Resistencia en las fauces de la dictadura

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LA CÁRCEL

Resistencia en las fauces de la dictadura Cecilia Duffau Hablar de la dictadura es hablar de represión y de resistencia, dos términos de una misma ecuación que tironearon durante 12 años, hasta que uno pudo más. Y no puedo evocar la resistencia sin la palabra “mujeres”. En especial las mujeres –más de cincuenta– que murieron víctimas de torturas, enfermedades no atendidas o desaparecieron en cuarteles, cárceles clandestinas (uruguayas o argentinas), penales, o fueron fusiladas durante aquel amargo tiempo. No puedo evitar pensar en las mujeres presas, que sabiendo que estaban en las fauces del león vencieron el miedo resistiendo los planes destructivos de los militares. Caí en Punta de Rieles (Establecimiento Militar de Reclusión 2) en las postrimerías de la dictadura, cuando ya el batacazo del No, en el plebiscito del 80, había firmado el certificado de defunción de los militares; caí después de la “manifestación de la sonrisa” de noviembre del 81, cuando la resistencia crecía amenazante de democracia. En el penal las compañeras venían de soportar durísimos años de represión. La lucha contra la despersonalización y la locura llevaba igual número de años. Las sucesivas direcciones del penal habían intentado transformar a mujeres capaces de analizar la realidad, tomar decisiones y actuar –como eran aquellas militantes– en seres anodinos, desestructurados, sometidos, aislados, incapaces de incidir en la realidad. Contra eso apuntaba la resistencia. Una resistencia cultural, psicológica y política. Los militares creyeron que el hacinamiento armaría lógicamente un nido de víboras. Pero las compañeras lograron hacer de la vida colectiva un bumerán. Los lazos de solidaridad que tejieron, por encima de organizaciones y diferencias políticas, asentaron una sólida y resistente urdimbre. Mucho hay para contar, pero hoy quiero subrayar la resistencia contra el “trabajo forzado” que se prolongó casi por diez años. Instaurado en 1974, consistía en realizar trabajos inútiles o sumamente pesados, como apisonar calles internas arrastrando rodillos inamovibles por una persona, salir a la quinta a plantar en plena helada o al rayo del sol para después terminar consumiendo un “rancho” grasiento, detestable. La obligación era pareja sin miramientos de edad o estado de salud –algunos muy graves–. En lugar de ser una herramienta de dignificación el trabajo era humillante. La indignación y la rebeldía hicieron que el “trabajo a desgano” ganara terreno: muchísimas compañeras fueron sancionadas “por absoluta falta de voluntad”. Más adelante empezaron las negativas abiertas, en principio a trabajar en tareas vinculadas a la propia represión, como pintar toletes, trabajar en la construcción de los calabozos o pintar los vidrios para impedir la vista. La negativa fue venciendo nuevas barreras, sumando compañeras, hasta que un día nos rebelamos definitivamente. Tengo también grabada en la memoria la resistencia a la “incomunicación”. El lenguaje de las manos, sustituyendo la voz, encendió el silencio, atravesó muros, caminó rendijas. La tos simulada fue, por años, único sonido de alerta, de peligro cuando una compañera era conducida a un destino desconocido. Las viejas y queridas hojillas Job viajaron bajo la lengua o en dobladillos con mensajes urgentes, con documentos políticos o con libros inolvidables. Los vientos de la resistencia llegaban al penal con los ecos del Primero de Mayo del 83. Empezó una batalla sin igual por acortar distancias. Habíamos empezado perforando las mamparas con la pequeña brasa del cigarrillo, con agujas de tejer. Avanzamos abriendo ventanucos con los cuchillos de la comida. Nos quitaron los cuchillos y nos cerraron las ventanas con candados. Entonces sacamos las fallebas. Hasta que un día supimos que había llegado el momento. Todos los sectores, el mismo día a la misma hora, tiraríamos las mamparas abajo.


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