Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO CRÓNICA
ENSAYO
CATHY FOUREZ
VÍCTOR NÚÑEZ JAIME
Una Babel de novelas
El silencioso oficio de editar Foto: C. F.
SÁBADO 16 DE MARZO DE 2019 AÑO 15 - NÚMERO 822
El futuro de las pequeñas librerías Roberto Calasso/ FOTOGRAFÍA: SHUTTERSTOCK
Foto: Pixabay
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ANTESALA
16 DE MARZO 2019
ARTES VISUALES
La luz es tiempo MIRIAM MABEL MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA MUSEO DE LA CIUDAD
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a exposición Silvia González de León. Una caja oscura 2008-2018, que se presenta en el Museo de la Ciudad, es breve y eficaz. Las imágenes expuestas son una síntesis de la investigación formal que ha realizado la artista durante la última década para, más que crear atmósferas “antiguas”, hacer visible la densidad del tiempo. A la artista le atraen las escenas urbanas, pero no esas veloces que se nos cruzan y se evaporan casi instantáneamente. Le obsesionan las que son casi imperceptibles, las que están ahí y son invisibles por su sutileza o porque sencillamente no nos damos, como espectadores, el permiso de escudriñar, de mirar lentamente, con sigilo. Quizá por eso desde hace más de 30 años se ha comprometido a re-observar a través de cámaras estenopeicas. Un ejercicio que la ha obligado a replantearse la forma en la que posamos la mirada, haciendo del procedimiento el eje del discurso. Sin mediación óptica ni disparador mecánico, la imagen es atrapada en su gravedad. Es lo que es. Y lo que vemos no son fotos “artesanales” ni una propuesta meramente técnica o un enfoque clásico. No se trata únicamente del método, sino de transformar los diafragmas fijos y las exposiciones largas en una metáfora acerca de la necesidad de volver a mirar sin prisas. Las piezas exhibidas nos dan foco y realidad. Vemos escenas que están pero que hemos dado por hecho. En la obra Parque México, la Fuente de los cántaros —de José María Fernández Urbina— es captada en una cotidianidad que condensa las miradas que se han repetido por años y que la han esculpido en nuestro imaginario. Lo mismo sucede en Princesita: el tiempo se estira en la luz de tal manera que logra borrar el alrededor para atraernos al presente de la foto, que en papel se asume un siempre. Así, la fotógrafa nos devuelve la cadencia de las horas en cada una de sus imágenes, en las que hay juegos de sombras que por el ritmo sostenido trazan fantasmas. Quizá lo son. Esta sensación es la que perturba al espectador; no lo incomoda sino lo afecta, lo mueve, lo toca proponiendo desacelerar la mirada y fijarse en, por ejemplo, los juegos de escala (en Bellas Artes o en Las tres Gracias), o en la luz en sí (Alameda). Mirar y pensar la luz es quizá su secreto, porque comprenderla en sus posibilidades define su aprehensión de la realidad y a la vez del tiempo. La luz entendida como el aquí y ahora porque, tal como sugiere el poeta Francisco Segovia, en la obra de Silvia González de León tiempo y espacio se acompañan.
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Obras de Silvia González de León.
El ángel. Dirección: Luis Ortega. Argentina, España, 2018.
HOMBRE DE CELULOIDE
La nueva chica Almodóvar es un chico
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA K&S FILMS
os hermanos Almodóvar continúan explorando la historia argentina. Lo hacen produciendo El ángel de Luis Ortega como antes produjeron El clan (2015). Ambas películas se mueven en torno al mismo periodo histórico. Ambas comentan la descomposición social de Buenos Aires durante la dictadura. El clan es tan buena que hay que verla, pero El ángel es una obra maestra. Lo primero que salta a la vista es Lorenzo Ferro. El actor novato seduce con su interpretación de Carlitos, un adolescente ambiguo, con cara de niña y sexualidad indecisa que narra en primera persona la historia real de un ladronzuelo que, enamorado de cierto compañero de la escuela (y más aún del padre del compañero de la escuela), se gradúa no ya como ladrón sino como asesino de cara angelical. Durante una escena, el compañero del colegio se mira junto a Carlitos, quien modela unos aretes frente al espejo. El amigo (siempre hablando en el terreno irresuelto de esos amores que enloquecen) dice: “te quedan bien”. Luego posan juntos con dos pistolas muy freudianas. Comenta el amigo: “somos Fidel y el Che”. Carlitos responde: “somos como Evita y Perón”. Ambigüedad. Desde el punto de vista de la historia de amor, lo mejor de esta película
es su ambigüedad. El guion nos mantiene siempre en la frontera de la auténtica sensualidad. Porque no se trata de moralismos, pero el cine francés y el cine austriaco nos tienen ya tan acostumbrados a verlo todo que uno agradece una obra que retoma aquella noción de Tarkovski cuando a través de uno de sus personajes sostiene: “en las grandes historias de amor no hay ni siquiera un beso”. Y no lo hay. La historia homosexual de estos adolescentes resulta conmovedora justamente por la indecisión de uno y el ofuscamiento del otro, de Lorenzo Ferro, un actor que parece haber nacido para interpretar este papel, como Björn Andrésen nació para interpretar a Tadzio en Muerte en Venecia, como Renée Falconeti para ser la Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer. La mano de Pedro Almodóvar aparece no solo en el contenido emocional, sino sobre todo en el contenido simbólico (el chico Almodóvar representa a todos los adolescentes reprimidos por la dictadura) y en
La mano de Almodóvar aparece en el contenido emocional y en el simbólico
lo cuidado de la dirección de arte. El brillo de los rojos recuerda especialmente a Todo sobre mi madre, además de que Cecilia Roth, en el mismo papel de la mamá, no puede ser casual. Desde el diseño de producción, los hermanos Almodóvar han conseguido transterrar a Buenos Aires una idea de lo que el gran cine debe ser: historias grandes. Carlitos y su amigo son el Bonnie and Clyde de la homosexualidad. De retén en retén, nuestro héroe pone en escena la frase de John Derek en Horas de angustia: “vive rápido, muere joven, deja un bonito cadáver”. Aun así, la influencia más notable de El ángel no es ni Nicholas Ray ni la poética del Cine Negro. La gran influencia en la historia de Luis Ortega es Pasolini. Inconsciente o no, hay en El ángel continuas referencias a Teorema. Carlitos es como aquella fuerza del desierto que en la película italiana va y viene por el mundo: puede entrar en cualquier casa y cambiar la vida de sus miembros. Los asalta para bien o para mal. La diferencia estriba, quizá, en que estos criminales no reciben al ángel mientras que los burgueses de Teorema sí. El cine argentino, tan lleno de profundidad, ha producido una de sus mejores películas. Carlitos es uno de esos personajes tan memorables que algo tiene de Jimmy Dean y algo de Rimbaud: no sabe temer al destino.
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ANTESALA
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ESCOLIOS
POESÍA
Nepantla es un instante... ELSA CROSS
Nepantla es un instante donde ronda la muerte
Crece hacia un tacto silencioso hacia el centro del sueño Aguarda y se disipa o se aglomera en espacios huidizos Nepantla entre la luz y el párpado entre el blanco y la flecha entre el pez volador y la gaviota Nepantla entre los días y su cuenta— Ah sombra de la memoria danzando en las alfombras verdes del estío Este poema forma parte de Nepantla (ERA, México, 2019).
EX LIBRIS
Cuerpo recuerda/ EKO
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Otra vez Thoreau ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
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@Sobreperdonar
a biografía póstuma de Henry David Thoreau (1817-1862) ha sido muy agitada y su figura y su obra han servido para abanderar las más diversas causas desde la desobediencia civil y el pacifismo hasta el turismo ecológico. Thoreau, biografía esencial de Antonio Casado da Rocha (Madrid, Acuarela & Machado, 2014) es un ensayo fresco y contagiosamente entusiasta sobre la vida del escritor y su órbita intelectual. La biografía de Casado no pretende ser exhaustiva, sino enfatizar en detalles significativos y resaltar rasgos que provienen más de la empatía del lector que de la severidad del historiador académico. Miembro de una familia industriosa y austera, Thoreau estudió en Harvard, cultivó una íntima amistad, no exenta de conflictos, con el célebre filósofo trascendentalista Ralph Waldo Emerson, trabajó como profesor, fabricante de lápices, agrimensor y fue filósofo aficionado, amante casto y desafortunado y, por temporadas, fecundo ermitaño. Si bien Thoreau aquilataba la soledad y su libro más célebre, Walden, narra su controvertido periodo de recogimiento en los bosques, también fue un ser sociable y cordial, tertuliano de una extraordinaria constelación artística, filosófica y política de la que forman parte su maestro y amigo Emerson, Nathaniel Hawthorne, Mary Fuller, Amos Alcott y, en su espectro más amplio, toda la fauna de reformadores y utopistas que hicieron de la Norteamérica del siglo XIX un territorio lleno tanto de ambición como de esperanza. Entre toda esta nómina de personalidades excepcionales, Thoreau es único y, por ejemplo, aunque la influencia de Emerson es innegable, Thoreau la transforma con su espíritu práctico y su búsqueda de autenticidad. Sus aspiraciones rebasan con mucho el ámbito intelectual y buscan traducirse en una vida cotidiana más buena y más plena. Así, Thoreau es feliz con los trabajos manuales y aparentemente de poca monta, cultiva la frugalidad como una forma de libertad, combina su compromiso con la vida pública (su apoyo al abolicionismo, su indignación por la guerra de su país con México) con la contemplación de la naturaleza y el autodescubrimiento y es valiente e inflexible frente a las distintas formas de coerción y manipulación del Estado o la muchedumbre. Para Thoreau se puede ser optimista sin guardar una fe ciega en el progreso y se puede ser empático y solidario, sin responder a la inercia de la manada o a la orden del tirano. Las descripciones de Casado sobre su tránsito final describen de manera inmejorable su misteriosa sabiduría: ante su muerte inminente por tuberculosis, Thoreau mantiene la reciedumbre y el buen humor y rehúsa, como se lo pide su tía, “reconciliarse” con Dios, pues dice que nunca han reñido. Luego, un amigo le pregunta por su agonía: “Pareces tan cerca del río oscuro que casi me dan ganas de preguntarte cómo se ve la otra orilla, le dijo. Como ascendiendo por una fatigosa montaña, Thoreau se tomó un momento para contestar: ‘cada mundo a su tiempo’ ”.
Para Thoreau se puede ser optimista sin guardar una fe ciega en el progreso y ser solidario
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LITERATURA
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Las memorias de Robert Gottlieb son un boleto de ida y vuelta al mundo de algunos escritores que marcaron el siglo XX
El silencioso oficio de editar
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VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA JILL KREMENTZ/ CORTESÍA EDITORIAL NAVONA
n editor es, siempre y ante todo, un gran lector. Robert Gottlieb (New York, 1931) empezó a serlo a los cuatro años de edad con El libro de la selva y desde entonces supo que debía darse prisa para no ser devorado por la abundancia literaria. A los 15 años leyó Guerra y paz en catorce horas y al comenzar la universidad leyó los siete tomos de En busca del tiempo perdido en siete días. El desenfreno lo hizo a un lado varios años después, cuando empezó su carrera de editor en Simon & Schuster, la editorial estadunidense que encontró en los libros “de modas y tendencias” su principal mercado, y consolidó su método “lento y laborioso” al hacerse cargo de un destacadísimo grupo de autores en la prestigiosa Alfred A. Knopf, de la que saldría casi 20 años después para dirigir la exquisita revista The New Yorker. “Bob”, como le dicen los autores que ha ayudado a encumbrar, es hoy un abuelo que va camino de los 90 años, guarda un enorme parecido físico con el director de cine Woody Allen, colecciona bolsos femeninos, es miembro de la junta rectora del Miami City Ballet y vive con su esposa, la actriz Maria Tucci, en una apacible casa de Manhattan, donde continúa leyendo y, cada tanto, escribiendo artículos, ensayos y biografías. Hace tres años publicó las memorias de su trayectoria profesional (Lector voraz), que la editorial Navona acaba de traducir al español, y con ello
dejó claro que es uno de los editores más influyentes del siglo XX, junto a Maxwell Perkins, Jason Epstein o Michael Korda. Javier Aparicio, catedrático de Literatura Contemporánea y Comparada y director del Máster en Edición de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona), destaca en el prólogo del libro que uno de los principales méritos de Gottlieb consiste en que “supo, como buen editor, adaptar sus lecturas al cariz de los textos que reposaban sobre su mesa de trabajo sin confundir jamás la realidad de la obra con el deseo del editor, esto es, no jugando a especular con los réditos de la calidad o a esperar que el carácter comercial traiga necesariamente consigo el prestigio”. Bob era un niño de Brooklyn cuyos padres lo obligaban a salir a la calle para tomar el aire durante una hora al día y pasaba ese tiempo junto a la puerta de casa, jugando con el yoyo y contando los minutos para volver a su habitación, donde se sumergía en los libros de Henry James o escuchaba programas de radio. Después de sus estudios universitarios, en Columbia y Cambridge, consiguió su primer empleo como asistente editorial en Simon & Schuster. Era 1955 y el reto consistía todavía en “masificar” el libro. Permaneció ahí una década, aprendiendo el oficio y confiando en su juicio como lector, y luego se fue a dirigir Alfred A. Knopf, donde pasaron por sus manos todo tipo de géneros literarios y los más diversos autores: John Cheever, Doris Lessing, Salman
Tal vez lo más difícil en la vida de un editor sea lidiar con los egos de sus autores
Rushdie, Nora Ephron, John Le Carré, Lauren Bacall, Anne Tyler, Ray Bradbury, Katharine Graham, Michael Crichton, Toni Morrison, Bill Clinton, Janet Malcolm, Bob Dylan, Katharine Hepburn, John Updike... “Uno de los golpes maestros de Alfred A. Knopf fue el modo en el que durante décadas, desde la fundación de la firma en 1915, convenció al mundo editorial, y al público, de que sus libros eran superiores, de que eran garantía de calidad. Y era una afirmación que tenía su mérito: ninguna otra editorial igualaba su récord de premios Nobel y Pulitzer”, subraya en Lector voraz, que contiene varias anécdotas al lado de estrellas internacionales de la pluma y un puñado de lecciones de edición. En 1972, Toni Morrison era una ex editora que había escrito una novela, Ojos azules, y Gottlieb la convenció para que siguiera escribiendo. Un año después, la mujer que obtuvo el Nobel en 1993 le entregó Sula y, hasta la fecha, él sigue siendo su editor. “Estábamos hechos el uno para el otro: leemos del mismo modo, por lo que cuando le hago una sugerencia sabe al instante por qué, tanto si es sobre una frase como si se trata de un problema estructural mayor. […] Nuestros únicos verdaderos desacuerdos han tenido que ver con las comas, puesto que ella las odia y yo las amo. Yo las pongo, ella las quita, y negociamos”. En la lista de sus grandes amigas también está Doris Lessing. “Trabajé con ella más de 20 años y la quise hasta su muerte. Conocí a Doris en uno de mis primeros viajes a Londres; me impactó su llamativa belleza y me encandiló su severa inteligencia. […] Nunca aceptó ninguno de mis
consejos editoriales, pero afirmaba que los seguía todos. La realidad era que no le gustaba pensar las cosas o reescribirlas de nuevo. […] La característica más sorprendente de Doris quizá fue su cabezonería: cuanto más locas eran sus ideas, más locamente las defendía. Un día me sacó de quicio insistiendo que el mundo iba a ser destruido por una catástrofe nuclear y que debíamos mudarnos a cuevas bien profundas en los Alpes suizos. Pero su mayor locura fue, posiblemente, su insistencia en publicar dos novelas bajo un seudónimo (Jane Somers). Estaba decidida a demostrar que la novela de un absoluto desconocido recibiría menos atención pública que la novela de un escritor famoso. Y tenía razón, claro. […] La última vez que estuve con ella —tenía ya sus 90 años— su mente divagaba. Fue doloroso verlo”. A Bob Dylan le publicó una colección de sus canciones (Lyrics). Durante una cena con él para ultimar la edición del libro, recuerda, tuvo una revelación: “este genio rebelde y formidable estrella era prácticamente un niño: intuías que apenas sabía cómo atarse un zapato y mucho menos rellenar un cheque. ¿Cómo pudo este comportamiento inocente encajar con la furia quejumbrosa y desapacible de ‘Like a Rolling Stone’ ”? También afirma que una de las relaciones autor-editor
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más estimulantes que ha tenido es con John Le Carré. “A nivel personal es tremendamente agradable porque es muy encantador, muy divertido y muy inteligente. Adora la comida y el vino y caminar y, en algún momento, le pidió a su agente que se incluyera en el contrato editorial una cláusula por la que debía llevarle al menos a un restaurante de primera categoría cuando estuviera en Nueva York”.
Un halo de narcisismo Pero en la vida de un editor no todo es armonía y quizá lo más difícil sea saber manejar los egos de sus autores. Gottlieb se sincera al respecto en sus memorias. “V. S. Naipaul no aceptaba sugerencias editoriales y afortunadamente no las necesitaba. La verdad es que percibí en él un halo de narcisismo y demasiada ira contenida. También era un esnob. ¡Pero qué pedazo de escritor!” […] Otro escritor de primer rango que terminó por disgustarme fue Roald Dahl porque su comportamiento en Knopf era errático y grosero. Trataba a las secretarias como sirvientas y se enrabietaba tanto en persona como por carta. Trabajamos en tres o cuatro libros juntos, pero cuando me envió una carta llena de quejas y amenazándome con marcharse de la editorial a menos que nos doblegásemos ante él, decidí que ya era suficiente y
le envié una respuesta de despedida diciéndole que la cuestión no era si él iba a marcharse, sino si íbamos a seguir aguantándolo. Y se acabó. […] Uno de los momentos más incómodos que he tenido con un escritor, al menos desde mi punto de vista, fue con Salman Rushdie. Dos años después de publicar Hijos de la medianoche, que ganó el Premio Booker del Reino Unido, publicamos Vergüenza, otra novela extraordinaria. Pero algo había cambiado: Salman. Desde el mismo instante en que ganó el Booker parecía más exigente, menos cordial”. A Bob Gottlieb no le disgustaba ir a su centro de trabajo pero ahí no podía desempeñarse cabalmente. “Disfrutaba de la vida de oficina —colaborar, negociar, la presión—, disfrutaba incluso las reuniones que tanta gente odiaba. Pero era en casa donde hacía el trabajo de verdad, la responsabilidad de verdad, es decir, leer y editar manuscritos. Nunca he sido capaz de hacerlo en la frenética atmósfera de la oficina”, confiesa en su libro. En la soledad y el silencio de su casa, añade, lee los manuscritos “muy rápido, en cuanto me llegan. No suelo usar lápiz en la primera lectura porque se trata de sacar impresiones. Cuando lo termino, llamo al escritor y le digo lo que está bien y qué problemas veo. Luego vuelvo a leer el manuscrito, con más cuidado, y señalo aquellos aspectos
que vi problemáticos para tratar de averiguar qué está mal. La segunda vez busco soluciones”. Así ha aprendido, entre otras cosas, que “todo editor debe dejarse guiar por sus gustos e instintos dentro de los límites generales de la editorial en la que trabaja y debe esforzarse para que la relación entre escritor y editor sea productiva: el escritor ha de estar dispuesto a escuchar con la mente abierta y sin egotismo alguno lo que el editor tenga que decirle, y éste ha de sentirse libre de decir prácticamente cualquier cosa a sabiendas de que el escritor dispone de la flexibilidad y confianza en sí mismo suficientes como para seguir sus consejos o no. […] Siempre he intentado trasmitir a los aspirantes a escritor que lo más dañino que le puede hacer un editor a un escritor es intentar convertir un libro en algo que no es, en vez de intentar crear una versión mejorada de lo que ya es”. En 1987, Gottilieb aceptó cambiar la edición de libros por la de una de las revistas más prestigiosas del mundo. Pero el equipo del The New Yorker no recibió con agrado la noticia. Incluso, la mayoría firmó una carta en donde le pedían que abandonara el puesto. Él asegura, sin embargo, que eso no le molestó y que se centró en revitalizar la revista, encontrando nuevos escritores “que casasen con los antiguos” y tratando de cubrir informativamente
El exdirector de Alfred A. Knopf en la década de 1970.
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la mayor parte del mundo. “Un golpe de suerte me trajo a Alma Guillermoprieto. La envié a todas partes, porque sabía que volvería de Bolivia o de Brasil o de su México natal con historias originales y reveladoras, dada su impulsora curiosidad y su prosa poderosa. También fue increíblemente satisfactorio hacer uso del joven Mark Danner; convencí a Joan Didion de que escribiera para nosotros desde California y el último reportero que recibí en la revista fue David Remnick, que hoy es el director”. En el fondo, el hombre que hoy escribe también sobre danza sabía que en la revista era “un profesional forastero”: “lo que me desconcertó fue el cambio en mi relación con los escritores. En el mundo del libro el que tiene la última palabra es el escritor y es como debe ser: es su libro, no el tuyo. Y si el libro es del escritor, la revista es del editor. En otras palabras, los escritores tenían que complacerme, no al revés, que es a lo que estaba acostumbrado. Y me sentía incómodo. Además, no era nada divertido dirigir un barco que perdía dinero: no sabía cómo atraer anunciantes. Así que entendí que no tardarían en sustituirme”. Así ocurrió en 1992 y entonces volvió a Knopf como editor asociado, donde a la distancia y en silencio continúa tratando de sacar lo mejor de algunos autores.
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DE PORTADA
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Con la entrada a la era digital, los lugares ado editoriales deben tener el mismo atractivo qu
Cómo ordenar u
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ROBERTO CALASSO FOTOGRAFÍA JESÚS QUINTANAR
artamos del ejemplo que por mucho es el más sencillo: el libro electrónico. Objeto de una infatuación colectiva, durante un tiempo floreció como una exuberante planta tropical para luego marchitarse con el mismo apremio con el que surgió. Hoy día, parece prosperar la idea de que el libro electrónico es, junto a otras tantas, una modalidad de lectura que continuará subsistiendo sin dañar al libro impreso de una manera irreparable, como algunos lo esperaban y como, por el contrario, ha sucedido en la industria discográfica bajo el impacto de los medios electrónicos. Retrospectivamente, se puede decir que, durante algún tiempo, el libro electrónico, sobre todo, le dio a muchos el derecho para poder proferir cualquier tipo de sandeces. Recuerdo una voz y una noche de verano, en una casa de estilo californiano en una isla griega en gran parte deshabitada. La voz era la de una señora de una posición más bien desahogada, usufructuaria de múltiples nacionalidades, la cual declaraba su entusiasmo por los libros electrónicos porque le permitirían hacer limpieza en la casa, eliminando de una vez y para siempre aquellos incoherentes objetos de papel que emergían por todas las esquinas y que acumulaban polvo: los libros. En cuanto a Amazon, el caso es mucho más complicado y mucho más relevante. Y aquí será necesario remontarnos un poco hacia atrás. Cuando aparecieron los primeros libros Adelphi, en 1963, nadie se imaginaba que medio siglo después la máxima concentración de dinero se derivaría no del petróleo sino de la publicidad. Situación que incluso los senadores estadunidenses tuvieron dificultades para entender hasta hace unos meses, cuando Mark Zuckerberg pronunció las dos palabras que se han convertido en el sello mismo del tercer milenio: “Tenemos publicidad”. Aquellas palabras fueron la respuesta a un senador que no lograba explicarse cómo era que Facebook ganaba dinero;
más bien, mucho dinero. De igual manera resultaba inimaginable que un revendedor de artículos varios se hubiese vuelto el hombre más rico del mundo. Esto no era una rareza, pero sí una de las muchas y muy diversas consecuencias de la entrada a la era digital. Con argumentos sólidos, una gran parte de la humanidad, tanto en Oriente como en Occidente, ahora se dedica a comprar, a través de internet e invirtiendo muy poco tiempo para hacerlo, una inmensa cantidad de artículos diversos y servicios. Amazon devino emblema de esta mutación —y resulta significativo que sus primeras aplicaciones se hayan circunscrito a los libros, terreno económicamente modesto, donde las compras a menudo requerían búsquedas accidentadas y frustrantes—. Lo que sucedió con los libros es, por lo tanto, solo una parte de un proceso unilateral e irreversible que solo puede irse perfeccionando. Cada intento de oposición a este proceso acaba siendo pura ilusión, basado en evaluaciones artificiosas de las fuerzas en el campo. Ninguna cadena de librerías podrá competir nunca con los inmensos almacenes de Amazon y con su capacidad para entregar el producto en un tiempo mínimo. Y esto reviste evidentes consecuencias para las librerías. Pero no para aquellas que en un principio se sintieron amenazadas. Las empresas que hoy corren más riesgo son las más grandes, que de golpe se revelan insuficientes en cuanto que ya no son lo suficientemente grandes. Por otra parte, si crecieran todavía más alcanzarían dimensiones desproporcionadas en el mercado de los libros, que aún es un mercado pequeño que, al máximo, aspira a mantenerse estable. Sin embargo, en este punto debería ser evidente que el cambio radical en el mundo de los libros no es más que la repercusión de un cambio mucho más amplio, que de hecho afecta a todo. Hoy en día, el libro es algo que vive en los márgenes, y casi de reflejo, respecto a un magma en perpetuo cambio, que se manifiesta en las pantallas.
Ninguna cadena de librerías podrá competir nunca con los almacenes de Amazon
Que se trate de pantallas y no de hojas de papel es una diferencia gnoseológica, no funcional. Se llevará tiempo comenzar a comprender la transcendencia, en el aparato del conocimiento, del salto de la página de papel a la pantalla. Y cómo esto ha llevado a una frustración progresiva de cualquier posibilidad de ver el mundo como un Liber Mundi, incluso si esa forma de mirar continúa implícita en nuestro pasado más
esclarecedor, al menos hasta las correspondances de Baudelaire. Este proceso global envejece de una manera impresionantemente los libros que hoy mismo se están escribiendo. Ya los escritores son considerados como un sector de productores de contenido y muchos se sienten satisfechos de ello. Pero esto presupone la obsolescencia de la forma. Y donde no hay forma no hay literatura. Esto ayuda a comprender ese
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onde acudimos en busca de atracciones ue un club o el bar de la esquina
una librería
sentimiento de angustia y opresión que suscita la literatura del nuevo milenio. Para darse cuenta de esto, bastaría con comparar los libros de los últimos 20 años con los que se publicaron durante los primeros 20 años del siglo XX. Una comparación que resultaría abrumadoramente desfavorable para el presente. ¿Cómo se traduce todo esto en la vida de todos los días de un librero? Empecemos por el primer paso: entras
en una librería, miras a tu alrededor. Si lo que se quiere no es comprar un determinado libro, sino también ver qué otros libros se ofrecen, de inmediato uno se planteará una pregunta: ¿qué criterio presupone el orden y la disposición de los libros? Para entenderlo, es necesario plantearse otra pregunta: ¿esta librería presupone una noción de esa entidad sin márgenes, siempre mal definida y siempre dirimente, que se
acostumbra llamar literatura? Si la librería está relacionada con la literatura, solo será evidente, en una variedad de formas, a partir de la disposición de los libros. ¿Y si se trata de una reventa de artículos varios, tal como hoy en día lo suelen ser todas las cadenas? No importa cuán variada sea la oferta, siempre será mucho menos que lo que ofrece Amazon. Todas las grandes tiendas siempre serán un pequeño
Librería La increíble en la colonia Roma de la Ciudad de México.
almacén en comparación a ella. Y el tiempo y el esfuerzo requeridos para comprar los diversos artículos tenderán a reducirse a favor de Amazon. Consecuencia inmediata: la librería como gran emporio, donde en línea de principio se encuentra de todo, no parece tener un futuro prometedor. Pero ¿qué pasará con el otro tipo de librería, la que presupone la noción de literatura? Para esta librería, solo se abre un camino: enfocarse en algo que no se puede obtener de una manera electrónica: contacto físico con el libro y calidad. ¿Pero qué es la calidad? No existe pregunta más difícil que ésta. En la famosa novela de Robert Pirsig, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, una de las más memorables de la segunda mitad del siglo XX, un padre y un hijo atraviesan Estados Unidos en motocicleta tratando de entender qué es la calidad, sobre la base del Fedro de Platón. Y no llegan a un resultado irrefutable, exactamente como los neurocientíficos de hoy, que escriben acerca de los qualia pero no logran decirnos nada esencial sobre ellos. Y sin embargo la calidad —inasible, indefinible, elusiva— sigue siendo una presencia constante en la vida de todos. La calidad califica cada momento, como el lenguaje nos obliga a decir. ¿Pero cómo, por ejemplo, puede manifestarse la calidad en una librería? La respuesta, inevitablemente, es empírica y en larga medida hipotética. Puede ser que la calidad le atañe, principalmente, al lugar. La librería tendrá que presentarse como un lugar donde se tienen ganas de entrar, con la misma naturalidad con la que, en el siglo XIX en Londres, algunas personas entraban en su club o en su pub favorito. Pero aquí no es necesario conocer a los otros socios o patrocinadores. Los socios serán ciertos libros que descansan sobre las mesas o sobre las estanterías. La librería debe ser el lugar donde, como quiera que sea, podamos encontrar algo que queramos leer. Que puede ser la novedad recién impresa o la traducción de un texto cuneiforme.
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Traducción de María Teresa Meneses. © Il Corriere della Sera.
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PERSONERÍO
ENTREVISTA
La escriturasurf JOSÉ DE LA COLINA
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Qué se puede decir del origen del escrito en la cabeza, exaltada por la cafeína, del escritor en el momento en que va a interrumpir la blancura del papel? Los paisanos, y llamo paisanos a los que apenas se inician en las letras, suelen preguntar inocentemente eso de ¿por qué escribe usted? La única respuesta que se puede dar, soltándola como una moneda cuyo valor corresponde a lo rutinario, es con otra interrogación desprovista de signos y continuada en tres puntos: “Escribo porque…”, lo cual no satisfará al preguntón. ¿Se escribe porque para eso nace uno o porque se aburre uno o porque hay que llenar la pandorga? El primer sorprendido por la preguntaza es el autor mismo de alguna cuartilla en la que se ha dejado ir como en una aventura del surf, permitiendo que las palabras vengan en oleadas violentas o serenas, pero manteniendo siempre el difícil equilibrio del cuerpo en la tablita. Es lo que ya he llamado otras veces la escritura-surf, que es en principio lo que más espontáneamente surge cuando uno se enfrenta a la desafiante y prometedora cuartilla en blanco. La única respuesta, entonces, que cabría dar es que se escribe para pasar el tiempo, y sin embargo el autor se cree llamado por una voz ultraceleste, terrenal o del más allá. Desde luego, el autor se autodesdice, puede considerarse el amo y el capitán de aquello que está elaborando palabra sobre palabra, pero quizá sea una ilusión del mismo modo que un psicoanálisis profundo revelaría que no hay autor sino una conciencia abierta que recoge todas las ondas mentales y no siempre las suyas. El yo-autor, como una unidad, ¿es una ilusión más? ¿Hay derecho a considerarse autor en la medida en que las palabras que uno usa ya llevan su propia “personalidad”, es decir, uno construye una ficción o un ensayo? La poesía escapa a estas consideraciones, porque se supone que deja las palabras a su entera aventura y capricho, pero sigue habiendo el problema: la literatura, como los edificios, se hace con palabras como ladrillos: uno tras otro y tras otro. Al mismo tiempo, uno se da cuenta de que un lenguaje totalmente inventado para escribir es una locura sin sentido ni orientación. Algunos han resuelto el “problema” poniendo precisamente en el papel meras sílabas unidas por su música peculiar, pero sigue habiendo la sospecha del sentido porque es difícil, casi imposible, que no tenga ninguno. El sentido impera sobre todo y se diría que es inevitable que se vaya en una dirección determinada. No estoy hablando de la subconsciencia o del alter ego que pretende instaurarse en la página, sino del hecho de que la mente de cualquier modo organiza sus construcciones, de tal manera es imposible escribir algo totalmente nuevo. Yo me pregunto, y esto demostraría que uno se considera a sí mismo como autoridad, si hay otro modo de escribir que orientando las palabras o desorientándolas, pero ya aquí se manifiesta el problema que quiero posponer para cuando mi mente alcance la universalidad de, por ejemplo, un teorema que sea emitido por alguna divinidad, y en este punto quiero dejar, por ahora, terminado el pleito conmigo mismo.
Un lenguaje totalmente inventado para escribir es una locura sin sentido
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El autor de Déjame, novela publicada por Océano.
Armando Ramírez
“El habla de Tepito es literaria”
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HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com FOTOGRAFÍA H. G.
rmando Ramírez (1952) ha caminado tanto por el Centro Histórico que sus calles suelen ser los escenarios de buena parte de sus libros. Déjame (Océano), su novela más reciente, es un nuevo homenaje al primer cuadro de la Ciudad de México. Escrita en tono de bolero, cuenta la historia de un narrador homónimo al autor que durante una grabación conoce a Lucía Buñuel, una joven de quien se enamora y sobre la cual proyecta la historia de sus anteriores fracasos amorosos. Déjame es una novela que le debe mucho a tu trabajo como cronista. No pude haberla escrito si no hubiera hecho tantas crónicas en televisión y en particular sobre el Centro Histórico. Desde que planeé el libro quise encontrar una casa con una historia de drama amoroso, pero al final decidí inventar una en un lote baldío que está al lado del Centro Cultural España. Entrevisté a los arqueólogos y me comentaron que ahí podía haber estado la escalinata del templo de Ehécatl-Quetzalcóatl. Ahí fue donde ubiqué Casa España, una ONG. Durante una grabación, el narrador conoce a una española y poco a poco se desencadena una serie de conflictos que lo llevan a recordar a sus ex parejas. Es entonces cuando la novela se despliega hacia el melodrama. En ese recordar cae en cuenta que cuando ellas lo abandonan siempre le dicen “Déjame”. Hablas de melodrama pero yo preferiría hablar del bolero. Su esencia romántica está en nuestra educación sentimental. El sound-
track de nuestra vida está marcado por boleros o, lo que es lo mismo, por canciones de rompe y rasga. Lucía Buñuel, por otro lado, se puede leer como la metáfora de una ciudad que se abre y seduce al narrador. Inevitablemente. Yo quería hacer justicia a Tepito e incorporarlo al primer cuadro de la ciudad después de que la Asamblea lo discriminó y le puso Perímetro B. Es el barrio donde crecí. Iba a estudiar inglés a un edificio junto al Monte de Piedad. En casa me daban para el tranvía, pero prefería irme a pie. Veía los edificios, las librerías, el Museo de Cera, las ruinas descubiertas por Gamio. De alguna manera, en esta novela están mis primeras excursiones por el Centro Histórico. ¿Recuerdas eso con nostalgia? No, a pesar de que ya no es lo mismo. El Tepito que conocí se mantuvo más o menos hasta el año 2000. Las cosas cambiaron a partir de una ley que permitió que en los edificios donde antes había viviendas se instalaran comercios; en consecuencia, se diversificaron las mafias y el narcotráfico. Por desgracia, a los gobiernos locales no les interesa invertir socialmente en Tepito. A partir de los conflictos estudiantiles de los sesenta y setenta, de-
“De alguna manera, en esta novela están mis primeras excursiones por el Centro Histórico”
jó de haber preparatorias en el barrio. Nunca se imaginaron que con esa medida dejaban a los jóvenes a expensas de cualquier tipo de actividad. En la novela se nombra al boxeador Aurelio Ramírez, tu padre. Mi madre se separó de él porque precisamente quería golpearla. En nuestra vecindad vivía también El Polocho, un entrenador que preparó a José Medel y a Julio César Chávez. Nos quería mucho. Cuando vio a mi papá intentando golpear a mi madre, se metió y le puso una santa friega. Ahí se acabó la relación. Mi madre siempre me dijo que no por ser el hijo del Negro Ramírez tenía que ser peleonero; ella era de mente abierta y me incitó a estudiar. Llegué a la vocacional y después quise estudiar Economía, pero ya no me alcanzó el dinero. Tu literatura ha respetado la oralidad. En cierto sentido, escribes tan barroco como se habla. Esta característica es cuestionada por tus críticos. No me importan esas críticas. El habla de Tepito es literaria, tan literaria como la imaginación en el albur. El albur puede ser muy grosero, pero también súper poético. La picardía en el lenguaje del tepiteño aportó “chairo” y “fifí”. Quien se vestía bien y era presumido era “fifí”. Y “chairo” viene del argot de las carnicerías: la chaira se usaba para sacar filo al cuchillo. A algún güey se le ocurrió relacionarla con la masturbación y de ahí brincó al lenguaje popular. Cómo no voy a querer y darle lustre al habla popular si de ahí provengo.
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EN LIBRERÍAS
16 DE MARZO 2019
NARRATIVA, ENSAYO Cementerio de animales
Los dioses de la culpa
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A FUEGO LENTO Dulces mentiras
Las verdades infames México, 2019
Stephen King Debolsillo México, 2018 488 páginas
Michael Connelly Alianza de Novelas México, 2018 416 páginas
Caz Frear Alianza de Novelas México, 2018 452 páginas
Publicada en 1983, ésta es la novela catorce del infatigable escritor; como otros libros suyos, fue adaptada al cine en 1989. El médico Louis Creed y su familia —su esposa, dos hijos pequeños y un gato— tienen que mudarse de Chicago a un poblado de Nueva Inglaterra por cuestiones de trabajo. Louis se hace amigo de un anciano lugareño que le habla del cementerio de animales que hay cerca de donde viven. Aunque el cambio parece caer bien, Louis presiente la llegada del mal.
Quinta entrega de la serie protagonizada por el abogado Mickey Haller, hermanastro del detective Harry Bosch, el personaje más famoso de Connelly. Haller vive con la culpa de que uno de los clientes que defendió haya asesinado a dos personas, conocidas de su hija, lo que provocó un distanciamiento. Su vida laboral está en crisis. Haller recibe una llamada para investigar un asesinato; se trata de una antigua cliente. Prostitución y drogas condimentan la trama.
Dieciocho años atrás de los sucesos que marcan a esta novela, una joven de 17 años desapareció después de salir de su casa a comprar laca para el pelo. Este hecho revive en la mente de la detective Cat Kinsella porque se encuentra investigando el asesinato de una mujer que se relaciona con aquella joven desaparecida. Su problema es que las sospechas apuntan hacia su padre. Este thriller de sobrada adrenalina se lee también como un manifiesto feminista.
En busca de la ayahuasca y otros desvíos
Esparta contra Atenas
Revista de la Universidad de México
Paul Theroux Almadía México, 2019 261 páginas
Marcos Jaén y Juan Carlos Moreno Gredos España, 2019 144 páginas
Número 846 UNAM Marzo de 2019 156 páginas
El viaje y sus alrededores son los motivos que guían a este conjunto de ensayos que además convoca a ciertas figuras de la literatura como Georges Simenon, Paul Bowles y William Somerset Maughan. De los muchos destinos explorados por Theroux, África es sin duda el que ofrece más experiencias, aunque no siempre resulten edificantes. Como comprobará el lector, una cosa es asumir el papel de turista y otro muy distinto es confiar en el impulso de la aventura.
La civilización occidental hunde sus raíces en Grecia y Roma y la colección que ha lanzado la editorial Gredos lo recuerda. Grecia vivió varias guerras; la más conocida, considerada más bien mítica, es la de Troya. Las guerras médicas, contra los persas, lograron que las regiones de Grecia se unieran contra un enemigo. Una vez que lo derrotaron, ocurrirá una guerra interna por el liderazgo: la del Peloponeso, que enfrentará a Atenas y Esparta, dos pueblos opuestos.
Género es la palabra que marca el rumbo de esta entrega que atrae un número elocuente de preguntas: ¿a qué peligros se enfrentan las mujeres?, ¿a quiénes incluye la lucha feminista?, ¿cuáles son los inconvenientes de la masculinidad hoy en día?, ¿qué relación tiene el género con los derechos humanos y civiles? Wenceslao Bruciaga, Marta Lamas, Sandra Lorenzano, Santiago Rocangliolo, son algunos de los convocados. Una entrevista a Mircea Cartarescu redondea la entrega.
Cháchara pontificia ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
C
omo casi cualquier artista, estaba repleto de conflictos y tenía una casi absoluta incapacidad para relacionarse con su entorno”, leemos en las páginas iniciales de Las verdades infames (Literatura Random House) a propósito de uno de los personajes, un pintor empeñado “en generar una obra valiosa”. Esta caracterización no es un gesto eventual de pedantería; es la nota que sobresale a lo largo de la primera —“Chatarra”— de las tres noveletas que entrega Damián Comas. Convertir a los personajes en voceros de un ideario puede parecer la fórmula más expedita para deshacerse de una forma, el recipiente donde reposan las novelas con aliento literario. Todo adquiere entonces una densidad pontificia: “Somos generadores de medios”, dice otro de los personajes de “Chatarra”, “desde el inicio de la existencia humana hasta nuestros días, y casi nadie genera ideas”. Regañado, escarmentado y un tanto encandilado, el lector baja la mirada y promete tomarse la segunda noveleta no tan en serio. Pero qué pasa cuando “Caos” incurre de nuevo en las admoniciones. Mientras observamos cómo una metrópoli sucumbe frente a la falta de luz y agua y cómo la política se convierte en una oportunidad de negocios, la narradora pone palabras de este calibre en boca de uno de sus protagonistas: “Viven traumados por una conquista que sucedió hace más de quinientos años, pero nadie entiende lo que significó el siglo veinte para este país y menos les interesa el tema del agua” (lo que sea que signifique el tema del agua). Llegados a este punto, nada asegura que la tercera noveleta —“Cinética”— contradiga la voz pontificia o admonitoria a la que nos hemos acostumbrado. Y así nos va. El encuentro fortuito de una ex pareja en un vuelo de México a Madrid sirve para presentarnos a un escritor que imagina una novela “construida a partir de hipertextos, fragmentada en escenas y breves secuencias, entre analepsis y prolepsis”. Si a esta pedantería sumamos una prosa que imita las anotaciones al margen de un guion televisivo (“Todo su cuerpo tiembla. Sube las escaleras. Golpea la puerta de Carla y Pablo. Ésta se abre sola”), obtenemos una insalvable desolación. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué mundo es éste, en el que la redacción menesterosa guía cada vez más los criterios de calidad? ¿Hay, acaso, una oficina que defienda a los lectores que no se conforman con poca cosa?
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LITERATURA
16 DE MARZO 2019
ENSAYO
V. O.: Babel de novelas Ubicada en Lille, esta pequeña librería tiene una oferta para lectores en busca de rarezas y exquisiteces CATHY FOUREZ FOTOGRAFÍA C. F.
F
Para Môn Jugie
undada hace quince años en un barrio céntrico de Lille, aunque siniestro y poco concurrido, la librería internacional V. O. (Versión Original) edificó, en 50 metros cuadrados, una Babel de novelas en diferentes idiomas. En su escaparate asoman la otredad gótica de Anne Radcliff, el decaído don Juan de Schnitzler, la espesura psicológica de los cuentos de Emilia Pardo Bazán, la mutante Ferrare de Giorgio Bassani, la poesía de Juana Ibarbourou, que será “como un escándalo en la barca de Caronte”. Si ahora mismo ustedes pisaran el umbral multilingüe de V. O. con las ganas de un libresco menú corrido, de entremés Môn les brindaría Terre promesse de Milena Agus, una saga familiar desfasada sucedida en Cerdeña y portada por Fecilita, una joven amorosa del comunismo y del sexo; de plato fuerte, Pinturas de guerra de Ángel de la Calle, una novela gráfica guiada por la fuerza poética de la Maga de Cortázar y cuyas intrigas abrazan las artes latinoamericanas, las guerras contrainsurreccionales y el retrato de Jean Seberg; de postre, Mostarghia de Maya Ombasic, una autoficción que desentraña, entre lo terrible y lo jocoso y a través de la figura del padre, el duro exilio de toda una familia y su añoranza por la ex Yugoslavia; de sobremesa, Chan Ajau, El principito en maya yucateco que también podrán saborear en coreano, en gallego, en georgiano, en kasmansa, en latín, en pastún... En fin, con Saint-Exupéry, en la librería V. O. recorrerán el mundo. Cuando se le pregunta a Môn, norteña oriunda de Lyon con raíces vietnamitas, cómo se le ocurrió condensar la dispersión del idioma alemán, español, inglés, italiano, japonés, portugués y ruso en el paisaje de lo novelesco, contesta igual que el capitán Hadock: “la idea es a la vez sencilla y compleja”. Môn deseaba montar salones literarios al estilo de la marquesa de Rambouillet y de la señora Geoffrin, que cultivaron en sus tertulias y en épocas distintas todas las audacias del lenguaje para crear una nueva estética del pensamiento. Desgraciadamente, los encuentros literarios no se organizan solo con pasión: en el “mercado-mundo” en que vivimos, literatura sin plata no dura. Entonces, con su bagaje políglota y el modesto capital que fue acumulando en otras historias profesionales, creó
La librería fundada y dirigida por Môn Jugie.
V. O. para tener su “cuarto propio” y así sostener las charlas en letras extranjeras con la venta de libros. Môn confiesa que no hay nada de glamur al comprar narraciones, cómics, poemarios, obras de teatro para volver a venderlos dentro de un monopolio editorial que dicta lo que hay que leer, globalizando las vitrinas de las librerías generalistas, que para existir se ven obligadas a hacer alarde de los éxitos no de literatura sino de venta, y eso de Ulán Bator a Lomé pasando por Tzintzuntzan. De ahí el anhelo de Môn de especializarse para no decepcionarse del producto de consumo que es el libro: “Adaptarse a la literatura plebiscitada por la aplastante máquina publicitaria de algunas exclusivas casas editoriales no es cuestión de moda para una librería independiente como la mía, sino de supervivencia. Mi desafío es, en medio de algunas novedades de las que mi renta no puede escapar, diversificar la selección que hacen los lectores, aconsejarles otros caminos narrativos para enriquecer sus bibliotecas personales, darles a descubrir pepitas que no sean las del gremio mediático y por supuesto
En ese microcosmos, se han sentado y han debatido muchas hablas que dialogan con los siglos
convencerlos de comprármelas. Por muy apetecible que sea espiritualmente la literatura, con ella, pan y cebolla no rellenan la copa de champán que me tomo cada domingo”, concluye con irónicas carcajadas. La librería organiza también talleres de historia del arte en la lengua de Leopardi y la de Dickinson, meriendas para niños en la de Schiller, conversatorios sobre temas de actualidad en la de Guillén, noches samovares en la de Ajmatova. Exposiciones de cerámica, fotografías, joyas, pinturas pueblan a veces el interior del local y dejaron allí sus huellas, entre muchos, los artistas Agnès André, Yves Cocatrix, Carlos Maciel Kijano o Jussara Teixeira de la Peña. Comercio de proximidad, la gente entra en la librería no forzosamente para comprar sino para hablar y restaurar un lazo sensible en climas urbanos donde el megacelular se ha convertido en el principal interlocutor. Hasta se ha creado una cadena de solidaridad entre varios de los países que habitan Lille. Es frecuente que, mientras Marie, sicóloga jubilada, cobra los libros de la presentación de tal noche y Môn trapea la sala después del cóctel de bienvenida, que siempre tiene el toque de la cocinera ucraniana, Vicky, los escritores invitados cenen en los restaurantes colindantes del turco Ali o de la china Shuna.
En el microcosmos de V. O., lejos de los algoritmos que empobrecen nuestras voces y del Google traductor que idiotiza e insensibiliza las lenguas, se han sentado y han debatido muchas hablas que dialogan con los siglos, imaginadas en Alemania con Daniel Kehlmann, en Argentina con Juan Gelman, en España con Isabel Alba, en Irlanda con Nuala O’Faolain, en Italia con Claudio Magris, en Portugal con Lidia Jorge, en San Salvador con Rafael Menjívar Ochoa, en Ucrania con Andreï Kourkov... ¿Y en México? Môn sonríe maliciosamente. Atendió a varios, “solo hombres”, hace notar con pertinencia, y recuerda las burbujas de Coca Cola con las cuales Paco Ignacio Taibo II relató la batalla de Celaya con un Pancho Villa aficionado a los espárragos; recuerda a Sergio González Rodríguez fingiendo tocar el bajo para explicar la música de su geografía espiritual; recuerda a José Ángel Leyva que tuvo el privilegio de versificar y soñar toda la noche en la librería; y enseña, en la sección de literatura hispanoamericana, las novelas de Guillermo Fadanelli, J. M. Servín, Martín Solares, Roberto Wong, que pisaron el umbral de su vida que es el libro. Los recuerda y recuerda que sus maletas de librera a punto de jubilarse ya están listas para una nueva aventura.
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ESCENARIOS
16 DE MARZO 2019
RESEÑA
Shirley MacLaine ANDREA SERDIO
L Mi hijo solo camina un poco más lento se presenta los martes a las 20:30 horas en La Teatrería.
PERIPECIA
Todos los días son vulnerables
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ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA YOUTUBE
l festejo del cumpleaños número 25 de Branko, un joven en silla de ruedas, deja al descubierto el cansancio extremo de su madre, el hartazgo de su padre, la demencia de su abuela, el ímpetu enamoradizo de su hermana y el dramatismo de su tía, entre otros personajes, que dejan muestra de sus propios obstáculos embalados en dolor y culpa. Diego del Río, quien ha dirigido con solvencia montajes como El zoológico de cristal y La gaviota, ambos protagonizados por Blanca Guerra, así como Las tres hermanas, con Emma Dib, Arcelia Ramírez, Maya Ramos y Conchita Márquez, elige ahora el texto del dramaturgo croata Ivor Martinic que centra a la familia en torno a un joven con discapacidad, y, como lo hiciera con la obra de Chéjov sobre las tres mujeres imposibilitadas para cambiar su existencia, ubica de nueva cuenta a los integrantes del elenco sentados sobre el escenario, desde donde observan lo que ocurre a los demás personajes. A diferencia del escenario del teatro Lucerna, donde el espectador tenía de frente a los actores a la espera de su participación, permitiéndole observar a sus anchas al actor o a la actriz fuera y dentro de su respectivo personaje, en Mi hijo solo camina un poco más lento pone a actrices y actores de perfil al público, con lo que, si bien repite la fórmula, esta vez arropa la acción ante la unión cómplice de los testigos de su propio drama.
Del Río, quien como pocos directores de su generación elige textos complejos, ofrece una visión joven y esperanzada, y subraya, como en sus dos recientes montajes, el cúmulo de contradicciones que alberga la vejez, con sus altibajos, su humor, su crudeza y sus revelaciones. En Mi hijo solo camina un poco más lento, el director inicia su montaje con todos los actores en una especie de convivencia festiva y espontánea al centro del escenario, desde donde saludan a los espectadores durante su ruta de llegada a la butaca. El inicio de la acción invita a ser testigo de la intrincada red de dolorosa insatisfacción que vive la familia del joven en silla de ruedas a la sombra de sus sueños, que se escurren entre el peso que la discapacidad tiene sobre la existencia de los demás. La presencia de la actriz Concepción Márquez, en el papel de la abuela de Branko, interpretado por Jerry Velázquez, despliega el horizonte devastador de una mujer en sus últimos años de vida, que escupe frases añejas de odio, como icebergs que se alzan entre su memoria perdida, al tiempo en que inventa una realidad alterna que en algo nutre su fantasía.
El texto enfrenta a una familia con un joven en silla de ruedas a la sombra de sus sueños
El trabajo de la experimentada Márquez y el joven Velázquez, cuyos personajes se comunican mediante un intercambio emotivo, amoroso, lúdico y honesto, abre el único espacio de aliento humano dentro de un núcleo familiar en el que no hay posibilidad de comunicación y empatía. Monserrat Marañón, como la madre desfalleciente, viva a pesar de sí misma; Kaveh Parmas, en el rol de un padre harto, violento y desalentado; Anahí Allué, como la tía en el filo del dramatismo constante; Pedro Mira, como su indolente esposo; Rubén Cristiany, en la resignación del abuelo herido; Angélica Báuter, en la piel de una arriesgada joven; Jerry Velázquez, desde la aceptación y la dulzura sosegadas; Aída del Río, con la ilusión del primer amor a cuestas; Rodolfo Zarco, como el único personaje libre de lastres ajenos, y Lourdes del Río en el papel de una narradora cuya gracia contrasta con el complejo caldo de cultivo humano, crean el asfixiante universo de un acoso involuntario que los desampara. Del Río, arropado por el diseño ambiental de Óscar Carnicero, que crea un espacio desvencijado, por la iluminación de la soledad en multitud de Félix Arroyo y el vestuario de Sam Pok, que evidencia la vulnerabilidad humana bajo la vestimenta diaria, es uno de los pocos directores jóvenes que indaga en los impedimentos internos que el ser humano alimenta contra sí mismo.
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ibro sin nostalgia, Mis estrellas de la suerte es el inventario de una vida intensa y exitosa. Publicado por Plaza y Janés, es una ventana a la historia, al pensamiento y las creencias de Shirley MacLaine, quien comenzó su carrera en el teatro y debutó en el cine en 1955 con la película Pero… ¿quién mató a Harry?, de Alfred Hitchcock. Hermana mayor de Warren Beatty, Shirley nació en Richmond, Virginia, el 24 de abril de 1934. De niña quiso ser bailarina, pero un accidente truncó su deseo. Sin embargo, encontró en la actuación un camino de realización que se prolonga hasta nuestros días y que incluye clásicos como El apartamento, dirigido por Billy Wilder. Shirley cree en los extraterrestres y en la reencarnación. Quizá por eso Carlos Fuentes le dedicó su novela Cumpleaños, poblada de fantasmas. En sus memorias, es divertida, liberal, habla de sus amores y de su amistad con el rat pack de Las Vegas, liderado por Frank Sinatra, con quien trabajó en Ocean’s Eleven y en el musical Can-Can. En su libro escribe: “Todos, cada día, somos productores, directores y estrellas de nuestros propios dramas o comedias”. Ella se ha enfrentado a la industria de Hollywood para defender sus derechos y nunca basó su carrera en la belleza física, por eso se mantiene tan vigente como cuando filmó uno de sus mayores éxitos, Irma la dulce. Escritora, feminista, madre de una hija, protagonista de exitosas teleseries, en su libro Shirley MacLaine habla de sus fracasos y desde luego de sus éxitos. Entre ellos, haber sido nominada cinco veces al Oscar como mejor actriz; lo obtuvo en 1982 con la comedia dramática La fuerza del cariño, en la que alternó con Debra Winger y Jack Nicholson.
En sus memorias, es liberal y habla de sus amores y de su amistad con el rat pack de Las Vegas
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La ganadora del Oscar en 1982.
LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDITOR WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
16 DE MARZO 2019
http:// www.milenio.com/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLAberinto
TOSCANADAS
Glutamato DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
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olví a parar en un hotel como la mayoría: cuartos en penumbra y un aparatón televisivo en la pared como un altar. Pedí una lámpara; pero como se trataba de un encuentro de escritores, el encargado me informó que ya se les habían agotado. Víctima del complot hotelero, recorrí cientos de canales. Me asustó notar que los programas supuestamente cómicos no se trataban de otra cosa que de gente con pocas luces actuando como imbéciles. Al final me detuve en un programa de cocina, pues un británico llamado Jamie Oliver anunció que enseñaría a preparar Mexican mole en quince minutos. Me puse a mirar con harta desconfianza. El tal chef con cara de estudiante reprobado echó en la licuadora una barra de chocolate, varias cucharadas de mantequilla de cacahuate, rodajas de plátano, cebolla, zanahoria, un chile ancho y ¡presto! El peor mole de la historia, pero él decía “delicious”. Pensé que había parado en otro programa cómi-
JAMIE OLIVER
El chef inglés durante una emisión televisiva.
co, pero Google me informó que Oliver es uno de los cocineros más influyentes. Aún sobrecogido por el infausto mole, me quedé a ver el siguiente programa. Un chef israelí llamado Yotam Ottolenghi había viajado a Valencia, pero al diablo con la tradición española: él sabía preparar una versión más sabrosa de la paella. Entre otras atrocidades, los ingredientes incluían: tomates cherry, cáscara de naranja, jerez, pimientos del padrón, calabacines, limón, aceite de perejil y no sé qué más. Todo malcocido y sin sofreír lo que debe ser sofrito. Ese par de embaucadores demostró lo que se sabe: que la cocina es un arte. Y si en el arte contemporáneo domina la charlatanería, sobre todo en las artes plásticas o en la misma literatura, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo en la cocina? Para confirmar esto, no hace falta ver a los chefs televisivos. Se puede visitar algún restaurante que proponga cualquier vertiente de la nouvelle cuisine. Es
muy probable que la presentación de la comida sea kitsch, que la propia comida sea decepcionante, y que la cuenta sea muy elevada. Que abunden los charlatanes en la literatura y las artes se comprende, pues el grueso de la gente entiende poco de una o de otra. Pero se supone que el paladar lo vamos adiestrando desde que succionamos el calostro hasta la última cena. ¿Será que todo sabe a poca cosa cuando lo comemos con Coca Cola? ¿Será que, como dice Sancho Panza, la mejor salsa es el hambre? ¿Será que matamos el gusto con tanta miscua que le meten a los alimentos industriales? Eso mero: grandes empresas, producción en serie, alimentos sosos, edulcorados, pastosos, pestíferos. Tragamos pero perdemos el gusto. Pensaba en esto cuando me paré en cierta esquina de Polanco y pude ver a diestra y siniestra las oficinas de Nestlé, las de Penguin Random House y el Museo Soumaya.
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BICHOS Y PARIENTES
Inquisición y pueblo bueno
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l Cantar de los cantares no habla de Dios, ni de revelaciones, ni de ordenanzas morales o ley alguna: un rey y una campesina morena, enamorados; poesía erótica y enigmática. Ningún otro libro sagrado ha generado una profusión semejante de literatura mística y espiritual, y sobre todo en lengua española. El Cantar indujo a Benito Arias Montano, fray Luis de León, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, a la curiosa genialidad de hacer gran poesía personal desde un poema ajeno, anónimo, a la vez sencillo y enigmático. Y no es casualidad que todas las versiones del siglo XVII fueran perseguidas y llevadas a tribunal. El proceso más sonoro es el de fray Luis y, de refilón, de Arias Montano. Fueron amigos, nacieron el mismo año, ambos sacerdotes y también los dos formados según el más alto humanismo español: grandes escritores, conocedores de los clásicos y políglotas; Montano, en particular, era capaz de leer, traducir, escribir en al menos doce lenguas. Según cuentan, fueron caracteres muy distintos: fray Luis era seco y, después de sus cárceles, huraño; Arias Montano parece haber sido de talante fácil y versátil. Ambos se distinguían por su conocimiento del hebreo y leen el Cantar de los cantares de un modo nuevo: es un poema y tanto la versión griega de la Biblia Septuaginta como su traducción al latín, la Biblia Vulgata de san Jerónimo, establecida como la Biblia oficial del mundo cristiano, fallaban en transmitir el espíritu y la calidad poética del hebreo original. Arias Montano hizo una traducción, en silva, y unos comentarios al poema, que preparaba para una nueva Biblia
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA WIKIPEDIA
Poliglota que sería impresa por Plantino en Amberes. Fray Luis le pidió prestados estos papeles porque quería, a su vez, explicar el poema a una amiga, monja, que no sabía latín. La traducción de Fray Luis y los comentarios con que va explicando el poema son otro de los grandes momentos de la lengua española. Un frailecillo tarado, muchacho de 15 años que hacía la limpieza, halló el legajo, de uso exclusivamente personal, y lo copió, y lo copió de nuevo y lo
Estudiosos hallan la vehemencia inquisitorial en un costado de la ideología popular
repartió; se reprodujo como esporas y eso disparó las iras. Cinco años pasó fray Luis en mazmorras antes de ser absuelto. Arias Montano, cuyos manuscritos estaban en posesión de fray Luis, también fue detenido, pero lo soltaron pronto: de algo sirvió ser el capellán de Felipe II. Lo más terrible, para sus acusadores, no es que enmendara la supuesta infalibilidad de san Jerónimo, ni la heterodoxia, sino la proximidad judía. Con un desliz avieso: de saber hebreo a hebraísta y, de ahí, a judaizante, cosa suficiente para dar en la hoguera. Estudiosos del periodo, como M. Bataillon, H. Kamen, B. Netanyahu, hallan el odio a lo judío y la vehemencia inquisitorial en un costado de la ideología popular: el judío era visto como adinerado, culto, sin raigambre
El cardenal Cisneros, quien dirigió la Biblia Políglota.
nacionalista, defensor del comercio y usurero, siempre asociado corruptamente con gobernantes, aristócratas y hasta reyes; que hacía negocios con el poder, sin apego por la patria y sin derrama económica para el pueblo bueno. La economía estaba estancada, pero no porque la robaran los judíos sino porque la gente había dejado de producir, subvencionada por la Corona y la plata americana. Netanyahu se ocupa del modo en que la turba popular presiona a las autoridades eclesiásticas para perseguir judíos y todo lo que sonara a judaísmo; por el otro lado, un amplio sector del clero, el menos preparado, cobijaba resentimientos contra los que percibían como mafias privilegiadas: los fray luises y montanos que presumían saberes superiores. La Biblia Poliglota complutense, que dirigió el cardenal Cisneros y en la que colaboró un tiempo Nebrija, era inconseguible: éxito de ventas y muchos accidentes la agotaron. Había que hacer otra, la que dirigió Arias Montano, que salió incluso mejor que la primera. Las intrigas y acusaciones de judaísmo habían crecido al punto en que ni siquiera el patronazgo de Felipe II pudo abogar en su favor: los humanistas, el erasmismo, habían caído en desgracia y, secreto a voces, corrió la idea de que la Poliglota de Amberes era herética, por judaizante. Atacada por un clero resentido, patriotero, fue un fracaso de ventas. Una edición en cinco lenguas que se quedó en las bodegas porque el chovinismo se había hecho más fuerte incluso que el rey: ¿para qué otra Biblia si ya sabemos que la Vulgata de San Jerónimo fue inspirada por Dios? Pueblo, clero, funcionarios concordaron. El pueblo es sabio.
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