Revista 58

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Diseño de portada Eva Terán SEDE son: Carlos Fernández Luz González Pilar Gutiérrez Pedro Ruiloba Recaredo Ruiz Juan Villegas Adrián Alcorta Karlanny Ventura Marta Cuesta

Agradecimientos Lorenzo A. Baquero Burbuja Films Conte San Emeterio Coral Barcenilla Elsa Fresno Christian Valdés César Barquín

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WELCOME TO TRASHVILLE! Cuando alguien se enfrenta a una palabra cualquiera, el mejor comienzo es la consulta al diccionario. Uno se puede llevar grandes sorpresas en torno a alguna de las acepciones. Pero no es el caso que nos ocupa. El término en cuestión no nos sorprende. Si alguien nos preguntara la palabra con que definimos un conjunto de desperdicios, orgánicos o no, que se desechan, sin perder tiempo habría quien contestara: “Basura”. El desperdicio, el desecho, lo inservible, lo estropeado. Todo cuanto nos rodea acaba convertido en basura una vez ha cumplido su función. Ya alertamos que el término no depara grandes sobresaltos, pero es su uso en aposición lo que cabe destacar. El Maria Moliner recoge que basura en aposición se usa para expresar que algo es de pésima calidad. Así dicho habrá a quien le cueste entenderlo, pero si lo acompañamos de algún ejemplo cotidiano todo será más didáctico. Por ejemplo, la televisión basura. Ahora sí nos vienen a la cabeza múltiples ejemplos: la ya mencionada tv, tan denostada la pobre por los espectadores y por los que viven de ella; la comida basura (lo curioso en este caso es que, con los índices de hambruna que aún maneja nuestro planeta, lo indecente sea considerar la comida como un desecho, aunque sólo sirva para dar significado a un concepto); los cada vez más frecuentes contratos basura, contratos con condiciones deplorables, mal pagados, que cualquier trabajador puede acabar firmando, indistintamente de su categoría (salvo los políticos que bien se blindan sus sueldos); las hipotecas basura... Como se puede comprobar, vivimos tiempos en los que cualquiera puede tener un idilio con la basura adjetival. Convivimos entre restos de basura orgánica, que el ser humano genera diariamente en toneladas, pero, no contentos con esto, generamos más cantidad aún de la llamada basura tecnológica. Es éste un nuevo problema ambiental que provoca una sociedad adelantada tecnológicamente, pero atrasada en la parte resolutiva del problema. Compuestos químicos, altamente tóxicos, campan a sus anchas dentro de nuestro mundo sin que a nadie parezca importar, salvo raras excepciones de algunas cabezas cabales. Por si esto fuera poco, dentro de su infinita estupidez, el ser humano y su desarrollo tecnológico generan una nueva especie de basura; la espacial. La carrera espacial con sus satélites y cohetes ha hecho que, no solo acumulemos mierda en nuestro planeta, sino que también nos orbite. Parece, por tanto, que al humano le gustase vivir en la cochambre, pues tan poco predispuesto se le ve a solucionar el problema. Lo llamativo del caso no es nuestra querencia a vivir en un vertedero como hábitat natural, sino más bien la fuerza con que el término “basura” se ha enquistado en nuestro lenguaje. En unos momentos en donde se nos alerta de la pérdida de vocablos castellanos a velocidad vertiginosa, podemos comprobar que el susodicho concepto, además de perdurar, goza de extraordinaria vigencia. Si el lenguaje es el reflejo de la sociedad que lo utiliza, ¿qué conclusión sacarán en un futuro de la nuestra que mantuvo semejante idilio con el término “basura”?. Nadie esta a salvo de ella pues ya lo cantaban los Panchos: “Porque yo debo perdonar por la razón que tienes hermosura. Y yo también me confundí, cuando te vi, basura me volví”


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Javier Blanco Obeso


5 En septiembre de 2015, el europarlamentario polaco Janusz Korwin-Mikke dijo que los refugiados que venían a Europa huyendo de la guerra eran “basura humana que no quería trabajar”. Cuando uno llama a grupos de población “basura humana”, está dividiendo a los seres humanos en dos categorías, aquellos que tienen derecho a vivir, a comer todos los días y a tener un techo sobre su cabeza, y el resto, esa basura humana que no tiene derecho a nada. La pertenencia a un grupo o a otro no se elige, se nace siendo parte del grupo de los privilegiados o de la chusma. Los pobres, los que no tienen nada más que la ropa que llevan puesta, o los que nacieron siendo mejores, más avanzados, más civilizados que los demás. En definitiva, nosotros y ellos. La idea no es en absoluto nueva. Ya en la antigüedad los pueblos entendían que los derechos y las ventajas de vivir en uno u otro lugar debían estar reservados a los integrantes de dicho pueblo. La democracia ateniense, que tomamos como espejo de nuestros sistemas actuales, era una sombra de lo que hoy entendemos como democracia. Los atenienses tenían esclavos, las mujeres estaban completamente apartadas de la vida pública y los extranjeros (metecos) no tenían derechos y eran simplemente aceptados. Solo los hombres atenienses en edad de guerrear podían participar en las decisiones de la comunidad y tenían cargos públicos. Cada pueblo en la antigüedad tenía sus propios dioses. Y con “propios” me refiero a que cada dios protegía y cuidaba única y exclusivamente a ese pueblo. Esta estructura de

pensamiento en la que los seres humanos se dividen en dos grupos, los “nuestros” y los “otros”, se mantuvo intacta hasta que los romanos empezaron a universalizar el mundo por motivos estratégicos y de organización del imperio. Los romanos añadían a todos los dioses de los pueblos que conquistaban a su propio ecosistema de creencias, de manera que la religión se convirtió en algo personal e intrascendente. En Roma cada ciudadano podía creer en su propio dios, y todos pertenecían a Roma y eran dioses “romanos” desde el momento de la conquista. Al mismo tiempo, al otorgar la ciudadanía romana a todos los habitantes del imperio se creó, al menos dentro de los límites del imperio, una cierta universalidad e igualdad (creada, como he dicho, no por motivos morales sino eminentemente prácticos). Sin embargo, seguían existiendo las diferencias entre los romanos y los bárbaros que intentaban penetrar en el limes. Hay que recordar que la palabra bárbaro es griega y significa “extranjero, diferente”. Es en los evangelios, escritos entre los años 65 y 100 d.C., donde vamos a encontrar por primera vez la noción de igualdad. No existen muchos dioses, sino uno solo. Y todos los seres humanos, sin excepción, son hijos de Él. En este sentido podemos decir que el mensaje cristiano (al menos en teoría) promueve desde hace 2.000 años la idea de que todos los seres humanos son iguales. Obviando si uno tiene fe o no, hay que señalar lo revolucionario del mensaje. En un mundo donde los extranjeros se consideran poco más que monstruos y donde al enemigo se le niega la humanidad y los derechos más básicos, encontramos unos escritos donde se dice que todos somos hijos de Dios y por tanto iguales. Al menos en teoría, ya que la Edad Media estuvo marcada al mismo tiempo por el cristianismo y por la idea de que cada ser humano tiene una función en la vida. “Tú trabaja, tú ora, tú defiende”. Es la división de la población en sacerdotes, guerreros y campesinos, entendida como un designio divino inapelable. El cristianismo medieval no niega la idea de igualdad, pero la pervierte hasta el extremo para justificar el orden socioeconómico imperante: el feudalismo, en el que cada persona tiene unas funciones determinadas marcadas por el nacimiento.


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Tenemos que llegar al Renacimiento y el Humanismo de los siglos XV y XVI para encontrar ciertos indicios de cambio. Mientras que en el Medioevo reina el teocentrismo, en el Humanismo el ser humano es la medida de todas las cosas. Aunque aún no aparece la idea de igualdad propiamente dicha, sí que encontramos algunos de los pilares sobre los que se apoya: la libertad del individuo y la huida del dogma religioso, junto al racionalismo y un comienzo de secularización de la sociedad. Todo esto no hace a todos los hombres iguales, ya que durante la Edad Moderna seguía en pie la creencia de personas mejores y peores (aristocracia significa “gobierno de los mejores”), y el monarca basaba su mandato en que había sido elegido por Dios. Entonces llegó el S. XVIII con su Ilustración, y empezaron a aparecer teorías políticas, científicas y filosóficas completamente revolucionarias. El poder político debe proceder del pueblo, no de Dios, los poderes del estado no pueden estar concentrados en la misma persona, no hay dogmas, todo debe ser analizado mediante la razón, hay que separar iglesia y estado. Y lo más importante: todos los hombres son iguales. Hay que decir aquí que aún en la Ilustración se consideraba a la mitad de la población como de segunda categoría: las mujeres seguían siendo tratadas como inferiores al varón. Incluso durante la Revolución Francesa, cuando se hablaba de los derechos del “hombre”, se estaba hablando de los derechos del varón, no de la mujer. El S. XVIII es el siglo de la Revolución Francesa, de la Declaración de los Derechos Humanos y de la idea de que se puede abolir la monarquía y eliminar los privilegios de clase. Los derechos humanos se han seguido desarrollando durante el S. XX hasta llegar a donde estamos ahora. La idea predominante es que todos tenemos los mismos derechos y obligaciones, independientemente de nuestra raza, religión, orientación política o sexual, etc... Sin embargo, ¿qué significa exactamente esa “igualdad”? Incluso hoy en día, el término sigue produciendo confusión en muchas personas. La igualdad se desarrolla en varios campos, que resumidos serían los siguientes:


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Igualdad de derechos: esto significa que todos los seres humanos tienen los mismos derechos. Si aceptamos un derecho como universal, éste deben tenerlos todos los seres humanos por el simple hecho de nacer. Igualdad de derechos significa abolir los privilegios de clase, pero también significa que no se le puede quitar a alguien un derecho, por ninguna razón. Igualdad ante la ley: este punto es el que provoca más dudas. Mucha gente se pregunta cómo es posible que un terrorista sanguinario o un asesino de niños salga de la cárcel a los x años o disfrute de derechos y protecciones legales. Igualdad ante la ley quiere decir que todas las personas van a recibir el mismo tratamiento ante la justicia. No hay leyes para “buenas personas” y leyes para “malas personas”, de la misma manera que (en las sociedades desarrolladas) no hay leyes diferentes para hombres y mujeres. Una dictadura no se caracteriza por tener leyes especialmente duras, sino porque las leyes no se aplican igual a todo el mundo, además de que es “posible” quitar derechos a determinadas personas por ser, por ejemplo, homosexuales o activistas políticos. Igualdad de oportunidades: esto no significa, como algunos creen, que tenemos “derecho” a todo. La igualdad de oportunidades no garantiza que todo el mundo gane lo mismo que un cirujano, sino que todos tenemos derecho a desarrollarnos y alcanzar metas en

las mismas condiciones. Siguiendo con el ejemplo del cirujano, todo el mundo puede intentar en igualdad de oportunidades estudiar y formarse para ser cirujano, pero eso no garantiza que todo aquel que lo desee pueda lograrlo (a nadie le gustaría ser operado por alguien que simplemente deseó muy fuerte ser cirujano). Este punto es el más difícil de alcanzar porque naturalmente no todo el mundo tiene la misma suerte ni la misma situación de partida. Una familia pudiente, con contactos en el mundo empresarial nos va a facilitar las cosas a la hora de alcanzar objetivos profesionales y desarrollar nuestra carrera. Para alcanzar el mayor grado posible de igualdad de oportunidades, las sociedades tienen que invertir en educación pública gratuita y accesible de calidad. Como vemos, la igualdad es un concepto que ha tardado miles de años en formar la base de nuestras sociedades. El concepto bebe del cristianismo y del humanismo, y se terminó de cristalizar durante la Ilustración y la Revolución Francesa, aunque es en las últimas décadas en las que en las democracias occidentales hemos perfeccionado este valor introduciendo, por fin, a las mujeres como ciudadanos de pleno derecho.


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EPITAFIO VENECIANO A Joseph Brodsky, San Michele La plaza está vacía, las farolas se apagan lentamente. Una noche cerrada amenaza los ángulos del agua donde se hacinan restos de basura de mercaderes y turistas. En este laberinto de canales donde columnas, pórticos y estatuas martirizan a mis grises pupilas, todo se difumina como un sueño marcado por la doble belleza de un paisaje capaz de prescindir de mí.

gregorio muelas bermúdez

(Del poemario inédito Estado de acedia)


PUNTO FINAL JAVIER PERALES

Lo agotaron, lo quemaron, lo tiraron, ahora inútil espera en la basura junto a montones de deshechos, ya no motiva a nadie, solamente espera su hora, la hora definitiva en la que se convertirá en cenizas. Perderá toda su dignidad, el valor que un día lo hizo útil incapaz de servirle a ninguno. Espera en la basura, paciente, indolente consciente de su destino desde el principio, permanece en descanso, rodeado, acompañado por otros objetos de consumo, restos de comida, ropa pasada de moda, productos de higiene, materiales de construcción, todos ellos pasarán a formar parte de la cadena, del circuito de transformación sin retorno que pondrá punto final a su caduca existencia.



Sobre la inutilidad de

escribir

Mariano F. Urresti

Sinopsis

Título: Sobre la inutilidad de escribir Autor: Eduardo José Villanueva Editorial: Editorial Fanes Género: Poesía Año: 2015

Sobre la inutilidad de escribir se divide en cuatro bloques, con temáticas intimistas y sociales. Contiene divagaciones acerca de la lectura y del acto de escribir. El autor defiende una poesía llana, sencilla y directa, sin con ello prescindir de un carácter reflexivo. Transita por derroteros que van desde la vergüenza hasta la cobardía, pasando por la duda, el sexo, el miedo, la esperanza, el silencio o las drogas. Todo ello aderezado con un humor sucio y cínico, que parece ser usado como arma.

Pueden encontrarse ejemplares en: Torrelavega (Librería Dlibros y Librería Campillo) Suances (Restaurante Suka) Cabezón de la Sal (Librería Sancho Panza) O desde la página web de la editorial: www.editorialfanes.com


Eduardo José Villanueva Tengo la debilidad de admirar a quien sabe hacer aquello que yo no sé, de modo que al lector le resultará sencillo imaginar a cuántas personas tengo profundo respeto, dado que no sé hacer infinidad de cosas. Pero de entre todos aquellos a quienes admiro elevo a una categoría superior a quienes, a través de su trabajo, mejoran la vida de los demás –o se la conservan, como sucede con los médicos cirujanos, por ejemplo-, y no sólo la de los hombres sino también la de todas las formas de vida que pueblan el planeta. Pero como urge que centre definitivamente el motivo de estas líneas, mencionaré en esta ocasión en quienes, como los poetas, hacen pensar, soñar, llorar, reír o filosofar gracias a sus versos. He ahí una disciplina en la que flaquearía si tuviera la osadía de ejercerla, sin duda. De manera que admiro a los poetas, y considero el verso el tuétano de la escritura. Considero mérito inaudito decir mucho con pocas palabras. Borges lo dijo infinitamente mejor que yo cuando afirmó que el río más largo del mundo cabe en la palabra Nilo.

aparta primero la mirada / cuando estoy a solas / con mi vergüenza>>. Nunca había reparado en el miedo que tengo <<a que la duda se canse de mí>>, ni se me había ocurrido otorgarle únicamente el papel de un mero actor secundario al dios de los parajes donde se desarrollan mis sueños. El libro de Villanueva merece ser leído, y el lector se leerá a sí mismo en muchos de sus versos y estrofas, porque aunque sea el poeta quien tiende su corazón al sol, es el suyo un ejercicio universal en el que todos podemos versos reflejados. Todos hemos sido, como él, esclavos de nuestros nervios y nuestras emociones; todos hemos necesitado que lloviera tiempo para saborear los mejores momentos de nuestra vida, porque no supimos apreciarlos cuando los vivimos, pero pocos tienen la virtud de expresar la universal pequeñez humana en una fotografía asonante. Y eso no sé si debe a que Eduardo José Villanueva está loco o está vivo. Me da por pensar que es por lo segundo. De modo que léanlo. Lean este poemario aunque yo no esté de acuerdo con el título que su autor eligió, puesto que sus propios versos y su propia obra demuestran la utilidad de escribir.

Por eso me ha gustado, y mucho, Sobre la inutilidad de escribir, un poemario de Eduardo José Villanueva. Me ha gustado, porque sus versos son concisos, afilados y doloros como aguijones. Me ha gustado porque me hizo pensar, sonreír, reflexionar… Desde que lo leí, soy consciente de <<quien

David Pérez (izquierda), director de la Editorial Fanes, Eduardo José Villanueva y Jorge Portilla de los Reyes (derecha), guitarrista. Durante una de las presentaciones de “Sobre la inutilidad de escribir” en la librería Dlibros de Torrelavega.


Cristina Bodegas huelga


Las nuevas tecnologías han invadido nuestras vidas, y con ellas la inexplicable e ilógica “necesidad”, y más si cabe en los tiempos que corren, de querer estar a la última, lo que nos lleva muchas veces a sustituir aparatos electrónicos o electrodomésticos a pesar de encontrarse en buen estado. Sin embargo, los estudios comienzan a determinar que hay un porcentaje de sustituciones, cada vez más alto, que se producen por fallos técnicos entre los cinco y seis primeros años. Es la denominada “obsolescencia programada”, que tiene lugar cuando se planifica la vida útil de un determinado producto, de modo que, transcurrido ese tiempo, el producto se vuelve inservible, obligando así al consumidor a adquirir uno nuevo, ya que, o bien no lleva reparación, o bien ésta no merece la pena económicamente. Es evidente que esta práctica beneficia al fabricante y al diseñador del producto, al asegurarle el mantenimiento de sus ventas, por lo que no deja de ser una estrategia empresarial. La normativa actual, concretamente el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios 1/2007, de 16 de Noviembre, establece la obligación de los fabricantes de responder de las faltas de conformidad o defectos que pueda presentar el producto durante el plazo de dos años si se trata de un producto nuevo, y durante el plazo de un año si nos encontramos ante un producto de segunda mano. De modo que deberán proceder a cualquier tipo de reparación, sustitución o rebaje del precio, salvo que derive de un mal uso por parte del usuario. Transcurrido ese plazo legal, la vida útil del producto deja de ser responsabilidad del fabricante. Todo el mundo puede entender que los aparatos electrónicos no pueden durar siempre; sin embargo es un error considerar la obsolescencia programada como un mal necesario para estimular el consumo, ya que sus consecuencias comienzan a resultar evidentes y preocupantes. La principal consecuencia de este fenómeno, unida al consumo desenfrenado de aparatos electrónicos, es la generación de basura. Según la ONU, generamos unos 50 millones de toneladas al año de estos residuos, con el peligro que ello conlleva, ya que la mayor parte contiene sustancias y materiales químicos tóxicos y peligrosos que suponen

una amenaza para la salud de las personas y, por supuesto, para el medio ambiente. Además, entre el 50% y el 80% de la basura electrónica que se genera acaba en China o en países en vías de desarrollo como India, Pakistán y Nigeria. Y es que, con la excusa de “reducir la brecha digital” y que sean reutilizados, son transportados a esos países a pesar de que en realidad el 75% son absolutamente inservibles, acabando en vertederos ante la escasa o nula legislación sobre el reciclaje o la gestión de residuos con la que cuentan, resultando finalmente manipulados o prendidos fuego al aire libre, liberando todo tipo de humos contaminantes. Un claro ejemplo de las consecuencias de este fenómeno lo encontramos en la ciudad china de Guiyu, que se ha convertido en el mayor vertedero de basura electrónica de la tierra, llevando al 95% de su población a ganarse la vida desmontando aparatos electrónicos, sin ningún tipo de medida de seguridad, y expuestos a numerosos contaminantes tóxicos como el plomo, el mercurio o el cadmio. Según los expertos, estos metales pesados afectan directamente al sistema nervioso, alteran el desarrollo cerebral e incluso, afectan al desarrollo del sistema reproductor. Si tenemos en cuenta que “un tubo fluorescente, por su contenido en mercurio y fósforo puede contaminar 16.000 litros de agua”, que “una batería de níquel cadmio de un teléfono móvil puede contaminar 50.000 litros de agua y afectar a 10 metros cúbicos de suelo”, o que “un televisor puede contaminar 80.000 litros de agua por su contenido de metales en plomo de vidrio y fósforo en la pantalla”, a nadie se le escapa la necesidad de tomar las medidas oportunas para evitar daños irreparables en las personas y en la propia naturaleza, que en todo caso han de asentarse en una legislación adecuada fundada en la responsabilidad del productor pero también en el consumidor. En España, el pasado 22 de Febrero de 2015 entró en vigor el Real Decreto 110/2015, de 20 de Febrero, sobre Residuos de Aparatos Eléctricos y Electrónicos (RAEE), con la intención de transponer a nuestro país las obligaciones derivadas de la nueva regulación europea


en esta materia, concretamente la Directiva 2012/19/ EU, de 4 de julio de 2012. Esta ambiciosa normativa europea pretende que en 2019, el 85% de los RAEE generados en cualquier país de la Unión Europea sean recogidos y tratados adecuadamente. Nuestro país, como es costumbre, incumplió el plazo de trasposición y amenazado desde Europa con ser sancionado, aprobó este real decreto en el que se aglutinan distintas medidas y se establecen los requisitos técnicos de tratamiento de los residuos, así como las obligaciones de los distintos agentes que intervienen, desde la recogida, la preparación para la reutilización, los traslados, la autorización y comunicación, la responsabilidad ampliada del productor, las obligaciones de información a las Administraciones Públicas, la coordinación entre éstas, y los regímenes de vigilancia y control, todo ello a través de un régimen transitorio que finalizará el 14 de Agosto de 2018.

de que el consumidor tenga que adquirir uno nuevo. A pesar de que este real decreto introduce importantes medidas, lo cierto es que también se aprecian importantes carencias, y es que ni siquiera prevé sanciones en caso de que las empresas utilicen prácticas relacionadas con la obsolescencia programada, echándose de menos una ampliación en la garantía de los productos a los consumidores que de alguna manera evitaría esta práctica.

Hoy en día, el sistema continúa fallando en la medida en la que no se cumple con la normativa vigente, o bien los comercios rechazan la recepción del aparato, o aun accediendo, ceden la recogida a un transportista que en la mayor parte de los casos, vende el material a chatarreros no autorizados, por no hablar de los consumidores que no llevan los aparatos hasta un punto limpio, y acaban siendo abandonados en la calle, impidiendo, todo ello, que finalmente el material sea trasladado a una planta de Una de las principales novedades radica en la reciclado. obligación de los establecimientos de venta de aparatos eléctricos y electrónicos con más de 400 Cuando el sistema falla es evidente que la normativa es metros cuadrados, de aceptar de forma gratuita los insuficiente e ineficiente, que la vigilancia y control de dispositivos usados de pequeño tamaño, sin necesidad su cumplimiento también lo es, pero también pone de


manifiesto el escaso compromiso del consumidor en este asunto. En otros países se está trabajando contra este fenómeno, y un ejemplo de ello es Francia, quien el pasado año incluyó una norma en la Ley de Transición Energética por la que se castigaría con multas de hasta 300.000 euros y penas de hasta dos años de cárcel a aquellos fabricantes que programaran la vida útil de sus productos, convirtiéndose así en la primera legislación en reconocer la existencia de la obsolescencia programada. Desde las Administraciones Públicas no se puede permitir que se reduzca de forma deliberada por parte de los fabricantes la vida de los aparatos electrónicos; que una impresora se bloquee al llegar a un número determinado de impresiones; que una bombilla se funda al alcanzar un número de horas de uso, etc., porque la velocidad con la que se generan las montañas de productos obsoletos es realmente preocupante, y acabará generando una crisis de enormes proporciones. ¿Qué podemos hacer los consumidores? Por un lado, los consumidores debemos realizar un consumo responsable de este tipo de aparatos, preguntarnos si realmente necesitamos estos productos, si el que tenemos nos sirve, y, en caso contrario, preguntarnos qué vamos a hacer con él, asegurándonos de que nuestros desechos electrónicos sean reciclados de forma correcta, pero también podemos exigir mayor información a los fabricantes, exigiéndoles que asuman su responsabilidad por la contaminación que sus productos generan, y de los que están obteniendo beneficios, y negarnos a consumir los productos de aquellos fabricantes que se nieguen a eliminar las sustancias peligrosas de los mismos. Es perfectamente posible hacer productos sin sustancias químicas peligrosas, duraderos, que puedan ser mejorados, reciclados o eliminados de forma segura, pero para ello ha de crearse legislación que garantice la eliminación de abusos; que aumente el tiempo de garantía de los productos, incluso que garantice durante determinado periodo de tiempo la existencia de piezas de sustitución y sobre todo que establezca mecanismos que eviten y castiguen la obsolescencia programada.


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Título: Nunca fue tan hermosa la basura Autor: José Luis Pardo Editorial: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores Género: Ensayo Nº Páginas: 400 Año: 2010

Esa ingente apisonadora capitalista, sí, la información rodante, y la flotante, su poética de manual, más conocida como «cultura de masas», nos convence a diario: a golpe de ratón, de dial, de mando a distancia, de que somos la mejor de las sociedades posible; no puede haber raza más sana, guapa y sofisticada que la nuestra. Resulta anecdótico, patético, humillante, descorazonador, que detrás de esa pátina virtual que los sistemas venden con programados marketing, la verdad solapada sea que vivimos en un mundo de completa basura.

José Antonio Olmedo López-Amor

Tele basura, comida basura, contratos basura. La ideología del contemporáneo citadino, si podemos llamarla así y no rebautizarla como una espiral de vicios y servidumbres, se reduce a la devastación natural, antihumanismo y consumismo. Recluidos en nuestras ciudades-basura, somos inducidos al entretenimiento, a la opulencia, a la jerarquización, a la obediencia. No ejercitamos, —y ya creemos que ni nos interesa—, algo tan poderoso como antaño fue el pensamiento. Este mundo necesita de muchos y buenos


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José Luis Pardo (Madrid, 1954), filósofo y ensayista español, es consciente de esta era de detrito embalsamado, de ídolos de barro, cenotafios, vacíos, en la que —intelectualmente— subsistimos. Pardo escribió en el año 2010, Nunca fue tan hermosa la basura, una obra ensayística de cuatrocientas páginas, cuyo título —y esto sí es anecdótico y cuántico— es un verso endecasílabo prestado de Juan Bonilla. En dicho libro, el pensador madrileño etiqueta como «estetización» el súbito y totalitario giro conceptual —vamos a decirlo así— del valor que “actualmente” damos a las cosas. En sus palabras, se dibuja con exactitud ese paso fronterizo entre la “estetización universal” (política) y el “objeto artístico” (no político). Testigo de la sustitución de los códigos éticos por sucedáneos estét[r]icos, Pardo nos dice, a través de diferentes ópticas y con múltiples objetos, que allí donde hay “obra de arte” hay experiencia del sentido del mundo y del significado humano, pero allí donde hay estetización sólo hay nihilismo.

En ese escenario de decadencia, de idolatradas aporías socráticas, están los niños, cuyos juguetes tecnificados (y reciclables) son instrumentos que les tecnifican a ellos mismos. Están los escribientes y copistas, como Bartleby, quienes representaban la —casi única— posibilidad de lo que llamamos “literatura”, cuya desaparición se vuelve paulatina y necesaria a medida que se impone la literatura-basura. O los cuerpos-basura, que deben ser “reciclados” constantemente mediante implantes, cirugía, culturismo. El inope culto al cuerpo (seres-vacío), la fría y confinadora tecnocracia (seres-isla), son dioses-droga de latón en una enferma sociedad politoxicómana y politeísta. También en Nunca fue tan hermosa la basura tiene su lugar la enseñanzabasura, definida por Pardo como «gelatina de conocimiento» quizá el último reducto para algunos, la última esperanza de encaminar las tendencias hacia ese “reciclaje” que se presume el culmen sostenible. En la actualidad, las jóvenes generaciones reciben seudoconocimientos programados como preparación para sus futuros trabajos-basura, junto con una ideología apropiada para la sumisión al feudalismo local. Por no hablar de la defensa teológica de los mitos-basura, mercancía de ínfima calidad que se vende como reliquia santa de una religión que se avergüenza de sí misma.

Por este libro pasan: Sánchez Ferlosio, Heidegger, Benjamin y Nietzsche como baluartes de un pensamiento menos académico, menos contaminado por la mercantilidad de los poderes, de las instituciones, que muchos de sus coetáneos; son outsiders del vertedero, supervivientes de la basura, en ella se han fortalecido, y con su abierto raciocinio demuestran que es posible sobrevivir entre la escoria, como el anarco, Jünger, vivió en el palacio del dictador.

Leer a José Luis Pardo posibilita concebir al mundo y sus seres como mecanismos y conciencias inútiles, máquinas corrompidas; a través de obras como: La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía (2004) o Esto no es música. Introducción al malestar de la cultura de masas (2007) el profundo y crítico pensamiento de Pardo nos incita a, por lo menos, buscar esa vía de reciclaje de lo ya reciclado que suponga el primer paso hacia la humanización.

pensadores; hombres que, fuera de la estructura mecanizada de la mercadotecnia, cuestionen, critiquen, propongan, violenten el no pensamiento, el pensamiento basura; y nos ofrezcan otras alternativas “mentales”.


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Mariano F. Urresti

SEDE me pide un artículo cuyo tema guarde relación con las basuras, y debo confesar que he barajado diferentes posibilidades como eje narrativo: la Conferencia Episcopal y las continuas salidas de tono de algunos de sus integrantes, la intoxicante obsesión por diferenciar ahora “nuevas políticas” y políticas “viejas” –como si todos fuéramos tontos y no supiéramos que no hay nada nuevo bajo el sol ni presentes sin pasado, incluido el de los abanderados de la “pureza” democrática-…, pero finalmente me he decantado por hablar de un tiempo y un barrio que conocí muy bien, porque allí me crié. Por entonces, las pequeñas colinas de escombro y basura que se acumulaban donde hoy se alza Julio Ruiz de Salazar eran una zona de juego para los niños. En definitiva, decidí mirar por el espejo retrovisor… Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, ni aún mucho menos contienen huertos claros donde madura el limonero. Mi infancia son recuerdos de un barrio obrero situado en el extrarradio de Torrelavega. La distancia entre uno, el barrio, y la otra, Torrelavega, parecía sideral. El propósito de “ir a Torrelavega” tenía cierto aroma épico. No existía, naturalmente, al Avenida del Besaya, ni siquiera la mayoría de los edificios que componen el barrio en la actualidad. Pero en aquellos días no era únicamente eso lo que escaseaba.

que la de sus gobernantes. El barrio carecía de un saneamiento decente, y recuerdo como si fuera hoy cómo se inundaba periódicamente el portal de mi casa. Y no había limoneros, como en la infancia que Antonio Machado evoca en su poema, sino ratas; ratas enormes que iban y venían a su antojo por las montañas de escombros situadas donde hoy alza el complejo de Ruiz de Salazar. Al parecer, no se estimaba necesario que los obreros tuvieran colegios, de modo que no fue hasta tiempo después de que yo naciera que se construyó el colegio Ramón Menéndez Pidal. Antes, asistí a la escuela particular que Doña Jacinta tenía en su piso. Allí aprendí las primeras letras, y aún recuerdo el tremendo lloro que me provocó el primer día de clase. Como éramos tantos y no había sitio en los bancos de madera, yo llevaba mi propio banquito de color blanco y asiento rojo que no estoy seguro si me construyó mi padre. Deberé preguntárselo, ahora que reparo en ello.

Al finalizar el cuarto curso de la extinta EGB, me incorporé al Menéndez Pidal: patio de piedras, no asfaltado; dos filas diferentes para niños y niñas; el temor a D. José María; la historia, según D. Amador; la maravillosa capacidad para el dibujo de Durante la dictadura franquista se construyeron colmenas D. Manuel; la severidad del entonces director, D. para obreros. Lugares donde la clase trabajadora se Jaime… reproducía. Mientras, la élite política, económica y religiosa albergaba la esperanza de que también se reprodujese la Luego llegó la iglesia. Llegaron los dominicos. Antes, convicción de que los vecinos tenían una estatura menor la gente que asistía a misa lo hacía justo debajo de


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mi casa, en un bajo situado a la vera de donde estuvo la temible barbería de “Pepe”. Confieso que a mí lo de la iglesia ni siquiera entonces me quitaba el sueño. No la frecuenté ni en los bajos de marras ni en su actual emplazamiento más allá de lo que obligaba la oficialidad religiosa aplicada desde el colegio y la costumbre. Y aún así, recuerdo los “Ejercicios Espirituales” (concepto que en sí mismo daría para un ensayo) y las insufribles sesiones de catequesis para hacer la comunión vestido de almirante de algún navío atracado en el muelle de mi fantasía. Porque mi fantasía se fraguó en aquellos años, lejos de la iglesia y cerca de los cómics. Cada sábado por la mañana, mi madre hacía los recados y regresaba de la librería de “Las Pilis” con la última entrega del Capitán Trueno (conservo encuadernados todos los ejemplares desde entonces, cuando ya eran en color) y de “Pulgarcito”. Desde entonces, no paré de leer, y confieso que mi pasión por la historia tuvo su germen en las aventuras de Trueno, Goliat, Crispín y Sigrid. A bordo de aquellas páginas a color escapaba muy lejos, tanto que no parecía vivir en una época gris donde los derechos sociales y políticos no existían. Pero todo cambió un día cualquiera. En la tele, en blanco y negro, apareció Arias Navarro anunciando que Franco había muerto. Yo era un niño de pantalón corto, pero posiblemente fue entonces cuando escuché por vez primera en casa “que le den por el culo”.

Un estribillo que para mí, entonces, no tenía demasiado sentido, pero que lentamente comencé a comprender. Para quien no tenga memoria o simplemente no pueda ejercer de notario de lo que sucedió en el barrio por entonces porque no estaba allí, diré que lentamente todo cambió. Franco había muerto, y la democracia irrumpió cambiándolo todo, y para bien. Las ratas fueron desapareciendo –los roedores y las otras-, y los escombros, también. Seguíamos comiendo pipas “La Pilarica” con la esperanza de que en el interior de la bolsa un día apareciera un papelito con un premio y no con el habitual “Repita”. Y mientras jugábamos al fútbol en el único patio de mi infancia que recuerdo (el de Amancio Ruiz Capillas), llegó otro colegio, y reverdeció la vida. Los niños podrían jugar en pabellones de deportes y no a meter goles bajo los bancos de madera de un parque destartalado o llenándose de calamina en los Depósitos de la Mina. Si me preguntan si cualquier tiempo pasado fue mejor, diré que no. La nostalgia es un peligroso veneno. Prefiero el color de la democracia al gris de la dictadura. Ni siquiera echo de menos al Capitán Trueno, pues siempre que quiero me subo a bordo de su globo o de su drakar vikingo rumbo a Thule gracias a que tuve la precaución de poner a buen recaudo mi memoria y sus cómics.


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25 deja indiferente al espectador sensible ávido de nuevas experiencias. Un hombre (Viktor Mikhaylov) llega a un extraño paraje que se asemeja a un inmenso basurero con el propósito de visitar un célebre museo que con el desastre se ha quedado aislado en medio del mar. La historia que sigue aborda las relaciones de dicho hombre con los excéntricos habitantes del lugar, en su inmensa mayoría confinados en una especie de colonia, inserta en un paisaje desolador repleto de basura y desperdicios, y sus creencias religiosas.

Tras el éxito de Cartas de un hombre muerto (Pisma myortvogo cheloveka, 1986), el cineasta soviético de origen ucraniano Konstantin Lopushansky regresa al drama de ciencia-ficción con El visitante del museo (Posetitel muzeya, 1989), donde aborda de nuevo una historia post-apocalíptica con una buena dosis de surrealismo al narrar una trama muy peculiar que se sitúa en las antípodas del cine soviético de la época. Ayudante de dirección de Andrei Tarkovski en Stalker (1979), Lopushansky parece querer emular a su maestro narrando las terribles consecuencias de un conflicto nuclear que acaba destruyendo a la civilización humana. Sin embargo, qué difícil es ser Tarkovski, pues el discípulo, a pesar de un esforzado trabajo en la puesta en escena, no alcanza ni la altura estética, ni la carga existencialista, ni la hondura lírica de la obra maestra de Andrei; no obstante, la película de Lopushansky no carece de belleza, si bien oscura y singular, ni de reflexión, y salvando las distancias, podríamos argüir que donde el último flojea es en un guión difícil de llevar por lo que tiene de complejo, así donde Tarkovski es metafísico, Lopushansky es surrealista, con un trabajo de fotografía, eso sí, realmente espectacular, donde predominan los colores rojo y amarillo. Dejando de lado las inevitables comparaciones entre discípulo y maestro, de hecho son los únicos autores que han sido capaces de crear una obra de (con) cienciaficción verdaderamente importante en el marco de la industria cinematográfica soviética y que ha merecido la atención de la crítica internacional, la cinta de Lopushansky reúne los méritos necesarios para ser un clásico del género cuyo visionado no

Las concomitancias entre esta producción y su anterior película son más que evidentes, pues en ambos films encontramos un marco paisajístico de similares características como consecuencia de la devastación provocada por un holocausto nuclear, pero cambia el punto de vista, en Cartas de un hombre muerto la narración adopta la perspectiva de un científico desilusionado (Rolan Bykov), sin embargo aquí no encontramos ni el cientifismo ni la carga moral de la primera, sino más bien pesimismo en el devenir de la humanidad, todo ello aderezado con cierta tendencia al misticismo, reforzado con iconografía cristiana. En esta distopía, Lopushansky introduce a un personaje solitario con preocupaciones existenciales que entra en contacto con una población que sobrevive entre deshechos de todo tipo, sobre los escombros del pasado esplendor malviven los restos de un submundo sin futuro y su desesperanza conducirá al protagonista al sacrificio y la locura como posibles vías de redención. Entre otros aspectos, destaca el uso expresionista del color, donde predomina el rojo, cuya presencia dominante parece reflejar el infierno en el que viven los personajes, merced al extraordinario trabajo de fotografía de Nikolai Pokoptsev; y la banda sonora de Alfred Schnittke. La película cuenta con algunas escenas antológicas, sobre todo las oníricas por lo que tienen de hipnóticas, así como aquellas en las que el protagonista se enfrenta a los elementos de la naturaleza, contra la furia del mar, entre los rayos y la ventisca, hasta perderse finalmente en el crepúsculo de un inmenso vertedero.


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Fotografías por

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Eduardo JosĂŠ Villanueva

Ilustraciones: Mar ortiz/pecasenlamirada.com


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Jos茅 Antonio Olmedo L贸pez-Amor


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David Acebes Sampedro

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gema Rebolledo

Ilustraciones: Mar ortiz/pecasenlamirada.com


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SUSANA HERRERA

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