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DE PORTADA

Rosalía se dejó caer en un taburete: “asesinada”…, “un asesino”… “Dios mío, qué cosas permites que ocurran”. Se quitó su abrigo “ruso” y con firmeza se dirigió al salón. Al llegar vio a Antonio que se iba a la cocina después de haberla anunciado.

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—¡La señora ha llegado!

Admiró su paso firme y la tranquilidad de su rostro.

En el salón la esperaban los dos hombres con aire afable. Ella permaneció indecisa. Rafael fue el primero en hablar.

—Pasa, Rosalía. Mira, te presento a Gaxiola, mi viejo amigo de infancia. ¿No te había hablado de él?

Rosalía miró a Gaxiola con ojos muy abiertos, algo le dijo que ya había oído ese nombre, pero no en boca de su marido.

—Sí, sí, me has hablado mucho de tu compañerito.

—¡Ah! ¡Genio! Eso esperaba de ti —dijo Gaxiola, dándole a Rafael un gran golpe en la espalda—. Sí, señora, fuimos compañeros en primaria, en el Colegio del Zacatito. ¡Católico! Como se debe, éramos dos mocosos, claro que aquí ¡el genio! me ganaba en todas las materias. ¡Siempre fue un genio! La vida nos separó. Terrible es la vida. No toma nada en cuenta, ni los afectos, ni las convicciones, ni ¡nada! ¡La vida es la vida! Y cada quien coge su vereda y ¡vámonos! Ahí se va uno sin siquiera volver la cabeza. ¡Camina burro de carga, camina con la zanahoria colgada de un palito! ¡Y ahí va uno detrás de la zanahoria!

Gaxiola se calló de pronto. Sacó un pañuelo y se enjugó dos lágrimas. Rosalía, asustada, se inclinó sobre él.

—No vale la pena derramar ni una lágrima! —le dijo, dándole de palmaditas en la espalda —¡Sívale,miseñora!¡Sívale!Cuando uno ve al genio… ¡y se ve a uno mismo!

¡Anda burro lleno de peladuras, no te detengas! Adelante, adelante, hasta que me guíes al despeñadero. Señora, mil perdones, ¡aquí usted y el genio me miran como si estuviera loco! No, no estoy loco. Veo que he venido a turbar la vida de dos seres ¡perfectos! Sí, perfectos en belleza, talento, amabilidad, cordialidad, amistad… No quiero estorbar.

Gaxiola hizo una reverencia a Rosalía, ésta le tendió la mano y él depositó un beso ligero como un soplo. Luego se volvió a su marido.

—¡Hermano! Gracias por tu hospitalidad. ¡Gracias! —y de prisa se dirigió a la puerta de entrada. Desde allí hizo otra reverencia y desapareció.

Rosalía y Rafael se quedaron perplejos. De pronto, ella se enderezó, miró con ira a su marido.

—¿Crees que me engañas? ¿Este es el GatoGaxiola? ¿Cómo se te ocurre traer a la casa a un matón tan conocido? ¿Estás loco?

Rafael se llevó las manos a la cabeza.

—Por favor, ¡no grites! No es el GatoGaxiola. ¿Quién te ha pedido decir semejante estupidez?

¿Fuiste a la oficina?

—¿Al “centro”?, ¿yo? No estoy loca, pero ¿crees que no sé quién es el Gato Gaxiola? Tú mismo me has contado que de niño fue tu compañero en el Zacatito y que luego se transformó en el asesino más temible de México.

—Calla, por favor. ¡Calla! Este es un asunto muy peligroso. ¡Te pido que te calles! Y que no le digas a nadie, ¡a nadie!, que vino a la casa, ¡si no quieres que nos acribillen a tiros sus enemigos!

—Pero ¿quiénes son sus enemigos? ¡Demonios! El timbre sonó con furia. Antonio corrió a abrir.

¡Era el GatoGaxiola! Entró al salón con una nube entera de globos rosas, azules, blancos. Ya en el vestíbulo había soltado más ramos gigantescos de globos. La casa entera se cubrió de ellos, flotantes, subiendo y bajando como delicados cortinajes de colores pastel. Apenas si alcanzaban a verse Rosalía, Rafael y el Gato.

Relatos recobrados se presentará el 26 de febrero, a las 12 horas, en el Salón de la Academia de Ingeniería en la FIL del Palacio de Minería.

—¡Homenaje al genio! ¡Que siempre flota por los aires! Y para la patrona —corrió al vestíbulo, llamó a Antonio y ambos entraron con torres de cajas de bombones de chocolate que ambos depositaron a los pies de Rosalía. Luego el Gato, tomando la iniciativa, sacó su cartera y cogió un puñado de billetes.

—¡Antonio!

Cuando apareció el criado en medio de la tempestad de globos, le ordenó:

—Mira, mi amo, vete a la esquina y traes todo el caviar que encuentres. Claro, con sus galletitas y su mantequilla y sus limones.

Trae pollo asado. Salmón ahumado, lo que quieras, hermano, y preparamos una cena para ¡Reyes! Como me oyes, ¡para Reyes!

¿No ves que ella es una Reina y él un Rey? Anda, anda como que ya te fuiste y volviste. Y lo que sobre, te lo guardas, hermano. Antonio, ante la lluvia de globos, las cajas de bombones, los dólares y las órdenes del Gatoparecía haber perdido el juicio. Aventando globos que se interponían a su paso, se dirigió a la puerta de entrada y salió corriendo, no sin antes prevenir a la cocinera que preparara la mesa para un Príncipe y los Reyes. Sí, en verdad la cocinera puso una mesa, como nunca antes la había puesto, los globos inundaron su cocina, y ahí, por desgracia, con el calor, estallaban como balazos. Pero Consuelo solo se reía. ¡Era una gloria aquel señor! ¡Una gloria! ¡Y qué ojos, Dios mío! ¡Nunca los había visto más guapos! Claro que tenía un defecto: gritaba mucho pero, en fin, había que tomar en cuenta que era mexicano, “y los mexicanos no son como nosotros, ¡no! ¡Ellos son nuevecitos, revientan de alegría! ¡Vaya, vaya, qué guapura!, cuando mañana lo cuente en la capilla, nadie lo va a creer”, se repetía Consuelo, ansiosa de que amaneciera para ir a ver al padre y contarle aquel prodigio. Sí, señor. Es un prodigio. ¡Es como si de repente hubiera entrado a casa un cometa hermoso! ¿Quién se lo creería? Nadie. Pero le bastaba con haberlo visto, ella, Consuelo Armada.

La cena transcurrió en medio de risas, de brindis, de bromas en las que tomaban parte Antonio y Consuelo, pues el señor Gaxiola no los trataba como a sirvientes, sino como amigos. Varias veces se levantó para brindar con ellos con vino del Rhin, del mejor de los mejores. Sobre la mesa flotaban ríos de globos que hacían reír a la señora Rosalía y sonreír al señor Rafael. A veces se posaban sobre las copas o los platos y un instinto especial los hacía huir de los candiles de cristal. Preferían

Y, además, en nuestra edición digital: el techo artesonado del comedor o los relojes de péndulo, que muy serios presidían las chimeneas.

Al final Rosalía, Rafael y el Gato volvieron al salón para beber el café y la fineàl´eau. Allí, la euforia se convirtió en una tristeza infinita. Los ojos luminosos del Gatose apagaron, sus párpados se enrojecieron y su mirada opaca caía sobre sus huéspedes casi como una amenaza. Rosalía había bebido demasiado y a través de la niebla del vino miraba a su marido y a su amigo, como a dos seres peligrosos. ¿Qué había sucedido para provocar aquella tristeza después de tanta alegría? El Gatola miraba con tristeza y a ella le entró un miedo inexplicable. Rafael, con la cabeza hundida en el pecho, se negaba a ver el final de aquella fiesta absurda. Estuvieron así largo rato, midiéndose mientras los criados cenaban en la cocina. Hasta ellos llegaban sus risotadas. De seguro estaban borrachos.

Fue el Gato el primero en ponerse en pie. Dio varias palmadas y apareció Antonio sorprendido.

—¡Antonio, llama a Consuelo! Consuelo apareció limpiándose la boca con el mandil.

—Consuelo, quiero que usted prepare la cena del sábado con el mismo esmero que preparó la de esta noche. Yo enviaré la comida y las flores. ¿Entendido? Quiero que el genio quede satisfecho y que la patrona no se moleste en ¡nada! Bueno, y ahora me retiro. Tengo muchas cosas que hacer mañana. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches, señor! —dijeron a coro Antonio y Consuelo. Rosalía y Rafael se pusieron de pie.

—¿Te vas?

—Sí, y no me digan que me quede, porque ya no me aguantan. Ya quieren que me vaya. Buenas noches. Nos veremos el domingo o el lunes. El matrimonio no supo qué decir. El Gato le besó la mano a Rosalía y le dio una palmada al genio. Luego, solo se dirigió a la puerta de salida y desapareció. Detrás dejó una estela de tristeza, un pesado camino trágico. Un sinfín de pasos dados en dirección equivocada y un reguero de lágrimas que parecía que habían ahogado la casa.

—Vámonos a dormir —dijo Rafael con voz apesadumbrada. —Vámonos —contestó Rosalía próxima a las lágrimas.

Aquel Gatocallejero que acababa de salir de su casa para entrar a la noche solitaria le producía una pena desconocida.

—¡Pobre Gato! —dijo Rafael. —Sí, pobre Gato —contestó ella desde el calor de su cama.

—¿Dónde vive?

—No lo sé.

Apenas se lograron dormir. Algunos globos flotaban en su habitación. _

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