Laberinto No.732 (24/06/17)

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Laberinto

UN MUNDO ESPIADO armando gonzález torres p. 02

ADAM ZAGAJEWSKI: EL ESCRITOR MÚLTIPLE mercedes monmany p. 06

MILENIO

NÚM. 732

sábado 24 de junio de 2017 EL ARQUITECTO (FRAGMENTO)/ DIEGO RIVERA, COL. INBA

LOS AMIGOS PICASSO Y RIVERA

juan rafael coronel rivera p. 04


ANTESALA

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sábado 24 de junio de 2017

LABERINTO

ESPECIAL

Un mundo espiado ESCOLIOS

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdonar

J

usto cuando las denuncias de espionaje masivo, tanto a nivel local como internacional, reavivan la sensación de asedio y vulnerabilidad del individuo frente a poderes omnímodos y anónimos, encuentro una nueva edición y traducción de Nosotros (Ediciones Hermida, 2016) del escritor ruso Evgueni Zamiatin (1884-1937). Esta novela, escrita en 1921, es una de las decanas de la imaginación distópica del siglo pasado con su anticipación del fenómeno del control político respaldado por el avance tecnológico. Nosotros, cuya trama fue adoptada con algunos matices por George Orwell para su 1984, es el diario de un habitante del Estado único, donde se han extirpado el albedrío y el instinto de individualidad en favor de la colectividad y donde la única voluntad que priva es la del Gran Bienhechor. Los ciudadanos viven en una urbe de cristal y acero, sus actividades están estrictamente normadas y cronometradas y son supervisadas tanto por el Estado como por los propios conciudadanos, entrenados desde la infancia en la delación y la sospecha del otro. Los habitantes de este sitio se identifican por números en vez de nombres propios; se reproducen de acuerdo a criterios eugenésicos dictados por el Estado; desconocen los arcaicos sentimientos de la amistad y el amor y han

ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero

adaptado las artes a propósitos prácticos y edificantes. D-503 es un ciudadano modelo de esta sociedad, metódico y eficiente ingeniero que ha diseñado un cohete que permitirá llevar a otros mundos el mensaje del Gran Bienhechor. Sin embargo, el disciplinado ingeniero conoce a 1-330, una mujer desconcertante que bebe alcohol clandestinamente, tiene sexo fuera de programa y le habla de un mundo, allende la ciudad, desordenado, misterioso y atrayente. La infatuación erótica trastorna al autómata, lo aparta de sus certezas y rutinas y lo hace involucionar hacia lo humano. Enamorado de la elusiva 1-330,

La estatua que quiso conocer la ciudad no supo luego cómo regresar al parque.

El Ogro ofendido LOS PAISAJES INVISIBLES

E

l pensamiento políticamente correcto suele maldecir y condenar a los gobiernos totalitarios, a los regímenes comunistas del pasado y a los rojos populismos del presente, a partir del despótico maltrato que ejercieron (o ejercen) sobre sus vasallos, sus críticos y disidentes, y las tres prácticas aberrantes, irrenunciables, de esos sistemas opresores: vigilancia, censura y represión. Se suele abominar las criminales dictaduras de Stalin, de Trujillo, de Franco, de Pinochet o de Videla, y se aplauden gobiernos corruptos, delictivos e igual de despóticos que, digamos, el régimen de Castro, de Chávez o Maduro, solo que los otros gobiernos corruptos, delictivos y despóticos navegan con bandera de democracias defectuosas (pero “democracias” al fin), o de Estados fallidos en vías de recomposición.

el ingeniero participa en una extraña conspiración para boicotear su propio invento. Con todo, D-503 es descubierto y el Bienhechor le reprocha su ingenuidad al pensar que hay algo que el poder ignore. D-503 será operado para recuperar su mansedumbre y su amante ejecutada. Si bien la escenografía es envejecida y su sentido de la acción un tanto torpe, el drama de Zamiatin prefigura una recurrente pesadilla del individuo contemporáneo: la desaparición de su intimidad, el desconocimiento de sí mismo, la condena irremisible a ser una víctima de espionaje, un espía o un soplón. L

IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon

Como J. M. Coetzee recordó en su magistral Contra la censura, las tres linduras del totalitarismo (espionaje, censura, represalia) son fenómenos que surgen de la explosiva intransigencia del Estado cuando se siente ofendido: “El gesto punitivo de censurar tiene su origen en la reacción de ofenderse. La fortaleza de estar ofendido, como estado mental, radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo”. Ah, la ofensa. Ya desde la Ilustración, Voltaire estaba al tanto del peligro de ofender al poderoso, y recomendaba que lo mejor para un escritor era vivir cerca de una frontera internacional para ponerse a salvo en caso necesario. (Y sí. Lo hizo. Voltaire se exilió por siete años en Inglaterra, cuando ofendió al Chevalier de Rohan).

Señalar los abusos; denunciar los despojos al amparo del fuero o la jerarquía institucional; criticar la corrupción, la ilegalidad, la impunidad, la complicidad incluso de aquellos que gozan de cualquier tipo de poder, sea burocrático, jurídico, policiaco o militar, puede desencadenar la ira del Ogro ofendido y ser objeto de una vigilancia extrema, claro, si se vive bajo un gobierno corrupto, despótico y delictivo. Y es que el espionaje de Estado es una infamia antigua. Por ejemplo, en la Rusia zarista comenzó con Alejandro I, quien creó una policía secreta para informar sobre las actividades de los opositores, censurar al teatro y la literatura, interceptar el correo o supervisar la emisión de pasaportes, y se institucionalizó con Nicolás I que en 1830 creó la Tercera Sección de la Cancillería Imperial, cuyas actividades, entre otras cosas, se enfocaban en rendir un pormenorizado informe de todo lo que sucedía. El espionaje de Estado es una indecencia de índole rudimentaria o sofisticada. Hoy se espía con malware y ya no con orejas, a veces cercanas, familiares, basta recordar

el triste caso de Osip Mandelstam: en 1933 compuso un poema sobre un tirano que presenciaba la ejecución de sus opositores, mientras atacaba un buen plato de frambuesas. Mandelstam nunca escribió el poema, todo era de memoria pero, sorpresivamente, en 1934 la policía estalinista irrumpió en su casa en busca del texto. Como castigo, aunque sin pruebas, Mandelstam fue enviado a Siberia, con la orden de escribir una Oda a favor de Stalin. El espionaje de Estado es una vileza aunque intente edulcorarse con sentido del humor. Cuenta Salman Rushdie: “En el Congreso del PEN Club de Nueva York, Danilo Kiš, escritor brillante e ingenioso, había defendido la idea de que el Estado podía tener imaginación. ‘De hecho —dijo—, el Estado también tiene sentido del humor, y les pondré un ejemplo de un chiste del Estado’. Vivía en París, y un día recibió una carta de un amigo yugoslavo. Cuando la abrió encontró un sello oficial en la primera hoja. Rezaba: ESTA CARTA NO HA SIDO CENSURADA” (Joseph Anton. Memorias). Con todo, el espionaje de Estado me sigue pareciendo diabólico e inmoral. L

dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez


MILENIO

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× LU C Í A

ANTESALA

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ESPECIAL

R I VA D E N E Y R A ×

Obsesión Las pulsiones marinas y epidérmicas gravitan en este poema incluido en la plaquette De culpa y expiación, publicada bajo el sello de Parentalia

S

e ahogaron los peces con el aire y así te los comiste.

Juras que la serenidad del pan y la pimienta blanca fueron capaces de absorber la culpa. Yo creo que fue el vino helado y el intenso deseo que tenías por dejar el mantel y devorar mi cuerpo, más salobre que nunca, Obsesionado estabas por sentirte como pez en el agua.

×EKO×EX LIBRIS×RAÚL RENÁN×

Pitecos vs. millennials BICHOS Y PARIENTES

L

JULIO HUBARD

os que empujan dicen “teoría de género”; quienes se oponen, “ideología”. Y con esa discusión terminológica tienen para una lucha campal de almohadazos, que hallan cruenta. Es peculiar y es curioso. Peculiar porque se trata de un progreso: una sensibilidad humanitaria, que busca justicia, empatía y equidad. Curioso porque la rigidez léxica es mucho mayor que la que hallaba incluso el inventor de la crítica a la ideología: el mismo Karl Marx se refería a su pensamiento y escritos como ideología (Dice Edmund Wilson que Marx y Engels “tampoco se preocuparon mucho de aclarar por qué su propia ‘ideología’, que se proclamaba abiertamente una ideología de clase elaborada para apoyar los intereses del proletariado, poseía un tipo especial de validez”). Pero ahora, unos a otros se hacen rechinar los dientes con el uso de las palabras. Si dice “ideología”, defiende posiciones antiguas de un esquema jerárquico e intolerante; si dice “teoría”, insistirá en la falsedad del paso de la biología a la conformación de la persona. Terminan discutiendo cómo hacer leyes y dónde hacen pipí. El problema de fondo es importante. El modo en que se ha abordado, necio y carente de imaginación. Dejar que un asunto moral, político, cultural se reduzca a unos argumentos necios frente a otros, falaces y confusos, no lleva a nada bueno. Sobre todo porque este enredo, en tanto busca justicia y equidad, ha tenido la pésima idea de convertirse en cosa del derecho. Como si las leyes, o los procesos y tribunales fueran a hacer algo distinto de lo que han hecho siempre: burocracia, corrupción y abusos. Hay algo enojoso que un pleito de semejante encono suceda mientras la sociedad padece una era de violencia y una impunidad más allá de lo creíble. ¿Cómo conciliar las dos actitudes, una que parece acostumbrarse a los cadáveres y desapariciones, y otra que se crispa con el uso de palabras inadecuadas? Quizá sea signo de un cambio muy profundo. Se me ocurre, como punta para abrir este extraño ostión, sugerir que se trata de la convivencia de dos modos de pensar, uno viejo y el otro nuevo. Entre las sociedades modernas y las antiguas, dice Emile Benveniste, “la relación entre el estado de paz y el estado de guerra es, de antaño a hoy, exactamente inversa. La paz es para nosotros el estado normal, que una guerra viene a romper; para los antiguos, el estado normal es el estado de guerra, al que una paz viene a poner fin”. Quizá hallemos conviviendo a dos especies en sentido evolutivo: pitecos violentos y millennials hiperestésicos. L

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LABERINTO

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Los amigos Picasso DIEGO RIVERA/ BANCO DE MÉXICO

A propósito de la muestra que se exhibe en el Museo del Palacio de Bellas Artes, el historiador y co-curador de la muestra recrea los años en que el pintor mexicano y el pintor español compartieron una vocación sellada en un inicio por la admiración recíproca y, finalmente, por el desencuentro

PABLO PICASSO/ PHILADELPHIA MUSEUM OF ART

JUAN RAFAEL CORONEL RIVERA

A

quel día soleado del 12 de agosto de 1916, a nadie se le ocurrió mencionar el nombre de Diego Rivera. Ni siquiera su íntimo amigo Amadeo Modigliani —quien le hizo más de quince retratos al pintor mexicano— puso el suceso sobre la mesa. Los convocó Jean Cocteau. Caminando, llegaron al café La Rotonde, las sonrisas de unos y otros, los que venían y los que estaban ya sentados, se dejaban ver por el Boulevard Raspail. París lucía desolado, la guerra tenía a la gente asustada en sus casas, aterrada dentro de ellas, vestían sus miedos. Cocteau convocó a una veintena de los incondicionales de Pablo Picasso. Ese día llegaron, entre otros, Max Jacob, Modigliani, Moïse Kisling, André Salmon, Marie Wassilieff, Paquerette —la modelo de moda entre todos los artistas del lugar— y Manuel Ortiz de Zárate, el más zalamero. Picasso tomó aquello de buena manera y, bromeando, hacía mofa de todos. Las cosas estaban tan mal en esos días que por un café de 10 céntimos podían quedarse la tarde ocupando la mesa. De aquel grupo, quien más nos interesa es Manuel Ortiz de Zárate. En las fotografías de Cocteau se ve al grupo en la calle aprovechando el espléndido día. En una toma, un gran perro negro es parte fundamental del significado de la tertulia: cuidaba la entrada entre esta tierra y el Hades —donde ya se encontraba Rivera—. El animal mitológico juguetea inocente con los asistentes. En la imagen, Moïse Kisling, hincado, asea los zapatos de Max Jacob, mientras Ortiz de Zárate mantiene al perro entretenido. Ese día Picasso estaba contento; en todas las imágenes se le ve sonriendo. Vestía una boina a cuadros, una chaqueta larga, a la moda, camisa blanca, corbata, un pantalón notablemente bien planchado para estar a la mitad de la Primera Guerra Mundial, unos zapatos impecables y bastón. De la bolsa superior de su chaqueta se asoma una pluma y una libreta. El pintor está siempre atento de su oficio aunque eso no lo demostró con la prolijidad de su trabajo. Otro artista que acudió también a chambear fue Ortiz de Zárate, nacido en Como, Italia, en 1887, quien decía que aquello había sido un accidente, ya que sus progenitores eran de Chile. Su padre había sido un connotado compositor de operetas. Ortiz de Zárate sacó su libreta e hizo un par de bosquejos de Picasso, haciendo notorio que lo estaba retratando, remarcando que se encontraba apenado y que su propósito

Autorretrato

Autorretrato

al asistir a la reunión era que quedara bien claro que era un incondicional de Pablo Picasso. Todo lo acaecido de alguna manera había sido su culpa. Ortiz de Zárate había llevado a Diego Rivera a conocer a Pablo Picasso en la primavera de 1914. Al poco tiempo le mostró a Picasso el resultado, un retrato de título Picasso im café La Rotonde, un óleo sobre lino de 92 x 73 centímetros, realizado a finales de 1916. Si nos ponemos críticos, Manuel Ortiz de Zárate nunca fue un buen artista: le faltaba disciplina y sin duda talento. Pero en este lienzo echó la casa por la ventana y trató de realizar su mejor obra. El resultado es flojo, pero podemos decir que es una de sus mejores piezas. Ahí vemos a Picasso tal y como aparece en las fotos de Cocteau; incluso el bastón es parte de la escena. Estamos hablando de un cuadro cubista de grandes dimensiones (hay Resulta interesante que remarcar que durante pensar que el primer cuadro cubista pintado la Gran Guerra encontrar una tela y materiales era en el continente muy difícil). Por la escala americano fue concebido en Contreras y composición, este lienzo tiene algo que ver con las creaciones innombrables del momento: Paisaje zapatista —llamado originalmente Trofeo mexicano o El guerrillero (1915)— de Diego Rivera y Hombre sentado —destruido (1915)— de Pablo Picasso. Del cuadro de Ortiz de Zárate lo que resulta sobre todo importante es que el rostro de Picasso, en trompe–l’œil, es un cubo de madera, haciendo una paráfrasis de la caja que conforma el motivo central en la obra de Diego Rivera, el alma que detiene la naturaleza muerta que es el ánima de Paisaje zapatista. Esta caja no es un elemento fortuito. Remarca una idea central de su trabajo, que comenzaba a plantear las posibilidades de la representación visual de las dimensiones sobre una superficie plana a través de un objeto de su invención, al cual llamó la chose, “la cosa”. Algo parecido al retroproductor visual que inventaron los renacentistas para proyectar las imágenes y

poder cambiarlas de escala. Con esto, Ortiz de Zárate, de manera críptica, le estaba diciendo a Picasso que cualquier cosa relacionada con el cubismo era una propuesta derivada de su idea original. ◆◆◆ Otra tarde soleada, hace dos años, ahora en la Ciudad de México, buscando información relacionada sobre la amistad entre Picasso y Rivera, Lilly Casillas —investigadora de LACMA— y un servidor, solicitamos ver los archivos de Diego Rivera que se encuentran en la Casa Azul, Museo Frida Kahlo. Pasamos dos días trabajando los años correspondientes a Rivera en Europa. La primera sorpresa fue que dimos con una libreta de recortes de prensa recopilados por el propio Rivera entre 1911 y 1913, donde se hace referencia a tres obras fundamentales en su proceso creativo, hechas en México entre 1910 y 1911, durante el viaje que hizo para presentar sus logros artísticos en la Academia de San Carlos. De estas obras conocemos una que salió a la luz en 2006: Paisaje de la cañada de Contreras. Se trata de la primera tela realmente moderna de Rivera, donde incorpora sus iniciales decisiones cubistas. El óleo sobre lienzo es una pieza fundamental para ver cómo se integró a los lineamientos de la vanguardia parisina y, de ese modo, tuvo clara su fundamentación histórica, que resulta insólita dada su ideología simbólica. Realizó su primer testimonio moderno en una comarca mestiza que aún mantenía costumbres indígenas: sus pobladores hablaban náhuatl. ¿Rivera decidió hacerlo de este modo, como un postulado plástico contra natura, que impugnaba intencionalmente los preceptos occidentales? La pintura tiene una gran influencia de Paul Cézanne, vinculándolo con las investigaciones iniciales del cubismo, efectuadas entre 1906–1909. Con ello retaba a su maestro Chicharro y al afamado Zuloaga y, desde luego, se despedía de la corrección académica adolescente. Resulta interesante pensar que el primer cuadro pintado en el continente americano con una tendencia cubista fue concebido en Contreras.


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y Rivera Estábamos por dejar el archivo de la Casa Azul, algo abatidos, porque en realidad queríamos encontrar alguna pista sobre la amistad entre Picasso y Rivera. Teníamos pocos datos al respecto, todos muy manoseados, ya conocidos, cuando Miguel Fernández Félix me puso a cargo de la co–curaduría para el Museo del Palacio de Bellas Artes, uno de cuyos cometidos era precisamente ese: el trato entre los artistas y sus propios testimonios, no los de terceros. A punto de apagar la computadora del centro de investigación, y sin decir mayor cosa, me metí al buscador y puse “Picasso–Rivera”. Ante los ojos de Lilly apareció el documento que es la piedra roseta de la investigación, una fotografía dedicada de Picasso a Rivera, el único documento que conocemos de la época. Un renglón, mitad en español, mitad en francés, de puño y letra de Picasso dice: “A mi querido amigo Diego Rivera, en tout d´accord” (“A mi querido amigo Diego Rivera, de acuerdo en todo”). Una cosa llevó a otra, y los investigadores del Museo del Palacio de Bellas Artes encontraron una referencia de Rivera sobre el documento, que se encuentra ahora en el muro de la muestra, dice: “Arrancó Pablo una fotografía. Era La guitarra, maravillosa construcción hecha sobre el muro, con cartón y un poco de hojalata. Esta era la pieza que más ponía los pelos de punta y la piel de gallina a la gente, y como Picasso había notado que era lo que más me había gustado, le cayó bien y me dio la fotografía”. Diego se refiere a la obra de Picasso titulada Gas–Jet and Guitar, pintada en el invierno de 1912–1913 y que forma parte de la Galería Nacional de Praga y que se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Al entrar en contacto con la Fundación Picasso para solicitar la verificación de la fotografía descubierta, tuvimos otra gran noticia: nos hicieron saber que en la Fundación Almine y Bernard Ruiz–Picasso había una obra de Diego Rivera que perteneció a Pablo Picasso. Al recibir la imagen nos encontramos ante una tela desconocida hasta ese momento. Diego Rivera había realizado otras seis piezas con el tema, pero ésta, la mejor de todas, era una pintura inédita. No sabemos si Picasso adquirió el óleo o si Rivera se lo regaló. El título de la pintura de Diego es Composición cubista, fue realizado en el invierno de 1914–1915 y lo interesante, entre otras cosas, es que Rivera, utilizando un método incorporado al cubismo por Picasso, el papier collé —papel pegado—, agrega a su obra unos recortes de papel de lija, lo que le da al conjunto una textura novedosa, que de cierta forma tropicaliza su óptica: el mono que aparece en la etiqueta del anís toma, por lo tanto, otro sentido, uno selvático. Picasso conservó la obra de Rivera en su colección catalogada como de “amigos”, como observaron Diana Magaloni y Lilly Casillas, lo que nos hace ver que Pablo tenía en estima esta tela y el trabajo de Diego en su conjunto. El intercambio de ideas continuó. Picasso y Rivera comenzaron a hacer visitas a sus respectivos estudios. Rivera tomó ideas de Picasso, muchas, empezando por el motivo principal, el cubismo, como forma de expresión. Pero también aportó gran cantidad de fundamentos, entre ellos uno que consideró fundamental. Durante el primer invierno de 1915, inventó un método para pintar el follaje, a través del cual dio a éste una sensación óptica de volumen, como si estuviera pintado en tercera dimensión. Utiliza esta manera de ejecución plástica en por lo menos seis obras, incluyendo la que es considerada su obra más importante dentro del cubismo, la ya mencionada Paisaje zapatista. Pablo Picasso vio esta obra en ejecución en el taller de Rivera y sin duda le impresionó, tanto que resolvió hacer una pieza donde, además de incorporar la metodología de Diego, usó la composición. Esto le molestó a Rivera. La amistad se vio interrumpida. Cuenta la esposa de Diego Rivera, Angelina Beloff: “Picasso y Diego fueron buenos amigos durante mucho tiempo. Él nos visitaba y nosotros también íbamos a su taller, donde nos mostraba sus pinturas. Ya empezaba a ser famoso y en una ocasión que nos lo encontramos en un café, su mujer (Eva Gouel) nos dijo con admiración y un dejo de orgullo: ‘¿Saben?, Pablo ha vendido cuadros al museo del millonario ruso Shchukin y ya empieza a darse a conocer’. […] Diego se enemistó con Picasso a raíz de un incidente sobre pintura. En aquel entonces [1915] Diego pintaba paisajes cubistas e interpretaba los árboles con un procedimiento inventado por él. Un día fue a ver a Picasso y al observar las telas volteadas contra el muro vio un paisaje pintado con el mismo procedimiento. Picasso le dijo que era una pintura de hacía tiempo. Diego, entonces, maliciosamente, pasó el dedo sobre la pintura y ésta se le quedó embarrada. Era pintura fresca. Picasso se molestó y así terminó la amistad”. Aquel día soleado del 12 de agosto de 1916, Jean Cocteau, a quien Diego Rivera le haría en 1918 un extraordinario retrato, invitó a todos los seguidores de Picasso al café La Rotonde, donde ahora el nombre de Rivera está en una placa de bronce empotrada en una de las mesas. Ese día su mejor amigo, Amadeo Modigliani, no se atrevió a decir ni una sola palabra sobre Diego. Nadie lo tomó en cuenta. Solo el cancerbero atendía la puerta, para que Rivera no pudiera regresar del Hades. L

DE PORTADA

PABLO PICASSO

Hombre con bombín sentado en un sillón (fragmento), 1915. The Art Institute of Chicago DIEGO RIVERA

Paisaje zapatista, 1915. INBA


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Adam Zagajewski

El escritor múltiple

FOTO: KUBA OCIEPA

LABERINTO

En este ensayo, la autora de Por las fronteras de Europa: un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI traza un extenso recorrido por la obra del poeta polaco, quien fue distinguido con el Premio Princesa de Asturias. Sus alcances, sin embargo, van más allá del retrato individual para insertarse en una tradición que supo enfrentar a los regímenes totalitarios y afirmar la crítica y la libertad creadora. Agradecemos a la editorial Acantilado que autorizó la publicación de los poemas que aqui presentamos MERCEDES MONMANY

U

no de los mejores y más difundidos autores de nuestros días, el poeta polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945), es actualmente, junto al suizo Philippe Jaccottet, el italiano Valerio Magrelli, el portugués Nuno Júdice, el español Antonio Gamoneda, los alemanes Durs Grünbein y Michael Krüger, la irlandesa Eavan Boland, el inglés Simon Armitage, o la rumana Ana Blandiana, por citar solo algunos nombres, de los más grandes poetas europeos contemporáneos, uno de los mejores escritores con los que cuenta actualmente una Europa por fin sin adjetivos, ni occidental ni oriental. Muy pronto trasladado junto a su familia, con pocos meses de edad, desde la bella Lvov, antigua capital de la Galitzia austrohúngara, zona que más tarde pasaría a ser botín de guerra tras la Segunda Guerra Mundial, a la parte occidental de Polonia (como contará en el magnífico volumen de prosas y ensayos Dos ciudades, que John Ashbery calificó de “libro extraordinario”), a una “fea ciudad industrial”, Gliwice, antigua población alemana que Polonia, por su parte, acababa de anexionarse, este destierro temprano, casi bíblico, sobrevuela por no pocas partes de su imaginario. Un exilio geográfico, político, metafísico, o puramente sensible e interior, un desplazamiento de tiempos y espacios, que marca a buena parte de los mejores autores del pasado siglo. Los españoles, cercenados cruelmente entre dos Españas al finalizar nuestra guerra civil, sabemos bastante de eso. Así lo expresaría la gran filósofa española exiliada María Zambrano, discípula de Ortega y Gasset: “Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida. Una patria que, una vez que se conoce, es irrenunciable. Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos”. Un paraíso abandonado, por

otra parte, Lvov, casi un planeta en sí, que todos ellos transportarían con el orgullo y la nostalgia de una patria perdida que encarnó en su día todo lo cálido y luminoso de la vida: “¡Mi Lvov! Mía, aunque no nací en ella. Cierta o equivocadamente, uno es considerado lvoviano, uno presume de ello para siempre”, diría el escritor Józef Wittlin en su obra Mi Lvov. El Premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz dijo en su ensayo La mente cautiva (Galaxia Gutenberg) que cualquier polaco, checo o húngaro “sabe bastante sobre Francia, Bélgica u Holanda”, pero que, en cambio, un francés, belga u holandés de cultura media “apenas sabe nada” de Polonia, Checoslovaquia o Hungría. También añadió en Mi Europa (Galaxia Gutenberg): “Un parisino no está obligado a rescatar a cada momento a su ciudad de la nada. […] Pero cuando regreso a las calles en las que se ha desarrollado la parte más importante de mi En sus libros, vida, estoy condenado Adam Zagajewski a resumir, es necesario nunca abandona incluir todo en algunas la reflexión ética frases, desde la geografía y las consideraciones y la arquitectura hasta morales el color del cielo”. Para remediar este largo y dilatado desencuentro necesitado de constantes “resúmenes”, y para paliar nuestra vergüenza de lectores europeos “a medias”, con grandes lagunas, por no decir océanos, de desconocimiento, llegaría a países como España con notable —aunque siempre remediable— retraso, desde latitudes antes marcadas por lejanías de carácter estratosférico, lo mejor, o al menos parte de lo mejor, de aquellas largas ausencias intelectuales. Ausencias de todo tipo, tanto literarias como del campo de la Historia y el pensamiento. Desde comienzos del presente siglo, Adam Zagajewski formaría ya parte permanente de nuestras bibliotecas hispánicas, como una presencia familiar y doméstica, habitual. Sería uno de los autores y, sobre todo, uno de los poetas contemporáneos, más regularmente editados en España. Y lo haría

a través de maravillosos libros de poesía del exilio y de la rememoración elegíaca, aunque también de la iluminación epifánica y sagrada, sencilla y terrenal, emotiva y estremecedora de lo cotidiano (en volúmenes como Tierra del fuego, Deseo, Antenas y Mano invisible, traducidos al español espléndidamente por Xavier Farré, y aparecidos en la editorial Acantilado). Pero también a través de esas muy personales obras suyas “de todos los ámbitos de la vida”, “de renovadas funciones de la literatura”, que eran sus magníficos libros de género variado, entre narración y ensayo literario o, si se prefiere, entre retazos autobiográficos y meditación histórica, filosófica y ética, en torno a los años de plomo comunista, en torno al exilio y, por fin, en torno a la llegada ansiada de la democracia. Experiencias que los convirtieron a todos ellos, intelectuales, artistas y ciudadanos de países recién “liberados”, en testigos de excepción, tristemente privilegiados, acostumbrados a todo tipo de descomposiciones, cínicos tratados, pactos de sobrevivencia mínima y reconversiones interesadas y pragmáticas de todo pelaje. Estos libros de fascinante y cautivadora composición mestiza son el dietario En la belleza ajena (Pre–Textos), En defensa del fervor y Dos ciudades (ambos en Acantilado) que darían buena muestra de la excepcional altura literaria de un autor como Zagajewski. Que lo situaban, de forma incontestable, entre los más grandes, singulares e imprescindibles creadores de nuestros días. Libros en los que Adam Zagajewski nunca abandonaría la reflexión ética y las consideraciones morales, esa minima moralia necesaria para mantener incólume la dignidad humana a través de las épocas y a través, en ocasiones, de “realidades únicas y abominables”. Versos, prosas mínimas o más extensas, en las que destacaba siempre, en cualquier momento, una deslumbrante y exquisita captura de ese instante único e irrepetible, esas epifanías o “inicios de remembranza”, ese milagro del mundo continuamente renovado y de carácter subyugante. Un despojado y escrupuloso estilo literario, imbuido casi permanentemente de


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DE PORTADA

ESPECIAL

una sutil e irónica melancolía, así como una absoluta independencia alejada de ismos, modas y escuelas, convierten su muy elaborado trabajo de lenguaje y su más que notable erudición, no pocas veces, también, en una forma de resistencia ética y estética, como decía en su libro En defensa del fervor: “En la memoria reciente de Europa ha quedado grabada la falsa convicción de que el estilo elevado es un instrumento reaccionario, un martillo contra la modernidad”.

CONTINUIDAD CULTURAL POLACA

Para seguir con los paralelismos, o bien con esa sucesión de disparidades acaecidas durante largas décadas de triste historia de una Europa desunida, algunos recordarán una famosa frase de Philip Roth, pronunciada con ocasión de una entrevista aparecida a comienzos de los años ochenta en la Paris Review. Este gran escritor norteamericano, cuya familia estaba integrada por inmigrantes judíos provenientes de la Galitzia austrohúngara, hablando de sus colegas de uno y otro lado del Telón de Acero, diría: “En el Oeste todo funciona, pero nada importa demasiado. En el Este nada va bien, pero todo cuenta”. Es decir, era como si “el poder de las palabras” del que hablaba Havel, y la Europa cultural, hubieran sobrevivido mejor y más dignamente —al menos por un tiempo— en el Este que en un Oeste adorador de la trivialización de la cultura de masas y del dios del mercado, como baremo único y sin rival de narcotizaciones más o menos generalizadas. Y no iría tan descaminado. Si uno atiende a la impresionante avalancha de traducciones, y de felices encuentros con autores centroeuropeos, muchos de ellos desconocidos para el lector en español, de los últimos años, la impresión de que se tenían gigantescas cuentas pendientes con todos ellos es real y cercana a lo pasmoso. Si atendemos en concreto a la literatura polaca, el timón de lujo actual de todas estas literaturas pertenecientes al antiguo bloque comunista, la impresión se acrecienta. Ahí estarían obras traducidas de grandes poetas como los Premio Nobel Wislawa Szymborska y Czeslaw Milosz, de Zbigniew Herbert, Julia Hartwig y Adam Zagajewski, o bien estupendas recopilaciones de la poesía actual como la antología Poesía a contragolpe (2012), preparada por Xavier Farré, Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Y si no, una extensa presencia estelar de lo mejor de su narrativa, a lo largo de distintas épocas y distintas generaciones, desde Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Józef Wittlin, Stanislaw Lem, Andrzej Kusniewicz, Kazimierz Brandys, Ida Fink, Marek Hlasko, Slawomir Mrozek, Stefan Chwin, Jerzy Pilch, Andrzej Stasiuk, Olga Tokarczuk, Agata Tuszynska, Marek Bienczyk o Dorota Maslowska, por citar solo algunos. Por no hablar de espléndidos memorialistas —entre los mejores, sin lugar a dudas, dentro del espectro europeo del pasado siglo XX— como Aleksander Wat, Józef Czapski o Gustaw Herling–Grudzinski. O, si se prefiere, de grandísimos representantes del género del reportaje, entendido como una muy conseguida mezcla de periodismo, ensayo, literatura de viajes y microhistoria, un género en el que destacan en toda Europa los autores polacos, encarnado por escritores tan conocidos como el desaparecido Ryszard Kapuscinski, por periodistas e intelectuales legendarios como Adam Michnik (En busca del significado perdido, Acantilado) o, en estos momentos, igualmente, por autores de las últimas hornadas como Mariusz Szczygiel, autor de un espléndido libro de reportajes sobre la República Checa, Gottland (Acantilado). Para un lector del área hispánica se acrecienta, como decíamos, y de nuevo aparece la sospecha, de que la cultura, en estos países donde imperó desde el fi n de la Segunda Guerra Mundial el totalitarismo y la dominación rusa, fue siempre algo más que una simple mercancía de entretenimiento y consumo distraído, como sucede actualmente en cualquier país, lengua y cultura, se trate de la que se trate. Que la perseverancia, la tenacidad y los actos de resistencia muchas veces tenían que ver con el orgullo y no decaimiento generalizado de una cultura de gran altura, mantenida contra viento y marea. Una cultura, desde la poesía, el teatro, la historia, el ensayo, el cine o la novela, desde la práctica más rabiosamente experimental hasta las obras de factura más clásica,

Una calle de Lvov, Polonia

LAS ANTENAS VIGILAN

Por la noche, arriba en los Alpes, Las antenas no duermen, Las antenas vigilan, Dan vueltas con atención Y murmuran: Mesías, ven finalmente.

MÚSICA EN EL COCHE

La música que escuchaba contigo en casa o en el coche o incluso durante un paseo no siempre sonaba tan pura como quisieran los afinadores de pianos; a veces se inmiscuían voces llenas de pánico, de dolor, y entonces aquella música era mucho más que música, era nuestro vivir y nuestro morir. © 2007 Adam Zagajewski © de la traducción, 2007 by Xavier Farré Vidal © de la edición, 2007 by Quaderns Crema S.A. (Acantilado)

que se tenía que preservar, por encima de todo, desde Mickiewicz hasta la caída del Muro, en sus más óptimas condiciones, en fervorosos pulmones de acero a salvo de catástrofes y tempestades, esperando el día ansiado de la libertad. Era como si flotara en el aire el imperativo no escrito de mantenerla, a lo largo de todos los avatares e invasiones, y por encima —al modo de una marca genética indoblegable— de la muchas veces dramática historia polaca. El gran Milosz decía en su libro Mi Europa (Rodzinna Europa, traducido recientemente en Galaxia Gutenberg) que todos los trastornos europeos muestran que “bajo la superficie cambiante de los hechos subsiste una continuidad”. Esta “continuidad cultural no habría sido alterada ni en la Francia de la Revolución de 1789, ni en la Rusia de la Revolución de 1917, ni tampoco en Polonia con la llegada al poder de los comunistas en 1944–1945”. Para decirlo en otras palabras: en el mundo de la cultura europea existiría una cierta inmunidad histórica, algo profundo y resistente que, ni con la ayuda de censuras, masacres y persecuciones de tiranos, se lograría abatir para siempre. Editado en las mejores editoriales (Hanser Verlag, Adelphi, Fayard, Farrar, Straus and Giroux, o por la española Acantilado, de la mano del añorado e insustituible intelectual y editor, así como amigo personal de Adam Zagajewski, Jaume Vallcorba, fallecido hace unos pocos años), a través de los poemas de Adam Zagajewski se extiende siempre una embriagadora y mágica estela de sensaciones y emociones perdurables, congeladas en una prodigiosa intemporalidad. Un amor por la luz y la revelación, por la cultura y la belleza del mundo, por paisajes y ciudades extranjeras, por su querida Cracovia, por su no menos adorada Italia, por la poesía, la pintura y la música que caminan siempre inseparables, por los encuentros con lecturas y otros autores, por el recuerdo de presencias y seres añorados, por la evocación de gente anónima de discretas y en ocasiones turbadoras biografías, pero también un amor y afecto profundo y estremecido por ese caudal sobrecogedor de pérdidas, de memoria, de dolor, de dicha compartida, y de esa minúscula, sutil y casi invisible metafísica cotidiana que arrastra consigo toda existencia humana.


LABERINTO

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ESPECIAL

Entrada de las tropas soviéticas a Lvov, 1939

¿Tienen derecho a tener biografía los intelectuales, los poetas, incluso los más banales de ellos, desprovistos de escandalosos y chocantes sucesos espectaculares? Como si estuviéramos siempre inmersos en el famoso debate que enfrentó en su día a Proust y Sainte–Beuve, Adam Zagajewski vuelve en no pocas partes de sus textos sobre este asunto que enfrenta —en ocasiones artificialmente— vida y obra de un autor. Lo haría, por ejemplo, en su brillante ensayo El equilibrio, sobre la poesía de Tomas Tranströmer, aportando certeras reflexiones sobre ese invisible y delicado “equilibrio” que tienen que mantener los mejores creadores. La memoria, evidentemente, no es ciega ni muda, ni lo es para unos sí y para otros no. Como la inteligencia o el talento, es profundamente democrática, y cada cual —como nos ha demostrado recientemente la historia europea y nos lo seguirá demostrando muchos años más— tiene que asumir y encajar su ración de coraje y valentía, o de culpa e iniquidades, si es que las hubiera. A lo largo de su obra crítica y ensayística, este clarividente escritor e intelectual múltiple que es Zagajewski —poeta y narrador, crítico y cronista de su tiempo, diarista y microhistoriador— ha desarrollado de forma ejemplar y casi única esta práctica del “retrato” completo, ejercido con enorme respeto y cautela, a la hora de hablar de la vida y obra de grandísimos poetas y pensadores. Desde los de pasado espinoso, o directamente ofensivo, como es el caso de Gottfried Benn, Jünger, Céline o Cioran, hasta otros de trayectoria irreprochable como Czapski, Herbert, Schulz o Valéry, provocadores e “ironistas inspirados” al estilo de Gombrowicz, o si no grandes figuras europeas como Mann, que encarnaron como nadie “el espíritu de su tiempo”. O si no, esos genios de biografías discretas, de las que no dan que hablar, como sucede con el sueco Tomas Tranströmer, Premio Nobel de Literatura en 2011. Alguien que no pertenece a esa clase de autores —como dice Zagajewski— “que cazan leones, toman parte en las cruzadas bélicas o conquistan cumbres de gran altura”. Salvo las literarias, habría que decir. Un buen número de autores comentados, atrapados en momentos precisos de su vida y obra, desfilan por el espléndido volumen Dos ciudades, que además contiene breves y, se podría decir, pequeñas joyas perfectas y turbadoras, como los relatos “De la Z a la A” y “El homicidio”, así como otros más largos, como es el caso del excelente “Traición”, el no menos deslumbrante “Discurso confidencial del presidente del Politburó”, o el bellísimo y autobiográfico que da título al libro, “Dos ciudades”. Maravillosos retratos dedicados a autores como

Ernst Jünger, Gottfried Benn, Bruno Schulz y Paul Léautaud, sacuden como un zarpazo esos atisbos de la responsabilidad humana compartida, cívica, ética, que todos en Europa, hoy día, deberían tener y que en modo alguno, aunque medien fronteras, pueden desgajarse e ir por separado. Uno, según en qué épocas viviera, ya fuera en un Occidente supuesta y tradicionalmente privilegiado o en un Este castigado cruelmente por una sucesión ininterrumpida de totalitarismos, no se puede permitir el lujo de unas vacaciones permanentes de la estética y de las vivencias puramente interiores y metafísicas. Hay que leer sin cesar a estos grandes autores (Milosz, Kertész, Manea, Kis, Konrád, Kundera, Zagajewski) que hablan de realidades paralelas e inimaginables para muchos de otras lejanas latitudes. Para muchos que, en el pasado, nos limitamos a conocer una sola de esas multiplicadas, y en ocasiones yuxtapuestas, tiranías y persecuciones. Adam Zagajewski habla de submundos paralelos, orwellianos, asfixiantes; de mundos, sobre todo, pertenecientes a un delirio difícil de imaginar para el lector común occidental que no conoce al detalle esa “La literatura monstruosa, violenta entendida únicamente y minúscula ausencomo escuela cia de libertad que se de la lengua, como daba a cada paso en retórica, se convierte regímenes autoritaen estéril” AZ rios que impusieron realidades “únicas” y que hicieron retroceder a Europa “a la época de la esclavitud”, como dice este autor. Un mundo en el que imperaba el miedo, la delación, en el que dictaduras que parecían “indestructibles y eternas” se convirtieron para todos ellos en “pesadilla y tema literario”, mientras una “teocracia falaz” y paranoica que decía no tener más dioses que adorar al Partido único, se extendía por toda superficie susceptible de ser controlada a funcionarios de la policía secreta encargados de la persecución de “ejércitos clandestinos”. Es decir, de, pura y llanamente, gente. En aquella realidad vivida día a día “bajo la funda gris del comunismo”, aquella realidad tan difícil de entender para generaciones posteriores de europeos fuera del ámbito del frío discurso político o de ensayos de raíz historiográfica, los “héroes de lo cotidiano” de las dictaduras —de cualquiera de ellas— estarían personificados magistralmente en el libro En la belleza ajena a través de multitud de personajes. Personajes reunidos como en una auténtica Arca de Noé coagulada y retratada de forma fantasmal, con una entrañable y sincera

emoción y compasión que traspasa espacios y tiempos. Quizá su más perfecta impronta la ofrecerían esos “modestos tíos y humildes tías” del autor, que aunque “no escribieran libros ni pintaran cuadros” fueron héroes firmes e indoblegables de la sobrevivencia. Con dignidad, “sin un gramo de fanatismo, hostilmente indiferentes al comunismo, se salvaron de persecuciones en el periodo de la ocupación y el estalinismo, […] prudentes, experimentados oyentes de audiciones radiofónicas, consumados lectores de periódicos, nunca concedían crédito a la primera capa del texto. […] Los ocupaba la vida diaria, la defensa de la vida cotidiana”. Es decir, mantener esa vida cotidiana, simple y sin grandilocuencias, lo más intacta posible, espiritualmente hablando, para generaciones venideras. Con reservas adecuadas de “cierta dosis de salud espiritual”. Fortalecidos y endurecidos. “Nos endurecemos al punto de soportar todo aquello a lo que nos acostumbramos”, decía Montaigne. También lo recordaba el poeta W. B. Yeats, en su célebre poema dedicado a la heroica y sangrienta revuelta fallida de Dublín (“Easter, 1916 ”): “Un sacrificio muy continuado/ puede tornar de piedra el corazón” (Too long a sacrifice/ can make a stone of the heart). Exilios interiores y una incólume, inalterable, vida “en suspenso”, que desafiaba años y siglos, en paisajes no solo congelados por el hielo. Todo estaba dispuesto para un largo y tenaz letargo y sobrevivencia, “para vegetar”. Así lo expresaría Adam Zagajewski en un pasaje de En la belleza ajena: “Parecíamos estar en el siglo XIX, poca cosa había cambiado. Hacía frío. Lo ideal era no salir para nada. Quedarse en casa. Fuera había comunismo y hielo”. Héroes de la parálisis, de la inacción, como el famoso antihéroe de Flaubert, Frédéric Moreau, de La educación sentimental, a quien “el miedo de hacer demasiado y de no hacer bastante, le privaba de todo discernimiento”. Héroes, igualmente, conservadores, atesoradores de un determinado estado de cosas, de patrias del espíritu escamoteadas, de ciudades perdidas, de valores de repente desechados y demonizados. En su magnífico ensayo sobre Los sonámbulos, Kundera lo expresaba así: “Cuando los valores antaño tan firmes se cuestionan y con la cabeza gacha se alejan, el que no sabe vivir sin ellos (sin fidelidad, sin familia, sin patria, sin disciplina, sin amor) se arropa en la universalidad de su uniforme hasta el último botón, como si este uniforme fuese todavía el último vestigio de la trascendencia que puede protegerle del frío del porvenir en el que ya no habrá nada que respetar”. Tampoco se respetará lo más íntimo y preciado: la memoria. Se le declarará abiertamente la guerra. Así lo recordaba Adam Zagajewski, hablando del libro El bárbaro en el jardín de Zbigniew Herbert, en Dos ciudades. Viajando por Italia y Francia, entusiasmado, lleno de emoción, Herbert no se cansa de recorrer ciudades, de visitar catedrales y museos, de contemplar cuadros y esculturas, anotando impresiones. “Su país —el de este joven viajero varsoviano, nos recuerda Zagajewski— había sido destruido por una guerra cruel y por el comunismo. Para colmo, el comunismo le declaró la guerra a la memoria. […] Quien no lo ha vivido no puede saber con cuánto desprecio trataba el comunismo al pasado mientras conservaba la fe en sí mismo”. ¿Cuál era la ética y minima moralia necesaria para mantener incólume la dignidad humana por parte de aquellos simples héroes anónimos de lo cotidiano que, día a día, a través de pequeños gestos simbólicos, luchaban por no ser “cosificados”? Zagajewski lo responde a la inversa en muchas ocasiones, ironizando sobre lo que era aquel mundo al revés, con la moral trastocada o con la posterior excusa histórica preparada de antemano (“no fui yo, fue la época”). En un mundo en el que al poeta, al artista, según el “mito modernista”, se le podía declarar “loco e irresponsable”, siempre libre del


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DE PORTADA

ARCHIVO ADAM ZAGAJEWSKI

Adam Zagajewski y su esposa Maja Wodecka, 1990

peso incómodo de la conciencia para sus aspiraciones, uno, nos viene a decir Zagajewski, tenía la obligación moral de ver algo más que “golondrinas y castaños”. Porque en ese mundo de “dioses soviéticos de párpados hinchados”, uno, también, muy pronto, en su propio país, podía quedar relegado a la condición alienígena de “extranjero”, tal y como decía el propio Zagajewski en su poema “Elegía” (del libro Tierra del fuego): “Sin promesas ni esperanzas/ allí, sin ser extranjeros, vivíamos./ Esto era la vida que nos fue dada. […] Esto era el temor, lleno de culpa. Esto el coraje,/ lleno de angustia. Esto la angustia, llena de fuerza”. Sin perder de vista en ningún momento esa capacidad o virtud de la poesía “de experimentar el milagro del mundo, de asombrarse y quedar sumido en ese asombro”, como decía Zagajewski en En la belleza ajena, hay que mantener en cada momento de la Historia, no solo en la excepcionalidad de las dictaduras, esa difícil y dual balanza —el encantamiento y el interés por “el exterior”— sabiamente equilibrada. “La lengua —nos dice Zagajewski en este Diario— es un alma vagabunda que busca alimento”. Y lo busca en el exterior, donde se nutre y desde donde se completa ese inicial encantamiento, esa inspiración, ese temblor y revelación íntimos, necesarios. “La literatura entendida únicamente como escuela de la lengua, como retórica, se convierte en estéril”, volverá a decir este autor.

EL ARTE DE LOS PERDEDORES

“El espíritu y el arte nunca les toca en suerte a los vencedores, les toca a los perdedores”, dijo en determinado momento el poeta alemán Gottfried Benn, citado por Adam Zagajewski en su estupendo libro de ensayos

Solidaridad y soledad. Benn estaba entonces a punto de decepcionarse definitivamente del nacionalsocialismo y de refugiarse en “una forma aristocrática de emigrar”, es decir, en su carrera de médico. Un volumen que recogía ensayos escritos a comienzos de los años ochenta, en un momento entre “magnífico y lúgubre”, cuando en Polonia “reinaba la tristeza” y cuando el Sindicato Solidaridad, fundado en 1980, en los astilleros de Gdansk, ya había sido socavado a través de la ley marcial, decretada en 1981. Una ley, como nos recuerda el autor, que en una más de las paradojas constantes que se daban en estos países antes de la caída del Muro, creó más cosas de las que intentaba destruir. Zagajewski especifica el momento, altamente simbólico, del que se trata: “Noviembre de 1983, Solidaridad ha sido derrotada, Lech Walesa ha recibido el Nobel de la Paz, vivo en Sèvres y Adam Michnik está en la cárcel”. A través de numerosos ejemplos de “espiritualidad negativa y espiritualidad excesivamente positiva”, de entusiastas adeptos a las ideologías en un siglo muchas veces “mudo y salvaje” como fue el XX, de decisivos “libros individuales” —como los de Solzhenitsin o Nadezhda Mandelstam—, de enseñanzas y figuras como Thomas Mann —“encarnación del espíritu de su tiempo”— y Kafka —que se va a nadar el día en que Alemania declara la guerra a Rusia—, de “ironistas inspirados” como Gombrowicz, del “beso de Hegel” o parálisis mental de la que un día habló el también polaco Milosz o, si se prefiere, de curiosas dualidades históricas, aparentemente irreconciliables, que odiaron el totalitarismo con todas sus fuerzas, pero cuya aversión “partía de premisas sustancialmente

diferentes”, como es el caso del “genio aristocrático” Nabokov y del socialista Orwell, que en su día “rozó el totalitarismo”, en todos esos casos, alguien como Zagajewski, fino, sutil y nunca rutinario ensayista y sismógrafo de momentos históricos que incluyen a un mismo tiempo importantes metamorfosis culturales, políticas y sociales, sabe captar a la perfección esas mezclas singulares, monstruosas, que solo a los que las sufrieron “al este del Elba”, o en toda la Europa Central en general, les es dado conocer en sus innumerables matices y detalles. Experimentos muy concretos del “sojuzgamiento del espíritu” en los Estados totalitarios, de los que ya habló Milosz en su gran clásico del pasado siglo, El pensamiento cautivo. Unos lugares en los que, como recuerda Zagajewski, a pesar de que asesinos en serie como Stalin hubieran decretado, a lo largo y ancho de todo el imperio, que “la cultura se fundiera con la mentira histórica”, paradójicamente, en un movimiento paralelo de inusitada resistencia interior en esas zonas largamente castigadas, solo se logró, una vez más, que “las decepciones se convirtieran en la fuente de la originalidad de su cultura”. Desde el horror o el absurdo azaroso de una vida sin cesar amenazada en situaciones de “esclavitud totalitaria”, una mente alerta, dotada de innumerables registros, no solo los culturales, como la de Zagajewski, sabe extraer instantáneas, colisiones y también vasos comunicantes que hablan de muchas más cosas y lugares y que escapan a lo trillado. Por ejemplo, en patéticas y ridículas escenificaciones del Partido Comunista, bajo una gran pancarta con la consigna del momento, un autor como él sabe distinguir perfectamente ese tipo de categorías estéticas que separan a Eurípides de la pura comicidad de un Plauto. Como aclara Zagajewski en un prólogo realizado en 2002, veinte años más tarde, sus ensayos escritos “en París y sus inmediaciones”, durante su exilio, estuvieron dictados sobre todo “por la necesidad de emitir un diagnóstico y dar nombre a aquel momento histórico”, tan doloroso para su patria. Progresivamente, sin embargo, cada una de sus páginas y capítulos, desde el dedicado a la película Carmen de Carlos Saura —“Flamenco”— o el extenso y magnífico —“Una muralla alta”— dedicado a dar respuesta y reflexionar sobre el ensayo de Kundera “Un Occidente secuestrado o la tragedia de Europa Central”, acabarán hablando de esa permanente tensión que siempre se ha dado en todos los artistas, no solo los poetas, entre “solidaridad y soledad”. Es decir, ese difícil equilibrio entre vida exterior y colectiva, con la consiguiente necesidad de participar y ser actores en las transformaciones políticas cuando el momento lo requiere, y la exigencia acuciante, íntima, del artista, de regresar sin cesar al lugar de origen de su obra: a la vida espiritual. O como dice el mismo Zagajewski: “A la individualidad, soledad y poesía”. L


CINE

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LABERINTO

ESPECIAL

Trisha Ziff

“Somos mirones de la tragedia de otro” El hombre que vio demasiado documenta el trabajo del fotorreportero Enrique Metinides, pionero de la imagen de nota roja ENTREVISTA

A

lo largo de su vida, Enrique Metinides ha visto cientos de muertes y accidentes. Desde pequeño encontró en la nota roja su campo de acción. A fuerza de ver y tomar fotografías se convirtió en un maestro de la composición. Paradójicamente, su trabajo ha sido más reconocido en Estados Unidos e Inglaterra que en México. Con el propósito de hacerle algo de justicia, Trisha Ziff lo convierte en protagonista de su celebrado documental El hombre que vio demasiado. ¿Cómo comienza a trabajar con Enrique Metinides, con quien lleva colaborando diez años?

Lo conocí e ideamos hacer un libro sobre sus fotografías. Se tituló 101 tragedias de Enrique Metinides. Ahí fue cuando descubrí que tiene un ojo extraordinario. El documental pretende darlo a conocer pues no es muy reconocido en su propio país. Sus fotografías tienen una gran calidad artística. Sin embargo, nunca pretendió serlo y no se considera artista.

HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com Su película aborda de manera tangencial la forma en que nos relacionamos con la violencia.

Así como aumenta el número de habitantes, aumenta la violencia. Metinides mismo dice que la violencia ha cambiado; ahora hay más agresividad. Eso hace que haya más que reportar. Sin embargo, no sé en qué momento los editores decidieron presentar los crímenes como lo hacen actualmente. Supongo que obedece a que la violencia vende y eso es lo que quieren los periódicos. Por otro lado, nuestra relación con la violencia viene desde antes del colonialismo. ¿El abundante consumo de imágenes violentas o de nota roja nos ha inmunizado frente al impacto de este tipo de hechos?

Creo que depende del tipo de persona. A unos los ha sensibilizado más, incluso al nivel del activismo. A otros, en cambio, los ha vuelto insensibles. Sin embargo, son temas que deben salir y conocerse. No podemos darnos el lujo de esconder esta realidad.

Aunque al verla constantemente le quitemos un poco de relevancia. Su película tiene al menos tres vertientes: Metinides, personaje; qué es arte y qué no; y la relación de México con la violencia. ¿Siempre tuvo claro que éstas serían las líneas del documental?

Creo que las dos primeras vertientes las tenía muy claras, la última se fue dando conforme avancé en la investigación y más cuando trabajamos con los fotoperiodistas actuales. No obstante, siempre quise que todo estuviera unido en torno a la obra de Metinides. Hay momentos en que vemos a Metinides callado e inactivo. En esos lapsos se le nota inquieto.

Me interesaba mostrar rasgos de su personalidad, y en esto el trabajo de Pedro García en la edición fue fun-

HOMBRE DE CELULOIDE

Es paradójico el prejuicio entre ciertos periodistas e intelectuales hacia la nota roja, a pesar de la curiosidad que despierta.

Puede ser que se menosprecien las fotografías que buscan el sensacionalismo. Sin embargo, no debe despreciarse al fotógrafo: él no acomoda las fotos en la portada. Estoy segura que hay muy buenos fotógrafos por ahí. Podemos condenar que se presenten en primera plana, pero no podemos negar que tenemos un lado morboso que nos lleva a echar una mirada, a ser mirones de la tragedia del otro. Quizá al final eso sea bueno porque nos permite valorar más nuestro momento, nuestro día y nuestra vida. L

FERNANDO ZAMORA

Viejos y nuevos europeos ESPECIAL

E

l tema musical de Un hombre gruñón se parece unas veces a cierto trío de Schubert y otras al famoso adagio de Albinoni. El asunto cobra relevancia cuando uno se da cuenta de que la historia, como la música, se asemeja a cosas que hemos visto mil veces. Aun así, Un hombre gruñón tiene la cualidad de retratar el carácter amargo de una Europa que ve que sus sociedades “perfectas” tienen que cambiar. Ove es un viejo incapaz de mostrar sentimientos. Lo conocemos asistiendo a sus intentos de suicidio (asunto costumbrista en la Suecia de hoy) porque sus memorias tienen la virtud de hacerlo revivir. Aprendemos en ellas que le apasiona construir cosas, arreglar coches (Saab, porque cualquier otra marca le causa repelús) y acariciar el recuerdo de cierta persona cuya historia también vamos conociendo en esta película que se sostiene en la

damental. Tiene buen ojo y creo que se adaptó muy bien al tema. Ambos captamos el carácter de Metinides y supimos transmitir su esencia divertida y obsesiva.

Un hombre gruñón (En Man Som Heter Ove). Dirección: Hannes Holm. Guión: Hannes Holm basado en la novela de Fredrik Backman. Fotografía: Göran Hallberg. Con Rolf Lassgärd, Bahar Pars, Filip Berg, Ida Engvoll. Suecia, 2016.

actuación de Rolf Lassgård como el gruñón perfeccionista y Bahar Pars en el papel de la inmigrante que llena el barrio de niños, gritos de fiesta y aroma de azafrán.

Un hombre gruñón juega con los estereotipos de esta nueva sociedad que ha nacido en el seno de una Europa que se levantó de las ruinas de la guerra. Primero con el lugar

@fernandovzamora

común de los suecos amargados pero también con el carácter de los españoles irresponsables y el elefante en el cuarto: musulmanes y homosexuales. Nominada para el Oscar a mejor película extranjera, Un hombre gruñón tiene la virtud de señalar el verdadero objeto de descontento en las clases bajas del norte de Europa (clases que serían medias en América Latina). Porque a decir verdad, el problema de las nuevas sociedades industriales no está ni en la migración ni en la homosexualidad sino en los funcionarios que con facha progre medran a costa de la necesidad de la gente. Suecia no se ha salvado de la corrupción de una generación que nació en la opulencia y que sigue queriendo enriquecerse cada día más. Son estos burócratas quienes resultan incapaces de amar a su patria o a sus semejantes. Son ellos los que realmente tienen cansado a Ove, un hombre que personifica a la Suecia gruñona que ve cómo los burócratas en sus puestos grises acaban incluso con ésta que alguna vez fue la sociedad más equitativa del mundo. L


MILENIO

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ESCENARIOS

DANIEL GONZÁLEZ

Exiliados de la cama MERDE!

BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com

M El montaje a cargo de Sergio Cataño se presenta de miércoles a domingo en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz

Actrices de alto voltaje Mi Fausto, la pieza que Paul Valéry dejó inconclusa, se inserta en un mundo que ha perdido las nociones del bien y el mal TEATRO

H

ay obras que te dejan frases, imágenes, ecos, espacios poblados de objetos y de personajes que llegan a estar ahí para luego evadirse de donde el espectador hubiera querido conservarlos. Algo así sucede con Mi Fausto, texto dramático inconcluso de Paul Válery, que encuentra en la UNAM un espacio en el que se despliega la decepción del autor francés por el ser humano a partir de su arribo a una maldad que supera a la del viejo Mefisto. Un espacio de varios niveles abre el vértice del negro escenario que contiene un triángulo integrado al piso con arena blanca, eco tal vez de los misteriosos signos de Nazca o de un jardín zen con formas y espirales abiertas. Limpio, terso y oscuro, a ratos con luz definida e intensa, este espacio abierto al enigma, creado por Patricia Gutiérrez, es un lugar donde los ángulos apuntan, marcan rutas de fuga, generan vacíos y señalan pasillos subterráneos. El personaje de Fausto, presente en el Faustbuch, anónimo del siglo XVI, ha seducido por siglos a artistas como Marlowe, Delacroix, Lessing, Goethe, Liszt, Schumann, Mann, quienes crearon sus propias versiones literarias, pictóricas y musicales hasta que en 1940 Paul Valéry lo transformó en un veterano con nociones de psicoanálisis, existencialismo y principios nietzscheanos, que quiere dictar a su asistente un libro con sus memorias, para lo que propone a Mefistófeles un nuevo pacto que, sin necesidad de ser firmado con sangre, le devolverá algo del protagonismo perdido ante la generalizada falta de fe en la existencia del alma. Mi Fausto encuentra en la propuesta del director Sergio Cataño una estética contemporánea con personajes masculinos interpretados por actrices y vinculados, mediante su expresión e indumentaria, al

ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com

sedimento de los siglos. Desde Mefistófeles hasta el joven discípulo, incluidos Astarot y Belial, esbirros del demonio, los personajes son creados por ellas, quienes producen una energía de alto voltaje en torno a un Fausto que se percibe como una breve llama que se debilita ante un viento inesperado. El personaje de Fausto, a cargo del actor José Ángel García, no irradia el magnetismo, la atracción, la chispa de la sabiduría que fascina al personaje de Lust, a cargo de Ana Cervantes, quien se expresa desde una automotivación real sin encontrar correspondencia con lo que el espectador percibe del viejo personaje que durante siglos ha persistido en su intento por descubrir lo que el ser mortal no puede aprehender. Las actrices Ana Bertha Espín, a quien se ve poco en un escenario teatral, Ana Cervantes y Penny Pacheco, y la diseñadora de movimiento, la maestra y coreógrafa Ruby Tagle, se arrojan a la construcción de una ficción de dimensión doble y fracturan estereotipos masculinos y femeninos de rasgos grotescos extremos y drásticos, sin el estímulo contundente y vital sobre el escenario por parte del antagonista. El jardín con reminiscencias bíblicas, presente en la obra de Valéry y contenido en este montaje en una manzana que comparten juguetonamente Fausto y su asistente Lust, marca la distancia frente al Fausto renacentista que pacta con el diablo por 24 años, frente al Fausto que, superada la experiencia, logró vencer a Mefisto, hoy incapaz de comprender la línea perdida entre el bien y el mal, y la búsqueda de Lust y del discípulo. Mi Fausto propone una experiencia estética, plástica, corporal y de actuación femenina, en torno a un personaje mítico que las actrices, con sus distintas características, crean para la escena. L

e acordé de León Tolstoi y su Novela del matrimonio, el escabroso camino de la cotidianeidad en pareja, con diferencia de años, distintos intereses intelectuales, esa ascensión y caída donde las emociones ganan a las razones y hay que poner un hasta aquí a la aburrida vida. No es el clásico Guerra y paz pero sí el retrato íntimo de relaciones peligrosas, tanto como el mapa de las naciones. Porque no hay nada más importante que una persona antes que la patria. ¿O no? Me acordé de la tragedia de August Strindberg, su relación sentimental con Siri von Essen, vida que llevó a la dramaturgia primero con La mujer de siri Bengt, hasta enfrentarse con las tesis feministas en el teatro de Henrik Ibsen con Casa de muñecas, y terminar en la locura, en ese ensayo profundo que es Inferno, para terminar en el descrédito público de su época —por misógino, se dice ahora—, y al final el fracaso de su teatro, hasta hoy rescatado por calidad histriónica. No sé por qué pero al ver el montaje Exiliados, de James Joyce, pensé: de matrimonios, hasta Ingmar Bergman se ha ocupado en el teatro y en el cine. Ser pareja —casada, separada, en amasiato, con hijos o no, con traiciones o sin ellas— implica conocer a profundidad las complejas vidas de seres humanos donde todo lleva a la deriva si se salen de la razón. ¡Y vaya que Ibsen, Tolstoi y Joyce lo intentaron! Conocer a sus mujeres les llevó a finales tensos junto a su trepidante literatura —desde luego, Anton Chéjov no se quedó atrás con su obra La gaviota—. Pero Joyce fue más allá: el marido asume las relaciones de su mujer con otro hombre… en teoría, porque la pieza resulta ambigua en su final. No es fácil vivir en pareja —de la diversidad sexual que sea—. Difícilmente puede llevarse una vida, digamos, tersa, en compañía de quien sea. Peor si los intereses no son afines, entre ser ama de casa y escritor, por ejemplo, como en la obra del autor de Ulises. Una pieza inspirada en su propia vida (como Tolstoi, Strindberg, Ibsen, Bergman y Chéjov). Una delicia observar en el teatro conversaciones racionales con emociones soterradas para no estallar en cólera, sin morir en el intento. Se agradece la tensión porque las actuaciones son espléndidas cuando los actores son de excepción. El elenco de Exiliados es impecable. Ironía, risa, coraje, frustración, deseo agazapado, emociones atrapadas en el cerebro. Todo brilla en la escena. Gracias, Verónica Merchant, Carmen Mastache, Tenoch Huerta y Pedro de Tavira Egurrola. La dirección de Martín Acosta es de madurez plena (el mismo director de aquel lujo de pieza teatral que fue Carta al artista adolescente que, inspirado en Joyce, adaptó magistralmente Luis Mario Moncada. ¡Gran retorno!). Allá ustedes si no quieren verse en el teatro, exiliados de la cama. L ESPECIAL

Una escena de Exiliados


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LABERINTO

JANE BROWN

Visible mente TOSCANADAS

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a primera vez que vi una fotografía de Samuel Beckett quedé admirado. En aquel momento no sabía de quién se trataba, pero me dije: “Este hombre debe de ser muy inteligente”. Y es que la inteligencia suele ser algo que se muestra en la mirada y la expresión; no sé cómo, pero se nota. Los buenos escritores exhiben en sus retratos cosas que por lo regular están ausentes en las bonitas caras de las estrellas de televisión. Cuando camino por la calle, no me cuesta trabajo distinguir a un lector de un telespectador. En los hombres de ciencia también aparece esta brillantez. La fotografía de Paul Dirac me causó la misma impresión que la de Beckett. Ahí están también Erwin Schrödinger o Wolfgang Pauli. Y aunque en primera instancia Niels Bohr parece un repostero y Ernest Rutherford tiene aspecto de policía rural, lo cierto es que, bien vistos, ambos echan luz por los ojos.

DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

Podemos hallar a un montón de filósofos con esas miradas cargadas de ideas, experiencia y profundidad. Basta mirar un segundo a Wittgenstein o Camus para darse cuenta de que no son mortales comunes ni corrientes. Vea usted a Maria Skłodowska con Pierre Curie, a Simone de Beauvoir con Jean–Paul Sartre, y compárelos con las parejas de moda de Hollywood o las telenovelas, o con ciertas parejas reales o presidenciales. Quizá exista por ahí, pero yo no he encontrado un estudio que explique cómo la lectura, el aprendizaje, la reflexión, el ejercicio del ingenio y la variada actividad intelectual acaban por moldear algo notorio, no sé si físico, en el ser humano. No me refiero a ingredientes lombrosianos, pues la inteligencia llega con cualquier tamaño de nariz o amplitud de frente. Sin embargo sería difícil que los científicos investigaran tal cosa, pues aunque traten de ahondar en las conciencias superiores,

Samuel Beckett

no faltaría la lapidación en los anodinos medios sociales que interpretarían las cosas como: “Están investigando si los que tienen cara de idiota son, efectivamente, idiotas”. Mucha filosofía ha considerado la conciencia o la mente como algo independiente del cuerpo; y suelen decir que el cuerpo es físico y se percibe; la mente no. Pero hay que argumentar el caso de que la mente es perfectamente perceptible a través de un sentido que se apoya en la vista. La pregunta es si la conciencia, aun inconscientemente,

LA GUARIDA DEL VIENTO

busca comunicarse con otras existencias y envía señales a quienes tienen capacidad de percibir. Las gastadas imágenes poéticas dicen que los ojos son el espejo o el reflejo del alma, pero la metáfora queda descartada porque aquí no hay reflejo, sino emisión. Vaya uno a saber. Pero me habría gustado ver a Samuel Beckett cuando tenía apenas unos minutos de muerto. Advertir si ese cuerpo aún destilaba su gran conciencia o si de pronto se quedó vacío, igual que quien pasa la vida entera con el cerebro en blanco. L ALONSO CUETO ESPECIAL

¿Dónde están?

¿

Quién no quiere entrar en los espacios y tiempos de un libro, pasar allí algunas horas y tocar sus escenarios? La primera vez que llegué a Buenos Aires, hace unos 35 años, salí directamente del hotel a la Plaza Constitución, el lugar cuyas “carteleras de fierro” aparecen mencionadas en la primera frase de “El Aleph”. Beatriz Viterbo ha muerto, y sin embargo las carteleras de la Plaza Constitución “acababan de renovar no sé qué aviso de cigarrillos rubios”. El mundo incomprensiblemente sigue su curso, a pesar de que ella ya no está allí. Borges concluye con melancólica vanidad: “Cambiará el universo, pero no yo”. Sentado en medio del ruido de la Plaza ese día, mientras recitaba ese gran párrafo, sentí que yo podía estar en una zona del relato. Quizá sienten algo parecido quienes se acercan a la zona sur de Castilla preguntando por la casa del Quijote o los que se acercan a algún lugar de Verona, presintiendo el balcón en el que Romeo observa a Julieta tocarse la mano en la mejilla y susurrar: “¡Oh! ¡Quién fuera guante de esa mano para poder tocar esa mejilla!” Muchos amigos que vienen a Lima me piden llevarlos a la Avenida Tacna para estar en el lugar donde se inicia Conversación en La Catedral. Los llevo con gusto y alguno de ellos ha recitado esa descripción inicial: “Edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris” y su inevitable conclusión: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” Dicho sea de paso, el aspecto de la avenida no ha cambiado demasiado desde que Vargas Llosa

La Avenida Tacna en Lima

trabajara en la redacción del diario La Crónica. Alguno de mis amigos visitantes asegura haber visto a Santiago Zavala en la puerta de un edificio, mirando a la avenida, “sin amor”. Vargas Llosa marcó el ruido y las imágenes de la ciudad lo mismo que Lampedusa marcó para siempre el olor que sentimos al llegar a Sicilia. Los escritores señalan todos los detalles físicos pero su imaginación los trasciende. Es por eso que Rulfo afirmaba que sus relatos no estaban ubicados en ningún

lugar específico y quienes van a Aracataca no encuentran “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a las orillas de un río de aguas diáfanas” aunque quizá creen verla. Los lectores terminamos de leer un gran libro y buscamos el escenario que lo sustenta. Queremos que las grandes fantasías se realicen en el mundo. Al comprobar que eso no va a ocurrir, volvemos a la ficción, el refugio más antiguo, y el más impune. L


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