La leyenda de la niña-tormenta Dicen que Kanme llegó en una canasta de algas durante una tormenta. Dicen incluso que fue la tormenta misma la que depositó a la niña entre las rocas para ser encontrada por los pescadores al día siguiente. Ciertamente, era inusual hallar a una recién nacida dormitando en el mar la mañana después de un temporal. Los pescadores a duras penas pudieron llevarla a la aldea: en vez de estar alegre por no haber sido ahogada, parecía molesta por haber sido despertada. Ninguna mujer del pueblecito costero estaba dispuesta a cuidar de una niña cuyos puños eran tan fuertes como cocos al caer, y cuyo llanto era tan potente como un tambor ceremonial. Kanme fue pasando por los brazos de todas las madres del lugar, que se turnaban para cuidarla, hasta que, por votación unánime, se decidió que ya era lo suficientemente grande como para dejar la leche materna. Anta, la chamán del pueblo, fue asignada como su guardiana y mentora. Dicen que Kanme apenas bebía leche humana, que tomaba leche de coco y espuma de mar. Dicen que su cabello siempre fue largo y negro desde su “nacimiento”, apretado en rastas negras como el mismo carbón pero bellas como plumas de gaviota. Dicen que podía despertar a todo el pueblo cuando tenía hambre en las noches, y que mataba a las serpientes con sus manos regordetas cuando se metían en su cesta de mimbre. Los niños de la aldea amaban a Kanme. Era una excelente compañera de juegos: su equipo nunca perdía en coco-pie (daba unas patadas formidables), era la mejor cosechando mangos (lograba sacudir los árboles más pequeños), y siempre llegaba la primera en carreras junto a la playa. Cazar con ella siempre era bueno, pues su voz, fuerte como las olas del mar enojado, hacía huir a los animales directamente a las trampas de los cazadores. Pescar con ella era igualmente ventajoso: lanzaba las redes igual o más lejos que el hombre más robusto de la aldea, y podía sacar del mar a peces de su mismo tamaño y peso. Dicen que las cometas nunca estaban cortas de viento cuando Kanme supervisaba sus carreras, que las hacía elevarse con el aire de sus pulmones y las mantenía allí todo el tiempo que quería. Dicen que una vez pateó el coco con tanta fuerza que rasgó la red del equipo contrario, que corría como el viento, que más que matar a sus presas las dejaba sordas y muertas del susto. Dicen que una vez se cayó al mar turbulento, y aunque los pescadores la vieron ser arrastrada por una corriente, pero minutos después surgió montada en una serpiente marina, perfectamente a salvo y con un hermoso collar de nácar que desde ese día en adelante fue la envidia de todas las muchachas del pueblo. Con tantas habladurías soplando por todo el poblado, la gente terminó inventando que Kanme era la hija de la tormenta, que era hija del mar, que era hija del viento, que… bueno, que sus padres eran fuerzas de la naturaleza. Y Kanme estaba encantada, no hizo nada por disuadir esos rumores. A pesar de ser popular entre los niños de su edad, los mayores no veían a Kanme con buenos ojos, pues estaban celosos de su fuerza y su agilidad. En especial, había tres muchachos cinco años mayores que ella que estaban dispuestos a hacer lo que fuera con tal de que Kanme no tomara el liderazgo del pueblo. Estaban celosos que Kanme fuera aprendiz de Anta, la mujer más poderosa
de la isla. Aunque no fuera joven y bella, aunque su pelo fuera blanco como la luna, aunque sus huesos le dolieran y aunque a penas tuviera la mitad original de sus dientes, era poderosa. Decían que podía invocar a los rayos y a los truenos, que podía domar la marea con un golpe de su bastón. Decían que un tiburón ballena le obsequió un anillo de madreperla, y la canción dulce y triste de la gente del mar. Decían que una vez regañó al volcán local como si fuera un niño pequeño, y que luego lo arrulló con una canción de cuna. Todo esto parece descabellado, pero Anta tenía un brillo en los ojos que te retaba a preguntarle si era verdad que había entonado una nana para un volcán enfurruñado. Los celosos muchachos pasaron mucho tiempo esperando impacientemente el momento adecuado para atacar a Kanme, rumiando pensamientos oscuros, palabras afiladas y sentimientos venenosos. Transcurrieron semanas, meses, años… y mientras esperaban, Kanme se fortalecía. Para cuando cumplió sus 15 veranos, Kanme había escalado el volcán de la isla seis veces, podía tirar una lanza a una distancia de catorce palmeras, corría tan rápido como los perros de caza, a veces más rápido que las veloces agachadizas y cormoranes Partía cocos con las manos desnudas, su grito de batalla era tan fuerte como un trueno, y era tan buena nadadora como un delfín o una anguila. En resumen, era toda una señorita. Y sería un miembro adulto de su comunidad cuando pasara la prueba de navegación. Esa prueba consistía en guiar un barco a través de los Dientes que Muerden, y regresar sana y salva. Debía ser acompañada por tres personas que fueran de su confianza y que estuvieran dispuestas a hacer el viaje, ya fuera por segunda o primera vez. El día esperado llegó despejado y con un sol suave como las olas que aquel día llevaba. El día perfecto para navegar entre filosas rocas que habían machacado innumerables barcos en su insaciable y frenética hambre, y que apenas dejaban astillas para hacer tumbas de los ahogados. Nadie estaba más emocionado que Kanme. A segunda hora de la mañana, cuando el sol apenas asomaba sus dedos cálidos por el horizonte, el pueblo entero se reunió alrededor de las cenizas de una hoguera, Todos estaban presentes, desde bebés adormilados, niños medio despiertos y adultos disimulando su sueño. Los ancianos también habían asistido, y entre ellos obviamente estaba Anta, la mentora de Kanme, la más vieja y sabia de todos ellos. A pesar de que apenas se podía mantener en pie, ahí estaba, vestida con una túnica naranja. Tenía los tobillos y mulecas cubiertos de pulseras de oro, de jade, de marfil. Sus regordetes y arrugados dedos llevaban anillos de coral y hueso, y mostraban decenas de antiguas cicatrices finas y blancas. A diferencia de los demás ancianos, no llevaba un collar de madera, de cuentas gruesas remojadas en barniz. Este collar indicaba que su primer aprendiz había pasado la prueba de mayoría de edad y que eran miembros funcionales y sobresalientes de la comunidad. Anta no tenía un collar, porque no había tenido ningún aprendiz que hubiera logrado completar su entrenamiento. Todos habían fracasado. Muchos jóvenes acudían a Anta con la esperanza de ser sus discípulos y cubrir de gloria a ambos, pero la anciana los había declarado inadecuados de su arte y educación, o bien la habían decepcionado. Sólo Kanme había permanecido a su lado por tanto tiempo, aprendiendo de la herbolaria, la sanación, la naturaleza y su ciclo de la vida, y los secretos del mundo de los espíritus. Kanme aprendió a comunicarse con los gloriosos guerreros de eras pasadas, a susurrar las palabras de las nubes y a cantar los secretos de las ballenas. Entendía
el idioma del mar mejor que nadie: el tiburón le permitía entonar su melodía de caza, sabía bailar al con las nutrias de la bahía y pasaba horas meditando con las sabias tortugas. Gracias a todo este conocimiento, Kanme era más poderosa que nunca, y mejor preparada que nadie para la prueba de mayoría de edad. Al estar todo el pueblo reunido alrededor de la enorme hoguera, empezó la ceremonia. Kanme fue pintada con pulpa de raíz taro y sus cabellos peinados con sábila. Dijo las palabras del trueno, del mar, del volcán y de la arena. Bailó con las muchachas alrededor del fuego, para darle fuerza, valentía, sabiduría y suerte en su viaje. Entonces los ancianos se acercaron a ella y le explicaron lo que tendría que hacer. Como Kanme era poderosa, tendría que realizar pruebas extra, dijeron los ancianos. Primero, tendría que cortar una rama del Corazón de la Selva y hacer con ella un barco. Después de navegar a través de los Dientes que Muerden, debería navegar a la isla que según la leyenda quedaba sobre una corriente que llevaba a lo más profundo de los abismos del mar. Ya en la isla, debía traer un jarrón lleno de agua de la cual bebían los jaguares y un huevo de albatros. Por último, debía regresar al pueblo con estos elementos y presentarlos como una ofrenda al pueblo. Cuando llegó la hora de Kanme de elegir a sus acompañantes, los tres muchachos se presentaron en falsa humildad y fingida amistad ante la niña, y la convencieron de que los dejara ser sus acompañantes. Kanme aceptó, y los cuatro iniciaron el largo viaje. Su primer reto ocurriría en esa misma isla, en el centro de la jungla. Ahí encontrarían un árbol, grueso como una treintena de chozas y tan viejo como la misma isla. Ese árbol se llamaba Corazón de la selva por ser justamente eso, el centro vivo y latente de la jungla. De él salían sendas raíces que se extendían por el suelo húmedo, y de éstas brotaban más árboles, que a su vez formaban la selva. La gente aseguraba que toda la selva era un solo árbol, de la misma madera y el mismo fruto. De esta “planta” Kanme debía construir una barca. Dicen que en ese entonces, el Corazón de la Selva no era sólo una planta. Era más que eso, estaba de verdad vivo, se podía mover a su sabio antojo y capricho. Dicen que si hacías algo para enfurecer o molestarlo, no saldrías de la selva vivo. Dicen que una rama te caía encima y te aplastaba, o que tus pies se enredaban en todas las raíces en tu camino hasta que te cayeras y no pudieras levantarte, o que te atorabas con las lianas y morías asfixiado. Había cientos de historias similares, desde que se resbalaban y ahogaban en el río hasta gente que había visto como sus compañeros eran absorbidos por un árbol en frente de sus propios ojos. Lo cierto es que nadie nunca había encontrado cadáveres de los desaparecidos… Gracias a estas historias, ciertas o no, nadie más que los borrachos y los incrédulos (o los borrachos incrédulos) se atrevían a molestar al Corazón de la Selva. Los cuatro jóvenes avanzaron por el húmedo bosque con cuidado, y al llegar al Corazón estaban sudorosos y cansados, Ansiosos por salir, los mayores inmediatamente empezaron a arrancar ramas para construir una barca, haciendo caso omiso de las instrucciones que había recibido Kanme y del furioso susurro de las hojas de los árboles. “Kanme está con nosotros,” decían. “Nada nos pasará”. Corazón, sin embargo, estaba enfurecido y dispuesto a ahuyentar a los intrusos con
su más potente ira. Despertó un nido de avispas para que atacaran a los muchachos, y éstos se lanzaron a un pantanoso río para refugiarse. Kanme comprendió por qué estaban siendo atacados, y se sumergió en el mundo de los espíritus para hablar con el Corazón de la Selva. Después de escuchar la historia de Kanme, accedió a dejar a los niños en paz y regalarles una rama a cambio de su promesa de no regresar a la selva jamás. Corazón dejó bien claro que eran aquellos niños, y no Kanme, quienes ya no eran bienvenidos en ese santuario. Kanme, obviamente, accedió a las condiciones de Corazón, y al punto, las avispas dejaron de atacar y una gruesa rama cayó al río donde estaban escondidos los muchachos. Usando solamente su cuchillo y sus manos, Kanme labró de la madera todavía húmeda un magnífico bote tradicional, subió a los niños con un jalón de sus poderosas manos, y ante los atónitos ojos de los mismos, manipuló las aguas pantanosas del río para que los llevara a la desembocadura con el mar. No las manejaba con un remo, como cualquier simple mortal habría hecho, sino que arrastraba sus manos por el aire y el agua seguía sus ondulaciones, empujando al bote rápidamente por el río. Como habían terminado en el lado opuesto de la isla de donde deberían pasar por los Dientes que Muerden, tenían que remar hasta llegar allí. Les tomaría varias horas el viaje, y bajo el abrasante sol que se había alzado, sería el doble de extenuante. Apenas sobreponiéndose de la impresión de haber visto a Kanme alzar olas con sus manos, se repartieron los remos y empezaron a remar. Ésta, sin embargo se acostó en la barca y se dispuso a dormir. Los muchachos pensaron que todos podían tomarse un descanso, y se acomodaron para hacerlo, pero Kanme dio una estridente palmada que los sacó de su estupor. “Ustedes no van a descansar,” les dijo sonriente. “Ustedes van a remar”. Los niños protestaron, pero Kanme los calló. “Avísenme cuando lleguemos a los Dientes que Muerden. Ya he salvado sus vidas una vez. No lo olviden.”. El hecho de que Kanme haya evitado sus muertes los atrapaba en una deuda de por vida, o hasta que se pagara el favor con uno igual. En cualquier caso, los muchachos no estaban muy felices de haber contraído tal deuda, pero no había nada que pudieran hacer ahora. A regañadientes, empezaron a remar bajo el sol abrasador. Remaron por horas, todo el tiempo quejándose y gruñendo, lamentándose de su suerte y maldiciendo a Kanme. Cuando se por fin se estaban acercando a los Dientes que Muerden, estaban a punto de despertar a Kanme cuando se les ocurrió un plan: al acercarse lo suficiente, la dejarían caer a las turbulentas aguas para que fuera triturada por las hambrientas rocas, y al regresar al pueblo darían la noticia de que Kanme había fallado en su misión, que había sido incapaz de completar el rito de mayoría de edad, y que sólo ellos, con su enorme habilidad, habían logrado escapar intactos. El perfecto plan para librarse de Kanme. Cuando ya estaban próximos, intentaron parar el bote para aventar la niña a las turbulentas aguas, pero su barco estaba demasiado cerca a las Piedras, y la corriente poco a poco los arrastraba hacia ellas, cada vez más rápido y con más violencia. El barco giraba fuera de control, y los frenéticos intentos de los muchachos por pararlo fueron en vano. Cada vez se acercaban más y más a los afilados peñascos, y empezaron a gritar del miedo que sentían. Kanme, que había escuchado todo, incluso su plan, se levantó de un salto y de un grito los hizo callar. Se paró en la proa con un balanceo precario, abriendo los brazos para contemplar la peligrosa carrera que llevaría a cabo. En cuanto el barco rozó la corriente que se apretaba entre las piedras, Kanme
empezó a inclinarse de un lado a otro como si fuera parte de su navío, dando elegantes vueltas y evadiendo juguetonamente a los Dientes de piedra. Sólo por el puro gusto de escuchar cómo los muchachos lloriqueaban de miedo, giraba el barco al último momento antes de estrellarse con su muerte. Los muchachos estaban abrazados los unos a los otros, temblando por el intenso viaje. Kanme, sin embargo, estaba sonriente y emocionada. Sin más, bajó de la proa, caminó a su lugar, y volvió a acostarse. “Hemos pasado la segunda prueba. Ahora pueden seguir remando,” dijo ella, sonriente. “Ya los he salvado una segunda vez. No lo olviden.” Los niños estaban furiosos, ya que el haber salvado sus vidas otra vez implicaba otra deuda aún mayor que no estaban dispuestos a pagar, pero nada podían hacer al respecto, así que empezaron a remar. Kanme, mientras tanto, jugueteaba con un cuchillo y un pedazo de madera que parecía haber sido cortado de la proa del barco. Remaron y remaron hasta divisar la corriente marina, más oscura que el resto del agua, moviéndose con rapidez. Una vez más, se plantearon dejar caer a Kanme al agua para que fuera arrastrada a lo más profundo de los abismos del mar, y una vez más, la corriente los tomó por sorpresa y los jaló a la enojada marea que jugaba con ellos como lo haría una ave rayadora. Como si despertara de in profundo sueño, Kanme se estiró y caminó lentamente a la punta del barco. Con un gesto elegante, guió al barco por las ondulaciones de la corriente, serpenteando por el mar con la fría calculación de un tiburón hambriento. De repente, los cielos se oscurecieron y las nubes se tragaron al sol. Un fuerte viento empezó a soplar, y el mar creó olas picadas. Empezó a caer lluvia, primero suave y tímida, y luego con fuerza e ímpetu. Las olas lamían las paredes del barco, y una brisa traviesa voló bajo los remos y alborotó el cabello de los cuatro que ocupaban el navío. La tormenta zarandeaba a éste con la felicidad de un bebé jugando a los barcos con cáscaras de coco, y Kanme no hacía nada para impedirlo. “¡Vamos a morir!” gemían los muchachos, el miedo incrustado en sus corazones ante la fuerza de la tormenta. “Pereceremos ahogados, incluso Kanme”. Ésta había permanecido parada en la proa, erguida, como si escuchara algo. Los niños, aferrados a los bordes del barco, gritaron su nombre para hacerse oír por encima del viento que parecía cantar y reírse de su desesperación. Kanme volteó la cabeza, y escrita en su cara estaba la euforia. “¿No la escuchan? Su risa. ¿Verdad que es bella?” Una enorme sonrisa recorrió su rostro, y antes de que pudieran reaccionar, se lanzó a la oscura agua. Todo se calmó, y el barco se meció suavemente. Los cielos se despejaron y el sol volvió a brillar. Asomados por la orilla, los niños atisbaron una figura oscura que ascendía rápidamente. Kanme rompió la superficie del mar, subiendo y bajando entre ellas como un delfín. Al instante, el viento volvió a soplar, y como si hubieran tirado de una cuerda, el bote se puso en marcha de nuevo. Kanme se sumergía en el agua, salía, daba vueltas, brincaba por encima del barco, riendo y haciendo tintinear sus pulseras y collares. Parecía que estaba jugando con el viento y con la mar, tan brusca pero dulcemente parecía forcejear con las olas. Todo el trayecto, los muchachos no dijeron nada a Kanme, pero susurraban entre sí. Esto era muy extraño, era sobrenatural. Kanme era hija de viento, no, de un dios. Era invencible, era inmortal. No se decidían en la causa de este prodigioso comportamiento nunca antes visto. Al llegar a la isla, los muchachos
bajaron rápidamente del barco a la arena, pero Kanme se quedó un momento en el mar, viendo al horizonte por unos segundos. Al darse cuenta de que la estaban esperando, se adentró en la selva sin una palabra. Recorrieron la jungla incansablemente durante horas, en busca del agua de la cual bebían los jaguares, o un lugar donde anidaran los albatros. Divisaron tigres, panteras, gigantescas serpientes y cocodrilos de fauces temibles, pero no encontraban lo que querían encontrar. Todavía estaban recorriendo la selva cuando los sorprendió la noche, y tuvieron que encontrar un lugar para refugiarse. A la medianoche, un rugido tan fuerte como el volcán del pueblo los sacudió de sus sueños. Todos se despertaron al instante, alertas por si eran atacados por las bestias salvajes. Los rugidos volvieron a retumbar, al parecer, por toda la selva, y Kanme entró en acción: corrió hacia el sonido. Los tres muchachos hacían lo que podían para mantenerse al paso, pero Kanme casi volaba de tan rápido que iba. Corrieron por un tiempo que parecían horas, pero en realidad fueron unos cuantos minutos, y cuando Kanme paró, lo hizo tan repentinamente que casi se estrellaron contra ella. Ante sí hallaron un valle, labrado en un barranco. Pese a estar incrustado en piedras, ese lugar estaba desbordante de vida y de verdor, incluso durante el crepúsculo. Se podían ver decenas de jaguares paseando por los alrededores, su piel moteada brillando como la misma luna que los iluminaba, sus manchas resplandeciendo como cientos de ojos negros, que todo lo ven y todo lo saben. Y al centro de este enorme hogar había un lago cristalino, en cuyo centro se elevaba una monumental torre de piedra bañada en rayos de luna, pero para llegar a él debían de bajar por la empinada pared de rocas, pasar entre la multitud de animales feroces, y luego salir llevando a cuestas agua del lago y un frágil huevo. Kanme empezó a bajar por la pared, y los muchachos quisieron ir con ella, pero estaba tan inclinado y las rocas tan filosas que sus manos estaban rasguñadas y magulladas antes de poder dar otro paso, así que se tuvieron que quedar arriba del barranco a esperarla. Kanme bajaba por la pared agarrando tan fuerte a las piedras que dejó las marcas de sus dedos, como si alguien hubiera tomado un puñado de masa de raíz taro y la hubiera vuelto piedra. Sus manos eran tan grandes que en esas marcas pueden anidar los pájaros, y la gente las puede usar para escalar. Cuando todavía estaba bajando, encontró a un enorme pájaro albatros postrado peligrosamente en la orilla de un saliente. Atrás de él había un grande huevo que obviamente le pertenecía. Cuando la vio, el albatros se hinchó amenazadoramente, y graznó con enojo, guardando celosamente a su retoño. Dicen que Kanme lo miró a los ojos brillantes como escarabajos y sólo con el poder de su mirada le ordenó que le entregaran el huevo, que bajó la pared balanceándolo en su cabeza. No, hizo que flotara alrededor de ella. Dicen que cuando llegó al suelo, lo hizo saltando desde la pared rocosa cuando todavía le faltaban dos palmeras para llegar. Dicen que cuando sus pies tocaron el piso, un temblor recorrió todo el valle, y cada par de ojos, felinos y no, se centraron en ella. Dicen que cuando se enderezó, un vendaval sopló a su alrededor y le alborotó sus largos y negros cabellos, y éstos se movieron como si de alas se trataran. Dicen que reverberó en el ambiente una canción de guerra, y que Kanme se lanzó contra los jaguares que se preparaban para hacerla trizas con sus garras de marfil. Dicen que mientras evadía a las bestias que intentaban destrozarla a ella y al huevo de albatros, su cabello se disolvía
en un escudo que protegían al huevo, que su oscura piel parecía ónix líquido que se fundía con las sombras para esconderla de sus enemigos. Dicen que corrió como nunca, yendo tan rápido que pudo caminar por la pared del cañón, y que cuando llegó a la punta de la columna de piedra, alzó el enorme huevo hacia la luna llena que brillaba. Que un rayo de luz rasgó la noche e hizo que se rompiera el cascarón, revelando un enorme pájaro, plateado como la luna misma, que abrió sus alas y elevó a Kanme con sus garras. Con los jaguares rugiendo y correteando bajo ellos, volaron hacia el lago cristalino del cual bebían los majestuosos felinos. Usando la cáscara de huevo como contenedor, recogió una gran cantidad de agua, Dicen que, al contacto con el huevo, el lago se tornó dorado, que resplandecía en la penumbra como el sol. Empezó a hervir, y el aire se impregnó de un fuerte olor a azufre. Cuando estaban recogiendo el agua, un jaguar se abalanzó sobre ellos, y lograron escapar por muy poco. Sin embargo, alcanzó a rasguñar el cuello de Kanme y sus garras de marfil hicieron trizas uno de los hilos de sus collares. De la herida brotó una sola gota de sangre, y se precipitó al suelo en compañía de una pequeña mantarraya de coral que estaba unido al collar. Allí donde cayeron brotó un manantial de agua salada que llenó cada espacio, cada hueco en el suelo de piedra del valle. El lago dorado, sin embargo, quedó intacto en medio del agua de mar. Los jaguares huyeron despavoridos, ya que de todos los lugares en los que viven y en los que cazan, jamás se verá a un jaguar nadando libremente en el mar. Éstos empezaron a escalar las paredes del cañón, desesperados por irse. Kanme se dio cuenta de que iban directo hacia los muchachos, a quienes encontrarían muertos de miedo y oliendo a presa fácil. Rogó al ave que volara rápidamente hacia donde se encontraban para poder rescatarlos. Cuando pasaron por encima de ellos, Kanme los agarró de los hombros, y con una muestra visible de esfuerzo, tiró de ellos para sentarlos junto a ella. Se la veía cansada, como si el suelo tirara de ella, y bajo sus ojos había ojeras. “Hemos pasado al tercera prueba.”Su voz sonaba como si no hubiera dormido en días. “Ya los he salvado una tercera vez. No lo olviden”. A pesar de que sus párpados le pesaban, de que cabeceaba y de que su cuerpo se doblaba por el agotamiento, no se echó a dormir. Cuando llegaron a las costas de su hogar, estaba amaneciendo. De nuevo, toda la gente del pueblo estaba reunida, disimulando su sueño e impacientes por ver regresar a su heroína. Se escucharon gritos ahogados por toda la multitud cuando vieron al enorme albatros acercarse a través de la niebla y aterrizar en frente de ellos. Primero bajaron los muchachos con piernas temblorosas, y fueron recibidos con vítores, aplausos y mantas para mantener a raya el húmedo frío de la mañana. Kanme bajó un tiempo después cargando la cáscara de huevo con agua, y al verla, la gente aplaudió, celebró, cantó… pero al ver su cara cargada de cansancio, callaron. Kanme se acercó a Anta, arrastrando los pies pero con la cabeza lo más alto que su agotamiento le permitía. “Anta, mi mentora y mi guardiana,” empezó a decir. “He realizado todo cuanto me pediste. Labré un barco de la madera del Corazón de la Selva, esquivé a los Dientes que Muerden, monté la corriente marina, traje agua de la que beben los jaguares y tomé un huevo del pájaro llamado albatros.” Extendió el cascarón repleto de agua cristalina. “A ti te entrego el agua de los feroces guerreros contra los cuales he peleado.” Se volvió hacia la gente del pueblo. “A ustedes, mis hermanos y hermanas, les entrego una promesa. Les prometo siempre estar con ustedes, siempre protegerlos, y siempre que necesiten fuerza, coraje o valentía, yo acudiré para ayudarlos.” La
gente empezó a vitorearla de nuevo, alabándola, agradeciéndole su generoso regalo. Mientras celebraban su mayoría de edad, Kanme se volvió hacia el mar, cubierto por una bruma ligera como un velo. Empezó a llover con suavidad, y ella alzó su cabeza hacia el cielo con los ojos cerrados, como si estuviera escuchando una voz lejana, o una canción que quería descifrar. Sonrió levemente al contacto de las gotas, dulces besos de agua dulce que refrescan el alma. Al instante, su cansancio desapareció, y montó su albatros con un movimiento elegante, casi líquido. El pájaro batió las alas, y se llevó a Kanme hacia la densa bruma, que parecía bailar con las olas del mar. La gente gritó, sorprendida, desconsolada. “¿Por qué te vas?” gritaron. “¿Por qué nos dejas? ¿Acaso no vas a cumplir tu promesa?” Su única respuesta fue una risa, estridente como un trueno y viva como el océano. Kanme nunca volvió al pueblo, pero la mañana después de este incidente, Anta encontró una gran cantidad de cuentas de madera preciosa, y un colgante que tenía esculpido una tormenta, con las cuales se hizo el tradicional collar de la mayoría de edad. A Kanme no se le volvió a ver como tal. Claro que cumplió su promesa de estar siempre con ellos: cada vez que rezaban por su ayuda en situaciones de vida o muerte, una brisa jugaba entre sus cabellos y parecía decirles lo que debían hacer. Cada vez que había una sequía, mandaban a una joven a la playa en la que se había visto a Kanme por última vez. Ésta dejaba un enorme dulce de coco envuelto en una manta, y al día siguiente siempre llovía a cántaros. Hoy en día, la presencia de Kanme sigue vigente. De vez en cuando, en las mañanas brumosas en las que la bruma parece besar a las olas del mar, se puede entrever a dos figuras tomadas de las manos, bailando lentamente. Una parece ser la figura de una niña joven, de quince años como máximo. Tiene el pelo largo arreglado en rastas y negro como el mismo carbón, la piel oscura como una noche sin luna. La otra figura es de un niño joven, de la edad de su compañera. Su piel es pálida como la espuma del mar y su cabello es corto y suave como las plumas de un cormorán bebé. Los ojos negros de una y los ojos azules del otro brillan con la luz que los ilumina, y bailan entre la niebla y las olas hasta que el sol rompe las nubes y disipa sus siluetas. Todos saben que la niña es Kanme, que los cuida y los visita desde lejos de vez en cuando, pero todos se preguntan quién es el bello niño con quien baila cada mañana. Esa, me temo, es otra historia.