Laberinto No.645 (24/10/15)

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Laberinto

EL ELECTROACÚSTICA PUREZA ANTIHOLLYWOODENSE A LA MEXICANA álvaro uribe p. 03

hugo roca joglar p. 11

jonathan franzen p. 04 y 05

MILENIO

NÚM. 645

sábado 24 de octubre de 2015 FOTO: ARCHIVO ERA

HÉCTOR MANJARREZ: 70 AÑOS silvia herrera p. 06 y 07


ANTESALA

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LABERINTO

REMBRANDT

Estupidez o autoría AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com

CASTA DIVA

S

er modernos es la prioridad, aunque parezcamos estúpidos. Los museos para atraer “nuevos públicos” hacen exposiciones de selfie y las llaman de autorretrato, los críticos escriben ensayos argumentando que es lo mismo que Paris Hilton se retrate en su baño o que un par de infra–cerebros posen frente a un incendio y el autorretrato de Rembrandt en su estudio. Los museos VIP son adictos a la moda, exhiben las irrelevancias de la masa consumista como propuestas estéticas porque son expresiones del ahora mismo, del minuto en que aún tienen seguidores. Montan obras que funcionan de escenario para que el público se haga una selfie, su retórica se cambia por el copy publicitario de la marca del teléfono. La masa rehúye de la emancipación, su integración engorda un cuerpo en el que cada miembro se siente cómodo solo si es igual al otro, el selfie no es arte porque es consecuencia de ese pensamiento amorfo y sumiso. El autorretrato implica una observación psicológica, violenta, ensimismada que obliga al artista a abordarse como un desconocido que descubre al momento de pintarlo; va más lejos del reflejo, se interna en trazar los gestos y marcas faciales que en el espejo no puede ver. En el autorretrato hay un testimonio y una obsesión, el artista ve cómo cambian él y su

ALFILERES ARMANDO ALANÍS alaniscanales@gmail.com

pintura, cómo evolucionan juntos, envejecen, se destruyen y mueren. Ese ser recreado en el lienzo va a sobrevivir a él mismo y se burlará desde la posteridad. El autorretrato pone a prueba a la inmortalidad, el selfie navega en la superficialidad, muere al instante. El arte es extraordinario, el selfie es horda, el arte es una excepción, el selfie es imitación irracional. El selfie urgido de la aprobación de los demás no se exhibe como es, finge, pretende, y el autorretrato es autoanálisis, es cuestionamiento, a veces es venganza. El panfletarismo del arte VIP afirma que alimentándose del populismo de la moda están democratizando al arte, expertos en hacer superlativas a las nimiedades, encumbran la estulticia de Instagram como filosofía y estética. Los selfies de los artistas VIP tienen el nivel creativo de las fotos de la horda, esto los define en su más pura esencia: su misión es absorber el fetichismo consumista que enajena la conducta de la masa y potenciarlo como arte para depredar su recordación colectiva. Richard Prince se jacta de su estrechez artística y se “apropia” de selfies de otras personas. Los artistas VIP sueñan con la fama instantánea que los introduzca en el museo, en la galería, como la masa sin criterio, hambrientos de I like it, aspiran a ser agradables para otras personas. El exhibicionismo patológico

Autorretrato

que padece la sociedad se apodera de la obra, los artistas VIP “documentan” su basura, sus uñas pintadas, sus enfermedades, entre más morbosos, “performativos, auténticos, divertidos y expresivos”, más artísticos. En su superlativa fatuidad creen, al igual que la masa, que la compulsión por el exhibicionismo es “aprovechar las herramientas tecnológicas para conocerse a sí mismos”, como si este conocimiento dependiera de la tecnología, ante tal absurdo podríamos imaginar la utópica situación de que al desaparecer Instagram millones de estúpidos que han dejado de ser ellos para ser selfie se desintegrarán en ese segundo. Perder sus fotos es un suicidio existencial. La masa renuncia a la identidad individual, dice Freud que “desconocen su propia psique”, el arte VIP comparte esa ignorancia, esa fijación por la popularidad los hunde en el anonimato.L

Cuando la tuvo en la cama añoró todas aquellas noches felices en que la había soñado. ESPECIAL

Cuentistas AMBOS MUNDOS

SANTIAGO GAMBOA Facebook: Santiago Gamboa–círculo de lectores

A

pesar de haber admirado a muchos cuentistas, he escrito muy pocos cuentos y solo en una época de mi vida. La mayoría en París, a fines de los años noventa, y casi todos respondieron a mi falta de personalidad o incapacidad de decir no. Me explico. A diferencia de muchos colegas, mi primer libro no fue una colección de cuentos, sino una novela, y esto porque mi vocación de escribidor surgió justamente de mi pasión devoradora de lector de novelas. Sobre todo de autores latinoamericanos. Por eso lo que mi intención me dictó desde un principio fueron historias largas, complejas, con muchos personajes que permitían desdoblar la narración en un concierto de voces, contradictorias a veces, y cambiar de punto de vista a lo largo del argumento. El primer cuento que escribí se llama “La vida está llena de cosas así” y surgió de una llamada telefónica del escritor chileno Sergio Gómez, a fines de 1995, quien me invitó a participar en una antología que, junto con Alberto Fuguet, pensaban titular McOndo. Me preguntó si tenía algún cuento para enviarles, y yo, incapaz de decir no, le dije que claro, que en un par de días le enviaba algo. Y me puse en la tarea. Gracias a ese pequeño cuento pude publicar al año siguiente mi segunda novela en España, Perder es cuestión de método, que muy poco después se editó en varios países europeos. En otra ocasión, hacia 1999, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era mi editora francesa, Anne Marie Metailié, quien me preguntó si tenía algún cuento de amor para una antología que estaba preparando con motivo de los 20 años de su editorial. Volví a decir que sí, y de nuevo me puse en la tarea. ¿Un cuento de amor? Lo más que logré fue algo que titulé “Tragedia del hombre que

Julio Ramón Ribeyro

amaba en los aeropuertos”, una versión algo saltarina y accidentada del amor. Y así, cada cuento nació de un encargo. De mi incapacidad de decir no. A estos vinieron a sumarse otros, escritos siempre para antologías y que circulan por ahí, pero cuando pienso en ellos me convenzo de que el novelista y el verdadero cuentista son dos animales diferentes en el ecosistema literario. Un gran cuentista como Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, nunca pudo hacer una novela que no fuera una sucesión de episodios (o cuentos), del mismo modo que para un novelista es difícil contar una sola y única historia, esférica, como decía

Cortázar que debían ser los cuentos. Y ahí está Cortázar, otro cuentista insigne. Sus cuentos continúan teniendo una lozanía extraordinaria mientras que sus novelas decaen y envejecen mal. El novelista por excelencia sería Vargas Llosa. Sus novelas monumentales están a un nivel literario al que no llegan ni de lejos sus tímidos cuentos de Los jefes y Los cachorros. Pero, por supuesto, no podía faltar la gran excepción, el genio que contradice todos los esquemas y que se llama Gabriel García Márquez, cuyos cuentos y novelas son igual de geniales. Pero así es la literatura, reacia a cualquier dictamen de la razón. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


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ANTESALA

ESPECIAL

× A L B E RTO

B L A N CO ×

La secoya Este poema forma parte de El libro de las plantas (FCE), que reinterpreta la tradición naturalista y contiene ilustraciones de Sandra Pani

H

Escena de E.T.: el extraterrestre

ay palabras sagradas

El antihollywoodense

escritas en las hojas

de este árbol imponente que vuela en alas rojas.

CARACTERES

Palabras muy antiguas

U

que con alto desapego ven claro el melodrama de nuestro frágil ego. Recuerdan el futuro con sus contradicciones y la corriente alterna de nuestras emociones. Con esplendor exhiben las reglas de este juego elevando su copa en la prueba de fuego.

× E KO × E X

L I B R I S × T E R O N I C E

ÁLVARO URIBE alvuribe@yahoo.com.mx

Y

T E R É FO N E ×

na tradición casi tan larga como la del cine de Hollywood es la del menosprecio al cine de Hollywood. Desde la época ya remota de las películas mudas hasta la actual de las grandes producciones en tercera dimensión, pasando por la de las cintas clásicas en blanco y negro y la del technicolor y los setenta milímetros, ha sido de buen tono en la alta sociedad y políticamente correcto entre la grey biempensante emitir opiniones antihollywoodenses. Dos axiomas complementarios rigen el razonamiento (por llamarlo de algún modo) de la gente que opina así. Primero: que cualquier otro cine (el europeo hace unas décadas, el asiático ahora) es superior estética pero sobre todo moralmente al cine de Hollywood. Segundo: que si alguna película (o director o actor o guionista) hollywoodense tiene tal calidad que resulta imposible desecharla, es porque se filmó (o dirigió o actuó o escribió) en el pasado, cuando Hollywood no era tan corrupto como hoy. Los defectos de estos prejuicios saltan a la vista. Del primero, porque el cine de otras latitudes, comparado con el de Hollywood, tiende a ser rudimentario y lento, cuando no llanamente aburrido. Del segundo, porque las películas y directores y actores y guionistas de Hollywood que en una época dada concitan la ira y el desprecio de sus contemporáneos antihollywoodenses son los mismos que veinte o treinta años después suscitarán la admiración y la nostalgia de los nuevos antihollywoodenses. No han faltado excepciones que confirmen la regla del antihollywoodismo. La más noble es la de los Cahiers du Cinéma, que en las décadas de 1950 y 60, gracias a los críticos y luego cineastas Rohmer, Rivette, Godard, Chabrol y Truffaut, vindicaron a directores que trabajaban a la sazón en Hollywood, como Mankiewics, Wilder, Aldrich, Hitchcock, Ray, Hawks y Welles. Solo que, tal vez para relativizar tantos aciertos, incluyeron en su lista de películas favoritas no menos de tres de Jerry Lewis. De tales cuestiones sueles disputar con Ramiro Plutense, también cinéfilo, a quien te vincula una amistad no empañada por ningún acuerdo. Si te dice, para provocarte, que aborrece las películas hollywoodenses basadas en personajes de cómics, tú le preguntas, para irritarlo: “¿de veras no te gustó la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan?” Y si replica, irritado, que eso es otra cosa, contrarreplicas, insidioso, que por lo visto sí hay películas de Hollywood que él condesciende a ver. Pero no solo de superhéroes se nutren sus discrepancias. Están además las obras maestras de la ciencia-ficción, como Blade Runner o Alien o incluso Avatar, que tu amigo no sabe cómo entender. En 1982, al salir del estreno de E.T.: el extraterrestre, te topaste con Plutense. Apenas saludó y se fue de inmediato, para que no advirtieras que él también había llorado. La última discusión entre ustedes habría llegado a la aspereza de no ser porque reíste de buena gana cuando Plutense el antihollywoodense afirmó: “para cine, el de Irán”. L

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Purity en Oakland Pureza es la más reciente novela del escritor estadunidense, que en breve comenzará a circular en México y de la cual publicamos las páginas iniciales con autorización de Salamandra. Como en Libertad y Las correcciones, la familia y sus esqueletos en el armario son la médula de su materia argumental

ESPECIAL

JONATHAN FRANZEN

LUNES

—Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz —dijo la madre de la chica por teléfono—. Me está traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de traiciones del cuerpo. —Como todas las vidas, ¿no? —dijo Pip. Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensación de no valer para ese trabajo, de tener un trabajo para el que nadie podía valer, o de ser una persona que en realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando. —Se me cierra el párpado del ojo izquierdo —explicó su madre—. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido. —¿Ahora mismo? —A ratos. No sé si será parálisis de Bell. —Sea lo que sea la parálisis de Bell, estoy segura de que no la tienes. —¿Y cómo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera sabes qué es. —No sé... Quizá porque tampoco tenías la enfermedad de Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma. No es que Pip se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre contaminada por el “riesgo moral”, una expresión muy útil que había aprendido en los textos de economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland tenían también padres problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de inne-

cesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su madre, Pip lo era todo. —Bueno, creo que hoy no puedo ir a trabajar —dijo su madre—. Lo único que hace soportable ese trabajo es mi Deber, y no puedo conectar con el Deber teniendo ese “plomo de pescar” invisible tirándome del párpado. —Mamá, no puedes volver a faltar. Ni siquiera estamos en julio. ¿Y si luego coges la gripe de verdad, o algo parecido? —Y mientras tanto, todo el mundo pensando qué hace esta mujer a la que se le está cayendo media cara hacia el hombro metiéndome la compra en la bolsa. Ni te imaginas la envidia que le tengo a tu cubículo. La invisibilidad que te da. —No idealicemos el cubículo —dijo Pip. —Es lo más terrible de nuestros cuerpos. Son tan visibles, tan visibles... Aunque padecía una depresión crónica, la madre de Pip no estaba loca. Se las había arreglado para conservar su empleo de cajera en el New Leaf Community Market de Felton durante más de diez años y, en cuanto Pip renunció a su manera de pensar y se adaptó a la de su madre, pudo seguir a la perfección lo que le estaba diciendo. El único elemento decorativo de las mamparas grises del cubículo de Pip era un adhesivo de los que se ponen en los parachoques: “AL MENOS LA GUERRA CONTRA EL MEDIO AMBIENTE SÍ QUE VA BIEN”. Los cubículos de sus colegas estaban recubiertos de fotos y recortes de prensa, pero Pip entendía el atractivo de la invisibilidad. Además, ¿qué sentido tenía instalarse demasiado si cada mes daba por hecho que iban a despedirla? —¿Has pensado un poco cómo quieres no celebrar tu no–cumpleaños? —preguntó a su madre. —La verdad, me gustaría quedarme en la cama todo el día con la cabeza bajo las sábanas. No me hace falta ningún no–cumpleaños para acordarme de que me hago vieja. De eso ya se encarga con éxito el párpado. —¿Qué te parece si hago un pastel y bajo a verte y nos lo comemos juntas? Suenas un poco más depre de lo habitual. —Cuando te veo no estoy depre. —Ja, lástima que no esté disponible en forma de píldora. ¿Podrías con un pastel hecho con estevia? —No lo sé. La estevia me produce un efecto extraño en la química de la boca. Según mi experiencia, no se puede engañar a las papilas. —Bueno, el azúcar también deja algo de regusto —dijo Pip, aunque sabía que era un argumento inútil. —El azúcar tiene un regusto amargo que no les provoca ningún problema a las papilas porque existen precisamente para detectar la amargura sin regodearse en ella. Las papilas no están para pasarse cinco horas avisando: “¡Algo extraño, algo extraño!” Y eso fue lo que me ocurrió la única vez que probé una bebida con estevia. —Pero yo te digo que la amargura también se te queda en la boca. —Si te tomas una bebida edulcorada y cinco horas después una papila gustativa sigue notando una presencia extraña es que está pasando algo muy malo. ¿Sabes que si fumas cristal de metanfetamina, aunque solo sea una vez, la química de tu cerebro queda alterada para toda la vida? Pues ése es el sabor que tiene la estevia para mí. —Si es una insinuación, no me estoy fumando ninguna pipa de metanfetamina. —Yo solo digo que no me hace falta ningún pastel. —Bueno, ya lo buscaré de otro tipo. Perdona que te haya propuesto uno que es como veneno para ti. —No he dicho que sea veneno. Solo que la estevia tiene un efecto extraño... —Ya, en la química de tu boca. —Preciosa, me comeré cualquier pastel que me traigas. A mí no me mata el azúcar refinado, no quería molestarte. Cariño, por favor. No daban por terminada una conversación telefónica hasta que cada una dejaba a la otra abatida. El problema, según lo veía Pip —la esencia del hándicap que sobrellevaba; la presunta causa de su incapacidad para ser eficaz en algo—, era que quería a su madre. La compadecía; sufría con ella; se animaba al oír su voz; su cuerpo le provocaba una atracción incómoda, que no tenía nada de sexual; estaba pendiente hasta de la química de su boca; deseaba que fuera más feliz; odiaba hacerla enfadar, le tenía cariño. Ése era el enorme bloque de granito plantado en el centro de su vida, la fuente de toda su ira y de aquel sarcasmo que dirigía no solo contra su madre sino también —últimamente de forma cada vez más perjudicial para ella misma—


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LITERATURA

BASSO CANNARSA/ LUZPHOTO

contra destinatarios mucho menos adecuados. Cuando Pip se enfadaba, no era tanto con su madre como con aquel bloque de granito. Tenía ocho o nueve años cuando preguntó por qué en aquella cabaña en la que vivían, en un bosque de secoyas de las afueras de Felton, solo se celebraba su cumpleaños. Su madre le contestó que ella no tenía cumpleaños; que solo le importaba el de Pip. Pero ella no dejó de incordiar hasta que su madre accedió a celebrar el solsticio de verano con un pastel al que llamarían de “no–cumpleaños”. A continuación había surgido el asunto de la edad de la madre, que ésta se había negado a divulgar para limitarse a contestar, con una sonrisa digna de quien expone un koan: “Tengo la edad suficiente para ser tu madre”. —Ya, pero ¿cuántos años tienes de verdad? —Mírame las manos —le dijo—. Si practicas, puedes aprender a calcular la edad de una mujer por sus manos. Y así, al parecer por primera vez, Pip miró las manos de su madre. La piel del dorso no era rosada y opaca como la suya. Era como si los huesos y las venas se estuvieran abriendo paso hacia la superficie; como si la piel fuera agua que al retirarse dejara expuestas algunas formas en el fondo de un puerto. Aunque llevaba una melena espesa y muy larga, contenía algunos mechones grises que parecían secos, y la piel de la base del cuello era como un melocotón demasiado maduro. Esa noche, Pip se quedó despierta en la cama, preocupada por si su madre se iba a morir pronto. Fue su primera premonición del bloque de granito. Desde entonces había llegado a desear con fervor que su madre tuviera en su vida un hombre —o simplemente alguien, fuera cual fuese su condición— que la quisiera. La lista de candidatos potenciales a lo largo de los años incluía a Linda, la vecina de la casa de al lado, que también era madre soltera y también estudiaba sánscrito; a Ernie, el carnicero de New Leaf, que también era vegano; a Vanessa Tong, una pediatra que se encaprichó con la madre de Pip hasta el punto de intentar aficionarla a la observación de pájaros; y a Sonny, el manitas con barba de montañero, para quien no había trabajo de mantenimiento, por pequeño que fuese, que no justificara todo un discurso sobre los modos de vida de los asentamientos indígenas originales. Todos esos personajes del valle de San Lorenzo, de buen corazón, habían vislumbrado en la madre de Pip algo que la hija, en el principio de la adolescencia, había visto y sentido también: una especie de grandeza inefable. No hacía falta escribir para ser poeta, no hacía falta crear nada para ser artista. El Deber espiritual de su madre era en sí mismo una especie de arte: un arte de la invisibilidad. Nunca hubo televisor en la cabaña, ni hubo ordenador hasta que Pip cumplió los doce; la fuente de información principal de su madre era el Santa Cruz Sentinel, que leía por el pequeño placer cotidiano de dejarse horrorizar por el mundo. Eso, por sí mismo, tampoco era tan original en el valle. El problema era que la madre de Pip transmitía una silenciosa fe en su propia importancia, o al menos se comportaba como si hubiera sido alguien importante en algún momento, en

DESDE ENTONCES HABÍA LLEGADO A DESEAR CON FERVOR QUE SU MADRE TUVIERA EN SU VIDA UN HOMBRE —O SIMPLEMENTE ALGUIEN, FUERA CUAL FUESE SU CONDICIÓN— QUE LA QUISIERA. aquel pasado anterior a Pip del que siempre se negaba categóricamente a hablar. Que Linda, la vecina, pudiese comparar a su hijo Damian —que se dedicaba a cazar ranas y respiraba por la boca— con Pip, tan perfecta y original, más que ofenderla la mortificaba. Suponía que el carnicero quedaría destrozado para siempre si le decía que olía a carne incluso después de ducharse; lo pasaba fatal escabulléndose de las invitaciones de Vanessa Tong, en vez de limitarse a confesarle que los pájaros le daban miedo, y siempre que aparecía por el camino la camioneta de Sonny, con aquellas ruedas tan grandes, mandaba a Pip a la puerta mientras ella se escapaba por detrás y se escondía entre las secoyas. El lujo de ser exigente hasta lo imposible se lo concedía Pip. Lo dejaba claro una y otra vez: Pip era la única persona que pasaba la criba, la única a quien ella quería. Todo eso se convirtió en fuente de una vergüenza insoportable, por supuesto, cuando Pip llegó a la adolescencia. Y para entonces dedicaba ya tanto tiempo a odiar a su madre y castigarla que no le quedaba ni un rato para calcular el perjuicio que aquella falta de interés por lo material causaba a sus perspectivas de futuro. No había nadie a su lado capaz de decirle que quizá no era una gran idea, si tenía alguna intención de progresar en la vida, graduarse con una deuda de 130 mil dólares por la financiación de sus estudios. Nadie le había advertido de que el número en el que debía fijarse mientras la entrevistaba Igor, jefe del Departamento de Captación de Clientes de Renewable Solutions, no eran los “treinta o cuarenta mil dólares” en comisiones que según él podía acabar ganando incluso el primer año, sino los 21 mil que le ofrecía como salario base, o de que un vendedor tan convincente como Igor podía tener también mucho talento para vender trabajos de mierda a chicas ingenuas de veintiún años. —A propósito del fin de semana —dijo Pip, en un tono algo más seco—, te advierto que tengo la intención de hablar contigo de un asunto que no te gusta nada. La madre soltó una risita que pretendía ser adorable, para destacar su indefensión. —Solo hay un asunto del que no me gusta hablar contigo. —Ya, y de eso precisamente quiero que hablemos. Date por avisada. Su madre no dijo nada. A esas horas, allá, en Felton, ya se estaría disipando la niebla, esa bruma cuya desaparición lamentaba su madre cada día porque revelaba un mundo luminoso al que prefería no pertenecer. Se le daba mejor practicar el Deber en la seguridad de las

mañanas grises. Ahora llegaba la luz del sol, llena de matices verdes y dorados tras filtrarse entre las diminutas agujas de las secoyas, y el calor del verano se colaba por las ventanas con mosquiteras del porche donde dormían y se derramaba sobre aquella cama de la que Pip se había apoderado en la adolescencia, en plena demanda de intimidad, relegando a su madre a un catre en el salón hasta que se fue a la universidad y le devolvió la cama. Lo más probable era que su madre estuviera practicando el Deber en esa cama en aquel mismo momento. En tal caso, no volvería a hablar mientras no le dirigiesen la palabra; no haría más que respirar. —No es nada personal —dijo Pip—. No me voy a ningún sitio. Pero necesito dinero y, como tú no lo tienes y yo tampoco, solo se me ocurre un lugar al que acudir para conseguirlo. Solo hay una persona que tiene una deuda conmigo, por muy teórica que sea. Así que lo hablaremos. —Preciosa —dijo su madre, en tono triste—, ya sabes que no lo haré. Si necesitas dinero, lo siento, pero no se trata de si me gusta o me deja de gustar. Se trata de si puedo o no puedo. Y no puedo. Así que tendremos que pensar en una solución distinta. Pip frunció el ceño. Cada tanto sentía la necesidad de forcejear dentro de la camisa de fuerza circunstancial en que se vio enfundada dos años antes, para probar si las mangas le cedían un poquito más de espacio. Y cada vez la encontraba igual de apretada. Seguía debiendo 130 mil dólares, seguía siendo el único consuelo de su madre. La rapidez y rotundidad con que había quedado atrapada al minuto siguiente de acabar los cuatro años de libertad universitaria era sorprendente; de haber podido permitírselo, se habría deprimido. —Bueno, tengo que colgar —dijo—. Prepárate para ir al trabajo. Lo más probable es que el ojo te moleste porque estás durmiendo poco. A mí también me pasa a veces. —¿De verdad? —preguntó su madre, con mucho interés—. ¿A ti también te pasa? Aunque sabía que la llamada se alargaría, y que probablemente provocaría que la conversación derivara hacia el tema de la herencia genética de las enfermedades, lo cual sin duda le exigiría a su vez unas cuantas mentiras piadosas, Pip decidió que a su madre le convenía más pensar en el insomnio que en la parálisis de Bell, aunque solo fuera porque, tal como ella misma llevaba cuatro años señalando sin el menor éxito, al menos el insomnio podía medicarse. En cualquier caso, la consecuencia fue que cuando Igor asomó la cabeza en su cubículo, a las 13:22 horas, Pip seguía hablando por teléfono. —Perdona, mamá, tengo que dejarte, adiós —dijo, y colgó. Igor le dirigió La Mirada. Era un ruso rubio de barba acariciable y belleza indecente, y la única razón que se le ocurría a Pip para explicarse que aún no la hubiera despedido era que disfrutaba pensando en follársela, pero estaba segura de que, si llegaba ese momento, iba a suponer una humillación inmediata para ella, porque Igor no solo era guapo, sino que también tenía un sueldo sustancioso, mientras que ella era tan solo una niña cargada de problemas. Y estaba convencida de que él también se daba cuenta. —Lo siento mucho —se excusó—. Me he pasado siete minutos, lo siento. Mi madre tenía un problema de salud —se quedó pensando en lo que acababa de decir—. En realidad, retiro lo dicho, no lo siento nada. ¿Qué posibilidades tenía de conseguir una respuesta positiva en un periodo de siete minutos? —Creías que te acusaba —dijo Igor, con un pestañeo. —Bueno, si no... ¿para qué te asomas? ¿Por qué te quedas mirándome? —Se me ha ocurrido que igual te apetecía jugar a las Veinte Preguntas. —Creo que no. —Intenta adivinar lo que quiero de ti y yo limitaré mis respuestas a un inocuo “sí” o “no”. Que conste en acta: solo síes, solo noes. —¿Quieres una denuncia por acoso sexual? —Igor se echó a reír, como encantado de conocerse. —¡De eso nada! Ya solo te quedan diecinueve preguntas. —Lo de la denuncia no va en broma. Tengo una amiga que estudia Derecho y dice que solo con crear la atmósfera idónea ya es suficiente. —Eso no es una pregunta. —¿Cómo quieres que te explique la poca gracia que me hace este juego? —Preguntas de sí o no, por favor. —Por Dios. Lárgate. —¿Prefieres que hablemos de tus resultados de mayo? —¡Largo! Ahora mismo me pongo a hacer llamadas. L


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Héctor Manjarrez

“He seguido una fórmul llamo la falsa autobiogra ARCHIVO ERA

El escritor mexicano cumple 70 años. Ha creado una obra de una calidad sostenida por la que corren todos los géneros y en la que el amor, el arte y la política ocupan un sitio esencial ENTREVISTA SILVIA HERRERA

L

a contracultura forma parte de la obra de Héctor Manjarrez (Ciudad de México, 28 de octubre de 1945), pero no tanto como para considerarlo un escritor de la Onda como lo quería José Joaquín Blanco. Y si no fue ondero a la manera mexicana, se debió a que básicamente se formó en Europa. Belgrado, París, Londres, son sus ciudades de aquel continente. El amor, el arte, la política ocupan un sitio importante en su escritura. Al menos tres de sus libros han enriquecido nuestras letras: No todos los hombres son románticos (cuento, 1983), con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, La maldita pintura (novela, 2004) y París desaparece (novela, 2014). También ha escrito poesía —El golpe avisa (1977) y Canciones para los que se han separado (1985)— y ensayo —El camino de los sentimientos (1990)—. Ha sido traductor (Siete manifiestos dada, de Tristan Tzara, 1972, y Llámenme Ismael, de Charles Olson, 1977) e incluso se ha involucrado en la lexicografía con el curioso Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos (2011). En esta conversación hace un recuento de su producción narrativa y recuerda una faceta poco conocida de su trayectoria como hacedor de suplementos culturales. Acto propiciatorio (1970) y Lapsus (1971), tus primeros ejercicios creativos, se ubican en una zona experimental. En el primero priva la imaginación sobre la realidad, pero siento que en ambos hay una relación especial con el idioma.

Yo salí de México a los 17 años y me fui a Europa. Y como a esa edad mi padre me dijo “intenta durante un año ser escritor y luego ya veremos si lo eres o no”, en Acto propiciatorio tenía prisa por demostrar y demostrarme que había nacido para escritor, pero no podía escribir sobre la familia, que era el único material que tenía. Tampoco podía escribir sobre mis experiencias en los países donde viví precariamente. Lo que me sirvió fueron estos personajes un poco mitológicos —el chavo que sale de la pantalla de la tele, el millonario que acopia carteles de películas— porque ahí no se necesitaba realidad, no se necesitaban personajes concretos. La pregunta sobre el lenguaje es importante, porque si había algo que yo no oía era el español, al menos el español mexicano. Había amigos españoles, peruanos, chilenos y mexicanos que llevaban tiempo fuera de su país. Eso se nota en el libro. Luego está la fascinación de

cómo hablan el francés los franceses y el inglés los ingleses. Porque es fascinante cuando descubres un lenguaje utilizado por aquellos a quienes es natural hablarlo. Creo que en Lapsus es donde más se explota el español, aunque también escribo en inglés y en francés.

A REVUELTAS LO VI UNA VEZ EN MI VIDA Y NO ME CAYÓ MUY BIEN, PERO ESA IZQUIERDA, ESE 68, ERA LO QUE YO HABÍA VIVIDO AL REGRESAR A MÉXICO EN 1971

En tu segunda etapa, que para mí incluye narrativamente No todos los hombres son románticos (1983), Pasaban en silencio nuestros dioses (novela, 1987) y Ya casi no tengo rostro (cuento, 1996), estás de regreso en México, pero la fuerza del lenguaje de No todos los hombres… nace de que la realidad está más presente, al igual que los elementos autobiográficos.

En cuanto a la autobiografía, creo que en No todos los hombres… encontré una fórmula que he utilizado, a veces más, a veces menos, a lo largo de todo este tiempo; no tiene nombre pero ahora le pongo uno que sería “la falsa autobiografía sincera” o “la legítima autobiografía mentirosa”. Creo que tienes razón cuando dices que Ya casi no tengo rostro es parte de ese ciclo. No me había dado cuenta, pero ya que lo dices me parece evidente. En alguna declaración que hiciste en aquella época, decías que aunque se hablara de un hecho que sucedió, de todas maneras la literatura aparecía con sus leyes.

Como dice, creo que Vila–Matas, se trata de recuerdos inventados. Antes de escribir No todos los hombres… yo estaba embarcado u obsesionado con la idea de la novela y entonces una y otra vez me estrellaba con esa forma. Lapsus es novela porque así le puse, no porque propiamente lo

sea. Me estrellaba repetidamente con esa forma porque era muy importante en América Latina y en Europa aún más. Al mismo tiempo, tenía una vida que me interesaba mucho: tenía una hija con la que vivía la mitad del tiempo y tenía que ser mamá y papá cuando me tocaba; vivía en comunas y me metí en todo tipo de cosas. Y cuando me sentaba a escribir mis novelas, no me salían. Hasta que en algún momento escribí el cuento “Historia”, que le dedico a David Huerta, que comencé en inglés. No porque pretendiera seguir escribiéndolo en inglés, sino porque el escribir los primeros párrafos en ese idioma me permitió encontrar la forma de hacerlo después en español o lo que fuera. Yo pensaba mucho en inglés, y lo sigo haciendo aunque ya no tanto. Luego lo traduje al español y me di cuenta de que lo que yo quería era escribir cuento. A partir de eso, me dije: “Puedo escribir un libro y ese libro será de cuentos”. Después hay un libro que sí es una novela, Pasaban en silencio nuestros dioses, pero es una novela que se impone porque me lo estaba pidiendo mi vida. Es una novela en la que mi vida tiene algo que ver con la vida de México, con la muerte de Pepe Revueltas. En esa vida loca que mencionas, eres el primero en ver la muerte de Revueltas como un símbolo de la caída de un mundo: el de la militancia de izquierda.

La novela coincide efectivamente con el fin de una época, con el fin del 68 como mitología. En la tumba de Revueltas la gente cantaba “La niña de Guatemala” y vituperaba a Bravo Ahuja. Al salir del cementerio de La Piedad, recuerdo haber tenido la sensación de que no había vivido eso, sino que lo habían vivido ellos, los que estaban


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sábado 24 de octubre de 2015

DE PORTADA

la a la que afía sincera” ahí conmigo, y que eso se había acabado. Es decir, yo lo había vivido vicariamente. A Revueltas lo vi una vez en mi vida y no me cayó muy bien, pero esa izquierda, ese 68, era lo que yo había vivido vicariamente con mis amigos al regresar a México en 1971. Mi regreso fue después del Jueves de Corpus; es más, pospuse el regreso por el Jueves de Corpus, preguntándome “¿a qué regreso a ese país?”, pero ya no podía detener las cosas. Tenía a la familia preparada y Londres me asfixiaba. Para entrar a El otro amor de su vida: esa generación de

la que hablamos termina sus sueños y comienza a buscar otra cosa. Me parece que eso es lo que está en la novela, con la que comienzas otra etapa de tu escritura. Además, eliges como protagonista a una mujer.

Con este libro estoy encadenando otra forma de escribir. En cuanto a la elección de una mujer como protagonista, lo que pasa es que en esos años en que mi vida me apasionaba mucho, e incluso desde mis días en Londres, la causa social que más me interesaba era el feminismo, así que no me sorprendió que la protagonista de El otro amor de su vida haya sido una mujer. Otra vez, todo parte de una anécdota de mi vida. Lo que sucede después ya no sucedió en la vida real. Y fue una ocasión para retomar a algunas amigas feministas y poner en escena a Tlalpan, donde llevo muchísimos años viviendo, para poner a un viejo y querido amigo (Ludwig Margules) en el papel del músico que aparece inopinadamente en medio de lo que está sucediendo. Me divertía mucho lo que estaba escribiendo desde el punto de vista de ella y de la voz de Ludwig en su español–polaco. Era un hombre al que adoraba y siempre teníamos planes para filmar alguno de mis cuentos. De ahí saltamos a Rainey, el asesino, tu novela noir, más psicológica.

“Vivíamos en la luna,

El comienzo fue una frase con la que de verdad. Mezclábamos me desperté: “A las 10:34 el rubicunpolítica con literatura. do y esbelto sir John Rainey llegó en Éramos de izquierda primera clase a Kings Road Station”. Y pero no pendejos” dije: “¿quién es John Rainey?” Después de darle vueltas me di cuenta que no era nadie, que no conocía a ningún John Rainey, salvo a una gran cantante de blues, y entonces puse entre paréntesis lo que está en el libro: “Para quienes no conozcan las islas británicas será útil señalar que, como buena parte de la aristocracia hereditaria nativa, sir John era un imbécil y un fatuo”. Y de ahí empecé a inventar la historia de un imbécil y un fatuo que se involucra por error en la muerte de un soldado argentino en las Malvinas. Ahora llegamos a La maldita pintura . En su brevedad te das espacio para establecer una toma de posición ante el arte conceptual.

Puedo decir que es un libro que admiro. Y aunque, como observas, una parte es un ensayo sobre el callejón sin salida al que nos llevó la pintura del siglo XX, también es un libro que se escribió por sí mismo. Lo empecé antes que Rainey… pero lo publiqué después porque en algún momento me daba mucho miedo seguir escribiendo. No sabía adónde me estaba llevando este libro venenoso, enloquecido. Eso le dio, curiosamente, fuerza a Rainey… De esa frase inicial que ya comentamos me agarré para comenzar la historia de una locura, una historia que también ocurre en Londres. Es decir, algo dentro de mí me decía que tenía que escribir esos libros. Tenía que aprovechar Londres como lugar. Al escribir Rainey…, al mismo tiempo podía tener La maldita pintura controlada, decirle: “No te estoy escribiendo a ti, estoy escribiendo esto y esto me está saliendo muy bien”. Si te fijas, Rainey… tiene un español impecable, hay un deleite en su uso. Cierto, al final está la locura del doctor Rainey, pero esa locura no era la mía, yo podía verla de lejos. Mientras tanto tenía a La maldita pintura esperando, pero cuando terminé Rainey… tuve

que volver a enfrentarme con ella y escribir esas páginas difíciles. Por eso puedo decir que admiro ese libro, porque es un poco como si yo no lo hubiera escrito. Ahora quiero conectar dos libros diferentes, esa mezcla de diario y crónica que es El bosque en la ciudad (2007) y Anoche dormí en la montaña (cuento, 2013), unidos por una especie de búsqueda espiritual.

Escribí El bosque en la ciudad con problemas de salud, además de una necesidad de imponer orden en mi vida, no un orden férreo sino placentero. Decidí limpiarme los pulmones saliendo al bosque de Tlalpan, donde antaño corría kilómetros y kilómetros. Era ir y observar y luego, al regresar a casa, apuntar lo que había visto y oído. Eso me obligaba a ir los días en que tenía tiempo suficiente para una caminata larga y apuntarla; no tomaba notas, y no sé por qué tomé esa decisión, pero quizá fue buena porque me obligaba a ejercitar la memoria. Luego tuve una crisis de salud y lo interrumpí por más de un año. Salí de esa crisis, volví a caminar y a los diarios. Un día, al regresar, hice el apunte y dije: “ya, se acabó”, y dejé la libreta. Pasó el tiempo, uno, dos años, saqué los apuntes y me di cuenta que ahí había un libro aunque no sabía lo que había escrito. Quité dos o tres frases demasiado personales y lo pasé a la compu. Fue un texto que me desbloqueó de muchas cosas, pues estaba escribiendo la segunda parte de Anoche dormí en la montaña, una novela en cuentos, algo que siempre quise hacer y casi nadie ha logrado. Leí lo que llevaba escrito, donde aparecía Concha, el personaje de El otro amor…, y me gustó mucho y escribí tres cuentos más. Regresé a la época en la que estuve en el desierto en Semana Santa, comiendo peyote. Le agregué otros rasgos al personaje, inventé cosas de ella y completé esa parte. Me di cuenta de que tenía otros cuentos acerca de mujeres y que sucedían en Londres, Nicaragua y otros sitios, y salió un libro en torno a las mujeres. En Yo te conozco (2009), el protagonista es un niño. París desaparece no deja de ser un regreso a Lapsus. Sería como una ciudad que se te impone igual que Londres.

En Yo te conozco, el barrio que se me impone es el de mi infancia, el de la Condesa–Roma, periodo en el que estoy trabajando. Estoy leyendo libros para niños y cuentos de hadas, porque un escritor siempre está buscando su camino. Durante años, algunos de mis amigos me dijeron que tenía que escribir mis memorias porque, ya sabes, cuentas cosas en la cantina y te dicen “¡sensacional!”, pero cuando tratas de escribirlas son aburridísimas. He escrito cien cuartillas de memorias, de las cuales sobreviven diez en el libro de los niños que estoy escribiendo, y algunos apuntes que tenía sobre París. París desaparece empieza con una historia verídica, que es la del chavo muerto de hambre en un hotel de mala muerte con dos amigos homosexuales que discuten en la cama mientras él está buscando un franco en el suelo, un pedazo de pan o una fruta mordida porque se está muriendo de

hambre. Esa anécdota es cierta y cuando terminé, dije: “es un buen cuento”, pero no le veía parentela con alguno de los libros en preparación. Luego sucedió algo dentro de mí y empecé a conectar mis recuerdos de París con una trama totalmente falsa. Y así fui inventando, me inventé un París no a la medida de la verdad, sino de las mentiras. Hay una parte de tu biografía que me interesa de manera particular y que es poco conocida y reconocida: tu participación, junto con David Huerta y Jorge Aguilar Mora, en La Cultura en México a principios de los años setenta.

Hubo un momento en el que Fernando Benítez se cansó de dirigir La Cultura en México de Siempre. Vicente Rojo también se cansó y debo decir que, según mi experiencia, Benítez sin Vicente no era Fernando. Yo tenía amistad con Monsiváis desde Londres, así como con Rolando Cordera, que estudiaba allá y que es otro de los personajes del suplemento. No mencionaste tampoco a Carlos Pereyra ni a Paloma Villegas, que no aparecía en los créditos pero que era fundamental. Cuando regreso de Londres ya habían sido directores José Emilio Pacheco, Gastón García Cantú... Hubo una crisis. José Emilio no quería dirigirlo y Vicente, a quien traté en Ediciones Era, donde yo trabajaba, estaba dispuesto a seguir en la lucha si estaba alguien en quien confiara y ese personaje era Monsiváis. Al llegar, Monsiváis dijo que se hacía cargo pero no como director sino con una dirección colectiva y propuso a sus cuates Rolando Cordera, Carlos Pereyra y David Huerta; yo propuse a Jorge Aguilar Mora. Estaban otros, desde luego Paloma, Evodio Escalante y José Joaquín Blanco, que llegaron después. Monsiváis nos manipulaba, pero era necesario que así fuera. Estábamos en 1972 y era el post 68 en su auge, con todas las dudas y contrastes: gente yéndose a la guerrilla o súper pacheca. Ese equipo funcionó muy bien. Ya después nos peleamos pero fue una experiencia agradable. Todos bajo la dirección de un personaje extravagante, el jefe Pagés, que nos llamaba “Los putitos del hoyo negro”, del cual no sabíamos nada. Monsiváis era quien nos transmitía informaciones espeluznantes o esperanzadoras de él. Vivíamos en la luna, de verdad. Mezclábamos política con literatura. Éramos de izquierda pero no pendejos.

¿Te sientes satisfecho de esa experiencia?

Sí, ciertamente. Yo era un extranjero que no entendía nada ni sabía nada. Para mí, México era muy raro. Aprendí mucho, estaba viendo mi país a través de un consejo de redacción muy variado; ninguno era sectario y trabajábamos en común. Cierto que algunos lo hacíamos más que otros, pero era porque se nos daba la gana. Estaban los intereses políticos, literarios, filosóficos de cada uno pero se armonizaban. Además, era la época en que nos fusilábamos todo; traducíamos de todas las revistas del mundo y no se pagaban derechos. Yo me fui indignado, pero no enojado. Otros sí se fueron enojados. Tengo muy buenos recuerdos de esa época. L


EN LIBRERÍAS

sábado 24 de octubre de 2015

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LABERINTO

ESPECIAL

La lámpara del método RESEÑA IGNACIO ORTIZ MONASTERIO

E

mpieza a circular una nueva edición de Las voces del relato (Cátedra, Madrid, 2015) de Alberto Paredes. En el prólogo, el autor se refiere a su libro como un manual. Cuenta que hace años, cuando fue su maestro en la UNAM, Germán Dehesa lo instigó a escribirlo: “Si el manual de narratología que necesitas consultar, con la laboriosa taxonomía desarrollada y ejemplificada, no existe, no te queda más remedio que escribirlo tú mismo”. Estrictamente, sin embargo, esta obra es otra cosa. No hay duda de que Paredes identifica, clasifica y describe las numerosas variantes de la voz narrativa. Ofrece en primer lugar una sección de términos básicos, una caja de útiles conceptuales que sirvan al lector para trabajar en las materias sucesivas. Define relato, cuento, novela, historia, trama, acción, tema y otras nociones de la llamada ficción, en algunos casos profusamente. Define, por supuesto, narrador, al comienzo del apartado siguiente. Por sí sola, la definición de esta idea resulta tan sugerente como fantasmal, al menos para el lector no avezado. Sin embargo, Paredes aclara antes que “la persona que cuenta la novela o el cuento no es propiamente el autor, sino aquel ser que dentro del texto personifica una proyección singular del autor”. Narrador, dice, “es la entidad que cuenta al interior del relato”. Henry James es el autor de La vuelta de tuerca, pero quien cuenta la historia, su propia historia, es la institutriz que cuida (o no) de Miles y Flora.

Sentadas estas bases, Paredes emprende la tipología de los narradores. Parte de un hecho sencillo: “los sujetos narrativos […] se expresan y son en esencia las tres personas gramaticales: yo, tú, él”. La variedad de voces en la que se ramifican estas tres personas es considerable. El autor abarca todas, desde las más comunes —el narrador omnisciente u omnisapiente, que habla en tercera persona, y el narrador personaje, que emplea la primera— hasta otras rarísimas pero existentes en el discurso literario, como especies de hondas aguas retóricas. Paredes bautiza a dos de ellas: falsa tercera persona y segunda persona aparente, voces “claras y distintas, presentes en relatos de gran importancia cultural, pero inadvertidas por los teóricos”. La catalogación y caracterización de los emisores “al interior del relato” ocupa la parte central y más gruesa del libro. Es el gabinete de un naturalista del lenguaje. Todos estos contenidos corresponden, en efecto, a los de un manual. Las nociones básicas de la narratología están ahí, encuadernadas. Quienes estudian o se interesan en la poética pueden remitirse a este volumen para adquirir, reactivar, ampliar o refinar conocimientos. Hay un orden lógico y definiciones prontas, además de un índice analítico, que agilizan la consulta. Aunque sería útil tener un esquema de llaves que muestre el universo de los narradores según sus clases y sus relaciones, así como un glosario en toda forma que concentre los conceptos principales y sus definiciones, la información primordial está ahí, clara y bien organizada.

Paredes, sin embargo, no se limita a compendiar “lo más sustancial de una materia”. También abunda en nociones accesorias (al menos desde el punto de vista de la asignatura que se ha propuesto); hace largas digresiones; se dilata en ejemplos; se regodea en la apreciación de las narraciones que más admira, tanto europeas como latinoamericanas; añade una sección, la última, sobre la novela como vía de conocimiento, que emparenta solo de forma indirecta con la central, y —lo que es más importante— cuestiona y teoriza. Por definición, un manual es conciso, lineal, didáctico. Reúne las certezas alcanzadas, las convenciones del saber sobre un tema: no explora. Su lenguaje es anónimo y neutro. Ciencia a la mano. En Las voces del relato, Paredes compendia para acometer, junta el conocimiento y lo organiza, pero no lo fija. Sabe que hay terreno para la exploración e incursiona. Más allá de quien lo integre, un manual es una obra colectiva. Se parece en esto a los diccionarios, las enciclopedias, los mapas. Y aunque luzca en la portada, el autor está ausente en el lenguaje. Acá, en cambio, hay un autor en la medida en que hay un indagador. Paredes lo entiende así cuando, en el mismo prólogo, explica: “Este libro es una guía técnica y una reflexión metodológica”. La marca definitiva de esta subjetividad está, convenientemente, en las personas gramaticales que emplea: la tercera —apartada, propia de la objetividad— pero también la primera —relativa, personal. A esta versatilidad se debe que Las voces del relato resulte atractivo para una variedad de lectores. El estudiante encontrará en él un instrumental fino, completo y ordenado para la disección de los órganos narrativos del texto literario. El académico, un prontuario, desarrollos teóricos y, sin duda, una arena propicia para la discusión. El lector en general, si es afín a estos temas, una prosa interesante y útil, en ocasiones sabia, y algunos ensayos, entretejidos con solvencia en distintas partes de la obra, que bien podrían publicarse autónomamente, por ejemplo el dedicado al análisis del narrador en El perseguidor, el relato de Cortázar, o el que cuestiona el alcance estético de Dostoievski con base en los asertos a menudo categóricos de Nabokov. Pero lo que es tal vez más significativo: el lector, cualquiera de ellos, pasará sin dolor de un registro a otro. Las voces del relato es un libro especializado pero no es excluyente; es didáctico pero no es elemental ni aburrido. ¿Muestras de esa escritura acabada? El periodista “sabe que está armado de un conjunto de lentes que coloran con muy diversas tonalidades la ‘misma’ noticia”; Alice Munro “hace cuentos guiada por un parsimonioso metrónomo sostenido”; “la escritura del cuento […] insiste en el suspense, lo aumenta, es el foco de la lente concentrando los haces luminosos”; el arte de narrar, “una forma moderna del oráculo —que también respondía en lengua de enigmas”—; “la mejor literatura es una de las formas de lo que en ciencia se llama ‘saber negativo’ ”; “cada libro bien tramado es una alfombra mágica”. Sin categorías, conocemos como quien palpa un objeto en la oscuridad. Las categorías son descargas que nos muestran la identidad de las cosas. Reunidas y organizadas, arrojan luz sobre campos enteros. Los tibetanos dicen que “la lámpara del método […] permite conocer la sabiduría”. En esta obra, Paredes registra las principales categorías de personas narrativas; descubre y añade otras que, a su juicio, faltaban; clasifica y explica todas con base en criterios homogéneos, y las ejemplifica. Las voces del relato es, por estas razones, una lámpara importante sobre el campo de la narratología. L


MILENIO

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sábado 24 de octubre de 2015

× A

LA VIDA DE LOS ELFOS MURIEL BARBERY Seix Barral México, 2015 296 pp. Con el esplendor y el ritmo de los cuentos de hadas, esta novela de inusitada elegancia narra las vidas fabulosas de María y Clara, dos niñas tocadas por el don para servir de puente entre el mundo de los humanos y el de los elfos. Suenan tambores de guerra y el progreso amenaza con quebrar la armonía de la naturaleza, con quemar las tierras de las ficciones y el sueño. Barbery exhibe un talante poético al que es difícil resistirse y consigue crear una atmósfera en la que los prodigios ocupan el mismo lugar que la vulgaridad de espíritu y la ignorancia.

ZUMBIDOS EN LA CABEZA DRAGO JANCAR Sexto Piso México, 2015 278 pp. Esta novela es una oportunidad de oro para conocer al prestigioso escritor esloveno Drago Jancar, quien suele explorar, con microscopio, los hechos olvidados de la historia europea. Entrelaza dos tramas distantes en el tiempo, unidas por el brillo moral que despiden la rebelión contra los poderes autoritarios y el clamor libertario. Los escenarios son Masada a mediados del siglo I, epicentro de la indignación judía, y una prisión de Maribor. El personaje central es Keber, cuyo nombre inspira un respeto glacial entre toda clase de asesinos y ladrones.

EL HUECO DE LA MANO PJ HARVEY & SEAMUS MURPHY Sexto Piso México 2015 231 pp. Acompañada del fotógrafo Seamus Murphy, especialista en instantáneas de urbes arrasadas por la guerra, la diáspora o la pobreza, la rockera británica PJ Harvey debuta con un primer libro de poemas escrito (y capturado iconográficamente por Murphy) entre Washington D.C., Kosovo y Afganistán. El resultado es que las imágenes poéticas se conjugan con las instantáneas de la lente en un discurso lírico en el que la depredación del hombre por el hombre, el estado de ánimo hostil y la sensación de soledad articulan un testimonio descarnado del tiempo en que vivimos.

DEFINICIÓN HERMÉTICA H. D. Libros Magenta México, 2015 312 pp. Con traducción de Ana Rosa González Matute se presenta esta edición bilingüe que reúne los poemas “Sagesse”, “Winter Love” y “Hermetic Definition”. Es necesario aclarar que primero se presenta la versión en español de cada uno y en la segunda parte la versión en inglés. Por su tono, podríamos decir que H. D. es la verdadera continuadora de Emily Dickinson y merecería tener más fama que otras colegas. Ella le dio nombre al movimiento imaginista (o imagista) creado por Ezra Pound y William Carlos Williams. Su poesía viene de la tradición grecolatina.

EL ALMA DE LAS MARIONETAS JOHN GRAY Sexto Piso México, 2015 144 pp. En el marco del contrato social, la libertad consiste en obedecer las leyes. Pero en tanto que cada época tiene una idea diferente de ella, se hace necesario ajustar cada cierto tiempo los actos que pueden ser permitidos por la ley. Subtitulado Un breve estudio sobre la libertad del ser humano, rebasa el marco social y se acerca al tema desde un ángulo que puede decirse moral, en cuanto de lo que se trata es de que el ser humano se perfeccione. Un ensayo de Kleist y las ideas de los gnósticos le sirven de base a Gray para exponer sus provocadoras ideas.

F U EG O

EN LIBRERÍAS

L E N TO ×

LOS ÚLTIMOS HIJOS

Antonio Ramos Revillas Almadía, México, 2015 256 pp.

Solo nos queda el espanto ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

S

i Antonio Ramos Revillas sorprendió con El cantante de muertos, con Los últimos hijos provoca un rotundo estremecimiento. No solo sabe pulsar nuestras fibras más sensibles; también sabe confrontar los destinos individuales con el destino público de un país de monstruos que engendran y se aparean con otros monstruos. Las primeras páginas de Los últimos hijos hacen creer que volveremos a presenciar una historia que convoca a policías y ladrones, siempre coludidos, siempre andando en la misma dirección, empleados por fuerzas del crimen organizado sobradamente letales. Por fortuna, esta intuición temprana no tarda en disiparse una vez que testificamos la desvalida soledad de los protagonistas, una pareja en los finales de los treinta que apenas comienza a recuperarse de la pérdida de un hijo nonato. Los últimos hijos trata pues de la paternidad, o, mejor dicho, de la paternidad ausente. Produce cierto escalofrío ver a esta pareja en desgracia sobreponerse a la pérdida al adoptar a un muñeco mecánico que yace en una cuna al centro de una habitación dispuesta como un parque de diversiones. Pero produce aún más escalofrío atestiguar cómo ese padre descastado roba a la bebé de la familia de indeseables que semanas atrás vaciaron y humillaron su casa cagándose al pie de la escalera, en la cocina, sobre el lecho matrimonial, para emprender la huida al lado de su esposa hacia ese México en los huesos donde no hay más señales de vida que las de los alacranes y las ancianas marchitándose bajo el sol. El narrador, la misma víctima y también verdugo y en quien se insinúa la atracción que llega a ejercer el vacío, no quiere nuestra solidaridad. La muerte de un hijo es un accidente; el robo de un hijo es un omnicidio. Ramos Revillas procede en este sentido como un ser moral. Que otros tomen el púlpito y desde ahí proclamen sus malditas buenas causas e intenciones. La progenie del auténtico novelista tiene derecho a separarse gradual y trabajosamente de la indignación humana: de la condena, los cadáveres insepultos, los vientres estériles. Pero ese narrador tampoco quiere nuestro desprecio pues se ha instalado en esa zona en la que cualquier juicio se pronuncia en vano. La dimensión moral de Los últimos hijos encuentra sus correspondencias en el paisaje rural, nada nuevo en los universos literarios de Ramos Revillas. Si Monterrey tiene la consistencia de una sombra, el desierto zacatecano parece dotado con vida propia: casi lo oímos respirar y masticar a sus presas. Como los protagonistas, tiene la piel seca y la sangre congelada, y exhibe un talante agreste, igual que un cementerio de piedras donde penan las almas de todos los primogénitos. El espanto es moneda corriente en Los últimos hijos. Su presencia nos llena a cada tramo y contribuye a materializar nuestros miedos innombrables. Y ese espanto no cesa cuando por fin cerramos el libro. Sigue ahí, mientras mantenemos la luz encendida, mientras pagamos las cuentas del pediatra. L


CINE

sábado 24 de octubre de 2015

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LABERINTO

Juan Carlos Rulfo

“Jean–Claude no quería que hiciéramos su último suspiro” Carrière. 250 metros acompaña al octogenario escritor francés en una aventura personal cuyo destino es el reencuentro consigo mismo HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com

ENTREVISTA

ESPECIAL

A

Jean–Claude Carrière el mundo le queda chico. No solo lo ha viajado, también ha participado de su reflexión. Colaborador de Luis Buñuel y Peter Brook, es ante todo un buscador de historias. Con la sabiduría de quien sabe de dónde viene y a dónde va, predice que entre su lugar de nacimiento y el cementerio que le dará reposo hay un cuarto de kilómetro. A través del documental Carrière. 250 metros, el director mexicano Juan Carlos Rulfo profundiza en la personalidad y misticismo del escritor francés.

Uno de los temas subyacentes del filme es el origen. ¿Lo descubrió sobre la marcha o lo tuvo claro desde el principio del filme?

El arco de la película es un viaje desde el origen hasta el presente, y un posible

Como bien lo dices, el siete es importante. La conferencia de los pájaros de Farid al Din Attar es una referencia directa para imaginar el viaje por los siete valles que hay que cruzar para el encuentro consigo mismo. Esto representaba un arco dramático natural. Y para mí es muy importante que cada cosa que haces tenga un sustento mítico. El cuento y la narrativa universal ayudan a buscar caminos y senderos para hacer el propio. Entiendo así por qué Jean–Claude, antes que otra cosa, es un gran lector que busca historias en el mundo para así poder construir su lenguaje. Hacer cine implica ensayar y probar con las imágenes del mundo para encontrar y entender la mejor narrativa para esta o aquella historia. Está claro que le interesaba dejar constancia de Carrière como un testigo de la segunda mitad del siglo XX y de su condición de ciudadano del mundo.

¿Qué representó para usted dirigir a Jean–Claude Carrière?

Una oportunidad única. Un Master Class personalizado que recuerdo con mucho cariño por lo entrañable de cada momento. “Aprender” no significa detener el camino para dedicarse a “aprehender”, sino vivir para escuchar y crecer continuamente. Me gustaría que este tipo de oportunidades se replicara en los personajes que con su trabajo nos acompañan a lo largo de la vida: música, literatura, calle, familia.

La película se articula a partir de siete cartas de Carrière a sus hijas. El siete en sí mismo tiene una importante carga simbólica. ¿Cómo se definió esta estructura?

e inminente futuro: el de la muerte.Y más allá del tema, siempre se habló de metáforas que tuvieran que ver con el viaje hacia el autoentendimiento, pero siempre a partir del conocimiento del mundo. Por eso el Mahabharata y La conferencia de los pájaros. Más adelante, cuando buscamos el título de la película, vimos que había una gran virtud en conocer esos dos puntos: el del origen y el del fin.

Sus filmes En el hoyo y Los que se quedan abordan también el origen o las raíces como puntos de reflexión.

Imaginar de dónde venimos y hacia dónde vamos es un tema cinemático en todo sentido. Además, nos ayuda a tener certezas. Sin embargo, descubrirlo no es sencillo. Es como saber en dónde está colocada la primer piedra de la edificación de tu ser. Y para mí es muy importante, sobre todo cuando vivimos tiempos en los que los medios de comunicación borran y entorpecen el trabajo de conciencia del individuo volviéndolo uno más, sin autoridad ni independencia para definir su esencia y particularidad.

HOMBRE DE CELULOIDE

No es un personaje que tenga que reconstruir. Es él, en persona. Y él es polifacético por naturaleza. Para mí, lo más importante de una película es la mezcla entre la construcción del personaje y su desarrollo dramático. Carrière es una mezcla de todo. Es un escritor francés de 83 años, que viaja incansablemente por el mundo y que transmite esa sed por buscar historias. Esta película es el testamento de un creador notable.

Lo único que está claro es que nadie quiere que lo embalsamen o que le hagan una estatua en vida. En varias ocasiones, Carrière nos dijo que había escrito las siete cartas sin pensar en el texto que escribió con Luis Buñuel: Mi último suspiro. Es decir, Jean–Claude no quería que hiciéramos su último suspiro. Pero la idea de recordar para transmitir lo vivido y dejarlo impreso en una película es, en sí mismo, una especie de legado. L

FERNANDO ZAMORA

@fernandovzamora ESPECIAL

Malabares a la francesa

¿

Por qué desafiar la vida caminando sobre un hilo entre dos edificios? El protagonista de The Walk afirma que “el arte” de caminar por encima del mundo está lejos del desafío. “Al contrario”, dice, “es un elogio a la vida”. The Walk es una película para ser amada, ante todo, por el público de Estados Unidos. ¿Cómo no iba a hacerlo si la película se filmó como homenaje a todos los que murieron en las Torres Gemelas? El protagonista es un francés que, al borde del estereotipo, seduce con un acento de “oh-la-la”, pero hay otra protagonista: Nueva York, esa ciudad vanidosa que más brilla mientras más se le elogia. ¿Y qué mejor forma de elogiarla que repitiendo que quien triunfa allá triunfa en el mundo entero? Philippe Petit, el funambulista, lo cree y decide ofrecer al mundo el espectáculo de caminar entre las Torres cuando aún existían. Lo hace de forma ilegal de modo que en sus cálculos e investigaciones parece un terrorista que sin embargo quiere hacer arte, no matar. La dirección resulta poco más que azucarada. No se trata solo de que uno sabe exactamente qué va a suceder, se trata

de Gordon-Levitt quien construye a un personaje que tiene tantas ganas de caer bien que termina por caer mal. La imagen por supuesto es preciosista y se regodea en estos dos portentos: París y Nueva York. Los críticos más aventureros ya están viendo a The Walk compitiendo por el Oscar, pero yo no tengo vocación de agorero así que no sé si la película de Zemeckis conseguirá tantos premios como aquella otra película suya que, aunque igual de dulzona, resultaba más bonita: Forrest Gump. También Forrest Gump es un elogio al American Way, tiene también una imagen cuidada hasta el extremo y el mensaje termina por ser cursilón. Y sin embargo hay en Forrest Gump algo que no encontramos en The Walk : una historia de amor. Zemeckis y sus guionistas se han dado cuenta de que no basta el empeño de cruzar pértiga en mano entre dos torres para mantener al público despierto más de dos horas, de modo que dieron al señor Petit (el funambulista original) una historia de amor que tal vez por real no cuaja del todo. Hay en este amor muchas

The Walk (En la cuerda floja). dirección: Robert Zemeckis. con Joseph Gordon-Levitt, Ben Kingsley, Charlotte Le Bon, James Badge Dale. Estados Unidos, 2015.

promesas, muchos “te quiero” en francés, pero no hay esa relación de los amores desiguales que enternecía en Forrest Gump. Y es que solo entre desiguales se dan las grandes historias de amor, pero los artistas callejeros de The Walk se parecen tanto que su amor es convencional. Aun así, con todo y el sabor azucarado, la fotografía siempre luminosa y el mensaje de que en Nueva York es posible hacer tus sueños realidad, hay algo que vale la pena en The Walk y es el deseo tan humano de hacer que la existencia propia brille por algo distinto y aventurero. Puede que uno no crea que dar vueltas en hilo a 400 metros de altura sea algo por lo que vale la pena arriesgar la vida pero tiene razón el protagonista cuando dice que esa clase de actos son elogio de una existencia que de otro modo sería gris. L


MILENIO

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sábado 24 de octubre de 2015

ESCENARIOS

CONACULTA

Panorama futurista (un sueño de 1913) Del 6 al 10 de octubre, y mediante ponencias, talleres y cuatro conciertos, el Festival Visiones Sonoras celebró en Morelia a artistas que trabajan con el sonido como materia prima HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com

VIBRACIONES I

—¿Y cuál es, maestro, el sentido de su… experimento? —pregunta Adriana. Sonrisa irónica. Trenzas. Cabello rojo. ¿19? Voz débil. Brazos dispares; el izquierdo delgado, el derecho musculoso. Estudia para tocar el contrabajo, instrumento que por costumbre histórica (hay quien aduce argumentos físicos) le corresponde al macho. Hace poco, en Chapultepec, el compositor cubano Iván Abreu insertó una boquilla de flauta en una prótesis dental y adhirió el extraño instrumento a la corteza de un árbol. Lo dejó ahí, en el bosque, muy cerca del lago, cantando solo a merced del viento. —Jugar, ¡imagínate qué divertido es inventar tus propios instrumentos! —¿Y cree que eso es música? —Adriana sube el volumen de su voz aguda. Se le escucha más decidida y segura. Quiere especializarse en música microtonal. Cree en la experimentación pero también en los instrumentos tradicionales. No está dispuesta a que un juguete la desplace. —Pues yo le preguntaría a usted, señorita —Abreu (ojos cansados, barba, lentes, 48 años) le devuelve la sonrisa irónica—, ¿qué es la música? Y ahí, dentro de la duda, las horas de la tarde avanzan en Morelia.

II Frío y viento. Carretera hacia Pátzcuaro. Nubes grises sobre la UNAM. Artistas sonoros (jóvenes estudiantes, viejas celebridades) beben café tendidos sobre jardines. Discuten. Ven los cerros. Arrancan pasto. Escuchan. —¿Qué tipo de música haces? Diego me mira. Lentes. Ojos color avellana. Posición de flor de loto con un libro sobre Pierre Schaeffer cerrado entre las piernas. —Electroacústica pura y dura. Bach tenía una relación especial con su órgano y Paganini con su violín. Diego la tiene con su computadora. Nació en 1992. Para él, órganos, violines y pentagramas están tan muertos como Bach y Paganini. Graba petirrojos, sierras eléctricas o sus propios pedos. Manipula con su Mac cualquier parámetro de estos sonidos; los combina, sobrepone, interviene y ubica en un mapa con indicaciones espaciales (19 bocinas distribuidas en forma de estrella) y técnicas (el sonido “—uránico” debe salir a “X” decibelios por la bocina “sur–este—”). —¿Qué es la música? —Ruido al servicio de un cerebro humano —Diego prende un cigarro. Abre su libro sobre Schaeffer. Cae una gota, luego otra y otra—. ¡Puta madre!

Arcángel Constantini

III —Para mí no existen Ponce ni Moncayo ni Chávez ni Revueltas… —dice Renata. Es la tercera de una fila que comienza a la entrada del teatro de Vinculación Académica y termina en el estacionamiento—. Hay otra historia de la música mexicana, la de los atrevidos, y son ellos a quienes respeto. —¿Quién la comienza? —Jiménez Mabarak con El paraíso de los ahogados (obra para cinta sola escrita en 1960), la primera composición electroacústica mexicana —Renata ojea el programa de mano. Cabello rizado. Falda hasta las rodillas. Botas altas—. Luego este arte sonoro tarda en avanzar; la empujan extranjeros como Nancarrow e incluso Jodorowsky, hasta ahora que con Ulises Carrión, Javier Álvarez, Mario de Vega, Luz María Sánchez, Guillermo Galindo o Manuel Rocha se ha consolidado. Hoy es tan poderosa que ya no hay algún anticuado Carlitos Chávez que la cape.

IV

—¿Qué esperas del concierto? Sonarán obras de Rodrigo Sigal, Eduardo Caballero, José Gallardo, Arcángel Constantini y Édgar Barroso. Cinco

DANZA

compositores mexicanos que utilizan tecnología con fines musicales: para convertir el sonido en materia, para inventar instrumentos nuevos o para guiar con sonidos los trazos de una poesía visual. De noche. Cien metros de gente alineada comienza a entrar a un concierto sin músicos. La visión encantaría a los futuristas, sobre todo a Luigi Russolo, quien soñó (el 11 de marzo de 1913) con un arte sonoro que conquistara la variedad infinita de los ruidos (“los ruidos que remiten brutalmente a la vida porque surgen de la vida misma”). —Conocer sonidos que jamás haya escuchado. Digo, ya sé a qué suena un violín y por más raro que pueda alguien tocarlo, un violín suena a un violín. El sonido de un violín es algo tan inútil para mi vida como una carroza para un taxista en una ciudad mexicana —Santiago. Zapatos caros. ¿40?—. A veces hago dos horas a mi trabajo entre motores y sirenas. El sonido de mi refrigerador descompuesto es lo que me despierta. Quiero música que nazca de sonidos con los que pueda identificarme y que sus combinaciones intriguen a mi oído, lo enfrenten con masas sonoras inéditas, que me sorprendan, y que al mismo tiempo sean metáforas de mi realidad. L

ARGELIA GUERRERO

makarova81@yahoo.com.mx ESPECIAL

Nómadas con rumbo

L

as artes escénicas a menudo se instalan en el imaginario como procesos culturales que se desarrollan en teatros, ejecutados por especialistas a los que acude un público también especializado. Esta concepción resulta restrictiva y en general limita estas artes dejando de lado muchas de las potencialidades que poseen. La danza tuvo un momento de desarrollo creativo muy relevante en México cuando decidió salir a las calles no solo a buscar al público, sino a vincularse con una sociedad que se encontraba colapsada a causa del histórico terremoto de septiembre de 1985. Coreógrafos y bailarines adecuaron estilos y temáticas para acercarse al público que estaba poco familiarizado con la danza. Esto derivó en una evolución de estilos, técnicas y temas que prevalecen hoy en día, y desde los cuales muchos creadores continúan trabajando. Salir a buscar al público a las calles consiguió empatía y una difusión de la danza que solo tiene paralelo en la verdadera reforma educativa vasconcelista de principios del siglo XX, en la que los

coreógrafos gozaron de la difusión de su obra para contribuir a la construcción de lo que en ese momento se definió como identidad nacional. Hoy en día la relación público–creadores parece volver a distanciarse, siendo un problema recurrente la falta de audiencia para las funciones de danza, piezas, coreógrafos o compañías. Esta situación amerita una política de difusión del arte seria y responsable. Sin embargo, los esfuerzos de algunos creadores no se limitan a esperar la llegada del público a los teatros, y llevan más lejos su propuesta experimental: sugieren, además de salir a las calles, buscar intérpretes no necesariamente especializados en danza. Úumbal es un proyecto piloto creado por Mariana Arteaga y promovido por el Museo Universitario del Chopo, en el que la principal inspiración y materia de trabajo es la propia forma de bailar de los habitantes de la Ciudad de México. Ejecutantes voluntarios de diversas edades, procedencias y oficios harán viajar su propia construcción coreográfica a

través de los barrios aledaños a Santa María la Ribera, por lo que no se trata solamente de una pieza de danza callejera sino que tendrá carácter nómada. Los días 15, 22 y 29 de noviembre, los bailarines nómadas transitarán con sus piezas por distintas rutas, en un intento extraordinario y urgente por otorgar a la comunidad la oportunidad de participar desde su propia creatividad, reconocerse en comunidad y recuperar la colectividad a través de la experiencia estética de gozar el cuerpo, el espacio y la danza. Úumbal se trabajó inicialmente con el propósito de recopilar pasos de los voluntarios para crear un acervo propio, una pasoteca con la que después crearon secuencias de movimiento para llevarlas a las calles en las que próximamente intervendrán con diferentes formas de andar el espacio público que habitan y habitamos. Que la danza indique el rumbo. L


VARIA

sábado 24 de octubre de 2015

p. 12

LABERINTO

ESPECIAL

Al dente TOSCANADAS

DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

P

ara bien o para mal, la literatura mantiene un aura que no poseen otras actividades artísticas. Así, no es raro encontrar intelectuales que lo mismo han visto las películas de Buñuel que las de Stallone; pero novelescamente se ocuparían solo de autores de prestigio sin jamás verse tentados a leer a los Rambos de la literatura. Los propios novelistas se reirían si ven a alguien leyendo los libruchos de Jazmín o Deseo o Barbara Cartland, pero suelen estar al tanto de los acontecimientos de las telenovelas o incluso son aficionados a ellas. Para los humanistas solo vale la alta poesía; pero existen incontables versillos cantados por José José que les llegan al corazón. Y ya hablando de música, en el sitio de su alma donde se halla Beethoven queda un hueco para los Bukis, pero ahí donde está Cervantes no cabe Paulo Coelho. Lo mismo pasa con la crítica. Las revistas literarias suelen consagrarse a “cierta” literatura, mientras que las de cine se ocupan de cualquier simplonada. Aunque deben de existir los críticos serios, la mayoría son meros cinéfilos cuyo esplendor calificador lo alcanzan con frases como “muy divertida” o “gran actuación” o “estupendos efectos especiales”. Esto sería tanto como hacer crítica de una novela basándose en su correcta ortografía o adecuada tipografía o calidad del papel. En el mundo de las cortesías, las letras también se cuecen aparte. Hace poco me invitaron a casa de cierto conocido para cenar. Mientras comíamos un espagueti tan cocido que parecía masa cruda, el ama de casa se puso a decirme que

ME ALEGRA QUE LA LITERATURA NO SEA UN ESPACIO PARA LAS CORTESÍAS SINO PARA LA CRÍTICA

no estaba de acuerdo con tal y cual cosa sobre mi novela, me informó que cierta expresión que emplee era misógina, no le parecía correcto que hubiese matado al personaje central y ella hubiera terminado la novela de otro modo. Las críticas cara a cara siempre me han incomodado porque la otra persona espera que dé una respuesta y a mí solo me interesa recibirla, tal como si la estuviese leyendo en una revista. Pero en este caso la cena era tan mala que me puse a pensar en las injusticias de la vida. Yo no podía decirle: “Creo que usted puso a hervir el espagueti cuatro horas” o “Antes que un carbonara esto parece huevos revueltos con Maruchan”. Todos sabemos que por terrible que sea una cena, debemos decir que fue deliciosa y hasta aceptar una segunda ración si nos la ofrecen.

CAFÉ MADRID

“La portada es horrorosa”, me dijo una vez un periodista y yo nada le comenté sobre su abyecta corbata. “Todo está muy revuelto”, dijo un amigo sobre otra de mis novelas mientras pontificaba desde el sillón verde chillante de su casa desordenada y revuelta. “Me gusta más cómo escribe Volpi”, me dijo una muchacha y luego me presentó a su novio de rostro incompetente. Y como muchos lectores no saben distinguir entre texto y escritor, terminan haciendo las críticas sobre mi persona. Y sin embargo no me lamento. Todo lo contrario. Me alegra que la literatura no sea un espacio para las cortesías sino para la crítica. Me alegra que nadie tenga por qué comerse una novela que no esté al dente. L

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

periodismovictor@yahoo.com.mx ESPECIAL

Franzenmanía

D

esde hace dos semanas, en los escaparates de todas las librerías de Madrid (grandes superficies y de barrio) Pureza, de Jonathan Franzen, ¿la gran novela americana?, ocupa el lugar de honor. Sus 700 páginas repletas de posmodernidad no paran de cacarearse en las tertulias culturetas y su autor se ha sometido a un intenso maratón de entrevistas para promocionar su libro. En el otoño literario del país con la industria editorial más potente en nuestra lengua, los focos están centrados en una obra traducida, escrita por el hombre que saltó a la fama con Las correcciones. El libro cuenta la historia de Purity Tyler, una chica recién egresada de la universidad que persigue la identidad de su padre y vive en una casa compartida de Oakland, agobiada por el crédito de 130 mil dólares que pidió para estudiar y ahora debe pagar. A Purity todos la llaman Pip, como al protagonista de Grandes esperanzas, de Charles Dickens, y el mote se convierte así en el primer guiño de Franzen hacia las voluminosas y adictivas novelas del siglo XIX. Pip es, además, hija de una mujer empeñada en olvidarse de su pasado y, en gran parte por eso, en estas páginas el lector transita por tres continentes a lo largo de cuatro décadas. Todo empieza en el ocaso de la RDA, un acontecimiento que moldea a uno de los personajes que se empeñará en la defensa de la libertad de información y que, según quién lo mire, es el alter ego de Julian Assange, fundador de Wikileaks, descrito como “un megalomaniaco autista con perturbaciones sexuales”. En medio de todo esto, se aborda el enfrentamiento entre el periodismo tradicional cercano al poder y los medios alternativos (y digitales) que se esfuerzan por servir al ciudadano. Pero también hay

El escritor estadunidense Jonathan Franzen

espacio para la paradójica soledad que vive el individuo interconectado y las tragedias de una pareja. Salvo alguna descalificación de las feministas, los elogios de los críticos literarios no se han hecho esperar y, aunque todavía la editorial Salamandra no tiene los primeros datos sobre la venta del libro, prevalece la sensación de que será el éxito de la temporada. Es la frazenmanía desatada por una prosa potente, centrada en la actualidad, y una buena operación de marketing que coloca nuestra vida diaria en el centro del debate. El otro día, el periodista Enric González fue a Múnich para entrevistar a Franzen y le preguntó que si ya pensaba en el Nobel. “Por supuesto, lo hago”, le respondió al instante, pero enseguida matizó: “No creo que los académicos suecos tengan mucho interés en la

literatura estadunidense. De hecho, alguno de ellos lo dijo explícitamente y me sentí insultado por ello. Tengo la impresión de que algunos escritores esperan con ansiedad la llamada desde Suecia. No soy uno de ellos. No me hago ilusiones. Pero he sido feliz por el Nobel concedido a Svetlana Alexievich y está muy bien que la no–ficción sea reconocida como literatura. En el último medio siglo, bastantes de las mejores obras literarias en Estados Unidos no pertenecen al género de ficción”. En España, en cambio, la no–ficción todavía no está bien afianzada. Quizá por eso esta novela está logrando que el español de a pie se identifique con ella. Porque en un país envuelto en procesos electorales, corrupción y crisis económica, situaciones inminentemente literarias, no se ha escrito aún la gran novela de este tiempo. L


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