Laberinto No.847 (07/09/19)

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Suplemento cultural de MILENIO

LABERINTO IN MEMORIAM

MEMORIA

SYLVIA NAVARRETE BOUZARD

ELENA PONIATOWSKA AMOR

La mirada de Francisco Toledo

Historias del Metro de Beatriz Zalce

Foto: AFP

SÁBADO 7 DE SEPTIEMBRE DE 2019 AÑO 16 - NÚMERO 847

Bishop y Lowell: pasión epistolar Elizabeth Bishop, Robert Lowell/ ILUSTRACIÓN: BOLIGÁN

Foto: Archivo MILENIO


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ANTESALA

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CASTA DIVA

Camp AVELINA LÉSPER www.avelinalesper.com IMAGEN HYACINTHE RIGAUD

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l que se excede no se rinde, no cede, continúa hasta tocar el límite entre el ridículo y lo memorable. El excéntrico rompe el centro del decoro, del equilibrio, se burla del austero, se jacta de desquiciar el orden. Camp es excesivo, excéntrico, es el sitio de la individualidad extrapolada que se demuestra como una anomalía. Moliere, ese descarado psiquiatra disfrazado de dramaturgo, recreó los caracteres de la usurpación, de la personalidad reinventada, en su comedia Las imposturas de Scapin surge el adjetivo camp, la pose, pretender ser alguien distinto, convertirse, travestirse. En el Metropolitan Museum de Nueva York la exposición Camp hace un homenaje a la fantasía de ser un personaje que desprecia al ciudadano correcto, a la valentía cínica de usar la existencia como un teatrino del artificio. La museografía en un laberinto rosa de escaparates, inicia con Luis XIV, el Rey Sol, sus zapatos de tacón, la peluca rizada, medias de seda blanca, posaba mientras escuchaba a Lully, y rivalizaba en estilo con su hermano Felipe de Orleans en la pasarela de la envidia de Versalles. Bisexual, homosexual, travestido, la presencia camp engaña desde la desproporción. La moda persigue lo camp cuando quiere salir de sus propios cánones, la ropa no es para vestir, es una máscara que destierra la seguridad de la imitativa integración a la masa. Versace y sus medusas doradas, House of Schiaparelli con un tocado y vestido con dos flamingos rosas, símbolo de la exposición, las fotografías y poemas de Oscar Wilde, es la osadía de turbar. El kitsch amenaza al camp, es su enemigo, tanto como la mediocridad, y sin embargo, en la guerra del estilo un saco con el logotipo de McDonald’s de Moschino, destroza a la mediocre vulgaridad de Banana Republic. Plumas, encajes, bordados, cadenas, flores, terciopelos, materiales artificiales, plástico, camp no es orgánico ni ambientalmente responsable, es agresivo, revive el Barroco y la presunción. Camp es incómodo, es un corset exhibicionista, son zapatos que torturen, lo comfy es para la cintura puritana feminista, el camp se mete en unos leggins plateados, y carga estoico decenas de cadenas doradas de Chanel. Hedonistas y masoquistas, sacrifican la paz de los zapatos de goma, es tortura, martirio, hay ropa que no permite sentarse, zapatos que no son para caminar, enormes vestidos que no caben en una silla, hay que sufrir para mantener el tipo sin romper la pose, ese dolor es la cúspide del instante en que el mediocre se apena de ser quien es. Libertad, eso grita camp, sin arrepentirse, ya podremos meter en el armario la posibilidad de ser iguales a los que nadie mira.

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Luis XIV de Francia.

High Life. Dirección: Claire Denis. Reino Unido, 2019.

HOMBRE DE CELULOIDE

Basura espacial

J

FERNANDO ZAMORA @fernandovzamora FOTOGRAFÍA ALCATRAZ FILM

uliette Binoche es amada por la crítica. La realidad es, sin embargo, que a pesar de que sigue siendo una excelente actriz, cada vez más aparece en películas cada vez más malas. Y seguro que una de las peores es High Life, una rocambolesca fantasía de terror espacial que se vende como cine de arte solo porque la directora aprovecha dos o tres momentos para plagiar a Tarkovski. No es la primera vez que Binoche y Denis trabajan juntas. Han coincidido en películas tan malas como Chocolate, obras que han terminado por volverse referentes de un cine cuya única gracia es ser feminista; pero no porque se una a la lucha por la igualdad de oportunidades entre los sexos sino porque es cine hecho por mujeres. Como si cada obra que hace un director mexicano tuviera que ser considerada por fuerza mexicanista. Claire Denis fue asistente de Wim Wenders y Jim Jarmusch. Con ellos, dice, aprendió a filmar. Y lo hace bastante mal según constata la dirección actoral y el fallido diseño de producción de High Life, su primera película en inglés. La historia va de un grupo de condenados a muerte que con engaños han sido enviados muy lejos de la Tierra para investigar la posibilidad de usar los hoyos negros como

fuente inagotable de energía para nuestro maltrecho planeta azul. La guionista y directora se asesoró con toda clase de científicos para aprender las paradojas de la relatividad que postuló Einstein. La verdad es que, a fuerza de exaltar la energía sexual de la Binoche, a Denis le queda poco tiempo para hablar de ciencia ficción. Ni siquiera las imágenes, pretendidamente poéticas, salvan una obra que se estrenó en el Festival de Toronto el año pasado. Supuestamente, el tema de la historia es el amor filial pues uno de los criminales arrojados al espacio exterior tiene que encargarse de su hija, una bebé que no deja de berrear durante los primeros minutos de la película. El llanto, como es natural, les pone los pelos de punta al protagonista y al espectador, que quizá aguantará un par de minutos antes de abandonar la sala sin esperar a que llegue el dudoso clímax de una película de la que hay que hablar solo para subrayar la distancia cada vez más amplia entre el gusto del público

Claire Denis fue asistente de Wim Wenders y Jim Jarmusch. Con ellos, aprendió a filmar

en general y el gusto de la crítica especializada. Y es que los exquisitos del arte en diarios europeos quieren poner a Claire Denis en la misma categoría que a autores como David Cronenberg o Stanley Kubrick. High Life es “una explosión orgásmica en la profundidad del espacio”, escribió el crítico de The Guardian, un señor que en su momento seguro que hubiese elogiado con igual entusiasmo Mierda de artista, del creador italiano Piero Manzoni. Y es que High Life es en realidad eso: una obra banal y grotesca. El hecho de que haya sido tan halagada por la crítica revela el fallido intento de imponer ciertos gustos en un público que está buscando, con toda razón, alternativas a la patética cartelera mundial. Pero el que uno pase de ver Agente bajo fuego o cualquier otro churro estadunidense no significa que tenga que gustar de obras aburridas y pretensiosas. Si algo bueno tienen los tiempos que corren es que las opiniones expertas también se han democratizado gracias a las redes sociales. Hoy no es necesario coincidir con los expertos que antaño podían expulsar del Parnaso del gran arte a los espectadores que pudieran afirmar que ver a Juliette Binoche haciéndola de pervertida sexual no causa ya ni escándalo ni interés.

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POESÍA

Don del vino DAVID HUERTA

En líquida oscilación se descompone, como un prisma de vidrio acariciante –curva sobre la tierra de la alfombra raída su alma feral y bebedora–, el tenso talante de este tímido, apenas engastado en un rincón (aturdimiento) de la fiesta impuntual. Cruzado el cuerpo de costillar a hombro por el fulgor del ron, atraviesa la sala hacia el rubor de la ninfa de espalda delgadísima –es otra, ella, oscilación pero azul y abundante a su manera puntillista. Le habla y la convence: cuerpos rayados por el derrame feroz, tasajëado, de los estroboscopios. Se van, se pierden. Este poema forma parte de Los instrumentos de la pasión (2019), publicado por la Universidad Autónoma de Querétaro. De esta manera celebramos a David Huerta por el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2019.

EX LIBRIS

Geoffrey Chaucer/ EKO

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LOS PAISAJES INVISIBLES

Antígonas: un breve apunte IVÁN RÍOS GASCÓN

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@IvanRiosGascon

ay quienes celebran los aniversarios de sus perros o sus gatos, algunos incluso les organizan una fiesta con invitados y pastel. No sé cuántos escritores festejen los cumpleaños de sus libros, pero en 1984 George Steiner publicó Antígonas, el meticuloso mapa de las diversas representaciones del mito de Antígona y el conflicto con Creonte, ese universo marcado por las huellas del amor puro, del incesto, de la aflicción y sus dilemas morales, de la muerte como rebelión ante el poder. Antígona, de Sófocles, es una tragedia de múltiples lecturas que ha inspirado (e influido) lo mismo a dramaturgos y novelistas que a filósofos, músicos y poetas. Libro de cabecera de Shakespeare, Goethe, Schiller, Garnier y, en fin, una lista interminable de artistas y pensadores, su enormidad radica en lo impenetrable de sus Cantos: “Comprender un texto griego clásico, comprender en cualquier lengua un texto formalmente y conceptualmente tan denso como la Antígona de Sófocles es oscilar entre los polos de lo inmediato y lo inaccesible”, escribe Steiner a propósito de la interpretación. Recordemos. Hija de Edipo y de Yocasta, Antígona sepulta a su hermano Polinices, quebrantando las órdenes de Creonte. Al descubrir el hecho, Creonte dispone que Antígona sea enterrada viva. Sin embargo, adelantándose a la condena, ella se suicida antes de que la capture el ejército del rey. Su muerte desencadena otra tragedia. Perdidamente enamorado de Antígona, Hemón, hijo de Creonte, se inmola en la tumba de la amada. A través de las analogías entre los clásicos y la tragedia de Sófocles, George Steiner exploró la circularidad del drama y las concordancias con los textos de Shakespeare; la oscura terminología de Sófocles que tanto absorbió a Racine, a Hölderlin; las claves en la poética y el pensamiento ontológico de Heidegger. Steiner propone la apoteosis del incesto, a partir de la disección etimológica de los Cantos. Sófocles iluminó el amor de Antígona por Polinices con el nimbo de lo sensual, lo voluptuoso, no se trataba del afecto urdido por los lazos de la sangre, y de ahí surgen los versos de Percy Bysshe Shelley, digamos el poema “Filosofía del amor”: “Las montañas besan el Cielo/ las olas se engarzan una a otra./ ¿Qué flor sería perdonada/ si menospreciase a su hermano?” O de Charles Baudelaire: por ejemplo, las líneas iniciales de “Invitación al viaje” (“¡Hermana criatura,/ piensa en la dulzura/ de ir a vivir juntos allá, a lo distante!/ Amar sin cesar,/ amar y expirar/ en ese país a ti semejante”). Pero George Steiner subraya que los ejes vitales de la obra de Sófocles también son la libertad, la inocencia, la culpabilidad y la fantasía de los secretos, por eso invade la perspectiva existencial de Sören Kierkegaard o las ideas de Hegel. (La Fenomenología es, a fin de cuentas, una ardorosa reflexión sobre la insignificancia individual ante las disposiciones del poderoso y de sus leyes, y en torno de la razón política que, sin la aportación de Sófocles, no se habría aproximado tanto a la naturaleza humana). Así, Antígona se erige como la suma absoluta de preceptos morales, emocionales y epidérmicos, la obra cúspide, reina de todas las tragedias. Desde hace tres décadas y media, Antígonas sigue maravillando con su profunda complejidad e intuición poética y filosófica de la lectura. Meditar sobre este apasionado recorrido implica montones de cuartillas, así que la mejor celebración será redimirlo del estante y volver a embarcarse en la travesía página por página, presencia por presencia.

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MEMORIA

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Con autorización de la autora, publicamos un fragmento del prólogo de Historias del Metro, de Beatriz Zalce, editado por Lectorum

Viajar en Metro

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ELENA PONIATOWSKA AMOR FOTOGRAFÍAS ARCHIVO MILENIO

eatriz Zalce lanza a la calle Historias del Metro. Todo empezó a raíz de esta escena: “No era mayor cosa. Dos jovencitas, que habrán tenido unos 15 años y se veían como hermanitas, oían música pero una tenía un audífono en un oído y la otra en el otro y me recordó el cuadro de Las dos Fridas, distintas pero la misma con su vaso comunicante: la música. Decidí escribirlo. En una navidad, René [Villanueva] me había regalado una libreta y en ella empecé a apuntar todo lo que veía en el Metro”. Subirse a un vagón es para Beatriz un descubrimiento cotidiano y una fuente riquísima de inspiración. “Viajar en Metro se me convirtió en algo más que trasladarme de un lugar a otro. Es como ir al cine: ‘a ver qué película me toca hoy’. Empecé a poner más atención en la gente y en lo que pasaba a mi alrededor. Me hace ilusión encontrar una historia y escribirla. “El Metro me fue dando no solo escenas sino reflexiones. Todos los días encontraba yo al mismo señor ya mayor, dedicado a la limpieza, trapeando. Es como Sísifo porque se la pasa trapee y trapee y nunca acaba. Siempre tiene que volver a empezar. Durante años, el Metro de la Ciudad de México fue uno de los más limpios del mundo, ahora ya no. En otra ocasión vi a un matrimonio ya mayor que bailaba en el andén un vals: ella con la mano en el hombro de él, muy propios, sin música pero en los brazos uno de otro. Se me hizo muy romántico”. El Metro lo es todo: vitrina, historia de México, jaula, carrocería, movimiento, cementerio, descubrimiento, encuentro de enamorados, escenario de conciertos con piano para karaoke, telón de teatro, sala de cine, hotel de paso, tumba del

El 4 de septiembre de 1969, día en que se inauguró el Metro de la Ciudad de México.

suicida. El Metro nos precipita al fondo de la tierra, al fondo de la historia de nuestro país y de nosotros. Inquieta a los arqueólogos: “Allá adentro está todo nuestro pasado, cuidado con hacerlo trizas”. Cada excavación puede ser una puñalada en la espalda de Cuauhtémoc. Beatriz Zalce de Guerriff unió el pasado con su presente tan entregado a los demás como el que late en sus Historias del Metro, como si ella también fuera un vagoncito de Metro que avanza por los rieles del tiempo y lo hace a su modo, pian pianito. Entrevistó a trabajadores, vagoneros, “usuarios” como ella los llama, músicos, pintores, ingenieros, arqueólogos, ingenieros, jefes de estación, todos ellos sumamente preocupados por nuestro presente, nuestra historia y prehistoria, infinitamente más valiosa que el mamut visto de perfil en la estación Talismán de la Línea 4.

Si Diana [de Guerriff ], su madre, tenía los ojos de un azul extraordinario, un azul de porcelana de Delft; Beatriz, con su mirada, tiene una notable capacidad de observación a la que suma un sentido poético muy poco común al escribir relatos de no ficción, lo que le ha valido recibir en 2013 y luego en 2016 el Premio Nacional de Periodismo que otorga el Club de Periodistas de México. Historias del Metro fue un proceso escritural de más de 20 años. Beatriz se propuso: “Que sean cosas que yo vea, que no sea nada inventado, todo tiene que ser real, todo tiene que ser visto y vivido”. Pero se dio una licencia con la historia de una mujer de expresión muy triste que, mientras espera el Metro, empieza a desabrocharse la blusa, hace un movimiento muy raro y saca su destartalado corazón para aventarlo a las vías. En el Metro, Rina Lazo, Arturo García Bustos, [Arturo] el Güero Estrada, Rafael Cauduro y el oaxaqueño

Rodolfo Morales hicieron murales; Beatriz los entrevistó para saber cómo y cuándo los habían pintado. Preguntó, escuchó y también le contaron historias del Metro. Así también Javier González Garza: “Quise entender bien el fenómeno de los suicidios en el Metro —explica el exdirector del STC Metro—. Lo primero que tienes es la tragedia del muerto, pero en segundo lugar el servicio, no lo puedes parar porque a la ciudad se la lleva la chingada”. Desde hace 28 años, Beatriz da clases de Géneros periodísticos en la bellísima Facultad de Estudios Superiores Acatlán así como un seminario de Periodismo Cultural y Arte Contemporáneo en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Uno de sus alumnos, Mauricio Chávez López, la puso en contacto con su familia que trabajaba en el Metro, sobre todo con su tía, doña Gloria López, una de las primeras taquilleras del Metro quien se jubiló como inspectora de Puesto Central de


MEMORIA

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Control (PCC), uno de los cargos más altos, después de ser jefa de estación. “A través de ella —dice Beatriz— vi el Metro con otros ojos, ya no con los del pasajero. Me explicó que lo que nosotros llamamos el túnel, en la jerga del Metro le llaman interestación y supe que hay vías primarias y secundarias. El Metro es un tren”. “Tuve la oportunidad de entrevistar al ingeniero Eduardo Tamez, ingeniero de la ICA, constructor de las primeras líneas del Metro y, recientemente, de la 12. Gentilísimo, contestó las preguntas de alguien que no sabe nada de ingeniería. Me describió cómo se cavaron los túneles debajo de edificios coloniales sin afectarlos. El túnel del Metro Zócalo pasa rozando los cimientos de Catedral. Me maravillé y busqué al arqueólogo Raúl Arana Álvarez para entender no solo de la formidable parte técnica sino la arqueológica que se procuró salvar en la excavación. ‘¡Arqueólogo, arqueólogo, encontramos algo de metal, ha de ser un tesoro, ha de ser de plata!’, y él corría a ver. También le avisaban: ‘Mire, le llenamos este costal con puros tepalcates para que no se los lleve el camión’. Raúl Arana descubrió a la Coyolxauqui, que había permanecido bajo tierra desde la Colonia. Esa diosa, asociada con la luna, estuvo enterrada durante siglos y él fue uno de los primeros en verla emerger en noche de luna”. “Al subirme al Metro, pienso que tras la pared y bajo mis pies, una serie de capas son las de nuestra historia. Muchas piezas, ahora en el Museo de Antropología, se encontraron gracias a la construcción del Metro. Gracias a eso se hizo una ley para el salvamento arqueológico”. Cuando Beatriz tenía ocho años, su abuela, la Tía Lydia, la llevó a conocer Francia. La tía Bichette fue por ellas al aeropuerto y las paseó por París: el río Sena y Notre Dame, el Arco del Triunfo y la Place Vendôme, el Louvre junto a las Tuilleries, la Sainte Chapelle, el pain au chocolat y el Metro. Todo era descubrimiento y asombro. Eran muchos los pretextos para sacar fotos con la camarita que Minou, como Beatriz llamaba a su abuela, le había regalado junto con una libreta azul que aún conserva. Pero el Metro la asombró por completo y no ha terminado de seducirla. Pocos saben que los domingos, Beatriz suele comer con un cardenista muy reconocido, Luis Prieto, que fue muy amigo de Carlos Monsiváis y de Sergio Pitol, quienes junto con José Emilio Pacheco son mis Tres Gracias. Generoso, Luis la ha presentado con Estela Ruiz Milán, quien hace honor a su nombre y ama a perros y gatos, platica y cura las heridas invisibles; a Marta Acevedo, fundadora de la revista fem, junto con la desaparecida Alaide Foppa, poeta y madre de guerrilleros; con Gina Ogario, alta y delgada, sonriente y combativa por los derechos de los coyoacanenses; con Lucrecia Gutiérrez, editora de cine, rescatadora de perros. Se reúnen alrededor de una sopa de lima o de un gazpacho, beben café o agua, aunque Luis prefiere el Sidral “bien helado” y recuerda a su sobrina Dení Prieto, de quien Luisa Riley hizo el documental Flor en otomí. El pasado viaja al presente en Metro. En 2018, en la marcha conmemorativa por los 50 años de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, desde

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Ampliación de la línea 1 (noviembre de 1970).

Talleres en la estación Indios Verdes.

la estación Tlatelolco se oía el grito: “¡Dos de octubre no se olvida! ¡Dos de octubre no se olvida: es de lucha combativa!” En la profundidad de la tierra pueden observarse las estrellas en el Túnel de la Ciencia. El centro librero más grande de América Latina se halla en el pasaje Zócalo-Pino Suárez con más de 42 librerías. Los temblores del 85 y de 2017 le hicieron al Metro lo que el viento a Juárez, no así a la Ciudad de México, que se colapsó. En diciembre de 2018, por las ventanas del Metro, los pasajeros fueron testigos del momento en que un chavo en bicicleta, con una capa como de luchador, alcanzó el coche blanco de López Obrador y le gritó: “No tienes derecho a fallarnos”. El Metro no es solo un medio de transporte para más de cinco millones de

La escritora Beatriz Zalce, nueva marquesa Calderón de la Barca, ha sabido observar y atesorar

personas diariamente. En él se dan conciertos, exposiciones, presentaciones de libros, conferencias. Uno de sus carros lleva el nombre de Valentín Campa, otro el de Rosario Ibarra de Piedra, ambos luchadores sociales. También Ricardo Legorreta, Teodoro González de León, José Emilio Pacheco y Cuauhtémoc Cárdenas tienen su tren. “Tampoco podemos olvidar los talleres de mantenimiento con obreros calificados. Desvisten el tren, lo dejan como un cascarón y le vuelven a poner ventanas, puertas, asientos, toditito lo que lleva un vagón. Se recuperan trenes desahuciados. Ese amor al tren lo vivo cada vez que me subo”. En la estación del Metro Mixcoac, el Museo del Metro exhibe la fotografía de la primera persona que compró un boleto del Metro, Gladys Pereyra Robles. Ella era la segunda en la fila pero un muchacho le cedió su lugar y quedó como la primera en comprar un boleto. Sus nietos visitaron el Museo del Metro y se asombraron

al ver la foto de su abuelita muy jovencita y de minifalda. El Metro es protagonista, surtidor de historias y creador de personajes. La escritora Beatriz Zalce, nueva marquesa Calderón de la Barca, ha sabido observar, retener y atesorar. Sus textos recuerdan a los primeros Los mexicanos pintados por sí mismos de Hilarión Frías y Soto y, más tarde, los de Ricardo Cortés Tamayo en el Diario de la Tarde de Novedades ilustrados por Alberto Beltrán, que nos brindaron cilindreros y teporochitos, quesadilleras a flor de banqueta, taqueros y mariachis en Garibaldi. “Ahora que he terminado el libro, el Metro me sigue regalando historias y la mano me da mucha comezón porque quisiera agregarlas. El Metro es infinito”, finaliza Beatriz Zalce, eterna viajera entre Taxqueña-Cuatro Caminos. *Título de la Redacción. El título original es “Las historias de Beatriz Zalce”.

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DE PORTADA

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Bishop y Lowell: dos vidas

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ELIZABETH BISHOP, ROBERT LOWELL FOTOGRAFÍAS HOUGHTON MIFFLIN, JANE BOWN

En octubre, el epistolario Palabras en el aire (Vaso Roto) llegará a los lectores. Ofrecemos algunos pasajes

reinta años de amistad no son una bagatela, y menos aún cuando hablamos de dos tótems de la poesía estadunidense del siglo XX. Treinta años: la línea de duración que recorrieron Elizabeth Bishop y Robert Lowell, dos naturalezas y destinos tan opuestos que cuesta trabajo ajustar la mira para verlos intercambiando franquezas y humores a pesar de los desencuentros personales y de los torcidos caminos de la Historia. Se conocieron en enero de 1947 durante una cena ofrecida por Randall Jarrell —un crítico que se había ganado la simpatía de Edmund Wilson— en Nueva York. ¿Quién diría que la timidez de Bishop y la célebre temeridad de Lowell terminarían por congeniar al grado de abrir los candados de sus zonas más atormentadas y sagradas? Una vez que su amistad cerró filas, la distancia geográfica selló la feliz y obligada necesidad del intercambio epistolar. Mientras Lowell

hacía vida académica en Boston, Bishop se instaló a las afueras de Río de Janeiro, donde experimentó el amor duradero junto a Lola de Macedo Soares. Las cartas iban y venían, como la estabilidad psicológica de Lowell y la inseguridad creadora de Bishop. Esas cartas —más de 300— llegarán a nosotros en octubre con el sello de Vaso Roto. Palabras en el aire es un registro de mudanzas de carácter y minucias cotidianas, de indiscreciones y exabruptos sentimentales pero, sobre todo, es una lección de crítica literaria y un espejo de los desafíos a los cuales se enfrenta un escritor cuando proyecta su obra. Bishop, por ejemplo, era incapaz de modular sus objeciones. Lowell, en cambio, era todo cumplidos y asombros. En todo caso, hay que imaginar lo que para una y otro significaba ponerse en manos de semejante lector y confidente. Las cartas y los pasajes que ofrecemos provienen de ese volumen que eleva el género epistolar a la altura de las grandes creaciones literarias. Pura López Colomé tradujo la prosa de Elizabeth Bishop y Juan Carlos Calvillo la de Robert Lowell. RP

King Street, 46 Nueva York 12 de mayo de 1947

Estimado Sr. Lowell: No sé cómo ponerme en contacto con usted ahora que Randall está fuera; pero creo que esta carta podrá llegarle a través de Harcourt Brace. Solo quería decirle que me parece maravilloso que haya recibido todos esos reconocimientos —supongo que simplemente los llamaré premios número 1, 2 y 3—, en cualquier caso, son todos sumamente gratos. Yo también iba a leer en la YMHA el sábado por la tarde, pero no llegué, y espero que mi ausencia fuera más una ayuda que un impedimento. Lamento mucho también haberme puesto enferma en aquella ocasión en que quería que usted y los Jarrell vinieran a casa. A lo mejor, si todavía se encuentra en la ciudad, podría visitarme en algún momento, me encantaría verle. Mi número telefónico es wa 5-1706 o, si lo prefiere, escríbame tan solo una nota. Con mis mejores deseos y más felicitaciones, Elizabeth Bishop


DE PORTADA

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s en 300 cartas

E. 15th St., 202 Nueva York, Nueva York [23 de mayo de 1947]

Estimada Srta. Bishop: Lamento haber perdido la oportunidad de cenar ayer con usted, y la ocasión anterior, y la lectura. Lamento que haya tenido un invierno miserable. Es usted una escritora maravillosa y su nota fue prácticamente la única que tuvo algún significado para mí. Anoche, a las tres, hubo un incendio aquí. El hombre que lo provocó se había quedado dormido, borracho y fumando. Corrió de aquí para allá entre el baño y su habitación llevando un cubo de basura con apenas una gota de agua y gritando a todo pulmón: “¡Silencio, silencio! No hay ningún incendio. Dejen de gritar que van a despertar a todo el mundo”. Luego se oyó un ruido de motores en la calle. Siguió diciendo: “Un accidente. No hay damnificados”, hasta que un policía le gritó: “¿Que no hay damnificados? Mire a toda la gente que despertó”. Cuando todo acabó, el hombre siguió hablando: “Yo soy estadunidense. Combatí el fuego enemigo. De no haber sido por mí, todos vosotros estaríais muertos”.

Hoy mi habitación huele a tela asfáltica chamuscada. Me voy a Boston el día 2 y luego a Yaddo el 9. Espero verla de nuevo algún día. Los Jarrell y yo teníamos la esperanza de que viniera mañana de pícnic con nosotros. Buena suerte con su enfermedad. Robert Lowell Briton Cove, Cabo Bretón 14 de agosto de 1947

Estimado Robert: (Nunca he logrado familiarizarme con ese sobrenombre con el que le llaman, pero Sr. Lowell tampoco me suena del todo bien). Hace ya tiempo que me había propuesto escribirle en respuesta a la nota que me envió a Nueva York; y, desde luego, me había propuesto hacerlo antes de que apareciera su reseña de mi libro en la Sewanee Review —pero alguien me envió la revista, por lo que parece que ya es demasiado tarde—. No obstante, le presté la revista a otros huéspedes y se marcharon con ella, de modo que tendré que confiar en mi memoria, lo cual me protege de cierta cohibición al respecto. Estoy totalmente de acuerdo con su reseña de Dylan Tho-

mas —en mi opinión, casi siempre dos o tres versos suenan como de relleno o resultan completamente ininteligibles y echan a perder sus poemas—. Creo que la última estrofa de “La colina de los helechos” es maravillosa, aunque no sé bien qué quiere decir con “la sombra de la mano”, y no tengo aquí ni el poema ni la reseña. No he leído Paterson, pero su reseña es la primera que me ha hecho sentir que debería leerlo. La parte que trata sobre mí me abrumó bastante. Es la primera reseña que he recibido en la que se intenta hallar un cierto tenor o consistencia en los poemas en sí mismos, hasta yo comenzaba a pensar que quizá no lo tuvieran. Es la única reseña que aborda las cosas del modo que yo considero correcto… También me gustó lo que escribió acerca de la Srta. Moore. Ojalá tuviera la revista aquí conmigo para comentarle las muchas otras cosas que también me gustaron. Me imagino que, por orgullo, debería adoptar alguna postura en cuanto a las críticas adversas, pero la verdad es que también estoy totalmente de acuerdo con parte de ellas —supongo que ningún crítico es tan riguroso como uno mismo—. Me parece que usted habla de mis peores temores, así como de algunas de mis ambiciones. […] Cuando estuve en Boston, poco después de su estancia allí, creo, conocí a Jack Sweeney, que me pidió que grabara unos discos. En esas estábamos cuando me puso el suyo, y “El cementerio cuáquero de Nantucket” me gustó mucho más que antes —¿no le parece que salió muy bien? —. Me impresionaron las secciones V y VII, en particular. Las grabaciones fueron bastante divertidas —como un pez que fuera a ser pescado por ese micrófono—, pero mis resultados fueron lamentables. Este lugar es muy bonito, unas pocas casas y cobertizos esparcidos por los campos, bellos paisajes montañosos y el mar. La gente me gusta especialmente; son todos escoceses y todavía hablan gaélico, o inglés con un extraño acento de sonidos entrecruzados. Mar adentro hay dos “islas de aves”, con altos acantilados rojizos. Mañana vamos a verlas con un pescador; son santuarios donde hay alcas y los últimos frailecillos que quedan en el continente, o eso dicen. También hay cuervos de verdad en la playa, algo que yo no había visto hasta ahora, son enormes, con una especie de ásperas barbas negras bajo los picos. Antes de que me marchase de Nueva York me pareció oír que acababa de recibir la plaza de la Biblioteca del Congreso para el año próximo, aunque me parece que no lo han mencionado en las notas de la Sewanee Review; si esto es verdad, felicidades; espero que sea un trabajo interesante. Gracias de nuevo por su reseña y espero verlo en Nueva York en algún momento durante el otoño, o tal vez incluso en Washington. Mi número telefónico está en el directorio de Nueva York y espero que se ponga en contacto conmigo. Si tiene correspondencia con los Jarrell, quizá pueda decirles esto mismo, pues yo no sé dónde se encuentran.

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La madre de la ternerilla ha comenzado a mugir y la vaca del pastizal de al lado muge incluso más alto, posiblemente por solidaridad. Parece que si separan a la ternera de inmediato no tendrán que ocuparse de destetarla y beberá de un plato, dice el Sr. MacLeod, y ha prometido llamarme cuando lo intenten por primera vez. Espero que le esté gustando Yaddo, y me encantaría que me lo contara en algún momento —una vez estuve a punto de ir por allá, pero cambié de parecer—. Atentamente, Elizabeth Bishop Yaddo, Saratoga Springs 21 de agosto de 1947

Estimada Elizabeth: (A usted hay que llamarla así; a mí me llaman Cal, pero no explicaré por qué. Ninguno de los prototipos es halagador: Calvino, Calígula, Calibán, Calvin Coolidge, Caligrafía… con ironía despiadada). Me alegra que me haya escrito, puesto que me da una excusa para decirle lo mucho que me gustó su poema sobre la pesca en el New Yorker. Tal vez sea el mejor. En cualquier caso, sentí mucha envidia al leerlo: yo mismo soy hombre de pesca, pero, ¡ay!, todos mis peces se han vuelto símbolos. La descripción tiene gran esplendor y la parte humana, el tono, etcétera, dan en el clavo. Cuestiono un poco la palabra pecho en los últimos cuatro o cinco versos: tal vez un tanto excesiva en su contexto; pero puede que esté equivocado. Prácticamente todo lo del Sun fue pésimo, pero es emocionante que nos asocien con Nims, Ciardi y Brinnin y Howard Moss y Nerber como “jóvenes” promesas, tal y como dice W. T. Scott. Hace mucho tiempo fui a pescar truchas con mi abuelo a Nueva Escocia. Todo cuanto recuerdo de la costa es el puerto de Yarmouth en bajamar desde un barco de vapor, llamado el Yarmouth, y unas cuantas gaviotas lánguidas y una sensación horrible después del mareo; algo parecido a la muerte, a la que de niño me suponía inmune. Me alegra que la reseña le pareciera bien. Me imagino que lo que dijo usted aquella noche en casa de los Jarrell me hizo pensar en un tema para sus poemas. Creo que Randall merece que se le reconozca el mérito de haberle hecho una crítica en toda regla; la mía fue solo posterior y más larga. En mi libro de aves de Nueva Inglaterra aparecen frailecillos, pero yo nunca he visto uno. Espero pasar por Nueva York, de camino a Washington, en algún momento entre el 1 y el 14 de septiembre, y si usted está allí podríamos intentar celebrar la cena que no pudimos tener la primavera pasada. Los Jarrell están en el Woman’s College en Carolina del Norte. Atentamente,

“Me imagino que, por orgullo, debería adoptar alguna postura en cuanto a las críticas adversas”

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Robert Lowell


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TERTULIA

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PERSONERÍO

RESEÑA

La ofendiéndola

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JOSÉ DE LA COLINA

as palabras están siempre queriendo significar algo distinto. No es solo que los escritores y los poetas, sobre todo los poetas, las obliguen a decir otra cosa de lo que siempre han dicho, sino que ellas mismas se bifurcan, alteran sus significados, y, aprovechándose de los descuidos de la conciencia, se cuelan en ella cuando la agarran cansada y desprevenida, particularmente cuando utilizan los exasperados túneles del insomnio. En mi niñez nadie podía convencerme de que el abdomen era la cavidad del tronco humano entre el tórax y la pelvis, sino el abominable Abdomen, un monstruo entre hombre y animal, es decir, abdominado, de espantosos labios colgantes y babosos, que acechaba a la salida de las escuelas disfrazado de vendedor de helados para violar niñas y niños: era, por supuesto, el Abdominable Hombre de las Nieves. Y cuando mi padre sufría una úlcera yo le sospeché un amorío extraconyugal, porque Úlcera no podía ser sino un nombre propio de mujer, y yo comprendía suspicazmente a mi madre cuando le decía a mi padre: “Jenaro, cuidado con la Úlcera”. Todos sabemos que el desvelarse provoca una artera alquimia trastocadora del cerebro. Entonces las palabras se lanzan a un delirio delincuente y el escritor cree que no se le ocurren más que ideas geniales; desvergonzada ilusión que el alba suele desvanecer. Esto nos pasa sobre todo a escritores de inspiración pobre y mansueta en cuanto transgredimos la frontera de la vigilia, aunque hay escritores trasnochados a los que el desvelo les sienta bien. A unos y otros, como quiera que sea, las palabras nos pueden sorprender con un giro súbito, desplazador de significados. Sucede tanto cuando escribimos como cuando leemos. Una noche de hace poco me hallaba transcribiendo del libro El circo, para una antología de Ramón Gómez de la Serna, campeón de las noches en vela y a pluma (estilográfica), el párrafo siguiente: “Miramos demasiado a la trapecista, ¡oh, ofendiéndola!, fijándonos intensamente en sus piernas mórbidas”. Y de pronto me salió al paso esa ofendiéndola. ¿Qué era una ofendiéndola? ¿La péndola dorada de un reloj, un ave barroca pariente de la oropéndola, una flor exótica y barroca, digna de tanta musicalidad en el nombre? El pensamiento me empezó a fosforecer en una miseen-scéne que erigía cierta ondulante y profusa decoración vegetal o mobiliaria, exquisitamente operática, en medio de la cual la ofendiéndola coruscaba con una luz de bisel de espejo. Acudí al diccionario académico, a una enciclopedia, a lexicones (que con perdón así se llaman), pero no obtuve sino el silencio absoluto sobre esa palabra. Me fui a dormir con el espíritu ahogadamente poblado de ofendiéndolas que componían un paisaje como algunos cuadros de Max Ernst en los cuales lo vegetal y lo mineral y lo animal se promiscúan hasta indistinguirse de modo alucinante. Al día siguiente, cuando volví al párrafo ramoniano, el significado de la palabra dejó de estar obturado y tergiversado. Por supuesto: ofendiéndola, no un sustantivo, sino un gerundio de ofender, en modo de enclítico. Enigma aclarado. Pero ¿necesito decir que tras la aclaración me sentí robado, despojado de esa misteriosa, magnífica, expandida y aromáticamente cursi ofendiéndola que florecía acaso en un jardín musical de Offenbach?

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Moneros mexicanos en el corazón del imperio

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ENRIQUE ESTRADA CARTONES HELIO FLORES, ARIAS BERNAL

n el Instituto Cultural Mexicano en Washington, el pasado miércoles se inauguró la exposición Cien años de caricatura de El Universal, una muestra de la creatividad y el talento de los moneros mexicanos para la crítica política y social. La exposición, curada por el historiador Agustín Sánchez González, reúne trabajos de caricaturistas como Miguel El Chamaco Covarrrubias, El Brigadier Antonio Arias Bernal, Helio Flores y Rogelio Naranjo. En entrevista, Sánchez González recuerda los antecedentes de esta exposición, considerada la más importante que se ha presentado fuera del país. Dice que aunque previamente estuvo en el Instituto Quevedo de las Artes del Humor, de la Universidad de Alcalá de Henares, y en el Instituto de México en Madrid, “la propuesta de hacerla en Washington generó una modificación sustancial: acercar la obra de los caricaturistas mexicanos a Estados Unidos, lo que hice en dos ámbitos. Por una parte, rendir homenaje a la historieta estadunidense, por el gran impacto que tuvo en el mundo. En México, Guillermo Castillo, quien firmaba como Júbilo o Cas, le dedicó en 1922 el texto Los hombres de la risa, acompañado de dibujos de las tiras cómicas. De este trabajo se exhibe una reproducción realizada por Juan Terrazas, director del Museo de la Caricatura”. Por otro lado, en la muestra vemos caricaturizados al Tío Sam y al presidente de Estados Unidos, asiduos

en la prensa mexicana, sobre todo en momentos de discrepancias entre los gobiernos de ambos países. En la muestra hay una caricatura publicada el día en que se elegirían los candidatos al Congreso Constituyente de 1917. Ahí aparecen los personajes que redactarían la Constitución; “también hay obras originales de Thilgman y Audiffred, dos de nuestros grandes autores, y se recogen trabajos de Rius, David Carrillo, Palomo, Dzib, Salazar Berber, Boligán, Waldo, ElFer y Galindo. Merece especial atención la obra de Helio Flores y Rogelio Naranjo, emblemas de la caricatura política mexicana”. “La muestra —dice Sánchez González— incluye 62 cartones originales, lo que es inusual porque los originales se han perdido en un porcentaje altísimo, calculo que en 80 por ciento, pero gracias al Museo de la Caricatura y a coleccionistas privados logramos tener este número de piezas, que de otra manera hubiera sido imposible conseguir”. Para el curador, autor de libros como José Guadalupe Posada. Fantasías, calaveras y vida cotidiana, Historia de la caricatura en México y Gabriel Vargas, una historia chipocluda, “en tiempos de lo políticamente correcto, cuando la intolerancia y la censura se

“La muestra incluye 62 cartones originales, algo inusual porque muchos originales se han perdido”

han vuelto constantes en el mundo (como lo evidencian el atentado contra la revista Charlie Hebdo en 2015 y la desaparición del cartón político en el New York Times), resulta gratificante promover el humor como una parte esencial de la crítica política y social. Durante décadas, la caricatura mexicana pretendió ser silenciada por el muro del presidencialismo emanado del PRI, pero a partir del movimiento estudiantil de 1968 este muro comenzó a resquebrajarse, se abrió un boquete al autoritarismo con cartones como los de Helio Flores y Naranjo. Con el surgimiento de nuevos diarios apareció también una importante camada de caricaturistas que en otras épocas hubieran sido censurados, entre ellos Magú y Dzib”. La muestra, de alguna manera, también reconoce el trabajo de escritores como José Juan Tablada, quien se interesó en la caricatura y estimuló la participación de Matías Santoyo, Luis Hidalgo y El Chamaco Covarrubias. “Esta exposición —afirma Sánchez González— es un homenaje al ingenio, pero también a la calidad y el valor de nuestros caricaturistas, cuya presencia es fundamental en el desarrollo de la prensa mexicana, la libertad de expresión y la pluralidad. Nada ha sido tan dañino para esta disciplina como la caricatura oficial, carente de imaginación. Un país sin crítica, sin sátira, conduce a una sociedad de agachados, como diría Rius, y eso hay que evitarlo fomentando una mirada crítica de nuestra realidad”.

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EN LIBRERÍAS

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NARRATIVA, ENSAYO La chica que vivió dos veces

Donde me encuentro

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A FUEGO LENTO Astillas en la sangre

El rastro de los cuerpos México, 2019

David Lagercrantz Destino México, 2019 579 páginas

Jhumpa Lahiri Lumen México, 2019 134 páginas

Ashley Dyer Alianza de Novelas México, 2019 440 páginas

La séptima entrega de la serie Millenium, que ya no cuenta con la participación de Stieg Larson, tiene a Lisbeth Salander lista para enfrentarse a su némesis, su hermana Camilla. Ha dejado atrás su estampa rebelde pero no su determinación para ajustar cuentas con el mundo. Sin desearlo, volverá a trabajar para el periodista Mikael Blomkvist, quien investiga la muerte del ministro de Defensa. La trama se mueve por las altas esferas de la política y el poder económico.

Una colección de estampas con aliento cotidiano: esa es la apariencia de esta novela en la cual una mujer va congelando hechos y personajes que forman parte de su entorno. La curiosidad es su divisa y en tal virtud es capaz de atender una conversación ajena, charlar con un desconocido, observar a los parroquianos de un bar, abrir la alcoba de su casa, contar los pormenores de un congreso. Hilvanando una escena tras otra, consigue trazar un retrato milagroso de sí misma.

Con la ayuda de la especialista policial y forense Helen Pepper, la escritora británica Margaret Murphy ha firmado esta novela con el seudónimo de Ashley Dyer. El inspector Greg Carver y la sargento Ruth Lake le siguen la pista a un asesino en serie que es conocido como “el asesino de las espinas”, porque con ellas tatúa a sus víctimas. Greg pierde el control cuando el criminal hace que su última víctima se parezca a su esposa. Lake sospecha que algo oculta.

Viaje al fin de la noche

Enamorados de la distracción

Apolo 11

Louis Ferdinand Céline Edhasa Argentina, 2017 584 páginas

Alex Soojung-Kim Pang Edhasa Argentina, 2014 296 páginas

Eduardo García Llama Planeta México, 2019 448 páginas

Para John Banville, autor del prólogo, el libro de Céline es “la mejor novela escrita por un simpatizante de la ultraderecha política” (lo pone por encima de Jünger y Curzio Malaparte). Sus herederos, según el autor irlandés, incluyen a Samuel Beckett, Jean Genet, Henry Miller, los beatniks y Charles Bukowski. Aunque en los capítulos iniciales tiene como trasfondo la Primera Guerra Mundial, la novela la trasciende y se vuelve una protesta contra la civilización occidental.

El autor da respuesta a dos cuestiones: cómo evitar que las computadoras nos dominen y cómo hacer que la tecnología nos ayude a aprovechar mejor nuestro tiempo. Para Soojung-Kim Pang, la computación contemplativa es la solución. “Está basada —explica— en una mezcla de nueva ciencia y filosofía, algunas técnicas muy antiguas para controlar la mente y la atención”, pero, sobre todo, en cómo la gente “usa (o es usada por) las tecnologías de la información”.

El español García Llama es maestro en Ingeniería en Operaciones Espaciales y trabaja para la NASA. La gran aventura que significó que dos seres humanos pisaran por vez primera el suelo lunar implicaba un modo especial de narrar que, como anota el autor, tenía que apegarse a los datos históricos, sin olvidar “la personal y emocional”. En esta mezcla de novela y ensayo, la parte narrativa “sigue fielmente las etapas de la aventura mitológica del héroe”, como diría Joseph Campbell.

Sin nombre ni paradero ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com

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ace casi tres años, celebré en este espacio la aparición de La caída de Cobra, la primera novela de José Miguel Tomasena. Escribí que debíamos ver a su protagonista “como uno de los seres que con mayor hondura han sabido encarnar la orfandad que parece multiplicarse entre nosotros”. Si entonces me declaré maravillado, ahora, con El rastro de los cuerpos (Grijalbo), no tengo ánimo sino para la decepción. Como muchos otros, Tomasena ha incurrido en la estrechez que tanto deploro: convertir la ficción literaria en un foro de indignación ciudadana. El México de los últimos —digamos— 20 años no solo ha engendrado creaturas cuya única voluntad es el ejercicio del mal; de paso, ha orillado a muchos narradores a elegir entre la fabulación —que no significa imaginar dragones sometidos a la voluntad de reyes sifilíticos o ministros enanos— y la denuncia como arte mayor. Podemos vislumbrar a la protagonista de El rastro de los cuerpos como la suma de todas las periodistas que arriesgan la vida al lado de las madres de los miles de desaparecidos cuya naturaleza se ha reducido a una dudosa estadística. Tanía, leemos, “no concebía su trabajo como un simple medio para ganarse la vida, sino como una actividad redentora”. Tenemos entonces a una mujer obstinada que, mientras va recogiendo testimonios para un documental, se siente cada vez más llamada a compartir el dolor y, sobre todo, a dar cauce fatal a la exigencia de justicia. Quién narra: su esposo, otro periodista. Su voz reproduce la rabia, el fracaso ante la evidente complicidad de gobernadores, diputados, empresarios, jueces, militares, policías, narcotraficantes, con las desapariciones ejecutadas en cualquier lugar y a cualquier hora de la geografía mexicana. Leída como si fuera un reportaje, El rastro de los cuerpos muestra un cuadro aterrador. Pero ya que tiene la forma de una novela, se vuelve necesario deplorar el tono propagandístico, por más honesto y doloroso que sea (“El deber ciudadano es denunciar, dicen por aquí y por allá. Deber ciudadano mis huevos. El que denuncia en México es un pendejo consumado: por ignorancia o por candor, ir a las procuradurías es un camino sin fin”). La empresa de llevar el horror a la literatura no puede cristalizarse sin un lenguaje y ese lenguaje no puede ser el del griterío tuitero sino el de la insubordinación estética.

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ARTE

7 DE SEPTIEMBRE 2019

IN MEMORIAM

El genio de Francisco Toledo Rendimos homenaje al gran artista oaxaqueño, muerto el pasado jueves, con una lúdica mirada a su obra

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ace todavía unos años, cuando se proponía a Francisco Toledo organizarle una exposición individual, él retrocedía espantado. Su última retrospectiva en el Museo de Arte Moderno (MAM) en 1980 le había costado un divorcio. Muy ocupado estuvo elaborando proyectos en su Oaxaca natal, que lo involucraban tanto personal como financieramente, y que han beneficiado de manera directa a artistas, público y comunidades: fundación de espacios culturales, frentes ciudadanos en defensa de la ecología, movimientos para la preservación de las tradiciones indígenas y la salvaguarda del patrimonio. Estas iniciativas dieron sus frutos: Mc Donald’s no instaló su sucursal en el zócalo de la ciudad capital, se denunció el maíz transgénico de Monsanto, Santo Domingo no se convirtió en estacionamiento… Todos estos proyectos tienen su relevancia. El más tangible es el del Centro de las Artes de San Agustín (CASA), que desde 2006 opera en Etla: talleres de formación profesional en papel, foto, textil, madera, escenografía, música, literatura en lenguas nativas, y una escuela para niños del vecindario. En CASA confluyen artistas de toda calaña. Para los extranjeros, pasar una temporada en Etla equivale a la experiencia del Edén; otros confiesan invertir parte de su beca del Fonca en producir obra al alimón con artesanos en un ambiente de retiro. Para Toledo mismo, CASA significó una nueva vía en que canalizar su portentosa fecundidad creativa. Esto es lo que demuestra la exposición Toledo ve, montada hasta septiembre en el Museo Nacional de las Culturas Populares de Coyoacán. Por fortuna, no espera al visitante un monótono recorrido didáctico. En muros, vitrinas y hasta plafones —de donde cuelgan cientos de papalotes— los objetos se agrupan en función de la técnica de su manufactura: afelpado, herrajes, mosaicos, fibras, orfebrería… No hay ni una cédula de obra, quizá para evitar la saturación visual, pues bajita la mano calculamos más de 400 piezas expuestas. Incumbe al público adivinar la fecha y los medios de realización de cada pieza, y en ocasiones hasta su autoría. Toledo incluyó algunas que no firma él pero que dialogan con las suyas: por ejemplo, una epopeya de la Segunda Guerra Mundial ejecutada en canutillo (tubito de paja) y pepenada en la Lagunilla, o una media docena de variaciones en acuarela sobre

SYLVIA NAVARRETE BOUZARD sylvianavarreteb@yahoo.com FOTOGRAFÍA ARCHIVO

el jitomate, atribuibles a alumnos de taller en CASA. La moción despista; breves textos explicativos hubieran esclarecido los procederes e instrumentos de cada técnica. ¿Qué es lo que “ve” Toledo? Desde la exposición que en 2015 montamos juntos en el MAM: Duelo, una serie funeraria de esculturas en cerámica en febril tributo a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, estoy convencida de que Toledo no ve: Toledo alucina. Tiene una conexión con la naturaleza y con la memoria ancestral que ningún otro artista iguala; además, sus valores plásticos suelen guiarse por la meticulosidad manual de la artesanía más delicada (de jovencito decidió estudiar, no en la ENAP o La Esmeralda, sino en la Escuela de Artesanías del INBA, en la Ciudadela); las fuentes de su

“Toledo trabajaba mucho para los niños: les diseñaba juguetes, rompecabezas...”

ornamentación han de rastrearse en los frisos de las pirámides zapotecas, las urnas de Monte Albán, los mascarones de Lambityeco, las vasijas y los códices mixtecos. Donde uno ve un riachuelo correr bajo el sol, Toledo intuye (intuía) la cópula de los peces, el agua, el aire y la luz. Donde uno recuerda El origen del mundo de Courbet, él agrega a Pinocchio emergiendo desde el fondo de una vagina. Donde uno visualiza un pene, Toledo los multiplica en un enjambre de culebras… Poseía esa rara facultad de poner en imagen los mecanismos inconscientes que nos unen al entorno, a través de lo sensible. Para Toledo, todos somos bichos impacientes ante el placer: humanos, bestias, mazorcas y conchas. Todos estamos inmersos en una perpetua y frenética orgía de impudor y violencia, que solo atisbamos en estados alterados de conciencia. La pulsión sexual es el motor de su imaginario, manifiesta en autorretratos y en un bestiario de gusanos-espermatozoides, sapos

promiscuos, changos vergones, pulpos lúbricos que acechan a las mujeres, pero también alacranes, murciélagos y cangrejos que rondan nuestros terrores nocturnos. Este repertorio ya canónico de Toledo se propaga en todos los medios concebibles: tapices lanudos, collares y aretes suajados, pisos taraceados, costureros, baterías de cubiertos, resorteras… Se cuelan objetos curiosos en el conjunto, poco importa que sean de él o de un tallerista: un zombi de zacate, anafres armados con inmatriculaciones vehiculares, placas de vidrio fundido con petatillo de cobre y, menos inusitado, mucha gráfica intervenida (cromos orientalistas, radiografías clínicas) en la que reconocemos las filiaciones estéticas de Dr. Lakra, su talentoso hijo. La obra de Toledo metaboliza los géneros y los elementos de la naturaleza en un fluir constante que restituye el movimiento cíclico de la vida. Humanos, flora y fauna conspiran jubilosamente para volver el universo un inmenso cuerpo en brama. A pesar de sus retrospectivas del 2000 en el Reina Sofía de Madrid y la Whitechapel de Londres, ¿por qué Toledo no tuvo la proyección internacional que merecía? Afuera lo consideraban un “primitivo”, un artista cuya obsesión por las mitologías y la arqueología mesoamericana opaca la precisión plástica y la flexibilidad en la experimentación de materiales. Para un islandés, pongamos, una pulsera de chapulines o un piso de calacas resulta más insólito que bello, sin duda. Acá lo entendimos mejor, porque convivimos de cerca o de lejos con sus atavismos culturales y espirituales, y quizá también porque conservamos el gusto por el juego. Toledo trabajaba mucho para los niños: les diseñaba juguetes, rompecabezas, abecedarios en zapoteco, gorros y calcetines. Su ingenio nacía del impulso de jugar y de la capacidad de asombro y metamorfosis. Al igual que Renoir o Picasso en el ocaso de sus días, Toledo fincaba su producción en una sensualidad cada vez más gozosa y pagana. Su encumbramiento ya no está por hacerse. Es un clásico contemporáneo. Duelo en el MAM, Naa Pia’ en el IAGO y la Galería Juan Martín (2018), Toledo. Imagen y texto en la Galería de Arte Mexicano (2019), el catálogo razonado en cuatro tomos (Francisco Toledo. Obra 1957-2017) publicado por Fomento Cultural Banamex, y ahora Toledo ve: a sus casi 80 años, ya iba venciendo su fobia del homenaje.

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ESCENARIOS

7 DE SEPTIEMBRE 2019

DANZA

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IMÁGENES

Moby Dick ANDREA SERDIO

M Una escena del ballet creado por Adolphe Adam en 1841.

Giselle: liberarse del sacrificio y la locura ARGELIA GUERRERO makarova82@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA DUTCH NATIONAL BALLET

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n la historia de la danza clásica, Giselle ha marcado una época relevante tanto temática como técnicamente. Este ballet se consolidó como emblema del estilo romántico y en su momento exigió de una evolución física e interpretativa de las bailarinas. Carlotta Grisi trascendió a la historia por su interpretación de la protagonista. Estrenado en 1841 con partitura de Adolphe Adam en la Ópera de París, Giselle toma los tópicos del romanticismo estético para construir la historia de un amor fatídico en la que el rol de la mujer y sus relaciones afectivas no dejan de alentar una discusión vigente. Giselle es una joven aldeana a quien Hilarion ama celosamente. Ella, por su parte, se encuentra con el duque Albrecht disfrazado de pueblerino y acepta su galanteo, pese a que, al deshojar una margarita, la suerte se pinta adversa: “me ama, no me ama...”. Al verse rechazado, Hilarion jura venganza: constituye así la masculinidad incapaz de tolerar el rechazo y anteponer sus deseos a la voluntad de la “amada”. Durante una fiesta del pueblo, Giselle se encuentra con la princesa Bathilde y danza para ella. Hilarion descubre la verdadera personalidad de Albrecht, así como el compromiso matrimonial entre ellos. Giselle descubre el engaño, cae en la locura y muere en los brazos de su madre.

La interpretación de la locura ha requerido de las ejecutantes cualidades histriónicas extraordinarias que llegan a romper las tradicionales danzas en las cuales las protagonistas lucen impecables y bellas. Giselle se despeina, descompone su postura y gesticula de tal modo que trastorna a los espectadores. A la bailarina se le exige descomponerse hasta volverse loca y morir. Albrecht queda atónito y desesperado, lo que también requiere del bailarín una demostración de emociones poco usual en los personajes varones. De esta manera, el ballet reflexiona con profundidad sobre las emociones humanas más allá de los estereotipos. Para el segundo acto, hacen su aparición las Willis, pálidas almas de las mujeres fallecidas vírgenes. Myrtha, su reina, encabeza lo que llaman el ritual de la venganza: hacer bailar a sus victimarios hasta la muerte. Hilarion será el primero. Arrepentido, Albrecht llega a la tumba de Giselle y corre con la misma suerte: frente a Myrtha, es obligado a bailar hasta la muerte. La fuerza del amor de Giselle le dará aliento para resistir vivo hasta el alba. Al amanecer, las

La interpretación de la locura requiere cualidades histriónicas extraordinarias

Willis desaparecen y los amantes deben despedirse pese a los intentos de Albrecht por retener a Giselle, quien debe asumir su maldición, provocada por el engaño y la traición. La interpretación de las Willis propició que Carlotta Grisi probara las zapatillas de punta con las que podría conseguir un efecto más convincente para la naturaleza etérea e intangible de los espíritus del bosque. Este efecto revolucionó para siempre la naturaleza de la danza clásica y exigió, además de las características histriónicas de los ejecutantes, una combinación entre fortaleza física y sutileza de los movimientos de la intérprete que hoy son las cualidades más impresionantes de las bailarinas de ballet. El 27 de septiembre, en el Auditorio Nacional, podremos ver la versión cubana de este ballet romántico. Alicia Alonso reconfiguró esta interpretación al imprimirle, en 1943, elementos técnicos pulcros y una sensibilidad interpretativa que ha dejado huella en la historia de la danza en el mundo. Hoy en día, los tópicos románticos exigen un debate y una reflexión sobre las relaciones humanas y sobre los roles que la mujer ha adquirido a lo largo de la historia y con cuyos paradigmas ha intentado romper. Tal vez, al establecer un vínculo empático y conmovernos con la locura de Giselle, podríamos entender los motivos de las mujeres que buscan su emancipación.

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oby Dick comienza con una de las frases más famosas de la literatura: “Llamadme Ismael”, pronunciada por el narrador que encuentra en el mar un bálsamo para la desesperación. “Es mi sustituto para la pistola y la bala”, dice el joven decidido a navegar en un barco ballenero. Moby Dick ha sido llevada al cómic, a la televisión, al teatro. En el cine ha conocido numerosas adaptaciones, entre ellas, las protagonizadas por John Barrymore en 1926 y 1930; en 1956 John Huston filmó su versión con Gregory Peck como el capitán Ahab y en 2015 Ron Howard dirigió In the Heart of the Sea, estelarizada por Chris Hemsworth. La historia de Moby Dick es conocida: Ismael viaja a la isla de Nantucket, en Massachussetts, turbulenta, misteriosa, célebre por su industria ballenera. En el trayecto, en una posada, durante la noche llega a su habitación un hombre con el cuerpo lleno de tatuajes, que lo atemoriza y lo hace gritar. Es un arponero polinesio llamado Queequeg con quien debe compartir la cama en ese mesón de marineros. Ismael y Queequeg se vuelven amigos, juntos llegan a Nantucket para enrolarse en el Pequod, un barco raro y viejo, tocado por la maldición de la melancolía. Un barco bajo las órdenes del capitán Ahab, colérico, blasfemo, sin una pierna que fue “masticada, devorada, triturada, por el más monstruoso cachalote que haya hecho astillas un bote”, como le explica uno de los propietarios del barco al desconcertado Ismael. En el ballenero los días transcurren sin que Ahab abandone su camarote; sin embargo, poco a poco comienza a aparecer en cubierta, con una pierna blanca hecha de mandíbula de cachalote. Una mañana reúne a todos los marineros, les muestra un doblón de oro y les dice que será de cualquiera que le señale a la ballena blanca, llamada Moby Dick, que le arrancó la pierna y a la que está dispuesto a perseguir “más allá de las llamas de la condenación”. La travesía de un barco ballenero duraba tres años, expuesta a todos los peligros. Melville proporciona numerosos detalles de la caza de ballenas y de la vida marina en general, además de crear una tripulación multicultural, que da origen a escenas y reflexiones sobre el racismo, la religión, la ideología. El Pequod es un mundo sobre la cresta de las olas. La obsesión de Ahab es el leitmotiv de la novela, inspirada en hechos reales y nutrida por la experiencia de Melville como marinero. Es una historia de aventuras; unas veces es divertida, otras filosófica y algunas más se vuelve morosa, dilatada en frecuentes digresiones técnicas sobre el arte de la navegación. Con todo, resulta apasionante y rotunda en su homenaje a los cazadores de ballenas. La novela de Herman Melville (1819-1891) fue publicada por primera vez en 1851; desde entonces ha sido reeditada en números países y lenguas (en español, Alianza Editorial lanzó una nueva edición en 2018), sin embargo, no representó para su autor ningún beneficio económico o un mínimo reconocimiento. Melville, también creador de Bartleby, el escribiente, murió el 28 de septiembre de 1891, a los 72 años, pobre y olvidado.

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LABERINTO

DIRECCIÓN: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ S. EDICIÓN: ROBERTO PLIEGO EDICIÓN WEB: ÁNGEL SOTO ARTE Y DISEÑO: SALVADOR VÁZQUEZ

7 DE SEPTIEMBRE 2019

http:// www.milenio.com/cultura/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter:@SCLaberinto

TOSCANADAS

Retorno a la inocencia DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

D

ecía Tolstói que los individuos y las naciones procuraban la civilización y no la ilustración. Según su entendimiento, una persona se puede llamar a sí misma civilizada si va a la universidad, se limpia las uñas, visita al peluquero y viaja. Por su parte, una nación es civilizada si posee ferrocarriles, academias, fábricas, barcos de guerra, fortalezas, periódicos, libros, partidos políticos… En cambio, la ilustración requiere de un mayor esfuerzo, por eso es desdeñada por la gente. Dice que una mayoría odia la ilustración porque expone la mentira de la civilización. No hay duda de que Tolstói usa la palabra “civilización”, y así está en todas las traducciones de sus diarios, pero quizá sería pertinente sustituirla hoy por “progreso”, esa palabrita que conocen bien los políticos. Y voy a suponer que, por ilustración, Tolstói se afiliaba a la famosa definición de

LEV TOLSTÓI

El escritor ruso, quien al final de sus días renegó de la propiedad privada y el alcohol.

Kant: “Que el hombre deje atrás la inocencia que se impuso a sí mismo”. Es difícil hablar de ilustración y fácil hablar de progreso. Por eso hay tanto debate sobre la construcción de un aeropuerto o una refinería o un ferrocarril, pero no hay quien tome la palabra para entrar al mundo de la ilustración: plantear lo que debe ser una escuela, lo que debe enseñar, si se opta por la disciplina o el mimo, si la universidad ha de ser para todos o para quienes se constituyen en élite intelectual, si se deben tomar medidas contra los agentes idiotizadores, si el derecho a la educación comprende también el derecho a no educarse, si la escuela debe avanzar en cada nivel al ritmo de los inteligentes o rezagarse al paso de los bobalicones, si la letra ha de entrar con sangre o si solo es para aquellos que le hallaron el gusto. Apenas menciono algunos temas de la educación, que a su vez es apenas la base de la ilustración.

Pero vaya uno a saber, cada día me desencanta más la idea de que todo el mundo debería educarse más allá de saber leer y escribir. A partir de ahí, se supone que cada individuo es libre de dejar la inocencia que se impone a sí mismo o fundirse la cabeza viendo series. Progreso o civilización, estamos dando pasos atrás. En el pasado, el ser humano se enorgullecía de ser el amo de la naturaleza, hoy muchos se avergüenzan; se enseñoreaba de las bestias, y hordas hoy quieren ser una bestia más. El propio Tolstói caminó hacia atrás. Renegó de sus grandes novelas, se volvió vegetariano, satanizó el alcohol, y entonces llegó a criticar que los campos se sembraran con uva para el vino, con granos para otras bebidas o lúpulo para la cerveza. Aquí me divorcio de su pensamiento que se volvió parecido a un fanatismo religioso. Tolstói se desilustró, se impuso un retorno a la inocencia.

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CAFÉ MADRID

Tres años de camino

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ada verano (bueno, a lo largo de casi todo el año, pero en verano más), cientos de personas provenientes de toda la geografía africana se suben a unas maltrechas embarcaciones y, arriesgando la vida, cruzan el Mediterráneo con la esperanza de llegar a la vieja Europa (sobre todo a través de España e Italia). Huyen de la pobreza extrema, de conflictos armados, de desastres ambientales. Sus rostros, algunas pinceladas de sus historias personales, la discriminación y la utilización política que se hace de ellos son constantes en la prensa. Pero pocas veces uno se entera de la larga y extenuante odisea que emprenden. El tema me atañe porque, aunque yo no emigré uniendo los eslabones de una cadena de penurias, hay situaciones cotidianas por las que uno atraviesa en el país de acogida que nos hermanan y porque, además, un mexicano siempre tiene familiares o amigos que también se han ido (a Estados Unidos, principalmente). No obstante, hace mucho que no me conmovía (o sacudía) tanto con un testimonio de este tipo. El otro día estaba en la biblioteca pública de mi barrio, buscando un volumen con una clasificación determinada cuando, de pronto, me fijé en un libro de un autor llamado Mahmud Traoré. En la portada tenía un mapa con una larga ruta marcada en rojo. Era el camino que siguió este muchacho durante tres años para poder vivir hoy en Sevilla. Es decir: estas personas no salen un día de su casa y al siguiente ya están en la frontera intentando cruzar. Entre una cosa y otra pueden pasar varios años. Partir para contar. Un clandestino africano rumbo a Europa (Pepitas

VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismovictor@yahoo.com.mx FOTOGRAFÍA FARODIROMA

de Calabaza) ofrece los detalles de la travesía llena de abusos que hay detrás de los que llegan a la frontera europea, dispuestos a aguardar el momento preciso para subirse a una lancha o saltar un muro. Traoré, por ejemplo, recorrió el Sahel, el Sáhara, Libia y el Magreb, con escalas para poder trabajar en lo que surgiera y así poder costearse cada etapa del viaje. Reponía fuerzas en hogares de acogida o improvisados campamentos

Traoré recorrió el Sahel, el Sáhara, Libia y el Magreb, con escalas para trabajar en lo que surgiera

y recorría kilómetros y kilómetros, casi siempre en compañía de otros migrantes, expuesto a los asaltos de los maleantes, aprendiendo a desarrollar estrategias de supervivencia y a tener la suficiente frialdad para dejar atrás a los que mueren en el camino. En la ruta de los clandestinos, dice Mahmud Traoré, hay “historias terribles que oscilan entre fantasías descabelladas y pesadillas auténticas”, pero todos saben que si, como sea, vencen los obstáculos, han de seguir adelante. Mahmud Traoré estaba a punto de cumplir 20 años, era aprendiz de carpintero y sabía que en Casamanse, el pueblo de Senegal donde nació, si alguien quería progresar en la vida tenía que irse a Europa. Así que por

Migrantes africanos saltando la valla de Ceuta, al sur de España.

eso salió rumbo a Dakar, la capital de su país, con 70 euros que logró ahorrar y la esperanza de poder vencer los peligros que se topara. En los tres años de camino, sin embargo, hubo un momento en que pensó retraerse. Fue cuando se enteró de la muerte de su madre. Sus compañeros de “aventura” lo disuadieron de volver: “así es la vida, Mahmud, la muerte llega tarde o temprano y no puedes tirar la toalla cuando estás tan cerca de la meta”. En efecto, dos meses después, al enésimo intento, logró saltar la valla en Ceuta, la ciudad española que limita con Marruecos. De madrugada, ataviado con tres pares de calcetines y tres pantalones para “protegerse” de las cuchillas de la alambrada, fue uno de los migrantes que sorprendieron a los vigilantes fronterizos y, finalmente, entró en territorio español. Trepó, dice, con todas sus fuerzas y esperanzas. “Al caer al vacío, me quedo colgado de un pie, con una cuchilla clavada en las carnes. Tengo que sacudirme para poder soltarme, lo que me causa una herida aún más profunda. Me agarro a la barra metálica para auparme a pulso, sacarme la cuchilla del tobillo y liberar mi pie antes de dejarme caer. El zapato se queda enganchado arriba. Si no hubiera tenido ese reflejo, probablemente me habría seccionado el pie. Una vez en el suelo, me levanto como en un sueño y corro entre los compañeros, que franquean desordenadamente los obstáculos que nos separan de la ciudad”. Ahora, por fortuna, con más de 30 años de edad, Mahmud Traoré ha retomado la carpintería, vive en Sevilla y es consciente del contexto que le rodea: “a pesar de la precariedad que se vive en España, estoy dispuesto a quedarme”.

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