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encuentra en la de Relatos Lirio y la BUAP siempre
lanzaba chispas a las que se podía considerar de cólera.
En el salón se colocaron frente a frente. Antonio, el mozo italiano, les sirvió una l`eau y tazas de café. Hablaron animadamente, siempre en voz baja. Al invitado le gustó la casa. De pronto y sin venir a cuento quiso visitarla toda. Juntos recorrieron la enorme antecocina, la cocina, los baños, las habitaciones de dormir de cortinajes pesados, el vestíbulo, los clósets, los salones y el saloncito del teléfono, para volver a sus lugares y terminar las bebidas. Entonces el huésped se inclinó sobre Rafael y habló en voz aún más baja. Rafael lo escuchaba con suma atención.
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—¿De manera que viniste en un avión especial?
—Sí, hermano, ¡especial! Despegamos a las dos de la mañana.
—Precauciones… —murmuró Rafael.
—¿Y cómo no? Había entregado en la justicia de Dios a cuatro del general Bejarano…
—¡Hum!
—Hay que vender caro el pellejo, no tenemos otro…
—Se portó bien el secretario…
—¡Órdenes! ¡Órdenes! Los gringos están furiosos…
Ambos callaron. Se miraron a los ojos y el invitado sonrió con un gesto que podríamos llamar feroz. Sus dientes blanquísimos y perfectos no tenían nada que pedirles a los de Rafael, igualmente perfectos e igualmente blancos.
—Tu casa es grande, muy grande, ¿qué te parecería que hiciera aquí un alto?
Rafael se sobresaltó en el sillón.
—¡Imposible! ¡Imposible! No sabes quién es mi mujer. ¡Insoportable! Andaría husmeando, juzgando, indagando, no, no, no es posible, aquí sí que arriesgas el todo por el todo.
—¿Y no podré domar a esa fiera?
—¿Domarla? Si no es una fiera, solo es inconsciente, indiscreta, chismosa, hablantina, celosa, ¡una joya! Yo diría que hasta un poco retrasada mental. Y con esa clase de gentes no valen ni consejos, ni amenazas… —Tienes razón. Ya buscaré la manera de hacerla entrar en razón. ¡Y que no hable!
El timbre de la casa llamó con estrépito.
—¡Es ella! ¡Chis! —dijo Rafael.
—¡Acá ni una palabra! —dijo el invitado golpeándose el pecho con fuerza. Los dos se pusieron de pie para esperar su entrada. Pero Rosalía no aparecía. Rafael se precipitó a encender los candiles de las chimeneas y del techo. La penumbra indicaba confidencias. Ambos se miraron cómplices.
Al entrar a la casa, Antonio se había precipitado a llevar a la señora al cuarto de planchar.
—¿Qué pasa, Antonio? —preguntó Rosalía asustada.
Antonio le tapó la boca.
—Mil perdones, señora, mil perdones —le decía mientras continuaba con su mano tapando la boca de la señora. Entra con los ojos desorbitados.
Preguntaba el porqué de aquel gesto amenazador.
—El señor, perdone la señora, ha traído a la casa a un prófugo de la justicia de su país. Yo escuché todo, por el bien de la señora. Un hombre que ha matado a cuatro cristianos. ¡Cuatro cristianos! El secretario lo puso en un avión especial y lo mandó para acá. ¡Ah! Pero su enemigo, el general Bejarano, envió a otros asesinos a matarlo... y aquí lo tenemos. ¡Aquí! No quieren que la señora sepa nada. Nada de nada. ¿Comprende la señora? De modo que ¡silencio!, ¡silencio!, ¡silencio! Si la señora no quiere morir asesinada… y el señor también… se lo van a presentar como a un viejo amigo del señor. ¿Comprendido? Ahora vaya al salón. Póngase un poco de polvo en la cara —le dijo quitándole la mano de la boca Rosalía obedeció, seguida de Antonio, quien revisó su rostro para ver si quedaban huellas de su mano enérgica sobre las mejillas y la boca de Rosalía. —Muy bien. Al salón, señora. Yo anunciaré primero su llegada. Antonio desapareció.
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