Laberinto
N.o 629
sรกbado 4 de julio de 2015
Los yerros de Jaime Labastida
Gustavo Sainz (1940-2015)
Evodio Escalante pรกginas 4 y 5
Ignacio Trejo Fuentes pรกgina 8 ESPECIAL
MILENIO
Correspondencia
Hojas de Whitman pรกginas 6 y 7
02 b sábado 4 de julio de 2015
MILENIO
antesala DE CULTO
Perdidos en Tokio
ESPECIAL
James Salter
Caminar en la luna o mirar su reflejo
T
TOSCANADAS David Toscana dtoscana@gmail.com
S
iempre he tenido un gran interés por la traducción. Valoro a quienes se dedican a tal oficio con ganas de hacerlo bien. Además, traducir es mucho mejor ejercicio para un escritor que el mentado periodismo. Comparo versiones de textos y me emociono o desilusiono tal como a otros les ocurre mirando algún deporte. Me da erisipela toparme con ciertas pifias. Algunas son de lenguaje; otras, meros vacíos de cultura general. En una novela que leía esta semana, Best Western Motels se convirtió en “los mejores moteles del Oeste”. Con tal criterio, una Apple Store sería una tienda de manzanas. Más adelante, se hablaba de los Pueblo Indians, y el traductor los convirtió en “indios de aldea”, sin que algún editor captara los gazapos. Suele ocurrir que entre mejor sea la prosa de un autor, peor le va con las traducciones. La versión al inglés de Pedro Páramo pierde buena parte de los matices. Las conocidas primeras líneas del original dicen así: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”. La traducción de Margaret Sayers Peden, readaptada al español por mí, dice: “Vine a Comala porque me habían dicho que mi padre, un hombre llamado Pedro Páramo, vivía allá. Mi madre me lo dijo. Y yo le había prometido que después de que ella muriera iría a verlo”. Aunque comienza con el mismo “Vine a Comala”, para Sayers Peden, el narrador “irá” a ver a su padre, que vive “allá”, cuando el de Rulfo ya está “acá”. Además, “un tal” se vuelve “un hombre llamado” y la inmediatez del “en cuanto” se vuelve un impreciso “después”. Luego, Rulfo nos escribe el parlamento de la madre: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Según Sayers Peden, dijo:
Juan Manuel Gómez b www.forasterongt.wordpress.com
“No le pidas nada. Solo lo nuestro. Lo que me debió haber dado, pero no me dio… Hazlo pagar, hijo, por todos esos años que nos dejó en el olvido”. Las últimas diez palabras del original son contundentes. Memorables. Tanto así que “Cóbraselo caro” es el título de una novela–homenaje a Rulfo de Élmer Mendoza. Ni por asomo la versión en inglés tiene tal fuerza. Donde además “un rencor vivo” se convierte en “bilis viviente”. Como último ejemplo, menciono otra frase golpeadora del primer capítulo. El arriero dice: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”, lo cual cambia misteriosamente en inglés a “Pedro Páramo también es mi padre”. Biológicamente son frases equivalentes. Literariamente, no. Más allá de considerar las posibilidades del inglés y el español, o de juzgar mis propias traducciones literales, puse estos ejemplos en los que Sayers Peden cree saber mejor que el propio autor lo que se debe decir. Además preferí hablar sobre la traducción de Pedro Páramo al inglés que de la de Don Quijote al español, lo cual parece una mala broma de Andrés Trapiello. No tuve hígado ni para terminar de leer su primer capítulo, en el que cree universalizar la obra de Cervantes con gachupinismos, y además muestra poderes para leer la mente del difunto manco de Lepanto al convertir un “sayo de velarte” en un “sayo de velarte negro”. En fin, hay cirujanos plásticos que desfiguran rostros perfectos. L
al vez a James Salter (1925–2015) le habría gustado dar un paseo por la luna. Y la verdad de las cosas es que, de no haber decidido renunciar a la fuerza aérea estadunidense, quizás habría podido hacerlo. Sus compañeros pilotos en la guerra de Corea —Edwin Aldrin y Michael Buzz Collins— eran parte de la tripulación del Apollo 11. De haber estado en activo el oficial James Horowitz, sin duda hubiera sido elegible para esa misión: egresado de West Point, desde los 17 años llevaba una vida dedicada “a su país, al honor y al servicio” y, con más de 100 misiones a bordo de su avión de combate, era considerado un héroe. Sin embargo, el oficial Horowitz ya no existía, se había convertido en el escritor James Salter. Tenía 32 años y una carrera militar por delante, pero decidió renunciar a ella para dedicarse a la escritura. Su primer libro, The Hunters (1957), novela sobre un piloto frustrado que mira triunfar a sus compañeros, debió firmarla como James Salter porque, como oficial en activo, no podía usar su nombre real. Las seis novelas que publicó después, y sus memorias Quemar los días, están ahora al alcance del público de habla hispana gracias a la editorial Salamandra. Como sus libros nunca llegaron a ser best sellers, Salter tuvo que trabajar para la industria del cine. Robert Mitchum, Charlotte Rampling y Robert Redford protagonizaron algunas de las ocho películas en las que participó como guionista. La narrativa de Salter es de una extraña perfección que tiende a lo emocional. No es, como los narradores estadunidenses de su generación, un gran contador de historias ni, como se dice en el mundo del boxeo, un “buen fajador”, como Norman
Mailer, William Styron o Saul Bellow. Su sensibilidad se parece más, afirma Joyce Carol Oates en “The Great Heap of Days” (The New York Review, 14 de julio de 2005), un estupendo ensayo sobre la obra de Salter, a las de escritores europeos como Marcel Proust o Virginia Woolf. “Los personajes de Salter —dice Oates— habitan no la historia, sino el tiempo; no comparten el mundo de la política y los acontecimientos sino uno pastoral que siempre está sucediendo y que siempre es elusivo, como los más altos y traicioneros picos de los Alpes”. Aquí, Oates hace una hermosa alusión a uno de los más elocuentes libros de Salter, Solo Faces, sobre un alpinista cuya obsesión por escalar en solitario lo conduce a desafiar no solo las leyes de la convivencia humana sino los límites de un hombre ante una montaña y su magnífica furia contenida. Más que contar historias, Salter quiere transmitir momentos precisos de la tremenda vulnerabilidad humana a través de una escritura que busca la perfección. Sus memorias Quemar los días son quizá la mejor muestra del genio y la prosa pulida de este gran escritor que murió el 19 de junio de 2015. L
EX LIBRIS
ALFILERES
Blaise Pascal bEKO
Armando Alanís b alaniscanales@gmail.com
No era de trapo ni hidráulico ni metafísico. Era, simplemente, un gato.
MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Coedición: Roberto Pliego, Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía
sábado 4 de julio de 2015 b 03
LABERINTO
antesala
El autor habla en el tercer acto
El mitómano
Son tan delgados los muros de eso que llamamos presente que hay que levantar barricadas para evitar que sea tomado por asalto POESÍA
CARACTERES ESPECIAL
Luis Jorge Boone
P
referible dejar cerradas algunas puertas, así atrancadas, un guardia apuntando su arma de fuego contra el picaporte. No conviene soltar la manija si algo hace presión del otro lado, hay que poner toda la fuerza en resistir. Barricadas construidas con prisa, con los muebles más pesados, clavos y maderas si se tienen, cadenas si se encuentran. No queda claro cuál es el adentro, cuál el afuera, y por eso es preferible no moverse. Aguantar ahí. No preguntar. Guardabarrera, vigía del futuro, esta delgadísima capa de presente que habitamos. Tan fácil es tomarlo por asalto. Tan frágil fortaleza de ocupar y destruir. Tan cerca siempre las barbáricas huestes que arrasan con todo. Tan insistentemente llaman, empujan, y uno se acobarda, aunque sea solo el viento el que ya abre. El pasado es esa puerta que rechina.
ESPECIAL
O
riginario de Monclova, Luis Jorge Boone nació el 30 de junio de 1977. Autor de los poemarios Traducción a lengua extraña (2007), Novela (2008), Los animales invisibles (2010) y Versus Ávalon (2014), entre otros; de los libros de cuentos La noche caníbal (2008), Largas filas de gente rara (2012) y Cavernas (2014); y de la novela Las afueras (2011), en 2013 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen por el volumen Por boca de la sombra, que acaba de aparecer con los sellos de Almadía y la Universidad Autónoma de Sinaloa, y del cual proviene el poema que aquí presentamos.
Álvaro Uribe alvuribe@yahoo.com.mx
L
a más inocente de sus incontables mentiras (aunque no es seguro que pueda hablarse de inocencia en la manía de mentirse a sí mismo) se refiere al nombre de pila. En realidad, se llama Jerónimo. Pero él, desde muy joven y por un afán italianizante que nada en su biografía justifica, se presenta como Girólamo (con la ge pronunciada como elle). Nadie sabe cuándo empezó a inventarse no una mera persona: una vasta personalidad. El propio Llirólamo el mitómano asegura que sus primeras palabras no fueron la edípica y tradicional mamá, ni la escatológica y culpable caca, sino el muy filosófico aserto estoy aquí, que formulado como pregunta da origen a toda una ontología. A este mito originario se debe, tal vez, que Llirólamo se proclame filósofo en las semblanzas que los incautos moderadores leen antes de las presentaciones de libros o de las mesas redondas en las que todavía, por ignorancia o por inercia, lo invitan a participar. Y si tú, que también estudiaste la licenciatura en Filosofía y a diferencia de Llirólamo sí obtuviste el título de licenciado, le preguntas con sorna: “¿de cuándo a acá eres filósofo?”, él con filosófica suficiencia finge no escucharte. Otras baladronadas menos probables adornan la imagen que Llirólamo se esmera en proyectar. En su juventud, que pese a haber coincidido con la tuya abarca numerosos hechos más, fue según él un sobresaliente futbolista y habría sido centro delantero
del equipo universitario si no se hubiera fracturado un fémur. Poco antes o poco después, en un viaje a África, se enfrentó con un chita o con un leopardo (según la versión) al que mató o (según la versión) hizo huir a balazos. Y por esos años, aunque en un país andino, escaló no recuerdas qué alta montaña hasta cuya cima fue el primer mexicano según él en subir. ¿O el segundo? Ejecutadas estas proezas inverificables, pero no desmentidas por su cuerpo atlético y su afición a los deportes televisivos, Llirólamo optó por la vida del espíritu. Una muy breve noveleta de iniciación, un Bildungsromancito nunca vuelto a editar, le dio a sus treinta un renombre de narrador que él se ha encargado de prolongar hasta sus sesenta. Siempre que te lo encuentras en un coctel o en un velorio, Llirólamo te informa, sin mediar curiosidad de tu parte, que está terminando una nueva novela. O un libro de cuentos. O uno de ensayos. O incluso un largo poema narrativo. Y a nadie, quizá ni siquiera al propio Llirólamo, lo incomoda que esas obras prometidas desde hace tres décadas no se publiquen jamás. Porque a los lectores (para qué engañarse) no les hacen falta más libros sino tiempo para leerlos. Y a los otros escritores, como a ti, no les interesa sino lo que ellos escriben. Y a Llirólamo, adepto de una filosofía que deriva según él de la de Berkeley, no le importa ser sino parecer. Mientras haya editores que le den trabajo y jóvenes autores que asistan a sus talleres de creación literaria porque lo creen escritor, Llirólamo el mitómano está satisfecho. Según él. L
MILENIO bLABERINTO b http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter: SCLaberinto
04 b sábado 4 de julio de 2015
literatura Jaime Labastida
Sin juicio literario pero con ESPECIAL
No son pocos los yerros de la antología El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana: contiene lo mismo erratas que descuidos y traiciones que se antojan más que excesivos. Este es el veredicto al que, con pruebas sólidamente documentadas, llega el autor de estas páginas, un fino lector de la tradición poética mexicana RESEÑA Evodio Escalante
F
ilósofo y poeta, ensayista y crítico literario, director tanto de la Academia Mexicana de la Lengua como de la editorial Siglo XXI, Jaime Labastida publicó hace unos pocos años El edificio de la razón (Siglo XXI, México, 2007), ambicioso esfuerzo por recorrer gran parte de la historia de la filosofía en Occidente que arranca de los llamados presocráticos, pasa por la aportación fundamental de Descartes, continúa con varios portentos de la época (Spinoza, Leibniz, Kant), recala en Hegel, se asoma a los progresos de la ciencia desde Galileo hasta Marx, y se sigue con varios de los modernos y los contemporáneos entre los que destacan Saussure, Freud, Lacan, Einstein, Heisenberg, Kuhn y Popper. Para no quedarse atrás en el terreno de las letras, circula ya una nueva edición de la antología preparada por él mismo titulada El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana (Fundación Azteca/ Siglo XXI, México, 2015). Cierto que este libro había aparecido a finales de la década de 1970 en las prensas del Instituto Politécnico Nacional, y que en esos años lo reeditó Novaro, pero como bien dice el propio Labastida, se trata ahora de un libro diferente, muy aumentado en la selección de poetas y extendido también en el estudio preliminar que corre a lo largo de 150 páginas. Un verdadero despliegue cuantitativo que logra en lo esencial el fin que se propuso: mostrar los momentos canónicos de la poesía mexicana desde los tiempos de Sor Juana y de Gutierre de Cetina hasta los de Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde. Los materiales se ordenan no según el orden cronológico a que nos tienen acostumbrados las antologías, sino obedeciendo a un criterio que podríamos calificar como musical: son los grandes temas del amor, del sueño y de la muerte los que imponen el tono y la secuencia de la compilación. El problema fundamental de este libro, que me hubiera gustado recomendar como recomendé en su momento la edición de Novaro, es que está infestado de errores tanto mecánicos como conceptuales. Se trata de una edición muy descuidada que desmerece de los estándares de calidad en que suele moverse la editorial que Labastida dirige. Hay errores “de dedo” por decirlo así, no solo en el prólogo explicativo, sino en la transcripción de muchos de los poemas. Detecto fallas de transcripción en los poemas de Efrén Rebolledo, de López Velarde, en el epígrafe de Keats que aparece en “El tigre en la casa” de Lizalde, en “Piedra de sol” de Octavio Paz (una de las erratas, por cierto, rompe el endecasílabo), en “El sueño” de Sor Juana, en los poemas de Manuel Gutiérrez Nájera, de Manuel Acuña, Xavier Villaurrutia y hasta en el de José Gorostiza. En el caso de Rebolledo, además de los descuidos dactilares, se advierte
que Labastida se basó en alguna versión previa que ese perfeccionista del verso que era el autor habría desechado. Donde la versión de Labastida deja leer “Vibra el alma en mi mano palpitante”, la que recoge Villaurrutia en Efrén Rebolledo, Poemas escogidos (Editorial Cultura, México, 1939), dispone: “Trema el alma en mi mano palpitante”. Donde Labastida recoge “calor de tus caricias, mi ardorosa”, la de Villaurrutia mejora: “crespón de tus caricias…”; en fin, donde Labastida anota: “resolviéndose solo en su lecho/ que el insomnio ha sembrado de espinas”, la de Villaurrutia lo traslada a la primera persona, lo que le confiere mayor efectividad: “resolviéndome solo en mi lecho…”. En su prólogo, Labastida pondera las capacidades de Carlos Pellicer como sonetista, y adelanta sus comentarios sobre los sonetos de Horas de junio, así como acerca de un tríptico que el tabasqueño habría dedicado a su amiga Frida Kahlo. Pues bien, los primeros sí están incluidos, pero los segundos… se extraviaron en
el camino. Por cierto, Labastida recoge y da por buena la edición de Muerte sin fin que hiciera el fallecido Arturo Cantú, pero a la hora de darle su respectivo crédito el capturista le cambia el nombre por el de… ¡Antonio Cantú! ¿No es esto excesivo? Admito que los errores arriba anotados podrían mitigarse al menos con una cuidadosa “fe de erratas” que pusiera en guardia al lector de la antología. El problema es que las fallas se incrementan y se vuelven todavía más observables en el texto prologal del autor. Se trata de un texto que aglomera eruditas ideas acerca de una definición posible de la poesía, acerca de la idea de la belleza, acerca de la historia de la rima, sobre la función social del arte, sobre el arte ritual y de orden religioso frente al arte desinteresado, acerca del surgimiento de la noción de ley natural, acerca del carácter transformador de la palabra poética, etcétera. Todo esto apoyado en referencias a Homero, a Platón, a Heráclito, a Parménides, a Hegel y Kant, a Marx, a Eliot, a Henríquez Ureña,
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literatuta POESÍA EN SEGUNDOS
criterio musical a Paul Westheim y Laurette Séjourné, y un sinfín de filósofos y poetas de primera línea. Las ideas abundan pero el hilo argumental estricto resulta confuso y poco convincente. Así, por ejemplo, al disertar sobre el surgimiento de la ley natural, Labastida sostiene que la fisis atañe a la naturaleza, e indica enseguida que dicho concepto está tomado “de la teoría médica de Hipócrates”. Afirmación sospechosa pues se sabe que cuando menos dos siglos antes de Hipócrates ya habían surgido los llamados filósofos de la naturaleza entre los que hay que contar a Tales de Mileto, Anaximandro y Anaxímenes. La fisis, de tal suerte, sería una noción que surge del intento de desentrañar el origen y la composición última del universo, y no un resultado de las investigaciones en la fisiología del cuerpo humano. Empeñado en denunciar que gran parte de la poesía actual ha caído en el desorden y el irracionalismo, Labastida pretende que los grandes del Siglo de Oro español como Góngora y Quevedo podrían ser difíciles pero eran siempre inteligibles. En lo esencial podría tener razón. Pero, acto seguido, ejemplifica con sendos poemas de estos autores. Para su mala fortuna, cuando intenta glosar un famoso soneto de Quevedo (“Buscas a Roma en Roma, oh peregrino”), su transcripción no solo introduce alguna errata sino que mutila uno de los endecasílabos. Un tropiezo así, cometido en esa joya de esmerada perfección que puede ser un soneto, deja mal parado al editor. El asunto se complica cuando Labastida recurre a otro soneto del mismo Quevedo, el famoso “Amor constante más allá de la muerte”, pero en este caso al infaltable error mecánico (que lo hay) lo acompaña un fallo (o sería mejor decir: un exceso) interpretativo. No puedo transcribir entero este soneto que culmina proclamando la pervivencia post–mortem de un amor intenso llevado hasta el límite: “serán ceniza, mas tendrán sentido,/ polvo serán, mas polvo enamorado”. El verso medular, que propicia el discurso de Labastida, dice así: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido”. Pues bien, donde filólogos españoles afirman que se trata de una referencia a Afrodita, la diosa del amor, que habría padecido prisión en el alma del personaje, Labastida encuentra ocasión para proclamar que en este verso Quevedo se revela como un ¡poeta materialista! Tal cual. Que no se habla ahí de Afrodita sino del cuerpo, de la envoltura carnal, transfigurada en este caso en… ¡”todo un Dios”! (ahora con mayúscula). “El poema es blasfematorio y reivindica la gloria de los sentidos”, concluye el autor. ¿Blasfematorio Quevedo? Labastida convierte de un solo brochazo a Quevedo no ya en un hombre del barroco español sino en un lector anacrónico de Feuerbach, el pensador materialista que habría fascinado en su juventud a Marx. Por cierto, no le va mejor a Octavio Paz cuando Labastida comenta uno de los pasajes centrales de “Piedra de sol”. Acaso llevado por un exceso de confianza, o simplemente porque cita (mal) de memoria, Labastida corrompe uno de los endecasílabos más celebrados del autor. Donde el original de Paz afirma “los dos se desnudaron y se amaron/ por defender nuestra porción eterna,/ nuestra ración de tiempo y paraíso”, Labastida sustituye “tiempo” por “pan”. El asunto se recrudece porque no solo equivoca dos veces la cita, sino porque en su comentario al texto insiste en remachar el entuerto, con lo que parece darle carta de legitimidad: “El amor está uncido a la muerte, el amor es más poderoso que
la muerte: nos otorga, así sea por el breve instante en que dura, una ración de pan y paraíso”. Acaso de manera inconsciente, lo conjeturo, Labastida revela en su comentario cuán hondo calaron en él sus directas o indirectas lecturas feuerbachianas. Pues Feuerbach, en efecto, fue quien escribió que “El primer objeto del hombre es el hombre”. Hay aciertos destacables en este libro, y se encuentran todos ellos a mi modo de ver en los comentarios muy específicos que realiza Labastida de cada uno de los autores que incluye en su recopilación. El texto que le dedica a Rosario Castellanos, por decir algo, me parece lo más lúcido y perspicaz que he leído en torno a la poesía de esta mujer extraordinaria. Son muy reveladores también sus textos acerca de Chumacero y Bonifaz Nuño. Su forma de elogiar el arte del soneto de Pellicer es otra muestra de sus indudables dotes de crítico. Todos estos acercamientos individuales son precisos y reveladores. No sucede lo mismo, desafortunadamente, cuando se ocupa de sus dos mayores amores: Sor Juana y Gorostiza, a quienes dedica amplios pero quizás envejecidos comentarios. Con Sor Juana, Labastida comete por principio un anacronismo: da por buena la versión de “El sueño” que estableciera Alfonso Méndez Plancarte en su edición de las obras de la monja para el FCE que data de los años cincuenta del siglo pasado. Antonio Alatorre, cuyas posiciones pueden ser discutibles, enmendó algunos leves errores de Plancarte y fijó una versión que pienso es hasta ahora la más confiable y que dio a conocer el mismo FCE en 2009. ¿Por qué ignorar esta sensible aportación filológica de Alatorre? Por otra parte, la interpretación que ofrece Labastida del poema despide cierto olor a naftalina. En efecto: lee el poema de la monja como si éste se ajustara a una óptica aristotélica. Es cierto que Sor Juana menciona a través de un circunloquio las categorías del Estagirita: “dos veces cinco son categorías”. Pero lo hace para decir que no le sirvieron de nada, y por si esto fuera poco, tres versos más adelante indica que dichos conceptos no son en verdad sino “mentales fantasías”. Difícil imaginar un ataque más severo contra Aristóteles, nada insólito por lo demás en una intelectual afiliada al neoplatonismo como lo era Sor Juana, como muestra de modo fehaciente Octavio Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, libro al que elogia la hermenéutica de Labastida sin extraer consecuencias de su lectura. Con José Gorostiza sucede algo semejante. Labastida se queda con lo que podríamos llamar la interpretación gnóstica del poema. La creación de Dios es solo un engaño de los sentidos, el universo material que conocemos y del cual formamos una parte, así sea insignificante, no es sino un sueño de Dios, ese Narciso que se contempla a sí mismo en la cárcel de su propio espejo. Para que no corra la sangre y para que no haya muerte, males terribles, lo mejor es que la creación no tenga lugar nunca. Pensamos que estamos vivos, pero todo no es más que un sueño sin consecuencias. Un microsegundo antes de pronunciar el primer Fiat creador, Dios habría escuchado la voz de la sabiduría que le habría indicado que era mejor no moverle, no complicar las cosas. Como según esta teoría ni Labastida ni yo mismo existimos, tan solo creemos que existimos, me abstengo de comentar su propuesta de lectura. Como dice el refrán: al buen entendedor, pocas palabras. L
HUMOR SONÁMBULO Y SEUDOFILOSOFÍA LITERARIA Víctor Manuel Mendiola mendiola54@yahoo.com.mx
¿
Son tiempos buenos o malos para la literatura? Es difícil saberlo. La mayor parte de los grandes escritores que le dieron significado a la creación de finales del siglo XX ha desaparecido y en su lugar quedaron las figuras emergentes que no logran acomodarse a las veleidades de la representación mediática. Además, muchos de los más jóvenes creadores tratan con desdén las obras legendarias y las fuentes del pasado. En el plano de los géneros, la prosa busca, con novelas de hechura rápida, una circulación exitosa y la poesía intenta capturar, sin oficio y sin drama verdadero, al público lector, que siente recelo hacia poemas descriptivos y vagos. ¿Hay otras señales? Las hay. Si uno fija la mirada, surgen asombrosas obras conocidas pero valoradas insuficientemente; aparecen textos minuciosos hechos de manera espontánea, sin “plan”; y está ahí el talento que no se acobarda ante la frivolidad, el poder y la conveniencia. No es poco. Por eso, muchas veces tenemos el sentimiento de que algo importante ocurre y que vale la pena asomarse a los catálogos y novedades. Los últimos tres años (Ediciones Sin Nombre/ Universidad del Claustro de Sor Juana, México, 2015), del escritor argentino Jorge Fondebrider (1956), traductor ducho de la lengua inglesa, parece un libro de poesía como tantos otros. Una miscelánea más de impresiones. No lo es. A través de la aceptación de un mundo modesto, de la construcción cuidadosa de un tono menor, nos ofrece, primero, una autenticidad indudable y, después, un pensamiento indignado. En lo que toca al primer aspecto, el libro de Fondebrider afirma: “no solo es trágico el destino por énfasis o sangre”, “como las naves que se humillaron en un fulgor de espuma” o “la toma de Damasco” o “el humo de las pampas”. Esa grandeza admirable y temible puede ser también el hado que nos tocó vivir y que en un vislumbre “se vuelve competente por unas pocas horas”. En lo que hace al descontento, Fondebrider sentencia en un epígrafe dirigido a Ezra Pound: “Cómo te entiendo./ Y no viviste para ver el mundo lleno/ de licenciados en casi cualquier cosa”. Esta lírica diáfana es seca, dura y necesaria. En una perspectiva abierta, pero al mismo tiempo rigurosa, de la buena poesía latinoamericana, la publicación de la antología Los días que ahora son sueños (FCE, México, 2015) de Eduardo Carranza (1913–1985) es, como decimos vulgarmente, justa y necesaria. El poeta colombiano, aunque nació en la generación de Octavio Paz, Nicanor Parra y Gonzalo Rojas, no pertenece a este linaje excepcional ni posee, obviamente, la misma dimensión estética. No obstante, en su “retraso”, en su anacrónico aire simbolista también nos revela, en un pequeño desplazamiento, el humor sonámbulo de nuestro tiempo y, en los mejores versos y poemas, Carranza habla con perfección: “la noche a picotazos roe mi corazón/ y me bebe la sangre el sol de los dormidos”. Si es verdad que la poesía moderna es crítica —porque no puede dejar de tomarse el pulso a sí misma—, entonces la reflexión en prosa es una tarea esencial de la creación lírica. Sin embargo, esto no significa que el pensamiento sobre la poesía o un poema devenga habla vidriosa o, peor todavía, el tejido craso de una jerga ilegible. Al leer El suelo incierto, ensayos (FCE, 2014) de Eduardo Milán (1952) nos tropezamos con un lenguaje dudoso. El título mismo del libro nos previene y trata de hacernos aceptar el lugar impreciso donde ocurrirá la “reflexión”. Pero esta advertencia no ayuda. La seudofilosofía literaria de El suelo incierto elude enunciar rigurosamente sus ideas y la argumentación embrollada solo nos plantea una sucesión de alusiones y circunloquios. Para decir, por ejemplo, que la poesía mexicana no es moderna en la mayor parte de sus autores y que sí lo es la peruana, la chilena, la uruguaya y la argentina, Milán se enreda como un gato en la madeja. Es imposible no recordar a Antonio Porchia: “Pequeño es aquel que para mostrarse esconde”. L
LABERINTO
Hojas de Whitman
La correspondencia del mayor poeta estadunidense, nacido en West Hills, Nueva York, en 1819, y fallecido en Camden, Nueva Jersey, en 1892, revela los múltiples aspectos de una personalidad mesiánica y caótica a la vez, firme, frágil e insegura en ocasiones, quizá porque Walt Whitman solo aspiraba a ser un espíritu sencillo. No es otra la imagen que concede Crónica de mí mismo, publicada recientemente por la casa española Errata Naturae, y de la que ofrecemos algunos pasajes iluminadores A LOS DIRECTORES DE HARPER’S MAGAZINE
BROOKLYN, 7 DE ENERO DE 1860
La idea de “Canto del feuillage nacional”* es presentar una colección de pinceladas, escenarios, episodios y escenas típicas de cada zona (dedicándole una, dos o tres líneas a cada una): norte, sur, este, oeste, Canadá, Texas, Maine, Virginia, el valle del Mississippi, etc., etc., etc., todas ellas estrechamente ligadas en la necesidad de condensar América, “¡Siempre América!”, con un estilo gráfico, breve, claro y apresurado, como si se quisiera reunir un enorme ramo de flores y se tomara y añadiera rápidamente cada peculiaridad que se presentara para formar un ente compacto que lo englobase todo, una suerte de Poema Nacional a mi manera. ¿Hay otro poema de ese tipo o que se le parezca? Empecemos por el estilo. Sí, se trata de un estilo nuevo, claro está, pero de un estilo que reclaman las nuevas teorías y los nuevos temas o, digamos, el nuevo tratamiento de los temas, y que se nos impone para cumplir el propósito americano. Cada nueva persona (poeta o no) forja su propio estilo, a veces alejándose mucho. Además, ya llevo un largo camino recorrido con el público americano, especialmente con las clases literarias, por lo que sin duda merecerá la pena que les ofrezca una visión de mí y de mi nueva poética. El precio es de cuarenta dólares, que deberán abonarse al contado en el momento de la aceptación. Me reservo el derecho a incluir este poema en cualquier antología que pueda publicar en el futuro. Si mi nombre se incluyera en el programa de colaboradores, no debe figurar más allá de la tercera posición. Si al final rechazaran el poema, por favor, sean tan amables de guardarme el manuscrito hasta que vaya a recogerlo. Mandaré a alguien o pasaré por allí a finales de la semana que viene. Walt Whitman *Harper’s rechazó el poema “A Chant of National Feuillage”, que se convirtió en el número 4 de los Cantos democráticos cuando se imprimió por primera vez en la edición de Hojas de hierba de 1860; más tarde fue titulado “Nuestro viejo feuillage”.
A SU MADRE (FRAGMENTO) WASHINGTON, 30 DE JUNIO DE 1863
Queridísima madre: Le he enviado a George* su carta junto con la de Han, aunque no sé si le llegarán, pues creo que el 51.º estará a medio camino de Vicksburg. Sigo sin recibir noticias de George. Madre, estos días atrás he sufrido un fortísimo dolor de garganta y de cabeza, justo hasta anoche, pero hoy me encuentro casi recuperado por completo. He estado por la ciudad prácticamente como siempre (me refiero por los hospitales, etc.) y me han dicho que rondo demasiado las camas de los enfermos, plagadas de fiebre y heridas putrefactas, etc. Me he encariñado mucho con un soldado, Livingston Brooks, perteneciente a la Compañía B del 17º. de Caballería de Pennsylvania y que trajeron hace unos quince días muy enfermo de fiebres tifoideas, pues me lo encontré en lo que parecían ser sus últimas horas debido a la negligencia y a un horrible viaje de unas cuarenta millas, malas carreteras y una conducción temeraria. Luego, cuando llegó aquí, como es un sencillo muchacho de campo, muy tímido y callado, y no se quejaba, lo desatendieron. […] Madre, como le he comentado en anteriores cartas, no puede hacerse una idea de cómo estos jóvenes enfermos y moribundos se aferran a un amigo y lo fascinante que resulta todo eso a pesar del ambiente hospitalario plagado de tristeza y de escenas de repulsión y muerte.
sábado 4 de julio de 2015 b07
de portada WALT WHITMAN Y PETER DOYLE, 1869/ ESPECIAL
W POR W Luego de discurrir sobre la naturaleza del hombre y el artista, el último verso de Habla el prólogo (“No hay biografía”), poema con que León Felipe acompañó su traducción de Canto a mí mismo, comienza con un debate en torno de la vida del bardo estadunidense: ¿Qué esperáis? ¿Falta algo? ¿Se me ha olvidado alguna cosa? –La biografía. –¿La biografía de quién? –La biografía de Walt Whitman. Walt no tiene biografía. –¿El gran vitalista no tiene biografía? No, no tiene biografía. Ni autobiografía tampoco. Su verdad y su vida no están en prosa, están en su canción. El Canto a mí mismo es su verdadera autobiografía (y la tuya también, o no es absolutamente nada).
Pero León Felipe estaba equivocado. La genuina biografía de Whitman se hallaba en sus cartas, las que comienza a escribir en Woodbury, Nueva York, el 30 de julio de 1840 y culminan el 17 de marzo de 1892 en Camden, Nueva Jersey, nueve días antes de morir, en las que ese hombre barbado y sensible va emergiendo del follaje de sus propios textos, un tipo tosco como un roble pero iluso, romántico y enamorado empedernido como Florence Nightingale, cuyos grandes amores fueron los soldados mutilados, enfermos y enloquecidos que solía visitar en los hospitales durante la Guerra de Secesión pero, también, los iletrados trabajadores del ómnibus de Washington o del ferrocarril, los recaderos, los aprendices. El varón que trabó amistad con los bohemios, los críticos, los otros poetas, y enamoró a mujeres con sus Cantos aunque las rehuyó con elegancia y jamás abandonó a los suyos, la familia, tan valiosa para él. La correspondencia de Walt Whitman lo revela como un poeta obsesionado con su obra: abundante en ego y disciplina, menesteroso en ganancias pecuniarias. Un vate que presume su belleza de vagabundo, capaz de seducir a un dandy como Oscar Wilde, quien lo visitó en enero de 1882: “¿Has leído a Oscar Wilde? Ha venido a verme y a pasar la tarde. Es un joven grandote, elegante y guapetón ¡y tuvo el buen juicio de quedarse prendado de mí!”, le escribe a Harry Stafford, y sobraban las razones porque, como el irlandés, Whitman siempre defendió el derecho a ser y la libertad en la escritura. Basta con recordar las constantes disputas judiciales entabladas en Boston, Washington y Nueva York con el fin de que suprimiera los incómodos, obscenos pasajes de Hojas de hierba que perturbaban la conciencia de una Nación que, paradójicamente, gracias a sus Cantos halló el porvenir afirmando su propia estirpe. Iván Ríos Gascón En este mismo hospital, el de la plaza del Arsenal, donde se halla este soldado de caballería, sigo otros quince o veinte casos especiales, algunos de ellos con el mismo interés. Hay dos de East Brooklyn: George Monk, perteneciente a la Compañía A del 78º. de Nueva York, y Stephen Redgate (su madre es una viuda y le he escrito), ambos gravemente heridos y ambos menores de diecinueve años. ¡Ay, madre! Cuando paso junto a esas hileras de catres, me pregunto si no será demasiado alistar a estos críos y someterlos a semejantes experiencias prematuras. Me consagro en cuerpo y alma al hospital de la plaza del Arsenal porque alberga con diferencia los peores casos, las heridas más repulsivas, a los que más sufren y a los que más consuelo necesitan. Voy todos los días sin falta y muchas veces por la noche (a veces me quedo hasta muy tarde; nadie me lo impide, ni guardias, ni médicos, ni enfermeras ni nadie; me dejan a mis anchas). […]
El señor Lincoln pasa por aquí (calle Catorce) todas las noches de camino a casa. Anoche lo vi sobre las seis y media: iba en su calesa de dos caballos y lo custodiaban unos treinta jinetes. La calesa, conducida por un cochero y sin sirviente ni lacayo, llegó primero a trote lento; la caballería al completo, encabezada por un teniente, la seguía de cerca. Anoche tuve ocasión de ver con claridad al presidente: parece más preocupado que de costumbre, tiene la cara surcada por profundas arrugas y líneas de expresión y su aspecto resulta gris debido a su tez oscura… Un hombre de aire curioso, muy triste. A una señora que estaba mirando conmigo le dije: “¿Quién no puede ver a ese hombre sin perder todo deseo de atacarlo? ¿Quién puede atreverse a decir que no tiene buen corazón?”[…] El carruaje está bastante desvencijado; de hecho los caballos son lo que mis amigos conductores de Broadway llamarían “viejos jamelgos”. El presidente viste de negro y lleva sombrero de copa. Ayer iba solo. Primero se dirigió a la casa del secretario de Guerra, en la calle K, a unos trescientos pies de aquí. Permaneció en el carruaje mientras Stanton salía y mantenía una entrevista de quince minutos con él (desde mi ventana se ve todo). Luego dio media vuelta y dobló la esquina a trote lento hasta la calle Catorce seguido por la caballería. Ciertamente, creo que ahora sería más seguro para él que se limitase a parar en la Casa Blanca, pero supongo que es demasiado orgulloso para abandonar sus viejas costumbres. *George es uno de los hermanos menores de Whitman. Resultó herido durante la guerra, por lo que Walt comenzó su peregrinaje por los hospitales hasta encontrarlo.
A PETER DOYLE* (FRAGMENTO) BROOKLYN, 21 DE AGOSTO DE 1869
Llevo tres días muy enfermo. No sé qué es lo que tengo, pero me deja postrado y sumamente débil, con los miembros prácticamente inútiles. He pensado en ti, mi querido muchacho, la mayor parte del tiempo. […] Y ahora, querido Pete, hablemos de ti. ¿Cómo te va todo, querido muchacho? ¿Hay alguna mejoría en lo de la cara?** Querido Pete, debes perdonarme por haber sido tan frío el último día y la última tarde que nos vimos. Aquella charla y tu proposición —ya sabes a qué me refiero— allí, junto a la fuente, me dejaron sin palabras y me apartaron de ti. Incluso me pareció (pues te lo diré sin medias tintas, querido camarada) que la persona a la que quería y que siempre había sido tan varonil y prudente había desaparecido y un loco asesino potencial había ocupado su lugar. Hablé de forma muy severa y mordaz (aunque ahora veo que mis palabras podrían haber dado la impresión de encerrar otro significado que te resultara insultante, pero que ni remotamente se me pasó por la cabeza, jamás). Sin embargo, no voy a hablar más del tema, pues sé que semejantes pensamientos debieron de asaltarte cuando no eras tú mismo, cuando te encontrabas en un momento de locura, y ya han pasado, como un mal sueño. […] Querido camarada, pienso en ti a cada instante. Mi amor por ti es indestructible y, desde aquella noche y aquella mañana, se ha vuelto más fuerte que nunca. Querido Pete, querido hijo, mi querido muchacho, mi joven y amado hermano, no dejes que el demonio vuelva a ponerte semejantes pensamientos en la cabeza —infamia atroz—, pues éstos solo pueden traer asesinato, muerte y deshonra ahora y las agonías del infierno en el más allá. ¿Qué sería entonces de tu madre? ¿Y de mí? Walt Whitman *En la vida emocional de Walt Whitman, Peter George Doyle (1843–1907) es de todos conocido. La amistad romántica surgió en 1865 y abarcó los años en que Whitman residió en Washington D.C. y continuó casi hasta su muerte. A pesar del papel prominente que Doyle desempeñó en la vida de Whitman, el conocimiento de su historia personal resulta incompleto. **Según el doctor Richard M. Bucke, Doyle padecía una erupción cutánea popularmente conocida como “picazón de barbero”. Puede que Whitman escogiera estas palabras con sumo cuidado para referirse a la sífilis, y la evidente amenaza de suicidio de Doyle fue una reacción exagerada, aunque al parecer el joven era dado a sufrir periodos de depresión.
A RICHARD WATSON GILDER* 26 DE NOVIEMBRE DE 1880
Hace aproximadamente un año, R. Worthington, residente en el 770 de Broadway, Nueva York, compró en pública subasta las planchas electrotípicas (456 páginas) de la edición de 1860–1861 de mi libro Hojas de hierba, planchas originalmente realizadas por la joven firma Thayer and Eldridge bajo mi supervisión allí mismo y luego en Boston (en la primavera de 1860, según un contrato de cinco años de duración). Se imprimió y publicó una pequeña edición en esas fechas, pero, seis meses después o así, Thayer and Eldridge quebró y esas planchas se almacenaron sin más hasta hace aproximadamente un año (finales de 1879), fecha en que Leavitt, subastador, las puso a la venta en Nueva York, y el susodicho Worthington las compró. (Antes de ponerlas a la venta, Leavitt me escribió para hacerme una oferta por ellas. Yo le contesté diciéndole que las planchas no valían nada, pues habían sido reemplazadas por una edición más amplia y diferente, que yo no les podía dar uso —a las de 1860— ni iba a permitir que nadie más las utilizara, dado que yo era el único propietario de los derechos de autor.) Sin embargo, parece ser que, finalmente, Leavitt las sacó a subasta y Worthington las compró (supongo que a precio de ganga). Luego W. me escribió para ofrecerme doscientos cincuenta dólares si añadía algo al texto y autentificaba las planchas, pues pensaba publicar un libro. Yo le respondí (en esos momentos estaba en San Luis, impedido y enfermo) agradeciéndole la oferta, lamentando que hubiera comprado las planchas, rechazando la propuesta y prohibiéndole que las usara. Creí entonces que el asunto había quedado zanjado, pero he de añadir que, hacia septiembre de 1880 (yo estaba por entonces en Londres, Canadá), le escribí a Worthington en relación con su anterior oferta, que yo había rehusado, y le pregunté si seguía conservando las planchas y si estaba dispuesto a hacerme la misma oferta, a lo que no recibí respuesta alguna. Volví a escribirle por segunda vez y, de nuevo, no obtuve respuesta. Supuse que todo había concluido y que no había nada que hacer, pero hace una semana me enteré que Worthington ha estado imprimiendo y vendiendo arteramente el volumen de Hojas de hierba a partir de esas planchas (debió de comenzar a principios de 1880) y de que sigue haciéndolo en la actualidad. El 22 de noviembre de 1880, encontré el libro (impreso según esas planchas) en Porter and Coates, esquina de las calles Nueve y Chestnut, Filadelfia. P&C me comentaron que Worthington se lo proveía y que llevaba haciéndolo intermitentemente desde hacía casi un año.** Primero: quiero que Worthington deje de publicar los libros. Segundo: quiero mis derechos de autor por todo lo que ha vendido (aunque no creo que vea un centavo en la vida). Tercero: quiero que, si es posible, se le interponga a W. una demanda judicial. Soy el único propietario de los derechos de autor y creo que mi documentación al respecto está toda en regla. Publico y vendo el libro por mi cuenta, ése es mi único medio de vida. Lo que Worthington ha hecho ya me ha supuesto un detrimento. Se puede contactar con el señor Eldridge (de la firma aludida más arriba, en Washington D.C. Él corroborará lo dicho (es mi amigo). L Walt Whitman *Gilder (1844–1902) fue subdirector del Scribner’s Monthly de 1870 a 1881 y director de su sucesor, The Century, desde 1881 hasta su muerte. Whitman lo consideraba uno de los pocos hombres cuerdos “en ese delirio artístico de Nueva York”. **Aunque Whitman resume aquí los detalles de la venta de las planchas de la edición de 1876 de Hojas de hierba, no siempre es coherente y tal vez franco: al menos en cuatro ocasiones aceptó derechos de autor que ascendían a 143 dólares con 50 centavos de parte de Worthington, autorizando así la edición “pirata”.
08 b sábado 4 de julio de 2015
MILENIO
literatura OCTAVIO HOYOS
Nuestro querido transgresor Autor de dos novelas esenciales de literatura mexicana, Gazapo y La princesa del Palacio de Hierro, compañero generacional de José Agustín y Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz (Ciudad de México, 1940) falleció el 26 de junio en Bloomington, Estados Unidos. Fue uno de los escritores más experimentales de la narrativa nacional, un académico de tiempo completo y un forjador involuntario de vocaciones literarias MEMORIA Ignacio Trejo Fuentes
M
i encuentro con Gustavo Sainz significó un trastocamiento de mi vida en más de un sentido. Me encontré con él en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, donde coordinaba la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva además de enseñar cine, diseño editorial, periodismo y literatura. Me inscribí en su clase Literatura y Sociedad, a la que asistían Ángeles Mastretta, David Martín del Campo, Hortensia Moreno y Salvador Mendiola. Más tarde se agregarían Rafael Vargas, Gustavo García, Emiliano Pérez Cruz, Sergio Monsalvo, Roberto Diego Ortega, Josefina Estrada, Enrique Aguilar, José Buil y muchísimos más que luego devendrían escritores, cineastas, críticos… Gustavo fue siempre un obseso del trabajo, y leía y veía películas con una voracidad asombrosa. La materia atrás mencionada se cursaba en cuatro semestres: 1) Literatura europea del siglo XX (Proust, Joyce, Kafka, Musil, etcétera); 2) Literatura norteamericana (Faulkner, Dos Passos, Fitzgerald, Ellison, Hemingway); 3) Literatura latinoamericana (Borges, Onetti, Cortázar, García Márquez, Lezama Lima); y 4) Literatura mexicana (Martín Luis Guzmán, Yáñez, Rulfo, Revueltas, Fuentes, Spota). Leíamos una novela cada semana y el profesor la explicaba. Y nadie se rajaba porque la clase era siempre amena y los libros baratos. Invitaba a clase a escritores, directores, actores y críticos de cine (Revueltas nos obsequió, dedicado, un ejemplar de la primera edición de Los muros de agua). En la primera Cineteca Na-
cional (en Río Churubusco) nos enseñaba cine: proyectaban, por ejemplo, King Kong, y entre él y un crítico invitado (Pérez Turrent, De la Colina, Francisco Sánchez, Ayala Blanco) nos explicaban las técnicas del montaje. Gracias a su invitación asistí a la primera presentación de un libro en mi vida, su novela La Princesa del Palacio de Hierro. El entonces director del INBA, Juan José Bremer, lo invitó a la Dirección de Literatura, y llevó consigo a varios de sus alumnos, entre ellos yo: chavísimos, audaces, casi irresponsables. Consiguió establecer la Librería del Palacio, y organizó lecturas de obras primigenias y monumentales (Vargas Llosa, Cabrera Infante, Benedetti, Donoso), y los fastuosos cocteles que se hacían en las terrazas del Palacio se volvieron célebres: obsequiaban whisky, canapés de lujo, y salíamos borrachísimos, rodando por las alfombras. La obra mayor de Sainz en ese tiempo fue La Semana de Bellas Artes, que se insertaba cada miércoles en cuatro o cinco diarios de circulación nacional con un tiraje de 300 mil ejemplares, lo que hacía rabiar a los editores de sábado, del recién aparecido unomásuno: los pobres tiraban apenas 40 mil. La Semana… tuvo un éxito notable los años que existió, por ahí circulaban grandes plumas nacionales y extranjeras, pintores de renombre y figuras del teatro, el cine, la fotografía, la música, la arquitectura, etcétera. Nos atrevíamos a publicar desnudos femeninos, textos llenos de palabrotas, de índole política adversa al gobierno, y por eso recibimos severas llamadas de atención de la Presidencia de la República, de Gobernación y de las buenas conciencias lambisconas. Y todo con la
anuencia–complacencia de Gustavo. Pero debió irse a enseñar a una universidad estadunidense, y por eso Bremer nombró director del semanario a un oscuro personaje llamado Abraham Orozco, aunque no sabía ni de literatura ni de periodismo ni de nada. El pobre diablo publicó un texto infame que nosotros habíamos desechado donde se vituperaba ni más ni menos que a la esposa del presidente de la República. La respuesta fue definitiva: se clausuró La Semana de Bellas Artes, y el brillante Bremer fue cesado de la dirección general del INBA. Se le echó la culpa, en avalancha, a Gustavo Sainz, mas él no tuvo vela en el entierro, pues ya vivía en Estados Unidos, de donde no volvió salvo por sus esporádicas visitas. La novelística de Sainz se divide claramente en dos líneas que clasifico arbitrariamente como sigue: las juveniles, frescas y deleitables, y las de madurez, signadas por la experimentación radical y por eso casi ilegibles. No ha habido en México mayor transgresor de las técnicas narrativas que Gustavo. Su libro inicial, Gazapo, que junto con La tumba y De perfil, de José Agustín, y Pasto verde y El rey criollo, de Parménides García Saldaña, fue etiquetado por Margo Glantz como “literatura de la Onda” es un alarde técnico: el protagonista–narrador cuenta la historia y, a la vez, la graba (fue el primero en incorporar la grabadora en la narrativa mexicana; luego, escribiría la primera novela en computadora: Compadre Lobo; más tarde, haría por primera vez un libro sobre Internet y tecnologías adláteres: La novela virtual [1998]). Continuó su trabajo con Obsesivos días circulares, la agradecible, por divertida, La princesa del Palacio de Hierro y la erótica y llena de alcohol y violencia Compadre Lobo, aunque el autor nunca bebió ni fumó ni frecuentó burdeles. De ahí en adelante, Sainz se entregó a la experimentación de manera furibunda. Novelas como Paseo en trapecio, Fantasmas aztecas, A la salud de la serpiente o Salto de tigre blanco son prácticamente ilegibles, aunque irreprochables en su manufactura. Una vez le dije: “Gustavo, con tanto experimento estás perdiendo lectores, ¿por qué no vuelves a escribir como antes?” Respondió: “¿Por qué mejor los lectores no aprenden a leer?” Y quizá su obra más delirante en este rubro sea La muchacha que tenía la culpa de todo, porque aquí no hay narrador, ni voces en primera, segunda o tercera persona, ni monólogos ni diálogos… La novela, de cien páginas, está hecha en base a interrogantes precisas: no hay respuestas, pero las inferimos en las preguntas ulteriores. Y sin embargo, al terminar de leer tenemos una historia redonda, estrujante. Un prodigio. Cuando Gustavo venía a México invariablemente nos encontrábamos, o lo visitaba en Estados Unidos. La última vez lo vi en Bloomington, Indiana, en cuya universidad enseñaba desde hacía décadas: ahí vivían, viven, sus dos hijos, Claudio y Marcio; quien fuera su esposa, la también novelista Alessandra Luiselli, vivía en Nueva York desde que se separaron. Gustavo publicó sendas novelas escritas al alimón con Eduardo Mejía y con Alma Lilia Joyner, pero son cosa menor (cuando se lo dije se molestó). Y solíamos escribirnos electrónicamente, hasta que hará cosa de tres o cuatro años dejó de responderme; pensé que algo ingrato le había dicho o que me había malinterpretado, hasta que me enteré que enfermó de Alzheimer en grado severo, lo que explicó su silencio y acrecentó mi zozobra. No quiero cerrar este texto sin evocar su apabullante biblioteca, en sendos departamentos contiguos en la calle Nazas: poseía 40 mil volúmenes y lo extraordinario era que todo, todo en su hábitat era blanco, ¡incluso las alfombras!, de manera que cuando me invitaba, algunos sábados, a almorzar antojitos mexicanos que su auxiliar de muchos años le preparaba, me sentía a punto de cometer un crimen. Con ayuda de la Editorial Grijalbo, la trasladó en un tráiler a Estados Unidos, cuando se fue: la vendió a la Universidad de Kansas, con mediación de su amigo John S. Brushwood, y con eso compró su casa. ¡Ah!, un sábado me invitó, aquí, a almorzar, y el otro invitado era ni más ni menos que Julio Cortázar. Experiencia mayor. Por todo eso, Gustavo, ¡cómo no te voy a querer! Descansa en paz. L
sábado 4 de julio de 2015 b09
LABERINTO
en librerías Contigo en la distancia
El amante japonés
Carla Guelfenbein Alfaguara México, 2015 351 pp.
S
i algo sobresale de la ganadora del Premio Alfaguara de novela 2015 es la capacidad para sumar un misterio a otro sin que a la trama se adhieran el caos y la confusión. El primero contiene las causas por las que la escritora Vera Sigall cayó una mala madrugada por las escaleras. El segundo encierra la clave que arroja algo de luz sobre su vida. El tercero encarna en una estudiante que parte a Chile para escribir una tesis sobre Vera Sigall. El cuarto es Chile mismo, apenas intuido, nunca del todo revelado. Guelfenbein ha sabido nombrar aquellas cosas que suelen permanecer en silencio.
La chica del tren
Isabel Allende Plaza Janés México, 2015 351 pp.
U
n asilo de ancianos al que van a dar toda suerte de librepensadores, activistas sociales, nihilistas y hippies en desuso es el escenario donde Irina Bazili conoce a Alma Belasco, a quien sirve como secretaria y luego como confidente de una antigua historia de amor junto a la cual avanzan la Segunda Guerra Mundial, el destino de los migrantes japoneses en Estados Unidos en el amanecer del siglo XX, el crack de 1929 y el demonio del abuso infantil incendiando Internet. Isabel Allende se mueve con notable soltura por los pantanosos terrenos del secreto, la confesión y la imposibilidad del perdón.
a que el lector ha traspasado el umbral de las primeras 60 páginas de esta novela se pregunta si la protagonista no hará otra cosa que compadecerse de sí misma y beber hasta la inconciencia, además de interrogar en silencio a sus compañeros de vagón... hasta que Megan Hipwell se convierte en noticia nacional tras desaparecer sin dejar huella. La periodista Paula Hawkins construye un thriller en el que la realidad se presenta borrosa, siempre detrás de un velo de sobriedad forzada. Estamos obligados, sugiere, a prestar más atención a quienes no conocemos.
Solo cuento
C
omo es habitual en su escritura, los géneros se rompen en el reciente libro de Bernal Granados. Formalmente, es un libro de relatos, pero en algún momento el ensayo se introduce en la historia como en “7:19”, donde una disquisición sobre Annabel Lee se vuelve fundamental. Este rasgo no obstaculiza la lectura. Si, como señalan los editores, se trata de un “libro atípico”, es porque los personajes se entrecruzan, además de que dentro del realismo predominante lo fantástico aparece de manera natural sin entrar en conflicto con la verosimilitud de lo narrado.
UNAM/ Difusión Cultural Año VII/ Tomo VII México, 2015 390 pp. ompilado por Alberto Chimal y con prólogo de Javier Perucho, la nueva entrega de Solo cuento (publicación consagrada al relato contemporáneo) presenta textos de Angélica Gorodischer, Bernardo Atxaga, Isaí Moreno, Socorro Venegas, Solange Rodríguez Pappe, Édgar Omar Avilés, Naief Yehya, Bernardo Esquinca, José Luis Zarate, José de la Colina, Beatriz Espejo, Orfa Alarcón, Marian Womack, Érika Mergruen, Cecilia Eudave, Carlos Velázquez, Askari Mateos, Ulises Juárez Polanco, Marina Perezagua, Antonio Malpica, Antonio Ramos Revillas y David Miklos, entre otros autores.
El verbo de las culturas
Arthur Zajonc Atalanta España, 2015 387 pp.
Z
ajonc es presidente del Mind and Lite Institute, y también profesor emérito de Física en el Amherst College de Massachusetts. Con esas cartas de referencia, podemos deducir la calidad de este ensayo en el que emprende un viaje histórico en torno de la diversidad de experimentos, teorías o conjeturas para comprender al fenómeno lumínico. Sí, leyó bien: Zajonc recorre la obra de científicos, filósofos, poetas, pintores, grabadores y hasta escultores, para desentrañar la idea que la humanidad se ha hecho de la luz, elemento metafórico entre la visibilidad y la ceguera.
Zócalo
Clotaire Rapaille Taurus México, 2015 240 pp.
A
l autor se le ha llamado “gurú de la mercadotecnia” y una de sus aportaciones es haber introducido el psicoanálisis a este universo. Estudioso de los arquetipos culturales, en este libro su objetivo es que la gente conozca cuál es el verbo que define su cultura y el de aquellas con las cuales intenta establecer comunicación. Rapaille estudia los verbos de 26 países de tres continentes —Europa, América, Asia— y es consciente de que, al generalizar, puede caer en estereotipos. El lector decidirá cuál de estos tres define la cultura mexicana: ¿sufrir, sobrevivir o aguantar?
ESPECIAL
Gabriel Bernal Granados Conaculta México, 2015 88 pp.
Capturar la luz
C
AMBOS MUNDOS
Murallas
Paula Hawkins Planeta México, 2015 351 pp.
Y
El amante peruano
México Julio de 2015 80 pp.
E
n su entrega más reciente, ofrece un vistazo a las campañas y a las elecciones del 7 de junio, sobre todo al propósito del PVEM de violar sistemáticamente la legislación, a la presencia de los partidos políticos en las redes sociales y a los enfrentamientos de Jaime Rodríguez El Bronco con los medios de comunicación. Completan el cuadro un artículo de Naief Yehya sobre los escándalos de corrupción en la FIFA y el fin anunciado de la era Blatter, un diagnóstico de los males que aquejan a la televisión española y una mirada a Internet como “espacio de ejercicio de derechos para niños”.
Isabel Preysler
Santiago Gamboa Facebook: Santiago Gamboa–círculo de lectores
T
al vez la más inesperada noticia en la República de las Letras, por estos días, es la confirmada separación de Vargas Llosa y su esposa Patricia, su prima hermana, con quien se casó en 1965 luego de romper su matrimonio con la tía Julia Urquidi Llosa, la famosa tía Julia de la novela. Hasta ese momento parecía que para Vargas Llosa, igual que para las tribus aborígenes de la Amazonia —según observó el etnólogo Lévi–Strauss—, las relaciones de parentesco eran fundamentales. Pero su nuevo romance con Isabel Preysler, a los 79 años, cambia por completo esta tradición. Patricia fue durante 50 años una especie de primera dama de las letras latinoamericanas, y como tal se consagró a los asuntos de su marido y a la intendencia de la casa para que él pudiera dedicarse exclusivamente a lo suyo. Un formato de “esposa de escritor” muy de la generación del Boom, por supuesto bastante machista, en el que eran mucho más importantes las esposas de los grandes escritores que las propias escritoras. Ignoro si en las generaciones siguientes ese modelo de esposa–secretaria y manager tenga seguidoras, pero lo cierto es que Patricia estuvo siempre al lado de Mario en cuanto congreso o festival, invitación o premio le daban por el mundo, y hablamos de uno de los autores vivos más premiados. De la Preysler tengo noticia hace tres décadas. Yo vivía en Madrid cuando se casó con el entonces ministro de Economía
del gobierno socialista de Felipe González, Miguel Boyer, luego de una relación clandestina de la que se supo casi todo, incluido que la señora Preysler tenía la costumbre de desmayarse cuando alcanzaba el orgasmo, y por eso fueron sorprendidos la primera noche en que, al perder el sentido, Miguel Boyer la llevó angustiado al hospital. El matrimonio Boyer y Preysler fue el gran evento de esos años. Es curiosa esa unión de mundos tan aparentemente alejados: el de la farándula y el jet set de la Preysler y su familia, con el de la gran literatura, aun si es obvio que Vargas Llosa es también parte de una farándula internacional, probablemente a su pesar. Recuerda un poco a Arthur Miller casado con Marilyn Monroe, no lo sé, o Hemingway con Ava Gardner, aunque la Preysler no es actriz: es solo ella. Y la noticia ha dado para todo. Las hijas de la Preysler, que acostumbran cobrar 9 mil euros por asistir a una fiesta, han subido la tarifa a 25 mil desde que se supo lo de Vargas Llosa y su mamá. Los hijos de Vargas Llosa, en cambio, están del lado de la madre. Normal. Con el debido respeto hacia Patricia, a mí me parece una excelente noticia que un hombre que ha escrito tantas cosas maravillosas, que llenó el mundo de personajes entrañables, quiera exprimir la vida y vivirla hasta la última gota, sin resignarse a ser un abuelito de pantuflas y bata escocesa. Porque para iniciar una relación así, a los 79 años, se necesita tanta creatividad y fuerza como para escribir una obra maestra a los 26, cosa que ya hizo. L
10 b sábado 4 de julio de 2015
MILENIO
cine ESPECIAL
Matthew Heineman
“Como cineasta, no juzgo” El documental Tierra de cárteles da voz a las autodefensas de México y Arizona para contrastar la vida en los lugares donde las instituciones han fallado ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com
E
n principio, Matthew Heineman viajó a Arizona para filmar a los civiles que operan como vigilantes fronterizos. Poco después su padre le dio un artículo sobre los grupos de autodefensas de Michoacán. Fue entonces cuando el documental cambió de rumbo. El realizador, premiado con los galardones para Mejor Documental y Fotografía en Sundance, se propuso contrapuntear las motivaciones y el funcionamiento de ambos grupos justicieros. El resultado es la cinta Tierra de cárteles.
Si bien nacen con distintos intereses, tanto las autodefensas de Michoacán como los vigilantes fronterizos perciben un vacío de autoridad. ¿El origen del filme era retratar las consecuencias de un Estado ausente? Sobre todo me interesaban las motivaciones de los líderes: ¿qué lleva a un individuo a tomar las armas y ejercer la ley por mano propia? Es verdad que hay un vacío de poder. Tanto Tim como Mireles son gente convencida de sus creencias. No obstante, el contexto es diferente. En Arizona la violencia es teórica; el temor radica en que los cárteles crucen la frontera. En México, el tema es más visceral. A partir de 2007 se contabilizan más de 80 mil muertes. Estamos ante una violencia más inmediata.
¿Cómo consiguió rodar los operativos y los interrogatorios realizados por las autodefensas? Durante nueve meses estuvimos yendo y viniendo. Gracias a esto pudimos establecer una buena relación con los personajes y acceder a ciertos episodios. Las escenas de tortura, la historia de los descabezados o los laboratorios de anfetaminas fueron muy difíciles de rodar porque no tengo experiencia como periodista de guerra, pero creí que era necesario mostrarlos porque son ejemplos de lo que sucede cuando falla el Estado. Más que analizar el problema desde una perspectiva sociológica o política, se centró en la vida cotidiana. Era importante contar la historia desde el punto de vista de la gente que vive en un lugar donde las instituciones han fallado: cómo cambia su vida a partir de una situación extrema. Las opiniones de especialistas u oficiales de gobierno no me importaban. Creo que eso está cubierto en el periodismo diario. ¿Qué impresión le causó Mireles y todo lo que sucedió con él, incluyendo su encarcelamiento? Mireles, como tú o yo, es un ser humano complejo y con motivaciones diversas. No es un personaje plano. Me pareció importante mostrar sus dimensiones y facetas. Más que decirte cómo es, prefiero contar al personaje con todos sus matices. Más allá de eso, las conclusiones corresponden al público. Como cineasta, no juzgo. Me limito a capturar la realidad en México y en Arizona. A través de la cámara, expreso mi punto de vista. ¿Qué tipo de concesiones hizo para acceder a “los cocineros” o a las mismas autodefensas? ¿En algún momento sintió temor? Pasamos muchos momentos difíciles. Tuve miedo no solo por mí sino también por mi equipo. Lo más impactante de la película fue la entrevista con la mujer que padeció, junto con su esposo, un secuestro. A él lo quemaron vivo delante de ella. Me perturbó ver cómo se le quebraban los ojos al contar su testimonio. Me desconcierta pensar que hay gente que puede llegar a esos extremos de maldad. ¿Cuál es su opinión sobre las autodefensas? ¿Cambió algo a raíz del documental? Al principio pensé que estaba contando una historia de héroes y villanos, pero a medida que profundicé en el tema descubrí que hay muchos matices. Es un fenómeno complejo, es imposible contarlo en términos de buenos y malos. Nunca imaginé el resultado. Si algo me apasiona del documental es la incertidumbre. L
HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL
El virtuoso de la cámara-rifle Fernando Zamora @fernandovzamora
C
artel Land (Tierra de cárteles) padece desequilibrios. Es posible atribuirlos al hecho de que vivir en un sitio en que los criminales pueden entrar a tu casa y violar a tu mujer y a tus hijas delante de ti produce estrés, pero en el caso de Cartel Land la cosa va más allá. Y es que a pesar de que, como documental, cuenta su historia con una narrativa muy sólida, a menudo interfiere con nuestras emociones el pegote de dos historias por completo diferentes. Por un lado están los vigilantes de Estados Unidos, esos que se han dedicado a cazar migrantes. Por el otro está la historia del doctor Mireles, quien saltó a la fama como jefe de las autodefensas michoacanas y que fue visto por muchos como un héroe salido de las páginas de un relato medieval. Era un Robin Hood. Las dos historias no tienen nada en común. O quizá solo esto: un grupo de civiles, desesperanzados con la posibilidad de que el gobierno haga algo, decide tomar las armas y lanzarse a hacer justicia por mano propia. Cuidado. Durante una de las secuencias más notables de Cartel Land un hombre indignado grita al Papá Pitufo (segundo en la línea de mando del doctor Mireles): “están ustedes usurpando las atribuciones del Estado”.
El hombre tiene razón. Puede que la moral supuestamente revolucionaria se maraville con la entereza de un hombre que decide tomar un arma y ponerse a matar a los malos de la película en plan de caballero justiciero. Lo malo comienza, por supuesto, cuando uno se da cuenta de que fue así que llegaron los Caballeros Templarios, fue así que llegaron los Cárteles. Fue así que México, Colombia, Afganistán e Irak (ahora con el ISIS) se hicieron de algunos de los grandes criminales de la historia. La narrativa de Cartel Land goza, pues, de esta doble moral molesta: no sabe uno qué territorio pisa; no sabe uno si los personajes están siendo exaltados por el director o si éste se ha metido en la cabeza la posibilidad de retratarlos “tal cual”. Personalmente creí que la noción de un documental objetivo, interesado en retratar la realidad sin juicios, había quedado atrás gracias al famoso (infame para muchos) Michael Moore. Moore puede ser todo lo incongruente que se quiera, pero dio al cine una certeza: la cámara es un rifle. No es posible ser objetivo contra la persona a quien disparas. Así, Cartel Land o peca de inocente o no supo ofrecer al público una historia moderada pero subjetiva. Y es que si bien es cierto que la realidad no es un western lleno de buenos y malos, también lo es que toda moneda tiene dos caras y los grandes documentales tienen la virtud de ofrecer las dos.
Cartel Land (Tierra de cárteles). Dirección: Matthew Heineman. Guión: Matthew Heineman. Fotografía: Matthew Heineman. México, Estados Unidos, 2015. Dicho lo anterior, hay un valor que hace de Cartel Land una obra maestra: la cámara. No importa que el director Matthew Heineman se haya perdido en el armado de estas dos historias que no solo no pegan, a menudo se contradicen. En tanto fotógrafo, el mismo Matthew Heineman entró en combate. Estuvo al frente y, tal vez como los soldados en las batallas de verdad, se perdió tanto con el silbido de las balas que no terminó por saber ni quién era ni quién era el enemigo ni cuál era la verdad. L
sábado 4 de julio de 2015 b 11
LABERINTO
escenarios ESPECIAL
Si me han de enchilar mañana MERDE! Braulio Peralta juanamoza@gmail.com
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Andrónico se presenta los sábados a las 13:00 horas en el Teatro El Milagro. Milán 24
Por la sangre vertida TEATRO Alegría Martínez alegriamtz@gmail.com
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ubetadas de sangre lanzan un alarido de paz en Andrónico, montaje que retoma escenas de la obra atribuida a William Shakespeare sobre la decadencia del Imperio romano y fragmentos que se desprenden de los feminicidios cometidos en Chihuahua. Cruenta metáfora en la que poder, venganza, muerte, violación, descuartizamiento y canibalismo son elementos de una guerra insostenible. Fue escrita en 1591, partió entonces de una ficción y hoy nos alcanza transformada y real. Atribuida por Sidney Lee, el fallecido crítico inglés especialista en Shakespeare, a Thomas Kyd, con apoyo de Robert Green o de George Peele, polémica que los conocedores de la obra del genio de Avon califican de conjetura, Tito Andrónico partió de otra obra, Tito y Vespaciano, y de una balada de la época que, se dice, Shakespeare redondeó hasta quedar como hoy la conocemos. Mónica de Perea escribe hoy a propósito de la obra inglesa, traducida al castellano y publicada en 1943 en Madrid, un texto que toma fragmentos e integra acciones fundamentales sin dar seguimiento lineal a la tragedia para crear un intenso reflejo trágico del desastre provocado por una guerra extendida, al que intercala diálogos expresados por víctimas desaparecidas o asesinadas en nuestro país, y por la voz de personas que representan una fraudulenta autoridad, reproducidos por algún medio televisivo nacional. Sixto Castro Santillán dirige a un grupo de jóvenes actores que toman por asalto la atención del espectador y la conservan hasta el final de la escenificación, que incluye imágenes de violencia sexual, la grotesca presencia de un payaso asesino y un continuo derramamiento de sangre. Una contundente dinámica corporal expresiva, un trabajo de ensamble sonoro a cargo de los actores que exhalan su voz y en lugar de batir tambores descargan sus palmas sobre la madera de la mesa o arrojan sangre humeante a rostros y torsos desnudos, es parte medular de este trabajo escénico que también utiliza la proyección de subtítulos, imágenes de marchas o mítines,
humo, luz blanca y sombras en un lugar que todo lo contiene y amplifica. La crueldad sufrida por Lavinia, la hija de Tito Andrónico, violada y mutilada de brazos y lengua por los hijos de Tamora, reina de los godos, venida a emperatriz de los romanos, queda impresa en el cuerpo y el rostro del actor que con solo una falda sobrepuesta sobre su pantalón es ahí, en el frío suelo de lo que evoca el encierro, la hija del guerrero romano conocido como El piadoso y todas las mujeres ultrajadas. Isaí Flores Navarrete, Jesús Iván García Montes, Gonzalo Guzmán, Sergio Jaramillo, Cut López, Joseph Meléndez, Óscar Serrano Cotán, Ramón Valera y Alán Uribe Villarruel conforman el elenco de Andrónico, que transforma un espacio de cemento entre columnas de acero, malla de alambre y altos muros, donde el sonido del viento, del metal, de las sirenas y el pisar raudo de las botas contrasta con la voz que se une y se despliega a ratos única o en un coro, que subraya el error de la venganza y deja escuchar el golpeteo sordo del estupro entre las notas de alguna melcochosa balada que acompaña la serie de actos atroces. Con producción, iluminación, escenografía y vestuario de Natalia Sedano y coreografía y movimiento escénico de Serrano Cotán, el montaje toma como elemento esencial el cuerpo de los actores para conformar un lenguaje plástico vital, que se complementa en el conjunto, sin diluir lo individual, para crear composiciones de imágenes que serán tatuadas en la memoria del espectador. Crudas acciones que contrastan con la estética en movimiento que las conforman. Andrónico vislumbra, desde la barbarie, la esencia humana y hace un acercamiento a nuestro entorno, donde la acción que ocurriera en aquella Roma y campos circunvecinos se dimensiona hoy en un mundo donde la especie humana se autoaniquila. La belleza del verso contenido en la tragedia de Tito Andrónico fue trasladada en este Andrónico mexicano al cuerpo de nueve jóvenes actores entregados a expresar con la energía, la rabia, el arrojo, el dolor y el valor de que son capaces, un grito que clama detener la destrucción y la sangre vertida. L
ichard Viqueira hizo un producto netamente mexicano —pero también asiático, chino e indio—, ahí donde la producción y consumo del chile define la gastronomía de una nación. Un producto que con las palabras se presta al albur, el doble sentido, la guasa, el apodo, el chiste, la burla…, aquello que nos traslade lejos de la realidad para olvidar la desgracia, aunque el fatalismo viva a la vuelta de la casa o lo tengamos pegado a la piel como dogma de vida. Jaime López, Astrid Hadad, Palillo, los herederos de la carpa y el circo se sentirán identificados con el poema teatral de Richard Viqueira, Desvenar, el “mole escénico” que convierte al director tan mexicano —y universal— como el chile. Le dijo adiós a la ira física para pasar a la rabia verbal. Sale bien librado. Queda a grandes saltos del resto de sus escritos teatrales para dirigir sus obras. El conocimiento de la literatura lo une a quienes han escrito sobre el “ser mexicano” y su identidad, desde José Vasconcelos con La raza cósmica hasta Heriberto Yépez con La increíble hazaña de ser mexicano. Pero Viqueira le dio teatralidad a la gracia —y desgracia— del ser nacional. No cualquiera. Hacer teatro donde el chile es el centro de las historias es un riesgo del que sale sin chipotes el escritor y director escénico porque apuesta por relatos del pachuco, el indígena, el macho, el asesino, el narco, la Adelita, la aventurera, la mujer sumisa, la campesina, el chilango, el norteño, el capataz, la amante... Historias que se entrelazan en medio de un
discurso: el chile como un dios, centro del idioma para definir a la Patria. Hermoso lenguaje que se agiganta con las interpretaciones de Valentina Garibay y Ángel Luna. Que además cantan y bailan excelentemente. Porque en el espectáculo la música anuncia las tragedias que no pueden faltar en México, eso sí, con harto melodrama. Juguetón e irreverente, Richard Viqueira avanza en su propuesta teatral dejando atrás la acrobacia y su afán de saltimbanqui para mostrar el lado más inteligente de su creatividad: el conocimiento de la lengua y la intención de hacernos pensar lo que somos, lo que queremos, lo que deseamos, lo que falta por hacer. En un discurso fatalista que no abre esperanza al futuro. (Quizá porque la política actual no lo permite; todo se traduce en reformas sin resultados.) Desvenar es una obra de paso creativo a otras propuestas que consolidarán la carrera de Richard Viqueira. Encontró el hilo negro de la universalidad sobre la identidad nacional. El microuniverso es el macrouniverso. Incluso la puesta en escena sale de esa distracción a la que nos tiene acostumbrados en puestas anteriores donde, por ejemplo, se lanzaba al aire en el minúsculo Teatro Sor Juana Inés de la Cruz. Pisó tierra. Acrecentó su dramaturgia. Ganó su teatro. Sería recomendable publicar Desvenar por sus valores literarios. Por la puesta de identidad enchilada, con el sentir de la lengua ardiendo, con las úlceras en el estómago, con el deseo interminable de cantar si me han de enchilar mañana que me enchilen de una vez… Igual así despertamos, ¿o no? L ESPECIAL
Escena de Desvenar, dirigida por Richard Viqueira
12 b sábado 4 de julio de 2015
MILENIO
varia FRANCIS ALYS
ESPECIAL
Borges y Kodama
La viuda de Borges La Tempestad (y su doble) y el horror del capital ARCHIVO HACHE Heriberto Yépez hyepez.blogspot.com
B
orges procuró ser un autor perfecto. Mediante prosodia y codificación, Borges atrapaba información, vidas e ironía en frases, enunciados y páginas cerradas. Lo borgeano es lo premeditado. Una vez alcanzada tal perfección, Borges expulsó sus obras juveniles, laterales, barrocas o fallidas. Cuando Borges dispuso sus Obras completas, su selección y versión final confirmaron su voluntad de pasar a la posteridad sin giro o texto sobrante. Borges era un perfeccionista del estilo. Pero Borges murió. Kodama, su viuda ignorante del principio borgeano–poundeano de la escritura como condensación y diestra del principio de reproducción de cualquier texto firmado por Borges, “rescató” todas las piezas de la cantidad descartada. Otro Borges fue publicado. Borges escribía editándose; Kodama re–editó a Borges, re– escribiéndolo. El principio de esta apropiación fue engordarlo. Pero las leyes borgeanas debían imponerse. Kodama, al ampliar el conciso archivo borgeano, al tiempo que conseguía el éxito, procreó una culpa secreta: haber arruinado a Borges, desmesurándolo. Ella comenzó a atormentarse. Y el espejo de la culpa, finalmente, la hizo generar un doble. El doble tomó la forma de un joven escritor argentino, Pablo Katchadjian, que se encargaría de encarnar y ejecutar el principio inventado por Kodama (liberarla). Katchadjian eligió “El Aleph”, el cuento en que Borges narra la ruina de una máquina puntual para contemplar la realidad entera, apropiada por
GUÍA VISUAL un escritor mediocre que la explota para escribir un poema engordándolo infinitamente. Katchadjian secretamente pretendía ser Daneri y vengarse de Borges; Katchadjian, en verdad, era Kodama, buscando exportar su culpa en el doble. La impresión de El Aleph engordado de Katchadjian buscó unas pocas manos; entre ellas, las de Kodama que, una vez enterada de la entrega de su doppelgänger y siguiendo la prefijada trama borgeana, lo denunció ante la Ley. Solo después de los laberintos judiciales de la burocracia latino–kafkeana, Kodama alcanzó su deseo perverso: provocar que su doble (el re–editor engordador de Borges) comenzara a soñar con la cárcel. El público virtual, como debía, defendió a Katchadjian, sin sospechar siquiera que se trataba del doble de Kodama, su realizador. Esta historia tiene varios posibles (o virtuales) desenlaces. En todos ellos, sin embargo, Kodama y Katchadjian alcanzan su objetivo secreto: destruir a Borges. Hace algunas décadas, Kodama soñó que era Borges. Al despertar ignoraba si era Kodama que había soñado que era Katchadjian o si era Katchadjian y estaba soñando que era Borges. Borges ha terminado; es ya imposible. Pero quedaron sus personajes sueltos. En este paulatino motín, cada uno desfilará y tomará su turno para patear el cadáver del dictador–demiurgo. Al humillarlo, los personajes sueltos se vengan de Borges, cuyo cadáver gesticula una última risa seriada contra el nuevo cosmos patético. L
Magali Tercero @magalitercero
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on el número 102, correspondiente a mayo y junio, se celebra el decimoséptimo aniversario de La Tempestad, ampliamente reconocida porque representa un esfuerzo crítico y editorial de primer orden en la revisión de las artes en México y en otros países. Como se sabe, en cada número se dedica un dossier a grandes temas como “El otro uso de las artes” (núm. 84) donde se reflexionaba sobre el momento en que una estética deja de ser una herramienta crítica en el campo de las artes: “ese momento en que el arte comienza a ser tan funcional para el poder que éste lo usa de diferentes maneras”. ¿Habría que defender la autonomía de las artes desde el análisis del presente y volver a Theodor W. Adorno? era la cuestión principal. La preocupación de este equipo editorial, comandado por José Antonio Chaurand, director general, y Nicolás Cabral, director editorial, ha sido revisar constantemente no solo el curso del llamado arte contemporáneo, sino el de la música, la literatura, las artes escénicas, el cine e incluso el diseño.
EL CAPITAL EN LAS ARTES En este número de aniversario el dossier, que lo dice todo con el título “El horror del capital”, incluye textos sobre el necrocapitalismo y su influencia en las artes visuales como “Estética de la agonía” de Irmgard Emmelhainz; sobre el rostro criminal del capitalismo en las artes escénicas como “Splatterkaupitalismus: una guía perversa” de Jasmina Založnik; sobre el neoliberalismo y su violencia como “Literatura y destrucción” de Sergio Villalobos-Ruminott; y sobre la producción capitalista de cine gore como “Cuando el montaje se desmantela” de Jun Fujita Hirose, quien se pregunta si el género del cine gore —un concepto propuesto por la feminista mexicana Sayak Valencia sobre un género surgido en 1963, cuando el capitalismo dejó de ser productivo— será útil para explicar el México de hoy. Este dossier parte de la aparición de zonas de guerra: tanto de la guerra como la conocemos habitualmente, como de la guerra derivada de las luchas entre el crimen organizado contra sus competidores, o contra los Estados
nacionales. Estas guerras explican que hayamos incorporado al arte conceptos como necropolítica, capitalismo gore, capitalismo splatter (término acuñado por el teórico italiano Franco Berardi Bifo). “La cultura de la competencia, en regiones donde las oportunidades son escasas, produce formas inenarrables de violencia”, consignan los editores en el prefacio al dossier sobre el horror del capital.
NECROPOLÍTICA Y PASIONES TRISTES En los números 63 y 92, La Tempestad tituló los respectivos dossiers como “Paisajes del capital” y “Expresiones de la violencia”. Ahora, consideran sus directores, toca explorar “la manera en que las artes se relacionan con este proceso de descomposición”. Irmgard Emmelhainz, académica y crítica residente en México desde 2012, muestra varias obras de arte contemporáneo que “participan de la lógica del horror necropolítico”, de la estética de la agonía, como la denominara Mark Fisher en 2010, una estética que “abarca trabajos que abstraen formas de violencia actualmente ejercida en el tejido urbano y social, cosificándolos por medio de objetos y gestos, una estética intrínseca al necrocapitalismo: permeada de pasiones tristes que transmiten la actual crisis de empatía y desensibilización hacia el Otro”. Miguel Calderón, Enrique Jezik, Teresa Margolles, Yoshua Okón y Miguel Ventura, entre otros, son comentados por Emmelhainz cuando afirma que buena parte del arte producido por lo que ella llama, irónicamente, el “Complejo Industrial Militar Museográfico Necrocapitalista”, espejo opaco de la corrupción sistémica, es lo opuesto de un discurso ético y político. “Las intervenciones estéticas son batallas dentro de un teatro de sombras que se quedan cortas al atisbar las nuevas realidades del capitalismo”, escribe Emmelhainz cuyo trabajo The Palestine Question, Art, Culture and Neoliberalism ha sido traducido al inglés, italiano, francés, noruego, árabe, hebreo y serbio. L