Reescribir Valparaíso II - Laboratorio de Escritura Territorial

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I I REES CRI TUR A DE VALPAR AÍS O Laboratorio de Escritura Territorial Valparaíso 2019

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I I REES CRI TUR A DE VALPAR AÍS O Laboratorio de Escritura Territorial Valparaíso 2019

II REESCRITURA DE VALPARAÍSO LET 2019 – Balmaceda Arte Joven Valparaíso Edición: Cristóbal Gaete Coedición y corrección de estilo: Pablo Jara Vásquez Diseño e impresión: Cristóbal Correa-Cerro Imagen portada: Silvana González Vásquez-Francisca González EQUIPO BAJ VALPARAÍSO Dirección Ejecutiva: Loreto Bravo Dirección Regional: Federico Botto Programación: Daniela Fuentes Posada Producción: Eduardo Palacios - Margarita San Martín Comunicaciones: Tania López Los derechos de los textos pertenecen a los autores. Primera edición: noviembre 2019, Valparaíso. Registro de propiedad intelectual: Distribución gratuita

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El año 2019 pasará a la historia como la bisagra donde el sedante vertido sobre la sociedad chilena no funcionó más. Logramos despercudirnos del letargo, de la apatía y de lo individual, entre muchas otras cosas. El desafío es mantener activa la reflexión, el despertar, y a como de lugar, impulsar el trabajo colaborativo como mecanismo de desarrollo local.

El trabajo que tienen en sus manos da cuenta del camino recorrido por las y los jóvenes participantes del II Laboratorio de Escritura Territorial. Sus palabras e historias dan cuenta de una mirada ágil y crítica de la realidad, y las historias que nos cuentan sin lugar a dudas son un aporte en la construcción del acervo cultural de nuestra región.

Con esta publicación, aún cuando no fue pensada en la coyuntura, queremos poner nuevamente en realce la escritura territorial. Volver la mirada a lo local y resignificar, sin perder la memoria literaria, las calles de nuestro habitar. Indagar en aquellos detalles que impactan nuestro cotidiano. Explorar las formas, los anhelos, las búsquedas y las relaciones que allí se dan. Hablar de la cultura.

Agradezco a todo el equipo de BAJ Valpo y en especial a Cristóbal Gaete, por tener la posibilidad de presentar una segunda publicación del Laboratorio de Escritura Territorial, proyecto que a paso firme se consolida como un faro que desde nuestra casa, anclada en el cerro, irradia la voz de las y los jóvenes a distintas latitudes, aquí y allá.

Hace algunos años en la sede Valparaíso de Balmaceda Arte Joven Valparaíso impulsamos el desarrollo de laboratorios. Queríamos agregar un peldaño más en la escalera que puede ser la búsqueda y solución de las inquietudes artísticas para los jóvenes. Estos laboratorios presentaban un desafío mayor, aquellos que los cursaban debían tener un cuerpo de obra —que podía estar en ciernes— y sobretodo la voluntad de someterse al rigor del trabajo colaborativo junto a sus pares, el coordinador y autores invitados.

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Federico Botto Director Regional Balmaceda Arte Joven sede Valparaíso

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FLORES EN LA ESPALDA

Cada mañana se compra un pan con palta en La Estrella, dos panes una palta, una leche chica; una palta, dos panes chicos se tragan. Se compran tres tarros con cloro y se mezclan, tres partes con una de agua; un tarro de agua por tres de cloro, el cloro es un líquido espeso, engominado, burbujeante y penetrante. Capaz y probable de abatir las enfermedades, bichos, la suciedad, el color en la ropa, el color en el piso: los olores, las miradas, las manos que carcome, la gente huele el cloro y piensa en olor a enfermo sanado, a pieza desecha, a milagro cumplido. La orina de la noche anterior se fulmina inmediato ante el químico grasiento del cloro, que repta abrazando los escalones, el cemento, todo a su paso; su espuma densa se escurre por las veredas y les moja las suelas a los abogados, a las señoritas buena presencia, a los fiesteros que se marchan sin gracia, a mí misma los pies sin calcetines; calcetines blancos, gastados, horadados por el cloro, por el verano, los pies ardientes. Este mismo piso se desgasta con el cloro, las tres partes de cloro con agua se subdividen matando el suelo, matando la mañana, matando el iris de mis ojos con el vapor cándido revelado por el sol, quien no ha trapeado la masa de orín de personas con alcohol en sus vías, no sabe lo que es el vapor penetrante que emana del piso a las siete de la mañana con el primer rayo benevolente de sol que osa aparecerse por estos lados, y que encuentra además en su paso, la peor imagen que en esta cuadra pueda darse. La mañana se detiene. Los candados de la reja del negocio están desechos, ante el carcomido del ácido úrico. Los cambiamos cada dos meses que es su duración perfecta. Se sumergen en un tarro con WD40 para prolongar su existencia en dos días.

Por Silvana González Vásquez 8

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Todos los candados oxidados, mellados, recortados se guardan en un pote de Play-doh o de leche Nido. Se van acumulando, uniendo, son los bloques olvidados de algún niño hecho de fierro. Un señor que viene con una bolsa matutera se los lleva cada cierto tiempo. Cada vez que pasa por la vereda de enfrente su mirada nos espía bajo una mano añeja sobre los ojos. Calcula el tiempo, huele el ferroso hedor de los candados, predice exacto cuanto tiempo les queda, me mira y se saca gracioso el sombrero y me echa una puteada silenciosa porque no le muestro el tarro del Play-doh; piensa que lo oculto adrede, la muy mierda. Lo he escuchado, lo leo en los dientes metálicos. Vacío los tarros con cloro, uno tras otro, barro con una escoba sintética, llana de tanto golpearla contra el huevillo; brota la espuma donde se confinan los restos de los minerales y la urea, el cloro ya aguado, su burbujeo se mezcla con piedrecillas; pelos, astillas de madera, espinas enteras, mitades de espinas y tallos verdes y negros, confores, alguna flema verde. Burbujas densas evaporan el resto del agua. Las puntas de la escoba se entierran entre las franjas del piso, arrastro el sonido frío de la noche anterior, los gritos, algún poco de sangre caída de una nariz con barro. Recorro entremedio de las piedrecillas, entre los perros petrificados que despiertan pavoridos; huyen con sus lomos enlozados de humedad, sus pezuñas goteando el cemento. Reviento los candados para correr la cortina del negocio, despegar las bisagras con sus hebras de caramelo fundido. En la hora en que termino de abrirla viene flotando un amigo que recién sale de lo desconocido. Se baja de una miniván rosada con spray naranjo en las puertas: vengo de una situación paralela. Son las nueve de la mañana. Tienes cloro en las pestañas.

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El día rueda despuntando tallos sobre una tabla puesta encima de un tarro plástico almacenero. Voy llenando el piso de hilachas flacas, me voy hundiendo en una cima de sobrantes. Cuando corro la tabla, me abordan las hojas de follaje y helechos, el “verde” de los arreglos dentro del tarro se ahogan en una última muerte oscura. Cada tanto me llegan las puntas en la cara, las pongo en una bolsa y lo voy a botar a la alcantarilla más cercana, que teje entre sus barras el agua y los tallos con una secuencia acuática. Cerceno espumas florales que al enterrarles el cuchillo esputan agua sólida, clavo ramas, hojas, puntas. Ordeno mientras de tanto en tanto el jolgorio del puerto comienza a despertar, el sol levanta las últimas cachas y trastes endebles, se acercan con sigilo los viejos repetidos, despertados sutilmente de la tumba, que una vez en pie no tienen más apetencia que la de buscar conversaciones facilonas, bailonas, en las cuales solo ellos con un hipo contenido por dentro parecen tener la justicia de hablar, la capacidad de hablar, el derecho de hablar. Vienen resumiendo palabras antes de aproximarse y oponer sus cuerpos en mis flores, sus pechos arriba de mis gerberas, vocalizando oraciones tan potentes como las de un gallo que se queda sordo ante su propio ruido. Ensordecen con su propio barullo mis ánimos, deshago sus plumas gastadas, sus alas transparentes, los mando de vuelta rapidito: o vienen a comprar flores o vienen a posarse como sapos buscando el calor renegado, desahuciado en sus propios techos. Cuando con un ojo más pequeño que el otro, botan una baba turbia por entremedio de los labios, se entrevé por dos botones mal cocidos una guata blanca y sin lunares, una guata triste, melancólica, asustada y desafiante. Me la imagino perforada con la furia de las rosas moribundas, clavadas por sus señoras cansadas de hacer la sopa, cansadas de ser la tele en vivo; yo, cansada de posar, soy la huacha del puesto número tres de la pérgola.

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A las tres de la tarde y en pleno calor cuchareo una cazuela hirviente, me siento en la mesa que da a la ventana para vigilar que nadie se meta a robar flores. Me suda entre medio de las pechugas y me aprieta el elástico del pelo, veo la tele y me entero de noticias lejanas; una colombiana me hace rellenar una factura por dos mil pesos que incluye una sopa, una ensalada, una gelatina y el uso frecuente del baño. Me llaman por teléfono, alguien del otro lado no sabe cómo cresta pedir un ramo ni si la estoy engañando con los precios; termina por encargarme un atril de un metro veinte con girasoles, ni muy grande, ni muy dolido, ni muy caro porque es para un ex jefe. Cuando baja el calor pongo dos lucas en mi chauchera y pesco el atril que clavé antes, con harta alstroemeria y un par de gladiolos para rellenar el armazón escaso. Camino hacia una dirección desconocida. La gente observa mi carga en la espalda como una cruz, puntas de gypsophila me coronan la cabeza por detrás, sostengo el atril como puedo, se van deslizando hojas sueltas en el camino. Aún es fuerte el sol bajo la calle Condell, carteles brillantes de PANTYS, de HELADOS, de SONNY de SERVICIO TÉCNICO, de CYBER, de EMPANADAS, de GIMNASIO GALAXY. Una subida que simula un pasaje conduce hasta su cumbre sin salida. Las escaleras se van angostando hasta el punto de ser un solo peldaño enano. Atrás, los peldaños serpentean ciempiés de mil patas, se tuercen ocultando ya el comienzo, están atrás las espinas, las ramas, la orina. Trato de no parar, que los muslos se engruesen como piedras en cada escalón, que la vena de la frente

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palpite, no detenerme, para que no se vaya a salir ninguna flor encadenada con malla de gallinero. Desde arriba el mar se va haciendo más grande, hay barcos indiferentes con el puerto, ilógicos en su dimensión. El cielo se ensancha sin ser cruzado por nadie, ni las aves ni las nubes mellan el sol en su anillo. Se visualiza el final del pasaje, colgando de una cumbre, como encajado a la fuerza en el mapa, sujetándose de la gravedad quebrada de la tierra. Una reja cierra el perímetro de toda la calle, detrás la casa resguardada tiene sombreros oscuros sobre cada ventana blanca, hay tres autos forcejeando espacio en un delgado pasillo de tierra. Nadie me recibe, me respondo sola el transcurso, no suelto ni por un segundo mi peso. Hay gaviotas silenciosas y gaviotas ruidosas atacando la parte más alta del techo, imagino que comen huesos, porque se les visualiza algo chico y blanco en el pico, recién baja por mi esófago el pollo de la cazuela, las aves no tienen más obligación que tragar igual que las palomas, pero son patrimoniales porque salen en las pinturas, colándose dentro del aro del sol. La puerta de entrada es ancha y tiene mamparas con agarraderas de bronce, se ve en el fondo una pieza engañosa con dos bancos paralelos, con siete personas paralelas, con catorce ojos clavados en una ventana superior cuadrada. Camino por entre medio de la imagen, uno de los palos de 1x2 marcados me hizo un surco, lo apoyo pegado a la urna que gracias a dios está cerrada, pero se puede identificar desde el exterior con líneas entrecortadas el tamaño del cuerpo, se huelen escabrosas las uñas que continúan

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creciendo desde una raíz inerte, se escuchan los gases enterrados, bombeándose la última corriente sanguínea, la piel adelgazándose, piel inolora; con sudores congelados del último segundo exclamado, las ultimas visiones siendo procesadas por la última parte consciente de un cerebro desaguado en cloro, la sala también tiene olor a cloro, el piso Clorinda de toda la vida, las espumas, las crestas de las espumas, los clavos de las tablas trapeados bajo la urna, para mitigar el olor negado, el olor indeseado, bloqueado con flores, tapada la boca de la muerte con coronas blancas, gordas, astromelias que simbolizan la partida como el vuelo sano de un pájaro a un cruce desconocido. Ese afán de ocultar con la urna, con los pétalos, con el cloro lo que verdaderamente yace dentro de los cantos de la madera, en esa alfombra suave de terciopelo en que reposa el muerto, ese cuerpo hediondo, flatulento.

Los pétalos demostrando el paso de las horas, el olor de la flor matizando. Una gerbera me mira a los ojos y entrega su última hora de belleza. La belleza cubre con su oro las cosas: los fierros, las mallas contenedoras de concreto por dentro de las paredes. Entiendo mi carga. Entiendo que lo inextinguible abraza a los mortales.

Coloco el atril de flores en el piso. Lo miro un segundo: me quedó cojo, más largo, por un lado, en otro junto a un pétalo amarillo se asoma la cabeza de una punta puesta en diagonal. Nadie en estos segundos ha mirado los arreglos, nadie quiere girar para mirar la urna, excepto una señora que toma un vaso de agua de manera compulsiva, y que con una mirada despierta me comunica el dolor, el término, el final y la frontera. Entiendo. Cada rostro se transforma en gaviota pena blanca en el pico, hasta los viejos que buscan rellenar su día se quedan callados. Entiendo. Las flores sus hilachas se desarman, entiendo el rito de encubrir, lo veo en esos dedos atravesando el agua, entiendo las uñas verdes, verdes horizontes detrás de la muerte.

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AVES DE CERRO Y JARDÍN DE LA ZONA CENTRAL

…nos dijo que los winkul o cerros hablaban, que había que andar muy callado dentro de ellos sólo por respeto. Tayiñ mapuche kimün – Juan Ñanculef

Llevo mi chaqueta con camuflaje militar, binoculares con 25x de aumento y el cuchillo de supervivencia con pedernal, conseguidos en la feria de la avenida Argentina, además de algo de paciencia para ir en búsqueda de las aves. “No bote su basura aquí, esto no es una quebrada. Atte. La persona que limpia la escala”, se puede leer en un muro, en una calle cercana a la quebrada donde me dirijo. La persona que limpia advierte qué tipo de tesoros puedo encontrar. Tengo la esperanza de que hallaré un puma o una piedra tacita. Hasta ahora lo único que he podido encontrar es alguien abrazando un pino, huesos cubiertos a medias por un cuero que solían ser perro y el envoltorio de papas fritas Barcel con la promoción de tazos de los Picapiedras, que apareció luego de que la última lluvia aflojara un relave relleno de basura; según las pruebas de carbono, data de 1995. En medio del camino que bordea el curso de agua me paro sobre una piedra, inclino la vista ligeramente hacia arriba hasta un punto ciego; veo peumos, boldos, quillayes, litres en los 360 grados, que llegan a tapar los eucaliptus y las casas que están en la cima de la ladera, con la basura chorreando por sus

Por Marcos Gallardo Báez 16

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panderetas. La posición también bloquea el ruido de los autos que pasan por la calle que está en la ladera del frente. Me mantengo sobre la piedra, respiro hondo y con la mirada por sobre el horizonte para darme un baño de bosque, ignoro los envoltorios de condones, papeles higiénicos. Puedo estar unos minutos así, noto que el peuco que vine a buscar me está observando posado en una rama. Luego de un minuto de contacto visual, emprende vuelo directo hacia mí, a 3 metros de mi cara hace una maniobra y gira para perderse en lo profundo de la quebrada, siento el viento y oigo sus plumas imitando el sonido de un volantín. En ocasiones anteriores había visto cerca de ese lugar, plumas de paloma desperdigadas como si hubiese explotado. Ahora veo quien las hacía estallar, tal vez tendría suerte y podría ver el método que utilizaba para llevar a cabo su empresa, así que lo sigo quebrada abajo. Los árboles ofrecen gentilmente sus raíces como peldaños para bajar por la ladera. A medida que bajo, se siente el aire más fresco por las sombras y la humedad, cada vez se escuchan menos autos y bocinas, hasta que el ruido del agua corriendo llena todo el espacio y se oye como un caudal de miles de voces hablando en lenguas que desconozco. Siento el vuelo pesado del peuco moviéndose de una rama a otra, se escucha un gran alboroto entre los pájaros. Mientras continúo la persecución llego al corazón de la quebrada, todos los árboles son más grandes. Oigo su madera crujiendo, con la vista en el cenit veo como un pino y un eucaliptus aprovechan el viento

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para golpearse y decidir quién será el nuevo rey del bosque. Abajo, los árboles nativos más pequeños están preocupados, porque saben que el perdedor que caiga se llevará a unos cuantos en su muerte. También comparto su temor, conseguí ver al peuco, ya no tiene caso perseguirlo, quiero volver. Al darme la vuelta, una mujer parada en el agua revuelve el lecho del riachuelo con una batea, cada vez que se agacha para revolver la arena, veo como la curvatura de la espalda separa las cicatrices en su piel morena. Se gira, mete su mano en la batea y me ofrece una pepita de oro. Cuando le pregunto por qué, el aire que desde su interior pasa por las cuerdas vocales, el paladar, la lengua, los dientes y los labios solo producen el sonido de un arroyo corriendo, pero entiendo perfecto. Acepto. De rodillas en el agua, con el cuchillo de supervivencia hago una quebrada en mis venas, la sangre fluye junto al caudal. Siento como me descompongo mientras la hierba a mi alrededor pasa de ser verde a secarse, para que una nueva hierba se someta al mismo proceso. Mi carne se transforma en madera, una madre deja sus culebras en una de mis grietas podridas, un carpinterito da golpes para buscar alimento. Mis huesos se transforman en piedras y luego se erosionan hasta ser arena. En cuestión de tiempo seré la humedad que alimenta las raíces, recorreré los cauces bajo las calles de la ciudad hasta llegar al mar. Mi sangre será la que devuelva los escombros en la costanera cuando sea marejada. Estaré en la savia de un litre abrazando a las personas. A quienes me caigan en gracia les acariciaré sus hígados con mis hojas de boldo. Los perros y gatos que me hayan arrojado, necesariamente

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perecerán para renacer en zorros y güiñas. En algún momento me sacudiré toda la basura que me arrojaron, y en un aluvión dejaré desnivelados sus palafitos, sepultadas sus alcantarillas, desconectadas sus calles, y cada quemadura que me hayan hecho logrará por fin reverdecer. Mientras llega ese día, lo único que me importa es saber si un terremoto alzó dos cerros dejándome en medio, o si yo fui lo suficientemente poderoso para partir un cerro en dos con un modesto hilito de agua. Cuando pierda la cuenta de los inviernos obtendré respuesta. En la espera me quedo vigilando la ciudad por las noches, las luces me hacen desaparecer. No hay luna que ilumine el horizonte, que se posa absolutamente negro sobre el mar agitado, el viento que produce llega a mis ramas con su rugido cuando se estrella en las rocas de la costanera, cada día recupera el espacio que le arrebataron, que nos arrebataron el concreto y los faroles que iluminan los pasos de los sonámbulos. Todo el colorido de las calaminas es cubierto por aquella substancia anaranjada resplandeciente que no me toca, pero que delimita mi silueta, una V rellena del degradé entre la oscuridad y el naranja, mientras trato de adivinar o sentir qué camino sigo, porque quiero con mi brazo líquido alcanzar al mar.

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ES CA LE RA

“La Fama”, se lee en blanco, como la coca, arriba de una boti. Habíamos caminado bajo su publicidad hasta decidirnos por este sitio. De fondo, a unos metros de altura, se escucha Down y el Si no tengo de tu piel me genera ganas de perrear cuando D de debe ser por el eclipse, hueona me ofrece Lucky triple click recién importado desde Tacna. Agradezco la travesía clandestina que lo trajo (a mí) aquí pero le hago (al tabaco) el quite porque regodiona o Aries. Se lo guarda entre los senos junto al celular mientras me quedo pensando en mi carta astral y que solo nosotras sabemos sacarle provecho no sexual ni materno a nuestro cuerpo, falso santuario que supuestamente cambia de condición y valor al ser penetrado por “Permiso, buenas noches”, interrumpe respetuosamente un veinteañero que se halla, más o menos, al principio de la escalera en donde están sentados con ánimos fervientes, un grupo de adolescentes agazapados enrolando un pito. Quienes, al mismo tiempo, sacan el fuego, corren las latas de cerveza y se acomodan hacia un lado dejándolo subir al siguiente escalón. La puesta en escena impide concluir las reflexiones insistentes sobre la naturalización sistemática de una cultura falocéntrica, que se apropia —invade mi intimidad— los espacios compartidos. Y las añoranzas de la energía que tenía cuando pendeja para afrontarlo se llevan mi atención e insisto que a los diecisiete una no duda de su metabolismo hasta que a los veinte

Por Tabata Yáñez 22

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te traiciona porque te pasan la cuenta, con propina incluida, los excesos de Grosso sabor frutilla más vodka con jugo de “Adelante, hermano”, responden virilmente al unísono. Más arriba, tres chiquillas con pinta de alternativas se hacen notar por las risas nerviosas que sueltan al terminar de jalar, se mezclan con el ajetreo de cada piño que acostumbra a vacilar a esta hora en lo alto del lugar. Naranja, con esa esencia reduje la vitalidad de muslos fuertes, apretados, sin indicios de flacidez, que trabajaban eficazmente para levantarme temprano de la cama después de haber experimentado el estado etílico durante una semana. ¿Cuándo pasamos de capear set de cañas a tomar una siesta antes del carrete porque cansadas? Hasta ahora, bajo la luz tenue de los postes que dejan entrever tanto las grietas del peldaño como de mis manos con cicatrices por variadas quemaduras de cigarro, también noto sobre el jeans sucio mis estrías. Van subiendo paulatinamente a mi cuello. Soy invisible o estoy sin ropa. Los restos de furtivos encuentros en esta escalera hacen que sienta vergüenza y extrañe viejos vínculos sexo-afectivos. D de déjame leerte la mano, hueona se percata de la pálida en la que me estoy yendo en este viaje llamado vida y nota mis rayas, la naturalidad de mi cuerpo. Brillan. Lo entiende, no pasa nada, ella también lo siente. Nos entendemos, “¿cierto?” “¿Dijiste algo?”, responde. “No, nada”, asiento y me siento un escalón más arriba. Tomo más vino, fumo un tabaco. Entre las cenizas observo cómo caen destellos de mi piel, me queda poco. Al costado, el reflejo cobrizo de una lata de cerveza tirada

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desde la última vez que estuve aquí ya expone mi verdadera figura. Ardo pero no quemo. Las líneas doradas irrumpieron sin control, violentamente, incluso mi rostro. No queda nada de lo que intentaba ser, solo yo misma atestada de luces boreales. De pronto me pesa el traje y se me quiebra la voz al hablar. Entonces, cuando me siento lo bastante firme para no desmoronarme, emanan dos astas protuberantes de mi cráneo y solo a gritos me quiero escuchar; extraer el dolor. Soy pura, mas no Virgen. La atmósfera de esta concurrida escalera invadida por solicitudes de permiso para poder subirla, ahora es distinta. Es mi refugio, me reparto en él y en las confesiones con D de Mercurio retrógrado me dejó en la pitilla, que comparte las experiencias de los mitos del amor romántico que nos mantuvo a esperas de muestras de cariño por sacohueas. Nos tildaron de románticas por visibilizar subjetividades, sensaciones que probamos al comenzar a relacionarnos con ese otro, que nos lo presentan distinto y me trata pasivamente. Cómo no hacerlo si darle nombre, confesarlo, es mi nota de disculpa porque el lenguaje crea realidad y la mía se desvanece después de estallar, deslumbrando lejos, tan lentamente. Y no somos Jane Austen, tampoco de Beauvoir, somos… como las tres chiquillas concentradas en hacer piola lo evidente. D de ¿estai bien, amiga? comienza a mover velozmente su boca, se desprende arte sonoro de su garganta mezclándose raramente con mi resplandor. Ella también ha vuelto desde la tierra a su forma real representada por un toro: Tauro. Tal vez somos una coincidencia astral de similitudes, aunque nos rijan distintos planetas; ambas tenemos cuernos. Nos tomamos de la mano.

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Frente a nosotras veo la silueta de un feto bailando Caporal, podría ser ingeniero, pero a esta altura quién lo nota o

recuerdo el vértigo de ir bajando en cualquier dirección de la forma equivocada, desafiando a la gravedad, sin miedo a caer,

lo sabe. Aunque definitivamente es nortino, como nosotras. Sí, no

así iba andando a veces: de espalda, ignorando el mito “El diablo

hay modo que sea lo contrario o estaría danzando cueca o Álex Anwandter. Me persigno. Espero no llegar a ser consagrada por posibles bendiciones ni ser relegada, históricamente, a la esfera privada donde no soy vista ni oída. Tomo el último sorbo, levanto con dificultad las ganas que me quedan pensando en dejar atrás (arriba) mi refugio. Y como las quiltras sedientas que duermen en las cajas de cartón, deseo hidratar con flores de bach la sequedad que esta transmutación produce en mi boca. Patiperrear hacia la aledaña Subida Ecuador, específicamente un poco más arriba del sector encarnado por las piscolas de luca que seducen a les de Santiasco. Allí conocí, en el Patio Volantín, entre sopaipillas y Kundalini Yoga, las primeras vibraciones que me conectaron con el ser ariano revelado hoy. Todo gracias a la módica suma del trueque.

camina pa’ atrás”, que oía una y otra vez. Atraída por la sensación de hacer lo indebido, siendo a mi modo, dejándome llevar por la inestabilidad de mis emociones. Esa era yo antes de ser otra.

Pero la génesis de mi evolución se remonta a varios años atrás, en pleno despertar sexual. Justo cuando el deseo, motivado por la idea ficticia de hallar la orientación correcta, radicaba en experimentar. Mismo tiempo en que se consolidaba la eminencia del ilustrado porteño con uñas pintadas, consigna de progre y discurso sexista reiterativo al de veteranos cincuentones. Donde la delgada línea de la heteronormatividad se volvía cada vez más invisible y mi atención privilegiaba una identidad parecida a la mía, gozando del casi nulo rechazo por ello. Exactamente ahí

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Me conocí a través de vínculos, particularmente uno que apareció comenzando el otoño en Valparaíso. Daban las seis de la tarde ese día cuando aproveché de escapar del ruido hacinado, que una familia generaba en treinta metros cuadrados, para sucumbir ante la curiosidad de nuestro encuentro, el que me prepuso semanas atrás y con poco interés acepté sin pensar en concretar. Pero la expectación sólida de mi mente notó una atracción imprevista hacía él y su masculinidad, que parecía diferente a la que tanto repudio me daba. Media hora después de la primera impresión compartíamos más miradas tendenciosas que palabras. A las ocho un cuarto mi mente divagaba en el baile de sus gestos, danzaban al compás de su voz: sabrosa melodía tibia, grave, áspera en un comienzo, suave al final; agridulce en cada oración. Si aquella entonación era fruto de la testosterona, bendita sea en él, en ningún otro más. Pasadas las doce, cedimos al placer y desde entonces nos regalábamos tiempo. Su compañía se convirtió en lugar sólido capaz de capear cualquier frío invernal, excepto el que se aproximaba. Mientras tanto aprendí a ver los cerros bajo su perspectiva, a una altura distinta. Fue así que absorbí con pasión adictiva cada dimensión de su estimulada subjetividad,

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veneno característico del símbolo zodiacal que lo delataba. Por primera vez me vi fuego. Y envuelta en llamas comprendí cómo dominar el ardor de “¿ME ESTAI ESCUCHANDO?”, pregunta de un salto la Dani dejando entre ver su lengua amoratada de tanto tomar y sin dejarme responder prosigue: “Debe ser por tu ciclo que andai

esperando su muerte. La luz tenue, mi cuerpo opaco, casi reluciente, la escalera que me cobija, los tragos que me faltan, el tabaco que aún no se consume, el tipo que no sube. Mi aura: signo solar fuego, ascendente Leo también. Las constelaciones escasamente visibles por el protagonismo de otra luminosidad en los cerros apagan a un cordero que espera luna nueva para volver a brillar.

así, hueona. A mí también me pasa. Ya te dije ya que aprendí en el círculo de la luna de la Casa Ruda, un ritual sororo lleno de energías femeninas, ¿cachai?, donde estudiamos de nuestros procesos internos”. La miro sin querer añadir nada y vuelve a contar: “Como te decía, la cosa es que no había cachado que tuve un aborto espontáneo en Iquique porque tampoco tenía idea que estaba embarazada. Me tomé las anticonceptivas al día y, claro po’, me olvidé de que la pastilla contra la gastroenteritis invalidó TODA LA HUEÁ. Y estaba mal, hueona, pal hoyo. Eso fue antes que el Mati se pusiera controlador, cuando habíamos ido al ginecólogo que me amenazó con denunciarme a los pacos. Después de haber tomao’ el agua de ruda pa botar lo que sea que se haya quedao’ dentro. No sé cómo me recuperé cuando llegué aquí”. Ni un Patriarcado inculiao ni un Qué valiente, amiga. Nada. Decepción. ¿Indiferencia? No, el dejo amargo de mi boca reseca impedía el consuelo empático, censurando la más mínima verbalización esperada con ansias de mi compañía. La inexistencia de coraje, apenas rastros de resplandor en mis piernas, la batalla por seguir viviendo de un leve destello cobrizo en mis manos agrietadas, rendidas, pacientes, que seguían sosteniendo el pucho;

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LA GRIETA

Ya nació mi nietecita, publicó en Facebook. Sara fue abuela hace tres días, pero recién hoy comunica la noticia al mundo. Presenta a la hija de su hija mediante las fotos que le mandó su yerno, Javier Gómez, desde el hospital Van Buren a su casa en lo alto de Rodelillo. Por la misma aplicación, amigos y conocidos la saludan con felicitaciones y emojis. Ella responde a cada mensaje agradeciendo las buenas intenciones. No dice que aún no ha visto en persona a la bebé de Javier Gómez y Yesenia, aunque estuvo en la sala de espera de maternidad la madrugada del parto. Sabe que a su nieta la nombraron Pascale, y que hoy llegarán a casa. Su casa. Son las 10 de la mañana, Sara desayuna sentada en una rústica mesa de madera que heredó al morir su madre. Mira con detención la taza de té mezclado con canela depositada frente a ella, se fija en el borde dorado del que nace una fina línea que agrieta el recipiente y se hunde por el líquido oscuro. Siente su corazón agitado y una leve presión en la garganta. Llegarán en cualquier momento, lo sabe. Alza la cabeza, se encuentra de frente con una puerta cerrada que corresponde a la pieza de su hijo Rodrigo, le dice que se levante, que su hermana y su sobrina ya van a llegar. Rodrigo no se levanta. No se escucha ruido desde la habitación que no abandona hace varios días, ni siquiera para ir al liceo; está a punto de repetir cuarto medio. A veces, sale por las noches para comer, saquea la cocina y vuelve a la cama junto con su gata. Cuando Sara se atreve a entrar en la habitación, una ráfaga, mezcla de sudor, orina de gato y semen seco escapa mientras Rodrigo duerme o finge dormir. Apenas las recibió en el teléfono, Sara compartió las fotografías de su nieta por internet. Las oteó varias veces, en tanto mantenía una fijación por la ropa de Pascale: un entero rosado con un gorro del mismo color con la palabra BEBÉ bordada en la frente. En algunas fotos se mostraba durmiendo, con los puños apretados a la altura de sus redondas y morenas mejillas. En otras,

Por Ítalo Mansilla Vignolo 30

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aparecía despierta, con los ojos como aceitunas que investigan lo que la rodeaba. Con la punta de los dedos agrandaba las fotos en la pantalla del celular, de esa forma inspeccionaba más de cerca a su nieta, casi como tocándola. Incluso creyó que podía sentir el suave material del entero entre sus huellas dactilares, así como el aroma a leche materna de la recién nacida. Mientras el teléfono reposa en la mesa, bebe un sorbo de té caliente con canela y piensa en su nieta y su hija. Un suspiro prolongado hace que el vapor emanado del té se agite y disuelva las tranquilas volutas que subían y le acariciaban la nariz porosa y los ojos. Sara se observa las manos, están duras, no solo la piel, también los tendones que van descollando en las palmas, que se tensan más cuando abre los dedos para verse las uñas mordidas. Por un instante, la imagen de Javier Gómez se apodera de sus pensamientos, el sonido de la bocina de un auto la distrae. Agita la cabeza. Torna la mirada hacia la ventana desde donde el sonido entra, solo ve una pandereta de cemento a través del encaje floral del visillo que cubre el vidrio. A intervalos escucha vehículos bajar y subir el cerro, no puede evitar recordar la madrugada del parto, el olor del viento frío y la ansiedad. Esa noche esperaba, a mitad de cuadra, el colectivo que necesitaba para bajar de Rodelillo y llegar al hospital. Llevaba puesto un polar color morado, una bufanda y un gorro de lana negro, un pantalón de jeans y zapatillas deportivas un poco más que gastadas. Con sus brazos presionaba la cartera con fuerza contra su pecho, siempre alerta por el colectivo, la micro o por cualquier cosa. Las manos le dolían con la helada y la bufanda le atrapaba el aliento sobre su boca formándole pequeñas gotitas sobre el labio. Pensaba en consejos para su hija sobre los primeros momentos de vida de un recién nacido, por ejemplo, cómo debe tomar a la niña, cómo debe amamantarla, mudarla y darle abrigo correctamente. Advertirle que la boca de la bebé le partiría los pezones, provocándole un 32

dolor tan intenso, que sentirá igual que si se los quemaran con un fierro caliente. Era probable que, ya convertida en madre, Yesenia le prestara más atención que como hija. Llevaba panes con queso y jamón para tomar desayuno y, aunque ella no tenía hambre, suponía que Javier Gómez sí podría tenerla. Yesenia empezó con trabajo de parto varias horas atrás y él la había acompañado al hospital. Sara bajó en un colectivo vacío que la recogió a eso de las 5:45 de la madrugada. Sintió eterno aquel viaje. Se descubrió el rostro y observó por la ventana del colectivo el paisaje que pasaba hacia el cielo. Las luces de los postes le ocultaban los ojos y adelantaban sus mejillas y nariz, como si su rostro fuera una máscara anaranjada que se apagaba y encendía en intervalos fijos. Pensó en una lista de complicaciones sorpresivas que traían los recién nacidos y los médicos nunca se daban cuenta: 1) Malformaciones. Los labios leporinos y guaguas con seis dedos son las más comunes. 2) Siameses. No se dejan ver en las ecografías y están condenados a vivir juntos. 3) Mellizos o gemelos. Tampoco se dejan descubrir en las ecografías; son difíciles de criar por su alta conexión psíquica. 4) Asfixias e infecciones. Que el bebé venga ahogado con el cordón umbilical o no quiera salir del vientre materno y requiera cesárea. 5) La posibilidad de que a la matrona se le resbale la niña de las manos y se golpee contra el piso. 6) La lejana pero probable posibilidad de que sea una guagua poseída, porque puede nacer justo a las 6:66 de la mañana, y esas cosas no se deben tomar a la ligera.

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Cuando se dio cuenta que la lista de complicaciones podía crecer hasta el infinito, se autocensuró con fuerza, todas las cosas son más probables de ser ciertas si es que se las piensa. Y ella no quería que fueran ciertas, así como tampoco quería pensar en la desgracia, aunque esto le era difícil de evitar. El colectivo la dejó en Chacabuco con calle Simón Bolívar, desde ahí enfiló caminando por esta última hacia el sur, atravesando Pedro Montt, Victoria, Independencia y Avenida Colón. Todo a paso ligero hasta ingresar rauda por Hontaneda, hasta el área de maternidad. En el hospital, Javier Gómez salió de la sala de parto a su encuentro, le dijo que ya era abuelita; la bebé nació sin novedad, pesó 3 kilos y midió 47 centímetros. Puede entrar, le avisaré a la matrona y vuelvo para que vaya a ver a la Yesenia con la Pascale. Se introdujo por un pasillo tras dos puertas rectangulares de vidrios empavonados. Sara esperó sentada junto a otras personas del lugar que, por sus rostros, intuía, también esperaban noticias de otros nacimientos. La mayoría eran mujeres canosas, seguramente madres como ella, otros pocos eran hombres. Pasó una hora. Miró su celular y luego las puertas de vidrios empavonados donde se distinguían figuras humanas, ninguna atribuible a la del padre de su nieta. Salieron algunas matronas que preguntaron en voz alta por personas que estaban sentadas a su lado. Ninguna preguntó por Sara, aunque ella sí interrogó a una matrona que le pidió bruscamente que esperara con el resto. Ya hay una persona con Yesenia, le dijo, debe esperar a que salga y ahí recién usted puede ingresar. Sara miró disimuladamente a su alrededor, hizo como que revisaba algo en el teléfono y abandonó el hospital. Ya en la calle apretó los puños y miró con ojos vidriosos el camino que había recorrido para llegar. Parecía buscar algo dentro de sí misma, algo ramificado en una profundidad oscura.

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Regresó a casa. Esperó una micro en Pedro Montt y subió, iba vacía. El chofer recibió el dinero del pasaje y aceleró de golpe provocando que Sara alargara unos cuantos pasos por el pasillo antes de sujetarse y sentarse. Se acomodó en la mitad de la máquina, en el lado derecho, junto a la ventana. Dos cuadras más adelante la micro frenó repentinamente. Sara detuvo con sus manos y su cartera el asiento delantero con tal de proteger su rostro. En calle Quillota la micro recogió más pasajeros, entre ellos a una mujer de unos 23 años con ojeras tan marcadas que parecían moretones. Vestía un chaleco negro y se colocó en el asiento inmediatamente delantero al de Sara, que fue cerrando los ojos a causa del sueño, mientras miraba la cabellera castaña de la muchacha instalada al frente. Cuando los abrió, todo seguía igual, excepto que la muchacha ya no estaba. Se desorientó un poco al divisar que la mujer de ojeras marcadas ahora estaba caminando por la calle. La micro se encontraba detenida, Sara entendió que la muchacha había descendido del transporte y marchaba en dirección al CESFAM de Rodelillo. Cuando el vehículo iniciaba su movimiento con un pequeño retroceso antes de acelerar, alcanzó a verla saludando a un muchacho que realizaba gestos extraños llevándose los dedos índices a la sien. Inmediatamente después quedaron atrás, y los perdió de vista. Al llegar a casa, aprovechó de coser unos pantalones que le encargó una vecina. Aún no sentía hambre y los panes que llevaba en la cartera continuaban ahí. Se los ofreció a Rodrigo golpeándole la puerta, pero este no respondió nada. No quiso llamar a Yesenia y menos a Javier Gómez. Aunque después habló con ellos por teléfono, no mencionó su espera en el hospital, ni se atrevió a preguntar por qué se olvidaron de ella, acaso eso es lo que había pasado. Ninguno le explicó nada. Sara no volvió al Van Buren y en los días siguientes no hubo más comunicación. En el momento en que hablaron, sólo le dijeron cuándo volverían a casa su hija y Pascale, que le mandarían fotos de la niña y que esperara. 35


CRUZ

Dos quebradas, cinco poblaciones, una botillería enrejada más un almacén en la punta de una conurbación, dieron nacimiento a la iglesia Andacollo del cerro Ramaditas. Hace más de siete años había llegado de la Argentina el cura Juan Cruz para ser párroco de la iglesia principal del cerro. Él, extrovertido y de vocabulario desprolijo, supo llegar a los jóvenes entablando temas de conversación picarescos; sin escrúpulos contaba el anecdotario de cómo reprimió sus hormonas para ser sacerdote. Su carisma, además, cayó bien a las ancianas madres de los adolescentes del barrio, al delatarles las conversaciones sin sello de confesión que tenía con sus hijos, y aconsejándolas qué hacer cuando la situación era más oscura que su sotana. Desde el arribo de Cruz, lo que fuera una antigua capilla, con el tiempo tomó una semejanza especial con la de un búnker: rejas altas, un cristo cercado de alambres púas y un crucifijo más elevado que los tendidos eléctricos. Durante el día era el templo parroquial de Ramaditas, pero, desde las 20:30 de la noche, el antejardín se transformaba en el estacionamiento privado del sector. Y desde la una de la madrugada de los días miércoles, por el pasaje Andacollo competían autos noventeros en un tramo que desembocaba en la ruta 68. Don Pedro, un borracho inofensivo, llegado el 2009 con el cura, era el san Pedro de la puerta principal. Vivía en un container azul, en la esquina del antejardín. Solo se alimentaba de papas fritas, pan amasado y vino en caja; y rezaba con los retos del cura por no recibir la mercadería en el horario correspondiente. Don Pedro reconocía las intenciones de cualquiera que ponía un pie dentro de la parroquia. Desde los mojigatos que van a misas y bingos, hasta los que necesitan hora para entierro o para enterrarse.

Por Paul Castán 36

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“Papitus”, palabra que repetía constantemente y que luego le valió de sobrenombre, además de ser el portero, cubría las necesidades del jardín y ocasionalmente era maestro de construcciones simples. Las casas aledañas no se excluían del aspecto hermético y metálico de la iglesia. Amplios portones ocultaban los hogares y bulliciosos perros las custodiaban. Yo vivía con mi madre al lado de la vulcanización que estaba frente al templo. Ella se asentó en ese lugar después que el convento contiguo de la capilla cayera con el terremoto del 85. Nunca superó su etapa de novicia, a pesar de que me tuvo a mí después de un clandestino amor que la enfermó de una soltería fulminante.

“No son na’ weá mía esa’. El cabro nació huacho”. No obstante, dos años después consiguió ganársela al ofrecerle una gruta de la virgen de Lourdes afuera de la casa. Recuerdo que Papitus maestreó el lugar durante una semana completa bajo el asesoramiento del cura. La gruta era sobria: una figura de yeso mediana, de tonos celestes y amarillos pálidos, con un cofre de piedra para guarecerla, y un enrejado para que los perros no la orinaran. A los meses iniciales de su estreno teníamos en la casa un montón de hojas de cuaderno con oraciones transcritas y cartas solicitando favores divinos. Un tiempo después, percibíamos un sueldo de diez mil pesos con las ofrendas que dejaban en los floreros.

En el cerro el cura era popular, pero “La Sor”, como le decían a mi madre, era igualmente célebre por el pan amasado que vendía en la punta diamante de Santa Elena; además de ser sacristana fines de semana y festivos, y presidenta del club del adulto mayor “Las Estelitas”. La Sor, antes de Cruz, por la flojera del párroco anterior en más de alguna ocasión la vieron celebrando misas, bendiciendo llaves de autos y sacando el empacho a las viejas que no se lo quitaron de niñas. De cierta forma, para ganarse a todos los devotos del cerro lo primero que hizo el cura fue ganarse a mi madre.

Yo comencé a sospechar porque después de oír el tubo de escape de los autos que corrían a mitad de la semana, los perros continuaban ladrando en señal de que la noche seguía despierta. Nunca opté por levantarme a ver, pero siempre los días miércoles la gruta amanecía trajinada o con la estatua de yeso ligeramente fuera de su ángulo. Me había dado cuenta porque siempre los miércoles entraba temprano al instituto, y solía persignarme con gestos mínimos frente al monolito. Sin embargo, mi madre nunca

El primer año de recién llegado, Juan Cruz no había obtenido la simpatía de La Sor por no ir a ver a una miembro enferma de “Las Estelitas”, y dejarla morir sin la extremaunción en una casa abandonada del pasaje siete. Por otra parte, su estrategia juvenil no sirvió conmigo, porque en el momento en que le dije que era homosexual no hizo nada más que entregarme un escapulario y una mirada de cuerpo entero. Supe que cuando le fue a contar a mi madre de esto, ella solo le dijo con su acento rústico y severo

Juan Cruz y Papitus tenían un negocio de venta al por mayor, con un sistema de trabajo muy simple: Papitus recibía y el cura traspasaba, mientras el dinero se dejaba como ofrenda en secretaría. Los depósitos los hacía el mismo cura; y en el caso de la gruta, levantaba la figura de yeso y dejaba la mercadería amparada por la estatuilla de Lourdes para que los días miércoles la pasaran a buscar los compradores de las carreras de autos.

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le dio mucha importancia a ese desorden, más le significaba cuánto dinero, diariamente, se recaudaba en los floreros.

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El comercio del cura se abrió posterior al haberse ganado la venia de mi madre. Una de las características de La Sor fue ser la comadre de todo el cerro, y el megáfono ideal para pregonar entre personas de su mismo rango etario “los milagritos del argentino” –como le decía–. A pesar de que el rencor no le permitió olvidar la falta del cura con su amiga del pasaje Siete. Solo así él se hizo famoso en La Isla de San Roque, lugar donde las angustias se multiplicaron con su ayuda. El cura tuvo grandes éxitos, y todos nos beneficiamos de aquellos. Las canastas familiares entregadas por la parroquia eran un estipendio fijo todos los fines de mes para más de cien familias en la zona; grupos misioneros juveniles de personas que nunca pensarían venir a estos lugares fueron financiados para construir mediaguas; y la población evangélica descendió bruscamente en el cerro. Mi madre admiraba al cura. Pero por su carácter contradictorio y testarudo, no hallaba la hora de encontrarle alguna pifia. Después de cuatro años vino la ocasión fatal. Uno de los autos que competía el día miércoles chocó de paso con la gruta y un poste. La virgen se hizo pedazos, y un polvillo blanco salpicó partes de la casa y la calle. Todos salimos. Papitus le decía al aturdido chofer del auto que se fuera lo más pronto posible. El cura salió con una manguera a regar la calle. Mi madre llamaba a carabineros. Papitus se desesperó y se puso a llorar. Yo me quedé mirando cómo el cura trataba de frenar a La Sor para que no llamara. Y cuando llegaron los carabineros se descubrió que la gruta era más que un símbolo de veneración.

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Una semana después todo el cerro estaba asomado a las ventanas mirando cómo iban y venían las patrullas, y cómo se llevaban a Papitus y al cura dentro de un carro policial. Durante más de un mes no se oficiaron ni misas ni celebraciones dentro de la iglesia. Se había apagado la vida habitual del cerro. Dando paso a otra rutina, la de los narcos que buscaban desesperadamente a la persona que sopló todo. Mi madre fue a la primera ceremonia después del arresto del cura y Papitus. La mataron a plena luz del día mientras iba a dejar mercadería y ropa usada para un evento caritativo que iban a hacer en un futuro no muy lejano. Dentro de la iglesia, a horas de que se diera a conocer la pena carcelaria de Papitus, recuerdo la salida triunfante del cura Cruz para oficiar la misa fúnebre, y las palabras iniciales de su prédica: “Juan 14; del 3 al 4: Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”.

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PURGATORIO1

Hace un par de años me enteré de que la calle paralela a mi casa se llama Plutarco. Es decir, creo haber escuchado el nombre e incluso haber pasado por ahí un par de veces cuando llegué; lo que no sabía y entonces descubrí es que Plutarco era un escritor griego. Escribió principalmente biografías y se desempeñó a juicio de muchos como un historiador importante pero un tanto inexacto en cuanto a citas o referencias. Me llamó la atención que en la mitad de su vida le haya sido concedida la ciudadanía romana luego de llevar a cabo múltiples viajes y amistades cerca del primer siglo d. C. La calle ulterior a Plutarco dirección arriba se llama Virgilio. Lleva su nombre por un poeta romano que vivió mucho antes que Plutarco, alrededor de cien años. Entre sí no guardan mayor relación que el Estado de Roma. Aunque Virgilio tras conectarse con Curioman abre dos pasajes posibles: Torquemada u Horacio. Este último coetáneo con Virgilio y citado un par de veces por el anteriormente nombrado Plutarco, fue también un poeta romano bastante influyente. Me fue dado a conocer por V, que vive en Torquemada pero viene todos los días a la cancha frente mi casa a pasear a sus perros. Yo transitaba por ahí a diario y ellos, al verme, tanto más se convertían en lobos. Un día mientras bajaba V me llamó a conversar un rato; ahí, tras callar a los perros y presentármelos, nos hicimos amigos. V ganaba dinero reciclando chatarras o haciendo fletes con su camioneta, por eso se me hizo bastante creíble cuando dijo que su vida se basaba en el carpe diem. Con él conocí todo el cerro estando de copiloto; en esos viajes desprendí gran parte de su personalidad y con ello la importancia que tiene, una vez en los límites del pavimento, caminar –o que tenía para conseguir

1. La versión aquí presentada, aparte de tener corregidos ciertos

Por Tomás Pérez 42

aspectos formales, no tiene mayores aportes en relación con la historia.

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los materiales que él buscaba. Compartía con Horacio, aparte de vivir el momento, el gusto, cuando era joven, por escribir poesía. Aunque le daba pavor vivir tan cerca de ambas calles, en su humildad permanecía escribiendo. Lo más curioso, me decía, es que de toda la gente que conozco acá ninguno es poeta, siendo que esos están por todos lados. Estaba errado. No intencionalmente, claro; esos pequeños errores eran lumbreras del Alzheimer que tendría años después. Había poetas en el cerro, y varios. De ellos no me compete hablar ahora; sin embargo, cabe mencionar que todos vivían más abajo que él y de hecho, mucho más abajo que yo. Supe que existían tiempo después de su muerte. Posterior al velorio, si bien no conocía a nadie, hablé con un caballero ciego que al irnos chocó conmigo sin querer; al rato me comentó su trayectoria en el rubro, nombrando entre otras cosas, un intento de revista hace más de 40 años. Me mostró –en su casa, ubicada un par de callejones bajo la mía– los primeros tres poemas que leí de V, escritos sobre unas hojas al borde del desgrano. Esos tres poemas más un par de manuscritos y sus perros, es todo lo que quedó de mi amigo. Por sus apuntes me enteré luego de que había vivido en la mayoría de las calles del cerro, aunque en la que mayor tiempo pasó fue en Plutarco. Se inmiscuyó tanto en los escritos de aquel griego que sus textos desde entonces tienden a la biografía de personajes o a historias sobre este lugar. Mientras más se alejaba de la poesía, más arriba vivía. Por lo mismo suelo pensar que su negación para con los poetas de acá era a propósito. Sin embargo, en las últimas hojas puede leerse repetidamente una frase de Plutarco, fácil de encontrar en el libro Vidas Paralelas, que dice así:

“(…) habiendo yo de escribir estas vidas comparadas, en las que se tocan tiempos a que la atinada crítica y la historia no alcanzan, acerca de ellos me estará muy bien prevenir igualmente: de aquí arriba no hay más que sucesos prodigiosos y trágicos, materia propia de poetas y mitólogos, en la que no se encuentra certeza ni seguridad.” Me gusta pensar que murió feliz.

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REVISITA AL PURGATORIO2 Después de dejar este lugar años después de creada mi carrera como poeta, he vuelto esporádicamente a visitar a una que otra amistad relacionada con el ámbito literario. Conocí posterior al funeral de V a todo un círculo arraigado en estas calles que se dedica a la poesía; los cuales, si bien suelen verse seguido por estos lares, formalmente realizan una vez al mes una tertulia. He asistido a ellas con un gran interés guiado, principalmente, por la especie de devoción literaria que tienen de esta ciudad y el anonimato que guardan frente a la escena poética porteña. Aunque aquella esfera ocupa gran parte mi tiempo, el motivo principal de volver acá no guarda un fin meramente literario sino también uno nostálgico, pues los lugares donde se realizan las reuniones o la casa de V (donde habito el par de días que vengo), logran acercarme a ciertos momentos de mi juventud cuando los versos, inspirados únicamente en este lugar, nacían

2. La visita se enmarca alrededor de diez años después de la publicación del primer texto.

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uno tras otro, ignorando aun la pobre situación económica que tenía entonces. Las casas atolondradas entre sí tienden a quitarme la privacidad a la que acostumbro, evocando una sensación de cercanía; sus materiales sumamente rocosos me alejan de este lugar, al mismo tiempo. Es ese término medio, propio del miedo y la certeza, el que me hace volver. Son las ruinas; ese sonido que cruje al caminar sobre la madera, paso tras paso; el ir y venir de los resortes en esta cama deshollinada a más no poder; o quizás son las balas, que zumban la tranquilidad con la que intento escribir durante la noche. Muchas cosas rompen la atmósfera que intento crear para apuntar el lápiz. Siempre surge de modo paralelo el recuerdo de V, acaso como pago por usar este lugar que le costó décadas de trabajo. Cada vez la silueta, sin embargo, tornase más borrosa, y el silencio, ahora aumentado por la ausencia de sus perros, es eje refractante. Su figura ha tornado más en un mito que en la idea de amigo que guardaba tiempo atrás. Es probable que la lectura y el respeto que guardo de los pocos manuscritos que dejó –hice decenas de copias; las llevo a todos lados– hayan dilucidado los recuerdos juntos. Con leerlos en voz alta conseguí olvidar su oralidad; tras interpretarlos y analizarlos –he tenido la tentativa de corregirlos, incluso– solo consigo potenciar mi voz, dejarle en segundo plano. Tal vez pueda, en esta ocasión, lograr que hable por sí solo; permitir que emplace el discurso con la potencia de la primera lectura.

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Después de quedarme varias semanas aquí, mencioné en la tertulia mensual que hacen los poetas la existencia de otro manuscrito de V. Este, en comparación con sus antiguos escritos, tiene un estilo más cercano al diario y lleva en el principio una dedicatoria (detalle inencontrable en otros escritos de V). Mi nombre, mezclado con cierta declamación posterior no evita que, aparte de tener ciertos consejos hacia mi persona, contenga una teoría respecto a cómo se formó una generación de poetas en Chile. Quizás mencionarlo de tal forma fue lo que generó reacciones distantes. La respuesta no tardó en volverse científica-académica y lo primero que se juzgó fue la fiabilidad de tal escrito (si no fuera por la existencia de personas que le habían leído directamente, muchos lo hubieran ignorado bajo la duda de si la letra pertenecía a V). Aun en los pocos que se tomaron el manuscrito en serio persistía el interés de asegurar su procedencia, por lo que –y quizás arriesgándome a no ser recibido nuevamente–, preferí no dejar una copia en sus manos. Tras elucubrarlo bastante en los días posteriores, me permití plasmar aquí acaso el resabio más sincero de mi amigo, pues creo lleva una dirección más cercana a lo que me comunica. Ya que, si bien explica el comienzo de una generación, denota cómo, al mismo tiempo, muere otra:

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3. Este manuscrito es una copia del escrito original encontrado, casi por azar,

años después de la muerte de V, mientras ojeaba minuciosamente los libros

guardados en su casa (fue hallado, específicamente, en Prosas profanas y

otros poemas de R. Darío). Actualmente se encuentra en estudios a fin de

determinar su datación.

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no vale la pena mencionarlos diré que me robaron la colección de los surrealistas franceses la de los metafísicos ingleses más libros que llevaba escribiendo años y aún no publicaba (me

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cabros chicos puteros hubo siempre pero pensé que maricones no eran

chica y las latas no llegaban ni a la mitad de donde están ahora ahí vi a un par de huevones mientras salían con una maleta cargada de huevás de mi casa y corrí me acuerdo más que la chucha hasta que pillé a uno y cagado de miedo lo vi mearse frente a mí y me pidió disculpas y que no fue su idea y que lo habían obligado y perdón y que lo respeto mucho y yo el muy huevón le rompí la nariz y dejé que se fuera

un viernes era me acuerdo bien volvía de los 7 espejos por ahí por la cancha cuando era más

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la atinada crítica y la historia no alcanzan

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creían querían cambiar con unos versos cagados la ficción de entonces

así viajaban desde santiago los jóvenes cabros chicos agrandados juntos salíamos mientras

y creé una generación malagradecida de poetas que plantados en mi casa ahí donde vives tú pedían libros sacaban comida leían mis cosas con el subterfugio de crear literatura la mejor la más grande enigmática que haya podido salir de los vericuetos un cerro este país

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escucha el canto de los pájaros un sonido imberbe de plumas un palpar constante: la mirada de frente a tus ganas de callar

sobre los pájaros

1/7/52’

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aquí arriba no hay más que sucesos prodigiosos y trágicos, materia propia de poetas y mitólogos, en la que no se encuentra certeza ni seguridad

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A D.3


4. Al igual que mi nombre, el de B fue inventado (y reducido)

a fin de mantener el anonimato.

5. Fragmento ininteligible.

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los vi arder entre la maleza seca de tantos versos entonces procuré a la primera lluvia olvidar la caída perecer en el agua en la comodidad de sus grietas conocí los callejones las (…) 5 encontré el llanto después de cada colina de cada nodo

habité en B4 más de lo que ella habitó en mí sus huesos su risa su ruidosa voz migajas que alimentaron el hambre años yacían petrificadas en mis cuadernos hálitos sucios y borrosos de tanta tierra

no siempre será verano, procuraos cabaña

transité por la acera residí de verdad la tierra y nació junto a mí en lo baldío un laurel y la su la sombra me acopió y el trabajo los días sucedieron

su voz retumbó en las rocas en la encina nada trajo consigo más que la desilusión más que el érebo más que parir la ambigüedad retratar en sus brazos el silencio

me situé con ella en la orilla de este lugar creí fugaz ociosamente poder vivir en el centro de este juego en el purgatorio de la ciudad acaso creí vislumbrar las cenizas de los cerros tocarlas empaparme de mentira de la vaga suciedad que cae en los días nublados

caminé años completos por otros lugares pero el amor su voz me devolvió acá

***

sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad

***

después mi casa tabernáculo hediondo tan cerca de la bohemia se me hizo intratable

después un huevón de acá de valparaíso se les unió y obviamente su primer libro fue EL libro pero a mí no me movió ni un pelo porque TODAS las huevadas las había escrito yo tallerista de mierda

no vale la pena mencionarlos no vale la pena mencionarlos después de eso nacieron sus primeros libros fueron una mierda ya ni me acuerdo de sus nombres tampoco fueron la gran huevá

dejaron los huevones (lo único) los poemas de homero y lo poco que tenía de hesíodo)


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no me alcanzan vuestras miserias, ni puede prender en mí la llama de este incendio

***

y el incendio las llamas soterrañas esculpen labran una figura y los adoquines pálpalos el fin está ahí la ceguera el llanto el oprobio se dibujan y la luz nace emperdigada de mentira cree epífana en el relieve el brillo el símbolo calcado en la acera pero no huye ahí está lo plano lo llano el símbolo flotando calcado sobre el aire sobre nada y las puertas abiertas par en par te llaman huye

y en vano recuerda la noche los callejones cerrándose variando hacia el cerro cierre la luz amarilla semiopaca entintando las latas la herrumbre mira se diluye en las puertas entrecerradas abiertas hacia abajo la oscuridad opaca tenue calibra con el fuego

*** sálvate que el viaje el transcurso te sirva

se secarán estas ramas acaso lo único vivo de ellas: un crujir en la noche silenciará

fuego

1969-70’

***

B permaneció en mí aunque no por mucho tiempo B se fue después de un terremoto entonces fue la noche que quedó conmigo que habitó conmigo fue la noche el caos quien me mira miró y mis perros con su aullido llenaron la oscuridad mermaron el frío no fue la poesía no fueron estas letras


UNA NIÑA CON SU FRENTE PEGADA A LA VENTANA

La micro se adentró felizmente al cerro por última vez en su jornada. El chofer estaría listo con su recorrido antes de tiempo. Esperaba terminar más temprano para ver el partido con su familia. Van solo tres pasajeros. Uno de sus asientos acoge a dos de ellos; una hija con su madre. Con la frente pegada a la ventana, los ojos de la niña exploran el cerro anochecido. Decide hacer una lista de cosas que cree poder distinguir a muchos, variables, y de vez en cuando 0 kilómetros por hora. ¿Cuántas de estas serían dignas de entrar al cuestionario para su mamá? 1.-Un gato naranja y triste durmiendo en una banca. Mañana lo podríamos pasar a saludar y darle comida y un collar de lana y una caricia. 2.-A ti, pasando el rato en los escalones de una casa que no es tuya. ¿Qué estás haciendo ahí? 3.-Un hombre en un paradero que soñó que iba a aparecer la micro que lo llevara a su hogar. (El chofer, con sus ojos en el futuro, no lo pudo ver. De todos modos, esta micro solo lo acercaba a su casa, al igual que todas las demás). 4.-Una casa, ¿sin puerta? 5.-Un jazmín sin nadie alrededor que lo pueda oler. ¿Su aroma es real, aunque no haya ninguna nariz que lo sepa? ¿O solo existe cuando hay un percibidor que lo confirme? ¿Existes, jazmín, ahora que no hay nadie, ni una niña con su frente colorada pegada en la ventana, cuyos ojos te sepan? ¿Y tú?, que estabas ahí en los escalones de una casa que no es tuya. La micro acelera. 6.-Una puerta, ¿sin casa? 7.-Su papá entrando a una botillería. ¿Era él? — ¡Mamá, parece que vi al papá!

Por Isabel Peña 54

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—No creo mi amor, él debe estar ocupado trabajando a esta hora. De cierta manera, la hija entiende mejor de eso que su mamá. Ella sabe: su papá no está ocupado; es ocupado. Incluso cuando aparentemente no lo está. Como cuando ve tele. O juega candy crush. O les dice a las pequeñas caritas de su teléfono que no está para nada ocupado y que deberían juntarse. Ella tiene prohibido molestar a su papá ocupado; pero no pregunta por qué. La micro avanza rápida y cuidadosamente. El chofer aprovecha un semáforo enrojecido para avisarle a su hijo lo poco que le falta por llegar a la casa, la mucha hambre que lleva, y lo que estima suficiente para que compre en la botillería frente a la plaza. Él está tranquilo con la idea de que su hijo salga por la plaza de noche; tanto ésta como todo su pasaje están muy bien iluminados. El semáforo cambia y el chofer le obedece con un entusiasmado acelerón. La frente de la niña se despide del vidrio (ahora empañado). Sus manos abren paso curiosas entre el pote vacío de yogurt con granola y el casi vacío de arroz con kétchup, hasta que pillan entremedio un rectángulo de cartón. Al sacarlo, confirma ser el calendario de Piolín (ahora arrugado) que le había comprado la mamá en el viaje de la mañana. Sus ojos lo estudian e identifica en él al pajarito amarillo, un corazón destellante, un cielo estrellado, y símbolos misteriosos, en blanco. — ¿Qué dice ahí, mamá? —Dice: «¡Gracias oscuridad,

— ¿Por qué dice eso? —Porque, aunque las estrellas sigan ahí en el día, solo la oscuridad de la noche nos permite verlas —responde la mamá, que se da cuenta de que, aunque le resultara obvio, era la primera vez que vestía a esa idea con palabras. —Entonces, ¿no se van a otra parte cuando sale el sol? — ¿Están aún ahí, la mayoría de estrellas? ¿Siguen existiendo, independientemente de que esta niña no las sepa? —No, aunque no las podemos ver, están ahí por siempre. Y en los lugares que son muy oscuros se pueden ver muchísimas más. — ¿Más que acá? —Sí. Pasa que acá no se ven tantas porque las calles están demasiado iluminadas —Al decir esto, se asoman en su mente algunas de las noches que presenció durante su infancia en el campo, donde no había establecimientos gigantes de brillo potente que contaminaran la oscuridad con luz. Continúa: —Donde yo vivía cuando niña, la Vía Láctea resaltaba de tal manera que ni siquiera tenía que buscarla para saber dónde estaba —Ahora, mirando por la ventana de la micro al cielo, cae en la cuenta de que no la ha vuelto a ver más, y de que aquellas noches con tales estrellas fueron un lujo del cual su niña no solo carece acceso, sino también conciencia. Tras bajar la vista de lo que ahora le parece un paisaje incompleto, observa a su hija estudiando el calendario. Se da cuenta de que su cielo nocturno es un cielo parcial, y de que la luz es un velo (ahora cosido a la noche).

que bellas estrellas das!».

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—¿Esta acá la Vía Láctea? —pregunta la niña, tocando el cielo de fantasía tras Piolín. —Estamos en ella. Así que sí. Está ahí, y acá, y allá afuera también —responde la mamá, tocando el cielo de verdad tras la ventana —. Solo que escondida a la vista. La oscuridad nos da acceso a cosas que a plena luz nos resultan invisibles. Es una lámpara. La madre arropa su noción antes fría por carencia de atención. ¿Acaso tiene sentido? Se pregunta también, a la vez, el otro pasajero de la micro, un joven de espalda empapada en iniciales PDI amarillas que va sentado un par de asientos tras ellas. Mirando desatento el camino, piensa en esas iniciales y en las decisiones que lo llevaron a vestirlas. Se pregunta si su versión del futuro las seguirá llevando, porque siente que su versión del presente ya no puede. Recuerda al hombre frío vertido en el piso que tuvo que conocer esa mañana. De alguna manera, recuerda también a las personas futuras recostadas sobre pisos enrojecidos que tendrá que conocer en adelante; y espera que su futuro yo llegue luego y pueda reemplazarlo. Espera que encuentre la manera de poder cargar el peso de esas letras amarillas en la espalda. Al partido le falta poco por empezar, la micro se apura profesionalmente. Los bares se llenan, las calles se vacían, y se hacen los fuegos de las parrillas. 8.-Una viejita con una flor silvestre en su sombrero y un gran bolso cuadrillé del que se asoman varias ramas curiosas. Lleva la Vía Láctea escondida en el bolsón. ¿Habrá un trocito también dentro del pote vacío de yogurt con granola?

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9.-Un gran perro amarillo sacando a pasear a su humano para que se distraiga. ¿Qué pensaría mi princesa, que es tan chiquitita, si conociera a ese perro? ¿Sabría qué es lo mismo que ella? 10.-Una parka abrazada a un semáforo. 11.-Una tienda de la que destaca un cartel pintado a mano con escolares jugando. La hija pregunta qué dice en él y la mamá le alcanza a leer: “Se venden uniformes para niños verdes”. ¿Cuáles serán los niños verdes y a qué colegio los mandan? El chofer, al tanto ya de lo poco que le falta, siente poder saborear el vino tinto, oír la vuvuzela y ver frente a sí las chispas de la parrilla bailando y desapareciendo entre el humo. —Mamá, cuando nos bajemos, ¿podemos contar las estrellas y ver si encontramos la Vía Láctea? —Bueno. Eso sí vamos a contar solo las más brillantes. La niña sella el trato revelando contenta su dentadura parcial, dejando a la vez que Piolín vuele mecido suavemente al piso. A tan solo un paradero de su hogar, la mamá se prepara para bajar de la micro maniobrando cartera, lonchera, e hija en brazos. Su índice va al timbre. — ¡Mamá, espera, mi calendario! —La mamá se agacha a recogerlo y la niña se da un suave cabezazo accidental contra la ventana. La micro para. 12.- A ti, ¿de nuevo? ¿Qué estás haciendo ahí?

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CANTO ALEMÁN

I Miguel se levantaba todos los días a las ocho de la mañana, preparaba té chai con pimienta y leche, y se sentaba a leer durante aproximadamente dos horas en un pequeño cuarto con vista a la bahía. La forma curva le recordaba el busto perfilado de una mujer, y sentía palpitar el chakra muladhara en la parte inferior de su estómago. La lectura de Hesse lo llevaba muchas veces a revivir aquel encuentro en Suiza, y la imagen del hombre alto y flaco, vestido con una túnica de lino blanca, resplandecía entre medio de las páginas que volteaba con tranquilidad señorial. A veces miraba la foto, guardada en un cajón, en la que él aparecía de pie con un bastón, mientras Hesse a su lado, sentado en una silla, lo observa con ambas manos posadas en los muslos. Cuando la lectura se bifurcaba más allá de la hoja, miraba el mapa de la Antártica colgado de la pared del fondo del cuarto, rayado y con coordenadas, que se asimilaba al globo de un ojo con resaca. Miguel consideraba a la mujer que lo cuidaba como la portadora de toda la energía que hacía funcionar su vida. A veces veía en ella a la misma Saba, pero como él mismo se decía, era solo una aparición momentánea. Además, encontrarse con Saba era un drama, un enorme dolor de alma, y su actual situación personal estaba lejos de eso. El país, en cambio, ya no era lo que él recordaba. Los valores se habían perdido. Las ciudades que conoció y en las que vivió tenían ahora otra fisionomía; transfiguradas para peor. Pero Valparaíso se mantenía más reacio a los cambios, anclada en su pasado cosmopolita. Por eso había decidido comprar la casa. Santiago ya le era ajena. Acá encontró tranquilidad. Por las noches, a veces Miguel se acordaba de la guerra. Una guerra que debió ganar, pero que terminó en un completo

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desastre. Las incursiones en pleno frente oriental se mezclaban con una visita a la casa de un húngaro en medio del bosque. Allí dejaba fluir su francés, mientras que el húngaro le respondía en

De la mano de Pablo llegaron dos mil exiliados al sur del continente americano. Casi todos recalaron en el puerto de

alemán. En la cabaña tomaban vino, comían pan negro y hablaban hasta altas horas de la madrugada. Había más gente en aquella casa en el bosque, pero sus rostros no alcanzaban a cuajar. Sólo el anfitrión se materializaba, aunque de forma etérea. Su ropa mojada llena de barro se secaba junto a un fuego crepitante, y los fusiles recostados custodiaban la puerta de entrada. Aquella noche no consiguió conciliar el sueño, desvelado por una tranquilidad aparente, demasiado artificial para cerrar los ojos.

Santiago o Argentina. Aquel viaje de treinta días, surcando el océano por encargo y convicción, apenas aparece en los recuerdos de Pablo. Atrás quedaba un continente a punto de estallar, aunque ya había dado los primeros chispazos que auguraban lo que vendría. Muchos años después, Pablo compraría una casa en el puerto de Valparaíso. Muchos años después, Pablo volvería a escuchar los silencios, las conjuras, los nudillos en la madrugada.

Valparaíso. Algunos se quedaron en la ciudad, otros partieron a

III II A veces Pablo se acordaba de la guerra. Pero esta guerra hablaba español, y Pablo nunca se alistó en ningún frente. Distintas imágenes se agolpaban en su cabeza de piedra: una de ellas transcurría en una calle de la capital, mientras le leía un poema a un amigo mexicano. Las sirenas comenzaban a sonar, la gente comenzaba a correr, pero ellos se mantenían estáticos, con la seguridad de que las bombas que sobrevolaban sus cabezas ya habían caído. La guerra que rememoraba Pablo no era de sangre, era una guerra auditiva. La tensión al escuchar el silbido aéreo descender sobre el espacio, estallando en algún lugar aleatorio, demasiado veloz para reaccionar. El murmullo en los callejones, todo como una gran conjuración. Los golpes de los nudillos contra la madera en la madrugada. El sobre rasgado con los cables diplomáticos plagados de instrucciones y averiguaciones.

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X solía caminar a lo largo de la avenida Alemania por diferentes motivos, todos ellos banales, pero el principal es que nunca había mucha gente; a lo más hombres solitarios paseando perros, o un par de turistas que se aventuraban fuera del circuito típico patrimonial. Hace pocos días atrás lo hizo acompañado de un amigo, L. Se juntaron en la plaza Bismarck, compraron unas cervezas, y se pusieron a andar con la idea de llegar a la cancha Pérez Freire, un poco más allá de la subida Ferrari, para ver un partido de fútbol amateur. Cuando pasaron por fuera del consultorio Mena, L se detuvo y señaló una casa. Era grande, por sobre la avenida, de color cremoso y con vigas de madera al descubierto pintadas de blanco. Para acceder a ella, había una escalera, cercada por una puerta con barras de fierro con formas geométricas, sobre la que había un pórtico de piedra y sobre este, una alta reja por donde se colaban unos arbustos pinchudos que hacían de cerco eléctrico, o

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eso al menos le pareció a X a primera vista. Se quedaron un rato mirando, X sin saber bien en qué fijarse y L contemplando la casona

Continuaron caminando por la avenida Alemania y L empezó a contar su historia. Una historia más bien confusa, donde

con las manos en los bolsillos. Tenía pinta de estar abandonada,

esgrimió sus antiguas ideas, sobre todo aquellas relacionadas con lo esotérico y lo ocultista. En eso estaban cuando a lo lejos divisaron la casa de Neruda, que también está a pasos de la avenida Alemania. La casa colorida, con forma circular, como la proa de un barco, contrastaba radicalmente con la de Serrano, más bien

pero no porque estuviera descuidada o a punto de caerse, sino más bien porque algunas ventanas estaban chapadas. L entonces dijo que esa era la casa Miguel Serrano; el nombre le sonaba de algo a X, pero no se le vino ninguna cara a la mente. Serrano fue una de las principales figuras del Movimiento Nacional Socialista en Chile, dijo L. Al parecer incluso fue a combatir en algún frente perdido en Europa. L no se acordaba dónde, quizá Ucrania o Hungría, y no hay la certeza de que eso sea realmente cierto. Quizá solo dijo que había combatido, buscando rodearse del halo heroico que brinda la barbarie. La guerra es por excelencia el tiempo de los héroes y los poetas. X le preguntó porque sabía tanto de Serrano y cómo estaba seguro de que esa era su casa. Con su dedo índice, L apuntó un símbolo en la reja del cual no se había percatado. Era un círculo dentro del cual había una especie de estrella de ocho puntas. Esta circunferencia a su vez estaba dentro de un cuadrado y en cada esquina había una runa armanen. Esa es la runa sig, dijo, la misma que usaban las SS en sus grises uniformes. Y como sabes tanto del tema, preguntó. L titubeo unos segundos y respondió: “cuando tenía quince o dieciséis años era neonazi, me juntaba con los pelaos de Villa Alemana, leíamos a von List, Otto Rhan, y también salíamos a barrer pankis”. En alguna época, contó, veníamos los 28 de febrero a esta misma casa, por la noche, y hacíamos una serie de rituales en su honor.

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sobria. Se pusieron a imaginar entonces un encuentro fortuito en esta misma avenida, cincuenta años atrás, entre Serrano y Neruda; ambos comprando pan en algún almacén y saludándose o quizá sentados en el mirador Camogli contemplando la bahía. Neruda con su boina y Serrano con una chaqueta de cuero negro. Existe una foto de Serrano con Neruda, tomada en la India, que data de la década de los cincuenta. Pero en ella ni Serrano está con chaqueta de cuero ni Neruda con la boina. Ambos visten unas túnicas coloridas. Serrano mira con ojos penetrantes hacia la cámara, como haciendo un gesto más allá de la misma foto, mientras que los pequeños ojos de Neruda observan algo atrás del fotógrafo que se ha perdido para siempre.

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CICATRICES

Hundiré la daga en mi pecho, dejaré salir lo que hay dentro. Desgarrando mi centro en dos, liberaré lo puro y sensible, lo débil y absurdo, absolveré al sol de invierno/ el ángel negro. Cuando ya cerraba la segunda puerta; el segundo tiempo y periodo. Cuando el fin de la era se acercaba, te vi. Llegué a tu canto de brazos abiertos como quien llega donde siempre estuvo. Me quedé convencida de algo que ya no. Castigada al poner mis ojos por delante, hipnotizada por la luz que no es sol si no su expresión en las ventanas más altas de los cerros y el artificio de colores en los subterráneos húmedos y sofocantes. Todo lo entregué en esos espacios, guiada por la angustia de sentirse irreparable; como el mar la ciudad y todas sus manifestaciones, eternamente sucedida, eternamente renovada, eternamente repetida como el formidable y antiquísimo oleaje de las multitudes y las muchedumbres hambrientas. Los aventureros sórdidos, sin brújula, exponen el pellejo imprecando al alma de las cosas a las que recurre el destino precario y yo, todo lo comprometí. Todas mis casas apuntaron al este, cubierta por las sombras la mayor parte del día, me volví un parásito que vive en penumbra, como las bacterias, soy de la basura. Necesito que el sol llegue a quemarme, que seque toda la humedad que guardo dentro. Mantener vivo el fuego interno es irónicamente difícil en una ciudad que arde cada tanto, pero, así como el viento aviva, también apaga. Cansada de las sombras decidí escalar. Atravesando rutas serpenteantes lo vi todo desde arriba y ahora me derrito. Si sujetara mi cabeza en este momento, mis manos cruzarían mi cráneo como a un charco de barro espeso. Tengo una piedra en el fondo que acaba de caer. La cresta de la ola que ha formado es un zumbido profundo y punzante. Lo que es adentro es afuera y esta ciudad está maldita, gobernada por los ciclos. Todos los caminos de todos los destinos de la tierra van a dar al mar, como cicatrices de un pasado salvaje que vuelve a su

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esencia los días de tormenta. En tu interior puedo sentir la energía en potencia, la sabiduría de rendirse y dejarse llevar. Abrazar el abismo; el único camino es pasando a través. Parada en el borde no tengo miedo a la muerte porque sé dónde voy. Cantando, llorando, bramando caí rodando mundo abajo hasta llegar a tu innumerable arena. Por primera vez en mucho tiempo puedo verte desde otro lado, en la oscuridad de la mañana; bajo la luz opacada de los postes en la niebla. En el plan desierto; solos: sin necesidad de nada. Entender la dimensión de lo amargamente bello. El clamor del horror aúlla en el corazón de todo lo hermoso, como toda certeza que viene con un sentimiento, sentí algo cuando escribí esto por primera vez. Puedo ver la inmortalidad herida. El destino marcado con cuchillo. El plan es la cloaca donde todo decanta. Cuando por estas calles entre el mar como a orilla de playa. Cuando dejemos de navegar la juventud perdida. Cuando el palo mayor del puerto mayor se desgarre. Blandiré la daga, la hundiré en mi pecho.

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KIA

Esa noche tenía que dormirse más temprano de lo común. Se venía mucho movimiento en la madrugada, y las piteadas de una cola que encontró en una cajetilla de fósforos le ayudaron a capear la ansiedad. Se fue al patio. Los niños estaban por acostarse, buscando alargar las últimas cucharadas del ulpo. La madre los reta. No pueden comer tan tarde, les dice medio gritando. Y lo guarda, hay que hacer silencio. Según los cálculos, a las dos y media debe levantarse. Puso el despertador al otro lado de la pieza, lamentándose, imaginando cómo sonaría interrumpiendo los sueños que no recordaba. Entonces un ¡Negro!, acompañado de un codazo, hizo que destapara los oídos y escuchara la alarma. Se levantó tiritando con la piel de gallina, se puso tres capas de ropa y preguntándole a la Negra buscó el gorro. A ver dónde está el kiwi, se decía mientras aún luchaba por despabilar. Aquí está el bueno pa la vitamina C, que estaba bajo una servilleta, pelado. Salió de la casa con el cuaderno en la mano. La gata estaba por ahí, en el quinto sueño, y el furgón lo esperaba atacado por el insomnio. Mauricio agarró un paño y limpió por dentro apresuradamente su parte del vidrio. Ya ni lo saludaba para empezar la jornada, la calefacción no funcionaba. Aún tenía olor a pintura, hace poco había dejado de ser amarillo y ahora solo tenía una franja negra a los costados, quitándole las posibilidades de convertirse en transporte escolar para evitarse bromas en la feria. El furgón partió al primer intento. ¡Vamos Papá!, dijo celebrando. Se frotó las manos dejando afuera el frío y partió. Era la única pana que tenía, no partía altiro, o la única a la que le daba importancia el dueño anterior, porque además de eso se le colaba

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el aire por todas partes y había que ponerle candado a la puerta trasera por “mayor seguridad”. De todas maneras, después de un intenso regateo, solo fueron ochocientas lucas.

vas a poder comprarte más cosas, le repetían sus padres. Así fue, y no es que hayan sido pobres pobres. Pero, con cinco bocas y cuerpos

Bajó el cerro probando las capacidades del furgón y aprovechando lo vacío de las calles. Llegó al plan. Era la primera vez que ocupaba este viejo vehículo para su trabajo, el anterior lo había chocado un fin de semana donde venía con los copetes encima. El desbutal estaba bajando, el alcohol comenzaba a patear y su copiloto de sábados por la noche apenas se mantenía despierto. Aun así, lograron salir vivos y sin multas. Esta madrugada se había propuesto comprarles a los camiones que les vendían a los puestos del mercado para después revender en la feria de Viña. Se bajó respirando profundo. El furgón más helao que la chucha el weón, le comentó al colega que descargaba papas. Para después correr, conseguirse un carrito, entrar en calor y comenzar la pega.

Al pequeño Mauricio le gustó aportar con paltas, a todos sus hermanos les gustaban. Y cuando pudo comprarse su primer par de zapatillas, alucinó. Su maestro, que soñaba con ganarse el kino, siguió confirmando la filosofía diciendo: la plata no hace la felicidad, pero puta que sí ayuda.

*** Hace no mucho había logrado independizarse. Logró hacerse de ahorros, conseguir un préstamo con una tía para terminar de armar su capital y convertirse en su propio jefe. Todo lo hizo con miedo, mientras su segunda hija venía en camino. Era el momento de dar el siguiente paso en su vida. Nunca había pensado que ese momento llegaría tan pronto, al final, era mucho más cómodo hacer de ayudante. Por suerte, o tal vez gracias a los pitos, logró proyectarse a largo plazo. Entonces, tuvo que comenzar a recordar para generar el mapa mental que debía seguir. La cosa había empezado a los dieciséis, cuando se subió por primera vez al camión de su tío para ayudarlo los días de feria. Porque tener tu platita es distinto,

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que alimentar y vestir, las cuentas se complicaban un poco.

Mauricio sabía de precios, gastos y ganancias. Conocía también algunos errores que debía evitar. El resto, era lanzarse y enfrentarlo solo. Compró un plasma de cuarenta y cinco pulgadas. Cambió el piso de la casa. Y les hizo un buen regalo de navidad a los niños. Todo esto el primer año. Desde ahí fue que comenzó a resonar en su consciencia el apodo el pibe de oro. Una extraña forma de rellenar el sueño frustrado de ser futbolista. Ahora solo podía ser el Messi de las verduras. *** Buscó todos los camiones que pudo y llevó cajas hasta el tope del furgón, con las manos congeladas por el metal del carro. Lo hizo rápido, como siempre, casi tenía un doctorado en el rubro, y como jugando al Tetris, terminó de ordenar todo. Encajó la última caja de tomates en el asiento del copiloto, y subió a servirse desayuno en el pequeño negocio que abría más temprano. El mercado estaba despertando y comenzaba a amanecer. Un Barros Luco y… dijo, dudando sobre qué tomar. Y una cañita de vino por favor.

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Partió a Viña. El furgón va muy cargado. Se queja en cada curva y el olor a barro, lechugas, frutas y cajas sucias lo marea. Los pernos resuenan desde que comienza el trabajo como si se fuera a derrumbar antes de llegar al Mercado. Y, claro, si fue rezagado a ser usado como camión de carga, cuando su primer cometido pensado desde las oficinas surcoreanas fue transportar niños. *** Pero [Comienza a calentarse el sistema] repito… ¿No ven que tenía asientos atrás? ¿No logran ver los hoyos que quedaron en el piso por los pernos? Si por ahí se cuela el frío. Que un topo cubierto de grasa me los haya sacado es otra cosa. Las marcas permanecen en mí como garrapatas y aún me recuerdan las aspiraciones que seguí. Pero las vacilaciones del primer cliente me valieron lo que tengo y aquí estamos. [La temperatura bajó, Mauricio tuvo que meterle más fuerza para agarrar el cambio] Tengo una pequeña colección, es que mi memoria está fallando, pero aquí va un comienzo. Por qué chucha no parte al tiro esta weá… Silencio. Ya empezó de nuevo, si esta cagá mete los cambios cuando quiere. No, no, ya me bloquié, dejé la cagá en el cuaderno. Luego viene un pequeño desarrollo y le estoy buscando un final. Para la próxima ida al mecánico tiene que estar terminado. [Los cambios ya no están duros, va en cuarta] La pega me tiene chato, como dirían en la pega. Se suponía que yo tenía que aguantar niños que pesan como treinta y cinco kilos, por ahí [No lo sabe, nunca ha transportado niños]. Abrirles y cerrarles la puerta. Aguantar los saltos y gritos en grupo animando el viaje. Quién le robó el sombrero al profesor y vamos cantando. Consolar llantos. Para que después se me trabara la

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puerta, alguno que otro vomitara y preocuparme de que el olor se haya ido para la siguiente jornada. *** Pasaron tres minutos, la curva la tomó muy rápido. El furgón lo sabía, como siempre. Patinó un poco hacia la izquierda, iba tan pesado que se ladeó y por suerte no volcó. El corazón lo sintió de golpe en la laringe. Quedó mirando en dirección contraria. A él y a su estómago, se les fue toda la confianza que les había dado el desayuno. Por suerte, no venía nadie, lograron partir en primera y seguir el recorrido. Lento, cagado de miedo, pero a salvo. *** Manzanilla, y la mamá quería mellizos. Culpemos al pobre furgón. Como si me manejara solo con piloto automático. Pero te cuento que no eres el único, Mauricio, cuantos más no han pasado por esta humilde cabina. De olores no soy muy entendido, pero por los pájaros que andan comentando dicen que la lechuga fresca y el barro no son la mejor fragancia. Y lo dice un furgón, qué le queda a mi tío. Menos mal no dormimos juntos, te encargo los gritos que te escucho desde el patio. Es verdad que las cosas últimamente no han estado muy bien. Yo no sé cómo comunicarte las mil cosas que he pensado. Sé que tu compra me dio unos últimos suspiros pensando en que las cosas pueden cambiar, y sigo resistiendo de a poco las idas al mecánico de calle Seis que mucho no tiene de profesional. Pero este último tiempo me ha hecho pensar en los trotes que puedo aguantar. Convengamos en que la vida no está muy buena y a pesar de que existe el trabajo nos lamentamos, te escucho,

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y te creo las mil y una cosas que te aguantas y no le comentas a tu señora esposa. Lo lograste, tus hijos están bien, dos cambios de luces para consolarte. He escuchado por ahí que las pastillas no hacen muy bien, pero yo sin pastillas de freno no sirvo así que tengo mis dudas. Lo único que sé es

cuento de vejez. Intenté leer la serie del Toyota y no tenía número. Yo sí, termino en Besta con un par de dígitos, estoy seguro que hay un dos punto algo, no recuerdo muy bien. El mil novecientos noventa y siete es solo para entendidos, el nombre es lo único que el mecánico no va a poder cambiar.

que has estado tomando muchas y las guardas en la guantera. Cálmate, si me caliento rápido y los frenos no te pasan es porque si seguimos en quinta para arriba y para abajo no vamos a llegar a buen puerto.

*** Semáforo rojo. La primera cuesta meterla y en los movimientos bruscos resuena el perno que cambió el mecánico hace tres semanas. *** Aún sueño con mis recuerdos. Recién salido de fábrica, reluciente. El aire de mi interior no se escapaba por ningún agujero. Mi calefacción funcionaba en todas sus direcciones. No me llenaban con cajas de verduras manchando todo. Mis asientos intactos. Recuerdo un motor que no roncaba. Vueltas interminables sin agitarse, pero sin darme cuenta las subidas empinadas comienzan a cansar, y sin entre tiempo ya estamos a esta altura del partido. Y casi se me va. La otra vez vi, hace no mucho, un furgón nuevo, pasábamos por Pedro Montt, por la tarde. A lo lejos lo divisé medio borroso metiéndose a la pista, cuadrado, gris, entre gordo y ancho. Era Toyota y el weón como si nada, ningún ruido. Harto feo el hombre, pero partía y tenía un semblante que te lo encargo. A tres semáforos por la recta se me paró al lado. Me sacaba una rueda de altura y como tres de ancho. Hace poco me pintaron y lo usado no se sale ni lavando las manchas ni los pedazos de stickers. Hay una cuestión de metales, y ahí ya entramos en otro

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RADAR

El puerto en la llegada del Vengador. La imagen de un barco extravagante en Su arquitectura de tiempos de guerra llegando al nuevo punto de destino. Lo que observo en el inexistente recibimiento. Las personas en su permanencia y de nada extraño se percatan. Los sonidos de la escena portuaria siguen emitiéndose. Los pájaros en su continuo ejercicio de cagarse sobre las calles y la libido en aumento. El calor y la luz fuertes en placas de gas del cimiento que hierven, por lo que el mendigo al pisarlas salta sonidos de metales monedas al suelo, el pene oscuro y largo revolotea en medio de pelos negros, cabritas cayendo recién compradas y de los ojos detrás de lentes oscuros de una mujer rubia que se detiene y se da vuelta antes de que pare de rebotar los últimos cien pesos. Los universitarios en marihuana y turistas en inmensas extensiones de cámaras al cuello, llevan consigo una expresión de calor: con un dedo redondean el cuello de las poleras moviendo la cabeza de un lado a otro. Caminando en el ejercicio de acercarme a las gaviotas sin que vuelen y el viejo en sus gritos por paseos en lanchas vomitadas, la tripulación del Vengador se deja ver y entre los marinos está Bijou con las manos en los bolsillos del pantalón. Hace pocos días leí en Radar una entrevista hecha a este marino. Le preguntaban por su nombre y en un español afrancesado dijo que no era difícil, que solo es Biyú. También fue sujeto de cuestión el propósito del viaje y él se limitó a soltar una risita. El teniente Seblon lo miraba desde la altura y lo que había ante mis ojos era la idéntica imagen que añadieron en la portada de la revista. Cuando la compré hace ya tres días me preocupé de leerla lo antes posible. Me senté en la Aníbal Pinto y escribí sobre lo que transmitían las fotos.

Por Diego Mesina Cortés 78

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Seblon miraba los atributos de Bijou con los que soñaba cada noche, los músculos y sus relieves, los dientes amarillos que le daban un aire de náufrago, el pene, aplastado por el pantalón blanco y que lograba encontrar después de tener la vista dibujando la forma del calzoncillo y se decía: ahí debe estar, descansando de aquel último puerto, ya preparándose, latiendo, creciendo de a poco, oliendo… La tripulación en fila empieza a bajar del barco. Uno detrás de otro. Oliéndose las nucas el sebo lo picante. Algunos se dirigen a la fachada principal de la Armada en Sotomayor. Otros ven con especial aburrimiento las estatuas del medio de la plaza y no hacen caso a las palabras de personas que les recomiendan comer en los locales en que trabajan. Sigo caminando en el intento de seguir al grupo en el que está Bijou. Quiero leerlo. Saber dónde deja las manos y los brazos cuando conversa, si los mantiene en suspensión, unidos por la espalda o por el cinturón, o si tiene la personalidad de cruzar los brazos a la altura del pecho. El día en la rotación de la tierra el sol ilumina distintas fachadas. Nuevos edificios crean sombra y el tiempo, el tiempo no avanza esto es obsesión. Los marinos en el agotamiento de calles cercanas mismos colores crean imagen total del puerto con apenas unos minutos. Las fotos en preguntas de chicas que piden ser retratadas acompañadas de la belleza de los uniformados que inician su vuelta al Vengador. El tiempo un reloj mental en la sincronicidad que les hace mover las piernas y dirigirse a sus lugares. Sotomayor en las ocho entradas observo cómo ingresan grupos de tripulación asomándose por las esquinas. Arman dos filas —una a cada costado de la pasarela— dejando espacio para la entrada triunfal de Bijou al barco.

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Desde el momento en que Bijou pisó la madera entrando al Vengador, compañeros se le acercaban. Mario por un lado y Roberto por el otro le sacaban la ropa sin que detuviera el paso. Primero fue la polera blanca entallada y siguió caminando hasta que se sentó en la entrada de las habitaciones sosteniendo la mirada hacia las paredes. Cuando fue el momento del calzoncillo, el teniente Seblon se acercó y cerrando los ojos empezó a sacarlo con ambas manos al mismo tiempo en que Bijou le quitaba la gorra y la ponía en su cabeza. Descansaba sentado completamente desnudo en el asiento en que antaño moldeó a su forma. Se podía oír y ver cómo la sangre circulaba por sus venas con una velocidad furiosa. El vértigo se apoderaba de él mientras sentía que afuera se perdían los colores con la llegada de la oscuridad. Antes de entrar a los baños meditaba para no dirigir la virilidad contra los marinos. Las duchas abiertas y compartidas, duchas que nunca paraban de ser limpiadas a manos de un viejo que trapeaba y que llevaba en el torso desnudo una cantidad inconmensurable de piochas perforadas. En el instante en que el agua caía en forma de gotas desde las orejas de Bijou, ingresaron dos hombres con un rectángulo de oro en donde él apoyaba el pene que latía en un ejercicio inmortal. SE CONTRAÍA SE RELAJABA EL NÚCLEO SE FORMABA. SE CONTRAÍA SE RELAJABA EL NÚCLEO SE FORMABA. SE CONTRAÍA SE RELAJABA EL NÚCLEO SE FORMABA. Bijou se asombró que en este puerto hubiesen espacios dedicados a lo que él predicaba y no fue necesario salir en busca de chicos ya que todos se concentraban mantenían suspendían dentro de un local que en las afueras con letras de neón se nombraba como SAUNA PACIFIC. Gracias a la luz roja que predominaba no supo qué era sangre, saliva

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y flujos y su culpa disminuyó. Al salir del lugar, desde el pene de Bijou colgaba una nada despreciable cantidad de secreción seminal después de haberlos embestido. Luego de que entraron al Vengador, nada supe de la tripulación entera hasta que compré la siguiente edición de Radar. En donde un tal Martín —en vez de transmitir la suerte del puerto por recibir a este barco—denunciaba sin ningún corazón la visita de un marino de aquella tripulación a un “lugar recreacional para hombres”. Mi imaginación en saber quién o quiénes fueron los afortunados que se cruzaron con él en la noche. Puedo decir que siempre he estado en el lugar preciso. Es algo que me caracteriza. Sé leer los momentos y las jugadas. Puedo verlo—en este caso a Bijou— y saber de antemano que iría a sacarse el veneno y que no sería suficiente con el sauna sino que conocería o intuiría que lo que buscaba se centraba en un lugar de reunión mucho más aleatorio y abierto y que entrega mil posibilidades: el cine porno. De esos hay en todo el mundo y Valparaíso es el mundo. Lo que se encuentra en París Buenos Aires Tokio Nueva York también lo encuentras acá: el deseo el encontrar el jueguito la mirada el entregarse. Salí de la función menos caliente de lo que esperaba. Entré al baño perdiendo el equilibrio y entrecerré los ojos para asegurarme de que era Bijou. Mi nariz en la inhalación de una mezcla de olor a humedad, eucaliptos y desinfectante. Su presencia había cambiado. Los distintos lugares cambian la forma en que te acercas a una persona. No era el mismo que en la foto de la revista o caminando en grupo. Lo vi por el espejo el reflejo las manchas del vidrio. No alcancé a sostener su mirada. El cuello de la camisa la tenía amarilla mojada. Comencé a mear. No quería darme vuelta

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a mirarlo. Luego me vi en un éxtasis total: se acerca toma el olor de mi cuello la piel se me contrae se me corta el meado. Supongo que yo tampoco había pasado desapercibido vigilándolo desde la tarde. La suposición el leer entre líneas lo es todo. Entra un chico golpeado drogado sacándose el pene antes de quedar en el urinario. Gitano medio rubio cara estirada deja caer un escupo que antes de mezclarse con el amarillo le resbala por la punta del glande queriendo pertenecer ahí. Bijou se va. Me veo en el espejo mojo mi cara siento las palpitaciones del corazón en las venas del cuello. Salgo está apoyado en el dispensador de bebidas. La luz que emite la máquina le dibuja de rojo los pómulos los pelos su presencia. Sostenemos la mirada descubro la noche. Nunca creí en la frase la belleza quema hasta este momento. Me da la espalda sabe que lo sigo. Sus pasos rápidos en el escape de la cadera un poquito a la derecha se deja admirar. Dobla a la izquierda hacia el callejón sé a dónde vamos. La entrega de unas monedas en el aviso si alguien se acerca la chica que le falta una pierna que viste de lana se queda mirando si sale algo más que oscuridad. Toca mi cara en el ejercicio de ir descubriéndola de ir moldeándola a su deseo suelta la risita que supongo es una parecida a la que se le escapó en la entrevista. Nunca tuve menos miedo en el sonido de las balizas de los pacos acercándose en la gratitud hacia la maquinaria represiva por poner de rojo azul esta escena la cara de Bijou su respiración agitada. Mi existencia en la vista hacia el cielo nubes iluminadas por sinfín de postes eléctricos por luna llena por la lengua que siento mojar mi cuello que peina mi barba con saliva que termina de subir al mentón llegando a entrar en mi boca. Quedo sin respiración mi cuerpo no es tiempo. La noche el puerto tampoco es obsesión es transformación es movimiento.

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LA TUMBA DE TOPP COLLINS

Es de noche y tengo la sensación de haber estado caminando por años, entumido en medio de este amplio recinto descampado, donde podré encontrar tregua a los pensamientos que me asedian hace ya tanto tiempo. El césped sisea arremolinándose en ondas con un olor húmedo mezclado con tierra, las siluetas de los árboles se mecen como enormes arañas. Tejiendo, atentas a cada uno de mis movimientos. En el cielo no hay astros que brillen, solo la luna con su palidez estática arroja algo de luz sobre el viscoso y verde mar de Playa Ancha, prolongado más allá de los muros que me rodean fundiéndose con la negrura del cielo. Escucho el oleaje romper a los pies de un acantilado, retumbando con un eco sofocado y distante, cuyo pulso me sume en un trance momentáneo; me dejo llevar por los sonidos adentrándome más en aquel letargo. Repentinamente una sensación de incomodidad hace que vuelva en mí, un escalofrío recorre mi espalda, doy media vuelta rápidamente tratando de racionalizar mi preocupación, no hay nada más que una loma desierta. Debido a la exaltación he llevado velozmente mi mano a la cintura en busca de mi arma, esta noche su peso me hace falta, me siento vulnerable y ridículo en partes iguales. Me asomo por sobre el hombro para ver el mar una última vez, ya más tranquilo subo por el sendero de la loma. Solo mis pasos sobre la grava resquebrajan el silencio,

Por Vladimir Morgado Merchán 84

creo ponerme en evidencia, agudizo el oído para no pasar por alto ruido alguno. A un lado del camino y apoyada en una muralla que delimita el recinto, una figura pequeña llama mi atención; se trata de una animita. Entre esa penumbra vibrante, hacinada en aquella zanja, resiste con sus ladrillos rotos y a medio fraguar. ¿Cómo un gesto tan vano puede significar tanto a la memoria del otro? El recuerdo es tan frágil como esta escueta construcción, una vez que desaparece solo quedan restos. Me detengo un momento para asimilar esta confusa visión de destellos mortecinos.

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Al contemplarla noto que no hay ningún nombre inscrito en ella, hecho que me extraña al ver la cantidad de ofrendas que ostenta; velas, cartas, fotos y paños. ¿Sabrá alguien siquiera el nombre que alguna vez debió estar inscrito aquí?, ¿vivirá aún el sentido original de esta animita? Parece que en su lugar ahora solo ciertos rituales le dan dudosa vida a este pequeño santuario. He alcanzado la cima, donde encuentro gigantescos bloques de piedra, repletos de lápidas con nombres en ellas. Vastos pasadizos se extienden entre monolitos repletos de cadáveres. Inimaginable sería la superficie necesaria para enterrar a los muertos de toda la Historia de la humanidad, y más aún a los que están fuera de ésta. Cada palmo de tierra, cada gota de agua, todas y cada una de las bocanadas del aire que respiro están impregnadas de muerte, y algún día yo también seré parte de ella. Con curiosidad y espanto, extiendo una mano para tocar el mármol, su tacto congelado me hace recordar que aún estoy vivo. El frío me quema la palma, consume mi mano, se extiende por la muñeca y recorre el brazo, entumido cierro mi mano para sentir cada uno de mis dedos endurecidos y secos, siento cómo el calor vuelve a recorrer poco a poco por mi brazo hasta la punta de mis yemas. Cada curva hace que me desoriente más en este laberinto empedrado. Se yergue en sucesivos nichos y criptas, pero solo una tumba entre todas termina por llamar mi atención. Con su lápida rota, alcanzo a divisar entre los escombros para percatarme de que en su interior no se haya ningún cuerpo. Debe de ser el lugar que buscaba, y que inconscientemente he anhelado, pero por algún motivo algo no va bien. Escucho algo muy leve, casi como un pensamiento, no puedo definir la naturaleza de este malestar, un escalofrío que recorre el aire murmurando. Desconcertado presto mayor atención, contengo el aliento para poder oír mejor, cierro mis ojos para concentrarme en aquel ruido esquivo. Una

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especie de melodía tal vez, una concatenación de voces inconexas, rumores que salen de entre las piedras, comienzan a tomar forma los sonidos, y la especulación me parece ya más una certeza. Del miedo paso al terror cuando escucho, con una potencia y nitidez absurdas, a alguien que grita. ¡¿DÓNDE ESTÁ?! Clama una voz lejana en una reverberación submarina. Oigo torpes ruidos de golpes contra la loza y la madera, provenientes de un terreno amplio que se extiende más allá de los nichos. El sentido común me incita a correr en la dirección contraria, mientras que algo innombrable me anima a dilucidar quién es el autor de ese espantoso alarido. Sé que si sigo mi búsqueda encontraré respuestas. Llego al borde de la última hilera de criptas y me adentro en este paraje de incertidumbre. El terreno es irregular, lleno de fosas, lápidas y alguno que otro arreglo improvisado. Logro distinguir la reja de madera de una cuna rodeando una sepultura, más allá un peluche y un par de zapatos pequeños. Tumbas muy juntas y de elaboración bastante acotada como para ser destinadas a adultos. De solo pensarlo se me hiela la sangre. Ya al final del terreno se hallan unos enormes árboles con sus ramas empapadas en negro, es aquí donde vuelvo a oír llamar a aquella voz carrasposa, ya débil y con cierto dejo de tristeza en sus palabras que se apagan en un murmullo. ¿Dónde está?... Logro divisar algo que se mueve entre las frondosas raíces de un árbol. Agazapado y con la ropa llena de barro, sacudiéndose los grilletes furiosamente con un movimiento brumoso. De pronto se detuvo y tornó levemente su rostro hacia mí. En la penumbra, aquellas facciones pétreas me parecen tanto grotescas como familiares. 87


— ¡JUAN QUIJADA! —vociferó, con una potencia que me caló hasta los huesos— ¿Qué estás haciendo aquí?

— ¡Cállate!, no le tengo que andar dando explicaciones a nadie, y menos a un muerto.

Enmudezco, no doy crédito a lo que veo, es como una

— Eres igual de culpable que nosotros, cuando decidiste abrir la boca, ya habían pasado varios meses —dijo con su voz asquerosa y una expresión de satisfacción en el rostro.

pesadilla, yo no he podido despertar. Ahora recuerdo, esta aparición es el motivo de mi visita, aquella figura deformada y espectral que se muestra ante mí. Sin duda alguna es él. Quien había sido mi obsesión en vida y ahora varios años después de su muerte volvía a atormentarme. — Fuiste tú, ¿verdad?— replica dando tropezones hasta donde me encuentro. Puedo ver su pecho herido echando humo entre sangre y cenizas, formando un rosario fúnebre que se degrada en el aire, la imagen exacta del momento de su muerte ha quedado plasmada para siempre en él. — ¡DIME DÓNDE LO DEJASTE QUIJADA! — No… tú estás muerto, no puede ser. — ¡DIME DÓNDE DEJASTE MI CUERPO! — ¡No tengo idea! —respondí firme, pero por dentro estaba aterrado. — ¡De seguro tú te lo llevaste! —dijo el espanto alzando sus manos por los aires, para luego cerrarlas con fuerza, haciendo sonar los grilletes podridos. Se acercó lentamente como queriendo acorralarme, entonces agregó: — Además de traidor eres un mentiroso. — ¡Yo no traicioné a nadie! Ustedes sabían muy bien en lo que se estaban metiendo. — Y tú lo sabías también, pero decidiste guardar silencio.

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— ¡No tienes ni idea de lo difícil que fue! Tú no eres nadie para juzgarme. ¡Ni el diablo quiere venir a reclamar tu alma, violador de mierda! Ahora que no están tus restos para que descanses, estás condenado Topp Collins. El ser inclina la cabeza levemente hacia adelante, ocultando sus facciones en la obscuridad y ya solamente puedo ver el resplandor de la luna fulgurando en sus ojos, con esa mirada insomne y delirante, de quien arrastra un sueño de eras y siglos, al no encontrar descanso nunca más. En esa mirada que condensa todas las sensaciones de esta noche, que me indica de que tal vez el que está condenado soy yo, antes incluso de haber iniciado la investigación. Con horror pienso que alguien más ya se ha llevado mi alma. Con un grito atronador, el espectro se retuerce entre la espesa bruma, con espasmos de rabia, difusos como si de una foto movida se tratase. Aquella visión de espanto me basta para dar media vuelta y alejarme lo más rápido posible. Mis pasos retumban en ruidos confusos, el roce de la ropa, del pasto, el chillar del viento reverberando en cada tramo de muerte, puedo oír como si los grilletes los tuviera atados a los pies; las sombras pasan a mi lado, no dudo ni un segundo en evitar dirigirles la mirada, estoy seguro de que algo me mira de vuelta. Cruzo el campo de lápidas a toda velocidad, temiendo encontrar la loza que tenga escrito mi nombre.

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LUIS EMILIO RECABARREN 234

Tuvimos la suerte que no tuvieron otros niños de nuestro tiempo: vimos quemarse nuestra escuela. Nos alegramos un montón, pero luego recordamos que el fin de curso era al otro día. No perderíamos clases. Cómo nos dolía no perderlas. En los recreos de aquella escuelita de cerro, a los niños mayores nos sacaban medio arreados al patio de abajo. Había que bajar una escalera larga para ir a jugar en la que, desde afuera, se veía como la celda de un fénix dormido, al asomo del fin del mundo. Vivíamos suspendidos en una jaula en medio de la quebrada en los recreos. No nos faltó nunca el aire. Ninguno desarrolló vértigo o temor por las alturas gracias a ese patio sostenido por palafitos, infinitos y oxidados en la espesura del cerro. Nunca supe de nadie que se accidentara en las escaleras de fierro, repintadas de verde por encima del óxido, en los más de diez años que estuve ahí. Todavía tengo recuerdos de los recreos cuidando de una carretera por la que solo pasaban camiones, que luego subían por Camino La Pólvora. De fondo, el mar hasta donde alcanzara la vista, separado del cielo por el horizonte. Entremedio, los pastizales y la mala hierba creciendo libre, sin cuidado, sin freno. Si hubo un basural en las laderas, nuestras mentes infantiles lo convirtieron en parte de la flora nativa. El incendio comenzó sin que ninguno de nosotros vigilara la quebrada. Encerrados en las precarias aulas de escuelita en lo alto del cerro Playa Ancha, allí donde los practicantes de pedagogía no se acercan por voluntad propia, percibimos, de pronto, el olor de las cenizas entre el del grafito y las hojas de roneo. ¿Cuánto tarda en incendiarse un cerro? Algunos dicen que depende de los pastizales, otros del viento. Nosotros lo supimos

Por B. S. Kei 90

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por las lenguas de fuego que crecían como las llamas de un caldero, desde el fondo, buscando alcanzar la celda de cemento y metal que nos sostenía sobre el barranco. Vivir en un cerro te obliga a acostumbrarte a oír aviones de CONAF pasar por encima, incluso a mojarte si estás demasiado cerca del foco. Dijeron que la quema ocurrió en la quebrada, la misma por la que el patio de la escuela se asomaba sobre el precipicio, como el fluctuar de la jaula de catitas que se ponen en algunos balcones. Los bloques alrededor de la escuela no tenían balcones. Para los niños mudarnos no es fácil. Vivir justo al lado de la escuela no lo había sido tampoco. Limitaba las excusas para no ir a clases. Ahora, si las llamas alcanzaban la escuela y los bloques aledaños, también se llevarían el hogar que reconstruimos. El apego que no tuvimos por algo que nunca fue nuestro, creció en nosotros como un brote de porotos enterrado entre cotones de algodón. Nos arrodillamos en frente de la única estatua de la virgen en el patio, a rezar la única plegaria católica que conocíamos desde guaguas: "Ángel de mi guarda, dulce compañía…". Las otras oraciones solo nos salían trastabilladas. Algunos niños lloraban porque tenían miedo de no volver con sus papás. El fuego aún no subía, pero el humo ya comenzaba a llegar hasta las salas; si el permiso no le hubiera sido negado a las llamas por el viento de verano, las brasas habrían avanzado hacia nosotros sin vacilación. Uno no mide el miedo cuando es joven, por eso íbamos hacia él como polillas a las flamas. Volaban tanto helicópteros como padres en busca de sus hijos. Otros miraban desde la cúspide de su ladera cómo ardían y subían las llamas por la quebrada. Demasiado peligroso a juicio de un adulto, pero una buena aventura para un

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escolar que aspira a convertirse en liceano de los institutos y colegios de Playa Ancha central, o del plan, si es que el cabro resultaba mateo y contaba con el apoyo de los papás. Sería una avecilla al volar más alto de lo permitido. Las llamas se reflejaban en nuestros ojos cristalinos. En cada borde de la ladera, otros niños y adolescentes contemplaban la separación de la tierra que formaba el cerro, desde donde el fuego comenzaba a subir por la pendiente. El crepitar de las brasas sobre las ramas de lo que alguna vez fue pastizal y mala hierba —por eso Forestín insistía tanto en que había que podarla—, ahora alimentaban el fuego y le daban la fuerza para subir el cerro. Como las cámaras no eran tan habituales como hoy, los pequeños incendios aún eran motivos de noticias entre las páginas de los diarios locales y los no tanto de Valparaíso. Aquella vez salimos en la portada de uno porque dijeron que la escuela se contaminó con el humo. Algunos guardamos el recorte de la foto y la breve nota que dedicó el periódico entre nuestras bitácoras y Pascualinas. Al marcharse los bomberos, o se ha acabado el fuego o ya no hay nada que hacer. Tuvimos la suerte de que ese día el viento playanchino cooperara con sus habitantes. Los que veníamos de los bloques más cerca de la quebrada regresamos en silenciosa procesión hacia nuestros hogares. Aún había luz de día cuando las llamas se apagaron del todo. La graduación se suspendía un día, anunciaron en la pizarrita de la escuela. Mañana, clases normales hasta las cuatro.

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VOYEUR

Mis lentes están cubiertos de agua. Los seco con el dorso de la manga, pero no tardan en volver a mojarse. Ya no son simples gotas escurriéndose sobre los cristales. Subo con la mirada puesta en los peldaños, lento, las suelas de goma no se llevan bien con el concreto mojado. Trato de enfocar los recuerdos de cuantas veces he subido la misma escalera, pero no puedo pensar con claridad. Alzo la vista, las formas se vienen encima; las luces de los faroles se alargan como índices apuntándome a la cara. Vértigo. Me siento en un peldaño y el agua no tarda en traspasarme el pantalón; se escurre por el último lugar seco de mi cuerpo. Restriego los dedos de mis pies y los calcetines chapotean. Algo se mueve sobre mi zapatilla. Acerco la cara estirando al máximo mi espalda. Un caracol. Arquea los ojos hacia mí, como si me mirara. Los sostiene largamente como si me recordara de algún lugar. Lo despego y deposito sobre la escalera, se va muy rápido, parece no tocar el concreto. Me quito los lentes, extrañamente veo mejor. Restriego mis párpados y sigo subiendo. Llego a una plazuela, pero la escalera continúa hacia la izquierda. Tengo espasmos de frío en todo el cuerpo y mi corazón roza la taquicardia. Me entra agua al oído, se oye como un murmullo detrás de mí. Restriego las orejas con fuerza hasta escuchar solamente la lluvia. Siento un aliento en mi nuca. Me doy vuelta y no hay nadie. Permanezco unos segundos con los ojos cerrados frente al plan y no demoro en recibir una corriente tibia en el rostro, también una buena cantidad de agua que me escurre por la cara. Una gota burla la pestaña y se esparce dentro de mi ojo. Parpadeo muchas veces, me cuesta enfocar la mirada. Veo mis manos, reconozco la línea de la vida y mis huellas dactilares. No estoy soñando, aunque las líneas tiriten un poco. La cara que siempre he visto en mi pulgar derecho ahora me guiña

Por Cristóbal San Martín Mancilla 94

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un ojo. Escucho otro murmullo. Siento como si alguien estuviera mirándome escondido en alguna parte. No puedo quitármelo de la cabeza. Quizás me está mirando de pies a cabeza, sabe que me inquieta y eso le gusta. Subo rápido los escalones, de tres en tres. Las rodillas me rechinan como bisagras, mi garganta empieza a silbar. Paso por fuera de una ventana y hay una luz encendida, al parecer la única a lo largo de toda la subida. Se escucha una tele. Por un momento olvido que estoy escapando de alguien y me acerco a la ventana. Me inclino con cautela y entorno la mirada entre los visillos. La tele está en estática, no hay nadie viéndola. Oigo una risa a mi espalda. Me doy vuelta y sigo solo ¿Una gaviota? Sube a mi garganta un reflujo y siento de nuevo el gusto del líquido azul raspándome las amígdalas. Trago saliva, pero el sabor permanece. Intento ir más rápido, pero la taquicardia es un hecho. Me afirmo de un poste y bajo lento hasta sentarme en un escalón. Cierro los ojos, me concentro en la lluvia cincelándome el rostro. Los golpes se traducen en palabras, como un código morse. Presto más atención y oigo de nuevo la voz del Frijol tal como hace una hora atrás. Te vai a pasar las medias películas, me dijo, recibiendo la plata. Va a demorar que te pegue eso sí, ándate pa la casa y te guardai de una. Me ayudó a afirmar la botella de metal, mientras yo abría el seguro con un alicate. El líquido azul comenzó a salir como la espuma de una bebida agitada. Rodeé rápido la boquilla con los labios y tomé hasta que dejó de salir. Un calor insoportable bajó contrayendo mi garganta. Tenía sabor a óxido y tierra húmeda. La garganta se me durmió al instante y pasó un rato hasta que volví a respirar con normalidad. Sentí los ojos del Frijol atentos sobre mí, sin parpadear, como si se hubiera ido por el momento dejándome sólo en su propia casa. ¿Qué tanto va a demorar en pegarme esto? Depende del cuerpo, pero siempre se demora, como una

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tripa, aunque se siente muy distinto. ¿Algún consejo, entonces? Que no te vaya a pillar mal parado no más, recuerda que todo es mental, ¿estai seguro que no te querís quedar acá? No gracias hermano, me gusta dormir en mi cama. No esperaba demorarme tanto. Tampoco contaba con la lluvia. Comienzo a sentir mucho calor. La taquicardia no para. Me cuesta respirar y comienzo a desesperarme. Todo es mental, me digo con voz de gurú. Cuento hasta diez, enfocando la atención en un árbol que no está aquí. Abro los ojos y por suerte ya dejó de llover. Estoy debajo del poste, la luz me encandila. Seco mis lentes, y me los pongo de nuevo. Miro el fierro que parece brillar y moverse muy cerca de mi cara. Entorno los ojos y logro distinguir caracoles moviéndose en círculos, pintando la superficie con puntillos de colores. Los tentáculos de sus ojos se agitan como las manos de una multitud. Muevo la cabeza para despertar y reanudo la subida. No queda mucho por subir. En el plan suena la sirena de los pacos. El eco atraviesa la noche y los perros comienzan a aullar. Cuento tres, cinco aullidos distintos. El sonido se propaga por el cerro y ya no puedo seguir contándolos. Recuerdo las historias de terror que contaban mis hermanas. Cuando los perros aúllan en la noche es porque están viendo al diablo que anda por la calle. Si te pones la lágrima de un perro en tu ojo también lo podrás ver. Ni siquiera sé si les salen lágrimas, pero me hubiera gustado intentarlo. ¿Se daría cuenta el diablo de que lo estoy mirando? Los perros siguen aullando a coro. Aquellos que estando de frente hubieran peleado, ahora lloran juntos hacia el cielo. Se acompañan en su letanía y yo voy subiendo solo. O eso parece. Un largo aullido suena en mi cabeza y un escalofrío se me atasca en la columna. Escucho de nuevo la voz del Frijol, aunque bifurcada en dos voces distintas y superpuestas, repitiendo sin cesar que no te vaya a pillar mal parado.

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La voz atrona como golpes en mis sienes y sólo se acalla cuando tropiezo y azoto la cabeza en los peldaños. Siento un goterón en mi frente. Estoy acostado a lo largo de los escalones. Mi corazón late con normalidad. No sé qué hora es. Me pongo de pie y limpio un poco de barro sobre mi rodilla. Ejercicio inútil, porque estoy todo embarrado. Quedan pocos peldaños para que termine la escalera y empiece la calle. Subo lo que queda, un poco inquieto, como si se me hubiera olvidado algo. Menos mal no me pasó nada tirado ahí. ¿Cuánto rato habré estado así? Poco, me responde el Frijol. Pego un salto. Ahora sí que se viene lo bueno, remata. Lentamente bajo la mirada hacia la calle. Sobre ella, deslizándose rápido hacia la otra vereda, hay cientos, miles de caracoles. El naranja de los postes se extiende sobre el asfalto en miles de luminarias babosas. Todos se dan vuelta a mirarme. Pierdo el equilibrio en el mismo instante en que vuelve a sonar la sirena de los pacos. Caigo de espaldas. La luz me da directo en la cara y me deja suspendido en el aire un segundo. Pero mi espalda y mi nuca no rematan en ninguna parte de la escalera. Entonces el negro. No distingo ni el contorno de mi cuerpo. Sólo escucho la baliza de los pacos sonar cada vez más alto, expandirse y rasgar mis oídos hasta volverse un murmullo. Es tu voz, dulcificada como antes, casi corpórea, como si tus mismos dedos volvieran a rozar mis orejas y hasta yo mismo pudiera alargar la mano para acariciar tu mejilla, y encontrar tu mirada fría diciéndome que es tarde, que siempre voy tarde, y las palabras dulces se tornen evasivas hirientes y amenazas. Oye cabrito despierta. Y yo sin contorno, y sin visión, escuchando de nuevo el murmullo de tu voz volviéndose la sirena de los pacos que estalla en partículas de aire que aguijonean mi piel. Y tus manos que aprietan mi cuello, heladas. Volviéndose mojadas, casi

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babosas. ¡Responde! ¿Qué estai haciendo aquí? Toscas, dándome golpes sonoros que van despertando mi piel y delineándome el cuerpo. De a poco, hasta volver a sentir mis extremidades debajo de las ropas. ¿Así que no hiciste nada conchetumare? Con tela tan apretada que se siente como pequeños choques de electricidad. Un poco de aire hacia mi cara y un golpe en mi pómulo y otro en el mentón acompañados de un aliento fétido. Déjalo tirao ahí no más, Ramirez, no se puede ni los pies. Y tu rostro, ya irreconocible, en un acceso de ira, hablando bajo la voz de otro. Nos va a vomitar todo el retén y vos vai a tener que limpiar. Con un rictus que a veces semeja tu rostro y a veces el de un hombre desconocido con una sonrisa de triunfo. Déjalo no más, si ya paró de llover. Que me mira hacia abajo y no puede contener un gesto de reprobación. Déjalo con la cara dada vuelta pa que no se ahogue. Ni una patada en la cabeza que me dure toda la noche. Déjalo. Demoro en distinguir las formas a mi alrededor, mi cabeza está fija y sólo puedo ver frente a mí un vidrio polarizado rodeado por bloques húmedos de concreto. Fuerzo la visión periférica hasta hacer doler mis ojos y apenas logro distinguir que la habitación parece ser un calabozo. Las paredes despiden humedad, como si escurrieran gotas de agua. Me cuesta respirar, tengo algo dentro de la boca y por el roce parece ser una goma. En el reflejo del vidrio distingo círculos sobre mi frente, como electrodos que me tensionan la piel. Siento lo mismo sobre mis sienes. Lo cables van a dar al vidrio polarizado. Detrás se escuchan risas. Un ruido seco de interruptor hace transparente el espejo negro y delata personas del otro lado del vidrio. Pareciera que vienen a ver una función vestidos de gala color verde. Cuento diez pacos. Nueve de pie y uno sentado frente a un computador. Todos me miran. Hace ingreso un sargento. Todos se cuadran a excepción del que está

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sentado tecleando el computador. Léame el protocolo, Ramírez. Este se pone de pie y obedece dando énfasis marcial a cada palabra. Día 13, sujeto 731. Se da inicio al análisis de perfil psicológico y criminal. Las caras detrás del vidrio asienten al mismo tiempo. Empiece con el historial de internet, Ramírez. El aludido teclea ansioso y con demasiada fuerza hasta el punteo final. Cargando datos, mi sargento. Siento una puntada en la frente, frente a mis ojos pasan muchas imágenes. Procesan mis redes sociales, conversaciones y búsquedas de internet. Recuerdo caras y momentos que se desvanecen al instante. Nada controversial, mi sargento. Entonces presione el modo incógnito, cabo Ramírez. Siento un alfiler en la nuca. Encuentran mi historial de porno. Todo el cuerpo se me electrifica mientras se suceden, minuto tras minuto, cada video visto a lo largo de mi vida. Mírenlo, se las tenía guardada el cabrito. Uno de los pacos se ríe y anota el nombre de un video. Este hueoncito ve más cosas que todos nosotros juntos parece. Reproducen un video, en mis ojos se matiza un escenario y sus personajes. Una mujer toca un piano y un enmascarado la mira detrás de una cortina. No me interesa la trama, Ramírez, adelántalo. La música es ahora los gemidos exagerados de la actriz. Esta rasguña la nuca del hombre y este, ya sin máscara, empuja contra ella. El cabo Ramírez se relame los labios. Otro se inclina y esconde una erección. Todos parecen tiritar, con la boca abierta. Harto rica la tonta, ¿eh? Ya, mucho, al menos no busca cómo hacer bombas. Pajero, pero no delincuente. El cabo teclea efusivamente. Iniciando análisis de comportamiento y hábitos, mi sargento, despliegue de datos. La cabeza me duele demasiado, me laten las orejas. Pero use un filtro de actividades, Ramírez, no me interesa ver cómo caga este hueón. Siento un hormigueo desesperante, la nariz me comienza a sangrar. Veo cada instante al mismo tiempo, en imágenes que retengo menos

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de un segundo y son reemplazadas por otras, algunas que nunca creí volver a ver. El sistema detecta actividad nocturna inusual, mi sargento. Este palmea entusiasmado. Descargue los datos y veamos qué hace el niño en la noche, Ramírez. Siento un picor en mi frente que comienza a extenderse por mi esqueleto. Iniciando descarga. La corriente me atraviesa hasta los pies, la goma en mi boca bloquea la espuma. Descarga terminada. El cabo lee los resultados. Ingreso a propiedad privada, espionaje con motivación voyerista, y delito contra la moral y las buenas costumbres. Reproduciendo muestra audiovisual, mi sargento. La cara de los pacos se ilumina al iniciarse el video. Mis oídos como micrófonos y mis ojos como una cámara para estos otros voyeristas. Veo mis pies dando pasos sigilosos, procurando que no rechinen las tablas de madera. Escucho el ladrido delator de un perro y mis miembros agarrotados de tanto correr. Escucho los gemidos y chillidos de personas conocidas y no tan conocidas a través de una pared. Hueón enfermo, dice el sargento, si supiera la gente que esté degenerado los mira y escucha cuando hacen sus cosas. Veo un camastro desgastado con una mujer que no eres tú, un cosquilleo en el abdomen que baja hasta mis piernas. Un llanto de culpa y las suelas de tus zapatos sonar cada vez más lejos. Qué se puede esperar si por lo que veo aquí el papá es otro enfermo. Va pa allá parece. Todo comienza a tiritar y el sargento da órdenes. Todos se van a excepción de Ramírez. Se acerca y comienza a darle masajes en los hombros. Por la pared del calabozo bajan caracoles y se deslizan por las rendijas hacia el otro lado del polarizado. Baja la cara a Ramírez y le ordena algo al oído. Ramírez desaparece un segundo y vuelve trayendo en sus manos muchos caracoles. El sargento toma uno en su palma y lo acaricia. No quiero ver esto. Doy vuelta la mirada hacia la pared, la pantalla está en todas

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partes. Cierro los ojos, sigo viendo lo mismo. Ramírez levanta los caracoles y los empuja dentro de la boca del sargento. El sargento nubla sus ojos y de su piel escamosa se filtra líquido a borbotones. Los ojos se le hunden, desapareciendo en su cara. Ramírez canta, acariciándole la cabeza. Caracol, caracol, saca tus cachitos al sol. Los ojos del sargento brotan de a poco. Se alargan firmes y Ramírez los frota con la punta de los dedos. Grito. Pido ayuda. Quiero que se termine. ¿Así que no te gustaba tanto mirar conchetumadre? La cara del sargento vuelve a la normalidad. Este hueón está enfermo, Ramírez. Clasifíquelo como delito menor y con vigilancia especial. Y mándelo de vuelta. ¡El siguiente!

cómo está! Bajo la vista. Mis pantalones y zapatos están cubiertos de vómito azul. ¿Vive por aquí? Meto la mano a mi bolsillo, mis lentes están quebrados. Sí, a dos cuadras. El anciano me acompaña a mi casa. Sorteamos los pocos escalones en silencio, no sé cuál de los dos camina más lento. Llegamos a la calle, me quedo mirándola durante unos segundos. Aplastadas sobre el pavimento varias conchas reciben la luz del sol. El anciano sonríe con tristeza. Pobrecitos los caracoles, me dice, aprovechan la lluvia para moverse más rápido y no falta el auto que les pasa por encima.

Ahora sí voy cayendo escalera abajo. Mi cabeza se estira como queriendo escapar de mi cuerpo. Siento que voy a morir. Me parece ridícula la idea del diablo o cualquier miedo que pudiera haber tenido. Los golpes del concreto en mi cara son como cachetadas de manos suaves y tibias que antes fueron caricias. Por un instante puedo ser muchas cosas. Soy quien me sigue por la escalera murmurando y riéndose de mi paranoia. Soy el diablo visto a través de la lágrima de un perro. Soy quien me patea y desfonda la cara a puñetazos. Soy la voz superpuesta del Frijol diciéndome te dije que te quedaras en mi casa. No sé si aplasto una rama o se me quiebra una costilla. Escucho otra voz distinta, sonora e implacable. La tuya. Pudimos haber sido felices juntos, pero tuviste que cagarla tanto. Mi cabeza choca contra un basurero y detiene mi caída. De nuevo al blanco, pero no pasa mucho tiempo. Afuera un ruido de autos y gaviotas. La luz del sol me rasca los párpados. Una sombra se atraviesa. Hijo, ¿está bien? Abro los ojos. Un anciano de terno gris, con una bolsa de feria en la mano. Sonríe. Me duele todo el cuerpo. Me pongo de pie y miro mi cara en el celular. Tengo cortes en el pómulo y en el mentón. ¡Pero mire hijo

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DEPTO. D-91

Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Estas nanas son tan re sordas por Dios. ¡M A T I! —¿Qué señora? Acomódeme las sábanas y tápeme bien para que yo pueda dormir mi siesta. Límpieles la caca a las niñitas y después me corta la torta y me deja los platos listos con 3 porciones de oblea en cada plato, 2 canapés, un trozo delgado de queque y un trozo chico de brazo de reina. Y si sobran cosas, me las guarda. No se esté comiendo nada que yo la voy a pillar y si la pillo no le pago. A las 16:30 llegan los invitados. Viene la Lucy, la Eda, la Angelita y el Eduardo vendrá un poco antes porque me va a traer unos dulces, pero esos no los sirva que esos son míos. Y no ponga la tele tan fuerte que necesito descansar porque anoche los ravotriles no me hicieron efecto. ¿Quién llama ahora por la chita? Vaya a hacer lo que le mandé y saque los diarios con caca del piso, porque la Oli se anda cagando en todos lados. ¿Aló? Ay, hola señora Angelita, bien, ay gracias, ¿no va a venir? Ay qué lástima, bueno, pero si quiere le mando un pedazo de torta con la Mati. No, no con la Mati de la joroba, con la otra que ahora se cortó el pelo tan corto y se ve tan re mal, yo le dije que tenía que ir conmigo al salón del Mauricio Araya, donde me hago la permanente, y no quiso porque dijo que la hija se ofreció a cortarle el pelo y que no podía gastar plata porque estaba ahorrando para ir de paseo con esa gente del club del adulto mayor del cerro donde vive. Esos viejos

Por Sofía Alarcón Ferreira 104

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andan llorando que reciben poca pensión, se la gastan en viajes y después dicen que no tienen plata para comprarse los remedios. ¿Me espera un poco señora Angelita? Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Debe estar echada viendo tele esta vieja ¡M A T I! —¿Sí señora Rita? En un rato más no se olvide de prender la radio, en la Congreso. Y ojalá esté don Eugenio González para que más rato usted llame y mande un saludo por mi cumpleaños, pero no diga mi edad, eso no se cuenta. Y ciérreme el ventanal del living porque corre mucho viento y me puedo enfermar. Y me limpia los lentes de contacto verdes que están en el botiquín del baño, porque no voy a recibir a mis invitados con ojos de mapuche. —Pero señora, el living todavía huele a ca… Eche Lisoform. ¿Aló? ¿Señora Angelita? Sí, le estaba dando instrucciones a la nana, cada día están más ineptas estas mujeres. Sabe que el otro día fui a Capredena y el doctor me dijo que tenía que ir a donde una psiquiatra, parece que las nanas me están provocando estrés. El doctor me dijo que tenía que hacerme exámenes porque estoy muy gorda y que no me estoy cuidando. Yo creo que voy a cambiar de médico porque yo me pese en la mañana y ya estoy en 72 y estaba en 73 y todavía no entiendo la ropa en las tiendas, sabe que en La Polar ahí en el pasaje Quillota

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tuve que comprar talla XXL, qué terrible señora Angelita, si ya no puedo comprarme ropa en Falabella porque no me entra y tengo que ir a buscar a esa tienda de tercera y tampoco puedo mandarme a hacer ropa a medida porque la vieja que me hacía costuras salió con que tenía esa cuestión de tendinitis y ya no quiere coser más, si es tan floja esta gente, si realmente estuviese enferma estaría recibiendo trabajos para tratarse la enfermedad en esa cuestión de Fonasa. ¿Si es que he ido al jardín del edificio? No, no he salido para allá, hay mucho viento y con esto de las enfermedades… si todavía no me puedo vacunar, así que mando a la Mati a que saque a pasear a las niñitas y yo me quedo acostada viendo el Mucho Gusto. Le tengo que cortar que voy a dormir mi siesta, por favor pida por mí a los monjes brasileños, que no me quiero morir y ojalá no tiemble, porque después del terremoto que le tengo pánico a esas cuestiones, si todavía me acuerdo cuando me quedé encerrada en el departamento y me cayó una lámpara encima. ¿Y supo que acá en el edificio quieren poner un cartel para apoyar al comunista de Sharp? No, terrible esa cuestión, la gente se olvida de todo lo que hizo don Jorge Castro por nosotros después del terremoto. Oiga no se olvide de poner la radio Congreso más ratito que Don Eugenio me va a saludar, yo lo admiro tanto a él, si todavía tengo sus cassettes de cuecas y lo pongo en la radio los días domingo en la mañana porque en su programa ponen unas canciones de las orquestas de Carabineros tan boni... ¡por la mierda este teléfono que se cae! Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaatiiiii.

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Con lo que le pago a esta vieja debería comprarse un audífono, tan sorda que es. ¡M A T I! — ¿Si señora Rita? Recójame el teléfono, parece que se cayó debajo de la cama y apúrese que no he terminado de hablar con la señora Angelita. Y si le da lumbago después le paso unos Tramadol, pero apúrese en sacar mi teléfono de ahí. — Acá está. Ya, váyase a hacer lo que le mandé. — ¿Me puede pasar el Tramadol ahora? Es que hace rato estoy con dolor en la espal… Vaya a hacer lo que le mandé, después le pago para que pueda comprarse Tramadol en la farmacia. ¿Aló? ¿Señora Angelita? Qué bueno que no se cortó, es que el teléfono se cayó y le pedí a la nana que me lo pasara y me vino a pedir remedios, la patudez, si para algo le pago. Oiga, ojalá no haya viento ni haga mucho frío para el desfile del 21 de mayo, porque me invitaron las damas de la Armada a un desayuno y a ver después el desfile, no me avisaron si es que se podía llevar a la nana, porque necesito a la Mati para que me lleve mis cosas. Tengo tantas ganas de ver a los cadetes y ojalá don Eugenio esté ahí también para que me tomen una foto con él y ponerla en el living junto a mi foto de cuando me dieron el reconocimiento por años de servicio en la cena de los funcionarios y jubilados de la Armada. Y ojalá se acuerde de mí, si cuando yo era joven pololeé con uno de los

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guardias del General y paseábamos cerca de su excelencia con el Carlitos que era amigo de don Eugenio que en esa época era infante de Marina y lo invitaban a tocar cuecas allá en Santiago en las cenas de la Armada. Una lástima que al Carlitos por servicio lo mandaron al norte, creo que allá se casó con una mujer con cara de mapuche. Menos mal no era comunista la tonta, porque ahí sí que les hubiesen salido más feos los hijos. Y hablando de indígenas feos, el otro día con la Mati fuimos a comprar al Cardonal y un negro me tocó la mano y me dio tanto asco, si esos haitianos llegaron acá a puro enfermarnos, si yo estoy segura que el negro ese tenía ébola y le dije al dueño del puesto que le dijera al negro que no me tocara las frutas, así que menos mal me atendió él, pero igual le dije a la Mati que me remojara los plátanos en cloro en la casa, porque no quiero que en unos días me salgan granos en las manos y que en la clínica me digan que tengo eso que salió en las noticias del virus Zika que viene del ébola. Y ojalá no me enferme por culpa de esos negros que vienen a enfermarnos a los chilenos, porque tengo que estar sana para el 21 de mayo y ver a don Eugenio González, ay, si me llegan a dar sarpullidos en las manos del asco por culpa de los haitianos, cuando vea a Don Eugenio le voy a decir si es que puede hacer algo para que esa gente se devuelva a su país, como es Concejal a lo mejor puede hacer que haya Carabineros que fiscalicen que una no tenga que toparse con esa gente que está llena de enfermedades, si yo apuesto que con Don Jorge en el municipio, el Cardonal no estaría lleno de esos negros que no entienden nada de lo que una les dice, pero como la municipalidad está llena de comunistas, solo Don Eugenio podría hacer algo. Ojalá se postule a diputado o a senador en la próxima elección, yo sé que tiene todo para representarnos a las mujeres como a nosotras en el congreso. ¿Qué que es de la otra Mati? No

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he sabido mucho de ella señora Angelita, si ya no la llamo para que me haga el aseo, porque cuando no viene para acá trabaja en el kiosko que tiene el marido en calle Yungay y parece que tiene trabajando a un negro también, así que esa mujer podría estar contagiada de alguna cuestión extraña y parece que algo tiene porque la última vez que vino, que fue hace como un mes, me dijo que al igual que usted va a escribirle a los monjes brasileños que salieron en el matinal y me preguntaba qué sabía yo de eso y del puro susto de que ella se haya pegado el Zika y me pueda contagiar le dije que usted les mandó una carta a los monjes y que le respondieron como en dos semanas con lo que tenía que hacer: orar, tomar duchas con leche de rosas y todas esas cuestiones. Ay Señora Angelita, de ser verdad ojalá a la Mati le resulte para que también ore y pida por mí y se cure de esa cuestión del ébola, porque yo no quiero que me contagie, e imagínese si me contagia también a las niñitas, porque si no tendría que sacrificarlas a las pobres y además tendría que fumigar o tener que vender el departamento si es que es muy grave, porque esa cuestión es terrible y yo no quiero enfermarme de eso porque sabe que me invitaron al desayuno de las damas de la Armada para el 21 de

la Bachelet que dejó entrar a extranjeros delincuentes que vienen a pegarnos enfermedades, así que por favor pídales a los monjes brasileños por mí para no morir de ébola y pida también por Don Eugenito para que libre y salve a Valparaíso. ¿Aló? ¿Aló señora Angelita? ¿Aló?

mayo y parece que va a estar don Eugenio González. Le voy a decir a la otra Mati, a la del pelo feo, que me busque los cassettes de cuecas para llevarlos al desayuno y que Don Eugenito me los firme, porque yo lo admiro tanto, gracias a Dios se mantiene tan vital y todavía hace su programa en la radio Congreso, si el otro día le hicieron un homenaje en El Mercurio del Domingo, y menos mal vi su foto ahí, porque yo quedé tan impactada con la noticia de que Calle Uruguay es la más peligrosa de Chile, todo por culpa de los extranjeros que vienen a delinquir acá, si eso fue gracias a

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ÁLVARO

Hoy es mi cumpleaños, me dijo. Era tan tierna su expresión al pronunciar cumpleaños luego del mi. Nos sentamos en la primera escalera con un poco de sombra que vimos. Ya estaba acostumbrado a los hombres de piel cicatrizante y sin pudor caminando por la calle, estaba acostumbrado a las peleas que sucedían unos metros más allá, ignorando por conveniencia, o por simple desinterés, si el ruido correspondía a bestias o personas. La cumbia salía de una casa como huyendo de las paredes, el reggaetón corría de otra, saltando de vibroman en vibroman, espantando la calma a los viejos que no quieren volver a trabajar. Niños juegan a la pelota en la calle con cualquier cosa menos una pelota. Niños que eran observados por cualquier ser, menos una madre. En ninguna otra parte he visto tanto amor a dios y tanta indiferencia de su parte. Casas construidas a base de imaginación y reciclaje, hechas con la lenta mano del tiempo que queda después del trabajo. Harapos, carteles de políticos o a veces sólo el vidrio pelado era nombrado ventana. — ¡Feliz cumpleaños! —le dije a Álvaro. Me respondió con una sonrisa que nuevamente no era suya; era de un niño, quizá de alguno que ya no juega a la pelota ni a nada. Mi amigo, mi amiguito que hace mucho no veo. La última vez ya se le habían terminado de caer unos dientes, que para su cumpleaños número cincuenta y cuatro, cuando me confesaba su íntima celebración, aún luchaban por seguir pegados a la carne. Podridos y chuecos se mostraban diciendo “gracias”, como si fueran de leche.

Por Héctor González 113


Así que no nos quedó más que brindar por los años que a él, ciertamente, ya le pesaban en su espalda y a mí ya me pesaban en la conciencia.

Había dos o tres escalas que eran nuestras favoritas, ya que a la hora que llegábamos, el sol estaba justo en la punta del cielo y el viento no es amo y señor a esta altura.

Chocamos simbólicamente, Álvaro su pipa con pasta y yo mi porro con porro.

Necesitábamos sombra, fuego y la mejor vista al mar que han visto mis ojos y claro, las historias de mi amigo.

— ¿Te puedo leer algo? -—dije, luego de iniciar cada cual su propia ignición.

—Me gustaría que mi mano fuera un caracol —comenzó diciendo. Uno valiente y grande que recorriera el busto pálido de una mujer. ¿Ves cómo atraviesa seguro por su cerro el caracol? Nada lo apura, ni la estela de baba que va dejando sobre el busto lo perturba, va feliz haciendo, siendo y sintiendo el camino.

— El horizonte se agranda, el mar es más alto que la ciudad —me respondió—. Sería una falta interrumpir este paisaje con palabras, amigo. Callé entonces, no con ira, pero sí con resignación. Miramos tantos cielos con Álvaro, el mismo cerro perdido en la cabeza de los cerros, ¿dónde mierda estábamos?, ¿por qué era que subíamos tanto?, ¿es que acaso no íbamos a encontrar los mismos porros, los mismos monos más abajo? Según mi amigo, al parecer no. No sé cuántas veces fuimos en realidad, sé que siempre quedaba profundamente conmovido por Álvaro. O era su flacura, o era su voz cada vez más fina, o eran sus dientes o su falta de pelo, no lo sé. Su vejez delataba la mía, pero siempre me he sentido como un anciano, sus historias también pudieron ser detonantes de esa impresión. Entre llegar a las alturas y comenzar a hacer ignición no eran más de veinte minutos. No eran más de cinco.

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Y así como comenzaba a hablar también callaba por largo rato. En uno de esos largos silencios fue cuando me atreví nuevamente a preguntar si podía leer un poema, mi amigo no me dijo nada, miraba nubes. Entonces leí, y ya cuando iba por mi décimo verso noté que Álvaro nunca me escuchó. Él miraba nubes, quizá los colores de esas nubes o quizá no miraba nada que estuviera fuera de su pensamiento. Otra vez casi me ofendí, pero luego se me olvidó, ya que en ese momento comenzaba una redada unas casas más allá de la escalera donde estábamos y tuvimos que salir corriendo. Había empezado una balacera, los ratis contra los narcos, ¡qué linda imagen! Pero era muy peligroso, a un primo lo mató una bala loca en una población de mi tierra. Recuerdo el rostro de mi tío un tiempo después de eso, era como una momia, estaba seco, sin vida; él también había muerto y yo no quería morir ahí, por estar fumándome un porro, al peo, en un cerro que no conozco. Álvaro seguía atrapado en las nubes, entonces lo agarré del brazo y ahí recién despabiló, me dijo “mierda, flaquito” y comenzamos a salir.

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Esa tarde me di cuenta que todos quedan a su suerte en casos como estos, ya no llegan micros después de una balacera, a nadie le importa si alguna vecina que bajó a hacer un trámite se quedó tirada a unos cuantos kilómetros de ahí. Mi amigo es un anciano, es verdad, sin embargo, actuaba como adolescente para muchas cosas y una de esas es caminar. No nos molestó el hecho de tener que bajar el cerro. Comenzamos a andar y debo decir que en algún momento sentí miedo. Me sabía observado. No estaba paranoico. Las viejas miraban descaradamente por las ventanas, sus ojos cuestionaban cada paso. Mi amigo me pidió que mirara solo el camino si estaba nervioso. Esa cosa que tienen algunos ancianos de poder leer a las personas a voluntad y no bastando con eso se atreven a dar consejos. Miré el piso entonces, ¿qué otra cosa podía hacer?, seguir sintiéndome tocado por las miradas de viejas que dudosamente parecen viejas no me es muy atrayente.

las nubes, sólo veía animales o calaveras en estas manchas. No quería pensar en muerte, venía escapando de ella. Recordé para mi alivio que las calles son peinadas antes de cuajar, que el musgo crece en el concreto y que una niña que ahora tiene ocho marcó sus manos en el cemento fresco cuando tenía dos. Cada dos esquinas debía erguir nuevamente la mirada ya que las gárgolas llaman más gárgolas y la pasta produce en alguno de sus consumidores vómitos compulsivos. Seguimos bajando este cerro interminable, este paisaje que todavía no sé muy bien cuál es, ya que en Playa Ancha tomábamos una micro que subía y doblaba y luego volvía a subir y ya no sabía dónde estaba y cuando pensaba que había tocado el techo de Valparaíso volvía a subir y de ahí escapábamos ahora.

El piso… recordé brevemente a mi madre gritándome de un lado a otro del gran patio que teníamos, “sal del sol hijo, te va a hacer mal”. Dos cosas eran las que yo pensaba: qué rico el calor en mi espalda y a dónde irán las hormigas con todo eso. Busqué hormigas mientras caminaba junto a Álvaro. El sol en la espalda ya no me parecía tan suave, ahora quemaba y mojaba y yo miraba el piso sin hormigas pero sí con condones usados. Es otro mundo el suelo. Busqué ese otro lado, ese otro reflejo. Las grietas son las arrugas de la calle. Busqué formas en las manchas de aceite del cemento, pensé haber visto un par de siluetas femeninas, pero quizá el suelo sea otro espejo del cielo y la sombra de las nubes se queda impresa en el asfalto, y como en

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LUNA EN SAGITARIO

Soñé que peleaba y perdía llorando, una noche de luna llena en Sagitario. El rezo es como una flecha lanzada desde el animal hacia Dios. Me quedé sola en el salón para rezar para untar la punta de plata de mi saliva con el plateado almíbar de mi interior. La humedad de las paredes, musgo, palomares, mendigos bajan y se agrupan en la escalera, al lado del container. Desde la ventana de mi pieza los alcanzo a ver, iluminados como si estuviesen bajo tierra, con una pequeña lámpara celular, en la noche, diecisiete de junio, soñé que peleaba o me disparaban entre troncos, las balas silban destrozan iluminan el bosque de pinos, un río de peces de plata. Después, recuerdo estar en el suelo y me deshacía sobre la misma humedad de sangre y barro que me rodeaba. Al despertarme, otro día, salimos temprano de la Congregación. Me demoré varias horas en volver por completo del viaje. Pasó mucho tiempo en el sueño, varios días de relato, y me olvidé que soñaba —quién y qué sueña—. Una intensa sensación de hambre me hizo volver. Un dolor helado en el bajo vientre los riñones espalda baja. Pasamos por Plaza Victoria, los jardines todavía están mojados, el Otoño junto al Verano. Se ríe de un modo horrible. La otra (estatua) levanta un mudra cagado de palomas. El índice y el pulgar del brazo derecho, elevado a los astros. Incluso nosotras, con nuestros trajes de algas húmedas, parecemos grandes palomas, caminando incómodas por la niebla y el viento. A nuestros pies, un agua nocturna, anunciación sucia del miedo como una gota caía en un oscuro pozo interior, una gota espesa, de pelos y lágrimas unidos fuertemente, atados. * Todas las noches escucho las sirenas de los pacos cuando llegan al Van Buren. A los pasteros de la escalera no les dicen nada. No sé si alguna vez lo hicieron. Soy del interior, a veces me da la impresión de que todo está detenido según un acuerdo previo, en

Por Guillermo Mondaca Fibla 118

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la ciudad, donde se ha aprendido a vivir con la fractura, el cáncer o la adicción ya adherida al carácter y la rutina. Iba subiendo esa escalera, la Escalera Los Loros, la de los pasteros, al comienzo, al costado de su container verde, en el que un día me encontré una imagen de la Virgen de Fátima; interminable, el cuerpo me pesa, las costillas de bronce en la noche, la carne blanca los picotazos del cemento, caigo. (Escalera Los Loros). El miedo reflejado en el charco sucio son los pasos de los pacos que suben detrás de mí, escucho su respiración jadeante en la curva de la escalera, vienen, dos, dos sombras que tapan la luz amarilla púrpura de los postes y ven mi cuerpo en el suelo deformarse en la tierra, convertido en ramas raíces púrpuras estelas de carne fundida en el barro. El regalo se adapta a ti mismo. El mundo es el encargo, lo sé, pero cómo demostrarlo con mis obras, con cada decisión el árbol estira una rama en la penumbra, o bien, acerca sus raíces al abismo. El viento de Valparaíso había hecho que, siempre protegida de algo invisible, mi cuerpo se encogiera como el de un animal friolento, débil, asustadizo. A pesar de ser más alto que el de mis compañeras de congregación, crecía cada día más hacia adentro, se adelgazaba y en las mañanas de intensa niebla, donde todo el Almendral estaba goteando, lo sentía encogerse en una lenta y dificultosa respiración. La niebla se había metido entre el pasillo, de camino por las literas, entre estrechos callejones; acompañaba a las delegaciones en sus tareas diarias por el claustro y hacia la tarde, cuando me daba la hora de ir a colgar la ropa de las hermanas del colegio, las sábanas aunque lavadas conservan el olor que distingue a cada cual, la ropa de Estela, por ejemplo, tres pares de cubre almohada que todavía latían con la respiración de su cabellera oscura. Ella no está pero está su silencio, impregnado de aromas de tinturas madre, yerbas con caras cansadas, arrancadas

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de un agua viva. En la poza del lavaplatos, Estela, vi el desierto, el norte. Las grandes planicies hasta donde se pierde la vista, en un púrpura mezclado con tonos rojos, en que una madre buscaba, con una varita enroscada, los restos de su primogénito. Él no está pero sí su silencio, Estela, como la respiración de tu cabellera en la almohada. Entra una muerta, una y otra vez a su cuerpo de cadáver antes de comprender el verdadero viaje y estira su cabeza en la humedad, se adentra, vuelve, cambia de nuevo. Escúchanos, Señor, te rogamos. Una jornada de trabajo pagada por Dios, Estela. La Madre Maite estará ahora tendida en su cama, mientras nosotras hacemos todo el trabajo. Antes la vieja se paseaba por los pisos, vigilando qué hacía cada cual. Recuerdo su cara como adentro de un túnel y me parece haberla visto y haber visto todo eso en viejas esquelas, en antiguas canciones alemanas, Mit allen Augen sieht die Kreatur/ das Offene. Nur unsre Augen sind/wie umgekehrt und ganz um sie gestellt/ als Fallen, rings um ihren freien Ausgang. La Maite ésa, Estela, estará ahora al lado de su cama, de pie, enterrada vertical como un caballero español, o hundida al fondo de su rostro como adentro de una diminuta casa en un bosque, iluminada por el brillo de su corazón temeroso. Estela se agitó y dio la impresión de sonreír a la vez que murmurar algo. A esa hora el grupo de monjas atravesaba calle Colón, en dirección hacia Playa Ancha. La gente, a pesar de la corta edad de muchas de ellas, las miraban como viejas brujas, algunas incluso con extrañeza, niños abrían grandes ojos y miraban nuestros pies como si tuviéramos patas de perra. Caminábamos con largas horas de ayuno en el cuerpo, buscando en el dolor, como animales, algún alimento del espíritu, me siento así, entre estas monjas flojas, entre estas estúpidas niñas de familia bien, que no quieren ser exhibidas

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en sociedad, o como yo, una huacha que tuvo suerte de no caer en el SENAME o ser la puta tonta de la cuadra, la que chupa el pico por un gramo de sniff. Al frente del Van Buren lo he visto. Se

de los pasillos interiores, verdes claro, con anuncios de bananas del Ecuador, viejas banderas deshilachadas, oliendo a vinagre y cloro, pero, Carmen, recuerdas nunca nos dejaban entrar; por eso

estacionan autos y van donde el grupo de mendigos que viven a la bajada de la Escalera Los Loros. Cuidan autos. Hay una mujer joven, parece un chico, lleva un jockey y un chaleco reflectante. Los autos se detienen, hablan un par de cosas. Se estacionan a la vuelta. Quince minutos, a los más. Caminamos de madrugada, en busca del dolor en el cuerpo, el ayuno. El dolor se distribuye como energía por todo el cuerpo, el de cada uno el mío el de ella el des tu espacio entre tu cara y la mía en que aparecen torrentes de palabras. El dolor distribuido como energía nos acerca demasiado rápido a Dios, sin tener, necesariamente, una dirección clara. ¿Qué quiere decir el destino de una vida entregada a Dios? ¿Hacia dónde lleva esa dirección? Yo sé que el crimen (la entrega) primero es ejercido sobre el propio cuerpo y sólo después se comparte, como una gloria de Dios. Tal vez van demasiado rápido, manos niñas ansiosas al abrir un dulce. Sagitario hila su oración, Estela, que es también como una flecha, una gracia, una especie particular de obsequio: exponer-enseñar. Dios y relación son un mismo

conservo esa imagen, como negación. De mí y del deseo.

hilito de saliva colgando del pecho. Estela se queda mirando boquiabierta, en actitud de perra que azuza las orejas ante un ruido. No crees que la Mami Maite –dice–, cuando llegábamos de Torpederas, después de ir a ver a la Virgencita, a la vuelta, te acuerdas, Carmen, que nos regalaban verduras algunos viejos del mercado, de frescos, y como si además fuera un acto de caridad, y yo me sentí utilizada varias veces, no crees que la Mami Maite sabía y se sabía insultada, traicionada. Daba miedo, no como ahora que da lástima. A veces soy la que le toca ir a ayudar a bañarla. Su pelo demora en secar y pesa, Carmen, como las sandías que llevábamos en verano, de vuelta del Mercado, entreveía los puestos

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Al llegar a la hora de almuerzo no había clareado la luz de la tarde y cada persona, cada puta monja se sentía cubierta por un velo. El movimiento interior me era conocido. Al principio, las primeras veces sentía miedo, creciendo un punto un óvalo planeta desde adentro de mi cabeza, pensé que me iba a volver loca. Después entendí que no se iría y decidí explorarlo. Un animal con una pata encadenada. Una cadena clara plateada, junto al muro, musgo todo, humedad. Yo pasaba embrujada en ese estado durante varias horas; me cubría la cabeza con un paño, dobladas las rodillas para sostenerme así, en oración, con el vientre ligeramente comprimido, hacia adentro y los muslos, también, ligeramente inclinados, para prolongar así el dolor durante el rezo. La soledad por sí sola no vale nada. Yo iba expulsando (expulsaba) la cáscara de cada persona con la energía de ese silencio. Me llenaba de ese vigor, impalpable, al rodear a Estela y pedirle un destino juntas a través de un secreto. La melancolía sólo nos hace inútiles para el trabajo. Pero, en cambio, el silencio, sostenido lo mismo que el cuidado de un cuerpo en naturaleza, salud y fuerza, renunciar a las palabras, no es renunciar a los actos, por el contrario, el silencio es reservarle un lugar más cercano a Sí y más íntimo. Este animal, en el que confiabas tanto, amaneció muerto. Siempre pasa lo mismo contigo, cada vez que te siguen los perros, Carmen, amanecen muertos. Eso dijo. Y las patas del perro, con ondas negras pardas colgaban de costado, como si durmiera una profunda siesta. Luna llena en Sagitario, diecisiete de junio, recuerdo la voz de Tía Hortensia, enseñándome las fechas cristianas,

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luego, en el patio, mostrándome cada planta, para qué, cuándo, cómo hacerlo. La vida que llevas es como la tierra y un deseo es la semilla. Así funciona, el mundo es un bosque. No hay mucha más ciencia que esta. Una vez hecha la transgresión, el miedo se convierte en fuerza. Cada sutura, cada pliegue es importante, único, catorce veces, dos veces siete. Partes el tallo y conservas las hojas más jóvenes. Para cualquier preparación, la planta tiene que estar viva, su alma todavía tiene que estar acá, y con su mano de manera desinteresada, toca su vientre. Sabes, Carmen, estás vendiéndote barata como puta de Dios. Las putas envejecen muy rápido. Conocí a una en Santiago, era amiga de la Fresia. Iba a la casa a tomar té; sus manos temblorosas partían el pan con lentitud, dejando caer una constelación de migas en su chaleco. El olor de la niebla, esta mañana, entrada y salida a través de la materia, me hizo recordar el tallo abierto, cortado, no solo con precesión, sino con una forma particular. La neblina hoy invita a fugarse a los cerros, seguir el verde del patio de la Tía Hortensia, vieja puta maraca, qué risa liviandad al querer subir como si se entrara a un sueño. Desde la Caleta El Membrillo, tomando la cuesta por el largo camino que serpentea, atravesé el puente de madera, rodeado a ambos lados por varas de colihües, que conecta con la puerta oeste del cementerio tres de Playa Ancha. Entré con un ramito de flores rojas, amarrado con lana. Adentro, me conmovió el tamaño diminuto de todo lo que acompañaba las tumbas de la sección de niños. Una vez escuché a la Madre Riquelme referirse a ellos como ángeles. Entonces, vienen a cumplir un ciclo de muerte, luego ascienden. Sólo necesitan morir una vez más antes de elevarse como ángeles, ¿comprendes el sentido de

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enseñanza en su muerte? Hablas como bruja, me decía después; de los ángeles no se habla, se les reza, envueltos por su trenza de fe, cubiertos por ella. Yo me quedo callada largos ratos para contemplar la parte mía que me falta. El silencio me permite nombrar. Para beber de esa agua nocturna, acomodada a la piedra óvala, alojarme en esa cavidad como el deseo busca expandir en la tierra y echar raíz. Si me quedo meses viendo ese agujero negro, sin estrellas, en la estela de un vino derramado entre varas de colihüe, y recordé, catorce veces, dos veces siete, hace dos noches ya que soñé, me pasó la mano por la cabeza y me dijo, soy el servidor de tu padre, su mushi liviano en la noche de Tokio, porque aunque no lo conozcas no eres huacha del todo, monja maraca te lo voy a meter antes, mientras su cuerpo hecho de peces plateados se expandía, me llevaba, convertido en un río, me atravesaba, pensé no podré dormir mantente neutra la cara de padre el rostro oscuro de un Jesús de trapo está sucio y lejano en los años de infancia. ¿Por qué le dices padre a ese marica que te deja expuesta así a la sucia voluntad de las demás personas? Dios debería estar, en primer lugar, en contra de cierta gente, ¿no te parece, Carmen? Tu verdadero padre, en cambio, me llamó para encontrarte, dijo, cuando la veas, la vas a llevar. Luego, su cuerpo ya no era una reunión de peces, sino un gorgogeo, un rumor de ranas en la noche, en la quebrada del cerro, una noche de junio. Y yo vi alrededor, está la habitación, ahí están las camas de mis compañeras, aunque no pueda ver su rostro distingo, claros, sus bultos enroscados entre las tapas. Pero tal polvareda; en el aire, esparcidas flores de ceniza, como si hubiera mucha luz; definitivamente, seguro que no ha

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amanecido hace varias noches y nadie sabe, nadie se da cuenta porque duermen, sin voluntad, todas estas niñas que la familia cuica no quiere, opus, colas de chancho, no han dejado algo realmente no han abandonado ninguna vida, puesto que nunca la tuvieron; su regalo es un cuerpo; sumisión a Dios en carne y no en alma. Luego me dijo no, no eres huacha, aunque los primeros ríos de tu memoria corran hacia arriba, y no puedas nadar sin

pelotas, recubiertas de pantis media, planetas oscuros y minúsculos, de cierta manera pesados, como si contuviesen un centro de plomo. Un ojo sellado al que le impedían ver. Me agaché a tomar uno. Alguien me trajo hasta acá, tú. Te he visto las moscas desde varios metros, dije, y escupí.

sentir el peso del tiempo, las respiraciones, amplias que se agolpan, caes, Carmen, caes del todo tú y todo lo que recuerdas, un salón, un patio con sol, el mediodía, la soledad que en esos años para ti fue desolación. Mantuve esas imágenes mientras recorría los pasillos del cementerio, los segundos pisos, profundos túneles, me recuerdan los primeros viajes de mi vida, en bus, el aire frío entrando por los bordes de las ventanas, el viento helado que subía en bandadas tropeles furiosos de aire, y el recuerdo de la pelea (en el sueño). Corrí entre troncos, pasaban días, tenía hambre, me estaban persiguiendo. Luego balazos. Volaban trozos de madera. Me atravesó una luz ardiente que silbaba, varias veces. Apareció. Sólo vi sus ojos. Los ojos de Ararat. (“¿Qué es más dulce que la miel, y más fuerte que el León?/ Si no hubieses labrado con mi arado no habrías descubierto mi adivinanza”). Entonces, llegué al Cementerio, desde la Congregación. Al pasar junto a la quebrada, me rodeó un olor húmedo, parecido al del patio de la Tía Hortensia, sobre ese aroma diez jinetes silenciosos. La unión era la flor del rezo de la madrugada. Sobre la loma, una tumba cubierta de regalos. Globos de helio, torbellinos de papel celofán corren en dirección de las manijas del reloj, flores, objetos varios entre los que me llamó la atención unas especies de

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RESEÑAS BIOGRÁFICAS

EDITOR / COORDINADOR LET Cristóbal Gaete. (Viña del Mar, 1983) Escritor y periodista. Ha trabajado en distintos oficios de la literatura vinculándolos al territorio. Destaca en su producción Valpore y Motel ciudad Negra (Premio Municipal de literatura de Santiago 2015) y su experiencia microeditorial con Perro de Puerto. Edita el Suplemento Grado Cero en el periódico El Ciudadano. ESCRITORES Silvana González Vásquez. Licenciada en Arte por la UPLA. Actualmente ayudante académica del ramo de Expresión gráfica en dicha universidad. Invitada a participar en Maraña/ festival de poesía joven realizado en Valparaíso y al libro compilatorio publicado por Alquimia. Es actualmente becaria en El Taller de Poesía de la Fundación Pablo Neruda en La Sebastiana y TIP de librería Concreto azul. Marcos Gallardo Báez. (Viña del Mar ,1990) Del cerro Forestal. Actualmente dedicado a la serigrafía como "Humano de Obra", estudió Sociología por la UPLA, dónde además tuvo los primeros acercamientos a la escritura formando parte en la extinta y efímera Revista Escombro.

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Tabata Yáñez. (Iquique, 1997) Versátil. De todo un poco, distintas preferencias. De vez en cuando periodista, por ahora. Ítalo Mansilla Vignolo. (Valparaíso, 1990) Diletante. Ha realizado críticas de cine para Valpovisual y Elagentecine.cl. Paul Castán. (1996) Es Profesor de Castellano Licenciado en Educación por la UPLA. Ha sido becario de la Fundación Pablo Neruda en el taller de poesía la Sebastiana (2014). Además de la escritura, se ha destacado en el plano poético-musical como Payador Chileno. Tomás Pérez. Nació en Valparaíso. Reside desde entonces en la misma ciudad, en el mismo cerro y en la misma casa. Ha participado en varias instancias literarias; ha terminado solo dos, incluyendo este proyecto y el taller de poesía en La Sebastiana como becario. Actualmente estudia. Isabel Peña. (Quillota, 1995) Estudiante de Traducción e Interpretación. Pablo Jara Vásquez. (1992) Integrante del equipo editorial de Revista Kontranatura enfocada en poesía y visualidad. Becario de la Fundación

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Neruda (2019). Participó del VII Laboratorio de Crítica Cultural (2019) en Balmaceda Arte Joven Valparaíso. Seleccionado en una antología de cuentos punk a cargo de La Maceta Ediciones de próxima publicación. Francisca González. (Arica, 1989) Fotógrafa, viviendo en Valparaíso desde el 2010. Leandro Muñoz Herrera. (Viña del Mar, 2000) Se crió en Concón y escapó a terminar la enseñanza media en Viña. Egresó y trabaja repartiendo verduras con su tío en la comuna. Diego Mesina Cortés. (Santiago, 1997) Estudiante agrícola. Ha participado en distintas instancias literarias como el Diplomado Escritura Creativa (PUCV), Laboratorio de Crítica Cultural y Escribir en desborde (ambas en BAJ). Vive en Limache. Vladimir Morgado Merchán. (Barcelona 1991) Licenciado en Artes, actualmente dedicado al grabado en plancha de bronce. Dirige un taller de arte orientado a pacientes en el psiquiátrico de Playa ancha. Vive en la ciudad de Valparaíso desde hace 18 años aproximadamente.

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B.S. Kei. (Viña del Mar, 1992) Blanca Escobar estudió en Valparaíso desde su educación primaria hasta la superior. Es profesora de Castellano y Licenciada en Educación por la Universidad de Playa Ancha, Diplomada en Gestión Editorial por el IDEA-USACH y en Literatura juvenil e Infantil por la misma casa de estudios. Ha participado de diversas publicaciones artístico-literarias a nivel nacional. Es miembro del colectivo artístico-literario steampunk porteño Cetáceo Negro bajo el seudónimo de Bonnie Blanchard. También es conocida por otros nombres. Habita en los espacios de Valparaíso y el web site. Sofía Alarcón Ferreira. (Copiapó, 1995) Estudiante de Licenciatura en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. De vez en cuando escribe sobre su vida y cosas varias en su blog personal Dramas que a Nadie le Importan. También es creadora del Colectivo Fashionista Linda Evangelista, proyecto orientado a recopilar tendencias e historias de moda en la quinta región. Actualmente se encuentra preparando su tesis de licenciatura enfocada en la farándula y momentos morbosos del Chile de la post transición.

132

Cristóbal San Martín Mancilla. (Machalí, 1994) Estudiante de Pedagogía en Lenguaje y Comunicación. Reside en Valparaíso hace 5 años. Héctor González. (San Antonio, 1988). A la fecha ha participado en diferentes talleres literarios; entre Balmaceda Arte Joven, la Fundación Neruda, museo Vicente Huidobro, por nombrar algunos. El año 2017, junto al grupo Los choros del canasto, realizan la publicación del libro de poesía La porfía de ser ciudad. Actualmente prepara la publicación de su primer libro de poesía. Guillermo Mondaca Fibla. (Coquimbo, 1991) Ha cursado estudios de Licenciatura en Literatura (UFT) y Magíster en Bibliotecología y Ciencias de la Información (UPLA). Se adjudicó la Beca de creación del Fondo del Libro del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes 2018 para su obra Contacto y contagio. Publicó el libro Nocturna (Editorial Fuga, 2014). Becario en los talleres de la Fundación Pablo Neruda (La Sebastiana, 2015) y del primer Taller de Investigación Poética, en Concreto Azul, Valparaíso (2018). Fue invitado al festival Maraña, Panorama de poesía chilena joven, es parte del libro compilatorio publicado por Alquimia.

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INDICE

Silvana González Vásquez

8

FLORES EN LA ESPALDA

16

AVES DE CERRO Y JARDÍN DE LA ZONA CENTRAL

22

ESCALERA

Tabata Yáñez

30

LA GRIETA

Ítalo Mansilla Vignolo

36

CRUZ

42

PURGATORIO

54

UNA NIÑA CON SU FRENTE PEGADA EN LA VENTANA

60

CANTO ALEMÁN

66

CICATRICES

70

KIA

78

RADAR

84

LA TUMBA DE TOPP COLLINS

90

LUIS EMILIO RECABARREN 234

94

VOYEUR

104

DEPTO. D-91

112

ÁLVARO

118

LUNA EN SAGITARIO

Marcos Gallardo Báez

Paul Castán Tomás Pérez Isabel Peña

Pablo Jara Vásquez

Francisca González

Leandro Múñoz Herrera Diego Mesina Cortés Vladimir Morgado Merchán B. S. Kei

Cristóbal San Martín Mancilla Sofía Alarcón Ferreira

Héctor González Guillermo Mondaca Fibla

135


REESCRITURA DE VALPARAÍSO - LET 2019. Publicado por Balmaceda Arte Joven Valparaíso. Trabajo de edición de Cristóbal Gaete, diseño e impresión de Cristóbal Correa. Se utilizaron las fuentes Chercán y Violeta, en sus variantes Blanca, Blanca itálica, Morena y Negra. Páginas interiores impresas en papel Olin Rough Cream de 120 gramos. Cubierta impresa en Olin Rough Cream de 300 gramos en sistema Riso a dos tintas. Se imprimieron y manufacturaron 250 ejemplares en noviembre de 2019.

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