Suplemento cultural de MILENIO
LABERINTO ESCOLIOS
MEMORIA
ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
MARCO PERILLI
Epidemia y empatía
Bulgákov, Stalin y el Maestro Foto: EFE
SÁBADO 28 DE MARZO DE 2020 AÑO 16 - NÚMERO 876
Buñuel: el cineasta que quiso ser barman José de la Colina/ FOTOGRAFÍA: EFE
Foto: TASS
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ANTESALA
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EN EL BANQUILLO
Insomnios TEDI LÓPEZ MILLS
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e llama flujo de conciencia. O así lo llamo a las cuatro de la mañana cuando me paro de la cama resuelta a apuntar mis primeras reflexiones. El procedimiento facilita la dispersión de los contenidos y le da cierto prestigio al desorden. Anoche leí a Alejandro Rossi. En su región de Swedenka “cada objeto del universo es igual a sí mismo” y nada ni nadie se reproducen. La luna es la luna, el gato es el gato, la barda es la barda. Ocurre lo mismo con las situaciones: el plomero que en algún minuto exacto rompe la tubería en vez de arreglarla es el plomero que en algún minuto exacto rompe la tubería en vez de arreglarla. Me tranquiliza la falta de doblajes. Entre otras cosas, anula las interpretaciones y las teorías conspiratorias. El plomero deja que caigan los pedazos de tubería con un estruendo. Yo oigo el estruendo. Es la actualidad en mi coto cerrado. La del lunes me predispuso en su contra. Los prójimos atorados en una fila, el joven que jaloneaba a su perra y le decía: ya muévete, pinche Pupuchis, por favor muévete, el niño que volteó a verme cuando farfullé: por qué empuja tan feo a su pobre perra, ella qué culpa tiene, las gotas de saliva como una constelación pequeña en el aire más próximo a mi boca: ¿cuál fue el orden de los factores o qué sucedió antes del huevo y de la gallina? Yo no quise estar en ninguna coyuntura. Soy solo súbdita, aunque no sepa de quién. En la página 60 de mi libro de fábulas para defenderse del futuro se recomiendan estrategias muy simples. Una es hablar de cosas agradables y contar anécdotas. Intento hacerlo durante la cena. Resumo una novela acerca del éxtasis y el vicio de la compasión; recito un largo poema sobre la infelicidad de los sueños; rememoro episodios selectos de mi niñez. Me voy a dormir pensando en cómo fundar una vanguardia a partir de la paranoia y del encierro. A las cuatro de la mañana recuerdo el volante que alguien metió debajo de mi puerta: “Fumigaciones exprés. Deshágase de los bichos desagradables que arruinan la paz hogareña”. Hay pececillos de plata en las ranuras de la madera. A veces también aparecen en el lavabo o en el canasto de las toallas. Supongo que debería exterminarlos. Un amigo me aclara que se trata de un caso de suma gravedad: se comerán tus libros, tus fotos, hasta tu ropa . Vislumbro el desastre. ¿Por dónde empiezo? Las pocas historias que he leído no son versiones semejantes de los mismos hechos. Lo cual perturba a una aprendiz insegura como yo. Las películas, en cambio, ofrecen tramas precisas acerca del contagio. Comienza con un descuido; luego se multiplica por un exceso de confianza. Los técnicos se encargan de ofrecer lineamientos. Pienso en voz alta. El significado de “hogar” no es el mismo que hace tres semanas. Está la mosca de siempre que zumba y se golpea contra los vidrios; están la luz, las sombras, las sillas, la tele. La criatura gris y felina bosteza desde su rincón. Le digo que venga. Cierro los puños y espero.
¿Cuál fue el orden de los factores o qué sucedió antes del huevo y de la gallina?
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Eraserhead. Dirección: David Lynch. Estados Unidos, 1977.
HOMBRE DE CELULOIDE
La estética de la pesadilla
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FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA AMERICAN FILM INSTITUTE
n su libro La visión abierta, Victoria Cirlot define al surrealismo en términos de caballería medieval. Según la filóloga, el surrealismo es la apertura al misterio. Caballeros como Artús o Parsifal son evaluados en función de su apertura al misterio absoluto. Lo mismo, dice Cirlot, hace un surrealista. Y definido así, el surrealismo calza bien con David Lynch, cuya ópera prima, Eraserhead, se ha remasterizado y ha de presentarse al público de este mundo atribulado en cuanto vuelva la normalidad. Es necesario, sin embargo, hacer una precisión: si los caballeros medievales se abren al misterio celeste, Lynch abre su visión al misterio infernal. En efecto, sus obras introducen en la oscuridad, el encierro y el miedo. Eraserhead, confiesa Lynch, es la más espiritual de sus obras. Dice que algún tiempo se atoró en la producción de imágenes para este filme, pero encontró un versículo en la Biblia que le dio la clave. El director, claro, se guarda de publicar el fragmento bíblico que le iluminó. Y es que el auténtico artista no enseña en el sentido tradicional; más bien muestra al espectador modos de entenderse a sí mismo. Eraserhead, por supuesto, se resiste a una interpretación exhaustiva. La historia de este hombre con
pelos de borrador, que vive en un departamento agobiante hasta que le nace un bebé alienígena, tiene que ser interpretada por cada quien. En las pesadillas personales, teoriza Lynch, hay claves suficientes para dar significado a estas imágenes inquietantes. Aun así vale la pena ofrecer un contexto que guíe la experiencia estética. Eraserhead es una obra autobiográfica. El terror que de ella emana es la inquietud del director en su adolescencia, cuando dejó los suburbios de Montana para irse a vivir a Washington. Esta obra sintetiza la inquietud de un chico de provincia en la capital del imperio y, más aún, el desagrado ante la posibilidad de tener una familia, un hijo que llegado el momento quiere arrancarle la cabeza. Para dar significado a sus movimientos inconscientes, Lynch dio en esta película un revés al freudiano deseo de matar al padre. Es él, el padre, quien asesina a un hijo monstruoso en una de las escenas más terroríficas del arte visual. Freud, con su
Cuando se estrenó, Eraserhead tuvo reseñas tan negativas que se le relegó a la función nocturna
ciencia de interpretar sueños, ofreció al mundo un sentido para lo que se creía sin sentido. Artistas como Lynch utilizan estos descubrimientos para embarcarse en la aventura de poner en escena sus miedos; pesadillas que ofrecen al espectador la posibilidad de hacer vibrar inconsciente con inconsciente para concordar su pensamiento con un autor de la talla de David Lynch. Cual psicoanalista lacaniano, Lynch utiliza su propia historia, sus propios malestares y neurosis para construir una arquitectura visual en la que cada quien debe encontrar su lugar. Y en ello estriba el placer de la contemplación. Cuando se estrenó Eraserhead, tuvo reseñas tan negativas que se le relegó a la función nocturna del circuito de Nueva York. Ahí, entre películas porno y obras de autor, esta película se volvió de culto. Ahí la encontraron John Waters y Stanley Kubrick y luego la elogiaron tanto que un importante cómico, Mel Brooks, descendió del parnaso hollywoodense para apreciarla. Eraserhead causó tanto impacto en Brooks que poco después, cuando le dieron el contrato para producir El hombre elefante, no dudó: contrató a David Lynch. Fue así que Lynch se hizo famoso, dirigiendo esa película que también habla de la deformidad que habita nuestro inconsciente.
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ANTESALA
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ESCOLIOS
POESÍA
Invocación a las musas MARCO ANTONIO CAMPOS
Epidemia y empatía ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
Con clara voluntad o no, desde muy joven, invocaba a las musas, y es probable, que si algo valió la pena, otra mano
lo escribió. Pero todo pasa, se marchita, calla. Ahora, en el postremo invierno de los árboles, confirmo, al contemplarlas en el monte, que a la par, conmigo, también envejecieron. Este poema forma parte de un libro en preparación.
EX LIBRIS
No toques la cara/ EKO
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@Sobreperdonar
ice Rebecca Solnit en su libro A Paradise Built in Hell que si bien las catástrofes (terremotos, huracanes, incendios, accidentes industriales) generan impactos devastadores, también despiertan sentimientos y actitudes de solidaridad, altruismo y organización espontánea, narcotizados en la vida moderna. Conjeturo, sin embargo, que las epidemias constituyen las menos empáticas de las catástrofes y su influjo tiende a aislar a los individuos y a resaltar sus peores rasgos, sus más acendrados prejuicios y sus más profundos temores. Ya lo sugería Elías Canetti en Masa y poder: a diferencia de, por ejemplo, un terremoto que cobra el grueso de sus víctimas de una vez, la epidemia es una catástrofe que se despliega gradual y acumulativamente. Si en la catástrofe súbita la naturaleza propina un nocaut a la soberbia humana, la catástrofe epidémica es una acechanza calculada que perpetúa el miedo. Si en la catástrofe fulminante el superviviente puede ejercer su condolencia con los muertos y con las otras víctimas, en la catástrofe gradual el superviviente sospecha de los demás como foco de infección y tiende a poner a la enfermedad su rostro más temido u odiado: el del extranjero, el del adversario o el del desposeído. Por eso, la epidemia constituye una calamidad en cámara lenta que gotea con ácido los vínculos comunitarios y se configura en la imaginación social como un contendiente mortal y ubicuo que se puede ocultar en el abrazo de los prójimos más próximos. Como dice Canetti: “El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se encierran en sus casas y no admiten a nadie. Los unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última esperanza”. El abordaje de las epidemias en la literatura ofrece un amplio mosaico de las actitudes morales, las respuestas políticas y las variantes emocionales ante esta calamidad. Por ejemplo, la incredulidad e irresponsabilidad de los tiranos ante la enfermedad (Napoleón negaba la fiebre amarilla, que frenó sus campañas en América, y la consideraba una “ofensa personal”); la histeria, la superstición y estigmatización (el mago Apolonio que lapidaba mendigos para salvar a Efeso de la peste) o la codicia de los que hacen negocio con la desgracia (el deslumbrante y repugnante Samuel Pepys que dice en sus Diarios: “Nunca he vivido tan dichosamente, ni gané tanto dinero, como en esta época de la peste”). Sin embargo, si los vínculos sociales convencionales parecen debilitarse, también pueden surgir nuevas formas de apego, simpatía y entrega por los demás. La distancia social no cancela la solidaridad y, más allá de la literatura, en el personal médico y en todos los héroes anónimos que apoyan de cualquier manera a los enfermos hay una poderosa negación del miedo y del egoísmo.
La catástrofe epidémica es una acechanza calculada que perpetúa el miedo
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DE PORTADA
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Esta es la segunda entrega de la autobiografía del autor de Libertades imaginarias. Se trata de un encuentro con el cineasta español, invencible preparando martinis
Buñuel: el deseo de ser barman o vagabundo JOSÉ DE LA COLINA ILUSTRACIÓN BOLIGÁN
V
1971 Sábado 21 de agosto.
isita a BUÑUEL. Necesitábamos algunas fotografías para la edición de Un Chien andalou y L’age d’or, que saldrán en ERA traducidos y prologados por mí, le hablé por teléfono a Buñuel a las 4 de la tarde, me respondió Jeanne, que llamó a don Luis. Hombre, De la Colina, hace tiempo que no lo veo, venga usted aquí hoy a la hora que quiera, tomaremos un trago y charlaremos. ¿A las seis, don Luis? A las seis lo espero. La horrible cerrada de Félix Cuevas, a dos pasos de la calzada, de un Deny’s, del almacén DeTodo. La casa en la que yo he estado hace mucho, con un muro grande y una puerta de metal, un timbre hacia el cual señala una flecha trazada a mano en rojo, para distinguirlo de otro que no funciona, y por encima del muro se ve parte del piso superior, de ladrillo rojo apagado. Me abre una criadilla silenciosa, entro, me conduce. Un perro blanquinegro, que no parece de muy buena raza, escandaliza entre mis piernas cuando de la escalera baja don Luis. Sigue recio pero se le notan los sesenta años, con el cuerpo un poco echado hacia delante y rígido, un agachamiento muy de viejo español, como si necesitara ya la gruesa cachaba en que apoyarse. Un apretón de manos. —¿Qué fue de aquel jovencito? —me dice. —Pues… ya ve usted —digo. —Lo conocí a usted cuando era casi un niño, ¿cuántos años tiene ahora? —Treinta y cinco —le digo, bajándome tres años, no sé por qué, como si fuera vergonzoso confesar tanto tiempo pasado, como si eso delatara más no tanto mi edad como la de Buñuel. —No nos vemos desde, ¿cuándo? —Desde las reuniones en El Correo
Español, don Luis, con García Riera y González de León, ¿se acuerda? Pasamos a la salita estrecha, a la salita incómoda y oscura en una de cuyas paredes hay un gran mapa amarillento de París y enfrente el pequeño altar surrealista con un icono católico y objetos heteróclitos y el gran refrigerador blanco donde Buñuel suele tener sus martinis ya preparados en una jarra de cristal. Hay una luz gris, tristona. Sé que hay que hablar más alto de lo común, porque don Luis es en parte sordo, tiene un aparato con un hilo discreto que le sale de una oreja, y suele estar atento al movimiento de los labios de su interlocutor. Me ofrece un trago, digo que no, gracias, y don Luis insiste, yo sé que no le agrada que la gente no tome con él y finalmente acepto. Un “buñueloni”, pues. Nos sentamos en unos austeros sillones ante los cuales hay un cenicero con el que don Luis jugará mientras habla. Poco después llegará Jeanne a saludar y se retirará discretamente. Luego viene el perrito, que se sube al sillón y se acuesta pegado a un muslo de don Luis. Don Luis enciende un Gitanes. —Es el cigarrillo que más me gusta —dice—, un amigo que viene de París me ha traído una cantidad así de paquetes, no sé cómo se los han dejado pasar en el aeropuerto. ¿Y qué ha sido de usted en este tiempo sin vernos? —No sé si sabe usted que estuve en Cuba… —Sí, lo sé, pero hace ya unos años que volvió. —Cinco. —Ya. Ha cambiado usted. ¿Sigue usted tan intransigente como antes? —No sé, creo que no. —Hombre, pues la intransigencia está bien, sobre todo cuando se es joven, y usted es aún joven. ¿Sigue usted escribiendo de cine? —Sí, don Luis. De cine y un poco de todo. —Yo casi no veo cine. Me han hablado de la película del chico ese Joderowsky o Jorodowsky. Yo tengo prevención con él, porque es uno de esos autopublicistas, y eso no me agrada. Armar escándalo, sí, pero hacerse publicidad
me repugna. Pero me han hablado mucho del film y me interesaría verlo. Ripstein ha quedado en pasar por mí y llevarme a verlo. ¿Usted lo ha visto? —Sí. Alejandro tiene sobre todo imaginación visual y cierta tendencia a los lugares comunes del surrealismo y el esoterismo. —Ya. Parece que es muy amigo de Arrabal, que los dos han formado un movimiento que se llama “pánico” o algo así. De Arrabal yo he visto un film que se llama Viva la muerte. La frase aquella de Millán Astray. —Sí, leí en los periódicos que usted forcejeó para entrar a ver el film en Cannes. —¿Que yo forcejeé? Eso es una mentira de los periódicos. La sala era chica y la gente se amontonó para entrar, pero yo entré sin problemas, con una invitación. —Es posible que lo del forcejeo lo haya hecho correr el mismo Arrabal. —Ya. Es muy autopublicista también. —¿Y qué le pareció el film? —Bien, bien. Tiene muchas cosas que a él le preocupan. Mucha violencia y mucha sangre y mucho sexo. Pero Arrabal, cuando pone esas cosas, es sincero. Arrabal es todo un personaje, un enano (ríe). Yo le llamo “el vikingo”. Sigue mucho la tradición surrealista española. Hablamos del cine de Ripstein, de la película La belleza. —Ah, está bien. Es un latazo, pero está bien. Ese hombre allí sin hacer nada, y usted puede salir, cenar, fumar un cigarrillo, ir a orinar, y cuando vuelve usted a la sala el hombre sigue allí sin hacer nada, y luego el hombre entra en la alcoba y mata a la mujer. Bien, bien (ríe.) Qué tupé tiene Arturo. Se ve que al público le importa esto (junta las yemas del índice y el pulgar). Él sigue su camino. Pero va a tener que cambiar, porque después de un film como ése no va a hacer otro con un hombre mirando un vaso media hora, luego el vaso que se cae y se rompe. Pero aquella
“Barman de un bar elegante, eso sí. Estar todo el tiempo charlando con gente de clase”
escena de otra cosa suya, con el muchacho mirando de lejos a la chica y la chica que se desviste, y todo el mundo pensando “Se la va a tirar”, y el tío ni se la tira ni nada, está muy bien. En cambio no le gusta el film El náufrago de la calle Providencia que Ripstein y Castanedo hicieron acerca de él. —No, se los he dicho ya. ¡Dos años filmándome y no salió nada bueno! ¡Hombre! Me decían: Alce usted esa mano, camine usted para acá, y eso a mí no me resulta, eso ya es actuar. Y luego tanta gente fea, porque mis amigos son feos, y ahí están hablando y hablando, y diciendo trivialidades. En cambio en Francia la mujer de André Bazin me hizo un reportaje bueno… bueno. Muy divertido. Salía por ejemplo Georges Sadoul diciendo: Buñuel tiene la influencia muy grande de Goya y, venga, corte, salía yo y decía: ¿Goya?, ¡Goya nada, nada! Y hablaba de Sade y yo: Sade nada, nada. Estaba muy bien aquello. Lo de Ripstein y Castanedo es un rollo. ¿Quién va a querer ver eso? Señoras y señores, aquí el señor Buñuel preparando un martini durante media hora… ¡Hombreee! —No durante media hora, don Luis. —Igual daría que fueran cinco segundos, es un latazo. Claro que yo me presté no sé por qué, por una tontería, creo que porque les dije que lo que a mí me gustaría es ser barman. —No se lo creo, don Luis, es una boutade. —¿Boutade? No, no. ¿A usted no le gustaría ser barman? Barman de un bar elegante, eso sí. Estar todo el tiempo charlando con gente de mucha clase, con mujeres guapas, oír confidencias y confesiones, porque un barman es como un confesor, cumple un servicio social. —Me temo, don Luis, que está usted pensando en un barman de comedia de Hollywood. —Yo he conocido más de un barman así. En París, en Nueva York, en Madrid. Gente excelente, filósofos,
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—He visto esa película donde un chico se enfurece contra su padre, que es paralítico, y lo amarra al pararrayos en una noche de tormenta (ríe.) Bien, bien. ¿Quién la ha hecho? —Juan Manuel Torres. Es una película de tres episodios: Tú, yo, nosotros. —También hay otro episodio que está bien, el del asesinato en el estudio del pintor. Y eso de que hagan el amor ante el padre mirándolos. —Ese episodio es el de Fons. Y Los nuestros, una película de Hermosillo, ¿la ha visto usted? —No. ¿Qué es? —Es una película hecha con muy poco dinero, “experimental”, como las llaman. La historia de una madre que asesina por mantener la decencia de la familia. —Qué barbaridad, por lo visto estos chicos están muy mal con la familia (ríe.) Me gustaría verla, si se organizara una exhibición entre amigos, porque yo ya no salgo al cine. Me pidieron que fuera jurado en el concurso ese de ocho milímetros, yo les he dicho que muy bien, pero que no voy a ver las películas, que ellos me digan cuáles son las mejores y luego yo firmo los diplomas. Tengo entendido que usted sí ha visto las películas. —Sí, yo soy del jurado. —¿Y hay cosas interesantes? —Hay una película, Víctor Ibarra Cruz, que es un testimonio directo de un vagabundo callejero de la Ciudad de México, un borrachín, que cuenta cómo vive, lo que piensa de la vida, del mundo, de todo. Muy interesante. Yo creo que a usted le interesaría. —Los vagabundos y los mendigos siempre dan algo en cine, ¿verdad? Pero no Chaplin. No lo aguanto, es un vagabundo muy, ¿cómo dicen ustedes?, muy de chantaje sentimental. Pero esa es otra profesión que me gustaría tener. —¿Cuál? —La de vagabundo. Magnífico: no tener familia ni obligaciones… cambiar siempre de paisaje… —No se lo creo, don Luis. Usted es hombre muy casero, y si usted no se enfada, muy burgués. —Sí, es verdad, ¿por qué habría de enfadarme? Pero, idealmente, me gustaría ser vagabundo. Claro, no aquí, sino en París, por ejemplo: un clochard. En La Vía Láctea saco unos vagabundos, bueno, unos peregrinos a Santiago de Compostela. Pero son unos vagabundos, en realidad. Las peregrinaciones eran el turismo de la época, y además se buscaba usted la salvación del alma, dos pájaros de un mismo tiro. La van a pasar en la semana esa de cine internacional. No sé si el público no se aburrirá, pero me tiene sin cuidado, yo me he divertido haciéndola. Me basé mucho en los Heterodoxos de Menéndez Pelayo. —Tengo muchas ganas de ver la película, porque sé que uno de los personajes es Prisciliano, que me interesa mucho… —¿Prisciliano? ¿Pero cómo sabe usted de Prisciliano? Es un personaje tan poco conocido. —Por el libro de Menéndez Pelayo. Es uno de los primeros heterodoxos españoles. —Sí. Caramba, caramba. No me hubiera imaginado que hubiera usted leído los Heterodoxos. Creía que solo
Conchita Mantencón. Y a usted, ¿por qué le interesa Prisciliano? —Porque siento que si su movimiento hubiera triunfado, el cristianismo podría haber tomado otro curso, y desde el siglo cuarto. Además es un caso apasionante, es quizá el primer caso de un mártir cristiano enviado a ejecutar por la misma iglesia cristiana. Los mismos cristianos lo entregaron al brazo secular. —Sí. Esos primeros siglos del cristianismo son magníficos, son como una novela, ¿verdad? Pero las novelas que se han escrito son muy malas: Quo Vadis, Ben Hur, muy malas. Se pasan páginas y páginas contando aventuras de folletín, historias de amor, y no cuentan lo que interesa. —Los conflictos del cristianismo con las sociedades de su tiempo, y en su propio seno. —Sí. Las herejías, las luchas por el poder dentro de la iglesia misma. —Creo que entonces a usted la película lo entretendrá, por lo menos. El que hace de Prisciliano es JeanClaude Carrière, mi guionista, que va a venir esta tarde, dentro de un momento. Me han objetado que es demasiado joven para el personaje. Pero Prisciliano tuvo que ser joven, si no, no se explica usted la energía que puso, esos viajes por Europa, que entonces era solo bosques y bosques y unas pocas ciudades pequeñas. —Esperemos que la pasen en versión original, en francés. No como Tristana. —Sí, es una tontería que hayan pasado Tristana en francés. He visto que ustedes los críticos han protestado por eso. Tienen razón. La versión original es la española. […] —Echeverría alegaba que pasaron la versión francesa porque no iba a gustar que Catherine Deneuve no hablara en francés, y que además al público mexicano no le agrada el español-español, el español de ces y zetas. —Qué tontería. El español de Tristana es un español muy discreto, muy cuidado, como lo hablan los personajes cultos. No como los mendigos de Viridiana, no. Galdós sabía muy bien cómo hablaban las clases sociales en España. —Bueno, la manera como hablan los personajes de Viridiana parece que fue una de las razones del buen éxito de la película, ¿no, don Luis? —Sí, creo que sí. Es que son mendigos y pícaros, y el público los tomó por el lado de lo pintoresco. A mí, ya lo sabe usted, lo pintoresco no me atrae, y mucho menos lo pintoresco español. El pintoresquismo es una de las razones del atraso de España. Y creo que de México. El otro día leí unas declaraciones de no sé qué escritor inglés, que se había decepcionado, decía, porque ya no encontraba los pueblitos típicos mexicanos. ¡Hombre! Quieren que sean pueblos atrasados, sin electricidad, sin adelantos, para que sean pintorescos. A mí me conmovía cómo hablaban los mendigos de Viridiana, sentí que volvía a estar en la España de mi infancia, y si eso lo encontraron muy pintoresco, allá ellos. Yo estoy orgulloso de nunca haber hecho una película con toreros y majas, con cante flamenco.
“Esos primeros siglos del cristianismo son magníficos, son como una novela, ¿verdad?”
muy morales, y le dan a usted buenos consejos. Había en París un barman que sabía español, y estaba traduciendo a San Juan de la Cruz. J’adore le excelse poète Saint Jean de la Croix, decía. Un tipo formidable, esto era antes de la guerra. Crevel lo admiraba mucho, quería llevarlo a las reuniones surrealistas a que leyera San Juan de la Cruz traducido al francés. —¿Y qué tal era su versión de San Juan de la Cruz? —Como San Juan de la Cruz, muy floja; como chanson de la rue para que la cantara una Édith Piaf de esas
no estaba mal: “Je suis sortie la nuit pour te chercher, mon amour…”. Estaba bien. —A mí me parece, don Luis, que usted se ha inventado ese barman para meterlo en una de sus películas, como el maitre de restaurante que discute de teología en La Vía Láctea. —No, no (ríe.) ¿De qué hablábamos? —De la película de Ripstein y Castanedo sobre usted. —Ya. No me gustó nada. Pero esos chicos van a hacer cosas, tienen talento. —¿Y ha visto usted algo más de cineastas nuevos?
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LITERATURA
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MEMORIA
Mijaíl Bulgákov y el montañés del Kremlin MARCO PERILLI FOTOGRAFÍA TASS
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l 17 de abril de 1930 se celebró en Moscú el funeral de Vladímir Mayakovski, quien se suicidó. Al día siguente, en casa de Mijaíl Bulgákov, sonó el teléfono. Anunciaron una llamada del Kremlin. Colgó, pensando en una broma. Volvió a sonar y contestó: era Stalin. El Gran timonel, el Guía del proletariado mundial, el Corifeo de las artes y las ciencias, el Padre de los pueblos, preguntó al escritor por qué razón quería irse al extranjero y si realmente abominaba la vida en la Unión Soviética. Bulgákov reconoció que después de tantas reflexiones había llegado a la conclusión de que un escritor ruso no podría vivir lejos de su patria. Stalin, satisfecho, le ofreció un empleo en Teatro de Arte y le propuso un encuentro para conversar. No tuvieron más contacto. Bulgákov estaba trabajando en una novela que había iniciado en 1928 y que lo acompañaría hasta su muerte. Aún no tenía título, o tendría muchos antes de llegar al que nosotros conocemos: El Maestro y Margarita. En principio, los dos protagonistas eran Dios y el Diablo. Un narrador juntaba los hilos de la intriga, que se centraba en las historias paralelas de Pilatos y Jesús y la de Woland, un demonio que visita Moscú con su pandilla. La presencia del Maestro y de la musa, Margarita, tomó cuerpo a partir de la tercera redacción. Se conservan 20 cuadernos y dos libretas de “materiales” con las ocho versiones del texto, donde actúan 140 personajes y 24 animales, alcanzando una densidad equivalente a la de Guerra y paz. Bulgákov recibió la llamada de Stalin en plena crisis de identidad: el escritor al que no se le permite publicar, ¿es un escritor? Será éste el tema central de la novela, avivado por la exploración del mundo interior del Maestro (el relato dentro del relato, la historia del procurador Poncio Pilatos y del Maestro condenado a la crucifixión) y el inventario del ámbito exterior (el Moscú de los años treinta y sus camarillas literarias frente a la invasión de las fuerzas diabólicas de Woland). El juego de espejos, los reflejos minuciosos en los niveles de la trama, precisan la hipérbole lógica del tiempo deshilado, del espacio que va perdiendo extensión y gravedad, del juicio que tiende a una alianza eterna. Es la lucha del Maestro contra los escritores, de la vocación literaria contra el interés, del sacrificio contra el éxito social. Nunca el Maestro se presenta —o es presentado— como escritor: es el autor de una sola obra, la novela de Poncio Pilatos, que lo consume y lo
El autor de El Maestro y Margarita, quien murió el 10 de marzo de 1940.
atormenta y lo condena, pero que al fin lo redime y lo devuelve a la paz, al reposo: “No se merece el mundo, se merece la tranquilidad”. Palabras de Leví Mateo, el testigo del verbo del otro: “Ha leído la obra del Maestro, pide que te lleves al Maestro y le des la paz. ¿Te cuesta trabajo hacerlo, espíritu del mal?” Podemos sentir el temblor de la mano de Bulgákov pergeñando esta consigna. El Maestro, denostado por los críticos y editores por la desidia moral e intelectual del sindicato literario del Estado, quema su obra y huye del consorcio humano, se atrinchera en la orfandad de un manicomio. Redimido por Margarita, quien pacta
En principio, los dos protagonistas eran Dios y el Diablo. Un narrador juntaba los hilos de la intriga
con el Diablo el rescate de la obra, puesto cara a cara con Woland que lo exhorta a que le muestre su novela, contesta: “Desgraciadamente, no puedo hacerlo, porque la quemé en la chimenea”. Woland lo reprende: “Usted perdone, pero no le creo, es imposible, los manuscritos no arden”. Y le devuelve el manuscrito. El Maestro es Bulgákov; también es Mandelshtam, también es Pilniak, y Zamiátin, Ajmátova, Bábel…, una generación diezmada por el rencor del poeta fallido, el georgiano cuyos “dedos gordos parecen grasientos gusanos”, según escribió Mandelshtam, “el montañés del Kremlin” que aprontó la más prolífica máquina de muerte del siglo pasado. En El Maestro y Margarita, entre farsa y parodia, en el siniestro vodevil de la Historia, la vida moscovita fluye con su drama y su penuria, con la
espada de Damocles colgando en el alma de todos. “Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un papel con una pluma que no mojaba en la tinta”. Los empleados de una oficina de gobierno, comprendiendo que no pueden sustraerse a la melomanía del director, empiezan a cantar “involuntariamente, sin querer. Intentaban callarse. ¡Imposible! Callaban tres minutos y de nuevo rompían a cantar; se volvían a callar, ¡y a cantar otra vez!”. Al cabo de un cuarto de hora llegarán tres camiones para llevarse a todo el personal, encabezado por el director: “Siguieron cantando. Los transeúntes, ocupados en sus propios asuntos, les miraban distraídamente, sin la menor sorpresa, pensando que era un grupo de excursionistas que marchaba fuera de la ciudad”. Es ésta, quizá, la primera alusión literaria a las deportaciones en masa que plagaron aquella época funesta. Recordemos que unas décadas después, cuando en Archipiélago Gulag Solzhenitsyn relató su aprehensión, confesaba su espontánea, inconsciente connivencia: los agentes que lo llevaban a la Lubianka (la sede del NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) no conocían la ciudad y fue él, el arrestado, quien indicó la ruta más breve para llegar a la cárcel. Mijaíl Bulgákov, enfermo de nefroesclerosis, murió el 10 de marzo de 1940. Tenía 49 años. Unas semanas antes, había dictado a su esposa Yelena las últimas correcciones de El Maestro y Margarita. La novela fue publicada en 1967 en la revista Moskva, con 14 mil palabras eliminadas por la censura. El mismo año la editorial francesa Ymca-Press publicó la primera edición integral de la novela en ruso. Un día de junio de 1934 sonó el teléfono en casa de Boris Pasternak. Era Stalin. Pasternak estaba abogando en favor de Mandelshtam, culpable de haber compuesto un poema contra el Camarada. Stalin preguntó: “¿Por qué no se dirigió usted a la organización de escritores o directamente a mí? Si yo fuera poeta y un amigo poeta cayera en desgracia, yo haría lo que fuera para ayudarle”. Pero la pregunta tajante y decisiva fue otra: “¿Es realmente un maestro? ¿Un maestro?” Pasternak contaría esta conversación a Anna Ajmátova, quien la contaría a Bulgákov. El diablo, que había salvado la novela del Maestro, regaló a Bulgákov el título para la suya.
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EN LIBRERÍAS
28 DE MARZO 2020
NARRATIVA, ENSAYO Todo arde
Álvaro Obregón
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POESÍA EN SEGUNDOS Marcada
De Lucrecio a Cuco Sánchez: Bonifaz Nuño VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx
U Nuria Barrios Alfaguara México, 2020 287 páginas
Varios autores Cal y arena México, 2019 293 páginas
Sarah Edmondson Planeta México, 2020 256 páginas
Madrid y el submundo de las drogas son los escenarios de esta novela en la cual despunta la solidaridad entre hermanos: Lolo tiene 16 años y es aficionado a los Sex Pistols; Lena tiene 25 y es toxicómana y carga varias denuncias por robo. Nuria Barrios pone en juego los elementos de una carrera contrarreloj pues Lena se siente obligada a buscar a su hermano, quien se adentra en una realidad que está lejos de sus fuerzas. ¿Puede más la adicción que la sangre?
Once especialistas, no todos historiadores, iluminan algunas zonas biográficas del caudillo sonorense que no han sido debidamente estudiadas. Javier Garciadiego, por ejemplo, incursiona en su faceta de mecánico y agricultor; Joel Álvarez de la Borda analiza su intervención en el conflicto entre el gobernador de Veracruz y la compañía de petróleo El Águila; Pablo Serrano Álvarez reconstruye el día en que fue asesinado. El General tiene aún mucho que dar.
Doce años trabajó la autora de este testimonio en la presunta empresa de coaching NXIVM, cuyo líder, Keith Raniere, sedujo por igual a empresarios, estrellas de Hollywood, líderes religiosos y políticos. Es una historia que se vale de la memoria, sin omitir las experiencias traumáticas, documentos, revelaciones y grabaciones que la secta resguardaba. Las esclavas, queda más que claro, se creían “parte de un movimiento positivo en el mundo, para hacer el bien”.
n pequeño y hermoso libro para niños, Cuando hablaba era contigo (Secretaría de Cultura, 2019), en selección de Lorena Crenier y Dolores González Casanova, nos permite repensar las enormes dimensiones de la obra poética e intelectual del humanista Rubén Bonifaz Nuño. Aunque el autor de La flama en el espejo y Fuego de pobres gozó de un reconocimiento indiscutible, quizá no tuvo la resonancia cultural y literaria que debió tener en vida como continuador del humanismo de Alfonso Reyes y de Alfonso Méndez Plancarte; como gran impulsor de la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum; como intérprete muy original de la imagen de Tláloc y la cultura mexica; y, además, como raro poeta experimental que, con amplios recursos clásicos, contribuyó a recrear la poesía moderna mexicana y la contemporánea, de allá y de acullá. Crenier y González Casanova nos descubren que este poeta tan culto, tan complejo, tan sofisticado, tan clásico y latino, no solo podía escribir poemas ligeros, poemas niños, sino que sus composiciones densas implican muchas líneas candorosas, con la gracia que solo pueden vislumbrar los ojos de los primeros años de vida. Así pues, Crenier y González Casanova, acompañadas de Susana Ríos Szalay y del poeta Vicente Quirarte, han inventado un nuevo y desconocido Bonifaz Nuño y, al hacerlo, han creado una nueva sensibilidad, que en realidad es la de ellas, aunque estoy seguro de que al poeta no le hubiera disgustado ver sus viriles versos impecables atrapados y proyectados en una mirada femenina y transfigurados en algo diferente y, si no suave, sí con el encanto mínimo de un dedal. A mí no deja de sorprenderme esta operación. Y para que se entienda mi sensación de asombro, recuerdo ahora este verso suyo, tristísimo y lapidario en más de un sentido, en comunicación con su paisano Salvador Díaz Mirón: “Si todo se ha de ir, ¿por qué llegaste?”. Aquí observamos su terrible conciencia de fatalidad y pobreza —metafísica y bolero abrazados, Lucrecio y Cuco Sánchez al unísono— y, asimismo, su insólita métrica con acentuaciones pares e impares regulares que le permitió crear una música tan áspera como flexible. En versos de esta catadura asoma más que la descripción de un mundo injusto, la observación desnuda de quien conoce la penuria económica y la desdicha amorosa y ha perdido la esperanza de hallar la felicidad, mas no el coraje necesario para estar aquí en la vida. Era y es tan extraño encontrar en esta poesía magnífica, arropada en el lujo retórico de las inversiones sintácticas y refinada hasta el exceso en toda clase de tropos, el entendimiento duro de las carencias reales y la soledad ordinaria. Ahora, con el libro Cuando hablaba era contigo, sabemos que en esta poesía también hay una insospechada gracia pueril. Así, entre ser niño y ser viejo, Bonifaz Nuño nos puede decir repentinamente desde su esplendorosa y severa humildad: “¿qué podemos perder con alegrarnos?”.
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LABERINTO
DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ
28 DE MARZO 2020
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TOSCANADAS
Virus virusa virusal DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
E
n español, “virus” es un vocablo joven y, cosa rara, más de un siglo antes de emplear el sustantivo, ya se usaba el adjetivo “virulento”, aunque apenas como sinónimo de “venenoso” o “purulento”. Sus primeros usos eran equivalentes a “pus”; palabrita de aires rústicos. Antiguamente, para referirse a esta melcocha amarillenta, se prefería “podre”, de donde vienen “podrido” y “podredumbre”. Pero si me pellizco una pústula, tal como sugiere su nombre, prefiero que salga pus y no podre. El Diccionario de Autoridades definía “virulento” como: “Ponzoñoso, o que tiene materia o podre”. Y nos regala dos usos antiguos: “Ferido del temor de las virulentas y venenosas palabras de los reprehensores” y “Hállanse algunos venenos tan virulentos, que luego en tocando cualquier miembro desnudo matan”. De la misma raíz latina vienen “viscoso” y “viruela”. Cervantes llega a
VIRUS
Como vocablo, sus primeros usos eran equivalentes a pus.
escribir esta última en su Don Quijote, cuando un labrador habla de cierta doncella, que vista de un perfil es muy bella, “y mirada por el lado izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo que se le saltó de viruelas”. Aunque similar, la palabra latina “vir” o cualquiera de sus declinaciones, como “virum”, es cosa distinta, pues significa “hombre”. De ahí viene “viril” y, con mayor deformación, “varón”. Nunca ha funcionado la traducción del Génesis en la que Adán dice: “Ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada”. Uno puede revisar desde ahí hasta el Apocalipsis y sabrá que en español nadie hizo caso a Adán; ni en latín, que dice: “Virago”. Aunque ésta ya nos suena emparentada con “virgen”, lo cierto es que la Vulgata no hace eco a Adán. El inglés se acerca más, pues Adán dice que si fue tomada del Man, habrá de llamarse Woman. Pero no me pregunten por el original, que no lo sé leer.
Una opción para crecer esta cuarentena es leer un buen diccionario etimológico. Pensemos, por ejemplo, que “cuarentena” y “cuaresma” tienen la misma raíz, y que los días que pasó Jesús en el desierto fueron una cuarentena. Hoy la palabra sobre todo significa un encierro de cualquier cantidad de días. Con este significado comenzó a utilizarse en la Edad Media, cuando mantenían a los marinos en sus naves durante algún tiempo antes de permitirles desembarcar. Los primeros astronautas también pasaron algunos días en una cabina hermética, pues la ciencia ignoraba si del espacio exterior podía llegar una forma maligna de vida. Esperemos que estos cuarenta días y cuarenta noches o los que tengan que ser no los pasemos en blanco. Hay que aprovechar el tiempo para alimentar el espíritu y la mente, sobre todo ahora que caímos en la cuenta de que somos mortales, y la vida, como el dinero, hay que emplearla mejor cuando escasea.
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BICHOS Y PARIENTES
Artaud: teatro, crueldad y tedio
A
ntonin Artaud comienza El teatro y su doble con un trompicado recuento de las pestes y las conductas absurdas, excesivas, de las sociedades y los individuos amenazados por un mal que no saben explicar sino bajo el misterio del espíritu. Incluso aunque sepamos de virus y bacterias, necesitamos un comportamiento ritual en presencia de una muerte que acecha según su puro azar. Y el dramático Artaud fue a hallar en el teatro esa reunión donde el ritual engendra una espontaneidad espiritual: los flagelantes del siglo XIV derramaban su sangre para el perdón de los pecados. A nosotros nos toca lavarnos las manos y no tocar nada ni a nadie. Literariamente, somos más absurdos: asperjar cloro es más extraño que derramar sangre para salvar al mundo. En todos los casos, advierte Artaud, queda el registro de que “bajo la acción del flagelo las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba… el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. […] Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos en gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada… Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho”. Algunos ricos se recluyeron. Los más se arrojaron a la crudeza de la vida como a una danza, macabra, pero vitalista, y de esta “libertad espiritual” con que se desarrolla la peste surge “la acción absoluta y sombría de un
JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA PINTEREST
espectáculo”: una dinámica que apura a la búsqueda de la verdad, ritual, pero despojada de costumbres y del tedioso tráfago de los días iguales. Creíamos que el teatro surgió de las representaciones catequéticas de historias bíblicas para educar a la inmensa mayoría que no sabía leer. Pero ¿es eso suficiente para que surgiera un teatro de las plazas, los patios, la gente y chusma común? Para Artaud, el teatro no pudo irrumpir sino ante la presencia
Desde el cubículo, la ética no es cosa negociable, pero luego está la aritmética
de lo sagrado en su forma siniestra: la crueldad de la vida misma, que solo existe transformando la vida que se extingue en otras vidas. Una muerte que no puedo explicar, que viene de lo siniestro, el lado zurdo de lo sagrado, no de su luminosidad sino de sus sombras más hondas, es una interrogante que pone en juego la relación con mi propio cuerpo. No la certeza silogística de ser mortal sino la presencia de una muerte que llega cuando se le da la gana y acaba una vida que nunca fue de veras mía. La presencia de la peste me dice que he vivido falsamente, a media vida, obedeciendo al tedio. Puedes morir y el rito absurdo es, quizá, tu única oportunidad de actuar con esa feroz libertad que siempre te ha urgido y has acallado. La máscara no
El Gran Lago, uno de los teatros más añejos de California.
es un recurso que adopte uno para que los otros vean a alguien o algo diferente: es la voluntad de mi propio rostro que busca ser otro, cambiar, salvarse. ¿Y de qué se puede uno salvar sino de ser uno mismo? ¿Qué clase de teatralidades vamos a ver, si ahora se arman y desarman plazas espontáneas y efímeras, con cibernéticas, con encierros del cuerpo pero no de los sentidos, las percepciones? La oferta gratuita de televisoras y productoras de cine, editoriales, compañías de danza, clases, cursos y generosidades hasta excesivas que han elegido regalar su oro a puños por la ventana a quienquiera que pase por la plaza virtual. Situación teatral muy distinta, la nuestra: nos calculan según triaje y deciden quién puede entrar en un respirador. Desde el cubículo, la ética no es cosa negociable, pero luego está la aritmética, y ¿cómo metemos a mil en diez respiradores? Participamos en las procesiones del absurdo, la comedia ridícula de los memes, la rabia ante el mal sin poder intervenir; la generosidad, la codicia, la cursilería, el horror y la belleza, y nos flagelamos de modo virtual. El cuerpo está en riesgo mortal, pero no participa de los actos, solo de las afecciones. Y somos tantos, que el número espanta. Encerrados como estamos, somos a la vez la peste que ignora serlo y el público, conocedor de que el otro es la infección. Es el teatro de la crueldad, pero se equivocaba Artaud: no nos mueve una feroz vitalidad del ser; obedecemos al tedio y al miedo. Somos público que sabe, respecto de los demás, por vía de nuestras computadoras y teléfonos, y eso nos permite seguir ignorando que somos el protagonista y portador de la peste.
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