Laberinto No.715 (25/02/17)

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Laberinto

50 AÑOS DE TRES TRISTES TIGRES SANTIAGO GAMBOA p. 02

ADIOS A JOSÉ MARCOS SANTANA ARGELIA GUERRERO p. 11

EL ARTE MEXICANO SEGÚN TABLADA

EVODIO ESCALANTE p. 04 y 05

MILENIO

NÚM. 715

sábado 25 de febrero de 2017 FOTO: CARMEN CORONA DEL CONDE

TERESA DEL CONDE (1938-2017)

FERNANDO SOLANA OLIVARES p. 06 y 07


ANTESALA

sábado 25 de febrero de 2017

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LABERINTO

ESPECIAL

El arte del antojo AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com

CASTA DIVA

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a obra de Gabriel Orozco es perfectamente consecuente con sus limitaciones, su repetitivo repertorio utiliza lo más elemental que tiene al alcance, el tema de su obra es el mínimo esfuerzo. La especialización de las tiendas Oxxo es vender en cada esquina la comida chatarra que enferma de diabetes y obesidad a la población de México. La especialización de Orozco es tratar de ser simpático con objetitos e ideas sin complicaciones, su última ocurrencia es fusionarse con los productos de la tienda Oxxo, haciendo botanas y refrescos conceptuales. Comida chatarra readymade, sin valor nutricional, es el soporte perfecto para un arte chatarra readymade sin valor intelectual y estético. Kusama puso sus bolitas en tiendas Louis Vuitton, Hirst en botas Manolo Blahnik, Orozco pone las suyas en bolsas de

ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero

donas y junk food de Oxxo. Cada artista se pega en donde su fama y su cotización le permiten. El concepto de la obra de Orozco y el de Oxxo tienen metas de a dos por uno: selección elemental de comida y obras procesadas de fácil consumo. Las papas fritas, pasteles empacados, refrescos, son fórmulas “secretas” de ingredientes químicos, diseñados para un consumo antojadizo que pasivamente se deja manipular por la publicidad; la “fórmula secreta” de la obra de Orozco es ser un eterno mingitorio firmado, de ingredientes retóricos, diseñada para coleccionistas que se dejan engañar por la estructura publicitaria de los golosos teóricos, museos y galeristas. También coinciden en que la oferta del artista y de la tienda persigue al impulso irracional: nadie necesita refrescos o burritos prefabricados, ni pegatinas azules y rojas; es igual de ocioso

Uno de los objetos intervenidos por Gabriel Orozco

comer un alimento artificial creyendo que eso nutre y comprar pegatinas creyendo que eso es arte. Al mimetizarse con esta franquicia aprovechando sus marcas muy bien posicionadas, Orozco evoca el sueño imposible de ser conocido y adictivo en el mundo del arte como lo son esos productos basura en la población. La única diferencia es que la comida basura está atiborrada de conservadores para durar años sin descomponerse,

es cara y se vende masivamente, las obras de Orozco caducan dentro de la galería y su impacto en el mercado es marginal. Orozco dimensiona su obra voluntariamente, él mismo clasifica, define y compara su trabajo con productos sin calidad, que engañan, enferman y lucran con la ignorancia y la salud de las personas. Nos dice que su obra es desechable, inflada como una bolsa de papas fritas, dañina para el arte. L

A pleno sol, su sombra lo envuelve con aplastante oscuridad. EL MUNDO

TTT AMBOS MUNDOS

E

l año 2017 viene cargado de celebraciones, pues el ya lejano 1967 fue realmente prodigioso en novedades. Y no solo. Se celebrará también en mayo el centenario de Juan Rulfo, nacido en 1917. Pero en lo que a novelas se refiere, en abril se cumple medio siglo de Cien años de soledad y un poco antes el mismo tiempo de otra novela publicada en 1967 (aunque premiada en 1964) y que para mí es una de las más grandes escritas en español: Tres tristes tigres, del cubano Guillermo Cabrera Infante. A pesar de haberla leído por primera vez hace al menos 30 años, siempre que llego a La Habana y recibo el golpe de viento marino del malecón vuelvo a caer en sus páginas, en esa enloquecida noche habanera en la que un grupo de amigos, aspirantes a escritores, pretende hacer un viaje al fin de la noche por el malecón para agotar el tiempo con sueños literarios en la primera novela escrita en “cubano”, la modalidad

SANTIAGO GAMBOA Facebook: Santiago Gamboa–círculo de lectores

habanera del español que incluye palabras juguetonas como “el rapao”, que es a la vez uno de los mil apodos del pene en la jerga habanera y la voz con que se pronuncia en la isla el nombre del poeta Ezra Pound. Por lo demás, TTT (como Cabrera Infante llamaba a su novela) es una especie de Rayuela del Caribe: la novela de la deconstrucción donde muchas voces irrumpen desde diferentes ángulos; la novela hablada y oída; la crónica desesperanzada de un grupo de jóvenes que busca un camino literario y artístico y para ello tienen un gurú al que admiran, que en Rayuela es Morelli y en TTT Bustrofedón (ambos hijos del escritor Purswarden de El cuarteto de Alejandría, de Durrell); son además la novela de una ciudad, o de dos en el caso de Rayuela (París y Buenos Aires). La Habana nocturna se abre en TTT con una cita cambiada de Lewis Carroll: “Y me preguntaba cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada”. Cabrera Infante la cambia y queda así: “Y me preguntaba

Guillermo Cabrera Infante

cómo se vería la luz de La Habana cuando está apagada”. Esa misma Habana a la que Cabrera Infante dedicó su segunda obra monumental y maestra, La Habana para un Infante difunto, otro juego de palabras (Pavana para una infanta difunta, de Ravel), y que, como TTT, es también la historia de una pasión literaria. Queda por definir el papel de Cabrera Infante en el Boom, del que formó parte a disgusto. ¿Gustoso disgusto? En una entrevista sobre el tema, cuando se lo preguntaron, citó a Groucho Marx y respondió: “Include me out!”. Inclúyame afuera. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


MILENIO

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× J OS É

E U G E N I O

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ANTESALA

GABRIEL OROZCO

S Á N C H E Z ×

al escupir una flor (ráfagas de derek bailey) Este poema forma parte del libro La felicidad es una pistola caliente, que comienza a circular bajo el sello de Almadía

f

ue como si la ciudad hubiera sufrido un apagón tan brutal como la luz desparramándose por el piso al abrir las cortinas

solo pude ver tus ojos en blanco e intuí que tus labios se resecaban y que en alguna calle se caían los árboles parecido a los guitarrazos de neil young o tratar de coger una rama saliente en un precipicio fue cuando acaricié el relámpago de tus muslos y el mundo estalló en aromas como si hubieran conectado de nuevo la electricidad y tu interior quedara a oscuras

×EKO×EX LIBRIS×PENTESILEA Y AQUILES×

El Oxxo de los Oxxos ARTES VISUALES

MIRIAM MABEL MARTÍNEZ

D

urante 30 días, hasta el 17 de marzo, estará abierto el Oroxxo en la Galería Kurimanzutto en la Ciudad de México. El espectador —o cliente— podrá solicitar en la librería de la galería, a la entrada, sus billetes intervenidos con los que podrá “comprar” lo que quiera, menos cigarros o las piezas intervenidas por Gabriel Orozco, quien “propone un juego de logos y reglas de mercado como dos formas de entender un mundo capitalista”, como explica la larga cédula que el visitante tendría que leer antes de pasear por el Oxxo de los Oxxos. Si bien es interesante la propuesta de fusionar dos hábitos de consumo distintos (el del arte y el del monchis), al deambular por la 14 mil 1 tienda Oxxo de México para encontrar alguna de las 300 obras del artista, recordé que el año pasado, en una entrevista a la revista Forbes México, Orozco declaró que estaba aburrido. Esta pieza pareciera corroborar dicha declaración. ¿Por qué no arriesgarse a crear un nuevo logo o más composiciones de sus círculos que ya son una marca? (como se subraya en esta propuesta). ¿Por qué no aventurarse a salir al mercado y soltar más de las 300 valiosas piezas en los Oxxos de la “vida real”? ¿Por qué no jugar a la posibilidad de la lotería y dejar que cualquiera pueda “ganarse” un Orozco? ¿Por qué no extraer totalmente el sentido de la obra de arte y dejar que se pierdan entre el montón? Supongo que el autor aún no quiere morir y que para entretenerse creó lo que han nombrado un “ajedrez económico” o una crítica sutil y contundente al capitalismo “desde adentro”. Una ironía traducida en una pieza impactante por su producción (ver dentro de la hermosa galería un Oxxo ya es en sí una obra de arte, pero de Femsa) que es de fácil metabolización y que entretiene a los compradores y al público en general, y que responde de manera compleja al presente, donde lo único que queremos es diversión. Construida en distintos niveles, nos entretiene a todos por igual, desde los adoradores de la semántica pasando por los depredadores de lo conceptual hasta para quienes la galaxia del arte está fuera de su universo. Es entretenida hasta para el mismo artista, quien dice que tratará “de encontrar una lógica de producción, distribución y consumo que inserto en la funcionalidad de un Oxxo típico temporalmente experimentado dentro del mundo del arte”. Observo los Doritos intervenidos y empiezo a extrañar al Orozco poético, ese que según dicen lo incomoda pero que es capaz de crear obras inteligentes, emotivas y totales que conmueven al espectador llamándolo a pensar. Nostálgica, salgo del Oxxo (no sin unas papitas, aprovechando la visita) y me pierdo en el Bosque de Chapultepec con ganas de reencontrarme, en el otro lado de Reforma, con algo que me recuerde lo que alguna vez fue el arte. L

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LABERINTO

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Nuestras cimas estéticas según José Juan Tablada Durante su exilio en Nueva York, el poeta, periodista y diplomático escribió Historia del arte en México que habría de publicar en 1927. La siguiente relectura evoca la importancia de esta obra capital del relato cronológico de nuestra cultura plástica ESPECIAL

ENSAYO EVODIO ESCALANTE

E

ste año se cumplen 90 de que el más consumado esteta que hemos tenido, José Juan Tablada, diera a las prensas su Historia del arte en México (1927). El libro me parece notable no solo porque corona una vida dedicada al trabajo crítico, sino por su eminente valor histórico: es el primero que, al amparo de los cambios propiciados por la Revolución mexicana, incorpora sin ninguna vacilación las aportaciones del arte prehispánico a una historia que, lejos de menospreciarlo o ignorarlo, como se acostumbraba hasta entonces, lo considera como el fundamento de todo lo que vendrá. Sostiene Tablada: “Comenzamos a darnos cuenta que si en algo no debemos ser tributarios del extranjero, es en cuestiones de arte. Distinguimos que México, entre todas las naciones del Continente, es la única que tiene una gran tradición artística, indígena, colonial y moderna y principiamos a saber que la cultura que poseemos desde Netzahualcóyotl, es creadora y productiva, superior a cierta civilización que puede faltarnos, pero que en dado caso no es sino reproductiva” (subrayado en el original). Los mexicanos tendríamos que sentirnos orgullosos de los artistas plásticos que han trabajado aquí desde la aurora de los tiempos. “No ha habido un solo instante en la vida mexicana —observa Tablada— que no se hayan producido objetos de arte y de belleza”. ¿Cómo armonizar esta realidad estética con los fieros sacrificios humanos practicados durante las ceremonias religiosas? Tablada invoca aquí un simultaneísmo más que aleccionador: “Mientras el fiero sacerdote de Huitzilopochtli destroza el pecho de las víctimas humanas, el tlacuilo pinta frescos monumentales y expresivos códices; el ceramista modela ánforas y vasos que decora luego con sabio pincel”. A lo que agrega, categórico: “Aun bajo los terrores de la teogonía azteca, aun con los pies en la sangre humana que desde lo alto del Gran Teocalli y de los demás templetes corría inundando la ciudad indígena, aun en medio de las batallas sempiternas, aquellos artífices […] pudieron encantar la vida de los demás con las obras de su grave pensamiento, de su sensibilidad armoniosa, de sus manos rítmicas”. Sintonizando de algún modo con las vanguardias europeas que en las primeras décadas del siglo XX descubrieron y dieron nuevo valor al arte llamado “primitivo” (las máscaras africanas, por ejemplo), Tablada también encuentra en ciertas configuraciones del arte indígena vislumbres de la estética contemporánea. Al describir las características plásticas del códice Fejervary Mayer, por ejemplo, Tablada elogia el talento del tlacuilo y su capacidad de crear “figuras de gran

Penacho de Moctezuma

fuerza decorativa y expresiva, como el Mictlantecutli o Señor de los Muertos, el Xolotl Azul, y sobre todo, ese Tzinacan o Dios Murciélago, verdadera creación del expresionismo, digna de los modernos escenarios rusos, anticipando hace siglos el modernismo de nuestros días”. Algo semejante discurre en torno a la portentosa figura de la Coatlicue. “Este último monumento —afirma Tablada—, aunque integrado por elementos reales, asume las vastas proporciones de una creación abstracta. Parece un producto Se equivocaría quien de la moderna filosofía piense que a Tablada cubista. Es el más forsolo le importa el arte midable monumento con mayúscula; también del Terror y del Espanto dedica muchos párrafos que la humanidad haya a los artesanos plasmado”. Una tal reivindicación del arte prehispánico resulta excepcional si se considera que hasta ese momento lo habitual, incluso entre la capa ilustrada de los ateneístas, era desestimar e incluso renegar de esta etapa de nuestra historia. En efecto, en El monismo estético de José Vasconcelos (Cvltura, México, 1918), a la hora de considerar el capital histórico con el que contaría un arte genuinamente latinoamericano, el autor deplora lo que él mismo llama “el culto arqueológico del arte indígena” y sostiene que no podemos alimentar el presente basándonos

en nuestros turbios orígenes que remiten más bien a una época de decadencia. En dado caso, si existen hilos sanos con los que podemos tejer nuestro crecimiento, habría que encontrarlos en el arte arquitectónico de la Colonia, que aporta “un estilo macizo y noble” donde parecería expresarse “lo que quiere ser nuestra propia alma nueva”. El desdén por la tradición indígena, que acaso solo podría tener un interés “anticuario” basado en la curiosidad arqueológica, lo reitera otro distinguido ateneísta, Alfonso Reyes, en uno de sus textos más celebrados: Visión de Anáhuac (1915). La profusa cornucopia de las páginas iniciales de este ensayo ha impedido ver a los especialistas que Reyes se deslinda del “bárbaro azteca”, en el que triunfó “el dios sanguinario y zurdo de los sacrificios humanos”. Los indígenas no solo son para el ensayista la “raza de ayer” (sic), es decir, algo del pasado, sino que, para evitar confusiones, declara: “No soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena”. Esa tradición, según Reyes, nos es ajena. No existe ningún hilo cordial ni vital que nos vincule con la historia precortesiana. En dado caso, compartimos con esos antiguos pobladores (ahora inexistentes) el mismo paisaje, el mismo escenario histórico: el valle, los volcanes, etcétera. Es esta circunstancia, meramente accidental, y exterior, por lo tanto, la que nos lleva a ponderar, por decir algo, la figura de Netzahualcóyotl. Hay que leer


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ARTE

DIEGO RIVERA

con sumo cuidado estas palabras conclusivas de Reyes que le sirven para racionalizar su perentoria inclinación por la belleza, ese valor eterno: “Si esta tradición nos fuere ajena, está como quiera en nuestras manos, y solo nosotros disponemos de ella. No renunciaremos —oh Keats— a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces” (el subrayado es mío). Diecisiete años después, en su “Discurso por Virgilio” (1932), Reyes va todavía más lejos en su eurocéntrico desdén al grado de que incurre, sin reparar en ello, en una suerte de genocidio simbólico: “No tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino solo una visión fragmentaria, sin más valor que el que inspiran la curiosidad, la arqueología: un pasado absoluto”. La frase produce calosfríos: ¿la cultura indígena, un pasado absoluto, sin ningún valor para el presente? Pues sí, así la piensa Reyes, por eso agrega en seguida, explicando esta determinación: “No debemos engañarnos más ni perturbar a la gente con charlatanerías perniciosas: el espíritu mexicano está en el color que el agua latina, tal y como ella llegó ya hasta nosotros, adquirió aquí, en nuestra casa, al correr durante tres siglos lamiendo las arcillas rojas de nuestro suelo”. Es decir: nuestra verdadera historia comienza con la Conquista. Sobre este telón de fondo en el que se advierte el tufo de los sepultureros o el de un colonialismo cultural que no se atreve a decir su nombre, cobra todo su valor la exaltación que emprende Tablada de los artistas indígenas en su Historia del arte en México, que perseveran en sus trabajos, por cierto, bajo las difíciles circunstancias de la Colonia y que prosiguen durante la Independencia para llegar hasta nuestros días. Como observa el autor: “La inquisición tortura y mata; el encomendero oprime y explota; y aun así, la belleza se produce y los artistas mexicanos continúan dando prestigio a la sombría religión católica, cada vez más lejana de Cristo, y encantando con sus producciones la vida de todos”. Se equivocaría quien piense que a Tablada solo le importa el arte con mayúscula; también dedica muchos párrafos a los artesanos mexicanos, a las arcillas, a la joyería, a la vestimenta, al trabajo en metales, a los retablos, e incluso, de manera destacada, al llamado arte plumario. De este último, afirma Tablada: “He aquí el arte más genuinamente mexicano de todos los artes plásticos. Dijimos que aunque se le llamaba comúnmente mosaico, a nuestro juicio tenía más relación con la pintura, siendo, en efecto, una pintura en la que en vez de pigmentos se usaba la pluma de los pájaros”. Son los artesanos, por cierto, a partir de la época de la Independencia, un bastión imprescindible para enfrentar a ese nuevo enemigo que nos ha deparado la historia: el industrialismo mecánico europeo y norteamericano. Dicho de otro modo: el arte como resistencia ante la penetración extranjera. Después de dedicar un centenar de páginas al arte de la época prehispánica, y otro centenar más al arte de la Colonia, Tablada pasa de modo muy rápido —cosa de 40 páginas— por la época moderna (el pintor Velasco, con su paisajismo convencional, le parece muy limitado). Lo novedoso, y lo audaz, es que no concluye aquí su recorrido, sino que se adentra, no importa que en una apretada decena de páginas, en lo que él mismo llama el arte contemporáneo, de modo señalado en el arte de los nuevos muralistas: Rivera, Orozco, Mérida. Esta última sección se presta a reproches, justificados sin duda, pues antes que un ensayo en forma lo que nos ofrece el autor es una colección de fichas en torno a los dibujantes y pintores que le parecen significativos. En su descargo hay que decir que no se contaba con una perspectiva temporal que permitiera trazar en ese momento una visión de conjunto. Destaca, empero, la mano segura con la que afirma que Julio

Detalle de los murales en la Secretaría de Educación Pública JULIO RUELAS

La domadora

Ruelas “inauguró la era del arte moderno entre nosotros”. Sus juicios sobre Rivera son los de un visionario, y conservan hoy toda su actualidad: “Las decoraciones ejecutadas por Diego Rivera en la Escuela Preparatoria, Secretaría de Educación y Escuela de Agricultura de Chapingo, constituyen la obra más fuerte y de mayor sabiduría artística que hasta hoy haya sido ejecutada por los pintores nacionales, y sería una ejecutoria de cultura para cualquier nación del mundo que la poseyera”. Se sabe que la Historia del arte en México, que Tablada redactó desde su exilio en Nueva York entre marzo y noviembre de 1923, habría sido una comisión de Vasconcelos, entonces al frente de

la Secretaría de Educación Pública, con la idea de publicarla ese mismo año. La intempestiva renuncia del secretario demoró la publicación del libro, que habría de aparecer cuatro años más tarde bajo el sello de la Compañía Nacional Editora Águilas. En algún momento, Tablada se queja de que el Estado mexicano siempre ha considerado a los artistas “como seres antisociales, ajenos al bienestar de la comunidad”. Este reclamo, que bien podría estar dirigido contra la larga gestión porfirista, y contra los primeros años de la Revolución en el poder, deja lugar a un reconocimiento, no menos franco, a la labor del entonces secretario de Educación. Por eso escribe Tablada: “El único esfuerzo oficial en pro de los artistas nacionales, digno de tomarse en cuenta y aplaudirse, es llevado a cabo por el secretario de Educación, Vasconcelos, al hacer decorar los edificios del Estado por un grupo de artistas mexicanos”. A finales de septiembre del año pasado, sin sospechar que fallecería a las pocas semanas, coincidí en una comida con Jorge Alberto Manrique y traté de extraerle algún juicio favorable sobre este libro. Fracasé en mi intento. Pienso que como alumno de Justino Fernández, Manrique veía con reserva los textos de un poeta como Tablada, que carecía de la formación teórica y hasta filosófica, podríamos agregar, con la que sí contaba Fernández, quien no por nada llegó a ser director del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. En favor de Tablada, empero, habría que argüir que el libro del que me ocupo es cuando menos diez años anterior a las primeras investigaciones de Justino Fernández. El giro revalorativo que nos propone su Historia del arte en México tiene pues el mérito de lo originario, de lo que adelantándose en el tiempo traza rutas por las que otros habrán de transitar. Otro argumento en favor de este “historiador lírico”, como lo llama mi amigo el investigador Luis Rius Caso, surge de una indispensable comparación. También Villaurrutia y Octavio Paz escribieron mucha y muy memorable crítica de arte, pero ninguno de los dos llegó a escribir un libro unitario y propositivo como lo hizo Tablada. Ya sería justo que alguna editorial nos ofreciera una reedición del mismo. L


LABERINTO

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Una carta inconstante para Teresa del Conde Más que una despedida a la crítica de arte siempre heterodoxa y antisolemne, quien murió el 16 de febrero, estas páginas responden a la necesidad de guardar sus actos y fabulaciones más vigentes FERNANDO SOLANA OLIVARES

QUERIDA TERE:

U

n texto cercano a éste, “Otoño entre las hojas”, te tuvo a ti como su destinataria en las líneas finales. Ahora lo eres desde el principio y deberemos atenernos al sistema dialógico de preguntas y respuestas al tejer esta conversación: ya no estás aquí para atenderla, pero sigues estando presente en la obra reflexiva que has dejado. Tú hablarás desde Arte y psique (Plaza & Janés, México, 2002), una antología que vincula la psicología, la psicopatología y el psicoanálisis con las obras de arte y sus autores, y yo lo haré desde la relectura de ese libro cuya vigencia será duradera. Quien lee, afi rma Gadamer el hermeneuta, debe permitir que hable el texto mismo sin imponerle conceptos, los cuales deben quedar en suspenso, al modo de una pregunta. Se trata de una apertura a la alteridad y su pretensión de verdad, de “dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí”. La alteridad significa ser otro, colocarse o constituirse como el otro y lograr una comprensión verdadera, es decir, pasar de la negatividad del pensamiento ilusorio personal a la positividad del conocimiento verdadero. Este pensador llama “experiencia” a ese tránsito, cuyo inicio parte de la fantasía subjetiva hasta llegar a la verdad objetiva, aceptando tácitamente lo que tú misma señalas en uno de los ensayos del libro: “no hay frontera entre lo exacto y lo inexacto, ni siquiera la hay entre verdad y mentira”. Karl Kraus, un escritor vienés contemporáneo de Freud, acusaba al creador del psicoanálisis de haber escupido (esputado, es el áspero término que utilizaría) sobre el misterio del genio para reducir la obra de arte a un mero escenario de pulsiones psíquicas inconscientes que suelen dividirse entre primarias y se-

cundarias. Escupir sobre el genio y sus productos ha de simbolizar un acto de vinculación superficial y a la vez de rechazo profundo, una reducción cognitiva que aísla la “forma significante” de la obra de arte en sí misma y la remite a una dudosa psicología de lo no manifiesto, la cual solo podrá ser dilucidada mediante la tan característica y moderna ideología psicoanalítica de la sospecha y la intervención de su intermediario autorizado: el analista. “¿Ha servido o sirven las teorías psicoanalíticas para el campo de la historia del arte? Bastante, pero las obras de arte no son psicoanalizables (sí, con frecuencia, descifrables)”, escribes. Y no lo son porque no pueden ser colocadas en el diván, espacio esencial de las conceptualizaciones freudianas y sus poderosas mitografías. Quizá por ello en Arte y psique consignas el “profundo disgusto” que en Leonora Carrington produjo tu lectura psicoanalítica de En bas, el drama psicótico vivido por ella que la llevó a una ortodoxa reclusión hospitalaria. “Nunca he creído en simplificaciones”, respondió Leonora Carrington en los diálogos que sostuvo contigo y que transcribes en el libro (Ahora dudo si fue antes o después de esas charlas y su publicación cuando yo mismo soñé con la pintora inglesa: nos faltó tiempo

para comentar aquel sueño que se basaba en un encuentro tuyo. Podría creer que había sido un sueño tuyo que ocurrió en mí o un sueño mío que sucedió en ti.). Hay un paradigma de la cordura que solo es eso, dirá Leonora al explicarte que existe un fondo subterráneo infinito e inconmensurable en las cosas. La angustia, por ejemplo, aquel “viento que pasa por los seres” y que no requiere, porque no la tiene, una explicación racional. Será un desacato conceptual —otro más de tus habituales y creativos desatinos controlados— el que indagues no por los surrealistas ni por las doctrinas herméticas sino acerca de los animales y el alma en tus preguntas a la pintora. “Te digo, Teresa, ¡claro que los animales, las plantas y las frutas tienen alma!” La forma de las cosas, afirmará ella, sale del alma, en un juego de desdoblamientos e imprecisas precisiones. Como el bosque, que cicatrizan los senderos, las cosas tendrán la sustancia que nuestra conciencia les otorgue. “No tengo idea clara de lo que estoy pintando. A veces las manos lo hacen todo y otras no. Las cosas se vuelven brumosas. Muchas ocasiones sucede que los personajes suben solos al cuadro. Misterio: lo inescrutable para la razón. De ahí entonces el materialismo dialéctico del psicoanálisis según un autor que citas, Wilhelm Reich, como un atrevido y acaso infructuoso empeño para llenar de sentido comprensible aquello que ni puede ser explicado porque solamente es. Si me pongo objetiva, considerará Leonora, debo aceptar que nadie sabe por qué se hace algo en el enorme espacio que es el universo. Extrañas son las costumbres del cosmos”. En alguna parte del libro transcribes una carta de Freud a Stefan Zweig donde el fundador del psicoanálisis reitera que “desde el punto de vista crítico podría seguirse manteniendo que el concepto de arte desafía toda la interpretación crítica”. Arte y psique se constituye como un juego de aproximaciones donde el límite de las mismas es su propia significación: conocemos lo incognoscible desconociéndolo, o bien acercándonos a él mediante una constante lejanía. Oxímorones, circularidades, contactos que solo son el disfraz de una distancia, de una imposibilidad. Hacemos arte, promulgaría Nietzsche, para no morir de realidad. A pesar de tu relativa desestimación de las perspectivas orientales —nunca olvidaré la fruición intelectual con que escuchaste alguna vez un término proveniente de las técnicas meditativas budistas, la psicofi siología de la atención—, transcribes una frase del maestro tibetano de Leonora Carrington y al hacerlo pareces aceptarla sin más: “La materia de nuestros cuerpos, como todo aquello que llamamos materia, debe ser tomada como sustancia pensante”. ¿Podría creerse que es una reiteración de aquella desdibujada frontera conceptual en la que, para serle fiel a su creatividad vigorosa, tu pensamiento siempre se mantuvo, aun contradiciéndose o refutándose a sí mismo? ¿La forma de las cosas sale de nuestras almas, entendidas éstas como mucho más que la carga pulsional de un inconsciente a descifrar?


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DE PORTADA

FOTOS: CARMEN CORONA DEL CONDE

LA MAMÁ MÁS BONITA DEL MUNDO CARMEN CORONA DEL CONDE

Publicamos un fragmento de Todo lo veo azul, novela inédita y autobiográfica que desciende a los abismos de la maniaco-depresión

Acaso convengas que el arte contiene una supra verdad, un “llamamiento existencial” que puede considerarse un fenómeno metafísico-moral porque provoca un encuentro del espectador consigo mismo, encuentro que constituye toda forma artística verdadera. Y que su análisis, una profesión psicoanalítica, lingüística y hermenéutica, se basa siempre en la transposición, como indicas, que nunca es otra cosa que una traducción: el surgimiento de líneas ocultas de significación, de dimensiones insólitas, o sea, el surgimiento de la revelación. Comprender es aplicar, aplicar es revelar. De tal manera que tus alcances revelativos, revelacionales, siempre han sido una fi losofía visual. Siempre han sido, escribo. Pero ahora me cuestiono: después de serlo ¿qué serán? El viático que nos has dejado al irte de aquí. La memoria selecciona, disuelve y coagula aquello que está en nuestro recuerdo. Pienso en ti y las imágenes me llegan en un tropel favorecido. Veo de nuevo Acaso convengas tu risa inteligente al que el arte contiene contarme que cieruna supra verdad que tos pares tuyos, otros puede considerarse críticos de arte tan un fenómeno prominentes como lo metafísico-moral fuiste, te reclamaban haberme nombrado a mí, “un poeta” según ellos, como subdirector del Museo de Arte Moderno. Era un doble elogio que deslizabas con tu deliciosa y refi nada, alegradora ironía. Esa fue una condición habitual de nuestros encuentros: la mera alegría de una inteligencia vagabunda y penetrante, audaz y contenida, que celebraba sin razón, sin por qué, el juego superior de la existencia, el juego que nos juega, según alguna vez llegamos a decir. Una tarde que apenas iniciaba caminamos por alguno de los umbríos andadores de piedra del museo. Las hojas otoñales cubrían la sinuosa calzada mientras tú y yo, peripatéticos, conversábamos. Los rayos de sol filtrándose por entre la arboleda iban tocando en diagonal la alfombra vegetal de nuestros pasos. Gramática de la pertenencia mutua: nos escuchábamos el uno al otro, procurando no oírnos a nosotros mismos al hacerlo. Tal vez comentábamos ciertos mecanismos de poder locales, las miserias

de las burocracias culturales o las patologías familiares que encarnaban nuestras mutuas neurosis de destino. La amistad entra por los sentidos y los nuestros actuaban para fundar una relación que defi níamos al modo de Schopenhauer, aquel budista extraviado en Occidente que tanta gracia te hacía: todo encuentro casual es una cita. Después de un lapso indeleble, tan lúcido como intenso y casi psicoanalítico, de tantas transferencias y contra transferencias mutuas, de tanto decirnos y confesarnos, los dioses de la vida y de la muerte decretaron nuestra distancia necesaria. Yo no cabía ya en tu círculo íntimo, una corte de empleados tuyos que me hizo apodarte la reina Catalina entre tus coquetas carcajadas y tu inagotable sentido del humor. Mi sagrado descontento debía ponerse en movimiento una vez más. Lo que se da no se pierde, asegura la tradición védica. Y tú dabas mucho, como una maestra de mano abierta que sin embargo algo reservaba, al modo de la sabiduría profunda donde el decir es aletheia, una forma de mostrar ocultando. Había mucho de matrona en tu conducta y eso era bueno, amparador, gratificante. Estoy seguro que la vida te habrá obligado una y otra vez a comprender: aquella acción hermenéutica profunda que un autor cercano a nosotros, Hermann Broch, defi nía como la forma más alta de la inteligencia, la bondad. Tal vez aquella tarde volví a decirte que eras una narradora natural, antes incluso de ser una enérgica ensayista, y que debieras escribir ficción, correlatos objetivos, fabulaciones arbitrarias, las catarsis de una conciencia inconsciente que emerge en el lenguaje. Cuando volvamos a encontrarnos no te diré nada parecido. Todo acto escritural va trazando las huellas de nuestro paso por el mundo: ahora puedo ver, cuando tantos inviernos ciñen mi frente, que la escritura nos escribe, nos permite atisbar la verdad y el sentido que, a pesar de su oscurecimiento histórico intermitente, siempre estará aguardándonos aquí. Para poder ser, escribió Paz, he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros. Hoy me doy cuenta que me busqué en ti y encontré mi ser convirtiéndolo en otro. Uno es la suma de sus alteridades y la tuya, constituyente, tan entrañable como definitiva, habrá quedado en mí… L

Mi mamá y mi papá llegaron a tener fuertes enfrentamientos durante los cuales mi mamá lloraba por las agresiones, sobre todo verbales, que él me propinaba. Así pude deducir el significado de la palabra “fiscal”. “Carolina nos fiscaliza todo el tiempo. Quiere saber todo”, le decía. Sí quería saberlo todo y, al mi padre no responderme, al decirme “Fiscal” y al haberme dado una cachetada harto de mis preguntas, me llevó algunas veces al borde del delirio. Yo no preguntaba por curiosidad sino porque la incertidumbre me invadía y, entonces, me volví fiscal. “¿Cuándo te vas a ir?” “¿A qué hora vas a regresar?” “¿Cuántos días faltan para que sea domingo?” “¿Cuánto falta para Navidad?” “¿Te vas a morir?” “¿Cuándo te vas a morir?” “¿Yo me voy a morir?” Las preguntas caían como en cascada a determinadas horas del día, sobre todo en las tardes en que la perspectiva de la noche empeoraba mi angustia. En cambio, mi mamá me respondía como mejor podía. A veces con paciencia y con la conciencia de que yo era apenas una niña. A veces apresuradamente porque ya se le hacía tarde para sus clases (en mi infancia ella eligió su giro profesional y de éste se aferró para llevar a cabo su lucha existencial, fugándose). Se le hacía tarde para llegar al grupo de alumnos de la empresa Celanese Mexicana o al Instituto Familiar y Social a enseñar Historia del Arte. O para llegar a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM con el maestro Xavier Rojas, al que idolatraba. A veces me respondía abruptamente, como cuando le pregunté un sábado mientras se miraba al espejo por qué iba a ir a su día de salida con mi papá, que si se iba a morir y —tajante— me contestó: “Sí, todos nos vamos a morir”. Y al poco rato se fue de cine o de coctel o de cena. Lucía preciosa, vestida de gamuza, con botas, muy bien peinada con un poco de crepé y maquillada como si fuera su propia maquillista (mi mamá quiso ser pintora y hasta la fecha pinta. Es muy habilidosa: sabe coser, cortar, dibujar y, por supuesto, utilizar el maquillaje). Siempre se ha esmerado mucho con la boca y se la pinta y delinea sin ver. Esa noche yo vi cómo se la pintó de rojo, paró la trompa y se la empolvó. Luego se puso otra capa de rojo y se la delineó con un lápiz más oscuro. Al final besó, literalmente besó, un papelito que estaba a su alcance y así retiró el exceso de brillo. Había siempre besos suyos en las cajas de medicinas y de klínex, en sobres de papel y en libretas. Era la mamá más bonita del mundo con sus ojos de luna, uno con un lunar en el cristalino. Con la nariz tan afilada que se le forma una bolita en la punta. Con la boca pintada. L


EN LIBRERÍAS

sábado 25 de febrero de 2017

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LABERINTO

Dos caras de la sociedad Con Las yeguas desbocadas, Guadalupe Loaeza prosigue la serie iniciada por Las yeguas finas. A continuación, una lectura de esta nueva entrega, un vistazo a los años sesenta, y una breve entrevista RESEÑA ERNESTO MURGUÍA

A

finales del año pasado me encontré con la novela Las yeguas desbocadas de Guadalupe Loaeza. El flechazo fue instantáneo, en especial porque recordaba con enorme cariño la primera novela de esta serie: Las yeguas finas, un conmovedor retrato de la sociedad mexicana de los años cincuenta, visto a través de la mirada de Sofía, una niña de once años abrumada por la obsesión de su madre por pertenecer a una clase social que no termina de aceptarla, la distancia de su padre, la rigurosa educación de las monjas y el asfixiante corsé social impuesto a las alumnas del Colegio Francés. En esta primera entrega, Sofía se sueña con una capa mágica, muy parecida a la de Harry Potter, que la vuelve invisible a los demás y evita que su mamá le grite todo el tiempo: “idiota, bruta, imbécil”. El problema es que, como pronto aprenderá la protagonista, es imposible desaparecer de nuestras propias vidas y de nuestros propios miedos. En Las yeguas desbocadas, Sofía se descubre como una señorita de catorce años, ingenua, por un lado, pero con un enojo y una frustración acumulados durante años. Para colmo, su despertar sexual se encuentra en pleno apogeo. Un despertar sexual, por cierto, del que nadie habla, nadie opina, nadie reconoce siquiera su existencia. Hoy, los niños reciben educación sexual desde

pequeños; en esa época, mencionar cómo se hacían los bebés era motivo de expulsión en el colegio. Para colmo, Sofía enfrenta nuevas y más violentas crisis familiares agravadas por la delicada salud del padre y la presencia de inesperados integrantes de la familia, sobrinas que por designio y mandato se convierten en hermanas para que la sociedad no se entere de que alguien de la familia Garay “salió con su domingo siete”. Dueña y señora de este entorno caótico, la figura de doña Inés, una de las protagonistas de la historia, se erige como uno de los grandes logros de la novela. Si desde Las yeguas finas, la mamá de Sofía ya era un personaje fascinante por sus contradicciones, en esta nueva entrega está más desatada, voluntariosa y preocupada por el “qué dirán” que nunca. Es una figura trágica que en su obsesión por mantener las riendas y dictar los destinos de su familia termina afectando la vida de todos los que la rodean. En este mundo de mentiras y presiones, donde las estrategias infantiles como el imaginario manto de invisibilidad ya no le funcionan, Sofía se encuentra en una encrucijada. Más que yegua fina, con sus

Nostalgia viva ¿Qué significa para ti, en relación a tu propia vida, volver a la Ciudad de México de la década de 1960? En la década de 1960 la Ciudad de México era como la describe Carlos Fuentes en su novela La region más transparente, es decir, tranquila, segura y muy divertida. Entonces la Zona Rosa era el lugar de encuentro de los jóvenes, llamados baby boomers. Muchos de ellos se asumían como “existencialistas” que leían a Jean–Paul Sartre y oían la música de jazz de Dave Brubeck y de Jacques Lucien. Los más “locales” leían a Juan José Arreola,

Luis Spota y Juan García Ponce. Las señoras de la burguesía iban a desayunar a Sanborns de Madero para hablar de bodas, bautizos, entierros y primeras comuniones de las familias de “Los trescientos y algunos más”. Estas señoras también especulaban a propósito de quién sería el “tapado” que ocuparía la silla presidencial y de cuántas “casas chicas” tenían los miembros del gabinete del presidente en turno. En esa época se estilaba llevar serenata a la novia, con un trío o mariachi. Pasear por Reforma, no importa a qué hora, era una delicia.

modales correctos y siempre dispuesta a obedecer, está en la hora de sacar la casta antes de terminar atrapada en la vorágine que la envuelve. Es aquí donde la voz de la protagonista cambia, crece como personaje y como narradora, y comienza una rebelión que trae consigo no solo la humillante expulsión del Colegio Francés, sino también prohibidos apapachos con una compañera de la escuela e incipientes escarceos amorosos con algunos de los chicos de la alta sociedad que ya andan “tirándole un lazo”. Combinando con maestría momentos divertidos con episodios desgarradores, la autora y su alter ego Sofía nos llevan de la mano por un delicioso recorrido por una capital que ya solo vive en la nostalgia: el Jockey Club, la Zona Rosa, el café Kineret, la residencia del Nobel francés Jean–Marie Le Clézio (ídolo de doña Inés) y la recepción que la sociedad mexicana dio a Jackie Kennedy en su visita a México. Es aquí donde Guadalupe Loaeza se confirma como una de las grandes cronistas de la Ciudad de México. Pero no se trata de una visión idealizada: el ojo crítico de Guadalupe Loaeza y su memoria prodigiosa aprovechan para mostrar una imagen descarnada de una sociedad hipócrita, dos caras, mustia y despiadada a la vez. Es un México donde la revista Social premia y castiga a sus adeptos, donde los chismes entre las familias más acomodadas (y desacomodadas) pueden destruir a su antojo reputaciones, exiliar a familias enteras, aplicar la ley del hielo a quien se atreva a salir del canon. En este sentido, Las yeguas desbocadas me recordó la vida de mi propia familia, la vida de tantas familias mexicanas de los años sesenta. Y este es quizá el mayor acierto de la novela: combinar el relato casi documental de una época con un punto de vista tan logrado como el de su joven protagonista. Es un coctel —o un highball, como diría la estirada hermana de Sofía— que ningún lector se debe perder. L

¿Cómo miras la ciudad actualmente? ¿Qué echas de menos de la ciudad de tu novela? Extraño mucho a esa ciudad de la década de 1960. Cuando vivía en la colonia Cuauhtémoc, recorrí todos sus ríos en bicicleta. A los diez años me iba caminando sola a casa de mis abuelos, que vivían en la calle de Milán, en la colonia Juárez. A esa edad, feliz de la vida, tomaba el camión Juárez–Loreto para ir a visitar a mi hermana Antonia que vivía en Polanco. Recuerdo que mi hermano iba los sábados a La Casa del Lago a jugar ajedrez y a escuchar a un joven llamado Carlos Monsiváis. Mis hermanas mayores iban todas las noches al cineclub del IFAL, que estaba en Río Nazas, y a escuchar bossa–nova al Café Barrio Latino. No había manifestaciones y el tráfico era muy soportable. No

se hablaba de la contaminación, de secuestros ni de tráfico de drogas. ¿Qué opinas de Sofía, cómo la fuiste construyendo, delineando su físico y su carácter? Empecé a construir a Sofía a partir de los primeros ochentas, cuando comencé a escribir en el diario unomásuno. Para no abusar de la primera persona inventé a Sofía, quien tiene mucho de mí, sobre todo cuando era joven. De adulta ya no nos parecemos tanto. Yo he cambiado pero ella sigue igual de confusa, frívola y consumista. Es mucho más simpática que yo, se divierte más que yo y se toma mucho menos en serio que yo. Hablar de Sofía me hace mucho bien, gracias a ella cuento con una nostalgia muy viva y me ayuda a ser más autocrítica y a la vez más compasiva con mi persona. (ADE)


MILENIO

DEUDAS PENDIENTES AGUSTÍN MONSREAL Textos de Difusión Cultural UNAM/ Rayuela México, 2016, 226 pp. “Deudas” y “Pendientes” son las dos partes en que se divide esta colección de 34 relatos en los que el escritor yucateco lleva a cabo una autopsia del deseo para esclarecer si es un enigma o proviene de la imaginación, relatos en los que el amor a veces es completamente onírico, cuentos en los que los géneros mantienen una guerra de baja intensidad y fábulas que nos ponen frente al riesgo de conocer “el rostro más áspero de la verdad”. Como sea, este volumen confirma a Monsreal como el gran maestro del relato y sus exigentes brevedades. CUENTOS DE AMOR JUNICHIRO TANIZAKI Alfaguara México, 2017 317 pp. Conocido por su ímpetu transgresor, siempre a contracorriente de las modas y el gusto imperante, el escritor japonés dejó una obra de enormes dimensiones. Este libro recoge once de sus relatos, algunos de ellos traducidos por primera vez al español, que dejan ver una sensibilidad mórbida y atenta a los deseos más inconfesables de la carne. Los dos primeros pertenecen a su época temprana (la década de 1910); los otros son fruto de su madurez, cuando incluso Occidente se inclinaba ante él. UNA ESENCIA INMENSA Y VIVA EMMANUEL ISLAS HERRERA Instituto de Cultura del Estado de Durango México, 2016, 164 pp. Incluso en los cuentos que pudieran considerarse “fantásticos” como “El vampiro”, lo que predomina es una actitud racional; aunque en este caso, lo que le sucede al protagonista puede provocar que la poesía entre nuevamente en el flujo de la vida. En “El crimen perfecto” el protagonista, que es quien resuelve el crimen aludido, manipulará los hechos para que todo se ajuste a sus deducciones. Por su parte, “El redactor orgulloso” plantea un problema moral: si la mala literatura ayuda a salvar vidas, ¿sirve o no sirve?

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sábado 25 de febrero de 2017

EN LIBRERÍAS

Pinocho en Oasis POESÍA EN SEGUNDOS

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eer Oasis, no hacer (FCE, México, 2016) tiene un sentido crítico especial. Su autor, el escritor uruguayo radicado en México Eduardo Milán, ha puesto en entredicho la significación de la poesía mexicana a lo largo de más de 20 años en el entorno de la literatura hispanoamericana contemporánea. Desde su punto de vista, los poetas mexicanos están dominados por un carácter ornamental. ¿En qué consiste esta marca? A grandes rasgos, si logramos desenredar la prosa embrollada de En el suelo incierto, ensayos (FCE, 2014) —versión ampliada de Resistir (1994) y de Una crisis de ornamento (2012)—, en tres defectos: incapacidad para romper con la tradición, ausencia del uso del fragmento en la escritura e incomprensión de que la poesía ocurre en un “no lugar”. Esta crítica parte de la idea de que la modernidad, en términos de cambio histórico, implica la autonomía radical del lenguaje y que esta independencia es anti burguesa. ¿Es pertinente la crítica? No lo es. Confunde e ignora dos hechos: uno, la poesía mexicana está poseída por el demonio de la inconformidad que no acepta “la distinción escolar” entre imaginación e inteligencia, y dos, la especialización del lenguaje —y de la poesía— es una operación propia del capitalismo (en su nuevo ciclo neo “marxista”, a la moda, Milán debería leer con cuidado las observaciones sobre la fragmentación de Georg Lukács). Estas confusiones y olvidos impiden comprender que el trocamiento de las formas y el cuestionamiento de los valores no son simples y unilaterales sino complejos y múltiples, de tal modo que López Velarde podría devenir, en una visión sin prejuicios, una escritura de hoy, como son actuales y excepcionales las piezas “conservadoras” —con forma y origen concretos— de Borges o los

VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx

sonetos de Pessoa. A qué clase de poesía lleva esta incomprensión. Precisamente a ésa que Milán combate: la poesía de fachada o, dicho de manera más clara, la creación superficial en el punto chato del lenguaje. Como el poeta uruguayo parte del hecho de que la poesía sucede en un “no lugar” —carece de relato, composición, realidad y significación—, y como él cree que las palabras solo hablan de palabras —en este litigio especulativo son auto reflexivas, “se dicen”—, el poema o lo que él llama poema pone en práctica una suerte de texto asimétrico donde la imaginación y la inteligencia no solo están ausentes sino prohibidas. El protagonista de estas carrerillas y atorones es una elusión constante. En ella, la rima fácil, el ripio en la aliteración, el disparate del payaso délfico y un compuesto de vocablos y frases metafísicas, sociológicas, líricas y coloquiales sirven para saltar de un sitio a otro y mostrarnos que el “no lugar” es ocultar, encerrarse en un clóset, no hacer para no decir, hablar como Pinocho. Un ejemplo: “La piel siente/ yo había dicho ya la piel piensa/ cuando el comunismo cae el cuerpo cae”; o estas otras líneas con la nariz más larga: “La calidad, cosa cálida/ no se coloca calidad en calco de ruina/ el dedo griego no coincide con el dedo uruguayo”. ¿Quién puede poner en duda que la poesía entraña búsqueda y significa hundirse en la realidad oscura y poliédrica de la experiencia y del lenguaje? Pero pasar de este hecho indiscutible al desliz, al desatino y a la impostura en defensa de un “suelo incierto” o de un “Oasis”, es un grave error y nos permite entender por qué el lector culto y exigente rechaza la poesía de nuestro tiempo y por qué la novela con su afán de periodismo ha ocupado el sitio, el “sí lugar”, del poema. L


CINE

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LABERINTO

ESPECIAL

Valentina Pelayo

“Quería hablar de la muerte en la obra de Felipe Ehrenberg” Puntos de reencuentro descifra las claves del universo del pintor y el significado de volver a México después de una larga ausencia ENTREVISTA

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HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com

alentina Pelayo conoció a Felipe Ehrenberg en 2010. La conexión con el artista mexicano fue inmediata. Su obra le dijo más que los artistas plásticos de su generación. A partir de aquel contacto, la joven realizadora se propuso dedicar un documental al proceso creativo del “neólogo”. Puntos de reencuentro es parte de la programación del Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM).

al actor brasileño José Wilker, que recién había muerto. Me pareció interesante documentar cómo hacía una ofrenda y viajé a México para filmar. Al principio, no tenía definido si rodar sobre su forma de hacer las ofrendas o sobre su vida, y la película se transformó en una reflexión sobre mi reencuentro con México a través de la obra de Ehrenberg.

¿Por qué hacer un documental sobre Felipe Ehrenberg?

Me llamaron la atención sus temas. A pesar de haber vivido fuera mucho tiempo, sus temas siempre han sido mexicanos. Su trabajo con la tradición del Día de Muertos es increíble; lleva cuarenta años haciendo ofrendas y siempre con temáticas puntuales.

Conocí a Felipe en 2010, cuando fue a presentar con Fernando Llanos la retrospectiva Manchuria al Museo de Arte Latinoamericano en Long Beach. Desde los nueve años viví fuera del país y por lo tanto estaba un poco desconectada de los artistas mexicanos. Descubrirlo fue impresionante. En 2014, después de vivir catorce años en Brasil, regresó a México y me enteré de que iba a hacer una ofrenda dedicada

Es interesante que retome a un artista que se ha mantenido al margen del mainstream y la academia.

¿Por dónde tomar a un personaje con tantas aristas?

Por lo afectivo. Quería hablar de la presencia de la muerte en la obra de Felipe Ehrenberg y en la misma sociedad. Durante el proceso de

filmación, el documental tomó una veta política casi natural. En Los Angeles sabía lo que sucedía en Ayotzinapa pero hasta que no vine y vi las ofrendas no adquirí conciencia de ello. La politización no fue premeditada. Simplemente se fue dando.

Ehrenberg ha sorteado no pocas polémicas. ¿Por qué no abordarlas?

¿Cómo encontrar la narrativa entre una reflexión personal, la vida de un artista y el momento político?

¿Su lectura de la obra de Felipe Ehrenberg cambió después de la película?

Me influyó mucho la escritora Valeria Luiselli. Tenemos cosas en común. Al igual que yo, se fue del país siendo una niña porque su padre fue diplomático, como el mío. En su libro Papeles falsos habla de lo que es estar fuera de México y reencontrarse con el país. De hecho, hay partes del libro que cito en el documental. A la hora de hacer el guión su presencia fue notable, como también lo fue la de Natalia Almada, una documentalista muy politizada.

HOMBRE DE CELULOIDE

La película no es una crítica, es el registro de la sensación de una cineasta al momento de su retorno a México. Más que alejarme quería tender un puente entre mi generación y su trabajo.

Creo que el documental es una metáfora de la forma en que lo retro predomina en el mundo. Su trabajo me influyó más que la obra de artistas inmediatamente mayores a mí. Me parece que Ehrenberg tiene el reconocimiento que se merece. Para mi generación, sus trabajos de hace cuarenta años siguen teniendo perfecta vigencia dado que innovó muchos de los caminos del arte contemporáneo mexicano. L

FERNANDO ZAMORA

@fernandovzamora ESPECIAL

¿Por qué sobrevive Saroo?

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as películas que cuentan la vida de niños en extrema pobreza suelen ser tan truculentas que a menudo causan dolor de cabeza. Recuerdo tres particularmente siniestras justamente porque además son hermosas: Los olvidados, Pixiote y Salaam Bombay. El gran logro de Un camino a casa estriba en que, aunque señala esos horrores, lo hace sin sadismos, sin agotar al espectador. Puede decirse incluso que, a pesar del tema, Lion (su verdadero nombre) nos pone de buen humor. Y lo hace, entre otras cosas, porque está llena de imágenes formidables: hay dos niños que viajan en bicicleta por las calles polvosas de un pueblo indio, hay un muchacho atrapado en los vagones vacíos de un tren que no se detiene, hay un orfanato en cuyas aulas otro niño enloquece y se da golpes contra la pared. No es que Garth Davis haya decidido azucarar una realidad espantosa; lo que ha hecho es tejer en torno a una historia cuya fuente es

horrible pero que tiene este encanto que no hay que menospreciar: un final feliz. Tal vez ello justifique por una vez el letrero con que inician tantas películas: “basado en una historia real”. El de Saroo es el cuento de un sobreviviente, lo cual no significa que el tema se haya vuelto banal. Al contrario, cuando Saroo está a punto de llegar a los 30 años pone en duda su estilo de vida acomodaticio y burgués. Y lo hace con toda sinceridad. Hay una culpa que carga desde que era niño. Y es tan real como las escenas en que vemos a una pareja burguesa y de buena voluntad que ha adoptado a otro niño que tiene un pasado casi tan truculento como el de Saroo. Pero ¿cuál es la diferencia? Vale la pena una pequeña reflexión. ¿Por qué sobrevivió este niño? La clave está en los primeros años de una vida resumida con mucho arte. Porque, efectivamente, Saroo ha tenido una suerte que otros niños, ricos o pobres, no han tenido: fue amado. Y esto que podría sonar

Un camino a casa (Lion). dirección: Garth Davis. guión: Luke Davies basado en la novela autobiográfica de Saroo Brierley. con Dev Patel, Sunny Pawar, Nicole Kidman, Rooney Mara. Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia, 2016.

tan cursi se traduce en acciones concretas, tangibles. Gracias a lo que su hermano y su madre le han dado, Saroo puede asegurar su supervivencia y moverse más allá de las calles de un mundo miserable para conseguir todo lo que un huérfano puede desear. L


MILENIO

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sábado 25 de febrero de 2017

ESCENARIOS

ESPECIAL

Primer día en busca de la ballena blanca Moby Dick de Jack Heggie es quizá la ópera más espectacular que se ha escrito en el siglo XXI VIBRACIONES

HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com

H

La historia de Melville interpretada por la Ópera de San Francisco

erman Melville narra la historia de Moby Dick desde los recuerdos de Ishmael. La mirada es íntima y nostálgica. Acciones, emociones y personajes existen en la memoria del único hombre que sobrevivió a un naufragio. Todo ha terminado; es un relato que no tiene mañana. Y la voz es evocativa y profundamente trágica. La ópera en dos actos de Jack Heggie se acerca a Moby Dick desde el presente (se desarrolla a lo largo de tres jornadas separadas entre sí por tres meses, un año y un día, respectivamente). La mirada es múltiple y cambiante. Problemas, panoramas y vidas surgen, se abren y suceden en tiempo real. El futuro siempre está ahí —posible, latente— después de la noche. Es música coral, construida a través de muchas voces guiadas a través de una mirada musical de movimiento cinematográfico. OBERTURA La obertura es panorámica. Amplias melodías de expresión suave ondulan impulsadas por un lento ritmo circular que agita los oníricos colores de un sutil lenguaje armónico de tintes impresionistas. La orquesta mira desde el cielo al barco ballenero Pequod, que ha navegado durante una semana (a diferencia de la novela, que comienza en tierra, la ópera nunca deja el agua). Son las horas anteriores al alba. La música cierra su mirada. Encuadra el barco y pasea sus sonidos sobre la cubierta (fría, sucia, desierta). Pierde sus aires etéreos y se vuelve invasiva (ritmo pujante

y fragmentadas melodías rápidas). Encuentra al arponero Queequeg (barítono) hincado en el piso de su cuarto. Entra en su alma —y se incrementan las percusiones, aparecen disonancias—, hace sonar sus plegarias. Reza en voz alta. Sus gritos despiertan a su compañero de habitación: Greenhorn (tenor; Ishmael en la novela), un cazador recién llegado. La música deja el alma de Queequeg e invade la de Greenhorn: huérfana y solitaria. Los alientos atienden la orfandad y la soledad está a cargo de las cuerdas. Amanece. El cielo nublado. Las nubes existen en las arpas. La tripulación se levanta. Le canta a la opulencia. Un coro vigoroso, plenamente masculino. El capitán Ahab (tenor) aparece en cubierta. Camina digno y renqueante. La música describe su andar con células melódicas fragmentadas, tan cortas que suenan estáticas hasta que los sonidos realizan un tétrico hallazgo: Ahab tiene una pata de palo; entonces se oscurecen y el discurso tonal —que hasta este momento ha sido absoluto— comienza a tender hacia una violenta ambigüedad. El terror y la rabia se apoderan del cuerpo entero de la música.

DANZA

Ahab les habla a los arponeros. Líneas vocales eclécticas (una frase melódica es precedida por otra de construcción atonal). La continuidad radica en la expresión: un crescendo que comienza con determinación, alcanza la iracundia y termina en un brote psicótico en donde Ahab revela el verdadero motivo del viaje: matar a Moby Dick (al pronunciar el nombre del monstruo, la orquesta propone una atmósfera hostil y siniestra), la ballena blanca que le arrancó la pierna… y hasta que eso no suceda nadie podrá pisar tierra o cazar otra ballena. Cae la noche y los cazadores beben y bailan. La furia del capitán mutilado los ha excitado con heroicas fantasías excepto a Starbuck (barítono), jefe de los arponeros, a quien la obsesión del capitán le siembra en el corazón una imagen aterradora: morir en el mar y nunca volver al lado de su hija y esposa (las arpas colorean con breve dulzura la primera referencia femenina en la ópera). Y la música escarba ese terror con intensos lamentos, cada vez más angustiosos, que se pierden, cada vez más suaves, en las primeras luces —tenues, lechosas, lejanas— de un nuevo día que comienza a abrirse paso entre el proceloso temperamento del mar. L

ARGELIA GUERRERO

makarova81@yahoo.com.mx ESPECIAL

Adiós al torbellino

E

n la entrega pasada dediqué el espacio a reflexionar sobre la danza en dueto y unipersonal y reconocí el reto técnico e interpretativo que requiere este modo de danzar. Esta semana se ha llevado a cabo la segunda edición del Festival de Danza Unipersonal Cuerpo al Descubierto Miguel Ángel Palmeros, cuyo cierre será este domingo 26 de febrero para completar una jornada de siete días de actividades entre las que destacaron clases magistrales, muestras de danza, taller de videodanza experimental, jornadas de reflexión y conversatorios en diversos foros de la Ciudad de México. En dicho festival participan Marco Antonio Silva, Isabel Beteta, Anadel Lynton, quien será homenajeada como parte del festival; también estarán en un conversatorio el propio Miguel Ángel Palmeros, figura relevante de la danza, y Valentina Castro, decana cuya trayectoria como coreógrafa, docente y bailarina representa en sí misma una institución para la danza contemporánea mexicana. El tema

de dicho conversatorio es sugerente y provocador: “Inicios de la danza independiente en México o ¿cómo chingados llegamos a eso?” Hacer la genealogía y valorar los retos que ha significado hacer danza independiente en el país amerita tomar este conversatorio como punto de partida de un análisis serio que plantee el reconocimiento de esa odisea y subrayar la necesidad de fortalecerla y darle continuidad. Respecto a los intérpretes en escena, el festival cuenta con nombres no siempre reconocidos, pero que sin duda han jugado un papel relevante en la creación y difusión de la danza independiente y de indiscutible mérito artístico: Beatriz Madrid, Óscar Velázquez, Alejandro Chávez, Maribel Michel, directora del festival, y José Marcos Santana, entre otros. Van estas últimas líneas para reconocer de modo muy especial a José Marcos Santana, quien anuncia su retiro como ejecutante en el marco de este festival; y aunque su trabajo como coreógrafo se mantendrá y sigue ma-

La bailarina Maribel Michel

durando, el fin de su etapa como bailarín representa, sin exagerar, el fin de una era. Pocos bailarines de danza contemporánea en México ignoran el torbellino que el maestro Santana desata cuando pisa el escenario. Que los escenarios de la danza te despidan con un inmenso aplauso, querido maestro. L


VARIA

sábado 25 de febrero de 2017

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LABERINTO

ESPECIAL

Compañía solitaria TOSCANADAS

DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

S

iempre que leemos algún fragmento biográfico de Immanuel Kant, nos topamos con la anécdota de que diariamente salía a caminar con tal precisión de horario que la gente ajustaba sus relojes al verlo pasar. Sin embargo, esta disciplina tendría que ver menos con el cuerpo que con la mente. Quienquiera que salga a caminar al campo, al bosque o a través de una pequeña o antigua ciudad que no atosigue con cruceros, autos, rugidos de motor, claxonazos, multitudes y bocinas comerciales, sabrá que caminar nos obliga a estar con nosotros mismos, siempre y cuando también se evite cargar con el celular o un aparato de música personal. Kant caminaba allá en el siglo XVIII, y acaso se le atravesaba una carreta o escuchaba un mugido. Él estaba muy lejos de inquietarse por banalidades como un clásico América–Chivas o una estúpida serie sobre narcos o la alfombra roja de cualquier superflua premiación. Por eso pudo despertar de sus sueños dogmáticos y se puso a reflexionar acerca de sus lecturas, hizo crítica de la razón, lanzó cuestionamientos sobre lo bello y lo sublime, concibió el imperativo categórico. Por eso también se volvió un maestro de la conversación y no había mayor honor en Königsberg que ser invitado a compartir la mesa con él. Heidegger también necesitaba pasear en soledad para pensar correcta y profundamente. Con tal propósito tenía una casa en la Selva Negra. Y a pesar de que apenas durante su vida comenzó a conocer los medios masivos

de comunicación, anticipó la fabricación de hombres sin conciencia propia. Por eso consideraba más auténtico a un campesino ignorante que a un citadino informado. Sin salirnos del mundo germano, alguna vez recorrí en Heidelberg el llamado Philosophenweg. Un sabroso trayecto con bellos paisajes de bosque, río y antigua ciudad en el que se podía reflexionar pacíficamente antes de que los turistas lo convirtieran en otro sitio de selfies. Por su parte, Schopenhauer escribió que cada quien puede tener su yo auténtico solo cuando se encuentra solo. “Quien no ama la soledad tampoco ama la libertad: pues únicamente cuando uno está solo es libre. Por consiguiente, cada uno rehuirá, soportará o amará la soledad en proporción exacta con el valor de su propio yo”. Y agrega que: “Un hombre de espíritu ingenioso en total soledad tiene un excelente entretenimiento en sus propios pensamientos y fantasías, mientras que en un hombre torpe el continuo

CAFÉ MADRID

cambio de compañías, espectáculos, paseos y diversiones no es capaz de ahuyentar el atormentador aburrimiento”. Haga la prueba un teleadicto. Apague la pantallita y a ver si no se aburre de sí mismo en medio minuto. Haga la prueba un lector, y cierre el libro en turno. Aunque las ciudades ya no ofrecen la serenidad de las caminatas de Kant o del bosque de Heidegger o de la vereda de Heidelberg, tal vez entre cuatro paredes sí pueda hacer suyas las palabras de Schopenhauer sobre la soledad y la libertad. Quizá entenderá a Carlos Fuentes, quien decía sostener grandes conversaciones consigo mismo. Posiblemente comulgará con Lope de Vega, a quien para estar consigo le bastaban sus pensamientos. Y en una de esas sabrá que Montaigne nunca estuvo tan bien acompañado como cuando se retiró a su torre, haciendo suyas las palabras de Albio Tibulo: “En la soledad, sé una multitud para ti mismo”. L

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

periodismovictor@yahoo.com.mx ESPECIAL

La ciudad de las mentiras

C

ómo es la vida. Uno sale del metro, disimulando la miseria con el abrigo ajustado y los mocasines bien lustrados, caminando muy erguido, como si se hubiera tragado un palo de escoba, y lo primero que hace es pisar una caca de perro. ¿Puede haber mayor desgracia cuando uno se dirige al Teatro Real, con la esperanza de apropiarse de un trozo de alta cultura? Me fui a una jardinera, esta vez disimulando la vergüenza y desautorizando las miradas cotillas, y con enjundia embarré ahí la plasta adherida a mi zapato. Luego, para librarme de los residuos, me fui como si estuviera encima de una pista de hielo y no en una superficie de concreto: patinando, pero con discreción. Esto me sirvió para hacer un poco de sociología, mirando con cuidado a los limosneros y a los turistas que abundan en los alrededores del edificio bicentenario donde se presentan las grandes óperas, y al llegar me formé para entrar al estreno de una de ellas, basada en cuatro cuentos de Juan Carlos Onetti: La ciudad de las mentiras. Me apoltroné en mi butaca, al lado de una señora apestosa a perfume (lo cual agradecí, por temor a que después del infortunio se me haya quedado algún olorcillo extraño) y me dispuse a ver la puesta en escena creada por Elena Mendoza y Matthias Rebstock. Cuatro mujeres (Moncha, Gracia, Carmen y otra sin nombre) crean un mundo paralelo

para huir de la hostil y claustrofóbica Santa María (el territorio inventado por Onetti). Una toca la viola, otra el acordeón y dos cantan una ristra de estrofas tan absurdas como trastornadas. Todas quieren escapar de esa burbuja en la que se han metido y para conseguirlo desatan un espiral de mentiras: la celebración, cada noche de luna, de una boda, con vestidazo de novia incluido. Una venganza sentimental con fotos obscenas. La representación de su propia muerte. Cada interpretación era larga y confusa. Pero como habían anunciado que el espectáculo sería “la reinvención de la ópera”, a ninguno nos dio por abandonar el teatro. Bueno: fue un suplicio. Obviamente es imposible saber qué hubiera dicho Onetti al ver todo esto. Es más: quién sabe si hubiera ido, porque lo a que él le gustaba era pasarse el día tirado en la cama, leyendo y bebiendo whisky. Su viuda, Dolly, sí estaba. Sentada en primera fila, con cara de querer poner orden, pero conteniéndose por el qué dirán, la violinista jubilada sufría en silencio. Y yo maldije mi mala suerte: de una mierda de perro pasé a una mierda de ópera. A Onetti, señores, hay que leerlo, no convertirlo en un show posmoderno–desquiciado. Al día siguiente, para compensar mi desdicha, me fui a otro “musical”. En el Palacio de los Deportes de Madrid, ante

Isabel Pantoja

unas 15 mil personas, Isabel Pantoja reapareció después de cumplir una condena de dos años de cárcel. La acompañaba una orquesta de 70 músicos y 20 coristas. Del homenaje a Juan Gabriel pasó a la copla andaluza y luego al flamenco. En las tres horas del concierto de la tonadillera–ex presidiaria no había nada de intelecto, todo era frivolidad y también puro desparrame de un mundo paralelo de mentiras creado por ella para evadir la realidad, pero qué bien me la pasé. ¡Cómo es la vida! L


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