. Aquí no tengo espacio para ser extenso, acaso cito el arranque del libro que ahora leo, Tauromaquia completa, del torero Francisco Montes Paquiro, escrito en 1836: “Ruy, o Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid Campeador, fue el que por primera vez alanceó los toros desde el caballo. Esta acción, hija del extraordinario valor y bizarría de aquel héroe, dio origen a un nuevo espectáculo”. Luego agrega: “La lucha de toros gozará la preeminencia, por haber sido el más valiente caballero español el primero a quien se le vio lidiarlos”. La tauromaquia me llevó a releer

El Cid, cosa que le agradezco. Y como todos los caminos me llevan al Quijote, he de recordar que él los enfrentó como el más osado de los diestros: “¡Para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los mas bravos que cría Jarama en sus riberas!” Más allá de lo que ocurra en el ruedo, las lecturas de tauromaquia me han dado poesía, historia, filosofía, un lenguaje nuevo con metáforas frescas, un acercamiento al campo, al toro y al caballo, a las fiestas y los ritos, maravillosas biografías, una buena dosis de música y de arte, excelentes recetas y buenas conversaciones. ¿Quién no se emociona con el pasodoble de “El gato montés”? ¿Con La tauromaquia de Goya? ¿Con los poemas de Lorca? ¿Con los cuentos de Hemingway? ¿Con un rabo de toro al vino tinto? Quizá usted es de los que no quiere ir a los toros. Pero créame que mejor siempre será leer de toros que leer de futbol.

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BICHOS Y PARIENTES

El pasado está en el futuro

D

e unos años para acá, entre arqueólogos, historiadores, filólogos y cuanto profesional venga al caso, surge una evidencia extraña: la Edad de Bronce colapsó en menos de un siglo, entre 1180 y 1100 a. C., y toda la civilización humana fue a dar por tierra. Imperios con ejércitos poderosos y numerosos; grandes ciudades amuralladas, dotadas de sistemas hidráulicos de abasto y desagüe, construidas con piedra, ladrillo y argamasa; abundantes escrituras y comunicaciones, sistemas financieros y crediticios; flotas militares y mercantes... un mundo entero, cosmopolita, políglota, destruido. Los registros, tanto los semíticos como los de origen indoeuropeo, hablan de “los pueblos del mar”. Misterio. Hacia los años cincuenta del siglo pasado, se estableció, con razonable certeza, el vínculo entre los pueblos del mar y los famosos filisteos (origen de los palestinos); un poco después se documenta la otra sospecha: esos salvajes que depredaron la civilización no eran otros que los griegos: Agamenón y Goliat tienen el mismo origen. Y todo adquiría sentido, y lo dice Aquiles desde el primer canto de la Ilíada: “a mí, los troyanos no me deben nada; yo vine aquí por el botín”. Los historiadores y arqueólogos necesitan, como todo ser humano, construir una narrativa que explique lo que van hallando. Los troyanos eran, entonces, un pueblo hitita que fue asediado y asolado por salvajes griegos. Todo encaja con las hipótesis acerca de muchos otros sitios del Mediterráneo. Y es admirable que Homero hubiera tenido la altura moral

JULIO HUBARD IMAGEN TINTORETTO

y la genialidad literaria para mostrar que su propia parentela, los griegos, eran salvajes, comparados con sus víctimas, los troyanos. Así estaban las cosas hasta hace un par de años, que empezaron a surgir, por distintos lados, unos como pueblos del mar de las teorías, a devastar los imperios en las ciencias de escarbar y en las de narrar. Se trata de invasores que carecen de credenciales adecuadas para formar parte de la corte y ni siquiera hablan la lengua que deben hablar los ortodoxos. Un geólogo,

La lengua luvita pudo servir de traductora entre los pueblos semíticos y los indoeuropeos

Eberhard Zangger, y Petra Goedegebuure, una filóloga especializada en lengua hitita, han invadido con sus huestes ruidosas las pacíficas costas de la academia, y quieren imponer a un pueblo olvidado como el nuevo origen de todo: de Homero y de Troya, de los filisteos y los pueblos del mar: los luvios. Tan nuevos son, que ni siquiera tienen página de Wikipedia en español; la de lengua inglesa está muy bien (“Luwians”). ¿Por qué nadie sabía de los luvios? Porque su civilización, arguyen, está justo en una franja sumamente conflictiva. Todo esto se explica con claridad en los videos de Zanger y Goedegebuure en YouTube, que valen muchísimo la pena, y en un libro sencillísimo de Zanger: The Luwian Civilization. Y basta poner atención para dejarse persuadir: los luvios escribieron su lengua en tres

El rapto de Helena, de Tintoretto, que se exhibe en el Museo del Prado.

sistemas distintos: en unos jeroglíficos propios, que comienzan a descifrarse con certeza, en la escritura cuneiforme, estandarizada desde el acadio, y en letras muy semejantes al griego (linear B). La lengua luvita, además, pudo servir de traductora entre los pueblos semíticos y los indoeuropeos, cosa que ayudaría muchísimo para entender las transmisiones, influencias, plagios y tradiciones que, por ejemplo, Émile Benveniste o Arnaldo Momigliano, entre otros, podían intuir pero no explicar. Los académicos parecen una nueva, imaginaria Troya: defienden las murallas de una civilización que colapsa. Y luego, el otro metiche: Raoul Schrott, un poeta que sabe su griego pero está lejos de ser un filólogo profesional, ha escrito un libro que puso los pelos de punta al mundo de los estudios clásicos en la academia: Homers Heimat. Der Kampf um Troia und seine realen Hintergründe (Carl Hanser Verlag, München, 2008). No lo he podido leer, porque está en alemán, pero dejo la ficha por si alguna casa editorial (que debería ser el Fondo de Cultura Económica, si logra sobrevivir a su colapso desde adentro) le hace el favor a la lengua española. Pedro Tapia Zúñiga y algunos críticos de lenguas inglesa y francesa han dicho que el libro propone, seriesísimo, que Homero fue diplomático, residente en Cilicia, ciudad hitita, o luvia, hijo de un mesopotamio y una sierva griega, resentido contra la opulencia luvia o hitita, y favorable a la insurgencia violenta de la prole de su madre. Que diriman los expertos sus entuertos. El pasado se habrá de escribir en el futuro.

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