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La pandemia

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Psycho Killer

Psycho Killer

Vivir en los límites de la incertidumbre Ilaria Gaspari

Recuerdo que los titulares de los periódicos del invierno pasado mencionaban la existencia de un virus bastante contagioso en China. Habían confinado una ciudad entera. «Pobre gente…», pensé, y volví a mis asuntos. Todavía recuerdo, el invierno pasado, a mi madre con una gripe que no le dio ningún respiro. «Todo el mundo está enfermo en el trabajo», me decía por teléfono. Yo le decía: «Pobrecita, descansa un poco, ya pasará». Y recuerdo más noticias, los primeros casos de infección en un pequeño pueblo cerca de Milán. Los titulares de los periódicos, las primeras alertas.

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Luego, un sábado por la noche a principios de marzo, íbamos a cenar a casa de un amigo, cuando mi hermana me llamó desde Milán y me dijo: «Van a cerrar Lombardía». «¿Cerrar? Es un chiste». A través de la ventana podía ver las luces de Roma, la gente, el comienzo de la primavera. Esa noche, estacionamos el auto que no íbamos a usar durante tres meses. En ese momento no lo sabíamos. Para junio, la batería se había agotado. Pero mientras tanto, pasaron muchas cosas. Habíamos visto fotos de ciudades desiertas, tiendas cerradas, bares y restaurantes con las rejas bajadas. Habíamos experimentado miedo y rabia, habíamos escuchado a los expertos en la televisión, pero no había respuestas definitivas. Estábamos pagando la debilidad de un Parlamento en constante litigio, surgido de un año muy difícil para la política italiana. Además, Italia fue el primer país de Europa que se enfrentó a lo que ya no era una epidemia sino una pandemia.

Pan-, el prefijo del todo, el prefijo que nos concierne a todos. El más mínimo gesto podría llevar el contagio. Empezamos a pensarnos mucho las más mínimas acciones: besarse, estornudar, viajar, moverse. Cantamos el himno nacional, pero también el éxito musical del verano anterior, salíamos a los balcones todos los días a las 6 p.m., pero no duró mucho. Escuchamos a los expertos y, en las redes sociales, todos eran expertos. Las teorías de la conspiración comenzaron a circular. Vimos la ciudad de Bérgamo en la televisión, invadida por los ataúdes. Las escuelas estaban cerradas, como todo lo demás. Estábamos enojados, alguien comenzó a señalar posibles chivos expiatorios. «Es culpa de los corredores», decían. ¡Están corriendo y propagando la enfermedad! Entonces, como de costumbre, las tendencias racistas comenzaron a salir a la superficie. «Es culpa de los inmigrantes», dijeron. El odio estaba aumentando. Todavía recuerdo las sirenas de las ambulancias; mi perro ladraba en el silencio y otros perros le respondían.

Un mañana que tal vez nunca llegue Después de dos meses de confinamiento duro y un mes de confinamiento blando, a principios de junio, la gente comenzó a moverse gradualmente de nuevo, las tiendas volvieron a abrir, pero no las escuelas. Todos llevaban un cubrebocas. Ya no nos besábamos, pero a veces salíamos a cenar, íbamos a festivales, partíamos de vacaciones. El número de infectados nos tranquilizó, el verano sonaba un poco como un armisticio. Y, sin embargo, aquí estamos, el verano casi ha terminado y ni siquiera podemos saber qué pasará este otoño. Se barrunta una nueva contención. Los padres, los profesores, los estudiantes no saben si la escuela será presencial, o si los cursos se llevarán a cabo a distancia, en línea, de nuevo, con todos los problemas que experimentamos la primavera pasada.

Lo único seguro es la incertidumbre. Está bien decir que la incertidumbre es uno de los signos de la condición humana; está bien citar a Zygmunt Bauman y repetir que, en la era de la incertidumbre, no debemos hipotecar nuestras elecciones pensando en un mañana que tal vez nunca llegue.

La pandemia, desde el año pasado, nos ha dejado incapaces para ocultar la incertidumbre de nuestra condición. Ha revelado la impotencia de las herramientas que nos permitieron olvidar nuestra vulnerabilidad. Vivíamos proyectados en el futuro, como si pudiera asegurarnos que teníamos el control del mismo. Pero la pandemia nos obliga a vivir en el presente. A pensar en nuestras acciones de forma fragmentada, y a no hacer planes para un futuro que de repente parece realmente insondable.

Forzados a mirar al cielo No es fácil vivir el presente, acostumbrarse a no refugiarse en el futuro. Es como si alguien hubiera volado el techo de nuestra pequeña casa. Sin protección, estamos así, a la intemperie, obligados a mirar al cielo. Sin embargo, como cualquier desafío, no debemos ignorarlo, debemos tratar de enfrentarnos a él. Ya no tenemos la defensa del futuro, que siempre fue incierto, pero que nos permitíamos imaginar como tranquilizador, ya que le confiábamos nuestras esperanzas y temores. Por lo tanto, debemos aprender a pensar dentro de los límites, dentro de las determinaciones del presente.

No poder confiar en la esperanza y el miedo recuerda a las enseñanzas del estoicismo. Como escribió Borges, los griegos no conocían la incertidumbre.

Es cierto, tenían una idea muy bien desarrollada sobre el destino y la necesidad. También es cierto que tuvieron que desarrollarlo, precisamente para sobrevivir a la amenaza de la incertidumbre que constituye nuestra condición humana. En el Manual de Epicteto, un pequeño y maravilloso vademécum del verdadero estoico, amado por Marco Aurelio, Blaise Pascal y Giacomo Leopardi, encontramos instrucciones que son particularmente significativas para hoy. Epicteto nos enseña a distinguir dos categorías entre las cosas: «las que están a nuestro alcance y las que están fuera de nuestro alcance». Epicteto nos enseña que debemos aceptar que no debemos ser obstinados en cambiar las de la segunda categoría. Esto no es algo que podamos entender —quiero decir, entender no sólo con nuestras cabezas sino con nuestros corazones— de la noche a la mañana; aunque también es cierto que la pandemia está empezando a educarnos de esta manera. Por otra parte, tan pronto como ya no dispersemos nuestras energías en vanos intentos de cambiar lo que no podemos cambiar, podremos concentrar nuestros esfuerzos en la primera categoría de cosas, las que dependen de nosotros. Tal vez esta pandemia sea nuestra escuela de estoicismo.  Traducción de Hero Suárez

Lo viral

Jorge Carrión

17 de abril de 2020:

La viralidad es un sistema de selección artificial —a menudo algorítmica— de la información relevante en un ecosistema sobresaturado de datos, textos, artefactos narrativos y artísticos y ocvis. La relevancia, por supuesto, no siempre tiene que ver con criterios de verdad, interés general o excelencia; a menudo responde a los ritmos de la actualidad, los trending topics, las posverdades, las palabras clave o las correlaciones del Big Data. Pero mientras los objetos virales que están atados al contexto del día (o del minuto) son olvidados en pocas horas, los que innovan y aportan trascienden la textura de la realidad de su origen y logran interrogar la de las sucesivas realidades futuras. «La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable», escribió Charles Baudelaire. Algo parecido se podría decir de lo viral, que casi nunca pasa de ser la mitad fugaz, pero a veces supera su condición instantánea.

Un tuit es el pío de un pájaro y en el origen de Twitter, en 2006, según Jack Dorsey, estuvo la idea de que los usuarios lanzaran al ciberespacio secuencias breves de información intrascendente. Instagram está, desde la propia palabra, anclado en el instante. Es casi imposible que un tuit o un post o una historia trasciendan de un modo aislado, cuando lo hacen es casi siempre en una serie o una constelación. Puede ser la exploración de un concepto, la trama de una historia o, en la mayoría de los casos, la personalidad aglutinadora de un creador digital. Ése es el sentido real de la palabra influencer: aquel que consigue que sus objetos, cohesionados por su propia figura —su poética—, sobrevivan más allá del momento de su puesta en escena o publicación.

Lo clásico es lo viral en el mañana. Lo viral es lo clásico en el ahora. Lo clásico pervive en una vibración de intensidad baja o media, que se va reactivando periódicamente. Lo viral explota en una intensidad altísima, que se apaga también a gran velocidad. Lo clásico existe en la unidad de la obra maestra. Lo viral sólo tiene sentido como ráfaga, sucesión, red.

Lo clásico puede pervivir más allá de su creador, quien incluso puede haber desaparecido. Lo viral es inseparable de la marca que lo ha creado y lo representa. Lo clásico y lo viral coinciden al menos en dos rasgos fundamentales. Todo lo clásico fue en algún momento viral —el de su canonización— y todavía, en menor medida, lo sigue siendo. Y ni lo clásico ni lo viral son categorías estéticas, sino aglutinadoras: acogen en su marco lo trágico y lo cómico, lo tradicional y lo moderno, lo bello y lo feo, lo irrelevante y lo sobresaliente. Pero lo viral va más allá, porque es capaz también de integrar aquello que difícilmente llegará a ser clásico y que es tan, pero tan nuestro: lo amorfo, lo kitsch, lo cursi, lo cacofónico, el boceto, el chiste, la estupidez. Lo clásico tiende al ideal y se aleja, por tanto, de los cuerpos. A lo viral, en cambio, nada humano le es ajeno.

18 de abril de 2020: La explicación de cómo se produce el contagio que hizo el miércoles pasado en una rueda de prensa Angela Merkel, que es doctora en Fisicoquímica, se ha vuelto viral: «Ahora nos encontramos en torno a un factor de reproducción 1, es decir, una persona infecta a otra persona», dijo. «Si llegamos al punto en que cada persona infecta a 1.1, en octubre habremos llegado al tope de nuestro sistema sanitario»; y «si llegamos a 1.2, cada una está infectando a un 20% más; o sea, si de cada cinco personas, una infecta a otras dos, y cuatro infectan cada una a otra persona, entonces alcanzaremos el límite de nuestro sistema de salud en julio», de modo

que «se ve qué pequeño es el margen de maniobra con el que trabajamos». La matemática del contagio, de nuevo. La viralidad es matemática, de hecho: periódica —pese a las apariencias, tan infrecuente.

19 de abril de 2020: Cada semana que pasa crece el número de nuevos trabajadores de Amazon contratados durante la crisis. Al parecer son ya 175,000 en todo el mundo. Ayer anunció que busca 1,000 en Colombia y 2,000 en Costa Rica. Mientras tanto, Jeff Bezos —dueño del 12% de Amazon y el hombre más rico del mundo— ha ganado en las últimas semanas 6,400 millones de dólares (y su exmujer, Mackenzie, que se quedó con el 4% de Amazon tras el divorcio, 2,200). Amazon ha donado 100 millones a una organización de reparto de alimentos y ha comenzado a instalar cámaras térmicas en los almacenes, para detectar empleados con fiebre. En estos momentos está construyendo su propio laboratorio para realizar pruebas masivamente a todos sus trabajadores, que son casi un millón. A partir de ahora Alexa posee una nueva habilidad, consagrada al coronavirus. Además de decirte el número de casos que hay en tu país o en el mundo, o de recordarte los síntomas o las precauciones, te ayuda a que manufactures una mascarilla casera. Paso a paso. Bricolaje sanitario tutorizado por tu asistente de voz, cada vez más cerca de ser la banda sonora de tu conciencia.

20 de abril de 2020: Entre muchos —uno de ellos, mi librero de cabecera y amigo Xavier Vidal— hemos conseguido hacer viral la idea de que la mejor opción de compra de libros durante el confinamiento no es Amazon, sino las librerías. La literatura no tiene prisa. Los compramos ahora, a través de las páginas web de nuestras librerías de confianza, y ya los recogeremos cuando abran. Hoy he publicado en La Vanguardia un artículo extenso y un tanto polémico sobre el tema —porque Penguin Random House ha disfrazado de apoyo a las librerías su campaña de venta directa de libros desde su página web— que se añadirá a las ediciones internacionales de Contra Amazon y que termina así: «En estos momentos en que somos millones los ciudadanos bajo arresto domiciliario que las echamos de menos, en que somos millones los lectores aislados y enmascarados que —aunque nos comuniquemos por WhatsApp, trabajemos por Skype y consumamos ficción en Netflix y hbo— hemos encontrado ideas, evasión y sobre todo consuelo en nuestros demasiados libros, las librerías deben reaccionar con urgencia. Reapropiarse de la cultura del libro. Tomar conciencia de su prestigio, de su poder. Hacer valer su marca y su relato. Se juegan su futuro, que es en gran medida también el nuestro».

21 de abril de 2020: Este 2020 ninguna serie, ningún fenómeno mediático, ningún meme será tan viral como el propio coronavirus. Ha conseguido monopolizar nuestra atención tanto en el mundo físico como en el virtual, tanto en los supermercados y los medios de transporte como en las redes sociales y los televisores. Es una realidad híbrida, mitad biología, mitad píxel, que no cesa de multiplicarse por ambas dimensiones de lo real. Donald Trump dice que se podría tratar a los pacientes con una inyección de lejía y millones de personas buscan respuestas en médicos como Doctor Mike (Mikhail Varshavski), que cuenta con más de 5 millones de seguidores en YouTube, o como Jeffrey VanWingen, que el 24 de marzo colgó su primer video en la red, con consejos para desinfectar la compra, que suma 26 millones de visitas. Joe Biden ha fijado en su cuenta su tuit más viral de las últimas semanas: «Nunca pensé que diría esto, pero por favor no bebáis lejía» (tres cientos cincuenta mil retuits y un millón y medio de likes a mediados de mayo). También proliferan las cuentas de humor, periodismo o educación sobre el virus. Se ha impuesto la metaviralidad que encarna Jude Law (Krumwiede) en Contagio, ese ejercicio de anticipación que cada día que pasa es más y más realismo.

22 de abril de 2020: Aunque parezca que Amazon se dedica sobre todo a la logística de objetos físicos, gran parte de su negocio lo hace en la nube, que es un gigantesco almacén, fragmentado y físico, eléctrico, a través de Amazon Web Services. Su división de ciencias de la vida, genómica y dispositivos médicos, y su división de sector público —que trabaja con gobiernos y organizaciones de 180 países—, han ofrecido 20 millones de dólares en créditos para la investigación y el desarrollo de sistemas de inteligencia artificial que sean capaces de interpretar radiografías de pulmones o electrocardiogramas para detectar casos de covid-19. Después de siglos de énfasis en la curación, en las vacunas, los algoritmos están haciendo hincapié en el diagnóstico.

Al mismo tiempo, los algoritmos de Amazon están leyendo todo lo que publica la comunidad científica internacional sobre el virus, la enfermedad y la pandemia. En colaboración con el Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona, la división de Search Science y la de computación en la nube de la multinacional están creando una base de datos de fármacos a través de una herramienta llamada Chemical Checker, que extrae de los más de diez mil artículos académicos que se han publicado hasta la fecha toda la información relativa con moléculas y tratamientos. Minería de textos, aprendizaje automático y procesamiento de lenguaje natural para procesar en días cantidades enormes de datos, cuya lectura hubiera llevado años.

Todas las imágenes, todos los datos son almacenados en instalaciones de Amazon. De modo que la coordinación y el diálogo entre las instituciones científicas y políticas no pasa por la oms, que forma parte de la onu, sino por la compañía de Jeff Bezos, su exmujer y el resto de accionistas. 

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