Dossier: la pandemia que un error cometido en el pasado —no habernos dotado de medios suficientes para combatir tal epidemia— debía modificar de una forma tan radical nuestro presente y, para algunos, el futuro?
Estúpidamente, si puedo decir. Si decidimos poner todo en peligro —y soy parte de aquellos privilegiados que pueden tanto alegrarse como inquietarse de haber puesto todo en peligro— es sólo porque no hemos podido aceptar que hayamos vivido desde hace siglos (al menos dos siglos, digamos, desde la revolución industrial y la explosión demográfica) sin prepararnos para esta situación. Es sólo un pequeño acontecimiento material —la falta de medios, la falta de camas de reanimación, de cubrebocas, de test, que esta no-preparación trajo consigo— lo que ha hecho que todo el resto haya cesado de repente, a los ojos de aquellos para quienes ese resto siempre ha justificado dejar morir a millones de personas, que tengan importancia. El Covid-19 quizá no será esa pequeña cosa, un poco parlanchina, que detendrá la locomotora de la que ya no encontrábamos el freno de emergencia. ¿Qué será, en algún tiempo, este acontecimiento histórico «incomparablemente más importante que todo lo que hemos vivido antes»? Una situación finalmente fortuita que, en sí misma, culturalmente, no marcará a nuestra civilización. Una modificación radical, y efímera, de nuestra manera de vivir, que sólo habrá sido por causas materiales y que no afectará, por mucho tiempo, desafortunadamente, más que a aquellos que siempre se ven afectados por los sobresaltos del capitalismo. Traducción de Ernesto Kavi
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Giorgio Agamben
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o que sorprende en las reacciones a los dispositivos de excepción que han sido puestos en acto en nuestro país (y no sólo aquí) es la incapacidad de observarlos más allá del contexto inmediato en el que parecen operar. En cambio, son pocos aquellos que intentan, como un serio análisis político exigiría hacer, interpretarlos como síntomas o signos de un experimento más amplio, en el que está en juego un nuevo paradigma de gobierno de los hombres y de las cosas. En un libro publicado hace siete años, que ahora vale la pena releer atentamente (Tempêtes microbiennes, Gallimard 2013), Patrick Zylberman había descrito el proceso a través del cual la seguridad sanitaria, que hasta entonces se había quedado en los márgenes de los cálculos políticos, estaba convirtiéndose en una parte esencial de las estrategias políticas estatales e internacionales. En cuestión está nada menos que la creación de una especie de «terror sanitario» como instrumento para gobernar aquello que era definido como el worst case scenario, el escenario del peor de los casos. Es siguiendo esta lógica de lo peor que ya en el 2005 la Organización Mundial de la Salud anunció de «2 a 150 millones de muertos por la influenza aviar que está llegando», sugiriendo así una estrategia política que los Estados entonces no estaban preparados a aceptar. Zylberman muestra que el dispositivo que se sugería se articulaba en tres puntos: 1) construcción, sobre la base de un riesgo posible, de un escenario ficticio en el que los datos son presentados de tal forma que favorezcan comportamientos que permitan gobernar una situación extrema; 2) adopción de la lógica de lo peor como régimen de racionalidad política; 3) la organización integral del cuerpo de los ciudadanos de forma que refuerce al máximo la adhesión a las instituciones de gobierno, produciendo una especie de civismo superlativo en el que las obligaciones impuestas sean presentadas como prueba de altruismo, y el ciudadano ya no tenga derecho a la salud (health safety), sino que esté jurídicamente obligado a la salud (biosecurity).