5 minute read

Bioseguridad y política

que un error cometido en el pasado —no habernos dotado de medios suficientes para combatir tal epidemia— debía modificar de una forma tan radical nuestro presente y, para algunos, el futuro?

Estúpidamente, si puedo decir. Si decidimos poner todo en peligro —y soy parte de aquellos privilegiados que pueden tanto alegrarse como inquietarse de haber puesto todo en peligro— es sólo porque no hemos podido aceptar que hayamos vivido desde hace siglos (al menos dos siglos, digamos, desde la revolución industrial y la explosión demográfica) sin prepararnos para esta situación.

Advertisement

Es sólo un pequeño acontecimiento material —la falta de medios, la falta de camas de reanimación, de cubrebocas, de test, que esta no-preparación trajo consigo— lo que ha hecho que todo el resto haya cesado de repente, a los ojos de aquellos para quienes ese resto siempre ha justificado dejar morir a millones de personas, que tengan importancia.

El Covid-19 quizá no será esa pequeña cosa, un poco parlanchina, que detendrá la locomotora de la que ya no encontrábamos el freno de emergencia. ¿Qué será, en algún tiempo, este acontecimiento histórico «incomparablemente más importante que todo lo que hemos vivido antes»? Una situación finalmente fortuita que, en sí misma, culturalmente, no marcará a nuestra civilización. Una modificación radical, y efímera, de nuestra manera de vivir, que sólo habrá sido por causas materiales y que no afectará, por mucho tiempo, desafortunadamente, más que a aquellos que siempre se ven afectados por los sobresaltos del capitalismo.  Traducción de Ernesto Kavi

Giorgio Agamben

Lo que sorprende en las reacciones a los dispositivos de excepción que han sido puestos en acto en nuestro país (y no sólo aquí) es la incapacidad de observarlos más allá del contexto inmediato en el que parecen operar. En cambio, son pocos aquellos que intentan, como un serio análisis político exigiría hacer, interpretarlos como síntomas o signos de un experimento más amplio, en el que está en juego un nuevo paradigma de gobierno de los hombres y de las cosas.

En un libro publicado hace siete años, que ahora vale la pena releer atentamente (Tempêtes microbiennes, Gallimard 2013), Patrick Zylberman había descrito el proceso a través del cual la seguridad sanitaria, que hasta entonces se había quedado en los márgenes de los cálculos políticos, estaba convirtiéndose en una parte esencial de las estrategias políticas estatales e internacionales. En cuestión está nada menos que la creación de una especie de «terror sanitario» como instrumento para gobernar aquello que era definido como el worst case scenario, el escenario del peor de los casos. Es siguiendo esta lógica de lo peor que ya en el 2005 la Organización Mundial de la Salud anunció de «2 a 150 millones de muertos por la influenza aviar que está llegando», sugiriendo así una estrategia política que los Estados entonces no estaban preparados a aceptar. Zylberman muestra que el dispositivo que se sugería se articulaba en tres puntos: 1) construcción, sobre la base de un riesgo posible, de un escenario ficticio en el que los datos son presentados de tal forma que favorezcan comportamientos que permitan gobernar una situación extrema; 2) adopción de la lógica de lo peor como régimen de racionalidad política; 3) la organización integral del cuerpo de los ciudadanos de forma que refuerce al máximo la adhesión a las instituciones de gobierno, produciendo una especie de civismo superlativo en el que las obligaciones impuestas sean presentadas como prueba de altruismo, y el ciudadano ya no tenga derecho a la salud (health safety), sino que esté jurídicamente obligado a la salud (biosecurity).

Bioseguridad y política

Lo que Zylberman describía en el 2013 hoy se ha verificado puntualmente. Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a un cierto virus que podrá en el futuro ser suplantado por otro, la cuestión es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera por mucho la de todas las formas de gobierno que la historia política de occidente haya conocido hasta ahora.

Si ya, en el progresivo decaer de las ideologías y de la fe política, las razones de seguridad habían permitido que los ciudadanos aceptaran limitaciones de la libertad que antes no estaban dispuestos a aceptar, la bioseguridad demostró ser capaz de presentar el absoluto cese de toda actividad política y de toda relación social como la máxima forma de participación cívica.

Así se ha podido asistir a la paradoja de que, asociaciones de izquierda, tradicionalmente acostumbradas a reivindicar derechos y denunciar violaciones de la constitución, acepten sin reservas limitaciones a la libertad decididas a través de decretos ministeriales carentes de toda legalidad y que ni siquiera el fascismo había soñado jamás lograr imponer.

Es evidente —y las mismas autoridades de gobierno no cesan de recordarlo— que el llamado «distanciamiento social» se volverá el modelo de la política que nos espera y que (como han anunciado los representantes de una llamada task force, cuyos miembros se encuentran en un conflicto de interés con la función que deben ejercer) se aprovechará ese distanciamiento para sustituir en todas partes con dispositivos tecnológicos digitales las relaciones humanas en su fisicidad, convertidas como tal en sospechosas de contagio (contagio político, se entiende). Las clases universitarias, como el Ministerio de Educación ya ha recomendado, se impartirán desde el próximo año permanentemente en línea, con lo que ya no nos reconoceremos mirándonos el rostro, que podrá ser cubierto con una mascarilla sanitaria, sino a través de dispositivos digitales que identificarán datos biológicos obtenidos obligatoriamente, y toda «reunión», que se realice por motivos políticos o simplemente por amistad, seguirá siendo prohibida.

En cuestión está la completa concesión de los destinos de la sociedad humana a una perspectiva que, en muchos aspectos, parece haber tomado de las religiones, ahora en el ocaso, la idea apocalíptica del fin del mundo. Después de que la política fue sustituida por la economía, ahora ésta, para poder gobernar, deberá estar integrada con el nuevo paradigma de bioseguridad, al que todas las otras exigencias deberán serán sacrificadas. Es legítimo preguntarse si este tipo de sociedad podrá todavía definirse humana o si la pérdida de relaciones sensibles, del rostro, de la amistad, del amor, pueda ser verdaderamente compensada por una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente del todo ficticia.  Traducción de Ernesto Kavi

This article is from: