DL: B 26762-2018 ISBN: 978-84-947771-8-9 Copyright 2018. SEPAR Coordinadores: Carme Hernández, Eusebi Chiner Edición y diseño: AlaOeste Communication Management Ilustración: Silvia Barrios Editado y coordinado por Editorial Respira RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DEL PULMÓN-SEPAR Provença, 108, Bajos 2ª 08029 Barcelona - ESPAÑA Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida en ninguna forma o medio alguno, electrónico o mecánico, incluyendo las fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de recuperación de almacenaje de información, sin el permiso escrito del titular del copyright.
Prólogo Tenéis en vuestras manos el libro I Premio SEPAR de Relato Breve, que fue convocado en el seno del Año SEPAR 2017 de los Retos Respiratorios. Este es el fruto final. Treinta y un relatos, treinta y una historias, treinta y una vivencias que confortan nuestro espíritu, y llegan a nuestro corazón. Nuestro mundo está rodeado de escritores en potencia, capaces de describir el pasado, nuestra actitud ante la vida, capaces de cautivarnos con sus historias y de hacernos cómplices, pues ponen en su pluma aquello que nosotros mismos pensamos día a día. Descubrimos que aquello que estamos leyendo nos ha sucedido o podido ocurrir a nosotros. Nos preguntamos cómo sabe el escritor aquello que nos está aconteciendo. Precisamente, porque el escritor que nos llega al corazón, es alguien como nosotros, que sabe plasmar nuestros sentimientos, y es capaz de moverlos. Es autor y personaje que nos convierte en protagonistas, para atraparnos en la trama de la narración. Decía Italo Calvino que lo que conduce el relato no es la voz: es el oído. Los autores que componen esta obra han oído mucho, pero sobre todo, han escuchado. Han escuchado las voces de los pacientes, la voz propia del que sufre la enfermedad o del que la acompaña, su propia voz. Y desde su imaginación, nos muestran aspectos muy diferentes de la medicina respiratoria, los que no aparecen en los libros de texto, enlazando el pulmón con el amor, la ternura, el sufrimiento, la muerte, y sobre todo, con la esperanza. Como en todos los concursos, hay unos premiados, a los que hay que aplaudir y felicitar. Junto a ellos, hay otros muchos escritores que alguna vez también serán reconocidos y por ello no deben cesar en su empeño de oír, escuchar y escribir. A todos les rendimos homenaje en esta obra, que surgió como un reto, un desafío, que entre todos, personajes y autores, hemos podido afrontar y superar con alegría. Eusebi Chiner Vives y Carme Hernández Carcereny Coordinadores del Año SEPAR 2017 de los Retos Respiratorios Directores de SeparPacientes
PREMIO SEPAR DE RELATO breve 2018
1r PREMIO / Un beso, un susurro y un «te quiero». Jordi Estellers i Castellví 2º PREMIO / Transparente y mortal. Guillem Chiner Betlloch 3r PREMIO / El albatros. M.ª Luisa Rodríguez Fidalgo
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OTROS RELATOS
Historias de aguja y lana. Virginia Almadana Otra vida. Virginia Almadana Mi paleta de colores. María José Amante Guirao Y respiré tranquila… María Álvarez Martín Alguien para recordar. J. L. Baños Vegas Diferente. Claudia Cañellas Cabezas Y a mí, ¿quién me anima? Lorenzo Cañellas Vallespir Importante relación equipo médico-paciente. Carme Carrancà i Nieto Maternidad y salud respiratoria. Carme Carrancà i Nieto Querida yo del futuro. Gema Castellanos Serra Cosas que no me dijeron. Gema Castellanos Serra La pareja perfecta. Rosa M. Coria Carrasco La flor de loto. Esther Castillo Palencia Miel con limón. Guillem Chiner Betlloch Al fondo a la derecha. Rocío García García Solo uno más. Francisco García Ruiz Verónica de visita en el hospital. Vilma Rocío Gómez Prada Respirando vida. Mercedes González Lara Éxodos permutables. María Isabel Jódar Lorite Vida robada. María Isabel Jódar Lorite Salir del pozo. Patricia Milagros Lazo Meneses Siempre alerta con asma grave persistente. Sonia Morales Montaño Respirar. Marian Ortiz del Amo Bocaditos de aire. Isabel Pantoja Díez Un ángel en nuestro camino. Do Pons Ruiz Un puente de colores. Carol Simon Tomás El aliento del verano. Yolanda Torralba García El viaje de vuelta. Marisa Velasco Quesada
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PRIMER premio
Un beso, un susurro y un «te quiero» Jordi Estellers i Castellví
2 de junio de 1998 Estoy muy triste. Hoy ha muerto mi abuela. Con ella se ha marchado la mitad de mi corazón. Me pregunto cómo será la vida a partir de ahora. No me imagino cómo continuaremos viviendo sin ver su sonrisa, sin comer sus pasteles y sin escuchar sus historias. De camino al cementerio, le he preguntado a papá si él creía que un día volvería a ver a la abuela. Él me ha contestado que los muertos nunca vuelven, porque allí donde van están mucho mejor. Le he pedido que me prometa que, si un día se muere antes que yo, venga a verme de vez en cuando. Él me ha dicho que utilizaría el viento para comunicarse conmigo. Lo que ha dicho era precioso y me ha hecho llorar… «La brisa jugará con tu cabello, subirá a tu mejilla para besarte y después te susurraré al oído un “te quiero”». Menos mal que tengo a papá; cada día que pasa me siento más unida a él. 15 de agosto de 1998 Otro cumpleaños fantástico. Hoy he cumplido los dieciséis. Papá me ha regalado un ramo de rosas y la matrícula en la autoescuela para sacarme el carnet de ciclomotor. También me ha prometido que nunca olvidaré el regalo de la mayoría de edad… ¿Y si realmente es un coche…? ¡No puedo creérmelo!
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Un beso, un susurro y un «te quiero»
20 de octubre de 1999 ¡Esta noche Marcos me ha besado! Es tan guapo… me parece que lo nuestro va en serio. Le he pedido que para el día de Todos los Santos venga a comer a mi casa para que le conozcan papá y mamá. Espero que les caiga bien… 2 de noviembre de 1999 Marcos le cayó genial a papá. Estuvieron riendo y hablando toda la comida. Me siento muy feliz. Mamá no me dice lo que piensa, pero por su forma de mirarlo creo que le gusta. Ella siempre hace lo mismo, pero en el fondo estamos conectadas. No la cambiaría por nada del mundo. Y Marcos… es un cielo. Me gustaría compartir el resto de mi vida con él. 3 de junio de 2000 Hoy me ha dolido el pecho todo el día y me ha costado concentrarme. Supongo que serán nervios. La verdad es que la selectividad va a acabar conmigo. Me parece una carga enorme, pero estoy preparada. Si quiero ir a la universidad y ser arquitecto, tengo que sacar una buena nota. Además, no quiero decepcionar a mis padres; ellos han hecho tanto por mí… 25 de junio de 2000 Hoy me he desmayado a la hora de la comida, debe de ser por el estrés. Papá y mamá están asustados y quieren llevarme al médico, pero yo tengo muchas cosas que hacer. Queda poco para que vaya a vivir con Marcos y tengo que vaciar mi habitación, elegir la ropa, preparar las maletas…Compartiremos apartamento y estudiaremos juntos. Me faltan horas en el día, creo que voy a explotar.
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Un beso, un susurro y un «te quiero»
15 de julio de 2000 ¡Vaya mierda! Hace dos días me desmayé en plena calle. Una ambulancia me trajo al hospital y ahora me tienen aquí en la cama. No me dejan levantar, solo para ir al baño. Nadie quiere decirme lo que ocurre, pero mamá no deja de llorar, papá no se separa de mí y Marcos ha dejado de trabajar para quedarse todo el tiempo a mi lado. Espero que no sea grave, se preocupan demasiado. Tengo suerte de que me quieran tanto. 18 de julio de 2000 Hoy he escuchado una conversación con el médico. Ellos pensaban que dormía, pero estaba escuchando. Estoy muy asustada. El médico dice que tengo algo en los pulmones, que no aguantaré mucho y que necesito un trasplante. Tengo miedo. Esto no me puede estar pasando a mí. Solo tengo ganas de llorar. 22 de julio de 2000 Esta tarde he estado hablando con papá y mamá. Marcos no estaba. Tengo miedo. Ellos me apoyan, pero tienen tanto miedo como yo. Mamá no deja de llorar, parece que le martiriza la idea de perderme. Papá estaba más tranquilo, como siempre. Él siempre sabe tranquilizarme. Me ha dado un abrazo muy fuerte durante mucho rato, me ha besado y me ha dicho que me quiere. 31 de julio de 2000 Hoy es el último día que escribo en mi diario hasta después de la operación. El médico dice que tienen que bajarme las defensas para reducir el riesgo de rechazo y estar preparada por si aparece un donante. Mis pulmones se apagan y no podré aguantar mucho más. Papá, mamá y Marcos son mi único apoyo. No me atrevo a hacer planes de futuro, pero me niego a perderlos. 15 de septiembre de 2000 Hace un mes de mi operación. Los médicos dicen que los pulmones que me han puesto eran sanos y fuertes. He tenido mucha suerte y, además, coincidió con el día de mi cumpleaños. 10
Jordi Estellers i Castellví
Papá ha tendido que salir de viaje y no lo he visto desde la operación. Parece que le ascendieron en su trabajo y que ha tenido que ausentarse por unos días. Mamá sigue llorando, es tan vulnerable… Marcos me mira con un brillo especial en los ojos; creo que después de esto, cuando todo termine, quiere pedirme que nos casemos. 15 de noviembre de 2000 Cuando le he preguntado a mamá por qué no he vuelto a ver a papá, me ha dado una carta de papá que necesito copiar para estar segura de lo que pone: Querida Rosa: Si llegas a leer esta carta ya habrás cumplido tus esperados 18 años y el oxígeno estará llenando tu pecho, esa fue la promesa que me hicieron los médicos que te operaron. No imaginas cuánto lamento no poder estar a tu lado en estos momentos, pero he decidido hacer realidad la promesa que te hice una vez en tu cumpleaños: regalarte algo que no olvidarías durante el resto de tu vida. Cuando me dijeron que ibas a morir, se me rompió el alma y me planteé mi existencia. Me doy cuenta de que, sin ti, yo no podría seguir viviendo. Por eso decidí dejar de luchar contra mi esclerosis y organizar el trasplante posterior de mis pulmones: mi vida a cambio de la tuya, sin condiciones, para que hagas con ella lo que quieras. ¡Vive y sé feliz! 15 de agosto de 2010 Hoy, como cada año, hemos ido al cementerio a celebrar mi cumpleaños. Por primera vez, hemos llevado a mi pequeño Óscar con nosotros. Mamá está envejeciendo muy deprisa, creo que la pena es más fuerte que ella y los años le pasan factura. Ya hace diez años que perdimos a papá, pero ella no se acostumbra, por eso está viviendo con nosotros. Marcos ha tomado el papel de padre de familia, y la verdad es que cada día que pasa me recuerda más a papá, tan serio, tierno, tranquilo… Al marcharnos, también como cada año, he sentido de nuevo que «la brisa jugaba con mi cabello, subía a mi mejilla para besarme y después me ha susurrado al oído un “te quiero”». Sin duda, papá sigue a mi lado…
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SEGUNDO PREMIO
Transparente y mortal Guillem Chiner Betlloch
Ahora lo veo todo con más perspectiva. Desde que me dieron el diagnóstico, no he dejado de pensar en todas aquellas cosas que siempre he considerado verdades, en todas aquellas manías estúpidas a las que me he aferrado durante años y que me han hecho tener esta personalidad que ahora tanto odio. Mirando a través de la ventana el mundo del que vengo, ese mundo que siempre creí un paraíso, me doy cuenta de que no vale la pena mirar, de que lo verdaderamente malo no se ve con los ojos. Siento como algo cercano mi primer día en el taller con mi padre, con solo doce años, barriendo el suelo y engrasando las radiales, aunque no me dejó usarlas hasta los quince. Me decía que eran herramientas peligrosas, que me podía rebanar un dedo. Jamás me corté un dedo con esa máquina, pero sé que el mayor daño que me ha hecho no produce sangre. La nave en la que trabajábamos no era muy grande, con mesas de trabajo y máquinas cortadoras de piedra dispuestas de manera ordenada, iluminadas escasamente por unas pequeñas ventanas en la parte superior. Reconozco que siempre ha habido mala ventilación, porque, a no ser que tuviéramos las puertas abiertas, a lo largo de una mañana de faena se formaban grandes polvaredas que casi nos impedían vernos el uno al otro. Todos quieren tener sus alféizares, escalones y mesas de terraza; todos quieren que sus familiares tengan un recuerdo que los acompañe durante la eternidad. Pero mi lápida ya está hecha, y la tengo dentro, convirtiéndome en un peso muerto que no tiene más futuro que caer al agua y hundirse.
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Guillem Chiner Betlloch
Creo que formo parte de la cadena humana que acabará por destruir todo lo que nos rodea. Gran parte de mis encargos han sido encimeras de cocina y otras partes de la casa que se suelen recubrir de mármol. Siempre cortado con mi mejor empeño para amueblar todas aquellas construcciones que ahora me ahogan desde dentro, construcciones por las que he dado la vida. Basta con observar las negras cortezas de los árboles para darnos cuenta de que la contaminación ennegrece nuestro entorno, asfixiándolo a él también. Pero seguimos sin hacer caso de lo que nos dicen y, aunque veamos una columna negra humeante hacia el cielo y tosamos contemplándola, seguimos creyendo que no va con nosotros, que es cosa de otra galaxia. Y yo, que tuve colgada en un armario aquella mascarilla que por orgullo jamás me puse, miro por la ventana y pienso en toda aquella gente aspirando su muerte. Cuánto bien les haría ahora ponerse una, antes de que sea tarde y se miren desde donde yo los miro. Respiré durante más de cuarenta años un diminuto asesino llamado sílice que se fue asentando en mis alvéolos. Y reconozco mi error, y sé que me lo dijeron: que iba a tener problemas. Pero jamás dejé de cortar y cortar piedra, creyéndome por encima de todo, pensando que era el poseedor de la verdad. Ahora he cambiado de parecer, pero es tarde. Todas las veces que he maldecido el reciclaje, que he tirado pilas al monte y que he dejado el grifo abierto mientras me lavaba los dientes han contribuido a la enfermedad crónica de esta sociedad. Pero, aunque sepamos perfectamente que las altas chimeneas de las fábricas son como agujas perforando la capa de ozono, creemos que podemos coser nuestros problemas añadiéndoles un simple hilo. Cuando eres joven y ves tu vida por delante, no te paras a pensar en la muerte; pero cuando llegas a tocarla, sí buscas saber cómo has llegado a ella, o, al menos, eso me ocurre a mí. Y sé cuál ha sido mi camino, y aun sabiéndolo, tomé el equivocado.Y también sé que dentro de unos años, cuando los hospitales empiecen a llenarse de pacientes que han llevado una vida sana, que han comido bien y han hecho deporte pero, sin embargo, les detecten enfermedades más graves aún que la que acabará conmigo, cuando el mundo enferme finalmente del veneno que él mismo ha creado, intentará curarse con su propia medicina y seguirá viviendo en su propia mentira. Y la vanidad humana hará esconder su fracaso, y será ella la que nos haga pensar en lo mismo de siempre: en que hay que dedicarle una bonita lápida a nuestro queridísimo familiar, a ese que jamás rompió un plato, que nunca fumó y jamás abusó de nada, que lo único que hizo mal no fue moverse en bicicleta, sino estar casado, sin saberlo, con un entorno viciado de rugidos y
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Transparente y mortal
cláxones. Y esa lápida se la encargarán a alguien como yo, que, también sin saberlo, esté tallando a la vez su propia tumba con un mármol tan pulido y brillante que reflejará una sociedad preocupada en lo visible y superfluo, respirando un aire transparente y mortal.
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Tercer PREMIO
El albatros M.ª Luisa Rodríguez Fidalgo
Sara tiene 85 años, pelo canoso, brillante y bien peinado, al natural, no de peluquería, y no es muy alta. Va vestida con sencillez, huele a jabón de lavanda. Las manos frías, dedos largos y piel fina. Las uñas cortas y arregladas aunque sin pintar, ya le pasó el tiempo de presumir. Y «lleva recorrida una vida de disciplina y austeridad», nos hace saber cuando se deja caer en la silla de nuestra consulta de enfermería, con todo el peso de su vida. Es de esos ancianos que rotan por las casas de sus hijos de tres en tres meses. Ahora le toca en el norte, cerca de donde nació. No ha perdido su acento. Le gusta ver batir el mar contra las rocas. «Nada como el Cantábrico para sentir la bravura del mar», dice. ¡¡Ay!! Ese olor inconfundible a algas, salitre, verdín y brisa marinera. «Si me preguntan, prefiero estar con el hijo». Su hijo vive tierra adentro, en la meseta; allí hace mejor tiempo más días y puede pasear, los nietos revolotean a su alrededor y la besan «con ruido» a la vuelta del cole, nunca está sola y la gente del pueblo es amable. Pero su tierra es su tierra. Aquí nació, y vivió, y se enamoró de Darío, pescador de raza que patroneó su propio barco, El Albatros. Tuvieron cuatro hijos antes de que se lo llevara la mar una noche de tormenta.«De aquella se salía a la mar, ahora amarran la flota en días como ese». Fue entonces cuando aprendió a fumar, su amiga Cuca le dijo que calmaba los nervios. Desde ayer, está con su hija soltera, la única que se ha quedado aquí: «Tiene la casa muy colocada, chica, casi no te puedes ni mover por si se rompe algo». Y bueno, «los viejos estorbamos, ya sabes: que si el aparato del oxígeno se oye en toda la casa, que si tiene mucho eco, que si mira que te levantas veces a orinar por la noche, mamá, que si un día te vas a caer y te romperás la cadera y entonces a ver qué hacemos. Está acostumbrada a vivir sola esta hija, con la lata que me dio de pequeña. Se va pronto a trabajar y no vuelve hasta la tarde, y me raciona el tabaco». 17
M.ª Luisa Rodríguez Fidalgo
Ya no le queda más que una amiga aquí que «anda con un poco de Alzheimer, está empezando, pero, oye, mientras no se le olvide jugar al tute… ja, ja» .Se ríe. «Cuando me voy de aquí, nunca sé si será la última vez que nos veamos», dice pensativa. Sara lleva oxígeno y, al cambiar de Comunidad, le toca hacer la ruta del médico, como ella la llama. «Mira que vengo todos los años, ¿eh? Ya tendrían que conocerme en este hospital». Por la mañana lee el periódico después de desayunar en la salita que da al mar. En la mesa camilla asoma un cigarrillo desde la cajetilla racionada que su hija le deja a mano todos los días; «por no discutir», dice. En la consulta tenemos un día de esos movidos y empezamos con algo de prisa las preguntas. —El oxígeno, ¿se lo pone todos los días?— pregunto. Un rato casi todos los días, algunas veces duermo con él y otras veces no. —Y ¿fuma? —Lo que puedo —hace una pausa—; con el oxígeno, no, porque me quemé. —Pero, fuera del oxígeno, ¿cuánto fuma? —Ya te he dicho: lo que puedo. Si me ponen una cajetilla, entera. —¿Sí? ¿Y usted no comprende que…? —Yo lo comprendo todo —interrumpe—, pero ya no me importa. Sara sonríe con el descaro del vencedor. Ha captado por completo mi atención. Y la miro con ánimo de ver. Y en su mirada entiendo un «por fin». Cambio el paso. —¿Usted no se da cuenta de que, si fuma, el oxígeno no le hace nada? —No, eso no lo sabía, eso me lo has dicho tú ahora. La cara seria pero agradable, ojitos pequeños y vivarachos que no pierden detalle; sin duda, fue guapa. Culta, gran conversadora, interesante y de vuelta de casi todo. Lleva a sus espaldas una vida entera que no le cuesta contar sin reparos. No es ella la que tiene prisa. Ya no. Después de la encuesta, la invitamos a un Aula Respira, nos conquista. —¿Una clase? ¿Ahora, a mis años? ¿Y venir aquí desde tan lejos? Pero es curiosa, percibimos su interés y no nos cuesta convencerla. La conquistamos. —¿Y qué se hace en esa clase?— pregunta intrigada. —Juntamos a un grupo de personas que llevan oxígeno y explicamos qué es y para qué se pone, hacemos unos ejercicios de gimnasia y hablamos, resolvemos dudas. También hay quien cuenta su experiencia con el oxígeno. —Bueno, pues bien. Si me trae mi hija, yo vengo. —También hablamos del tabaco y hay quien cuenta cómo dejó de fumar. 19
El albatros
—No. Yo no dejo nada, chica. ¡Si no me queda nada! —sube un tono la voz—. Estoy para irme ya. Yo no me encuentro mal. —Vuelve a la suavidad—. Mira: yo vivo sin disciplina, te lo digo de verdad, he llevado mucha disciplina y ahora no me da la gana, ahora quiero vivir… libre. —Cuenta con los dedos—. Entre lo tonta que te quedas, porque la cabecita ya no te funciona igual, que las comidas no te sientan bien, que no puedes ir donde quieres, esto es una M. Es una enfermedad: vejez. —Hay quien dice que la vejez no es una enfermedad. —¿Ah, no? ¡¡¡Pues que me lo digan a mí!!! Al terminar, la vemos alejarse con su hija por el pasillo del hospital. Va riñéndola por haberse enrollado mucho. Ella se da la vuelta y, como despedida, nos dedica un gesto de complicidad, poniendo los ojos en blanco: «Lo que hay que aguantar». Luego, ya de vuelta a casa, enciendo el ordenador y repaso lo que dijimos la última vez en el Aula Respira, por si hay algo que cambiar. Pienso en Sara y en los otros nueve pacientes del próximo miércoles, sé quiénes son, conozco sus historias, puedo adaptar la clase al grupo, no como cuando empezamos. Antes de incorporar a los alumnos, las Aulas Respira nos parecían fáciles: teníamos las herramientas de la SEPAR (PowerPoint incluido), un lugar adecuado y mucho ánimo. Pero la primera vez no nos salió muy bien, la verdad. Y aprendimos. Si se trataba de que manejasen su enfermedad, había que darles herramientas y enseñarles los cuidados. Pasamos de creernos expertas a querer que ellos lo fueran, y resultó que aprendieron y nos cuestionaron. Y aprendimos a adaptar los cuidados a su vida y no al revés. Empezamos por escuchar, con el ánimo de entender. Y ahora observamos, empatizamos, pactamos, negociamos. Ellos nos enseñan a enseñar a otros. Veo a Sara sentada al lado de Cándido, un viejillo pillo de ojos azules que se apunta a todas las que hacemos (vive enfrente del hospital). Él dice que «la clase le sirve de refuerzo, que le ayudan a llevar lo suyo», y que así ve qué les pasa a los otros. «Siempre veo a alguien que está peor que yo», ríe. A cambio, él, que fue duro de roer, explica con soltura cómo le iba y cómole va ahora. Ahí están sentados los dos. Y no puedo evitar sentirme como en un día de examen. Íbamos a enseñar y tuvimos que empezar por desaprender. De momento, y aunque queda mucho por hacer, hemos conseguido que nos concedan este baile y nos hemos tirado a la piscina con ellos. En esta aventura juntamos experiencias. Hemos aprendido a respetar. Cada vez somos más conscientes de la importancia de nuestro actuar. Pero eso, compartido con ellos, ya no nos da miedo. 20
Otros relatos
Historias de aguja y lana Virginia Almadana
Desde el día en que casi no lo cuenta, todo había cambiado para ella… En el momento en que el Dr. Jameson se acercó a su cama, con el ceño fruncido y la mirada vacía, como si estuviese de viaje fuera de la habitación, lo supo. Estaba condenada… Una caja y media de cigarrillos rubios al día habían sido su delito. Rogó, suplicó en silencio, pero los astros no estaban ese día de su parte y el doctor pronunció las fatídicas palabras. No era tonta. Pero estaba decidida desde lo más profundo de su ser a no derramar ni una sola lágrima. —No me dejaré vencer, nada podrá con mi espíritu. Y, al principio, así fue. Siguió disimulando su sonrisa, siguió sorbiendo la sal de sus lágrimas. Fue en ese camino donde las conoció. Ana había sido artista, actriz de teatro venida a menos que emanaba glamour por cada poro de su piel… Una vida vivida de forma intensa y un retiro solitario. Enseguida se hicieron amigas. María fue un hueso más difícil de roer. Se encontraba en esa fase en la que estás enfadada con todos tan solo porque ellos existen y, en cualquier momento, tú dejarás de hacerlo. No entendía que cada uno tenemos un destino inexorable que nos lleva al punto exacto en el que estamos por alguna inexplicable razón... y eso es inevitable. Ya puedes patalear, rodear el camino, inventar atajos: suele ser imposible evitar al lobo. El truco de esta loca vida es ser más lista y hacerse amigo suyo. Pero, claro, María tenía dos hijos pequeños y su rabia era tan profunda que dolía verla. Se conocieron allí, sentadas las tres en el sillón, esperando recibir una dosis de vida y muerte, una dosis extra de esperanza. Y, poco a poco, los lazos que las unieron se fueron estrechando. Ana tejía kilos de bufandas esperando el invierno, María juraba a todos los santos de los cielos y ella guardaba 21
Historias de aguja y lana
silencio. Y como quien no quiere la cosa, tejieron hilos invisibles de amor y compresión, de acompañamiento mutuo, mientras deshilaban las madejas de la historia de sus vidas, llenando así los días de curiosidad las unas por las otras. Ella contó cómo conoció al amor de su vida, el primero que le hizo el amor y le puso un cigarro en los labios… y cómo lo dejó marchar, siendo incapaz de comprometerse con nadie después de eso y dando bocanadas impulsivas a cada maldito cigarro que le sabía amargo como la ruptura. Ana habló de sus noches de teatro, de vino y amantes desenfrenados, y de la nostalgia que sentía al recordar a su abuela, que era como una madre para ella, y que olía a agua de limón, y que, cuando murió, siendo ella aún una niña, la enterraron con los zapatos puestos. María lloró y lloró y lloró un río, y ya no maldijo más. Y un día, sin saber cómo, aceptó que la vida es una ruleta, pero que siempre, siempre, hay que apostar a ganar. Y juntas se cogieron de la mano y esperaban el veredicto del doctor en cada revisión, mientras continuaban tejiendo lazos de amistad y amor. Un día, Ana comenzó a ahogarse. No podía tumbarse en la cama, necesitaba dos almohadas para poder descansar. Dar un pequeño paseo al cuarto de baño suponía el reto del día. Dejó de tejer. Y, a sabiendas del destino inexorable, continuaron contando historias de vida. María tomó las agujas de punto y continuó la bufanda inacabada de su amiga. Tres meses después, Ana se fue. María terminó la bufanda y rodeó con ella el cuello del nuevo paciente que ocupaba la sala. Tras el duro camino del tratamiento con quimioterapia, María terminó superando su cáncer de pulmón y retomando las riendas de su vida, guardando en la memoria a Ana durante el resto de sus días. Ella nunca volvió a ser la misma. A pesar de su optimismo natural, de su sonrisa prendida siempre en su boca, estaba rota por dentro… seguía recordando a su viejo amor, a los amigos perdidos en el camino… Repuso sus trozos rotos como pudo, intentó mantener el tipo, pensar en cosas positivas, pero lo único que terminó ayudándola a recomponerse fue acudir cada semana al hospital de día a ofrecer su apoyo a los nuevos pacientes...una taza de café y una bufanda a los solitarios, a los perdidos, a los asustados, a los que aceptan, a los que no, a los que a veces tienen un poco de frío y solo necesitan una mano amiga que comprenda su dolor.
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Otra vida Virginia Almadana
«Dame la mano y camina». Su voz retumbaba en mi cabeza como si me hubiesen dado un martillazo. Una soga alrededor de mi cuello, una sábana liada en mi cabeza… una suave y mortal almohada de plumas oprimiendo mi garganta, mi boca, los orificios de mi nariz… Aire, solo un poco más de aire fresco… que dejara mi mente vacía de ruidos, libre para concentrarme en mi tarea. Que me permitiera llegar al final del camino, al final, tan cerca y tan lejos, tan solo a unos pasos del punto de inicio. Allí, al final, ella… esperándome vestida de blanco, con una sonrisa limpia, fresca, luminosa, llenándome la boca de aliento con su risa de cascabeles. Y yo, sin poder pensar, sin poder llegar, sediento como estaba de aire. Sintiéndome frágil, casi suspendido, volando como una brizna ligera, pero sin poder controlar el rumbo que me dirigía hacia ella. En mi cabeza aturdida, suplicando… Solo un poco más de aire. Algo tan sencillo como respirar se había convertido en un suplicio. Tantos días agotándome un poco más, dejando escapar pequeños suspiros de vida, que no sabía si sería capaz de aguantar. Contando los segundos, los minutos, los días, en una espera eterna. Y mi cabeza aturdida seguía retumbando: «Dame la mano y camina… ¡Camina!». Pero ¿cómo dar un paso si se me iba la vida? «¡Camina!». Pero ¿cómo pensar más allá de aguantar el último suspiro con un único objetivo? Llegar al final del camino, donde ella aguardaba vestida de blanco. Solo un hálito de vida, solo un pequeño átomo de oxígeno para insuflarle un beso de vida por siempre jamás… «¡Venga!, ven a mí y camina…». De nuevo, su voz y mi tortura. Esa asfixia infinita, esa coraza, esa locura, esa sensación de flotar a la deriva. Sintiendo que ahora sí, que ahora ya se me iba la vida… Volver a nacer… «¡Respira!».
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Otra vida
Abriendo los ojos despacio, sintiendo puñales clavados en cada espacio de mi cuerpo, con la mente cansada de toda una vida y el alma vieja flotando de vuelta de lugares profundos y olvidados… Un abismo… De pronto, tan lleno de vida y de aire que casi me deja ciego y sordo y loco. Arrasado de lágrimas y gratitud, insuflado de vida, una insuflación lenta y dolorosa, profunda y satisfecha… de esos dolores que llenan el alma de gozo. Sintiendo la vida de otro dentro de mí, conectados por hilos invisibles, hilos de generosidad, hilos de inmenso amor… El sabor agridulce de saber que la vida de otro te ofrece una nueva oportunidad. Incrédulo, dichoso, de nuevo teniendo en mis manos el poco preciado poder de decidir el rumbo de mi vida, de andar el camino ya antes andado. Con el claro objetivo de llegar hasta su risa, de llenar de aliento con un beso infinito los labios de la mujer de mi vida. Por fin, «¡respira!».
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Mi paleta de colores María José Amante Guirao
Gris. No veía nada, no escuchaba nada. Me sentía confundida y, en mi interior, una nube de color gris me rodeaba y abrazaba hasta producirme una sensación de ahogo y angustia que nunca antes había sentido. Algo me estaba sucediendo que no sabía determinar. No podía ponerle nombre a esa sensación. Mi cuerpo estaba tenso, no funcionaba bien. De repente, mi caminar era lento, inseguro, titubeante. No recordaba haber sentido esa experiencia angustiosa y amenazante anteriormente, ni recordaba esa sensación de nebulosa que me envolvía y que me impedía respirar. Me sentía imposibilitada, inmovilizada. No podía pedir ayuda, no podía articular palabra, el aire no salía de mi boca. Tampoco entraba por ella y, si entraba algo, no lo apreciaba y no sentía que me proporcionara vida. Al contrario, estaba perdiendo la conciencia, esa vida que notaba que se me escapaba. Y la nebulosa gris que me rodeaba desde hacía unos instantes estaba oscureciendo y se tornaba de un negro profundo. Estaba sumergida en una oscuridad total. Negro. De repente, todo se tornó negro. Simplemente, no sé qué pasó. Todo lo que había a mi alrededor se paralizó. Yo me paralicé. Algo pasó o alguien pasó que me acercó de nuevo a la vida, porque al despertar sentí que mis párpados se movían lentamente apreciando una cierta claridad borrosa. Sombras. La nebulosa gris, casi negra, había desaparecido y comencé a percibir discretamente sonidos y voces que jamás había escuchado. Ya no sentía esa sensación de mareo y de parálisis que había sentido antes de despertar, antes de sentir esa falta de aire, o, mejor dicho, antes de no sentir nada. Percibía que 25
Mi paleta de colores
ahora sí entraba el aire por mis fosas nasales y, aunque apreciaba que se paraba y que quedaba como bloqueado y que no se esparcía bien por mis pulmones, el aire entraba. Y este aire o ese oxígeno que me proporcionaba esa botellita que tenía encima de mi cama hacía que sintiera que había vuelto de nuevo a la vida. Hasta ese momento, yo había llevado una actividad frenética, laboral y personalmente hablando, y no había reparado en la salud, gracias a que nunca me había faltado y a que el estrés diario no me dejaba tiempo para hacerlo, por lo que, esa mañana, la circunstancia y la experiencia de despertar en una cama de hospital conectada a un respirador de oxígeno y rodeada de sueros me golpeó de forma contundente. Hasta ese momento, no me había permitido avanzar hacia otra realidad en la que no predominara la salud y el bienestar. Las personas solo cambiamos de verdad cuando nos damos cuenta de las consecuencias de no hacerlo, y a veces es demasiado tarde. Por ese motivo, cuando comencé a sentir los primeros síntomas de mi enfermedad (cansancio, taquicardia, disnea, falta de aire, mareo), en lugar de acudir al médico, continué con mi ritmo de trabajo. Sin fuerzas, pero continué, en lugar de dar prioridad a lo más valioso, a mi salud, a mi vida. Y así me fue. Violeta. Pero violeta oscuro. Sentía miedo, no sabía quéme sucedía. De repente, me había «parado», en el sentido literal de la palabra: me levantaba y la fatiga me obligaba a acostarme, andaba dos pasos y me mareaba, no podía quitarme las gafas nasales que me proporcionaban oxígeno y eso me asustaba, y mucho. Nunca antes había experimentado nada igual. La amabilidad, cordialidad y profesionalidad de enfermeras y médicos que me atendieron permitió que comenzara a aclararse ese tono oscuro de violeta, y la confianza que me transmitían y sus mensajes de ánimo permitieron que se tornara en un tono mucho más luminoso. En esos largos e interminables días de hospital, piensas, reflexionas. Pude pensar en todo lo que no había podido pensar antes, porque no encontraba tiempo para dedicarlo a pensar y a hablar con mi interior, y te encuentras con muchas preguntas, pocas respuestas y, sobre todo, con emociones. Emociones que van desde el miedo o más bien pánico por no saber si la enfermedad que te ha atrapado podrá contigo, a la rabia y furia al comprender que el trabajo al que has dedicado con responsabilidad y entrega tu vida te ha fallado, te ha tendido una trampa, trampa casi mortal, ya que te ha ocasionado y provocado esa enfermedad de la que no sabes si podrás recuperarte algún día y que te imposibilita e impide en ese momento realizar cualquier cosa, como hablar, porque al hacerlo sientes que se te escapa el bien más preciado en ese momento: el aire que nece26
María José Amante Guirao
sitas que llegue a tus pulmones y que no puedes desperdiciar. Sin duda, se despertó en mí una emoción de sincera gratitud hacia el personal sanitario que generosamente puso a mi disposición todo su conocimiento para salvar mi vida. Y, finalmente, intentas que se instale en tu vida el sentimiento de la esperanza que permita poder superar y sobrevivir a la maldita bacteria que se coló en mis pulmones y que desafortunadamente cambió mi vida y limitó mi autonomía. Han pasado casi dos años desde aquel día en que se me paró el mundo, cuando me envolvió aquella nebulosa gris y amanecí en una cama distinta a la mía, con un camisón azul que no era el mío y entre sábanas con el nombre del hospital donde me encontraba. Todo ha cambiado. En mi día a día, ahora ha tomado protagonismo mi recuperación, cuido mi nutrición, realizo un sencillo pero constante ejercicio físico, duermo como mínimo ocho horas, me esfuerzo por mantener una actitud positiva a pesar de las circunstancias y he desarrollado un sentimiento hondo de agradecimiento por todas las cosas y personas valiosas que se encuentran cerca y que antes no apreciaba. Ya puedo pasear, puedo hablar y también puedo pensar y meditar aunque mi recuperación total aún no se haya producido. Aquella inoportuna y perversa bacteria se instaló bien a gusto en mis pulmones y, por lo visto, aún no se ha decidido a abandonarlos del todo. Y hasta sonrío e incluso me río y confieso que me ha costado hacerlo, porque me rebelaba ante el desgraciado accidente que había provocado la dolencia y el padecimiento que me acompaña. Intento afrontar los desafíos y obstáculos que esta enfermedad me ha planteado y me sigue planteando cada día con tranquilidad, confianza, alegría e ilusión. Ahora es el color azul de mi cielo mediterráneo y de mi extenso mar el que he fijado e instalado en mi retina y que dejo con mucho gusto que me envuelva. Respiro casi a diario con entusiasmo y a conciencia la brisa del mar, aprecio como nunca antes cómo esa maravillosa brisa entra en mis pulmones, siento que los limpia y regenera, que la inflamación va desapareciendo, o al menos quiero creerlo. Me gusta sentir cómo los lleno de aire y después cómo los vacío cuando expulso el aire inspirado. Sensaciones en las que no había reparado antes y por las que ahora me siento profundamente afortunada y por las que doy gracias a diario. Aprecio y valoro sinceramente respirar y sentir la respiración. Azul. Azul limpio, luminoso, mediterráneo. Ese es el color que ahora me ha atrapado y que adoro.
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Y respiré tranquila… María Álvarez Martín
—De verdad que lo siento, Carlota. Tienes que creerme. Yo no sabía en qué estaba pensando. Yo te quería a ti, pero… Carlota respiraba de forma agitada intentando controlarse para no hacer algo de lo que se arrepintiera, como soltarle un guantazo, por ejemplo… Ya había pasado por esa fase, la fase del enfado. Digamos que ese sentimiento tan doloroso (porque realmente es una reacción que se produce cuando alguien está sufriendo) es uno de los peores sentimientos que hay, y ya no te digo las consecuencias que puede tener… Te enervas, pierdes el control y terminas dañando a otros insultándolos o, peor incluso, agrediéndolos o haciéndote daño a ti mismo. Ese fue el caso de Carlota cuando pasó por esta fase… Lo insultó a él, sí; lo puso a escurrir; lo llamó perro, desgraciado, hipócrita, traidor, mentiroso… Bueno, todo lo que en verdad era él, para ir resumiendo. Pero lo peor fueron los puñetazos que iba dando por las paredes… Ahí estaba marcado uno de los golpes de tan fuerte que le dio. Carlota se puso a mirar el golpe y así se pudo tranquilizar; total, ya había decidido dejar de escuchar tantas bobadas y así evitaba el cabreo. Bastante daño se hizo en la mano, tras tantos puñetazos y platos rotos… Sí, también se puso a romper platos. Ahora se arrepentía. ¡Pobrecitos! ¡Si eran completamente inocentes en toda esa historia! Menos mal que no eran seres vivos y no sentían, porque, sino, no podría llevar ese cargo de conciencia de por vida… La cuestión es que perdió los nervios por completo en aquella situación, los escándalos de aquella reina Juana la Loca no fueron nada comparados con los suyos, y temía volverlos a perder escuchándole a él. Por ello, decidió echar una mirada al pasado por aquella historia para así evitar escucharlo y poner toda la atención en los recuerdos… —Es como si respirase el mismo aire que tú, Carlota. 29
Y respire tranquila…
Y en cierta parte era verdad, o eso había leído una vez: que el tiempo de la inhalación y exhalación del aire que respiraban los enamorados era prácticamente el mismo, pero a saber por qué. Hoy en día se hacen de todo tipo de experimentos y la fiabilidad espoca, pero a ella, que por aquel entonces estaba enamorada, le pareció muy bonito cuando lo leyó y decidió creerse aquel estudio. Por aquel entonces, ella respiraba feliz y con toda tranquilidad, la frecuencia cardíaca y respiratoria disminuían en aquel estado de dicha en el que tanto el corazón como la respiración llevan un ritmo tranquilo. El corazón y la respiración… Siempre se ha puesto al corazón como metáfora para el enamoramiento. Pues, ahora que lo pienso, al estar tan conectados, tal vez se debería también poner de metáfora a la respiración como sentimiento amoroso. Sería gracioso: «Me has roto la respiración, devuélvemela como te la di», o «Mi respiración es tuya, cuídala, no la dañes»… Sí, ¿por qué no? Suena también muy bien. Hay que empezar a usar a la respiración con esa idea, estaría cojonudo. Carlota se moría de risa, ella sola, en sus adentros y, lógicamente, él, que era muy tonto pero no llegaba a tanto, se dio cuenta: —Carlota, ¿me estás escuchando? —No— para qué iba a mentir a un desgraciado que ya no era ni su amigo—. ¿Qué me estabas diciendo? —Te decía que te necesito como al respirar… ¡Toma ya! ¡Pedazo frase! Si es que ¡ya existían frases hermosas que enlazaban el amor con la respiración! Pero qué mala pasada le hizo pasar esta en aquella misma cama hace ya seis meses, cuando su mano temblorosa sujetaba una tila… Nunca lo había pasado así de mal, la respiración se volvía rápida y superflua, no hay una adecuada oxigenación del cerebro y así lo notaba ella… Ansiedad. Eso era según la amiga que la aguantó esa noche: —Es normal que estés así, la noticia es muy fuerte y tú lo querías mucho. Y con la persona que más odias de la facultad… Esa era la justificación de su amiga. Y los días siguientes no fueron a mejor: nudo en la garganta que le impedía pronunciar palabra, incluso le era difícil respirar con normalidad. El sistema nervioso autónomo le enviaba oxígeno a todo el cuerpo para ayudar a los músculos a ejercitarse rápidamente. Le entraba gran cantidad de aire en los pulmones y el sistema nervioso le ordenaba a la glotis que permaneciera abierta, mientras los músculos debían forzarse cuando necesitaban tragar y entonces era cuando se ponía a llorar como una magdalena… Solo después del llanto se sentía mejor y, así, hasta que aparecían otra vez los mismos síntomas y volvía a caer en el llanto. 30
María Álvarez Martín
Según iba pasando el tiempo, mejoraba su estado de ánimo, pero no podía evitar que su respiración fuera lenta y profunda, ni dar suspiros con mucha frecuencia; hasta que, finalmente: —Carlota, por favor, contéstame. Para mí tú eres más importante que respirar. Carlota no pudo evitar reírse a carcajadas tras esa interrupción de sus recuerdos, dejando así al interlocutor completamente anonadado mientras esperaba una respuesta que por fin llegó: —Eres idiota, no tienes otro nombre. Te burlaste de mí, me usaste, me abandonaste, porque eso fue lo que hiciste: abandonarme sin decirme nada, para irte con otra mujer, ¡y qué mujer! Con la que peor me llevaba de toda la carrera… Parece que lo hiciste a propósito. Me tuve que enterar por terceras personas porque ni siquiera me dejaste, simplemente dejaste de hablarme. ¿Ese es el hombre que eres, que ni siquiera te atreves a romper una relación? Me das asco… —Pero… Ya te lo he explicado todo, ¿no me estabas escuchando? Dame otra oportunidad… —Ni lo sueñes… —Pero… —Pero nada. Eres basura y como ella tienes que estar: en el contenedor, de donde nunca te debí sacar. Márchate de mi piso ahora mismo. La respuesta dolió más que cualquier bofetada a la que pudo estar expuesto nuestro joven traidor. No pudo pronunciar palabra, se levantó y se marchó. Solo cuando nuestra chica despechada escuchó la puerta, pudo dar por terminada aquella amarga historia de amor que le tocó vivir y, por fin, después de jurarse a sí misma no volver a enamorarse…, finalmente, pudo respirar tranquila.
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Alguien para recordar J. L. Baños Vegas
«La soledad es el plato del día que se cocina con mayor asiduidad en los tiempos que corren, y que, como todo el mundo sabe, se caracteriza porque ha de comerse solo, sin compañía alguna. Claro que lo peor llega cuando esa soledad se atavía con andrajos de enfermedad terminal y no tienes a nadie a tu lado para, simplemente, darle la mano y confiarle los recuerdos de tiempos mejores…», manifestó Policarpo cuando, con intención de presentarme, entré por primera vez en la habitación que él ocupaba en aquel complejo hospitalario situado a las afueras de la ciudad. Por aquel entonces, yo era uno de los más de cincuenta médicos especialistas que nos habíamos incorporado recientemente a la Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica, uno de esos jóvenes soñadores que estábamos firmemente convencidos de que es preciso poner todos los medios posibles para concienciar a la sociedad de algo tan importante como que las enfermedades respiratorias merecen una atención especial debido a su cada vez mayor relevancia. Desde el principio, Policarpo fue una persona un tanto singular y querida para mí. Al hecho de que se trataba de mi primer paciente cuya enfermedad y tratamiento yo debería seguir a diario, había que sumarle que su filosofía de la vida me descolocó por completo, sobre todo teniendo en cuenta las trágicas circunstancias en que lo conocí; unas circunstancias, todo sea dicho, que, casi con toda seguridad, a la mayoría de las personas nos habría sumergido en un tenebroso océano de pesadumbre, cerrazón y miedo. De las diferentes áreas de trabajo en que se organiza SEPAR (y que son los verdaderos pilares donde se sustenta la actividad científica e investigadora de esta Sociedad), yo tenía una predilección especial por la de tabaquismo. Quizá en ello hubiese influido la prematura muerte de mi padre, fumador empedernido, debido a un cáncer de pulmón;
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Alguien para recordar
un fatídico suceso que me marcaría para siempre al alcanzarme de lleno cuando yo era un tímido púber que aún no tenía muy claro qué estudios universitarios emprendería algunos años después. Cuando mis diversas ocupaciones me dejaban algún que otro rato libre, me gustaba acudir como conferenciante voluntario a colegios, institutos y facultades universitarias para charlar con los estudiantes e intentar convencerlos de que el tabaco no era un amigo recomendable ni siquiera para ir con él a la vuelta de la esquina. Por supuesto que en esas conferencias intentaba no dejarme nada en el tintero, confiando en que los alarmantes, minuciosos y verídicos datos (todos ellos relacionados con la indeleble huella de enfermedad y muerte que va dejando el consumo del tabaco a su paso por el mundo) que yo iba proporcionando a los jóvenes oyentes al menos les hiciese recapacitar ante el peligro que supone, tanto para ellos como para quienes los rodean, el mero hecho de tener un cigarrillo encendido entre sus labios día tras día. Y es que no hay que olvidar que el tabaco es una sustancia adictiva debido principalmente a su componente activo, la nicotina, la cual actúa sobre el sistema nervioso central produciendo en el fumador una dependencia física y psicológica que genera un síndrome de abstinencia denominado tabaquismo. El humo del tabaco contiene más de cuatro mil sustancias nocivas, de las cuales al menos sesenta son probables carcinógenos humanos. Según la OMS, el tabaco es la primera causa de invalidez y muerte prematura en el mundo (provocando cada año más de 1,2 millones de muertes en Europa, de las cuales más de 50.000 son en España). También el tabaco está directamente relacionado con la aparición de una treintena de enfermedades (diez de ellas son diferentes tipos de cáncer) y de más del 50 % de las afecciones cardiovasculares; y es responsable del 90 % de las muertes por cáncer de pulmón y del 85 % de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica y enfisema. Pero ya se sabe que la juventud es esa época jovial y atrevida de la vida en que las opiniones de los adultos —por muy razonadas que sean— suelen pasar a un segundo plano; por lo que tampoco me extrañaba en demasía que, nada más concluir las distintas conferencias acerca del peligro que supone el consumo del tabaco, muchos de aquellos jóvenes oyentes no tardaran en dirigirse a la calle con la clara intención de fumarse un cigarrillo y, de paso, comprobar si el humo invasor, tanto de pulmones como de salud, era realmente tan perjudicial como yo les había explicado poco antes. Cuando conocí a Policarpo en el complejo hospitalario, el cáncer de pulmón que él padecía avanzaba lento pero sin pausa y ya había derivado en metástasis e infiltración a otros tejidos de su cuerpo: las pruebas diagnósticas así lo atestiguaban sin que cupiese en
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J. L. Baños Vegas
ellas ni la más mínima sombra de duda. En cuanto a las diversas opciones de tratamiento, enseguida mis experimentados colegas oncólogos me explicaron con detalle que, debido a la progresión de la enfermedad, habían optado, además de combinar cirugía, radioterapia y quimioterapia, por emplear incluso la actualmente tan esperanzadora terapia biológica. Y aunque todo ese potente cóctel medicamentoso había debilitado el cuerpo de Policarpo hasta límites que podían apreciarse a simple vista, no pareció repercutir en su estado de ánimo, puesto que ya desde poco después de conocernos quiso contarme, con ese gracejo especial que él atesoraba, de dónde le venía su íntima amistad con el tabaco. Así supe por su boca que fue la admiración que él siempre sintió por Humphrey Bogart —acrecentada en gran medida por la magistral interpretación que este realizó en la famosa película Casablanca— lo que le incitó de joven a fumar de igual manera que lo hacía esa estrella cinematográfica; o sea: sin apenas pausa entre cigarrillo y cigarrillo. Yo estuve a punto de decirle que Bogart, su idolatrado actor, murió de cáncer de esófago a la temprana edad de 57 años, casi con toda seguridad causado por los estragos de tanto humo de cigarrillo inhalado a lo largo de su vida; pero consideré que no era cuestión de amargarle tan lejanos y agradables recuerdos, sobre todo en esos momentos tan difíciles para él. Nuestra amistad fue afianzándose con la misma cadencia que pasaban los días y avanzaba inexorablemente su enfermedad. Una de tantas mañanas en que fui a visitarlo, me encontré de sopetón con una hermosa joven junto a la cabecera de su cama y no quise interrumpir la conversación que, en voz baja, ambos mantenían. Más tarde Policarpo me confesaría, con algunas lágrimas furtivas resbalando lentamente por sus ajadas mejillas, que se trataba de su única hija, a la que no veía desde hacía algunos años por esas cosas del jodido destino que nadie llega nunca a entender. Desde aquel día, él fue contándome algunos detalles de su ajetreada vida, una vida que tanto él como yo sabíamos que no tardaría en apagarse para siempre. Entonces me sentí más útil que nunca, como la frágil balsa que construye con sus manos el náufrago para intentar huir a toda costa de la isla en que se encuentra prisionero desde tiempo atrás. Y comprendí que el médico que yo era se había convertido para él en el único amigo al que poder darle la mano en los últimos momentos de vida y, de paso, confiarle los recuerdos de tiempos mejores. Enterramos a Policarpo una luminosa mañana de primavera. En el camposanto, solo estuve acompañado de la joven que fue a visitarlo aquel día al hospital y que tenía un gran parecido con él. Antes de despedirnos, me atreví a decirle a la joven que su padre
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Alguien para recordar
me había confesado antes de morir el desmedido amor que siempre sintió por ella. Aunque ella intentó aguantar el llanto lo mejor que pudo, pronto sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas. Luego, con mano temblorosa, encendió un cigarrillo y me ofreció otro, que cogí sin vacilar porque hay ocasiones en la vida en que algunos gestos valen más que todas las palabras juntas. Ya habría tiempo en los sucesivos días de pregonar a los cuatro vientos los muchos peligros del consumo del tabaco…
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Diferente Claudia Cañellas Cabezas
Desde siempre, he sido perfectamente consciente de mi problema. Yo nací con fibrosis quística, así que desde muy pequeña tuve que empezar a cuidarme mucho más que los demás, o bueno, eso me decían mis padres. Estaba claro que con un año no me lo iban a explicar todo al pie de la letra. Hacía bastante ejercicio. Recuerdo que a los cinco años me apuntaron a natación, algo muy bueno para gente como yo, y la verdad es que lo pasaba muy mal en cada clase. Cuando la profesora decía que me tirara al agua, yo no quería. —¡Pero, Valeria! No te asustes, no pasa nada— es lo que me decía siempre mi profesora. Yo me quedaba sentada en el bordillo de la piscina cruzada de brazos, mientras veía a los demás niños pasándoselo bien en el agua. Cuando estaba en el colegio, recuerdo que mi padre vino a mi clase y dio una charla sobre mi problema (obviamente, para niños de ocho años), para que mis compañeros de clase supieran lo que tenía. —No he entendido nada de lo que ha dicho tu padre— dijo una niña que se acercó a mí—. ¿Me lo explicas tú? —Creo que si te lo explico yo tampoco lo vas a entender— era lo que contestaba a todas las personas que me preguntaban. La verdad es que no me gustaba tener que dar explicaciones. Siempre he sido una niña bastante feliz. Iba una vez a la semana a mi asociación a hacer fisioterapia y ejercicio. Mi madre venía conmigo y me animaba a la hora de hacer deporte. —¡Valeria! ¿A que lo hago más rápido que tú?— me decía mi madre. Yo tenía un circuito con obstáculos montado y tenía que recorrerlo diez veces. Mi madre se ponía a mi lado y hacíamos una competición. Veíamos quién lo acababa antes. Por si no lo mencioné, de pequeña era bastante competitiva, y yo ahí lo daba todo. 37
Diferente
Me acuerdo que estaba en sexto de primaria y quedaba nada para acabar el curso. Me dirigí a una amiga y le dije: —Creo que ya va siendo hora de dar explicaciones. Y así fue. Al año siguiente ya pasé al instituto y, obviamente, había gente nueva en clase. Llegó el primer día. Subimos rápido a nuestra clase y nos sentamos donde quisimos. La mayoría de mis amigos del colegio estaban en ese mismo instituto, pero había muchas personas nuevas. Llegó ese momento tan típico del primer día: presentarte a los nuevos. Iban por orden de lista, nos teníamos que levantar y decir nombre, edad, aficiones y alguna cosa más. Entonces, me tocó a mí. —Hola a todos, me llamo Valeria y tengo doce años. Mis aficiones son leer, dibujar y jugar al tenis. También me gusta montar en bici y bailar. Y una cosa muy importante que debéis saber sobre mí es que tengo fibrosis quística, una enfermedad que afecta a los pulmones y al páncreas. Aunque, bueno, ahora mismo estoy bien y sana— dije casi del tirón. Sí. Lo hice. Me atreví a dar explicaciones. Nunca explicaba nada por miedo a lo que pudieran pensar de mí. Ahora ya me daba igual. Yo sabía quién era yo, los demás no me importaban. —¿Valeria?— dijo uno de los niños nuevos. —Dime. —¿Me puedes explicar mejor lo de tu enfermedad?— me preguntó. Obviamente, le dije que sí, sin pensar, y tranquilamente se lo expliqué. Y ahora, con dieciocho años, miro hacia atrás y pienso: «Qué vida más maravillosa he tenido», porque es eso. La vida hay que vivirla día a día, sin preocuparte demasiado por el futuro. El nombre de Valeria me lo pusieron por su significado: sana y valerosa. Y es obvio que me habría gustado haber nacido sin este problema. Pero yo soy así. Y me gusta. Me hace sentirme única y diferente, y no «rara» como otros dicen. —Nunca te rindas, por favor— es lo que me digo a mí misma cada día. Cuando era pequeña, los profesores nos preguntaban cuál era nuestro sueño. Unos niños decían que querían todos los juguetes del mundo. Otros decían que querían ser astronautas. Yo decía que quería que encontraran una cura para mi problema. Sí. Me llamo Valeria, tengo dieciocho años y tengo fibrosis quística, ¿y qué?
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Y a mí, ¿quién me anima? Lorenzo Cañellas Vallespir
Era una mañana fría y lluviosa de invierno y no pude dormir en toda la noche. Al levantarse mi marido, nos pusimos a desayunar y casi no tomé nada; durante todo el desayuno, el silencio fue una tónica que solo se interrumpía por el sonido intenso de la lluvia. Ese día no tenía trabajo y las horas de la mañana pasaban muy despacio, como si el tiempo fuera hacia atrás. De pronto, recibí una llamada. Me entró un escalofrío por todo mi cuerpo y una sensación que no se puede describir, miré a mi marido y, con voz temblorosa, contesté la llamada. Era la madre de Kevin y con una voz entrecortada me dijo que todo había salido bien. Durante la conversación nos tranquilizamos las dos; al final, acabamos charlando y riendo un buen rato. Al finalizar la llamada, miré a mi marido y le asentí con la cabeza al mismo tiempo que le dije: «Todo ha ido bien». Nos abrazamos como si no hubiera un mañana durante un par de minutos. Ahora os contaré de dónde viene todo ese miedo e incertidumbre. Hace unos tres años tenía otro paciente que era consciente de su enfermedad, realizaba todo, se cuidaba al máximo y siempre escuchaba los consejos y recomendaciones de todo el mundo. Pero un día le llegó el momento del trasplante de pulmón. En ese momento, yo lo animé en todo lo que pude. Estaba muy tranquila y tranquilizaba a su familia diciéndoles que todo iba a ir bien. Pero llegó el día de la operación y en esa mañana todo se complicó, salió mal y murió; no llegó a salir con vida del quirófano. La verdad es que eso te deja muy tocada, acabas perdiendo el contacto con la familia y lo llevas cada día encima; lo asumes, pero siempre te genera dudas. Cuando alguien te pide consejo, lo tengo presente, y cuando el paciente se va, me entra la duda de si le dije o actué como era correcto.
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Y a mí, ¿quién me anima?
En esta ocasión, el paciente era un bala perdida, solo iba a las consultas con el médico, pero poca cosa más. Llevaba una vida peor que mucha gente que no tiene ninguna enfermedad; o sea, que para él no tenía importancia la salud y no hacía caso a nadie. También le llegó la hora del trasplante de pulmón y su familia estaba muy preocupada y destrozada porque sabía que no iba a ir bien, ya que era un inconsciente con su salud y le daban por perdido. Tenía una novia y una familia que se preocupaba demasiado por él, y es de esas cosas que piensas que ni ella ni su familia se lo merecen. Yo los animé y, aunque sabía que no era verdad, les llegué a convencer de que todo iba a ir bien. De ahí mi estado de ánimo la noche anterior al trasplante por no saber si hice bien con mi actuación; no paraba de rondarme por la cabeza. Y aquí estoy hoy en una mañana de invierno en el que el pasado vuelve o, en realidad, no se ha ido nunca. Como señal del destino, paró de llover y en pocos minutos salió un sol que brillaba y calentaba como si fuera verano. Nos fuimos a dar un paseo junto al mar y ese momento me hizo sentir como en una nube y muy tranquila. La verdad, como dice mi marido, hay cosas que no dependen de nosotros, pero que nos afectan y pueden influir en cambiar nuestra manera de ser, actuar y pensar… Aunque en el fondo nuestra esencia no cambia y, si somos solidarios y comprometidos con los demás, siempre miraremos más por los otros que por nosotros. La verdad es que el contacto con la gente día a día, poder ayudarles en sus problemas y saber que están bien es la medicina que me da más fuerza en la vida. Espero seguir siendo así y no cambiar nunca y, si en algún momento hay que decir mentirijillas o falsas verdades para ayudar a la gente a estar mejor en su día a día, lo seguiré haciendo e iré al infierno, pero con la conciencia bien tranquila. Y de todo esto viene mi pregunta: «Y a mí, ¿quién me anima?». Soy consciente de que no soy ni seré la mejor fisioterapeuta del mundo, pero cuando te das cuenta de la cantidad de gente que confía en ti, que vuelve o sigue teniendo contacto contigo aunque no tengan ya el problema que hizo empezar esa relación, se responde mi pregunta.
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Importante relación equipo médico-paciente Carme Carrancà i Nieto
Gracias a este pequeño relato, me gustaría dar a conocer y potenciar uno de los retos SEPAR 2017: la relación entre equipo médico (neumólogo) y paciente. Considero, como humilde paciente, que es un punto muy relevante en nuestra vida diaria y tendría que ser un punto primordial para nosotros y nuestro entorno. Como enfermos neumológicos, es muy relevante nuestro entorno hospitalario, ya que se acaban convirtiendo en una segunda familia, muy vinculada con nuestra vida diaria y nuestros logros o recaídas, nuestra evolución en la enfermedad, y son nuestros guías en situaciones completamente desconocidas. Ellos nos guían en ese desconocido camino para salir lo mejor posible de él, o al menos luchar contra ello. Me gustaría relatar mi situación, ya que pueden identificarse con él muchos pacientes o amigos que acabas haciendo durante este trayecto que vivimos y que vamos intentando superar cada día. Padezco asma grave y he estado múltiples ocasiones en el hospital desde mis cuatro meses de vida. Pasaba largas temporadas en Sant Joan de Déu, rodeada de grandes enfermeras y enfermeros, neumólogos y fisioterapeutas que se convirtieron en una segunda familia para mí. Fue muy importante su dedicación, no solo para mi enfermedad, sino también para el estado de ánimo que puede influirte en ese momento. No tengo palabras para agradecer tanta dedicación y amor. Una vez llegas a los 18 años, te comentan que puede haber tres escenarios. Primer escenario: la enfermedad del asma puede ir a mejor y «pegar un cambio»; siempre me acordaré de esas palabras y las ilusiones puestas en ellas. Pensé: «Esta es la mía». Segundo escenario: que se mantenga igual la enfermedad y que vaya un poco a mejor, pero con pocas variaciones. Tercer escenario, al que tampoco le acabas prestando mucha atención,
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Importante relación equipo médico-paciente
porque es el último y no quieres que te toque: el asma irá a peor, convirtiéndose en grave y con un gran impacto funcional en tu vida diaria. En mi caso, el asma al principio se mantuvo igual con algunas variaciones a peor, pero podía estudiar y trabajar, siempre teniendo en cuenta que tendría algunos ingresos y subidas o bajadas de medicación según los cambios en mi enfermedad. En una de esas recaídas hospitalarias, se me complicó la enfermedad y estaba perdida, era una situación nueva, no mejoraba; y en esa situación encontré a mi neumólogo en urgencias. Siempre me acordaré de sus palabras en medio del pasillo con mi mascarilla puesta, esa que nos hace tanta falta en esos horrorosos momentos de ahogo, que es una desesperación la espera para recibirla y, cuando te la ponen, sientes alivio y confort que te saca una sonrisa de gusto y alegría. Sí, mi neumólogo ahora, en ese entonces me encontró en medio de los pasillos de Bellvitge; siempre me acordaré de esas palabras que comentaba y que siguen en mi mente: «¡Qué haces aquí tan joven y así! A partir de ahora te llevaré yo, y ahora mismo subirás a planta». Yo venía de otro hospital, de infantil a adultos, y sin saber qué orientación seguiría mi enfermedad. Fue mi salvación, esa salvación que me ha acompañado a lo largo de tantos años. Para mí, el Dr. Valldeperas se ha convertido en un segundo padre, el que siempre se ha preocupado y desvelado por mí, por mi enfermedad, y tengo constancia que por otros pacientes ha realizado lo mismo durante años y años. Por mi parte, y desde este humilde escrito, quiero agradecerle lo mucho que ha hecho por mí y lo mucho que sigue haciendo. Tanto él como la enfermera Yolanda, todas las enfermeras de los tratamientos de día que nos tratan genial, fisioterapeutas respiratorios y otros neumólogos, como la Dra. Vanesa Vicens, que, aparte de ser una gran profesional, es una gran persona que entiende y comprende a todos los pacientes, como la mayoría de neumólogos de Bellvitge, Vall d’Hebrón y todos los hospitales que seguro que os llevan a vosotros. Por ese motivo, quiero poner de manifiesto para los actuales neumólogos y futuros neumólogos que, dentro de los retos SEPAR, lo primordial son las personas, aparte de su enfermedad, y que dentro de todas las enfermedades neumológicas y de sus tratamientos, evolución y todo lo que puede comportar cada una, como paciente o pacientes, lo que valoramos es principalmente estar bien informados, dentro del mar de incertidumbres que se nos presentan en diferentes momentos de nuestra enfermedad y su evolución, la atención personalizada y, sobre todo, el afecto que nos puedan transmitir a lo largo de la vida que estamos con ellos. Sí, he dicho afecto. Puede que no se aprenda en la carrera, especialización, ni en el MIR, pero antes que pacientes somos personas, y, aunque recibimos el apoyo y afecto de nuestros familiares y amigos, es primordial recibirlo
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Carme Carrancà i Nieto
de nuestro especialista, que, como comentaba antes, se acaba convirtiendo en parte de la familia y un gran pilar a lo largo de nuestra enfermedad y en muchos casos es crónica; ojalá todas fueran crónicas y se acabara convirtiendo en una relación para toda la vida. Espero que con estas palabras se sientan identificados muchos de mis compañeros de batallas y amigos. Solo espero haber reflejado correctamente el sentimiento que compartimos y haberlo expuesto de la mejor manera posible. Gracias a todos los especialistas que están con nosotros y estarán a lo largo de nuestra vida. Siempre os estaremos eternamente agradecidos.
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Maternidad y salud respiratoria Carme Carrancà i Nieto
Me gustaría exponer este tema del que tan poco se habla dentro de las enfermedades respiratorias, pero que tanto escucho o he comentado con otros pacientes o profesionales neumólogos y del que no sabía nada hasta que me he visto involucrada en la situación. Partiendo de la base de que la maternidad es una decisión muy personal, que se tiene que tener en cuenta que hay mujeres que no quieren ser madres o simplemente ni se lo han planteado, hay mujeres que tienen el deseo de serlo. A partir de aquí es cuando empezó para mí un mundo desconocido, como he comentado anteriormente. Padezco asma grave, con un gran impacto funcional en mi vida diaria, y en el momento de plantearme la maternidad se me abrió un gran abanico de dudas, inseguridades y miedos. Pensé: ¿puedo ser madre con mi enfermedad?, ¿qué pasará si soy madre? Entiendo y voy comprendiendo mis limitaciones, como cada uno de vosotros vais comprendiendo las vuestras. Como ya sabéis, en muchas ocasiones no son fáciles y no entendemos por qué tenemos según qué barreras, o no lo acabamos de aceptar o simplemente nuestra mente quiere hacer algo y nuestro cuerpo y, en este caso, nuestros pulmones, no nos lo permiten. Reflexioné y me dije: ¿también tendré una barrera para ser madre?, ¿podré cumplir uno de mis mayores sueños? Al principio, me daba miedo preguntar a mi neumólogo, ya que no tenía ninguna información de si podría ser madre o no y qué pasaría con ello. Temía que su respuesta fuera que no podría serlo, y solo de pensarlo no quería ni preguntar; cada vez que me lo planteaba, terminaba sin decir nada de nada. Después me planteé la adopción, una opción conocida por mí, ya que soy adoptada y lo he vivido en primera persona. Lo importante desde mi punto de vista, aparte del embarazo, es la crianza de tu hijo, sea biológico o no lo sea. Lo importante es dar amor
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Maternidad y salud respiratoria
y recibirlo, y qué mejor manera que esta. Pensaba que mi familia me ha dado mucho amor y cariño, y no consideraba relevante el no llevar la misma genética para llamarme «mamá» en mi caso, y en el caso de mi pareja «papá». También ahora está la gestación subrogada, que es una de las opciones que seguro que alguien se ha planteado. Después de todas estas reflexiones, y por sorpresa, sin esperarlo (sinceramente), a causa de una medicación que tomaba se me comunicó que sería complicado durante unos meses, y, teniendo en cuenta el asma grave, tampoco me daba para muchos intentos… Llegó el mayor regalo de mi vida, mi hijo Mario. De sorpresa y como un gran regalo sorpresa caído del cielo. Os prometo que no lo esperábamos ninguno de los dos y fue la mejor noticia que nos pudieron dar. Ahora venía el siguiente paso (el más importante estaba dado): comunicarle a mi neumólogo y a mi enfermera la noticia. Volvieron mis miedos e incertidumbres. ¿Qué me dirá? ¿Cómo lo verá? ¿Podremos seguir adelante? Entonces, llegó ese momento tan esperado. Hablé con él y las primeras palabras que salieron por su boca fueron: «¡Qué feliz estoy por ti! ¡Podremos con todo el proceso y vas a tener un hijo precioso! ¡Vamos a estar contigo todo el camino y no tengas miedo! Al contrario, ten en cuenta que hay enfermedades neumológicas que, a mujeres de tu edad, les tengo que decir con todo el dolor de mi corazón que no pueden ser madres, que no se pueden quedar embarazadas, así que considérate afortunada dentro de lo que hay, y, aunque es de riesgo, podremos con todo y más. Todo saldrá bien». Esas palabras se quedaron grabadas en mi mente y fue un suspiro de aire fresco quese llevó todas mis dudas e incertidumbres, incluidos mis miedos. Me sentía la mujer más feliz del mundo, y mi familia también. Me tuvo que trasladar a otro hospital, porque en el mío no hay maternidad, pero tengo que decir que ha sido un gran acierto y regalo, ya que tanto el Dr. Ojanguren (neumólogo) como el Dr. Casellas (de embarazo de riesgo) son unos auténticos profesionales que han trabajado con otras mujeres en mi mismo caso y han salido todas adelante y a buen puerto. En el caso del Dr. Ojanguren, me da mucha confianza y afecto en todo este proceso y le estoy y estaré eternamente agradecida. Es un gran profesional y una gran persona. Desde el primer momento, me dijo que nos cuidaría y me dio ánimos de que todo saldría bien. Gracias, Dr. Ojanguren, y a todos los neumólogos y neumólogas que nos llevan en este proceso y en todos. Es increíble lo que se va aprendiendo en esta etapa tan desconocida para muchas de nosotras hasta que llega el momento. Por último, y lo más importante, quiero enviar un mensaje a todas las mujeres que padecen alguna enfermedad respiratoria que les impida ser madres: no desesperéis, hoy en día hay muchos caminos que podéis seguir para conseguir vuestro fin. También se puede
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Carme Carrancà i Nieto
ser madre de muchas maneras e incluso sin serlo, si tenemos amor; hay que pensar que también hay muchos niños y niñas que lo necesitan, no lo olvidéis nunca. Si es vuestra ilusión, desde aquí os animo y apoyo. Solo pido que desde los retos SEPAR se potencie esta información (el embarazo y las enfermedades respiratorias), opciones y cursos o apoyo emocional en el mismo proceso.
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Querida yo del futuro Gema Castellanos Serra
Antes de nada, te recuerdo que escribiste esto cuando tenías treinta años, y lo escribiste con la esperanza de poder leerlo pasado mucho tiempo, con la calma que se tiene cuando una envejece. Solo espero que estés bien, que el viaje, aunque sea a ratos, lo hayas disfrutado, que hayas podido cargar la mochila de momentos buenos, o mejor aún, que hayas podido cargar con tu mochila sin apenas asfixiarte. No quiero entretenerte mucho tiempo, pero quiero que me cuentes cómo ha ido todo. Dime que has sabido que ser feliz es estar tranquila, que fuiste consciente de tus logros y encontraste la diferencia entre lo urgente y lo importante. Ojalá no hayas sufrido mucho más de lo que el cuerpo aguanta. Necesito saber que no has parado de caminar, ojalá hayas tenido aire para volver a empezar cuantas veces lo hayas necesitado. Recuerda el valor que tuviste para enfrentarte a las complicaciones y dime que, si lloraste, también fue de la risa. Dime que las esperas fueron llevaderas, que todo salió bien y siempre hubo ganas. Ojalá tengas guardadas tantas victorias como batallas luchadas y, si no es así, ojalá que cada paso en balde no te hundiese. Dime que las décadas pasaron y que has estado donde has querido estar. Ojalá hayas tenido tiempo de envejecer y lo hayas disfrutado al tiempo que solo los años marcan. Quiero que me digas que no se llegó tarde y que, cuando fue necesario, alguien te regaló el aliento que perdiste en el camino; dime que todo tuvo una segunda parte. Dime que aceptaste lo que había que aceptar y que luchaste por poner remedio a todo aquello que te impedía seguir.
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Querida yo del futuro
Espero que todo lo que se quedó sin hacer no te haga sentir frustrada; no olvides que cuando unos viven, otros sobreviven. Y seguro que no fue sencillo, pero dime que nada estaba tan lejos como para que tus piernas no llegaran, que las batallas nunca te pillaron desarmada, que te negaste a coger ascensores si en tus pulmones quedaba un último aliento como para seguir subiendo escaleras. Dime que aquellos que investigaban finalmente encontraron. Ojalá que te sigan acompañando todos los que empezaron; de una manera u otra, sé que te ayudaron si flaquearon las fuerzas y que te pudo faltar aire, pero nunca ellos. Sé de tus días en contra, que tuviste que revelarte e hiciste las paces tantas veces contigo misma que ya no sabías si ganabas o perdías. Sé que ni en esas fue fácil, pero no te reproches el haberte quejado: en todo este tiempo también tuviste derecho a ello. Dime que sigues haciendo camino y que aprendiste a lamer cada una de las heridas de esta guerra con la misma osadía y coraje con la que tus padres comenzaron la lucha. Y cuando vuelques tus recuerdos en la mesa, no pierdas demasiado tiempo en pensar lo injusto que pudo ser todo; has sido valiente y, si no fue justo para ti, no lo fue para nadie, pues no dudes que todos aquellos que han luchado contigo igual o más que tú misma, quienes te han sujetado y ayudado e incluso quienes, por distancia, vivieron todo esto como meros espectadores, todos esos, en algún momento, se habrían cambiado por ti. Ojalá hayas conseguido la serenidad que solo da el tiempo, y que con ella sientas que no has perdido. Nunca olvides que, de todas las opciones que había, tú escogiste la mejor, y que solo por haber luchado con la constancia y el aplomo con que lo has hecho, solo por eso, esté donde esté la meta, tú ya eres ganadora.
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Cosas que no me dijeron Gema Castellanos Serra
No me dijeron que tendría miedo, que no habría remedios y que, incluso teniendo medios, a veces no serían los buenos. No me dijeron que a veces no tendría ganas, que habría días que me costaría hasta gritar y que sabría pedir ayuda solo con un suspiro. No me dijeron que el pulso era conmigo misma, ni que detrás de una causa siempre iba a venir el efecto. Que a veces la vida sería la que me bebiera a mí y que se puede estar sedienta de aire. No me dijeron que entre la resistencia y la re-existencia quedarían capítulos en blanco. No me dijeron que me cambiarían las razones, que las ventanas me contarían historias, que vivir a través de los ojos de la gente es otra manera de hacerlo, que Madrid sería una diapositiva. No me dijeron lo difícil que sería reír a carcajadas y que sabría hacerlo en silencio. No me dijeron que en cuidarme me iría la vida. Que habría cicatrices que nadie vería, las que no existen para los ojos pero las que más frenan y ahogan, las que nadie entiende porque no se ven. No me dijeron que al llorar se coge aire y que sería necesario para todos. No me hablaron de lo complicado que sería dormir del tirón, ni de los dardos en el pecho. No me dijeron que un día todo sería fácil y al día siguiente costaría el doble. No me dijeron que mis pulmones no serían buenos compañeros de viaje y que no siempre seguirían a mis pies. Pero… tampoco me dijeron: Que, aun siendo una guerra fría, se ganan batallas que saben a gloria. Que, si el mundo se venía abajo, no estaría sola para volver a levantarlo.
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Cosas que no me dijeron
Que, mientras haya resistencia, siempre tendremos la oportunidad de una re-existencia. Que sin gritar siempre escucharían mis susurros y que, si me faltan ganas, me sobrarían sueños. Que hay pulsos, sí, pero también impulsos. Que habría tantas partes como recodos de aire y que ver el vaso siempre medio lleno sería la única opción. No me dijeron que, sin entender nada, aprendería de todo, ni que la mejor enfermera vivía conmigo. No me dijeron que tras lo malo venía lo bueno, aunque a veces se cambie el orden. Que, si mis pulmones se frenan en seco, mis piernas no dejarían de intentarlo, una vez más, indefinidamente. No me dijeron que, aun con dolor, se tiene fuerza, ni que hay tantas posibilidades como tiempo vivamos. Que mi cuerpo apagaría incendios que él mismo provocó, que el cumplir años sería un arte y que existen guerreras sin escudo ni espada. Tampoco me dijeron que, incluso en los momentos más oscuros, alguien encendería la luz cuando yo no llegara a ella. No me dijeron que lo más cotidiano me haría feliz, que se puede respirar a través de otra persona y que hay penas que salvan vidas. No me hablaron de que nos debemos quedar con quien te bese en la frente y te coge la mano, pues es el mejor oxígeno de todos. No me dijeron que, a pesar de todo, me sobrarían motivos para volver a intentarlo.
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La pareja perfecta Rosa M. Coria Carrasco
Quién me iba a decir a mí que alguien tan importante y respetado de Barcelona iba a ser el culpable de devolverme la vida y la felicidad. Nunca habría imaginado que tú y yo compartiríamos tantas cosas juntos, tan intensas, tan desconocidas para mí. Tú tenías una amplia experiencia y me transmitías seguridad. Yo, en cambio, era joven e inexperta, pero valiente, fuerte y decidida, algo que descubrirías más tarde y facilitó que me pusieras tantas pruebas y me propusieras tantas cosas, algunas peligrosas, pero sabías que respondería bien, confiábamos mutuamente el uno en el otro. Hace ya más de ocho años que nos conocimos; nuestra primera cita fue en 2009, fecha que tú ni recordarás, pero yo en cambio sí, porque a partir de ahí empezó mi nueva vida. Mi motivo de visita era para otros temas y podía haber ido con otro que estuviera más cerca, pero el destino quiso enviarme al mejor y más especializado en tratar con gente con rarezas como la mía. Sino, quizá ahora ni lo estaría contando. Cuando nos conocimos, no estaba en mi mejor momento, y eso te motivó a preocuparte y quisiste conocerme profundamente, colmándome de atenciones y cuidados, algo a lo que no estaba acostumbrada. Nadie se había fijado así en mí, nadie me había hecho caso, nadie le daba importancia a esas señales que manda el cuerpo cuando no se encuentra bien, nadie había traspasado mi buena cara para ver mi gran corazón. Después de un par de años de relación, pusimos fecha. Era el momento, yo ya estaba preparada, ya conocía a tu equipo y tú a mi familia, sabíamos que todo saldría bien, que era el paso que debíamos dar para iniciar una nueva vida, aunque asustaba y a la vez nos llenaba de ilusión. Ese día llegó, un 25 de enero de 2011 me abandoné en tus brazos y me sumí en un profundo y relajante sueño mientras se me paraba el corazón, solo unos minutos, lo necesario para volver a la vida latiendo con una fuerza que ya no recordaba,
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La pareja perfecta
con una liberación en el pecho que hacía tiempo no sentía, con unas ganas imparables de volver a disfrutar de la vida. Qué bien sienta poder volver a respirar profundamente. Ya no se me acelera el corazón al verte, ya no me falta el aliento, ya no me dan mareos. Ahora, cuando te veo, solo siento agradecimiento y fuerza en mi interior. Me abriste el pecho, me sacaste todo lo malo y conseguiste hacer de mí una mejor persona, una persona con un futuro abierto, una persona normal con un pasado excepcional. Gracias a ti he conocido la bonita ciudad de Barcelona, por los muchos encuentros que hemos tenido y que yo he aprovechado al máximo. Gracias a ti he conocido a gente maravillosa. Y, sobre todo, gracias a ti y tu gran equipo he superado mi hipertensión pulmonar tromboembólica crónica, gracias a esa operación tan difícil de pronunciar y tan difícil de superar, la tromboendarterectomía pulmonar. Gracias por ayudarme a disfrutar de nuevo la vida como una persona normal pese a tener una enfermedad rara. Gracias, mi querido Hospital Clínic de Barcelona, centro, servicio y unidad de referencia de una rara enfermedad llamada hipertensión pulmonar: desde que te conocí, sentí algo especial; sabía que estaríamos unidos para siempre, sabía que formaríamos una pareja perfecta.
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La flor de loto Esther Castillo Palencia
Carlota se despertó abrumada y buscó en su cuello aquel colgante que se compró con su amiga Iris, el símbolo de la flor de loto. Ambas poseían uno como unión de su amistad, como reflejo de esta nueva etapa que compartían de crecimiento personal. Ya había pasado año y medio desde el diagnóstico: hipertensión pulmonar. Jamás había oído estas palabras y ahora rondaban en su cabeza cada día, cada instante. Carlota había compartido con Iris sus inquietudes, miedos, logros, avances… Juntas se habían reído de sus más míseras desdichas. Decidió llamarla para contarle lo que había soñado. Se hallaba desconcertada, no sabía distinguir entre lo onírico y una realidad pasada. Se colocó su bomba de perfusión en la riñonera, cogió el móvil, se puso los botines nuevos y el abrigo, respiró profundamente y marcó el número mientras salía por la puerta de casa. Iris descolgó el teléfono mientras preparaba la maleta para su próximo viaje. —Iris, te va a parecer extraño, pero este sueño ha sido tan real... es como si ya hubiera estado allí. —A lo mejor es que has estado, te escucho. Cuenta, cuenta… —Pues todo sucede en un parque inmenso, es muy inquietante. Verás. En primer lugar, aparezco sentada frente a la estatua del Ángel Caído; me invade la ira, la rabia y un profundo sentimiento de incomprensión, me siento descolocada y me falta el aire. Instintivamente, me levanto, le tiro una piedra y huyo al Bosque de los Recuerdos; es entonces cuando mi pulso se acelera y la tristeza me visita a través de momentos del pasado, no quiero que esa pena se quede en mí y, ante mi ademán de echar a correr, noto mi corazón galopar cual caballo y, con falta de aliento, me desmayo. Entonces, como si se tratara de una película, se suceden imágenes de aquella noche en la discoteca, cuando me fui pronto porque no paraba de toser y me dolía el pecho, 55
La flor de loto
las uñas y los labios cianóticos, los días de después en la cama y mi dificultad de ir de esta al baño porque no podía respirar, las piernas hinchadas y con edemas, el ingreso en el hospital, pruebas, primer cateterismo, espirometría, diagnóstico, UCI, más pruebas, medicación, bomba… Bomba. Me despierto de ese desmayo en un palacio de cristal rodeada de gente. Los rayos de luz atraviesan cada uno de sus ventanales y alguien me ayuda a levantarme; están mis seres queridos y gente que no conocía, pero todos me indican la salida. Poco a poco voy ganando fuerza en las piernas y mi ritmo cardíaco y respiración se estabiliza, una suave brisa mueve las hojas del ciprés del pantano que dejamos atrás. Nos adentramos en un precioso jardín lleno de rosas de distintos colores, es la Rosaleda; sé que ya había estado antes, pero no estaba preparada para disfrutar de su belleza. Instantes después, llego sola a un gran estanque. Sin embargo, me encuentro inmersa en gran alboroto de músicos callejeros, teatro de títeres, niños, parejas en barca, amigos que se ríen a carcajadas, pitonisas… todo este pintoresco escenario a pie del monumento a Alfonso XII. Tomo asiento para contemplar lo que me rodea y me siento mucho mejor, inspiro y lleno mis pulmones de aire, me siento en paz. Contemplo embelesada el movimiento del agua, pero una zona parece estancada.Me asomo y veo flotar algo, no es ni un pato ni un pez, es una flor de loto. —¿Una flor de loto? ¡Como nuestro colgante! Estoy alucinando— interrumpió Iris. —Sí, pero no se queda ahí. Un viejo sabio se acercó a mí y me susurró al oído las siguientes palabras: «Así como la flor de loto emerge donde abunda el lodo manteniendo la pureza en su esencia, nosotros podemos superar las circunstancias y la calidad de vida que nos haya tocado». Y con esto termina mi sueño. —Amiga, ¿no te has dado cuenta aún? Tú eres una flor de loto y en ese parque has estado miles de veces. Es el Parque del Retiro, uno de los grandes pulmones de la ciudad, pulmones que son tan importantes para ti. Este sueño, a mi parecer, no es más que un símil de tu duelo.
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Miel con limón Guillem Chiner Betlloch
Esa mañana, Elisa tenía revisión con su médico, como todos los martes. Era algo rutinario: algunas preguntas y comprobar el efecto de la medicación. Pero esas charlas con el Dr. Cervigón terminarían pronto, esas que la hacían sentir tan bien después de salir del hospital. Solía tener la cita a primera hora, sobre las nueve, por lo que no tenía que esperar demasiado en las sillas del pasillo, a no ser que al doctor se le alargara el café en la cantina del primer piso. Para Elisa, su neumólogo era algo más que el médico que revisaba sus problemas de respiración. Se había convertido en una estrella de cine a la que idolatraba y de la que hablaba, entre churros y chocolate, con sus amigas después de misa. Su confianza en él era prácticamente ciega desde que se recuperó de la recaída de hacía algún tiempo y de la que todos pensaban que no iba a salir. Pero el Dr. Cervigón se le apareció milagrosamente para sacarla del agujero, y con su voz amable y pausada logró convencerla de que debía aferrarse a la vida, haciéndole sentir como una joven muchacha, transmitiéndole el cariño que no recibía desde que se quedó viuda y que no podían ofrecerle los viejos muebles de caoba de su céntrico principal. Nada más abrir la puerta, el doctor le recibía con un «¡Buenos días, Elisa! ¡Está usted más joven que nunca!», o con un «¡Pero Elisa, qué bien le queda ese abrigo! Démelo, se lo cuelgo». El Dr. Cervigón era el único médico del hospital que salía al pasillo y acompañaba a las señoras hacia su consulta, les tomaba las chaquetas y les ayudaba a sentarse. Durante estas salidas, aprovechaba para dar un vistazo a los demás pacientes que esperaban y les rogaba que le comprendieran. Sus palabras y sonrisa hacían pasar el tiempo más deprisa, y predisponía un buen ánimo que siempre te favorecía. Para él, nada parecía ser complicado. Y, aunque supiera que no había remedio, intentaba darte un tratamiento para paliar tus dolores, dando constantes esperanzas. Muchas veces te recetaba, junto 57
Miel con limón
con los medicamentos, algún remedio natural que las señoras mayores habían practicado toda su vida. Bien recuerda Elisa cuando le prescribió que tomase miel caliente con un chorrito de limón, lo mismo que le daba a sus hijos cuando les dolía la garganta. ¿Cómo vas a pensar que no te va a sentar bien? El Dr. Cervigón era un maestro del placebo, un artista que sabía dibujar un tratamiento especial para cada paciente, un artesano de la medicina que analizaba la situación de cada persona e, interesado por sus vidas, prestaba atención de todas las anécdotas que le contasen. Con su experiencia, había aprendido a tomar notas en las historias clínicas de todos estos detalles, para que, cuando alguien volviese a verle al cabo de un año, pareciese que se acordaba perfectamente de los nombres de sus nietos, de su trabajo e incluso de la marca de champú que usaba para su perro. Pero con Elisa ya no necesitaba ninguna nota, la conocía desde hacía muchos años y la trataba casi como una más de su familia. Tras su enfermedad, su médico había sido un ángel de la guarda. «¡Tiene usted una salud de hierro, Elisa, le queda cuerda para rato!». Y por la cercanía que sentía con sus pacientes, cuando moría uno de ellos, lo sentía como una pérdida cercana, y si estaba en sus manos, buscaba evitarlo a toda costa. Lo que no sabía es que el reloj de Elisa duraría más que el suyo. Ese martes ya pasaban algunos minutos de las nueve, nada fuera de lo común. La gente solía decirle frases como: «Se merece todos los cafés del mundo, trabaja usted mucho tiempo seguido», cuando pedía disculpas por su retraso o cuando, a media mañana, salía a la sala de espera para suplicar a sus pacientes que le dejasen bajar a tomarse un café rápido, una descarada excusa para salir a fumar un cigarrillo. Pero cada vez parecía estar alargándose más de lo habitual. Ya a las nueve y media, una decena de jubilados esperaban sentados, algunos acompañados de algún familiar, otros, como Elisa, solos. «¿Tiene usted hora con el Dr. Cervigón?», se preguntaban unos a otros. «¿Y sabe por qué no ha subido aún?». Eran las diez, las diez en punto de la mañana. Otro médico de la planta, uno de los compañeros neumólogos con quienes el Dr. Cervigón desayunaba, apareció por la puerta del final del pasillo y se acercó a los pacientes. Elisa respiró. «Ya han terminado de desayunar», pensó. Pero, con una tristeza que se podía leer en su rostro, se dirigió a todos ellos y les dijo pausadamente: «Señores, lamento comunicarles que al Dr. Cervigón lo ingresaron anoche de urgencia». Entonces, todo se fastidió. Elisa se quedó mirando al frente, quieta, pensando en que hoy le iba a contar al doctor que su nieta había dado los primeros pasos y que él la escucharía como no lo hacía nadie. Cuando se recuperó del impacto de la noticia, se levantó rápidamente y se dirigió hacia el médico que ya se marchaba, le paró y le preguntó de
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Guillem Chiner Betlloch
qué se trataba. Aquel, que sabía la relación que tenía el doctor con Elisa, le dijo que le acompañara a su consulta. Entraron uno detrás de otra y se sentaron. En apenas cinco minutos de charla, Elisa se enteró de que el Dr. Cervigón estaba muy grave. Aquel médico le había atendido la noche anterior en urgencias, con un ataque de tos horrible y un dolor de pecho que no le dejaba respirar. Ahora estaba sedado, y su tiempo se acababa. Al parecer, jamás se había hecho ninguna revisión. El doctor nunca había ido al médico. Elisa, que durante largos años lo idealizó, había ido creando una figura mental perfecta, sana y prácticamente inmortal. Aturdida y perpleja, comprendió de golpe que en realidad era uno más, un humano con problemas, de naturaleza mortal y dentro de un mundo plagado de vicios. Unos meses después de la tragedia, cuando Elisa volvió a su revisión, le atendió alguien distinto. Un señor cansado del mundo, que ni la miraba ni la escuchaba, y que, a pesar de levantar su cabeza del ordenador, tampoco la veía. Ella, que hacía tiempo que no tenía ningún problema, empezó a caer en picado, sin que nadie le echara una mano para levantarla. Entre preguntas rutinarias, malas palabras y pruebas incómodas, empezó a perder las ganas de aferrarse al mundo. «Piense en su nieta, la necesita», le habría dicho Cervigón. Pero ahora no había quien la consolara y se martirizaba creyendo que ya nadie haría nada por ella, que nada la arroparía como el hogar de aquella consulta. Y otro martes, a las nueve menos diez de las duras sillas del pasillo, esperando a entrar a la consulta del anciano antipático que ahora la atendía, una aparición hizo cambiar su rumbo. Un joven de barba cerrada, cubierto con una impoluta bata blanca y una carpeta en su mano. —¿Usted debe de ser Elisa, verdad? Soy Juan, su nuevo médico. Me han pasado su historia— dijo mirando sus papeles y levantando la vista sobre sus gafas. Ella le analizó de arriba abajo con recelo. No las tenía todas consigo, al menos, hasta que se le acercó, tomó su abrigo, y posándole una mano sobre su espalda para ayudarla a levantarse, le preguntó con voz grave y tierna: —¿Entramos?
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Al fondo a la derecha Rocío García García
—Al fondo a la derecha. Ojalá hubiera sido tan fácil como entonces. Sonreía por dentro por el recuerdo, pero principalmente porque, si alguien me leyera el pensamiento, opinaría sin duda que no es el momento de estar pensando en estas cosas. Sobre todo, Alicia, sentada a mi lado, tan seria, con cara de circunstancias, aunque intenta sonreír cuando la miro. Pero prefiero llevarles la contraria y volver a mi recuerdo agradable, con 18 años aproximadamente, un pub cualquiera lleno de humo y la camarera detrás de la barra con cara de pocos amigos, harta de aguantar a pesados y borrachos toda la noche, y la pregunta que siempre hacíamos todos, aun sabiendo la respuesta: —¿Dónde está el baño? —Al fondo a la derecha. Así de sencillo, y allí estaba siempre, sin pérdida, más o menos lejos; no cabía duda de que esas noches no había mucho que pensar ni que decidir. Y ahora, con mis 40 años recién cumplidos, estaba por segunda vez en esa sala llena de sillas de plástico, donde no había humo ni barra ni camarera, teniendo que enfrentarme a lo más duro de mi enfermedad: los problemas respiratorios que me empezaba a generar la debilidad cada vez mayor de mi musculatura. Había sido complicado aprenderse hasta el nombre, esclerosis lateral amiotrófica, aunque podíamos abreviarla como ELA; un alivio, porque dentro de poco iba a ser complicado decir palabras tan largas. Con 18 años ni te imaginas que algo así te pueda llegar a pasar a ti a ninguna edad, y menos con 40 años. En unos minutos tendría que volver a pasar a esa consulta. Tras unos meses de pruebas para obtener un diagnóstico por parte de Neurología, ahora había otros médicos necesarios para planificar mi futuro inmediato. Y había sido
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Al fondo a la derecha
allí, en la consulta de Neumología, donde me había dado cuenta de que tendría que tomar decisiones difíciles. Un mes antes, tras las debidas presentaciones, la doctora me había mirado a los ojos (por fin alguien lo hacía) y me había soltado a bocajarro: —Mira, Javier, aquí no hay un solo camino, puede haber varios y tendrás que ir decidiendo cuál tomar en cada momento. Además, es posible que en algunas ocasiones cambies más de una vez de opinión. En un primer momento, me sentí incómodo. —¿Cómo que varios caminos? Usted es la doctora y sabrá en cada momento qué es lo que hay que hacer (igual que la camarera sabía dónde estaba el baño…). Pero ella lo tenía claro: —Pues no, Javier, cada persona es distinta y sus circunstancias son diferentes. Lo que para mí puede ser lo mejor, para ti puede ser la peor decisión. Te ayudaremos a elegir con toda la información que necesites y, si en algún momento no estás cómodo con alguna decisión y cambias de opinión, lo respetaremos. Vaya, pensé, no estaba preparado para esta forma de afrontar mi enfermedad. Al salir de la consulta, en mi cabeza me sentía como Indiana Jones intentando escoger el túnel correcto para salir de la cueva. La doctora me dijo que me lo tomara con calma, que las decisiones se irían tomando poco a poco, pero que era importante que tuviera algo de información inicial de lo que podía esperar de la enfermedad desde el punto de vista respiratorio y cuáles podían ser las distintas alternativas en cada momento. Me costó unos días comprenderlo. Alicia me ayudó mucho, entendió que habría decisiones conjuntas y que otras serían más personales, me dijo que estaría a mi lado y respetaría cada una de las alternativas que fuera escogiendo según avanzara la enfermedad. Y, tras esos primeros días de ordenar ideas, empecé a agradecer la oportunidad de implicarme en todas esas decisiones tan difíciles. Al fin y al cabo, ¡era mi vida! y tendría que decidir cómo quería vivir los últimos meses o años que me quedaran por delante. Aún con la sonrisa en mi mente recordando aquellas noches de juventud, escuché mi nombre por megafonía. Al entrar al pasillo de la mano de Alicia, salió a nuestro paso la enfermera, María, que nos dijo: —Hoy la doctora ha cambiado de consulta, pasad al fondo a la derecha. Y la sonrisa se hizo visible. —Gracias. Y pensé que, al menos, hoy empezaban poniéndomelo fácil.
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Solo uno más Francisco García Ruiz
«Él solo tiene un defecto: fuma demasiado para mi gusto». Hoy es un gran día. Astrid se casa con Ebelio. Nunca creyó en el amor, pero ahí están, enamorados, esperando a que la Iglesia los una para siempre. Están en el banquete, todo es perfecto. Astrid besa a su recién estrenado marido al grito de ¡que se besen! Nunca tuvo tantas ganas de hacerlo. Ahora lo hacía con todo el sentido que daba su amor recién confirmado delante delos presentes. Ni siquiera ese sabor que ella denominaba a veces «horrible», a veces «raro», a tabaco rubio que tanto gustaba, tranquilizaba y aromatizaba la boca de Ebelio podía restar ni un milímetro de sonrisa de su cara. Astrid es la mujer más feliz del mundo. Diez años casados, una casita humilde con jardín donde Astrid presumía de «poder respirar» a las afueras de la contaminada capital y el pequeño Óscar correteando ya por los pasillos, apartando a patadas (tropezones de por medio) los juguetes que ponían de los nervios a Astrid cuando no estaban colocados en su sitio. Papá llega a casa y Óscar corre a abrazarlo, como cada día. Cuando Ebelio pincha con la barba la suave cara de su hijo, este frunce el ceño, pero nada comparado con el guiño de ojo y frente arrugada del niño cuando es capaz de percibir que su padre apesta a tabaco: —Papá, ¿ya vas a dejar de fumar? Mamá, papá huele peste a humo. —Ebe, el niño tiene razón, son años compartiendo el armario con ese olor. Si no lo haces por ti, hazlo por nosotros dos. Ni siquiera se nota cuando limpiamos. ¡Huele las cortinas y verás! … Hoy es otro gran día. Ebelio deja de trabajar. Se jubila. Óscar, que está estudiando Medicina en la universidad, llega a casa y se encuentra con la sorpresa que había prepa-
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Solo uno más
rado su madre: un pequeño ágape con algo de música bajita y la indispensable presencia de los mejores amigos del trabajo de su marido. Solo falta Sofía, la pequeña de la casa. Bueno, no tan pequeña, ya tiene 14 años. —Mamá, ¿y Sofía? —Me dijo que se iba con su compañera de clase. —¡Vale! Ella seguro que no sabe que habías preparado esto para papá. Cojo el Corsa y voy a buscarla. Sorpresa de Óscar cuando la madre de Bárbara, la amiga de Sofía, le dice que la busque arriba, que están estudiando en la habitación. Cuando Óscar entra de repente, descubre que el aire de la puerta al batir está cargado del humo que desprendían los cigarros que tanto Bárbara como Sofía mantenían entre sus dedos con cierta profesionalidad. —Parece mentira. Tienes 14 años y llevamos toda la vida metiéndonos con papá por contaminarnos con su rubio. Al llegar, todo queda en secreto entre hermanos con el firme propósito de Sofía de dejar de hacer esas bobadas típicas de adolescentes que podrían jugarle malas pasadas en el futuro. … Han pasado los años y el escenario ahora no es tan excitante. Cuatro sillas en la sala de espera. Dos vacías; en otra, Sofía, llorando desconsolada. Junto a ella, Óscar, sin pestañear. El doctor entra en la sala y Óscar se apresura a preguntar: —¿Cómo está mi madre? —Su madre no está bien— contesta el doctor—. Debo ser franco. Sofía se araña los brazos de la tensión. —¿Y mi padre? —Su padre está algo mejor, aunque todos sabemos que la inmunoterapia es el último recurso y el tumor en los pulmones está completamente extendido. Debemos esperar. —¿Puedo pasar a verlo? —Sí, puede entrar un momento. Óscar entra con Ebelio tras convencer a su hermana Sofía de que, en su estado, mejor quedarse en la sala y tranquilizarse. —Papá, por favor, sé fuerte. Tienes que curarte, ¡tienes que cuidar de mamá! Días más tarde, Ebelio, intubado, consigue dirigir su mirada hacia la triste cara de su hijo y sacar fuerzas para apretarle la mano en señal de afecto y arrepentimiento. En ese tierno momento, entra el doctor y comunica a Óscar eso que nadie quiere oír: Astrid acaba de morir. Todos tienen clara la causa, tan inoportuna como inverosímil; no era 64
Francisco García Ruiz
solo el amor lo que la unía a su marido. También era el cáncer pulmonar que había «heredado» de él, a quien se lo diagnosticaron un año antes, y ser Astrid durante tantos años fumadora pasiva de su querido Ebelio. Pero ella fue más vulnerable a la agresividad de ese tumor, que le devoró los pulmones en pocos meses. Nunca fumó un pitillo. … —Mamá, Ebelio es el hombre de mi vida, ¡es perfecto! Sé que siempre estaré con él. Sé que me cuidará siempre y que seré feliz a su lado. —Hija mía, algún defecto tendrá… —Mamá, solo que fuma, pero ya querríamos que todos los hombres tuvieran tan solo ese defecto, ¿no crees? —Pues sí, hija mía, ojalá… Solo el aliento de poder ayudar a su mujer enferma por su culpa mantenía latiendo el corazón de Ebelio, que dejó de latir pocas horas después de saber de la muerte de su esposa. … Hoy no solo se entierran juntos Ebelio y Astrid, hoy también se entierra la última cajetilla de tabaco que Sofía fumaría en su vida. Decidió que, si dejaba a sus hijos solos, no sería con mal sabor de boca…
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Verónica de visita en el hospital Vilma Rocío Gómez Prada
Verónica tiene 7 años, su mamá es fisioterapeuta y, en el hospital, atiende pacientes con enfermedades respiratorias. Un día, Verónica acompañó a su mamá al trabajo y allí vio muchos pacientes que usaban oxígeno, otros debían utilizar inhaladores o tenían que parar cuando caminaban para entrar al consultorio porque se agotaban… ¡Esto la dejó asombrada! ¿Por qué había tantas personas que sufrían de los pulmones?, ¿habían nacido con los pulmones enfermos?, ¿se habían contaminado los pulmones con algún virus? ¡Estaba desconcertada! Se quedó todo el día en el hospital. Su mamá le explicaba las diferentes enfermedades que tenían sus pacientes: algunos habían fumado («Si fumar los enferma, ¿por qué fumaron?, ¿no sabían que se podían enfermar?», pensó Verónica), otros tenían una enfermedad llamada asma que ocasionaba que sus bronquios se estrecharan y esto hacía difícil que el aire entrara y saliera del pulmón («Ah, entiendo, mi primo Esteban tiene asma, por eso usa inhaladores»), y así todo el día. Entonces, al salir del hospital, Verónica le preguntó a su mamá si ella podía hacer algo para evitar que sus amiguitos del colegio sufrieran estas enfermedades cuando estuvieran grandes. Su mamá le había enseñado que cuidar el planeta es vital y que acciones como reciclar, ahorrar energía y cuidar las fuentes de agua son importantes… Seguro que mamá sabría qué podía hacer ella para cuidar de sus amigos. —Realmente, puedes hacer mucho— dijo su madre, y añadió—: dile a tus amigos que hagan ejercicio, que salgan a jugar al parque, que salten a la comba, que vayan caminando al colegio; esto les ayudará a tener unos pulmones más fuertes cuando sean grandes. 67
Verónica de visita en el hospital
Promueve que eviten lugares donde las personas fuman, que le pidan a sus padres y a los amigos de sus padres que no fumen, que fumar es la mayor causa de enfermedad de los pulmones, y cuéntales cómo viste hoy que algunos pacientes ni siquiera pueden caminar por culpa de la enfermedad que les causó el cigarrillo. Enséñales que se laven las manos con agua y jabón al llegar a casa, antes de cocinar o comer y después de ir al baño. Esto es muy importante sobre todo durante las temporadas en que las gripes son más frecuentes, pues ayuda a evitar que se pase de una persona a otra y, además, previene otras enfermedades, como la diarrea. Explícales que es importante cuidar el aire que respiramos, que caminar o usar la bicicleta cuando podemos hacerlo en vez de usar el coche ayuda a evitar que se acumule dióxido de carbono en la atmósfera y que esto hace que el aire sea más limpio. Que, junto con sus padres, consulten la calidad del aire que se respira en su barrio y que, si hay alguna fuente de contaminación, hablen con sus alcaldes para saber cómo pueden evitar que estas afecten la salud respiratoria en su comunidad. —Gracias por tus consejos— dijo Verónica. Tal vez no podría ayudar mucho a los pacientes que su mamá atendía, pero de seguro podría enseñar a sus amigos cómo cuidar sus pulmones y evitar que sufrieran de estas enfermedades. ¡Ese fue un gran día para ella! Nota: texto dirigido a niños en edad escolar con el objetivo de promover el cuidado de la salud respiratoria.
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Respirando vida Mercedes González Lara
Cuarenta años y toda una vida por delante. Un hijo a quien criar y una mañana en la que mi cuerpo dejó de funcionar. Mi cuerpo era un manojo de dolores generalizados y mi energía vital estaba tan mermada que me costaba respirar. Cualquier esfuerzo mínimo me provocaba tal disnea que era incapaz de moverme de la cama. Así empezó mi calvario. Médicos y médicos, un peregrinaje continuo. Vi tantos médicos que perfectamente podría haber hecho un ranking. Nunca había un diagnóstico definitivo ni una palabra de aliento que aliviara mi dolor y preocupación. Lloraba muy a menudo, en silencio, no solo por el dolor físico, también por el dolor del alma. Ya no me veía como antes. Ya no podía hacer lo de antes y me daban mucho miedo porque, al hacerlas, lo que venía después era dolor y cansancio, mucho cansancio. Entonces, prefería cerrar los ojos y desconectar para dejar de sentir. Desde mi cama, todas las noches hacía nuevos y recomendados rituales para tratar de relajarme y preocuparme de dormir mejor. Nunca bien, solo mejor. Y miraba mis manos, esas manos fuertes que siempre me habían ayudado tanto y ahora solo reposaban pesadamente en mi cuerpo. Y esas piernas, que me habían sostenido fuertemente para seguir luchando, solo eran fibras ásperas y rígidas que muchas veces pensé en mutilar. ¡Sentía tal ahogo al respirar! Solo el respirar me dolía, solo el respirar me agotaba, sentía pasar el aire por mis pulmones como agujas entre las uñas. Pero mis pulmones estaban bien. Miles de pruebas lo demostraron. En aquellos días difíciles, ¡me sentía tan minúscula, tan desprotegida y tan sola! Sin entender por qué los médicos no eran capaces de dar con un diagnóstico; cada vez que iba a algún especialista, tenía que ver una mueca de incredulidad al ver que no salía nada patológico en las pruebas diagnósticas a las que me sometían. Llegó un momento en el
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Respirando vida
que ya no estaba tan triste. Había aprendido a vivir con extremada disciplina, con una apariencia casi satisfactoria e impecable. Pasado un tiempo, empecé a investigar mis síntomas y sospeché que pudiera ser fibromialgia y síndrome de fatiga crónica. Y entonces tomé cartas en el asunto y solicité cita con un reumatólogo, y por primera vez me vi comprendida y respetada. Durante muchos años me sentí ninguneada y menospreciada, tachada de loca, depresiva, vaga, perezosa, quejica, hipocondríaca. Pero, por fin, fui diagnosticada. Sí, al final era fibromialgia acompañada con el síndrome de fatiga crónica. Poco había por hacer ya. Solo medicamentos y, en caso de brote o crisis, meterme en la cama y esperar. A partir de ese día pude asumir mi enfermedad, pero no por ello mejoré. Y como no estaba dispuesta a pasar el resto de mi vida medicada con toda clase de analgésicos que poco me ayudaban, no me rendí; seguí investigando por mi cuenta, buceando por Internet, y descubrí que el oxigenar mi cuerpo podría ayudarme y pedí ayuda. Yo no podía costearme un tratamiento con cámara hiperbárica, yo no era Lady Gaga ni ningún otro famoso que últimamente han «salido del armario» en lo que a fibromialgia se refiere. Es muy penoso que con ellos todo el mundo se compadezca de su enfermedad, mientras millones y millones de pacientes sufrimos esta enfermedad en silencio y sin apenas ayudas e investigación. Cinco años después de mi diagnóstico, hablé con un especialista muy querido y apreciado para mí, en quien podía depositar toda mi confianza; un buen ser humano, médico honrado, intachable y buen profesional, que me propuso iniciar un tratamiento de oxigenoterapia domiciliaria. No era tan atractivo como la cámara hiperbárica, pero eso suponía no ser costoso para mí a nivel económico, y poco se podía perder. Total, si no mejoraba, por lo menos lo habíamos intentado, y, si funcionaba, podría llevar una vida más o menos digna… A partir de ese día, mi vida cambió. Algo tan sencillo como aportar oxígeno a mi cuerpo a dosis muy bajas durante dos o tres horas antes de dormir me ayudaba a oxigenar mi musculatura, a darme vitalidad y a calmar el dolor que tanto me atormentaba. Podía sentir como mi cuerpo empezaba a mejorar, a poder caminar sin que me dieran espasmos y calambres en las piernas. Podía sentir como no me fatigaba al andar y el levantarme cada día no se hacía un infierno. Empecé a levantarme con energía y empecé de nuevo a ser feliz. Poco me importaba si era placebo o no. No era una cámara hiperbárica, pero para mí era suficiente… Solo sé que en mis momentos de crisis de dolor insoportable, unos días con oxigenoterapia calmaban mis dolores en un 80 % y con eso me bastaba, porque 70
Mercedes González Lara
entonces empecé a respirar vida, porque quería vivir dignamente y seguir respirando vida muchos años más. Hoy en día sigo con mi enfermedad, sigo con mis brotes, pero tengo un aliado, mi concentrador de oxígeno, mi mejor amigo. Él es quien me ayuda a reponerme cuando mi cuerpo de repente dice basta. Y, por último, a usted, doctor, muchas, ¡muchísimas gracias! Que Dios le bendiga.
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Éxodos permutables María Isabel Jódar Lorite
La lluvia desdibujaba los contornos del mundo aquella tarde otoñal. Majestuosas, las montañas andinas se alzaban rompiendo la línea del horizonte. El manto de árboles, en plena transición del verde al ocre, recibía con avidez el líquido elemento tras la pertinaz sequía. Un viento gélido sacudía las ramas y jugaba con las hojas caídas. En medio de aquel paraje, acunada entre las elevaciones del terreno, se erguía orgullosa la vieja casona. Los huecos antes ocupados por ventanas semejaban grandes ojos de mirada vacua. La puerta principal, de madera ya ajada, había cedido sobre sus goznes. El interior presentaba un aspecto fantasmagórico; sus antiguos moradores habían dejado atrás sus escasas pertenencias y sobre los muebles abandonados en la diáspora se acumulaba una gruesa capa de polvo. De la inestable baranda de los balcones colgaban tallos secos que se retorcían sobre sí mismos, mudos testigos de la soledad y del silencio que invadían aquel lugar. Buscar al otro lado del océano una vida mejor, dejar atrás el escenario de sus existencias, allí donde muchos habían abierto los ojos a la vida y donde otros perdieron el último de sus recuerdos. Espoleados por la necesidad, transitaron en sentido inverso la senda de aquellos que siglos atrás buscaron la fortuna en su tierra. Ironías del destino, diferentes paisajes, mismos sentimientos, iguales sueños e inquietudes: la búsqueda de la felicidad, quintaesencia del ser humano más allá de las coordenadas del tiempo y el espacio. Partida orquestada por un invisible tahúr que intercambia los naipes a su antojo. El Nuevo Mundo, antaño tierra de acogida, pasa el testigo a la Madre Patria en la vieja Europa, perpetuación eterna del ciclo de la vida. 73
Vida robada María Isabel Jódar Lorite
Sempre havia tingut la certesa de ser diferent. Les sospites anaven més enllà de la no coincidència de trets físics amb els seus progenitors. Era un convenciment íntim de ser la nota dissonant en una melodia, la peça que no encaixa en un puzle. Va construir una cuirassa que l’aïllava del món exterior, del qual només rebia incomprensió. Va créixer en una realitat pròpia que va construir a la seva mida per refugiar-s’hi de la veritable, fins que la tristesa, la incertesa, el desinterès i la soledat van fer miques la seva fortalesa inexpugnable. Va investigar, i la sentència va ser implacable: Era una més d’aquells infants robats. Nens arrencats dels seus orígens, de les seves infanteses, de les seves vides… Vides truncades, vides trencades, per la cobdícia d’uns, pel desig de tenir fills desafiant les lleis d’uns altres. Existències destruïdes per la pèrdua, per l’engany, pel dolor… 75
Vida robada
Desconeixia si en aquell moment era possible Construir novament els ponts, ara dinamitats, que l’apropessin a les seves arrels, però intentaria deixar enrere les runes d’una fal·làcia per intentar viure la seva pròpia existència, no una vida robada.
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Traducción del relato anterior
Vida robada María Isabel Jódar Lorite
Siempre había tenido la certeza de ser distinta. Las sospechas iban más allá de la no coincidencia de rasgos físicos con sus progenitores. Era un convencimiento íntimo de ser la nota disonante en una melodía, la pieza que no encaja en un puzle. Construyó una coraza que la aislaba del mundo exterior, del que solo recibía incomprensión. Creció en una realidad propia que construyó a su medida para refugiarse de la verdadera, hasta que la tristeza, la incertidumbre, el desinterés y la soledad hicieron añicos su inexpugnable fortaleza. Investigó, y la sentencia fue implacable: Era una más de aquellos niños robados. Niños arrancados de sus orígenes, de sus infancias, de sus vidas... Vidas truncadas, vidas rotas, por la codicia de unos, por el deseo de tener hijos desafiando las leyes de otros. Existencias destruidas por la pérdida, por el engaño, por el dolor... Desconocía si en ese momento era posible Tender nuevamente los puentes, ahora dinamitados, que la acercaran a sus raíces, pero intentaría dejar atrás las ruinas de una falacia para intentar vivir su propia existencia, no una vida robada.
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Salir del pozo Patricia Milagros Lazo Meneses
—Ya no queda, mamá. Por fin podremos viajar a nuestro país. ¡Tan solo un mes, mamá! Azmera y su madre Ayne acaban de comprar su billete a Etiopía. Tras la muerte de su padre hace 25 años y por la imposibilidad de sobrevivir a unas condiciones de pobreza extrema, Ayne tuvo que entregar a su hija en adopción, con la suerte de ser acogida un año después en el seno de la familia Meneses García, donde una enfermedad uterina había dejado estéril a Carmen. Azmera creció y era cuestión de días que se preguntara quién era su verdadera madre, sin ánimo de quererla más que a Carmen, que le había dado todo. Azmera tenía solo 10 años y un grado de madurez enorme para su edad. Merecía respuestas a sus preguntas. Carmen y su marido se pusieron manos a la obra. Su trabajo fue fácil en tanto en cuanto consiguieron localizar a Ayne en poco más de un mes, en un poblado cerca de Nairobi donde se ganaba la vida purificando agua de los pozos. La bondad del matrimonio y las ganas de ver completamente feliz a su hija hicieron que no tuvieran reparo en ofrecer una invitación a España a la mamá biológica de Azmera que, una vez en el país, no pudo más que llorar de alegría y agradecimiento, así como reconocer la verdadera paternidad del matrimonio de origen jiennense afincado en Madrid mientras disfrutaba con su hija del tiempo que había perdido. … Ayne tiene que volver a su país. Entre llanto y una tos horrible, veía como en dos días el avión partiría a Kenia, su país de residencia, sabiendo que podría no volver a ver a su hija. —Mamá, lleva a Ayne al médico. No se puede ir así. Según me contáis, mi padre ya murió por tosferina y nos sentiríamos fatal si algo malo pasara. Porfa, intenta que la vea un médico. 79
Salir del pozo
—Azmera, ella no va a poder ser atendida aquí. No obstante, lo intento con Arévalo. La suerte no iba a ser esquiva esta vez y un neumólogo de confianza, el doctor Arévalo, voluntario en África durante su MIR y experto en enfermedades respiratorias en el tercer mundo, no dudó en atenderla y hacerle las pruebas pertinentes para que volviera tranquila a Nairobi. Vuelo retrasado a la espera de las pruebas. —Carmen, pasaos Juan y tú con Ayne por la consulta mañana. —Pero, doctor, ¡si mañana es domingo! ¿Todo bien? —Venid mañana y os cuento. Domingo, una y trece minutos del mediodía. Casualidad que fuera justo a esa hora que tanta superstición puede despertar. Ese fue el momento en que el doctor dijo las malditas palabras que juntas sonaban a tragedia: cáncer de faringe con metástasis en esófago y algún detalle más que Carmen no quiso ni tener en cuenta por desánimo. Todos supusieron que una enfermedad respiratoria podía estar ligada a las malas condiciones en su trabajo, donde depuraba aguas que en la mayoría de los casos eran insalubres. La tragedia volvía a asolar a la familia africana. Había que decírselo a Azmera, sería un verdadero palo para ella. Su grado de sensibilidad era superior a cualquier niña de su edad, quizá por simple madurez o quizá por el duro pasado vivido sito en su inconsciencia. —Carmen, no digas nada a Azmera todavía. Empecemos el tratamiento y veamos cómo evoluciona Ayne. —Pero, Juan, cómo vamos a hacer eso… —Tranquila, todo va a ir bien. Rezaremos porque así sea. El doctor Arévalo ha definido unas posibilidades de recuperación de uno de cada diez. —Nos sobran nueve. Solo queremos ese uno, pero, por Dios, que se recupere— pensaba Carmen con un disgusto propio del que se prepara para una situación terrible. La pregunta de Azmera pidiendo explicación de por qué su madre no se había ido con ella fue la primera de tantas otras, ya que no era fácil ver cómo esa persona llena de alegría, bondad infinita y agradecida se apagaba cada día por un tratamiento que la niña ignoraba y que pasaba factura a Ayne cada minuto que pasaba. —Pero, mamá, ¿por qué Ayne está quedándose calva? ¿Es por la tos? No se puede ir calva, mamá. ¡Hay que ir al médico! La situación empeoraba y fue imposible sostener la curiosidad de Azmera. A su manera, Carmen le explicó de la forma menos traumática que pudo que quizá su mamá algún día los dejaría. El llanto y la desesperación de la niña hicieron que sus siguientes preguntas giraran en torno a si su verdadera familia estaba maldita. Que le dijeran lo que iba a pasarle a ella en el futuro. Que por qué todos acababan dejándola. … 80
Patricia Milagros Lazo Meneses
—Te lo dije Carmen, Ayne es una mujer muy fuerte. Hoy es día de júbilo. Las pruebas realizadas a Ayne han diagnosticado que el cáncer se ha esfumado. La familia Meneses García irradia alegría. Azmera abraza a «sus mamás» y ya no le tiene miedo al «embrujo de África que acababa con su familia». No todo acaba aquí. Cuando el doctor Arévalo entra en la sala donde todos se abrazan contentos, entrega un sobre a Azmera. Son dos billetes a Adís Adeba, la ciudad donde falleció su padre biológico y donde ella y su historia nacieron. La vida le da otra oportunidad a Ayne y, gracias a la bondad de la familia española y al buen hacer del doctor Arévalo, está dispuesta a aprovecharla al máximo. Ha pasado un mes, Azmera ha regresado a Madrid y la niña es todo alegría y positivismo. Cuenta que Ayne ya no trabaja en los pozos que, probablemente, tuvieron que ver en su enfermedad y es asistente en una estación de lavado de vehículos. Es feliz y solo espera el momento de volver a verla mientras disfruta en el seno de su «otra verdadera familia», donde jamás le faltará el apoyo y el amor que Azmera se merece.
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Siempre alerta con asma grave persistente Sonia Morales Montaño
Es duro vivir a diario con una carga que no has pedido. Es duro saber que ya no es por ti por quien tienes que luchar, sino por estar más tiempo al lado de tus hijos. ¿Duro? Es injusto no poder llevar las riendas como quisieras. Es una canallada no poder hacer todo aquello que te gustaría. Que algo tan sencillo, de lo que estamos rodeados todos como es el dichoso oxígeno, te falte y te ahogue. Es frustrante. En ocasiones, ocurren cosas que te hacen ver de forma diferente el valor de la vida. Porque cada segundo cuenta. Hay sobresaltos que ya no te despiertan, tan solo te mantienen alerta. Cuando el futuro se ve con tonos grisáceos, hay que aprender a pintarle un arcoíris, aprender a apartar las nubes y dejar que los rayos de sol te demuestren que sigues ahí un día más y que, por ello, hay que celebrarlo. Vivir con miedo. Despertarme pensando qué será lo que hoy ocurra que te perturbe. Tener miedo a no saber reaccionar a tiempo, a bloquearme ante una situación de peligro, a no estar presente en ella. A no saber qué decir o cómo actuar. Miedo y frustración a no llegar a todo ni a todos. Terror a despertarme y verte mal o que no estés. Tener nervios constantemente. Derrotado es como te sientes al darte cuenta de que todos tus esfuerzos por mejorar, o simplemente mantenerte, son en vano. Derrotado al escuchar a los demás que no lo viven de cerca que tu mal estado es culpa tuya. Derrotado al querer seguir el ritmo de tus hijas y verte incapaz de hacerlo. Hundido al ser cada día más consciente de que tu situación es la que es y que no va a cambiar por más que lo intentes. Y de que, si eso ocurre, el único cambio posible es un empeoramiento. Hundido al ver el declive de tu estado. Hundido porque se te escapan los días entre los dedos y los que ves por delante son todos iguales. ¿Infeliz? No lo sé. ¿Feliz? Tampoco puedo decirlo. Tan solo compren-
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Siempre alerta con asma grave persistente
do que todo aquello que quisieras hacer te es imposible. Que no puedes hacer planes y, si los haces, puedes tener que anularlos en el último momento. Rutina. Despertarte con una fuerte presión en el pecho, no ser capaz de ponerte en pie, pero hacer el esfuerzo para conseguir hacerte una nebulización que te alivie. Pitidos, baja saturación, dolor de cabeza y un gran cansancio, pero debes continuar. Hay dos niñas por las que debes levantarte y seguir. Tu rutina, la suya, la nuestra. El cansancio y el ahogo constante. Sin un respiro a lo largo del día. Siempre alerta. Deseas tirarte en el sofá y olvidarte de todo, pero no puedes. Un enfermo crónico que es padre, y por ello a veces te olvidas de ti. Que tu hija mayor sufra al verte enfermo, que tu hija menor no te haya conocido sano. Que nosotros dos rememoremos cómo era todo tan solo cinco años atrás y sepamos que no volveremos a estar como antes. Nos hemos adaptado los cuatro a esta nueva vida, a esta nueva etapa que, aunque no nos gusta a ninguno, debemos convivir con ella. No es tu enfermedad, es la de todos nosotros. Y yo me siento impotente porque no está en mi mano ayudarte. No está en mí tu mejoría. Porque por mi trabajo vivo a diario con problemas respiratorios, pero contigo no sé qué hacer ni qué decir. Solo queda asumirlo. Pero yo he cambiado con tu enfermedad. No me encuentro. De un tiempo a esta parte no sé dónde me he dejado. Me miro al espejo y no me veo. Me falta mi risa, mi cariño. No me reconozco. No soy yo. Me veo hundida, sin ánimo, con miedo constante y ganas de llorar. Me he perdido. Me miro al espejo y tengo la sonrisa forzada y los ojos tristes, y esos no son míos. Todos hemos cambiado en estos abrumadores cinco años. Hemos madurado juntos, incluidas las niñas. No podemos llevar las riendas como quisiéramos, pero las cogeremos con firmeza y les haremos frente.
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Respirar Marian Ortiz del Amo
Cómo iba yo a respirar, si la más mínima cadencia regular carecía de sentido porque el caos había llegado para quedarse. Cómo iba yo a respirar, si cada vez que te veía, ajeno por completo a lo que yo sentía, la garganta se me bloqueaba con la frustración del amor no correspondido. Yo, que leí cientos de veces tus correos buscando una señal, una palabra fuera de orden, una debilidad en tu corrección insólita para navegar en mis sueños pudiendo imaginar que todavía me amabas. Yo, que investigaba cada gesto en nuestros encuentros, que profundizaba en cada pliegue de tu risa y buceaba en tu sonrisa para adivinar que aún sentías lo mismo por mí. Cómo iba yo a respirar, si no podía. Como ahora, que tampoco puedo. ¿Y tú? ¿Cómo podías tú respirar? Recuerdo el día en que nos conocimos, recuerdo con precisión cada detalle de nuestra cita, nada personal, todo muy profesional. Pero en la segunda, vi un destello, un ligero coqueteo, un interés poco corriente. Eso disparó mi alma encogida que se independizó de mi razón por un tiempo, eso y la electricidad que fluía entre nosotros cuando estábamos cerca. Entonces sí, entonces sí respiraba, aunque probablemente tú no respirabas. Lo sé porque ahora soy yo quien no respira. Después nos dimos cuenta de lo difícil que resultaba dejar de respirar el uno por el otro. Tú, casado, y yo, viviendo con el amor de mi vida, pero con la respiración desordenada por tu presencia. En esa noria que giraba y giraba con la inercia, con un eje que se retorcía por la fricción de la herrumbre que sonaba a maquinaria moribunda. Así divagamos entre frases no dichas y respiraciones entrecortadas durante un par de años, hasta que tú decidiste volver a respirar sosegado. Cómo te odio desde entonces, el desprecio materializado en la vuelta a la normalidad, manteniendo la sonrisa y la dulzura, sobre todo la dulzura. Esa demoniaca dulzura por
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Respirar
ambigua, por común, porque no era algo que solo me regalabas a mí. Cómo llegué a aborrecerte al tiempo que te necesitaba. Entonces pasé a la ficción, que era lo único que me proporcionaba consuelo y, en la soledad de mis noches, te veía entregado, perdiendo por completo la respiración. Solo en sueños, porque respirabas, aspirabas, inhalabas y demostrabas tener control de tus pulmones. No como yo, que muero lentamente en esta asma inducida que remite cuando sonríes y se agrava cuando te vas.
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Bocaditos de aire Isabel Pantoja Díez
Bocaditos de esperanza son los que tengo. Bocaditos para conseguir descanso. Con estos bocaditos consigo mi ánimo. Con estos bocaditos consigo hacer mi ejercicio, con compás. Con estos bocaditos llegará mi tranquilidad, estoy seguro. El aliento, el aliento es lo que me llega con estos bocaditos. Bocaditos de aliento que parece que me manda mi hija cuando me mira de reojo al moverme; lo hago despacito, hombre, que no todo hay que decirlo. Así de vez en cuando, un bocadito… Conseguiré un bocadito de oxígeno y de carbónico… Me río un poco para mis adentros: el bocadito de carbónico. «Humo de carbónico en polvo sobre queso de cabra gratinado»; parece un plato de alta cocina con aspiraciones a estrella Michelin, como si lo estuviera viendo… Sigo con mis bocaditos que me tienen tan entretenido… Me voy a quedar quieto para dar mis bocaditos tranquilo. Noto cómo mi barriga se mueve para dar esos bocaditos, ya estoy en la cama y cierro los ojos de vez en cuando. Mi familia ya me ve dar mis bocaditos y, aunque siempre me ha gustado comer tranquilo, llaman a más espectadores. Viene primero la enfermera y después el médico. Cada vez que me miran parece que esperan un veredicto del crítico culinario, se han encargado de mejorar el servicio que me ayudará a comerme mis bocaditos con una aparatología ultramoderna. «Bocaditos con gafitas de oxígeno», así se llama el plato. Parecen que no mejoran el ansiado efecto esperado al entrar los bocaditos en el organismo. Creo que esperan un gran efecto en todos los sentidos. Es lo que tiene el conocimiento y nuestra vida moderna. Y la ambición, hay que ver qué competitividad más 87
Bocaditos de aire
grande tenemos, no hay quien nos pare. Y yo, que permanezco completamente sumido en mi gran papel, me dejo querer. Después de todo, estos momentos de grandeza los vivimos solo algunas veces en la vida. Vamos a mejorar su experiencia gastronómica, escucho: «En este plato va a poder saborear mayor cantidad de alimento en cada uno de sus bocaditos y estos van a ser servidos en una vajilla de diseño adornado con otro humo blanco». Después de este humo, ya no abro los ojos; desde luego, en este restaurante se lo están currando, qué deleite… Sigo con los ojos cerrados, ohmmmm. Tanto plato me mete en una ensoñación… Normal, ¡menuda comilona! Casi creo que en unos de estos bocaditos me duermo la siesta. Intento mantenerme despierto, pero no quiero ser maleducado y una de mis espectadoras no para de hablar. «La cosa es que le da un aire a mi hija: ¡ay! Tres años tardó en hablar, nos gastamos un dineral en ese logopeda que creíamos que nos estaba timando y ahora no calla». Como ella. Podía hablarle a otro, pero no; cuando le da, es cabezona y no hace más que preguntarme. Es lo malo que tienen los entendidos. Pues eso, que aquí tengo a mi público ansioso de la opinión del experto pendiente de mí y, como no quieren que me canse, utilizan la Termomix, haciéndome la comida más fácil, de manera que ya no esperan ni a que dé más bocaditos por mí mismo. No sé muy bien cuánto tiempo ha pasado desde que empezó todo esto, pero ahora parece que el menú degustación de bocaditos de aire se ha acabado. Se han ganado la estrella Michelin, aunque se lo diré cuando desconecten la Termomix, que hay que mantener un poco la intriga.
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Un ángel en nuestro camino Do Pons Ruiz
Isabel Montero, una joven fuerte y decidida donde las hubiera, estaba resuelta, en pleno siglo XII, a llegar hasta el mismísimo infierno y hablar con quien fuera que la ayudara a salvar la vida de su hermana pequeña Elena. Había visto cómo su madre se apagaba poco a poco, por alguna enfermedad que nadie entendía, y, desde que su mente recordaba, la había visto padecer por ello. Isabel no quería que Elena sufriera su mismo fin. Le habían dicho que en el pueblo de Alfambra, dentro de la Corona de Aragón, había una señora que tal vez pudiera darle alguna que otra pauta para que su final no fuera el mismo que el de su madre. Le había dolido mucho perder a su madre y ahora veía que Elena, de apenas diez años, sufría por lo mismo. Su padre se había dado por vencido hacía años. Él, bastante más mayor que su mujer, había dicho a su hija que, lo que tuviera que hacer, lo hiciera sola; él no viajaría a ningún lado, pues la granja vacuna que tenían ocupaba su tiempo y su mente. No estaba por otro menester. Así pues, esa mañana Isabel tomó a su hermana y, despidiéndose brevemente de su padre y advirtiéndole de que no volvería a verlas jamás, marchó hacia ese nuevo pueblo. Aunque era verano, era difícil ir de Alcañiz hasta Alfambra, mucho territorio que caminar y no disponían de medio alguno. Isabel sabía que su hermana no soportaría a pie ese largo trayecto, pero no tenía otra forma más que su propio cuerpo de trasportarla. Llevaban ya una semana de viaje, y estaban las dos agotadas, cuando un amable carretero se paró a ver qué les ocurría. Viendo la situación en la que se encontraban, Iván Jeremías, que era así como se llamaba el jovencísimo y amable transportista, se ofreció a llevarlas, pues él iba hacia ese mismo destino. Isabel supo que su madre, en forma de ángel, guiaba entonces su camino. El carretero las dejó a la puerta del inmenso castillo, dos días después de su encuentro, pues allí dentro vivía la mujer de la que precisaban ayuda. Isabel 89
Un ángel en nuestro camino
y Elena miraban hacia la puerta por ver si alguien llegaba y las atendían, cuando de la puerta de las cocinas salió una mujer bastante más joven de lo que ellas esperaban. Una mujer alta de ojos verdes brillantes, pelo enrojecido y sonrisa en los labios se presentó como Ángela Carrillo y dijo que tenía algún que otro conocimiento acerca de males. La mujer preguntó qué sucedía con la pequeña Elena. —Desconozco lo que sucede con su cuerpo, al igual que tampoco supimos jamás qué pasaba con mi madre. Lo único que puedo explicarle es cómo la veo y, si ella despierta, puede decirle qué le duele. —Así pues, cuéntame cómo la ves. Porque ¿he de entender que tu madre sufría del mismo mal?— preguntó Ángela. —Sí, señora. Mi madre, siendo yo niña, era vital y saludable. De pronto, un día, atendiendo la vaqueriza, gritó pidiendo ayuda, pues se ahogaba. A punto del desmayo la encontramos y envuelta en su propio vómito. Me asusté al verla de ese modo. Padre la trasladó a nuestro único lecho y, con paños de agua fría, le bajamos la calentura. Ya no volvió a ser la misma. Dos veces quedó en estado y dos veces nacieron los bebés muertos, casi acabando con su vida. Mi hermana nació muy débil y apenas respiraba; logré salvarle la vida, pero ahora no sé qué hacer, pues parece que poco a poco se apaga. Su respiración es entrecortada y muy pobre. En las noches, hay veces que parece que no respira. Tiene tos muy fuerte y los ojos no tienen casi vida. Ha perdido mucho peso y cualquier acto la fatiga. ¿Sabe qué puede tener mi hermana? —Según lo que me cuentas, parece que tenga algún problema con las bolsas que tenemos aquí dentro— dijo Ángela apretándose el pecho. —¿Bolsas?— preguntó Isabel sin saber a qué se refería. —Desconozco qué otro nombre tengan, pero nos ayudan a respirar con corrección. Están justo en el pecho. Por aquí tenemos varios casos de personas que sufren de lo mismo. Algunos han estado respirando demasiado tiempo humos tóxicos en los silos de las cosechas… —Padre, en la vaqueriza, también usaba una parte de la tierra donde quemaban el ganado enfermo. Yo no podía acercarme allí de pequeña, pero padre y madre lo respiraban constantemente. —Sí, mi niña. Otros han tenido pequeñas enfermedades que se han agravado por culpa de la suciedad que nos rodea. Es muy importante mantenerse limpio en nuestros días, aunque, a decir verdad, es muy complicado con tantos insectos como tenemos. Nosotras intentamos ir al río, al menos, una vez a la semana y lavarnos a conciencia, sea invierno o verano. Mantenemos los lechos del comendador y su señora libres de insectos y de
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Do Pons Ruiz
ratas, pero, aun así, hay días que los chinches o las pulgas los molestan y ellos, aunque pequeños, también trasmiten enfermedades. —¿Cree que mi hermana puede reponerse?— preguntó Isabel al borde del llanto, pues no parecía que fuera así por lo que le decía Ángela. —Reponerse, no sé, mi niña, pero puedo ayudarla a sentir mejor. Si ya al nacer las bolsas casi la matan, no creo que haya nada tan potente en nuestros días, salvo la brujería, que pueda hacer un milagro— dijo sonriendo y tocando la mejilla de su joven amiga—. Pero puedo ayudarla a sentirse mejor— repitió la mujer mirándola a los ojos—. Ven conmigo a la cocina y te daré un jarabe de rábanos, que, al tener un limón exprimido y miel, la ayudará a relajar la garganta. Este lo deberá tomar cuando, en días como hoy, la tos sea fuerte y seca. Ángela había escuchado despertar a Elena y en su primera bocanada de aire fuerte emitir una tos muy fea. Miró en dirección a la muchacha y de inmediato supo que tenía calentura. —Ahora mismo le prepararemos una infusión de manzanilla y tomillo que le daremos más veces al día para controlar la fiebre, y, cuando esa haya remitido, le cubriremos la cabeza con un trapo para que respire el vapor del agua hirviendo con eucalipto. Te preparé de todo para el viaje de vuelta. —No haremos viaje de vuelta. Estoy resuelta a quedarme aquí— dijo Isabel levantándose de un salto del suelo donde vigilaba a su hermana pequeña. —Hablaré con el comendador. Déjamelo a mí, mi niña. Ángela salió disparada a las cocinas. Debía ayudar a esa pobre niña. —Ánimo, Elena, ¡vas a vivir! Lo sé. ¡Gracias, madre, por ponernos a Ángela en nuestro camino!— dijo Isabel mirando al cielo mientras, tomando de la mano de su hermana, lloraba por tener la vida de su hermana a buen recaudo.
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Un puente de colores Carol Simon Tomás
Hay muchas etapas en esta vida por las cuales hemos de pasar, nos guste o nos disguste. Luz, diminutivo de Lucía, era una niña a las puertas de la adolescencia. Quería evitar dejar atrás la niñez, a la vez que sentía curiosidad por saber qué habría más adelante en su camino. Su afán de posesión incluía a todo su entorno, especialmente a su madre; no lograba entender que no era solamente suya, que debía compartirla con el resto de los mortales, su familia, amigos y demás personas que tuviera cerca. Sus rabietas iban en aumento, hasta el punto de que un día, a la hora de acostarse y con el pijama puesto, se metió en la cama refunfuñando y prometiéndose: —Me iré de casa para no volver nunca jamás. Sin darse cuenta, comenzó a caminar y a caminar, hasta que ya no pudo seguir haciéndolo. Cuando se dio la vuelta, no recordaba haber visto aquel río que se interponía entre ella y el lugar del que venía. Su corazón cada vez iba más rápido, le costaba trabajo respirar, el aire se negaba a entrar en sus pulmones y la niña acabó cayendo de rodillas al suelo. El pánico se apoderó de ella hasta el punto de que ya no distinguía bien su entorno. En esos momentos, todos sus recuerdos pasaron por delante en fracciones de segundos. Recordó con miedo los problemas respiratorios de su madre, que tenía la enfermedad de LAM, había pasado por varias operaciones de pulmón. También recordaba que ella misma, a los pocos meses de nacer, ya había estado hospitalizada con problemas respiratorios. Intentó calmarse como le había enseñado su madre y, cuando se hubo repuesto un poco, se preguntó así misma: —¿Pero dónde estoy? Una suave brisa le susurró algo al oído. —Tienes que respirar despacio y tranquilizarte, te sentirás mucho mejor— le dijo una voz dulce y aterciopelada. 93
Un puente de colores
Por alguna extraña razón, aquella voz que le pareció reconocer hizo su efecto y la niña acabó por restablecerse totalmente, a la vez que su corazón volvió a su ritmo habitual. Intentó reconocer el lugar, pero se sentía perdida y lo único que quería en ese momento era volver a su casa, a la vez que comenzaba a gimotear. La voz le volvió a susurrar al oído: —Mira a tu alrededor. ¿Qué te recuerda? Luz se limpió con la mano las lágrimas, miró y se vio rodeada de miles de setas con manchas de todos los colores. Eso le trajo el recuerdo de un cuento que le regaló su mamá y que le gustaba mucho cuando era pequeña. —¿Y de qué me sirven todas estas setas?— dijo en voz alta sintiéndose frustrada y encogiéndose de hombros con las palmas de las manos hacia el cielo, un gesto que repetía con frecuencia cuando no encontraba explicación a algo—. Solo quiero cruzar ese río y volver a mi casa. —Utiliza tu imaginación— le volvió a susurrar la voz—, solo tienes que chasquear los dedos y tus deseos se cumplirán. Era la frase que su madre le decía cuando quería levantarle el ánimo. Aquellas palabras dieron su resultado y la niña se levantó de un brinco. El pánico había dejado paso a la tranquilidad y la niña chasqueó los dedos deseando que todos aquellos colores se juntasen para hacer un puente que la llevase de vuelta a su casa. Ante sus ojos se obró la magia de los colores, que se fueron estirando y entrelazándose unos con otros hasta construir un hermoso puente que brillaba más que el arcoíris de un día de lluvia. Con paso tímido, se acercó hasta el principio del puente. Era tan hermoso que daba pena hasta pisarlo. Se agachó y lo tocó, su textura era como la plastilina. ¿Y si al pisarlo se hundía y ella acababa en el fondo del río? Sabía nadar, pero la velocidad con que bajaban aquellas aguas cristalinas le daba miedo y se quedó pensando. —¡Me dan miedo de verdad!— se dijo con valentía. Su curiosidad la pudo y acabó pisando el puente de colores. ¡Aquello era una pasada! Era muy blandito y, como Luz iba descalza, las cosquillas comenzaron a hacerla reír. Desde chiquitilla tuvo siempre una risa contagiosa, de esas que todo el que está cerca no puede por menos que acabar riéndose con ella. Estaba llegando al final del puente cuando comenzó a escuchar unos gritos. Luz, instintivamente, miró hacia la superficie del río y, en una hoja que iba a la deriva, vio una pequeña oruga que chillaba desesperada. Por alguna extraña razón, la niña entendía lo que trataba de decir la pequeña oruga entre baños de agua. —¡Socorro, por favor, ayúdame a salir del río!— le gritó la oruga. 94
Carol Simon Tomás
La niña, de un salto, salió del puente, estiró algunas de las tiras de colores y rápidamente las entrenzó haciendo un anillo, de los que solía hacer con su madre, pues las dos eran muy aficionadas a las manualidades. Cuando tuvo el anillo hecho, le dejó unas cintas largas que lo unían a sus manos y rápidamente lanzó el anillo por los aires en dirección a la oruga, que ya casi no podía ni respirar. Con el primer intento no tuvo suerte. La niña volvió a coger el anillo y lo lanzó con más fuerza, y esta vez fue a parar sobre la hoja de la oruga. La niña le gritó que se agarrara con toda la fuerza para que ella pudiera recuperar el pequeño salvavidas que había fabricado tan hábilmente. La oruga se sujetó a su pequeño salvavidas, Luz tiró con fuerza de las cintas que tenía sujetas a su mano, y el anillo y la oruga salieron volando por los aires y acabaron dando volteretas por la hierba que bordeaba el río. Cuando la niña recuperó el anillo, la oruga no era capaz de mantenerse quieta del mareo que tenía. Luz la colocó con todo el cariño del mundo sobre su mano y la acarició con mimo. —¿Te encuentras mejor, oruguita? —No te preocupes, me repondré pronto. Muchísimas gracias por salvarme la vida. Pronto seré una preciosa mariposa, como lo fue mi madre, y esto te lo deberé siempre a ti. Algún día te devolveré el favor tan grande que me acabas de hacer. Si no te importa, ¿podrías depositarme encima de aquel árbol para que pueda comer?, me estoy muriendo de hambre. La niña hizo lo que le pedía y la oruga se puso a comer y se olvidó de todo lo demás. Después de dejar a la oruga reponiendo fuerzas, la niña se alejó del puente y desanduvo lo andado. Ahora se sentía totalmente feliz y a salvo. De repente, sintió cosquillas por todo el cuerpo: era su madre, que la estaba despertando. En ese momento, apreció de verdad algo que le pasaba todos los días y a lo que la niña no había dado nunca importancia: los besitos y cosquillas de su madre y el cariño con que la despertaba cada mañana. —Mamá, he tenido un sueño muy raro. ¿Tú crees que cuando los niños seamos mayores tendremos que superar las mismas enfermedades que nuestros papás? —Vaya una ocurrencia, hijita, la preguntita se las trae, creo que eres muy joven para tener esos pensamientos. En la vida no todo va a ser bueno o malo, y, por supuesto, claro que seguirá habiendo enfermedades, alegrías, penas, amores y felicidad. Todas irán unidas de la mano, eso es la vida. Lo más importante es que siempre habrá profesionales dedicando su tiempo a luchar contra cualquier enfermedad y lograr detenerlas. Ahora, espabila, que nos vamos al campo a ver a tus abuelos. La madre movió la cabeza y se sintió orgullosa de su hija; se estaba convirtiendo en toda una señorita. 95
Un puente de colores
Ese fin de semana ocurrió algo que Luz no olvidaría nunca. Entre los campos revoloteaban unas cuantas mariposas. Una de ellas parecía la reina, por lo grande y hermosa que era. Se aproximó tanto a la niña que casi la habría podido coger entre sus manos. Instintivamente, Luz alargó la mano y la mariposa pasó rozándola mientras dejaba caer sobre ella un pequeño anillo de colores y trasmitiéndole un mensaje que le susurraba al oído. —No temas nada, yo siempre estaré cuidando de ti. Esto fue lo que creyó escuchar Luz, puesto que todos sabemos que las mariposas no hablan…
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El aliento del verano Yolanda Torralba García
Era verano, ella tenía siete años y al día siguiente iba a cumplir ocho. Estaba de vacaciones con sus padres y sus dos hermanos en el pueblo de origen, un pueblo pequeñito donde aún vivían los abuelos, en algún lugar de La Mancha. La abuela y la mamá estaban dentro de la casa preparando la comida. Jugaba ella, sentada en la acera, en la puerta de la casa de los abuelos, mirando cómo corrían las mariquitas por entre las ranuras de las baldosas, cuando su abuelo le preguntó: —¿Quieres un cigarrillo? La niña ladeó la cabeza entrecerrando los ojos. El abuelo estiró el brazo y puso el puño cerrado ante los ojos de la niña, mientras la miraba con ojos risueños. —¿Un cigarrillo, abuelo?— y tras sonreír, este abrió la mano depositando un caramelo alargado en forma cilíndrica, en cuya cubierta podía leerse «plátano». La niña sonrió, casi rio, y rápidamente quitó el papel del caramelo y se lo metió en la boca, continuando su juego observando mariquitas y hormigas que subían la calle camino del cerro. Llegó la tarde y, tras la siesta, la niña volvía a jugar en la calle; hacía mucho menos calor y la gente se sentaba en la puerta a conversar y tomar el fresco. Mientras jugaba, vio que su padre subía la cuesta dirigiéndose hacia donde ella estaba jugando con unos palos a hacer una tienda de indios bajo la atenta mirada del abuelo. El padre venía fumándose un cigarro, dejando atrás un rastro en el aire tras cada calada. Era tabaco negro, pero eso la niña no lo sabía. Lo que sí que sabía era lo poco que le gustaba el olor de tabaco mientras su papá fumaba, aunque sí le gustaba el olor del tabaco mientras dormía entre sus brazos. Cuando llegó a su altura, el papá se apoyó contra la pared, comentaba alguna cosa sobre alguien que la niña no conocía mientras apagaba el cigarro con la punta del zapato. 97
El aliento del verano
Y entonces, el abuelo se giró hacia ella, volvió a sonreírle y, poniéndole el brazo estirado con el puño cerrado frente a ella, de nuevo le preguntó: —¿Quieres un cigarrillo? —Abuelo… ¿pueden ser dos?— intentó la niña. El papá de la niña se giró hacia ellos y, mirando al anciano, no pudo evitar decirle: —Padre… No deberías decirle esas cosas a la niña. Abuelo y nieta se sonrieron, ella asintió despacio con la cabeza y el abuelo depositó el caramelo en la palma de la mano de la niña. —Naaaranja— leyó ella, le quitó el envoltorio con un gesto grácil y rápidamente se lo metió en la boca. Enseguida, el abuelo sacó otro caramelo del bolsillo, que, tras un guiño, depositó en la mano de la niña. —¡Anís!— leyó para sí misma, mientras lo mantenía atrapado en la mano—. Abuelo…, ¿por qué llamas a los caramelos cigarrillos? —Porque parecen cigarrillos— contestó sencillamente el abuelo. —Pero los cigarrillos son cosas de mayores, abuelo— replicó la niña. —Estos son los únicos cigarrillos que tú puedes probar, Candelita— susurró él. —¿No puedo, porque los cigarros huelen mal, abuelo?— contestó la niña mientras reseguía con su zapatilla el contorno de la acera. —No debes porque el tabaco te quita el aliento— dijo él muy seguro mientras miraba cómo se movían las nubes apenas presentes. —Pero yo…, yo ya casi no tengo aliento, abuelo, solo en algunos días de invierno, cuando hace mucho frío, veo cómo sale de mi boca— explicó ella un poco nerviosa. El abuelo sonrió mirando curioso la reacción de la niña, que repartía su mirada tímida entre su padre y el abuelo, apenas levantando los párpados de la calzada. —El aliento es lo que te ayuda a subir la cuesta hasta mi casa, niña, lo que se te escapa por la boca mientras ríes, lo que me pegas en la mejilla cuando me besas, no solo lo que ves en invierno cuando hace frío— comentó él. Y, seguidamente, el abuelo pidió al padre que lo acompañara a buscar unas cosas al corral que estaba un poco más arriba, dejando a la niña sentada en el suelo, pensativa. La niña suspiró y, al darse cuenta, los labios se le curvaron hacia arriba: ahí estaba su aliento. Giró la cabeza hacia donde caminaban su abuelo y su padre, y no se sorprendió al ver que este último había aplastado muy fuerte el paquete de tabaco entre los dedos de sus manos.
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El viaje de vuelta Marisa Velasco Quesada
Inspirar, espirar…, coger aire y echarlo… Respirar no parece muy difícil y tú lo estás haciendo muy bien gracias a esa máquina que conecta una pantalla de ordenador con la máscara que abraza tu cara como nunca antes la había visto: pálida y consumida. «Está algo mejor, pero somnoliento», me ha dicho la enfermera al salir de la sala. «Solo cinco minutos, su marido nos ha dado un buen susto». Continúo cavilando, junto a la cama, sin hacer ruido para no despertarte. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos en el patio del instituto? Me invitaste a un cigarrillo. Yo no tendría aún los diecisiete cumplidos y no había fumado antes. Me parecías tan guapo con aquellos ojazos tristes que lo acepté y esperé a que también me ofrecieses fuego. Te reíste de mi torpeza con malicia. «¿Eres tan inexperta en lo demás, rubia?». Y seguiste riéndote al ver mi cara de desconcierto. Casi en la recta final, puedo confirmar que jamás me he enamorado con tanta desesperación como lo hice entonces. No teníamos nadie a favor, sin un céntimo y sin trabajo fijo, pero nada me importaba tanto como dormir en la misma cama y el incendio que me abrasaba. A través de ti aprendí a gozar del cuerpo en el que habita mi mente y descubrí las emociones que para siempre alimentarían mi alma. Tú me lo enseñaste todo; lo que necesitaba saber y también lo que no. Viajamos por carreteras, estaciones y aeropuertos perdidos. Leímos todos los libros, escuchamos todas las músicas, asaltamos todos los cines. Lloramos y reímos juntos. Alegres, salvajes con un cigarrillo en la boca, el sabor a nicotina y el carraspeo por las mañanas. Tu pecho se infla con dificultad y se allana otra vez muy despacio. ¡Cuánto te cuesta respirar! Te veo encadenado a esta cama, rodeado de tubos y de instrumentos médicos que controlan tu respiración, tus latidos y no sé cuántas constantes más, y evoco tu frase favorita de entonces: «Nacer es comenzar a morir, disfrutemos el momento». Ni tú, ni yo, en pleno ascenso, nos preocupábamos por la bajada. Como los pasajeros de un avión 99
El viaje de vuelta
que están más pendientes de no estrellarse en el viaje de ida que no en lo que pudiera suceder de vuelta. Leandro, tu hijo, me avisó de que estabas grave y le habías pedido localizarme. Veo su foto junto a los frascos de la medicación. Es un buen muchacho. Me ha acompañado hasta la UCI y convenció a los sanitarios para que nos dejasen a solas. Se parece mucho a ti. Ahora debe tener la misma edad que tú tenías cuando sucedió aquello. Hoy me dijo que le habías hablado mucho de mí, de tus errores de juventud y de que me habías añorado siempre. No imagino cómo lo rememoras, ni cómo se lo habrás contado. Yo recuerdo que era verano, que llevábamos diez años juntos y que vivíamos cerca del puerto de Ibiza. Para subsistir, yo daba clases de inglés y tú pintabas abarcas. Ahorrábamos para pasar el invierno en Tailandia. Fuimos caminando hasta el faro y te conté, un poco asustada pero feliz, que estaba embarazada. «¿Cómo es posible?», preguntaste con irritación, y la sonrisa se me heló en la cara. Durante semanas discutimos sobre si teníamos derecho a traer un hijo a este mundo injusto y hostil. Yo defendía que vivir era en cualquier caso la mejor opción, aunque no fuera fácil. A ti te asustaba la merma de libertad para los viajes y los cambios continuos de modo de vida. A mí no me parecía tan grave. Tú no te sentías preparado para el compromiso. Yo defendía que se aprende con la práctica. Propuse mil alternativas. Propuse que asumiría la responsabilidad y nunca te importunaría por ello. Te prometí libertad total y finalmente te rogué y te supliqué. Pero nada ablandó tu decisión. También recuerdo que, cuando aquel mal trago pasó, lloré como nunca antes había llorado porque no quería perderte, pero ya te había perdido. Porque me sentía triste, sola y vacía. Porque no sería posible volver allenar ese hueco. Fue la primera grieta. Seguimos juntos, pero fueron años de caída por la pendiente, de alcohol y drogas, de deriva sin rumbo, de reproches y de soledad compartida hasta que uno de los dos decidió que no podía más y el otro se sintió aliviado por no tener que ser él quien tomase la decisión. Una mañana soleada, salí de la casa con lo puesto, cogí el autobús, luego un avión, después un tren, y regresé a mi ciudad y a mi familia. Poco a poco, fui recomponiendo los pedazos de la tacita de té que había sido mi vida antes de conocerte. La porcelana se juntó de nuevo, pero no volvió a ser firme para contener nada. Muchas veces me he preguntado cómo sería nuestro hijo, porque estoy segura de que habría sido un niño. ¿Alguna vez lo has pensado? Ahora ya sé que se parecería al tuyo. Que te habría donado su sangre como Leandro y quizá sus órganos serían compatibles para un trasplante, ya que, por desgracia, los de Leandro no lo son. Habrías sido un buen padre y él un buen hijo, que habría llorado mucho por ti porque, aunque salgas de esta, sabemos que el alivio es momentáneo, que respiras gracias al aparato y tu corazón se debilita. 100
Marisa Velasco Quesada
No creas que yo te olvidé. Siempre he tenido alguna noticia tuya. Comenzabas a vivir de tus pinturas cuando mi hermano te encontró en París. Seguí tu carrera en la distancia, te veía en algún periódico con tu eterno pitillo entre los labios. Una antigua compañera te vendió la casa de Palamós. Me alegró tu éxito y la vida que te podías permitir. Por las revistas, me enteré del divorcio de la madre de Leandro. Si te hubiera encontrado por la calle en condiciones normales, seguramente no habría sabido qué decirte. Incluso, dudé si venir a verte al hospital. No tenía la seguridad de que me reconocieras, pero no estaba en lo cierto. Lo he notado cuando has girado la cabeza y, por un instante, me has mirado con tus ojazos tristes, más tristes que nunca. Hablaban con las palabras que tu boca no puede articular. «Ha pasado toda una vida, esto es el viaje de vuelta, rubia, y estamos a punto de aterrizar». Desafiante como siempre fuiste, elegiste el humo del tabaco a pesar de las advertencias. Seguro que de eso también te arrepientes, aunque ya sea demasiado tarde. Sobre la sábana resaltan las venas azuladas de tus brazos. Tus manos siguen siendo grandes, fuertes, capaces de sujetar el mundo. Me gustaría acariciarlas, pero no quiero importunar tu descanso. La enfermera regresa, me mira y no se atreve a señalar el reloj aunque hayan pasado más de diez minutos. Ya debe saber que no soy de la familia directa. Tu actual mujer es muy joven y tienes una hija aún pequeña. Ellas se deben estar preguntando cómo será su futuro cuando se pare la maquinaria de tus pulmones. Yo también me lo pregunto, porque en mi viaje de regreso pienso mucho en ti, en nosotros, en el pasado. Por la noche enciendo un cigarrillo de tu marca favorita y me siento en la terraza. Recuerdo lo bueno y lo malo mientras miro las estrellas. Hasta ahora, me consolaba saber que, aun en la distancia, habitábamos el mismo territorio, nos calentaba el mismo sol y respirábamos el mismo aire. Cuando ya no sea así, inspirar, espirar…, coger aire y echarlo…, respirar me parecerá muy difícil.
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El AĂąo Separ de los retos respiratorios ha sido posible gracias al apoyo de:
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“Siempre se ha puesto al corazón como metáfora del enamoramiento. Pues, ahora que lo pienso, al estar tan conectados, tal vez se debería también poner la metáfora de la respiración: “me has roto la respiración, devuélvemela como te la di” (Y respiré tranquila). “Yo, que muero lentamente en esta asma inducida que remite cuando sonríes y se agrava cuando te vas” (Respirar). “El aliento es lo que te ayuda a subir la cuesta de mi casa, niña, lo que se te escapa por la boca mientras ríes, lo que me pegas en las mejillas cundo me besas, no solo lo que ves en invierno cuando hace frío” (El aliento del verano). “Respirar no parece muy difícil y tu lo estás haciendo muy bien gracias a esta máquina que conecta una pantalla de ordenador a mascara que aveza tu cara” (El viaje de vuelta).
Este libro es una recopilación de los trabajos participantes en el I Premio SEPAR de Relatos Breves convocado con motivo del Año SEPAR 2017 de los retos respiratorios.