ReporteSextoPiso Publicación mensual gratuita • Noviembre 2021
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Encuéntralas en: www.sextopiso.mx
Encuentros fugaces con el Che Guevara
Filosofía Felina
Historia de Shuggie Bain
Ben Fountain
John Gray
Douglas Stuart
«Un brillante libro de relatos que
«Una entretenida investigación
«Historia de Shuggie Bain me ha
cabalga por un territorio que y
acerca de todo aquello que los
dejado boquiabierto. Es realmente
cartografiaran Graham Greene
gatos pueden enseñarnos en
bueno, el mejor debut que he leído
y Joseph Conrad. Sus relatos
nuestra eterna lucha por
en muchos años. Una historia
provocan esas carcajadas que
entendernos a nosotros mismos».
desgarradora que, aunque por
nos asaltan al presenciar las locuras más brutales y duras de la naturaleza humana».
The New York Times
momentos pueda ser dura, está escrita con una enorme calidez y eno una gran compasión por sus personajes».
David Means
Karl Ove Knausgård
ReporteSextoPiso
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Lecturas
Recomendación de los editores
La noche espiritual | 10
Caminar entre el fuego | 4
Un instante que me marcó | 32
Para ver, cierra los ojos: el efecto Švankmajer | 6
Lydie Dattas
David Keenan
Qué carajo es la teoría queer y por qué importa tan poco | 36 Nuria Alabao
Dossier: Cuento contemporáneo | 11
Felipe Rosete
Genaro Ruiz de Chávez Oviedo
Columnas Where You Been | 35 Wenceslao Bruciaga
Matar al oso | 12
Próximamente… | 39
La casa | 14
Desde los zulos | 41
Elena de Troya | 19
Lado B | 45
Dédalo bajo Berlín | 23
Psicología de la disolución | 47
Brenda Navarro José Ardila
Claudina Domingo Fabio Morábito
José Hernández
Dahlia de la Cerda Cintia Bolio
Judas Glitter
Madre de leche | 24 Michelle Roche Rodríguez
Portada de este número: «Squeak the Mouse», de Massimo Mattioli, cedida por la editorial Fulgencio Pimentel
Reporte Sexto Piso, Año 7, Número 63, noviembre 2021, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., América 109, Colonia Parque San Andrés, Coyoacán, C. P. 04040, Ciudad de México, Tel. 55 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com.
Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Dirección de arte y diseño: donDani Reservas de Derechos al Uso Exclusivo 04-2021-020813245067-102. Certificado de Licitud de Título y Contenido No. 17420. Impresa en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A de C.V. Centeno 162-1, Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en noviembre de 2021 con un tiraje de 3,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. * Judas Glitter agradece las citas de La noche sexual de Pascal Quignard.
Recomendación de los editores
Caminar entre el fuego Felipe Rosete 4
taxista medio gordo y medio calvo, encantador, sin embargo, para algunas mujeres. El típico «todas mías» que sabe bien Ego sum in flammis, tamen non adolebit cómo hablarles, enrollarlas y obtener de ellas lo que quiere. Agnes no es la excepción. Tras conocerlo, se enamora de Shug, abandona a su abnegado esposo, llevándose consigo a sus dos stoy en llamas, pero no me quemo». Se dice que estas hijos —Catherine y Leek—, para regresar al departamento de fueron las palabras de Santa Agnes mientras la hoguera sus padres, en Sighthill, en donde vivirán todos juntos con el en la que había sido condenada a morir por profesar la relinuevo miembro de la familia: el pequeño Shuggie Bain. gión cristiana ardía con intensidad. Y efectivamente, la santa La historia da un giro cuando la familia decide mudarse a su no se quemó. Algunas versiones señalan que, para cumplir propia casa bajo la promesa de una vida mejor. Shuggie tendrá la sentencia impuesta por el emperador unos ocho o nueve años en ese momento. Diocleciano, tuvo que ser decapitada tras ¿Cómo lidiar con todo Para entonces las constantes infidelidades corroborarse que su cuerpo había quedade Shug, quien trabaja de noche en el taxi, do impoluto. Más que una afirmación, lo eso? Contándolo, quizás. han tenido efecto en la paz familiar, parque solía decirme mi padre era un conse- Escribiéndolo, como deci- ticularmente en la mente de Agnes, cuyo jo: «Anda en el fuego, pero no te quemes». alcoholismo es ya considerable, al grado de Algo posible, como él mismo lo demostró, dió hacerlo Stuart a través generar, en una de aquellas noches de dessolo para los santos. Y es que, como se sa- de Shuggie. Porque a fin pecho y tormentosa espera, un incendio en be desde los tiempos más remotos, existe su propia habitación, con Shuggie dentro, una diferencia radical entre los humanos de cuentas la literatura dormido junto a ella. Pero Pithead no es lo y los santos, los héroes o los dioses. Unos es producto de un ardor, que Agnes esperaba, un sitio acorde a su se queman, los otros no. estilo, su clase y su belleza. Es, en cambio, Agnes, la madre del entrañable Shu- es el residuo del sacrificio un barrio minero, oscuro y hollinado, ubiggie, es demasiado humana. Más que que la mente —víctima y cado en medio de la nada, en las afueras de al propio Shuggie, es a ella, a contar su Glasgow —tan solo uno entre las decenas proceso de combustión, a quien Douglas ejecutora a la vez— ejerce de barrios de clase obrera que simbolizan, Stuart dedica la novela que lo convirtió sobre sí misma. por su abandono y precariedad, el neolibeen ganador del premio Booker 2020, uno ralismo impuesto por Margaret Thatcher de los más prestigiosos en la lengua inglesa. Agnes es hermoen la década de los ochenta—. Y para rematarla, Shug la deja sa, tiene cierto parecido a Elizabeth Taylor. Pelo negro, tez ahí, nada más llegar, con sus cachivaches y sus tres hijos, para blanca, ojos azules. No importa en dónde esté o en qué estado irse con Joanie Micklewhite, la afable chica del conmutador se encuentre, siempre va bien vestida: falda, tacones, abrigo, y una blusa escotada, por donde asoman los tirantes negros del brasiere, a los que su hijo alude constantemente a lo largo de la narración. El destino pone en su camino a Shug Bain, un Para mi padre
«E
del sitio de taxis, con quien Agnes hablaba constantemente para preguntar por el paradero de su marido. Hecha trizas, su alcoholismo se incrementa considerablemente, lo mismo que los ataques de ira dirigidos al teléfono, las paredes o las puertas, y las desatenciones a sus hijos, quienes, abandonados y hambrientos, se ven obligados a rascarse con sus propias uñas y, por supuesto, a cuidar de su madre. Catherine, la mayor, es la primera en irse. Se muda a Sudáfrica con su marido —un sobrino de Shug— y no vuelve a saber de su familia. Tiempo después lo hace Leek, tras una de esas terribles discusiones con Agnes. Así que la carga cae sobre Shuggie, quien a su corta edad la acepta con todo el amor que puede tener un hijo por su madre. Procura que no duerma boca arriba —para que no se ahogue con su vómito—, le deja tazas con restos de cerveza antes de irse a la escuela —porque sabe que es lo primero que buscará al despertar con una de sus típicas temblorinas—, le masajea los pies y la baña en la tina en los días de cruda paralizante, limpia la casa tras las constantes juergas con «tías» y «tíos» ocasionales —a quienes soporta con estoicismo—, y, sobre todo, cobra todas las semanas en su nombre el seguro de desempleo para que ella tenga con qué alimentar su vicio. Mientras todo eso ocurre, Shuggie es víctima constante de abuso escolar. Sus compañeros y vecinos lo molestan y lo acosan por amanerado. No encuentra su lugar en un entorno de chicos que juegan al futbol y se golpean entre sí. Pero soporta todo, porque lo único que le importa es su madre. Solo un año logra Agnes mantenerse sobria. Durante ese periodo procura a los chicos, les cocina, mantiene limpia la casa y trabaja por las noches en la tienda de una gasolinería, además de acudir juiciosa a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Es ahí donde le cuentan la historia de Santa Agnes, para transmitirle que, aun en medio de la más profunda oscuridad, hay esperanza. Que, como la santa, los alcohólicos redimidos que la rodean están en llamas pero no se queman. De tan felices con el cambio, Leek y Shuggie le organizan una fiesta. Pero justo ese día tiene un nuevo quiebre. La ansiedad le corroe el cuerpo. Acude al baño para calmarse. Se refresca la cara con agua. Se mira en el espejo. Por más que intenta serenarse, no consigue aceptar la imagen que este le devuelve. Rebusca en su bolsa y encuentra una de las pastillas de la felicidad que alguna vez le diera una de las vecinas de Pithead al verla temblorosa, frita por el alcohol. Se la traga. Siente alivio. Entonces todo es mejor. Entonces sí puede aceptar la imagen que la observa desde el marco plateado. Días después, presionada por su nueva pareja —quien, como muchos, no es capaz de entender que alguien rechace la bebida (así de arraigada la
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Historia de Shuggie Bain Douglas Stuart Traducción de Francisco González López Narrativa Sexto Piso 2021 • 516 páginas
cultura del alcohol entre los humanos)—, cede nuevamente al trago, de cuyos cenagosos pantanos no volverá jamás. No importarán los cambios ni las promesas. ¿Cómo lidiar con todo eso? Contándolo, quizás. Escribiéndolo, como decidió hacerlo Stuart a través de Shuggie. Porque a fin de cuentas la literatura es producto de un ardor, es el residuo del sacrificio que la mente —víctima y ejecutora a la vez— ejerce sobre sí misma; es lo que queda de una hoguera mental en la que han ardido durante años los recuerdos, las obsesiones, los pensamientos, los miedos, las conjeturas, los sentimientos. Porque tal vez la única manera de no quemarse cuando uno está envuelto en ese fuego devorador es precisamente haciéndolo, pero de otra forma. De ahí que La historia de Shuggie Bain produzca en quien la lee un cismo interior que por momentos puede llegar a ser devastador, pero que no es ajeno a un sentimiento de reparo, como si la novela operase un exorcismo literario. Porque, tras la lectura, queda claro que ni todo el amor, el cuidado y la consideración del mundo son capaces de evitar que cada quien se encuentre con su destino, y que aquel que decide caminar entre el fuego, tarde o temprano terminará consumido por sus llamas. Principio aplicable no solo a los individuos, sino también a las sociedades que, con sus esquizofrénicas dinámicas de exclusión y aspiracionismo, mezcladas con sus narrativas del amor romántico y la sagrada familia y su creciente cartera de paraísos artificiales disponibles, engendran en ellos esos infiernos cotidianos. •
Recomendación de los editores
Para ver, cierra los ojos:
el efecto Švankmajer
Genaro Ruiz de Chávez Oviedo «¿Están animados o no, estos seres que se alzan y estremecen con tales muestras de vida? ¿Acaso se creen humanas estas criaturas? Y si así es, ¿hasta qué punto podrían, merced a la pura intensidad de su convencimiento, llegar a serlo? (En Praga, la ciudad del Golem, una imagen puede cobrar vida)». Angela Carter, Alicia en Praga o la curiosa habitación
Durante la primera sesión en el Curso X de apreciación cinematográfica, el alumno le pregunta al profesor qué bibliografía recomienda para entrar en materia. Este suelta la frase lapidaria: «¿Bibliografía? Estamos estudiando cine. ¿Qué libros quieres leer? Mejor métete a las salas de proyección hasta que te sangren los ojos.» Las imágenes nos traspasan para instalarse detrás de las órbitas oculares y anidar en la corteza visual del lóbulo occipital del cerebro; suelen dejar algo a su paso al mismo tiempo que abren un abanico de asociaciones. En este caso, la imagen de los ojos que sangran por tanto ver tiene cierta cercanía con la emblemática escena del ojo rebanado de Un perro andaluz de Luis Buñuel. El mundo y sus imágenes entran por los ojos, que son la puerta grande a la experiencia. Los ojos sangrantes referidos por el profesor del Curso X de apreciación cinematográfica me hacen pensar en las películas de superhéroes, o alguna otra en la línea de Michael Bay, con su cgi, animación 3D, un arsenal de filtros, y todo el catálogo de efectos digitales. Los ojos quisieran escurrirse de tanta floritura. A diferencia de este tipo de películas, existen otras tantas que tienen la capacidad de colmar los ojos de experiencias estremecedoras. El trabajo del director checo Jan Švankmajer (Praga, 1938) pertenece a este tipo de cine. Para sumergirse en su particular universo, como nos dice la voz en off al inicio de
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su adaptación de Alicia en el País de las Maravillas, solo basta un pequeño acto de fe: Para ver, cierra los ojos. «Construyo mis propios golems para protegerme de los pogromos de la realidad».
La impronta del autor es constante tanto en sus cortometrajes y películas, como en sus collages, esculturas, o artefactos masturbatorios. Todo está encaminado a producir un estado de conmoción, mezcla de asco, maravilla, horror y humor gástrico. El «efecto Švankmajer» es inconfundible. El director —término inexacto para definir su postura creativa— ha logrado evadir las principales convenciones del lenguaje cinematográfico, conformando un conjunto de obra única, solo comprometida con la absoluta libertad creativa. Como un gabinete de curiosidades, o Wunderkammer, sus obras contienen criaturas de todo tipo. Muestras minerales y botánicas, híbridos zoológicos, artefactos cotidianos, juguetes y grabados antiguos, gigantescas lenguas de res que se arrastran por el suelo…etc. Al igual que en la pintura de Salvador Dalí, Naturaleza muerta viviente, todos estos objetos son animados por un espíritu vital producto de la técnica de stop motion que ha consagrado a Švankmajer como un maestro de la animación. No en vano, el autor declara que su trabajo como animador es similar al de un alquimista que insufla de vida la materia inerte. La constelación de sus influencias abarca a la Praga mágica y el legado barroco de la corte de Rodolfo II de Bohemia, con sus alquimistas, matemáticos y artistas, entre ellos Giuseppe Arcimboldo, Tycho Brahe, John Dee y Bartholomeus Spranger. Es notable la influencia de las formas populares de teatro, como las marionetas y máscaras, así como la propuesta estética del Teatro Negro. En lo literario se encuentran Gustav Meyrink, Karel Čapek, Poe, el Divino Marqués, Lewis Carroll, y el ineludible Kafka. El control ideológico de la Checoslovaquia del estalinismo, así como el discurso libertario del ´68 resuenan en algunos de sus trabajos más politizados. Con esta materia prima es que Švankmajer ha logrado erigir su obra como una defensa de lo fantástico.
«Sé un completo sumiso de tus obsesiones. Tus obsesiones son, con mucho, lo mejor que posees».
Desde su adhesión al Grupo Surrealista Checo en 1973 hasta la fecha, la fructífera militancia de Švankmajer ha estado a la orden de la creación de imágenes relacionadas con la exploración del subconsciente personal, pero, sobre todo, con los sueños y la vida interior de la colectividad: «El surrealismo es un viaje a las profundidades del alma, como la alquimia y el psicoanálisis. Sin embargo, a diferencia de estos, no es un viaje individual sino una aventura colectiva».
El eje articulador de este cúmulo de referencias es el surrealismo, al grado que a Švankmajer se le considera el «último gran surrealista vivo». Es necesario señalar que, en este caso, surrealismo no debe ser entendido como un ejercicio de esteticismo, o como una prolongación del movimiento de vanguardia artística concluido al inicio de la Segunda Guerra Mundial. En este contexto, el surrealismo es una búsqueda trascendental, una práctica que actúa en todos los niveles de la vida personal y colectiva. Desde su adhesión al Grupo Surrealista Checo en 1973 hasta la fecha, la fructífera militancia de Švankmajer ha estado a la orden de la creación de imágenes relacionadas con la exploración del subconsciente personal, pero, sobre todo, con los sueños y la vida interior de la colectividad: «El surrealismo es un viaje a las profundidades del alma, como la alquimia y el psicoanálisis. Sin embargo, a diferencia de estos, no es un viaje individual sino una aventura colectiva». Si el espectador hace un recorrido desde sus primeras películas producidas en los años sesenta, los cortometrajes emblemáticos como Dimensiones del diálogo y Comida, pasando por hitos como Alicia, Fausto, o Conspiradores del placer, hasta su última película a la fecha, Insectos, descubrirá que cada una es un ejercicio catártico / digestivo, o el exorcismo de alguna de sus muchas obsesiones. En este sentido, la comida es el gran disparador de una maquinaria surrealista que explora el hecho de que para vivir consumimos a otros seres vivos. El acto de comer es destructivo en sí mismo, y a decir del autor, la sociedad contemporánea, voraz y omnívora, no es sino la consecuencia de este mecanismo antiguo como la vida. A manera de reflejo de esta relación, las películas de Švankmajer son notablemente violentas, siempre matizadas por su humor pesimista y oscuro. Están tramadas desde un inicio para conmocionar al espectador al confrontarlo con la dialéctica de creación, sometimiento y destrucción, todo ordenado en una suerte de fuga circular. «En ocasiones veo mis propias películas una vez que están hechas y me pregunto con desesperación cómo he podido pensar algo así».
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Regresemos por un momento con nuestro profesor del Curso X de apreciación cinematográfica y su respuesta entre sardónica e iluminadora. ¿Qué bibliografía sobre cine habría de recomendarle a su alumno? Las posibilidades son abrumadoras, pero aventuro que debió de haberle recomendado Para ver, cierra los ojos, libro publicado originalmente por la editorial española Pepitas de Calabaza en el 2012. Este contiene textos autobiográficos y de creación, entrevistas, decálogos, e imágenes que dan testimonio de la peculiaridad de Jan Švankmajer. Acaso el alumno no aprenda gran cosa de historia del cine, o adquiera herramientas técnicas o léxico especializado, pero en vez de ello se encontrará de frente con un libro que le hará manifiesta la naturaleza de las imágenes —visuales, oníricas, cinematográficas o poéticas—, así como la certeza de que es necesario cerrar los ojos para llegar a las imágenes interiores, las perlas del subconsciente. •
Para ver, cierra los ojos Jan Švankmajer
Traducción de Eugenio Castro, Silvia Guiard y Román Dergam Pepitas de calabaza 2021 • 224 páginas
Disponibles en librerías y en: spdistribuciones.com
La noche espiritual
(fragmento)
Lydie Dattas Si la noche es para ustedes ese tiempo de tregua y de inconsciencia que va del crepúsculo de la tarde al crepúsculo del alba, y si cesa con el día, para mí es mi consciencia y no tiene fin… Porque soy una mujer condenada a la más humillante incapacidad, que no es la del cuerpo sino la del alma, condenada a vivir el envés de toda espiritualidad, para subsistir tengo que recoger en las tinieblas los desechos que arroja el espíritu, llevar eternamente el duelo del pensamiento.
*** Si les hablo no es desde una consciencia luminosa, sino desde esa región del alma tejida de noche y de espanto donde el pensamiento ya no es la marca de una riqueza interior o de una superioridad moral, sino la huella humillada de una miseria espiritual tan grande que siempre fue ocultada, miseria tan grande que ignora su nombre y que está hecha precisamente de la ignorancia de su propia maldición. 10
*** Escribo desde un lugar desértico donde el pensamiento nunca ha soplado, donde no soplará jamás: hecha por la Noche, no descubriré ninguna estrella, ningún mundo desconocido, no conquistaré ninguna cima ni crearé ninguna lengua, porque todo lo que me pertenece está muerto y, mi reino, desierto, como el placer solo es nada… Expulsada del paraíso espiritual, exiliada de la belleza –porque esta solo puede ser moral–, hacia regiones cada vez más oscuras y desprovistas de alma, inclinada hacia vergonzosas tinieblas cuando el hombre más miserable –el más privado de consciencia– puede todavía alimentarse de quimeras y de sueños, debo continuar, sin ninguna esperanza de interrumpir jamás un eterno errar fuera de lo espiritual.
*** Sé que nadie limpiará de mi frente el sonrojo de la vergüenza, que la noche más negra no será suficientemente opaca para reabsorber la humillación de ser una mujer, que nada me liberará de la tristeza humillada de saber que solo existo para recibir el esperma, de saber que estoy hecha para ahogar en mí toda espiritualidad. Porque en eso consiste la maldición: que toda espiritualidad debe, en el seno de mi propia carne, ser reabsorbida, que toda transcendencia está conmigo destinada a morir. Sé que nada me redimirá del crimen de ser una mujer, porque es la pertenencia a ese sexo lo que está maldito, porque a cada instante, lo que pudo haberme salvado, expira en mí, y es necesario que viva precisamente su muerte eterna. Traducción de Ernesto Kavi
Dossier:
Cuento
contemporáneo 11
Matar
al oso
Brenda Navarro
Para Criseida Santos Guevara
E 12
ra viernes y el Oso lo sentía en el cuerpo. Esos brazos alzaditos como si estuviera bailando, esas piernitas casi en cuclillas como si el perreo le dijera: Hola, es viernes, muévete, mi rey. Pero al lado del Oso solo estaban el micrófono, el Google Home y la pantalla de la computadora. Bastante lejos le quedaba la impresora o los cables de conexión y debajo de sus pies duros y estáticos, nada más que el blanco casi glaciar de la imitación madera del escritorio de ikea. Sin compañía. Su rutina era casi la misma toda la semana, pero el viernes era otra cosa. El ok, Google, dime la hora; ok, Google ¿cuál es el clima en la ciudad?; ok, Google, pon música; ok, Google, cuenta un chiste; ok, Google, Stop; no paraban mientras la señora de la casa se movía de un lugar a otro, trayendo el té, tecleando, hablando desde sus earphones mientras se tomaba el té matcha que de vez en cuando tiraba sobre el blanco suelo del Oso y que limpiaba con ahínco, porque para ella, lo sabía el Oso, todo tenía que parecer perfecto. A mediodía, la señora de la casa solía tirar al Oso —una especie de ritual inicial—, porque siempre hacía un movimiento torpe cuando tomaba el micrófono que el Oso tenía al lado y lo tumbaba boca abajo con una exclamación de enojo: ¡Chingadoso! ¡Ah, qué pinchoso estorboso! O un simple chasquido visceral contra él, como si el Oso fuera el culpable de esa torpeza, de ese mal cálculo para mover su instrumento de trabajo o incluso, de que él hubiera escogido el lugar donde ella misma lo había colocado. Luego, lo reacomodaba y el Oso podía sentir esos dedos suaves, con esas uñas bien cuidadas y pintadas sobre su cuerpecito pequeño y estático y dispuesto a ser el Oso que estaba siempre para ella.
Dossier: Cuento contemporáneo
Hola qué tal amigos, hoy vamos a hablar de… Y la señora de la casa empezaba su podcast y se abría en canal hablando de comida, recetas, tiendas de barrio, boutique shop, donde podían comprar los productos que usaba para crear las recetas que iba recomendando cada viernes. ¡Es viernes y el cuerpo lo sabe!, decía ella mientras escogía las primeras tres canciones de la playlist preparada minuciosamente para acompañar su episodio y en ese momento, justo en ese primer acorde musical que le permitía ir a la cocina, abrir la alacena y sacar algún frasco de mermelada, miel, o mantequilla de maní, era que el Oso empezaba a bailar. No siempre era igual, dependía del tipo de frasco o la densidad de su contenido, pero en el metesaca, arribajo y el chopchop, es que el Oso cobraba vida: la mermelada de fresa era su favorita, porque entre el ritmo de las dos canciones iniciales, la señora de la casa lo agarraba de la panza y lo sumergía en esa mucosidad llamada mermelada y luego se lo metía a la boca y el Oso bailando entre la lengua y el paladar. Baile y baile el Oso, rechupeteado por un lado, rechupeteado por el otro y luego otra vez al frasco, metesaca, del frasco a la boca, de la boca a la mano, de la mano pegajosa al frasco, hasta que las canciones se acababan y la señora volvía a enseñoriarse y comenzaba a hablar de comida: platos recomendados para flacas sedentarias, platos especiales de menos de quinientas calorías, y otra vez se tiraba en canal y mientras se entusiasmaba con el hipotético entusiasmo de quienes iban a escucharla, jugaba con el oso en su mano izquierda y otra vez el metesaca, el remolino, la chupadita por el brazo, el hociquito, el culito descargado de una base café que se quedaba en el escritorio. Todo el Oso baile y baile mientras ella se relamía el ego, la voz, las ideas. Cada chupadita al Oso era un besito a ella misma. Pero ese viernes la conexión iba lenta y la señora de la casa no quería nada. No hubo tarro, ni bailoteo de dedos antes de que el Oso creyera que iba a bailar. La escuchó pedirle cosas a Google y su ok. ok, Google, cancela tal cita; ok, Google, llama a la compañía de teléfono y Google respondiendo que lo siento, no te entiendo, y lo siento ha habido un error. Y la señora necia, que ok, Google, obedéceme Google, respóndeme Google, hasta que se desesperó y tiró el micrófono con una mano y con la otra apagó el micrófono del Home y con ese movimiento tiró al Oso, que en un tristraz ya estaba en el suelo, de lado de la ventana por la que la señora se salía a fumar al balconcito que daba a otro edificio igual de pequeño
y deslucido que el suyo. ok, Google, ¿ya sirves? ¿ok, Google?, pero el Oso ya no escuchó más la voz de la señora, porque entre el paquí pallá, terminó expulsado al balcón. ¿Vamos a apuñalar al Oso?, escuchó varios días después que la señora de la casa decía a alguien por teléfono mientras fumaba un cigarro en el balcón y él, desde el suelo, empolvado de olvido, quiso bailarle, recordarle que estaba ahí, para ella, para el tarro, para el baile, para ser apuñalado, pero ya era un simple oso salido de un huevo de chocolate tirado en el suelo del balcón sin propósito alguno. •
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La
casa José Ardila
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A
veces, mamá habla sobre tiempos muy lejanos cuando la casa no era tan chiquita. Dice que el viento se colaba no sé por dónde, que merodeaba y gemía durante horas antes de encontrar un escapadero. Y mamá silba tratando de imitar el viento y pregunta: –¿Recuerdas? Y yo digo: –Claro. Y ella dice: –Qué bueno. Y no nos dirigimos la palabra hasta la noche del otro día. No me gusta hablar de esos tiempos lejanos cuando la casa no era tan chiquita. Me viene esta sensación de poder recorrerla en miles de zancadas y, por lo extraña, para no morirme de la piedra, prefiero creer que se trata del coletazo de un sueño hermoso. Después de la muerte de papá, la casa se convirtió en un misterio inacabable. De repente, esos cuartos vacíos de toda la vida demandaban que fueran explorados. Y por un buen tiempo fuimos solo mamá y yo en aquellas aventuras de polvo y bichos y baúles viejos. Entonces vino la abuela. Llegó de visita una mañana y decidió quedarse porque no era sano que mamá viviera sola en esta casa tan enorme. –No está sola –dije. Pero a ella le importó un carajo. Se fue mudando de a poquitos. Iba y volvía con una prenda de ropa o un mueble distinto cada tanto y, cuando quise darme cuenta, la casa ya estaba plenamente colonizada por ella y por sus cosas. –¿Cuándo se va? –le pregunté a mamá. –No se va –dijo. –¿Por qué? –No es sano que viva sola en esta casa tan enorme.
Dossier: Cuento contemporáneo
–No estás sola –dije. Y mamá pegó la taza del café a su boca, ancló sus ojos en el fondo de la taza y estuvo así hasta que yo cambié de tema. Dos meses después, la abuela creyó tener la suficiente autoridad para traer el primer gato. No pasaron quince días para que adoptara el segundo ni veinte para el tercero. Y así, al cabo de un año, la casa se había transformado en una densa maraña de maullidos. La tía Doris, al ver que el asunto de los gatos se había salido de control, decidió también que era hora de mudarse. –Estás muy vieja, mamá –le dijo a la abuela–. Y vos, Irma, no es sino que te mirés en un espejo. No es posible que dos mujeres solas den abasto con esta casa tan enorme. –No están solas –dije. Pero la tía Doris, que puede ser menos discreta que la abuela, no tuvo ningún reparo en regañarme por meter la cucharada en conversaciones de mayores. Al otro día, arrastró consigo a sus tres hijos, una enorme coneja blanca que tenía como mascota y un camión repleto con todas sus cosas de familia medio acomodada. Debido a las mudanzas, cada estancia de la casa se convirtió en un collage de tres imágenes distintas. Aquí, un mueble centenario heredado de la familia de papá; allá, una poltrona fucsia comprada por la tía Doris y, a un lado, una silla con el relleno visible de la que la abuela se negaba a deshacerse. La sala de recibo, por ejemplo, había adquirido la apariencia de una colcha de retazos. Y mis primos se fueron encargando de estropear todo con una eficacia abrumadora. Entre tanto, si bien la tía Doris logró evitar que la abuela adoptara un gato más, los que habitaban la casa habían comenzado a reproducirse entre ellos desde hacía un tiempo. Uno oía el estrépito de apareamiento y meses después los gaticos se paseaban por la casa demandando sus raciones de comida. Una vez que la tía Doris se instaló completamente ya no fue necesario mantener las apariencias y yo debí volver a encargarme, como siempre, de hacer las rondas por las estaciones de los gatos. Dejaba el concentrado, cambiaba el agua, me llevaba los animales muertos y limpiaba las porquerías más visibles. Terminé pasando más tiempo con los gatos que en cualquier otra actividad de mi vida. De manera que algo cercano al cariño empecé a sentir por aquellos animales. Cuando no estaba con ellos, me atrincheraba en mi cuarto a leer o a es-
cribir o a mover la cama de un lado a otro. Diciembre me llegó como una sucesión de risas y cánticos venidos de más allá de las lejanas escaleras. Evité en lo posible cualquier contacto con esa gente extraña. Y a veces, mientras me ocupaba de los gatos, debía oír las conversaciones secretas de mamá y la abuela y la tía Doris sobre la soledad que padece una madre cuando tiene que ocuparse de un muchacho que no hace más que apilar rarezas. Me gusta decir que me ocultaba en mi habitación, pero lo cierto es que nadie estaba dispuesto a emprender la búsqueda. Sin embargo, todo estuvo más o menos tranquilo hasta el invierno de mayo siguiente. Las lluvias arrasaron con buena parte de las casas en la ribera del río, y las familias de cuatro primos de mamá se encontraron, de un momento a otro, sin un techo donde pasar la noche. Así que mamá, aconsejada por la abuela, abrió las puertas de la caridad y los invitó a quedarse en nuestra casa hasta que la situación mejorara. La situación mejoró. Pero nadie quiso irse, desde luego. Entonces a la tía Doris le pareció que los gatos se habían vuelto insostenibles. Pero, como eran tantos y tan hábiles en los vericuetos de la casa, prohibió que les diera de comer con el fin de que buscaran rumbo por su cuenta. Yo hubiera preferido aplicar esa estrategia con los primos de mamá en vez de con los gatos, pero no había nada que pudiera hacer contra las órdenes categóricas de mi tía. –Esta casa es demasiado grande –dijo mamá–, ¿qué puedo hacer yo sola en esta casa tan enorme? –Que no estás sola, ¡carajo! –dije. Y mamá cerró los ojos y comprendí que se había hecho la dormida. Pero la estrategia de la tía Doris estaba equivocada. Por un lado, tenía las reservas suficientes para alimentar a los gatos por dos semanas más, y por otro, que se acabara el alimento no significaba que los gatos estuvieran obligados a marcharse. La tía Doris conocía poco del espíritu ranchado de los gatos. La casa era una gran fuente de bichos comestibles. Y en el peor de los casos, la guarida perfecta a la cual volver después de una extensa noche de cacería. Una de las primeras víctimas fue la enorme coneja blanca de mi tía. Oí el grito de mi primo, el menor. Y luego el de la tía Doris. Y el de la abuela. Y el de mamá. Y un estrépito de voces y cosas y maullidos. La coneja era tan grande, que los gatos más viejos organizaron una cuadrilla de seis para cazarla. La despedazaron en un minuto y se perdieron, impunes, en las múltiples oscuridades de la casa.
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La tía Doris, con escoba en mano, les declaró la guerra frontal desde ese preciso momento y para siempre. Organizó a sus hijos. Les dio instrucciones precisas de batalla. Y la abuela, enérgica –pero sobre todo avergonzada–, se convirtió en la principal aliada en aquella lucha contra los que, para estas alturas, consideraba engendros demoníacos. ¡Pero era tan agotador!, ¡y eran tantos los gatos y tan ágiles!, ¡y tan enrevesada esta casa vieja con tantos posibles escapaderos!... En unos días, la tía se vio obligada a concluir que había cosas más importantes de qué ocuparse, y no teniendo que alimentarlos, desde cierta perspectiva, podía considerar que se había salido con la suya. La abuela, por su parte, aburrida con su mucho tiempo libre, juró ante Dios y la Virgen y los ángeles morir antes que caer en el pecado de rendirse. Paralelamente, los primos de mamá se fueron sintiendo tan cómodos en la casa como en sus propias tierras de las riberas del río. Pronto delimitaron territorios. Dijeron: De acá hasta acá es mío. De allá hasta allá es tuyo. Y se dieron las manos. Y prometieron respetar el acuerdo establecido. Y levantaron muros de triplex para evitar cualquier roce innecesario. Y se las arreglaron para sembrar en materas y cajones toda clase de hortalizas y plantas cosechables. Hablé con mamá, le pedí que hiciera algo. Le dije: –Hacé algo, mamá. –Con qué –dijo ella. –Con esto... ¡Con esto, maldita sea! –¿Con qué? –dijo ella. Y ya no quise insistirle más. La casa ahora era una multiplicidad de casas. Desde cierto punto en la primera planta, sus cuatro pisos tenían la apariencia de una gigantesca pajarera improvisada. Y en la sala de recibo, como los riachuelos en la corriente principal, venían a coincidir las vidas de todos sus muchos habitantes, porque cada quien se había encargado de dejar allí algún objeto como testimonio vital: un armario de plástico, una mesita coja, una torre de periódicos de la década pasada, dos azadones, un colchón viejo...
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Así, los años transcurrieron en una barahúnda de maullidos y buenos días y gatos apareándose y fiestas y ronroneos y risas y buenas tardes y serruchos en constante actividad y gritos de guerra de la abuela y buenas noches y martillos azotando la madera. Los hijos de la tía Doris y los de los primos de mamá crecieron, se casaron y trajeron a vivir consigo a sus parejas en los lotes de casa que les correspondía sabrá el diablo por qué derecho. Y las nuevas parejas tuvieron sus propios hijos. Y los hijos compitieron desde el primer día de vida con los maullidos de los gatos.
Las plantaciones de los primos de mamá desbordaron las materas y se extendieron por los muros, como telarañas; se fundieron con la estructura misma de la casa. Desde afuera, era como ver una roca enorme densamente florecida de tomates y gatos y arvejas y ahuyamas y gatos y sandías y maracuyás y gatos... Mi cuarto, con los cambios territoriales, se fue haciendo cada vez más pequeño, y en algún momento no me quedó más remedio que mudarme con mamá. –¿Ves? –le dije. –¿Ver qué? –dijo ella. Y decidí mejor ya no decirle nada. El asunto del territorio había ido tejiendo la urdimbre de un conflicto de grandes dimensiones, pero estaba solapado. Siempre latente en la intimidad de las conversaciones antes de la cena, en los encuentros fortuitos por los pasillos, en la frontera de cualquier provocación, la más insospechada tontería, un gesto en apariencia como cualquier otro que, sin embargo, podría albergar en su interior el detonante de la bomba. Por ejemplo:
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Una planta de sandía, buscando la mejor fuente de luz, se las arregló para trepar desde su matera en el segundo piso hasta la parte más alta de la casa. En el transcurso del tiempo que tomó su crecimiento, la abuela mató una decena de gatos recién nacidos, alguien le prestó un encendedor a alguien, mamá estuvo a punto de morir de pulmonía, la tía Doris fue echada de su cuarto por uno de sus hijos, el encendedor fue prestado a un tercer hombre, mamá invitó a la tía Doris a vivir en nuestra habitación, el tercer hombre le prestó el encendedor a un cuarto y este último lo perdió y lo encontró de nuevo por pura casualidad y pensó que era un buen encendedor el que tenía allí en sus manos y decidió quedárselo porque nadie más sabría apreciarlo de la misma forma. Mamá intentó aprender francés y la abuela le dijo estúpida. Mamá le ayudó a matar un par de gatos a la abuela. Cuando el primer hombre reclamó el encendedor al segundo, la planta de sandía llevaba un tercio de su recorrido al techo. Yo me había dejado la barba y la tía Doris dijo que estaba horrible y yo le respondí algo como que ah, sí, pues vos sos una vieja sola y nadie te dice nada. La abuela descubrió el lomo de gato a las tres pimientas. Cuando el cuarto hombre le negó por sexta vez al tercero haber recibido nunca un encendedor o cualquier cosa parecida de su parte, en el travesaño más alto de la casa la sandía ya empezaba a germinar. La abuela se había descompuesto una pierna en plena cacería de gatos, mamá decidió que siempre el francés era una lengua estúpida, la tía Doris identificó en una nuera a la culpable de sus desgracias, y me dijo: vos estás igual de solo, pendejo, pero yo tardé mucho en hacer la conexión así que no pude responder de forma adecuada. Un día, en el centro del primer piso, al mismo tiempo, los cuatro hombres involucrados en el enredo del encendedor se confrontaron entre sí. El primero le reclamó al segundo y el segundo al tercero y el tercero al cuarto. El cuarto hombre se burló a carcajadas de semejante lío tan absurdo por un encendedor. El segundo rio tímidamente y el primero agachó la cabeza, avergonzado. Y justo cuando el primer hombre estuvo dispuesto a dejar el asunto de ese tamaño, la sandía, obligada por su peso, se
desprendió de la parte alta de la casa y se estrelló en medio de los cuatro. Y el interior de la sandía salpicó en todas direcciones. Y activó algún oculto mecanismo, porque el primer hombre golpeó al segundo casi por acto reflejo, el segundo pateó al cuarto mientras se defendía del primero, y el cuarto, al ver que el tercero se moría de la risa, se le fue encima y lo molió a trompadas. Un quinto llegó a ayudar al tercero, y un sexto al segundo y un séptimo al cuarto. Y al cabo de media hora, la casa en pleno estaba en pie de guerra. Tía Doris dejaba calva a una de sus nueras. Los nietos de la tía Doris agarraban a tomatazos a los nietos de los primos de mamá. Yo lo veía todo muy bien desde mi escondite. Mamá contenía el aliento a un lado mío. Los primos de mamá, entre tanto, en la sala del primer piso, se miraban con atención, quietos, dispuestos a despedazarse al más ligero movimiento porque resulta que ninguno había respetado el acuerdo establecido. Así las cosas, la pelea pudo haber durado semanas o meses o años de no haber sido por la fuerza de aquel grito providencial que, a pesar del caos, silenció todo en un instante. Vino de las profundidades del tercer piso, como el primer ventarrón de la tormenta, y llenó el más lejano recoveco de la casa. –¿Dónde está mamá? –dijo la tía Doris. Y todos nos miramos y nos volcamos sin pensarlo a la búsqueda de la abuela. Cuando la hallamos, los gatos, unos ochenta mal contados, apenas empezaban a buscar por donde huir. Tuvieron tiempo suficiente para destriparla a su antojo. Y la abuela, hecha unas decenas de bocaditos de gato, se marchó con ellos para siempre en todas direcciones. De esta manera quedó zanjada la disputa. Nadie dijo una palabra en horas. Que acabara de morir la más vieja de la casa parecía tener un significado para todos. Para honrar lo que quedaba de la abuela, se dispuso el lugar central de la sala de recibo. Se compró un ataúd bonito, tallado con imágenes florales. Se regó la noticia entre toda la familia, cercana y distante. Y en dos días, la casa estaba repleta de más familiares condolidos por la muerte de la vieja. Hubo un ambiente de fraternidad. Una exploración profunda de nuestros lazos. Un nuevo despertar, por decir algo. Los visitantes se quedarían para el velorio, el entierro y la novena, pero nadie quiso irse, desde luego. • Publicado originalmente en Libro del tedio, Angosta Editores, Medellín, 2017.
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Dossier: Cuento contemporáneo
Elena de Troya Claudina Domingo
E
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lena se abrió paso en la frontera de una manera que siempre deseará olvidar. Le angustia no saber qué será peor: que sepan de dónde viene o que desconfien de una extranjera que aparece de la nada. Ha escuchado dos versiones opuestas. Hubo quien le dijo que nada quiere saber la Ciudad Celeste de los extranjeros, mucho menos si vienen del Sur, donde el virus infectó a toda la población. Otros le contaron lo contrario: que en la Ciudad Celeste reciben a quienes llegan de países que vivieron los largos años de la epidemia porque sus genes son más resistentes y porque tienen experiencia en labores que en la bella ciudad norteña las personas han olvidado cómo hacer. Ya no tiene edad para reproducirse y sabe que toda su esperanza, si la hay, es que resulte necesaria en la ciudad. Ha hecho una lista breve de sus aptitudes: labores de limpieza, cocina y repostería, cuidar enfermos (¿habrá enfermos en la Ciudad Celeste?), coger, enseñar español (hubo un tiempo en que fue escritora) y rudimentos de jardinería. Pero también hay montones de cosas que desconoce y no tiene documentos académicos; de hecho, no tiene documentos de ningún tipo. Toca al fin la puerta de la muralla de la ciudad como le parece que debe hacerlo: sin ocultar su origen.
* Cuando llegó al departamento que le asignaron en la aduana, deambuló en el interior abriendo sus muchas puertas. «Hola, soy la nueva compañera de departamento». Pero nadie respondió. Con bastante pudor (estaba acostumbrada a que en las casas desvencijadas del Sur le reclamaran hasta por freír un huevo) entró a la cocina e hirvió agua para hacerse un té. Abrió el refrigerador y después de hacer un recuento de todo (¡todo!) lo que ahí había, comió un poco de cada cosa para que no se notara la ausencia de algo del medio kilo de jamón. Devoró la carne molida cruda porque temía que cuando volvieran los otros habitantes olieran la carne guisada y le reclamaran. Comió de más, porque también encontró chocolates, que llevaba
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varios años sin ver. Luego se sintió tan ahíta y agotada que buscó una habitación para dormir. Eligió la más modesta posible porque imaginaba que los otros moradores ya estaban instalados en las más opulentas. Dejó su morral en un rincón, cerró las cortinas y se echó en la cama. Por un instante tuvo la intención de bañarse, para no manchar una cama tan blanca con su ropa sucia, pero se le cerraban los ojos. La carne molida cruda, pensó, antes de sumergirse en el sueño.
*
Cuando despertó, el sol declinaba. Por las persianas observó el escurrimiento anaranjado que dejaba sobre el balcón y sobre la plaza de la que apenas alcanzaba a ver un recorte de asfalto color arena. Quiso salir. Se imaginó despatarrada en la bonita silla acolchonada que había del otro lado del cristal. Junto a la silla tapizada de violeta había una mesita y sobre ella un cecinero de vidrio verde que parecía una muela. Solo pensar en volver a fumar un buen cigarro le sembró mariposas en el estómago. Un cigarro nuevo, no la basura formada con colillas que cada tanto fumaba en el Sur.
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Pero pese a que trabó una lucha cuerpo a cuerpo con la manija, no pudo abrir la puerta. Buscó por el pretil un segurito o la entrada de una llave, pero no había nada. Entonces se le ocurrió buscar en la entrada del apartamento algún juego de llaves, pero ahí solo había percheros y unas camelias sobre una mesa alta. Se alejaba cuando advirtió el reloj electrónico que había sobre la puerta. No avanzaba, sino que retrocedía. 1:45:12, 1:45:11, 1:45:10. Se le ocurrió que el departamento tenía una bomba y se lanzó contra la puerta de cristal del balcón con todo lo que encontró, pero el vidrio no cedió. En cambio, un pesado jarrón de flores de cerámina le rebotó en una espinilla. Se retorcía en el piso sobándose el hueso de la pantorrilla, donde había un raspón del que salía un poco de sangre. Las muelas le crujían en el dolor. Por fin gritó en el silencio del departamento. El largo y furioso «¡aaaaaaargggggh!» quería decir más que «me duele la espinilla» o «qué idiota soy». Pero pronto se recompuso porque entró en pánico. En las viviendas «elegantes» del Sur pagaba la renta con una suerte de servicio que incluía la servidumbre física y sexual, así como labores de hurto en la villa. Por mucho menos que el desastre de la sala la hubieran sacado a dormir a la intemperie durante un mes. Y aunque pensaba que era improbable que eso ocurriera allí, donde, a diferencia del Sur, había algo que se pudiera llamar «sala» y cosas como un jarrón de cerámica, la costumbre se abría paso en ella. «No has dejado de ser una
sirvienta», se dijo cuando se acercó cojeando a la cocina en busca de un trapeador, una escoba o un trapo para limpiar el desastre. Quince minutos le costó entender el artefacto de trapeador con cubeta exprimidora. Terminó riéndose de sí misma: «Seguramente, hace siglos, así se suicidaban sin querer los indios cuando intentaban comprender una escopeta». Antes de salir de la cocina, abrió de nuevo el refrigerador. Esta vez se hizo un sandwich en forma y abrió una botella de vino que encontró en una gaveta. Si el departamento explotaba, al menos lo haría pulcro y ella estaría, medio ebria, haciendo una pesada digestión sobre el sofá de terciopelo verde.
* La despertó la música. Una música de clarinete casi líquida. Se limpió la saliva que le escurría por la barbilla. Qué cansada estaba. Tenía tantos años que no babeaba dormida sobre
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algo o alguien. El balcón estaba abierto y su corazón no podía elegir entre la alegría y el pavor. Se acercó y miró por él. La plaza estaba iluminada por unas luces tenues y un grupo musical tocaba bajo unos árboles de los que pendían cristales. La gente atendía el concierto sentada en el piso de la plaza (que no estaba cubierto de lodo como las calles del Sur) y ahí convivían en picnics. Tosió. En el aire flotaba el polen de los cerezos en flor. Estornudó y tosió. Una pareja que pasaba volteó a verla. La mujer sonrió y le hizo un gesto que se quedó a medias. Luego ambos la miraron entre asustados y confundidos. Ella retrocedió fuera de su vista y se miró las manos. En el sur, en los años que dieron por llamar Imum Coeli, era común andar con las manos ensangrentadas tras una pelea, y era común olvidarse que uno tenía las manos ensangrentadas. No tenía sangre en las manos, pero su vestido… ¡Oh, diosas de la vergüenza: es dificil encontrarlas; tienen formas tan distintas en cada país! Conforme avanzaba por las habitaciones retrocedió por los años, incluso épocas. Entendió que ella había llegado del futuro, donde nada olía a podrido porque todo era tan escaso que nadie dejaba que ninguna cosa se pudriera. Que en el hermoso pasado al que volvía (y en realidad su propio pasado ni siquiera tenía árboles con gemas sobre grupos musicales) había que camuflarse. Se puso un vestido brillante que encontró. En realidad no le parecía bello sino un tanto estúpido, salvo porque en el negro refulgían lentejueleas de colores como galaxias. ¡Pero estaba tan flaca! Se lo quitó y encontró uno color marfil, idéntico. Su madre tuvo (¿o era un cuento o una madre de alguien más?) dos bolsos así; «ochenteros», les decían, quién sabe por qué. (Había muchas cosas que tenían adjetivos de esa naturaleza: «ochentero», «noventero», y que uno podía aplicar a cualquier cosa o situación).
Los bolsos pequeños y cuadrados de su madre tenían una malla metálica brillante y eran como los vestidos: uno negro y otro beige. Se quedó con el vestido color crema porque en él se veía menos cadavérica. Al final, después de fumar cinco cigarros de una cajetilla que encontró sobre un piano y reaprender a maquillarse, decidió que se veía lo bastante bien como para salir a esa ciudad «celeste» del pasado donde todo eran alegres risotadas.
* Tomaba de una copa que le habían invitado en la plaza. Alguien, sin pedirle nada a cambio, le extendió una copa de un hermoso líquido amarillo lleno de burbujas. Al principio se había avergonzado frente a sus nuevos amigos. Es decir, había provocado su hilaridad cuando les habló del reloj que retrocedía y de su estupor al ver, cuando despertó, que el cristal líquido del dispositivo estaba apagado. ¿Había desactivado la bomba por accidente de alguna manera? Una chica que llevaba un vestido de novia se atragantó con su bebida; las otras personas se doblaron de risa. Elena enrojeció y comenzó a levantarse. Se disculparon entonces con ella. Le miraron las manos grandes, callosas y lastimadas y un tipo con sombrero de pirata le preguntó: «Acabas de llegar a la ciudad, ¿verdad?» Asintió con la cabeza, todavía abochornada. El grupo cambió su actitud, y entre abrazos y caricias le explicaron, como si fuera una niñita, las cosas obvias: la Ciudad Celeste duerme de día. Poco antes de amanecer las patrullas pasan por plazas y jardines y llevan a su hogar a los rezagados. Las puertas de casas y departamentos no se pueden abrir desde dentro durante el día y el reloj les avisa a sus habitantes cuánto falta para que puedan salir a las fiestas y espectáculos nocturnos. Elena estaba azorada y como no sabía si le gastaban una broma, no quiso preguntar todo lo que le intrigaba: ¿a qué hora trabajaban? ¿dónde trabajaban?, los bancos, ¿funcionaban de noche? No había visto un solo billete. Intentaba no poner cara de extranjera cuando cuatro hombres con uniformes azul celeste se le acercaron. Le dijeron que tenían una invitación para ella. Elena les respondió que ella estaba bien ahí, que debía regresar a su casa «a tiempo». Era una artimaña para decir que no, porque los hombres le habían dado miedo. Y mientras les decía todo esto se había guardado bajo las nalgas el destapacorchos. Cuando una de sus nuevas y fugaces amigas le insistió, Elena aprovechó para guardar el sacachorchos en una bolsa igual de boba que su vestido. Su nueva amiga le dijo: «Creo que deberías ir». Así entendió Elena que el juego había terminado y que llegaba el momento de la verdad.
* Dice su nombre cuatro veces sin necesidad de ello. Porque confunde la caseta de vigilancia, una perrera, la cochera y el salón del palacio con la oficina. Piensa que la pasean por esa
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22 especie de museo para aturdirla y luego matarla y comérsela, pero al final resulta que el lugar es de veras grande. En la oficina no le preguntan su nombre, pero ella insiste: «Elena de Troya». Ante esta presentación sonríe el hombre vestido como un malvavisco que tiene del otro lado de un escritorio que parece un sarcófago. —En la aduana hubo un problema —comienza a decir el hombre mientras Elena se va poniendo nerviosa—: normalmente ahí conducen la entrevista y le preguntan al extranjero su profesión, pero ayer el aduanero corría el Grand Prix Ciudad Celeste y no pudo estar en su puesto. En fin… Quedó segundo y yo tendré que hacer la entrevista a una extranjera. El piloto siempre quedaba primero y yo… Bueno, siempre hay una primera vez. Elena tiene ganas de vomitar. Le sudan las manos. Corren por su cabeza los días de frío. Las noches de hambre. Los castigos. Una rata frente a la que fingió estar muerta para matarla cuando estaba a punto de ser mordida por ella. Niños y mujeres muertos. Niños asesinos. Rodea el escritorio y se hinca frente al hombre; enumera la lista que se sabe de memoria: «Sé limpiar casas, sé cuidar enfermos, sé algo de jardinería y conozco la gramática española, también he sido prostituta y carterista. Y sé matar», dice al final, llorando. «Sé matar sin que nadie lo note». No lo agrega pero sus ojos quieren decir: «sé que por eso nos aceptan a los sureños». El hombre está consternado. —¿Prefieres que hablemos así, sentados en el suelo? —Y el hombre se sienta en la alfombra mientras la mira como quien observa una serpiente por primera vez, el desierto o el mar por primera vez, una mujer que llora por primera vez. Elena busca en vano las mangas raídas del suéter largo que usaba. Quiere limpiarse las lágrimas, el horrible maquillaje y el sudor, pero ya no viste el suéter que fue casi su piel. Se limpia con el dorso de la mano, pero no está acostumbrada a usar anillos, así que se raspa las mejillas con una piedra azul que brilla en uno de sus dedos. Entiende que no entiende el mundo en el que vivirá, si es que le permiten quedarse. —¿Quién te hizo el peinado? Elena piensa que el hombre le habla en clave. ¿Se refiere a una técnica de asesinato? Duda y se queda callada, petrificada cuando la mano del hombre se acerca a su cabeza y acaricia las pequeñas trenzas que se hizo a los lados de las sienes y que se unen un poco más abajo de la coronilla. —Yo, señor… yo me hice el peinado —dice, todavía insegura, pero de inmediato improvisa un discurso porque le preocupa que el silencio le robe una oportunidad—, ¿sabe?, hace mucho yo tenía el pelo sedoso y muy lacio y no me podía hacer trenzas porque el cabello se deslizaba y las trenzas se deshacían. Pero en el Sur el cabello se nos hizo así, áspero, aunque allá nunca tenía tiempo de hacerme peinados comple-
jos. Hoy quise verme tan guapa como una de sus cuidadanas, señor —Elena decide jugar el papel ¡ay, tan legendario! de víctima rescatada y agradecida—. Yo podría hacerles trenzas a todas, si usted gusta. —¿Y cómo te llevas con los gatos? — pregunta el hombre, mientras abre una puerta al fondo de la oficina. Elena sabe que los gatos son sabrosos, pero no dice nada. Lo que aparece es un gatote con cara de bebé; es decir, un gato enorme pero cachorro. Elena cree que recuerda algo, pero se le escapa. Abraza al gato que se deja hacer como un bebé, egoísta y complacido. Cuando el monstruo la muerde, Elena le da una cachetada. El cachorro de gato enorme se desconcierta y abre la mandíbula. El hombre ríe. Elena se limpia el sudor con el dorso de la pata del gato.
* Ser una virgen vestal tiene cosas buenas, cosas maravillosas y cosas muy aburridas. Elena pensaba al principio que no debía ser ingrata, y recordaba al mirarse al espejo todas las miserias vividas en el Sur, pero poco a poco esto mismo se convirtió en una especie de vicio. Fue dificil acostumbrarse al Imum Coeli y también parece dificil habituarse a ese Medio Cielo de la Ciudad Celeste. Come manjares, debe vestir de forma exquisita, se pasea como la guardiana de la fuerza natural, pero casi siempre está sola. Los hombres que la visitan no deben hablar con ella. Y, de hecho, la visitan para pedirle favores a los dioses. Tienen que pagarle bastante al Estado por darse de alta como suplicantes. Se acuestan con ella, pero tienen prohibido hablarle. Después, ella debe externar sus súplicas «a los dioses». Elena lo hace conforme le indica el formato, pero a veces la asalta un presentimiento. Le importa poco si existen estos dioses, pero tiene la impresión de que su oficio se corresponde con otro nombre, no con el suyo. Pero se aferra a su gastado nombre: es lo único que le queda de su antigua persona. Aleja las dudas de su mente. Siempre ha sido disciplinada y en esto no es la excepción: hace todos los ritos a solas como si la miraran. El resto del tiempo peina leones. •
Dossier: Cuento contemporáneo
Dédalo bajo
Berlín Fabio Morábito
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encroff pertenece a un vasto contingente de albañiles de la rda* que está abriendo túneles en el subsuelo de Berlín oriental. Divididos en cuadrillas de seis o siete hombres, excavan con picos durante ocho horas diarias, después meten la tierra en baldes que llevan al entronque con un túnel principal y ahí la vacían en unas vagonetas sobre rieles que la transportarán hasta la superficie. Hay que manejarse exclusivamente con picos, sin el auxilio de martillos neumáticos ni de ninguna otra herramienta ruidosa que pudiera delatar la existencia de los túneles al servicio secreto de Berlín occidental. A los albañiles se les ha dicho que se trata de un vasto plan de renovación de la red del alcantarillado y del cableado eléctrico de la ciudad, una explicación que no convence a nadie, pues de ser así no se entiende por qué el trabajo debe hacerse en secreto. Una vez que los hombres ingresan bajo tierra, son llevados en una vagoneta hasta el punto donde deben excavar. Hay vigilantes que recorren los túneles para supervisar su trabajo. A menudo los hombres de una cuadrilla escuchan unas voces al otro lado de la pared de un túnel y excavan hasta que la pared se viene abajo, mostrando otro túnel donde hay otros trabajadores excavando. Así, ha surgido el rumor de que se está creando un gran laberinto subterráneo bajo Berlín oriental cuyo objetivo es detener las fugas de personas al lado occidental. La idea es que cualquiera que pretenda escapar al otro lado del Muro a través de un túnel se topará en algún momento con esa apretada red de galerías bajo tierra y, una vez que haya desembocado en ella, quedará atrapado en su telaraña sin salida. Pencroff se ha hecho amigo de Ivan Zossimov, un joven ruso de su cuadrilla cuya novia, Katiusha, trabaja como secretaria en la embajada de la urss de Berlín oriental. Según Zossimov, Katiusha está al tanto de secretos que las mismísimas autoridades de la rda desconocen, pues la orden del laberinto ha venido directamente de Moscú. Cuando Pencroff se lo cuenta a Sabine, su joven esposa, ella no duda en creerle. El laberinto la tiene obsesionada, no habla de otra cosa y cuando su marido regresa del trabajo, lo asedia con preguntas para saber qué otras novedades le ha referido su amigo ruso. En la fábrica donde trabaja corren rumores de que desde
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que Gorbachov subió al poder, se avecinan grandes cambios en la dirección del país y de la misma urss. Por eso, le dice a su marido que invite un día a Zossimov, pues el ruso, por su relación con la embajada soviética, debe de estar al tanto de muchas cosas que ellos ignoran. A Pencroff no le gusta recibir a nadie, así que se hace el desentendido, pero Sabine insiste en que le pregunte a Zossimov si quiere venir a cenar con su novia, y Pencroff, al fin, cede. El ruso acepta gustoso la invitación, y desde el momento en que llega a su casa, Pencroff siente un agudo malestar. Hombre celoso, descubre, cuando le abre a Zossimov, que el ruso es un joven muy atractivo. En los túneles, debido a la luz mortecina de las lámparas, a los cubrebocas con los que los miembros de las cuadrillas se protegen del polvo y a los cascos que les tapan la frente, ha visto su rostro a medias, y solo ahora, al abrirle la puerta, repara en su hermosura. Se siente desfallecer. Sabine, que es quince años más joven que él, tiene aproximadamente la edad del ruso. Este, por añadidura, viene sin su novia, pues Katiusha, explica, amaneció con fiebre. Además de guapo, Zossimov se muestra dueño de una charla cautivadora que lo convierte en el centro de la velada. Sabine ha invitado a Karla, una compañera de la fábrica de quien se ha vuelto inseparable, y Pencroff queda relegado a un segundo plano, mejor dicho a un tercero, ya que el segundo lo ocupan Sabine y Karla, que penden de los labios de Zossimov y lo bombardean de preguntas sobre el laberinto del subsuelo, sobre Gorbachov, sobre el futuro del comunismo mundial, sobre cómo se visten las mujeres de su país y un sinnúmero de otros temas. Durante toda la noche el dueño de la casa no deja de sentirse menos que una castaña marchita. Evita mirar a su mujer para no tener que comprobar la expresión de arrobamiento con que ella no deja de mirar un solo instante a su invitado, y pasa una de las noches más amargas de su vida. Al día siguiente, en los túneles, la sola vista del joven ruso le produce una aversión tan violenta, que no logra dirigirle una sola palabra amistosa. Cuando Zossimov le pregunta qué tiene, le contesta que ha despertado con una fuerte migraña. El otro le entrega la tarjeta de un médico de la embajada rusa, amigo suyo, de nombre Kobeliev, que por cierta cantidad de dinero redacta certificados que permiten
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ausentarse del trabajo y, si la cantidad es mayor, obtener incluso una licencia indefinida, y le cuenta a Pencroff que a un conocido suyo que trabajaba en una cadena de montaje, Kobeliev le había extendido un certificado en el cual se hacía constar que el tipo sufría de una artritis severa que lo incapacitaba para cierto tipo de movimientos, con lo cual el hombre había conseguido que lo trasladaran de la cadena de montaje a un escritorio del departamento de contabilidad. Pencroff se guarda la tarjeta y le da las gracias. Al día siguiente Sabine tiene uno de los ataques de vértigo que padece a menudo y avisa por teléfono que no podrá acudir a trabajar. Cuando Pencroff ingresa en los túneles y sube a la vagoneta, ve que Zossimov no está, pregunta por él y el líder de la cuadrilla le dice que se reportó enfermo. Pencroff sospecha un encuentro secreto entre Zossimov y su mujer y se contiene a duras penas para no bajarse de la vagoneta y correr a su casa. Esa fantasía lo persigue durante todo el día mientras hunde el pico en la tierra. Trabaja con tal encarnizamiento que sus compañeros se burlan de él. Uno de ellos le pregunta si no se ha peleado con su esposa, los demás se ríen y Pencroff interpreta esas palabras como la prueba de que la cuadrilla está al tanto del contubernio entre su mujer y el joven ruso. Se abalanza contra el tipo que ha pronunciado esa frase y los otros tienen que intervenir para separarlos. En las horas siguientes se apartan de él y nadie vuelve a dirigirle la palabra. De vuelta a su casa encuentra a Sabine repuesta de su ataque de vértigo y busca algún indicio de la presencia de Zossimov en el departamento. No encuentra nada y le pregunta a Sabine si salió, pensando que tal vez ella y el ruso se citaron en otro sitio, a lo que ella le contesta enfadada que cómo cree que con semejante ataque de vértigo se le pudo ocurrir salir de la casa. Al día siguiente Pencroff procura sentarse al lado de Zossimov en la vagoneta que los conduce donde tienen que excavar. Quiere saber si se enfermó de verdad, y cuando se lo pregunta, el ruso, tal como lo había sospechado, le contesta que no. Se tomó el día libre pretextando un malestar estomacal, y le muestra una copia del certificado médico redactado por Kobeliev que avala su padecimiento. Le explica que, como son amigos, el médico no le cobra nada, y a continuación, sin que Pencroff se lo haya preguntado, le susurra al oído que visitó a la esposa de un alto funcionario que está loca por él. Pencroff se esfuerza por sonreír, mientras siente crecer su aborrecimiento hacia el joven, ahora que sabe que es un libertino. Más tarde, platicando con otro miembro de la cuadrilla, el ruso se entera del pleito que Pencroff tuvo el día anterior con uno de los trabajadores y en la pausa del almuerzo lo busca para preguntarle el motivo de la pelea. Pencroff hace un gesto de la mano para dar a entender que no quiere hablar del tema. Llevas un par de días malencarado, le dice Zossimov, y le pregunta si está enfadado con él. Pencroff está a punto de dejar salir el peso que lo agobia desde el día de la cena y echarle en cara el comportamiento engreído que tuvo en su casa, pavoneándose con su esposa y con la amiga de esta, pero en la mirada gélida del ruso no encuentra ningún asidero
Dossier: Cuento contemporáneo
de comprensión que lo empuje a rebajarse con un reclamo en el que el otro adivinará que el verdadero motivo son sus celos, así que niega estar enfadado con él y, para justificar su mal talante, le dice que no le gusta lo que hacen ahí abajo. El otro le pregunta a qué se refiere. Estamos cavando una tumba para los que van a huir, contesta Pencroff. Zossimov lo amonesta con la mirada para que baje la voz, al ver que los de la cuadrilla han volteado hacia ellos, luego le pregunta si acaso está del lado de aquellos que deciden fugarse a Berlín occidental, burlándose del Muro. Pencroff contesta que no le gusta trabajar en una obra en donde encontrarán la muerte unos seres humanos. Zossimov exclama: Estamos en una guerra y en la guerra hay que matar. Pencroff replica: Yo no estoy en guerra contra unos pobres diablos que deciden fugarse de su país arriesgando la vida y no quiero que mañana mis hijos sientan vergüenza porque su padre fue uno de los que excavaron con su pico estos túneles de muerte. Zossimov baja la vista y Pencroff interpreta ese gesto como la expresión de una burla no dicha, pero cuyo sentido intuye: él está viejo para tener hijos. ¿Algo le ha dicho Sabine sobre su negativa a tenerlos? ¿No es esa la prueba de que se han visto en secreto? Zossimov objeta que, por el contrario, sus hijos lo verán como a un héroe. Pencroff lo observa para comprobar si habló con sinceridad, pero no puede saberlo, debido al cubrebocas y al casco que le tapan casi toda la cara. ¿Héroe por ayudar a tender esta trampa perversa?, exclama en voz alta, y le pregunta a Zossimov si ha pensado qué significa perderse en esos meandros, en la oscuridad más completa, sediento y hambriento y a punto de enloquecer. Los miembros de la cuadrilla han vuelto otra vez la cabeza hacia ellos, pero a Pencroff ya no le importa que lo oigan y grita que ese laberinto es una máquina
de matar inocentes. Atraídos por sus gritos, acuden dos vigilantes y le preguntan al líder de la cuadrilla qué pasa. El líder, un hombre a punto de jubilarse, contesta que no pasa nada y que solo estaban bromeando. Los vigilantes se retiran no sin antes sopesarlos a todos con una mirada de pocos amigos y los de la cuadrilla vuelven a su trabajo, dándole la espalda a Pencroff, incluido Zossimov, que evita despedirse de él a la salida de los túneles. En la casa, al ver su expresión, Sabine le pregunta qué tiene. Pencroff contesta que le duele la cabeza y con ese pretexto, después de cenar, se acuesta. No piensa decirle a su mujer que se ha peleado con Zossimov. Cuando le pregunte el motivo, ¿le va a decir que lo aborrece porque ella se lo comió con los ojos cuando vino a cenar? Tampoco piensa contarle lo que dijo sobre el laberinto en voz alta y frente a todos, sabiendo que ella lo mirará aterrada por las consecuencias funestas que eso puede acarrearle. ¿Qué le diría para justificar su exabrupto? ¿Que lo asquea participar en la construcción de una obra donde unos cuantos desesperados van a morir de una muerte lenta y atroz, cuando sabe que pronunció esas palabras únicamente movido por los celos? Y sin embargo, siente que lo que dijo no es del todo falso, que esas palabras afloraron como si hubieran estado guardadas mucho tiempo, y que si no las pronunció antes, ni siquiera frente a su mujer, fue por miedo a una delación de los vecinos, de los que nunca se sabe si no están con la oreja pegada a la pared, dispuestos a denunciarlo a uno por cualquier cosa que diga contra el régimen. Recuerda las palabras de Zossimov: «Estamos en una guerra y en la guerra hay que matar». Todo él se había sublevado contra esa consigna lapidaria. No se sentía en guerra contra nadie, y menos contra sus compatriotas, tanto los de este lado del Muro, como los del otro lado. Bien visto, él mismo se daría a la fuga si tuviera el valor de hacerlo, y lo mismo haría Sabine, ávida como está de conocer cómo se vivía en otros países. ¿No le había preguntado a Zossimov cómo se vestían las mujeres de Moscú, si se maquillaban o no y qué bailes estaban de moda en la capital de Rusia? Entonces, recordando la emoción con que Sabine había hecho esas preguntas, siente que tal vez la ha juzgado mal; que interpretó erróneamente su comportamiento con Zossimov. No estaba embelesada con el joven ruso, sino con la novedad que representaba su presencia en el modesto departamento donde viven. Era la primera vez desde que estaban casados que invitaban a alguien a cenar
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y ella había entrevisto a través del rostro de ese joven tan guapo una vida que se les había negado a todos ellos. Zossimov había traído a su departamento la grandiosa noticia de que la belleza es algo real; sus espléndidos ojos verdes eran los embajadores de una dimensión de la existencia que se negaba a claudicar bajo los grises preceptos y protocolos de la vida soviética. ¿Cómo no iban a sentirse cautivadas por el ruso Sabine y Karla, que se pasaban diez horas al día pegadas a unas máquinas de las que salían como salchichas botellas y tapones de plástico? Sí, piensa Pencroff, sus palabras de indignación, pronunciadas esa tarde ante Zossimov, aunque motivadas por los celos, reflejan una parte profunda de su ser; brotaron llanamente, suscitadas por la tétrica existencia de aquel laberinto que se estaba fraguando bajo el suelo de la ciudad y que, si se permitía que llegara a su término, los volvería a todos unos fantasmas en vida, si es que ya no lo eran. Saca del bolsillo la tarjeta que le ha dado Zossimov y decide que al día siguiente acudirá a la embajada rusa a hablar con Kobeliev, para pedirle que le extienda un certificado médico que lo exonere del trabajo en el subsuelo, cueste lo que cueste. No le dirá nada a Sabine, pues a ella no le dará ningún gusto que él regrese a ser un simple albañil de obra, trepado en los andamios de una construcción, ganando menos de la mitad de lo que gana ahora. Al otro día, por primera vez desde que trabaja en los túneles, habla por teléfono a su jefe de cuadrilla para reportarse enfermo. Alega un fuerte dolor de cabeza, náuseas y temblores de cuerpo. Espera que Sabine salga a trabajar para vestirse con la mayor formalidad que puede, exhuma un saco y una corbata que lleva años sin ponerse y se dirige a la embajada rusa, donde solicita hablar con el doctor Kobeliev. La recepcionista le pide alguna referencia, y él da el nombre de Ivan Zossimov. El doctor no lo hace esperar y lo recibe en un pequeño consultorio. Es un hombre bajito y gordo, con ojillos hundidos en una cabeza muy grande que no deja de mover y que le da un vago parecido con un insecto. Pencroff le expone su caso de manera escueta: trabajar bajo tierra le causa claustrofobia y sabe que no es un motivo para que lo den de baja, pero ha llegado a un punto en que siente que se está volviendo loco. Acuéstese, le dice Kobeliev, y después de revisarlo someramente le propone poner en el certificado que padece un lumbago en fase aguda que le impide doblarse para hundir el pico en la tierra, lo cual tendría que ser suficiente para sacarlo de los túneles. Pencroff le pregunta el precio y el otro pronuncia una cifra que al albañil le suena exorbitante. Le dice que no sabe si podrá reunir esa cantidad. Haga su mejor esfuerzo y
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dentro de ocho días venga a verme, le contesta Kobeliev, sin dejar de mover su gran cabeza, y le extiende un justificante por haber faltado al trabajo. Cuando Pencroff sale de la embajada, trae el ánimo por los suelos. Con trabajo podrá juntar la mitad de la suma requerida por el médico, sacando la mayor parte de los ahorros de él y de Sabine y el resto pidiéndoselo prestado a su padre.
Es viernes. Se pasa el día haciendo cuentas y ensayando las frases que le dirá a su padre para que le preste el dinero. El sábado estalla una manifestación contra el gobierno de la rda que se venía pergeñando desde unas semanas atrás. A los más jóvenes, que solo conocen las aglomeraciones del desfile militar que se celebra anualmente en la Alexanderplatz, les causa asombro ver tanta gente en las calles. Pencroff y Sabine se unen al gentío, pero se cuidan de no dar la menor impresión de apoyar las protestas y observan todo desde una prudente distancia. El domingo, él recibe una llamada del líder de la cuadrilla, que le informa que el trabajo se suspende para el día siguiente. La existencia de los túneles es un secreto a voces y las autoridades han considerado conveniente interrumpir las labores bajo tierra hasta que se disipe el clima de insurgencia ciudadana.
Dossier: Cuento contemporáneo
Cuando cuelga, Pencroff no está seguro de que sea ese el verdadero motivo de la llamada. Tal vez lo han separado del trabajo por lo que dijo en los túneles y más tarde le anunciarán formalmente su despido. Piensa por un momento en llamar a Zossimov, que siempre está enterado de todo, para preguntarle si sabe algo, pero su orgullo se lo impide. Al día siguiente, en la tarde, recibe otra llamada del líder de la cuadrilla, quien le dice que tampoco se presente el martes. La misma llamada se repite en las tardes del martes y del miércoles. Pencroff se siente enloquecer. Lo peor es que no le ha dicho nada a Sabine y no puede preguntarle qué opina de aquellas dilaciones. Teme que en cualquier momento se presentarán unos oficiales de la Stasi para arrestarlo. En ese caso, no le servirá de nada el certificado médico de Kobeliev y habrá pagado por él inútilmente. No sabe qué hacer y no puede pegar el ojo en las noches. Se resuelve por fin por el certificado y se anima a hablar con su padre, que acepta prestarle la suma que necesita. El jueves en la mañana va a su casa a recoger el dinero, y cuando regresa, recibe otra llamada, esta vez de Kobeliev. Se le oye muy nervioso y le pregunta a Pencroff qué cantidad ha logrado reunir. Pencroff le dice la suma, que es apenas la mitad de lo que el médico le pidió, y el otro le dice que está bien y que al otro día le lleve el dinero a la embajada. Cuando cuelga, Pencroff tiene la sensación de que si hubiera dicho una suma menor, Kobeliev habría aceptado. En la calle, el vocerío y el movimiento de personas ha ido en aumento y cuando Sabine regresa del trabajo, le cuenta que todo el mundo está agitado en la fábrica. Los jefes no han dejado de ir de un lado a otro, como aguardando la visita de alguien importante. Corre el rumor de que el propio Gorbachov está por llegar esa noche a Berlín y se le prepara una gran bienvenida en las calles; pero, según otros, el movimiento en estas últimas no es de bienvenida, sino de protesta masiva contra el líder ruso. Pencroff, que ha guardado en un sobre el dinero que entregará al otro día a Kobeliev, se siente el ser más miserable del mundo. Ahí están los ahorros de muchos años, sin contar la deuda que acaba de contraer con su padre. Si al menos estuviera seguro de que su odio a los túneles es auténtico, aquel gasto se justificaría, pero de lo único de lo que está seguro es de sus celos. Ellos lo han arrastrado hasta ese punto. Quiere salir de los túneles para librarse de Zossimov y de la inexplicable obsesión que tiene Sabine por el laberinto, que tarde o
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temprano la empujará a los brazos del joven ruso. Eso le dice su instinto. Ella es todavía joven y curiosa, al contrario de él, que se ha vuelto un ser rutinario y está viejo para tener hijos. Lo sintió claramente la noche en que invitó a Zossimov. No había movido un dedo para darse su lugar en la cena, experimentando casi un oscuro placer al ver cómo lo ninguneaban. Maldice para sus adentros la sociedad amurallada y sin escapatorias en la que vive. En ella, si sufres una humillación, no hay manera de borrarla; se queda para siempre, cada vez más visible para todos. Siente de golpe una fuerte opresión en el pecho y tiene que sentarse. Ojalá me diera un infarto, piensa. Tal vez así Sabine se olvidaría de Zossimov. Respira profundamente. Su mujer acaba de abrir la ventana, atraída por el vocerío proveniente de las calles. Entonces decide confesarle todo. Le contará de sus celos y de su pelea con Zossimov, de su miedo a que lo hayan despedido del trabajo y de su trato con Kobeliev, y también le preguntará si quiere tener un hijo. Se pone de pie y la alcanza junto a la ventana. Ve que mucha gente se ha asomado como ellos. Tengo que hablarte, le dice, pero Sabine está pendiente de algo que dice el vecino del piso de abajo y no le presta atención. Ahora se ha puesto a hablar con el vecino del piso de arriba. De pronto se escucha un griterío lejano. Todo el mundo pregunta qué ocurre. Dos minutos después, exactamente a las nueve y veinte, corre un rumor extraordinario de ventana en ventana. La radio ha dado la noticia de que el Muro acaba de caer. •
* República Democrática Alemana, también conocida como Alemania Oriental, en la época en que Alemania estaba dividida en dos naciones, la Occidental y la Oriental, con el Muro de Berlín como el emblema de dicha división.
Madre
de leche
Michelle Roche Rodríguez
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n llanto agudo, desordenado e hiriente, capaz de tragarse la algarabía habitual de los mercaderes levantando sus tiendas en las inmediaciones de la Plaza Bolívar subía desde el cuarto de servicio de la cercana casa de la familia Gutiérrez aquella madrugada del ocho de agosto de 1907. Allí vivía una criada india bautizada con el nombre de Teresa. Acababa de instalar a la hija lactante de su patrona, nacida la tarde anterior. Como no había parado de llorar en nueve horas, la señora Cecilia le exigió que se la llevara. ¡Cómo le habría gustado cumplir ese deseo, de verdad! Llevársela de la casa, incluso de la ciudad de Caracas, para esconderla en la selva, donde la criaría como una pequeña guahibo. La madre nunca se lo reprocharía, el problema era el padre, el coronel Evaristo Gutiérrez, que no dejaría un árbol del Amazonas sin sacudir hasta encontrarlas. A Teresa, que no anhelaba otra cosa más en el mundo que un hijo, le dolía que el destino concediera la dicha de una niña a quien solo la quería para ganarse el respeto de la comunidad, para convertirse en un «hombre de familia». Siquiera la patrona fue sincera cuando dijo a su marido que no tenía vocación para la maternidad. Accedió a casarse a los dieciocho años con un hombre tres lustros más viejo que ella para salvar a su padre de la bancarrota, pero no estaba dispuesta a mentirle. Como era de esperarse, quiso abortar en cuanto salió en estado, dos años después de la boda, con una pócima que pidió a Teresa. Ella le contestó que la magia de sus antepasados no era negra. La voz le temblaba: a la indignación de que la hubiera confundido con una bruja se añadía el rencor contra quien despreciaba la gracia que a ella le era negada. Luego se lo contó al coronel. De inmediato, este involucró a la única persona con verdadera influencia sobre su mujer, el padre Ramiro. Él le recordó que el matrimonio es una institución que fortalecen los hijos y que el demonio entra en el vientre de quien intenta interrumpir la gravidez. La patrona terminó por acceder, pidiéndole a su confesor que intercediera con Dios para que, al menos, el vástago naciera varón. Pero las súplicas del sacerdote se extraviaron en el camino, pues a la tierra llegó una niña que a la imprudencia de haber sido hembra le sumó la de sacar de un golpe todos los dientes. Y, como lo temía, los usó para morderla.
Dossier: Cuento contemporáneo
Un berrido partió la cabeza de Teresa en dos. Intentó dar a la niña un bebedizo de abuta y caña brava con el cual las mujeres de su tribu fortalecían la dieta de los recién nacidos, pero lo escupió. El estómago estragado empeoró sus gritos. Entonces decidió que si el Rezo Para las Madres Fuertes la ayudaba, ella misma podría convertirse en nodriza de leche. Pensó en su edad, sí. Pero no podía evitarlo. Una mujer es siempre una mujer, ¿no? Desamarró la tira que ceñía la saya a su cintura. Con los dedos doblados bajo el peso de una artritis incipiente ofreció a la niña los pellejos que una vez fueron sus tetas. Pero ¿qué leche podía salir de allí? Al comprender que su carne flácida no podría alimentar ni a la criatura más pequeña, la desesperación del arrebato contenido cobró la forma de un temblor que recorrió todo su cuerpo. ¡Tan cerca se encontraba de la maternidad sin poder cumplirla! Antes de ser una pobre criada y una pobre vieja había sido una joven india que agotó la potencia sexual de los hombres de su tribu en el intento de quedar en estado. Para resarcir a las mujeres, el cacique de la tribu, que era también su padre, la expulsó de la selva. Durante una década, Teresa vivió en un prostíbulo de un pueblo minero, hasta que un hombre se la llevó en una carreta que iba rumbo al norte. En el lugar donde se asentaron todo era como en el pueblo minero, con la excepción de que ahora él se quedaba con lo que ella ganaba. Al hombre lo mataron en una pelea callejera cuando estaban a punto de cumplir cinco años juntos. Antes de que apareciera otro hombre, Teresa se fue a un pueblo llamado El Hatillo y se ofreció como criada para la casa parroquial de su iglesia. Como el nuevo trabajo no le daba oportunidad de quedar en estado, comenzó a ofrecerse al cura, pero este se negaba así que cuando pudo intentó robarse a un expósito. El sacerdote la reprendió diciéndole que estaba poseída por un demonio y desde ese día la obligó a dormir en una celda que cerraba con llave por fuera. Cuando por fin Teresa logró escaparse, sus carnes estaban cuarteadas por todas partes y su cuerpo estaba tan golpeado que ya no podía hacer más el baile de la fertilidad. Comenzó a trabajar con el coronel seis meses después de abandonar la casa parroquial y dos años antes de que este tomara por esposa a la señora Cecilia.
La patrona había roto fuentes sobre un charco de líquido ocre oscurecido por el fango durante una tormenta. El ruido de las gotas estrellándose contra la casa anulaba sus gritos. Teresa la había encontrado doblada sobre sí misma en el patio central de la casa, agarrándose el vientre hinchado. No daba tiempo de llamar a una partera. En ese instante, ambas se convirtieron en el eje de una vorágine cuya fuerza competía con la Madre Naturaleza, manifiesta en el vendaval empujando las ramas de los chaguaramos sobre las columnas del patio interno de la casa y los miles de gotas de agua que caían como alfileres sobre el suelo empedrado. El cuerpo de Teresa con la niña envuelta en una cobija se recortaba sobre la mole sombría y recóndita de la montaña detrás de la cual se anunciaba el amanecer. La lluvia había terminado hacía horas, pero quedaba el rocío. Sabía que hace poco había parido una tal Donata, la cocinera de una casa del vecindario. Se equivocó dos veces antes de dar con la dirección correcta, pero la tercera vez le abrió la puerta ella misma. Era una mujer titánica de labios carnosos, el busto enorme y la cara hinchada de vida; más maternal que nadie. Teresa mintió diciéndole que de su patrona no salía leche y, como vio que se mostraba renuente, ofreció pagarle una cifra exorbitante. Antes de irse a cuidar de sus haciendas, el coronel le había dejado dinero para los mandados, con eso podía ofrecerle buen dinero. Donata suspiró y repitió para sí el precio acordado. Luego, la hizo pasar a la cocina, en donde estarían cómodas, pues todavía faltaba más de una hora para que sus
Los dientes de la niña se prendían dolorosamente a los pellejos en el pecho de Teresa. Si no había podido parirla, por lo menos tenía que procurarle el alimento, pensaba. Gruesas lágrimas le caían sobre las mejillas. En realidad, para ella era como si la hubiera parido.
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patrones se despertaran y decidieran bajaran a desayunar. Le ofreció una silla y se sentó frente a ella. Después se sacó una teta del viejo camisón que la vestía y se pegó la boca de la niña al pezón, revolviéndose un poco sobre el asiento. Como si se conocieran de siempre, le contó que por esos días dos amigas suyas de la zona habían tenido hijos. —Es como si nos hubiéramos puesto de acuerdo —apuntó con una carcajada. Teresa no le prestaba atención porque comenzaba a sentir el cansancio de la jornada, que antes los nervios no habían permitido que se manifestara. Algo como el sueño comenzó a relajarla. Cuando estaba a punto de quedarse dormida, la niña clavó los dientes en el pecho rebosante de Donata, que profirió un alarido y la separó de su pezón con ímpetu. Atrás de la cocina se oyó el grito de otro bebé. La visión del enorme pezón sangrante de Donata espabiló a Teresa de golpe. No reaccionó hasta que tuvo a la niña en brazos y la otra la expulsaba entre un aluvión de palabras, con un dialecto incomprensible. Era india, como Teresa, pero de una tribu diferente, no venía de la selva, sino de la montaña. Aunque Teresa tres veces le aumentó el precio que ya habían concertado, Donata estaba furiosa e iba caminando hacia la salida. No tenía intenciones de devolverse. —Ni por todo el oro del mundo —contestó justo antes de darle a Teresa con la puerta en las narices. Teresa se quedó un rato mirando la puerta, desconcertada por la rapidez con que las cosas se habían resuelto para volver a enredarse. Luego tomó el rumbo hacia la pulpería. No había vuelto allí desde que el coronel se casó. Antes iba a ese lugar a comprar una golosina de queso y papelón llamada San Simón y Judá. La llegada de la patrona trajo tanto trabajo que nunca más había encontrado el tiempo para volver. En los dos años transcurridos desde su última visita, la pulpería había cambiado de dueños. En realidad, la dependienta de siempre se había casado con el nuevo dueño. Era esta mujer de la que Donata había hablado mientras intentaba darle de comer a la niña. La dependienta abrió la puerta con la cara nublada aún por las brumas del sueño, miró con desconfianza el bojote que era la niña y a la india que la llevaba en brazos, pero las dejó pasar. Sobre sus cabezas ya comenzaba a amanecer.
A la pulpería la dividía un mostrador hecho de listones de leña detrás del cual se extendían anaqueles llenos de cajas, botellas y bolsas que ocupaban el espacio de tal manera que ningún lugar, por más pequeño que fuera, se desaprovechaba. Sobre el mostrador había una pizarra verde que enumeraba las ofertas de la semana en tiza blanca. Ristras de ajo y cebolla colgaban de las columnas, dándole al lugar un olor desagradable. La dependienta señaló una de las sillas frente al mostrador. Mientras se acodaba, le preguntó por qué la madre de la niña no podía amamantarla y, como Teresa no le respondió, sino que incrementó el pago que ofrecía por alimentarla, le pidió que hablara con la verdad. —¿Qué tiene?, ¿está enferma? —añadió que la salud de su hijo era delicada y no estaba dispuesta a ponerla en peligro ejerciendo los deberes de otra mujer—. A doña Cecilia debería darle vergüenza mandarla a usted, a su edad, para que arregle el problema.
Dossier: Neofascismos
Accedió a darle leche, pero antes de sacarse el pecho separó los labios de la niña. Le bastó un vistazo para comprender. No dijo nada. La devolvió a los brazos de Teresa antes de salir del cuarto. Esta esperó con la expresión congelada el minuto que se tardó la dependienta en volver. Traía una caja de madera de donde sobresalían los picos de cuatro pequeñas botellas de vidrio. Dijo que se llamaban biberones «Robert». Los mandó a traer de Europa cuando salió en estado. Explicó se usaban para que los bebés mamaran solos. Un par de esas botellas contenían la leche que ella acababa de sacarse. En el resto, la leche era de vaca. Estaba diluida con azúcar y un jarabe para robustecer a los bebés, que tienden a perder peso durante sus primeros días. No alimentaría a la niña directamente de su pecho porque sus dientes podían lastimarla o contagiarla de la enfermedad que temía su madre. Pero no tenía problema con vender un poco de su leche. Eso sí: «en una botellita», enfatizó acariciando la mejilla de Teresa con el revés de la mano, para tranquilizarla. No podría darle más leche al día que la contenida en dos biberones: eso y lo de su hijo era mucho para ella, pero le informó que en el orfanato San Juan de Dios se podía conseguir algo llamado «leche maternizada». —A ese invento le debo la supervivencia de mi hijo; le tengo tanta fe como a Dios. Recomendó a Teresa que comprara en el orfanato tanta leche como necesitara porque eso ayudaría a la manutención de los huérfanos. Luego sacó una bolsa de papel en donde metió dos pequeñas mangueras y dos tetinas que, según dijo, calzarían perfectamente con las botellas. Recomendó hervirlo todo antes y después de su uso para evitar su corrupción. Tomó nota del precio en una libreta de cuentas y encajó la bolsa con su contenido entre los cuellos de las botellas. Añadió unas líneas a la nota y arrancó el papel de la libreta. Luego copió en una hoja nueva exactamente lo mismo. Una copia la guardó dentro de la caja del dinero y la otra la metió entre las botellas. —Cuando regrese el coronel, dile que me lo pague todo —dijo abriendo la puerta de la pulpería para dejarlas salir. Teresa volvió a casa con la niña para encontrarse a la patrona esperando en la cocina. Detrás de ella entró el mandadero medio adormilado que venía con la compra. El muchacho saludó a la señora Cecilia, pero ella no se inmutó. Teresa apro-
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Dossier: Cuento contemporáneo
vechó su distracción para ponerle a la niña en brazos. Luego buscó el sobre donde estaba el resto del dinero que dejó el coronel y tomó unas monedas para despedir al mandadero. No podía disimular la sonrisa mientras guardaba las botellas en la nevera. Fue por tanta alegría que cometió la imprudencia de decirle a la patrona que «había resuelto el problema». Le contó sobre la pulpería, los biberones «Robert» y la leche maternizada. Dijo que al día siguiente iría al orfanato San Juan de Dios para comprar la leche que hiciera falta a las monjas que lo regentaban. La palabra «orfanato» fue lo único en todo lo que Teresa dijo que pareció llamar la atención de su interlocutora. La miró por un rato y le preguntó si Donata o la dependienta sabían cómo bajar el dolor de pechos. Con sonrisa triste, la criada respondió que la patrona sabía cómo hacer eso. Pero por toda respuesta obtuvo una mirada vaga. Con un gesto cansado, como si le doliera cada parte del cuerpo, la patrona se levantó, depositando a la niña entre sus brazos. —En efecto, querida, has resuelto el problema. ¿Cómo no pensé antes en el orfanato? Mañana iremos juntas a ver qué podemos ofrecer a las monjitas —dijo la patrona, antes de abandonar la cocina con una sonrisa siniestra pintada en los labios Teresa se quedó sosteniendo a la niña dormida en su regazo. Estaba ahíta de leche, sonreída como la madre que la trajo al mundo. Teresa tenía una hija, al fin. Pero a ella no le salía una sonrisa. Las palabras de su patrona le resonaban dentro de la cabeza. Estaba segura de que no tenía la intención de comprar a las monjas leche maternizada ni de ningún otro tipo. Algo como el vacío se abrió dentro de su pecho. La atacaron los miedos de todas las madres del mundo. El cuerpo entero le temblaba del esfuerzo que hacía por no llorar. •
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Un instante que me marcó:
mi padre muerto me acechaba en sueños, hasta que ahogué su membrana amniótica David Keenan
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n Durham, en un puente situado a un costado de la cateexpuestos, su hermoso rostro mitad comido. Cuando papá murió, me dejó su amnios, o la membrana que envolvía su dral, el 11 de octubre de 2018, una voz salida del aire me cabeza cuando nació. Lo llamaba su gorro de la suerte y me compelía a ahogar a mi padre. contó que si tenías una membrana amniótica en tu poder o, La noche anterior había sido un divertido desastre. Mi primejor aún, si nacías envuelto en una, jamás podías ahogarte. mera novela, Memorial Device, había sido nominada para el De hecho, entre marineros supersticiosos premio Gordon Burn, y aunque no alguna vez hubo un gran tráfico de dichas gané, me fui de fiesta con mi editor Poco después volé a México membranas. Yo llevaba la suya conmigo y algunos amigos hasta muy entraa todas partes, cosida a una simple funda da la madrugada. Fue la noche más para trabajar en un libro. divertida de mi vida. Conforme cruzaba el Atlántico blanca con la letra D de Dad bordada, ateEstaba siendo aquejado por pesorada al interior de mi billetera. Al día siguiente de nuestra juerga del sadillas de mi padre, quien había tuve una maravillosa sensación premio Gordon Burn, perdí la membrana muerto seis años antes, en 2013, y de estar siguiendo el camino de mi padre. Estaba destrozado. La busquien regresaba a visitarme en sueños como zombi, con sus hermosos de mi padre quien, surcando qué en la mañana y ya no estaba. Le hablé trajes raídos y hechos harapos, su todas las aguas, ya había llellorando a mi editor, Lee. Pero cuando iba carne pútrida, sus brazos descomde camino a verlo en un bar, encontré la puestos sosteniendo sus órganos gado antes. Tenía la sensación membrana tirada fuera de la entrada del de que me toparía a mi padre hotel, milagrosamente, la funda con la letra D bordada. Seguramente llevaba ahí la por el mundo, en todos los noche entera. La levanté y la volví a meter en mi billetera. Pero algo no andaba bien. encuentros que estaban por 32
venir, más que en una reliquia muerta del pasado. Así que me lancé a encontrarlo, constantemente, en el futuro. Y así fue.
Fotografía cortesía de David Keenan
Caminé por las calles de Durham, aún llorando. Me detuve en el puente desde donde se contempla la catedral. Justo en ese momento una voz me dijo que tirara la membrana de mi padre al río. Me di cuenta de que debía dejarlo ir. Sin pensarlo demasiado, pero bañado en lágrimas y confundido, la arrojé por la orilla del puente y la miré mientras giraba, se arremolinaba y desaparecía en las aguas lodosas. Desde luego, me arrepentí de inmediato. Pero después me di cuenta, como un relámpago, ¡de que no podía ahogarse! Estaba ahora vivo en cada río del mundo. Poco después volé a México para trabajar en un libro. Conforme cruzaba el Atlántico tuve una maravillosa sensación de estar siguiendo el camino de mi padre quien, surcando todas las aguas, ya había llegado antes. Tenía la sensación de que me
toparía a mi padre por el mundo, en todos los encuentros que estaban por venir, más que en una reliquia muerta del pasado. Así que me lancé a encontrarlo, constantemente, en el futuro. Y así fue. Cuando estuve en la Ciudad de México, le pedí a amigos que me llevaran a extrañas concentraciones de agua; viejos y apestosos canales de desagüe en Coyoacán; grandes lagos; bañeras sucias llenas de agua estancada junto a puestos de tacos en Tijuana; el hermoso Golfo de California, donde lo vi una vez más, debajo de mí, en la espuma de las olas. Y mi padre no regresó más como zombi. Se me dio la gran lección de que nosotros, los vivos, debemos dejar ir a los muertos. Ellos están con su gente. Pero a través del amor rompen las ataduras de la tumba y vuelven a nosotros, así que comencé a preguntarme si de ahí proviene la idea de los zombis, de nuestra incapacidad de dejar ir a nuestros muertos. Así que lo dejé ir, a mi padre. Lo dejé sumarse a la masa de los muertos sin nombre. • Traducción de Eduardo Rabasa
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Where You Been
Wenceslao Bruciaga @distorsiongay 35
Cumpleaños
C
ada septiembre cumplo años. mañanas, cada vez son más las personas que cumplen años. Antes que nada, gracias a todos quienes se tomaron la Tuve un ex novio que se preparaba una taza de café espemolestia de teclear unas cuantas palabras de bondad y buecialmente para desearle feliz cumpleaños a cada uno de los nos deseos a través de cualquier plataforma de interacción contactos que le indicaba el algoritmo. Abría el traductor de humana. Lo digo de todo corazón. Google para desear feliz cumpleaños en mandarín, suajili y Recuerdo cómo en los tiempos de los teléfonos públicos polaco. Le pregunté si conocía personalmente a cada una de y los celulares análogos solía recibir llamadas telefónicas de las personas a las que les ponía frases como de tarjetas de amigos con los que reventaba en ese momento. Mi hermano Hallmark. Se encogía de hombros. La programación facey padres. Primos. Cuando fui mesero y un 28 de septiembookera le hacía sentir que de no hacerlo, era un usuario al bre caía en jornada laboral, nos íbamos a gastar las propinas que no le importaba los sentimientos. con los compañeros de turno hasta el Hace mucho que opté por que FaceNo preparé una taza de café ni book y otras redes sociales piensen lo amanecer. Aunque también lo hacíamos contesté personalmente cada que les de su chingada gana sobre mí. Lo en días de no-cumpleaños. Durante los primeros años de las redes sociales, ines- uno de sus mensajes pues he que quiere decir que mis posts deseando peradamente recordabas las fechas exac- ido renunciando al trabajo de feliz cumpleaños van disminuyendo. Por tas de nombres que no escuchabas desde las redes sociales y sus falsos ahí de pronto me encuentro con alguien la secundaria o los primeros semestres compromisos sociales. El con- y tengo la franqueza de ponerle algo. de la universidad. Parecía un misericortacto humano me parece debe Por favor, no tomen estas distracciones dioso avance de la tecnología. También como una afrenta personal. Las redes eran tiempos de pocos contactos. Al me- tener más respeto. Prefiero sociales nos obligan a inventarnos resenhacer una pedota milenaria en timientos que nada tienen que ver con la nos para mí. Resultaba fácil dejarles un mensaje bonito. Un regalo virtual. Acaso la que todos estén invitados, complejidad humana. un video de The Birthday Party cuando Pero como decía el pensador y crítiaunque Bukowski y Nick Cave Nick Cave ponía voz a una alarmante co musical Mark Fisher, interactuar en crean que son un hervidero de banda de postpunk cargado de miseraredes sociales se ha convertido en un bajas pasiones. Pero al menos bles referencias familiares. Si algo tiene trabajo por el que no somos remuneraestas provienen de personas el EP Hee Haw de The Birthday Party es dos. Un hábito laboral sin días de desde carne y hueso. Eso siemutilizar los lugares comunes de la fiesta canso. Parafraseando a Fisher, incluso pre será mejor que la histeria cuando vamos de fiesta, salimos de viaje como un caldo donde se cuecen todas las miserias humanas camufladas por la estimulada por avatares. o tenemos sexo, seguimos alimentando supuesta felicidad: «Los grupos de personuestras redes sociales con alguna acnas en las fiestas son tan repugnantes: toda su envidia y petualización con la que se beneficiará alguna marca. Y por la queñez y engaños afloran. Si quieres saber quiénes son tus cual no recibimos ni un dólar. amigos puedes hacer dos cosas: invitarlos a una fiesta o ir Así que una vez más, gracias por todos sus mensajes. a la cárcel. Pronto descubrirás que no tienes amigos», decía Una vez más, lo digo de todo corazón. No preparé una taza Bukowski. de café ni contesté personalmente cada uno de sus mensaA lo que voy es a que en esos años no había ansiedad jes pues he ido renunciando al trabajo de las redes sociales social por acumular seguidores o likes. Suena como si estuy sus falsos compromisos sociales. El contacto humano me viera hablando de disquetes o cualquier tecnología obsoleparece debe tener más respeto. Prefiero hacer una pedota ta, pero hablo de lo que sucedía hace siete u ocho años a milenaria en la que todos estén invitados, aunque Bukowski lo mucho. y Nick Cave crean que son un hervidero de bajas pasiones. Creo que no soy mamón con quienes me mandan soliciPero al menos estas provienen de personas de carne y huetudes en Facebook. Acepto por cortesía. Pero de un tiempo so. Eso siempre será mejor que la histeria estimulada por para acá, cuando abro el Face por primera vez durante las avatares. Y siempre hay un momento de camaradería real. O hacer eventos interesantes como los que hace Sexto Piso con sus aniversarios. No soy hipócrita, sigo posteando de vez en cuando. Generalmente porque a mi hedonismo le falta serotonina. Pero he descubierto que el porno me ofrece la misma satisfacción inmediata.•
Qué carajo es la teoría queer
y por qué importa tan poco Nuria Alabao Primero fueron las calles
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El contexto social es el Estados Unidos conservador de la época Reagan en un ambiente de desmoralización social y unos movimientos lgtb en ebullición, donde la pandemia del sida está provocando una masacre. El grupo Act Up surgió entonces —1987— como Sobre «la Teoría Queer» reacción contra la indiferencia frente a la crisis sanitaria pero también contra uién nos iba a decir que «la Teoría lo más importante es enunos movimientos lgtb que discriminaQueer» acabaría en un argumentatender que en su origen ban a los enfermos y tampoco parecían rio del psoe o llegaría a los programas de muy interesados en cambiar la sociedad. debate de televisión. La extrema derecha era inseparable, o incluso Como explica Javier Sáez, distanciándoy los fundamentalismos cristianos hace iba por detrás, de las luse de ambos extremos, Act Up rompía tiempo que han construido a su alredecon la línea asimilacionista, de «buedor un fantasma destinado a alentar los chas queer. Para cualquier nos chicos» de muchos de los grupos de pánicos morales —sobre la educación de pensamiento que se diga derechos civiles tradicionales que abolos niños, o alrededor de las identidades gaban por una integración en el orden trans— y cuya función es movilizar a sus destinado a cambiar el huestes. Lo novedoso es que el feminis- mundo, lo esencial es cómo social negociando cuotas de poder. El movimiento lgtbi, alejándose de la ramo esencialista —ahora convertido en dicalidad de sus orígenes, se estaba conideología oficial del psoe— haya com- cuaja en prácticas políticas virtiendo en un movimiento identitario prado buena parte de este argumentario y movimientos sociales, la del mainstream muy centrado en la creay esté dando legitimidad a un discurso destinado a negar los derechos que la academia siempre va detrás. ción de barrios que integraban únicamente a través del consumo y cada vez onu promueve desde hace tiempo pamás vinculado con las estructuras de poder. ra las personas trans. Mediante esta complicada operación Como explica David Berna, mucha gente se quedaba fueideológica se oponen pues a las propuestas de ley que hay en ra de esta propuesta. Una multitud que no encajaba con la discusión ahora mismo, que quieren la despatologización de imagen del movimiento: las lesbianas que no se sentían rela condición trans: que no obligan a hormonarse u operarse, presentadas por lo gay ni por el movimiento feminista y sus ni a tener un diagnóstico médico para poder cambiar de nomdemandas liberales, las trabajadoras sexuales y las personas bre y sexo en el dni. trans, los chicanos, las afrodescendientes, los cojos, y sobre Sobre «la Teoría Queer» lo más importante es entender que todo, los gays pobres, precarios, las excluidas. Una serie de en su origen era inseparable, o incluso iba por detrás, de las luseres raros que nunca podrían ser las nueras y yernos soñadas chas queer. Para cualquier pensamiento que se diga destinado por nadie. Gente que simplemente no quería ser normalizada a cambiar el mundo, lo esencial es cómo cuaja en prácticas poni asimilarse a una sociedad que ven injusta, un pozo de infelíticas y movimientos sociales, la academia siempre va detrás. licidad para la mayoría. Así surge el activismo queer, uno de los primeros y más fuertes movimientos sociales antisistema y anticapitalista, como movimiento de gente que no encaja. (Queer significa raro, abyecto.)
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Fotografía de Gerhard Lipold
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Estos movimientos, desde su origen y hasta hoy, también en nuestro país, no solo hablan de sexo, identidad, género y prácticas sexuales, sino también de pobreza, diversidad funcional, o de salud, de inmigración, fronteras, consumo… Sus prácticas se adaptan a los contextos y los conflictos locales. Así, colectivos queer como Black Laundry en Israel luchan activamente contra la ocupación de Palestina, mientras que en Madrid el Orgullo Crítico denuncia la situación de las personas migrantes lgtbq o lucha por el derecho a la vivienda.
¿Pero no decías que ibas a explicarnos la teoría?
Estas teorías —habría que nombrarlas en plural— se han desarrollado en la intersección entre feminismo y luchas lgtbq, uniendo esos dos ámbitos —como hace la práctica política queer y el feminismo más de base—. Aunque confieso que sí entiendo bien las acciones rabiosas de Act Up o Queer Nation —por ejemplo su apuesta por la desobediencia: robar en supermercados para financiar medicamentos o conseguir comida para los enfermos—, una buena parte de la filosofía queer producida desde el ámbito académico me parece extremadamente difícil y, también en ocasiones, creo que se ha separado de las luchas a las que debería de acompañar. Lo que más parece molestar tanto al feminismo esencialista como a la Iglesia de estas elaboraciones es la «desnaturalización» del sexo, la crítica que hacen algunas teóricas queer
a la diferenciación radical entre naturaleza y cultura. Se dice que el sexo no es natural en el sentido que la ciencia también construye una interpretación de los rasgos biológicos. Pero que sea construido no significa, por supuesto, que no tenga consecuencias materiales, todo lo contrario. Lo mismo sucede con la raza. Por supuesto, lo queer no dice que no existan características sexuales biológicas, sino que ordenar estas características del cuerpo en dos únicas categorías es una construcción sociopolítica. En este sentido, el sexo se ordenaría más como un espectro que como dos polos opuestos. No dicen en ningún caso que el sexo no exista, ni que no haya diferencias entre cuerpos que pueden gestar y cuerpos que no, pero lo que hacen las distintas sociedades con esas diferencias es profundamente político. Lo que hay de fondo es un intento de radicalizar el feminismo, de desencializarlo: no, no hay nada «natural» en ser mujer y por tanto, nada significativo que las diferencie de las que se sienten mujeres o desean serlo aunque hayan nacido sin va-
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gina. Y desde luego, nada que impida al feminismo establecer alianzas amplias con otros sujetos oprimidos. Así, lo que hace la teoría queer —como el activismo queer— es intentar abrir huecos a mayores ámbitos de libertad para autodeterminarse. Para ello, retan las imágenes sociales de las maneras estándares de Así, lo que hace la teoría ser gay, lesbiana o bi, hombre o mujer e incluso trans, y tratan de abrir puer- queer —como el activismo tas para que tengamos más opciones. Y queer— es intentar abrir no, no niegan lo material; precisamente el activismo queer, al menos el de base huecos a mayores ámbitos —y el menos identitario— introduce de libertad para autodeterla cuestión de clase o de la raza y lucha todas, porque se basa en que solo lleguen desde ahí; pensemos por ejemplo en las minarse. Para ello, retan pioneras Martha Johnson y Sylvia Ri- las imágenes sociales de las unas pocas y muchas otras se queden por el camino. Entre ellas, claro, las trans, vera en las protestas de Stonewall Inn, con quienes no se quiere compartir las maneras estándares de ser dos mujeres racializadas, trans, trabadel feminismo. Casi como si jadoras del sexo. gay, lesbiana o bi, hombre conquistas ser mujer fuese un privilegio: «Somos un En lo queer hay también una crítica grupo oprimido, estamos cómodas en o mujer e incluso trans, y al feminismo esencialista como polítinuestra condición de víctimas y consica identitaria, al feminismo que opera tratan de abrir puertas para deramos las políticas públicas feministas bajo la premisa de que todos los homque tengamos más opciones. como privilegios que no queremos combres son de una forma, y las mujeres de partir con otras que están peor». otra y victimiza a las segundas. Judith Butler también hizo una crítica al feminismo mainstream que La confluencia de luchas no es «asume, fija y limita a los propios “sujetos” a los que espera un debate abstracto representar y liberar». Para Wendy Brown, las consecuencias De la discusión teórica queer, lo más interesante pues, es un de estas políticas que se basan en la creación de una identicuestionamiento del sujeto político. Un reto importante y que dad —en este caso la de «mujer»— cuando no se acompañan está presente en el debate feminista hace décadas. No es que de una crítica al capitalismo, es que, al final, lo que acaban se «desdibuje» a las mujeres, es que se amplía la posibilidad pidiendo es su inclusión en la estructura social tal cual es. O de hacer alianzas entre distintas luchas para un feminismo sea, se agrupan como una identidad que se compara con un que exige profundas transformaciones sociales. Quince mil ideal: el de varón, blanco, burgués que estaría en la cúspide. La personas salieron a la calle hace poco en Nueva York bajo política que se deriva de ello es la de pedir al Estado medidas el lema «Las vidas trans negras importan» —en Hollywood, que las acerquen al nivel de vida de este ideal que «representa veinticinco mil— para protestar por el asesinato de dos muoportunidades educativas y laborales, movilidad ascendente, jeres. Precisamente, como explica Keeanga-Yamahtta Taylor, relativa protección contra la violencia arbitraria y recompenel movimiento Black Lives Matter ha sido impulsado de forsa en proporción al esfuerzo». Pero en este ideal no cabemos ma transversal por colectivos lgtbq y protagonizado ampliamente por feministas negras. Este movimiento, según Taylor, articula una nueva política de clase que ya no es la de las «políticas de identidad», donde colectivos oprimidos demandaban al Estado su integración o el respeto de sus diferencias, sino que cuestiona la propia organización social y se propone transformarla para que sea más justa para todos. Es una política donde importa la clase. Eso es, en parte, lo más importante que nos jugamos en esta discusión. El feminismo esencialista más conectado con el poder dice que la Teoría Queer «desdibuja a la mujer», pero lo que en realidad dicen es que desdibuja a un cierto tipo de mujeres que han llegado o pueden llegar. O en otras palabras, saca del centro de la política feminista a ciertas mujeres de cierta clase social y sus problemas de techo de cristal. Les oímos decir que el feminismo va de igualdad, no de justicia social. Eso clarifica muchas cosas.
Otras feministas esencialistas que no serán nunca diputadas ni tendrán una cátedra en la universidad se agarran a estos discursos como lo hacen otros a las teorías de la conspiración de todo tipo: porque proporciona una causa, da un sentido moral y casi épico de su lugar en el mundo, en un mundo que se tambalea. Es suficiente pasearse por redes un rato buscando los argumentos para descubrir esos paralelismos: la Teoría Queer —inventada y fantasmática— como conspiración «para borrar a las mujeres». Judith Butler, las mujeres trans, Soros y quizás pronto, el propio Bill Gates. Las críticas que se están empezando a dar desde una izquierda de ámbito comunista con su nostalgia del sujeto político obrero también tienen algo que ver con los fantasmas y las idealizaciones. Con la nostalgia de un sujeto obrero que no existe, al menos como lo imaginan. La clase trabajadora hoy está hecha de un inmenso precariado formado principalmente por mujeres y migrantes, y por no pocos gays, lesbianas, trans y personas racializadas. Para otras, las que tienen espacios de poder, estas son las bases que conviene agitar en este momento. (Para el psoe, además, parte de su lucha contra Podemos). No es baladí que, en medio de una crisis de cuidados brutal y en los albores de una crisis económica cuyas consecuencias sufriremos durante años, estén convirtiendo en la discusión central del feminismo estas cuestiones. Si ante este presente incierto eres
Próximamente…
39 capaz de posicionar esto como preocupación es que jamás tendrás problemas para pagar el alquiler. Por tanto, esta no es solo una batalla ideológica, aquí el feminismo esencialista se juega una defensa de su posición social. Esta es pues una cuestión de clase. La Teoría Queer, por tanto, importa poco, para muchas es parte de una lucha por el poder: quien tiene el poder de decir qué es el feminismo —quién está dentro y fuera y cuáles son sus contenidos— tiene acceso a su capital político. Estar discutiendo sobre la Teoría Queer, a menudo sin haber leído ni medio párrafo, es una manera de distraernos de los problemas que tienen las propias mujeres, en un momento tan crucial como el vivido durante la pandemia y las medidas de confinamiento. Lo que hay de fondo en el ataque a las personas trans es una guerra al feminismo de base, buena parte de él anticapitalista, que ha ocupado el centro del escenario con las grandes manifestaciones del 8M y que ahora quieren devolver a los márgenes. Es decir, un ataque al movimiento de carácter asambleario, muchas veces con fuerte componente antiestatal, antirrepresivo, que piensa que la lucha feminista es la misma que la lgtbi, más capaz de alianzas transversales con otros movimientos —también con el de trabajadoras sexuales— y que tiene más que ver con lo queer que con el feminismo institucional. •
José Hernández · @monerohernandez
Desde los zulos
Dahlia de la Cerda @Dahliadelacerda
Me compré un boleto a la v…
E
ste será un texto de tipo más personal y de desahogo. al encabronamiento. Estoy muy encabronada, con mucha Es un texto simplemente para quejarme. Escribo esto gente por razones bien distintas, algunas parecidas, pero desde el autoexilio. Son las 12:48 de la madrugada y mis gaque en conjunto hacen que yo no pueda sentir otra cosa que tos pelean en el sillón de al lado. Escribo a esta hora porque rabia. Estoy enojada con mucha gente por razones personami carga laboral no me permitió escribir en otro horario. les, pero también con el feminismo, el activismo y la defenHoy fue un día especialmente pesado. Por la mañana di dos sa de los derechos humanos como colectivo. talleres de derechos sexuales y reproductivos en comuniPongo en contexto. Hola, me presento soy Dahlia y adedades rurales, luego hice trabajo admás de escribir soy activista y, a veces, ministrativo como listas de asistencia Se imaginan decirle a una morri- una vez al año, me toca dar talleres de y memorias sobre estos talleres, luego ta de quince años que, aunque derechos sexuales y reproductivos en estuve en una reunión sobre una camsu esposo de dieciséis años tra- las periferias por parte de las Estrategias paña para combatir los fundamentaNacionales Para Reducir los Embarabaja doce horas, no ajusta para zos Adolescentes. Y en este periodo me lismos religiosos, contesté mil mails, la leche y pañales, que el proble- pongo inmamable; sí, más. Los talleres, hice una propuesta para un fondo de ma es «la heterosexualidad obli- los talleres me ponen especialmente inactivistas, edité mi sección de noticias internacionales. Y aquí estoy. Estolerante, al grado de que prefiero tener gatoria». La audacia feminista. cribiendo esto de madrugada. Quizás O a la morrita de dieciséis años contacto cero con la gente porque me otro gallo me cantara si ayer no hubie- que está feliz con su embarazo y siento incapaz de escucharlos sin que ra tomado la decisión de irme al tianorganiza su babyshower que lo se me descontrole el border y decir: tus guis de «Los Muertitos» a mamarme problemas son puras perras mamadas. toda la quincena en comedera frita con piense bien, porque «seguro su Y es que imaginen tener tres alumnas de bebé es producto de una viola- quince años que están ejerciendo la mamanteca, calaveras de barro, de azúcar y de chocolate. Pero me ganó la vagan- ción». La audacia feminista. ternidad en condiciones de precariedad cia bajo la excusa del derecho al ocio. y violencia adulto-centrista y entrar a las Hace un par de días mandé mensajes a varios de mis conredes a leer puros pinches reduccionismos y moralismos sotactos y puse un anuncio en mis redes sociales personales bre la sexualidad de las juventudes, por ejemplo, que «todo avisando que me daría un break lejos de todo; de todo sigembarazo adolescente es producto de agresiones sexuales». nificaba en realidad «de algunos de ustedes». Pedí que se Leí durante semanas a mujeres adultas discutiendo sobre si respetara mi derecho a no ser contactada, salvo por mail. los adolescentes deben o no tener relaciones sexuales, sobre Dado que tengo trastorno límite de la personalidad me son que «todo coito es violación», sobre que «lo verdaderamente recurrentes las crisis graves de salud mental, pero también radical es criticar la heterosexualidad». Se imaginan decirle tengo periodos muy buenos, como en este momento, en los a una morrita de quince años que, aunque su esposo de dieque pese a todo no me dejo arrastrar por la tristeza. Muciséis años trabaja doce horas, no ajusta para la leche y pachas personas pensaron que mi exilio era por una recaída y ñales, que el problema es «la heterosexualidad obligatoria». no respetando mi petición me buscaron para preguntar en qué me podían ayudar, pero mi autoexilio, aunque sí es por salud mental, no es porque tenga una crisis más allá de las que tengo todos los días propias de ser border. Que hoy te amo y mañana te odio, que en la mañana me siento una bichota y cuidado que con el culo mío te topes y en la noche me siento la peor escoria sobre la tierra. Esta vez no es como otras veces que en el imss me quieren mandar a internar al centro de salud mental de Zapopan, Jalisco, porque en Aguascalientes no hay. Estoy estable, tan estable como se puede ser siendo border. Mi autoexilio obedece sobre todo
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La audacia feminista. O a la morrita de dieciséis años que embarazo adolescente el mal trato que reciben. Luego entro está feliz con su embarazo y organiza su babyshower que a redes y veo a los pueblos wokes sentir que están cambianlo piense bien, porque «seguro su bebé es producto de una do el mundo a tuitazos y siento la cara caliente del coraje. violación». La audacia feminista. La discusión a raíz del ultrasonido a una joven de quince Las discusiones bizantinas, como dijo una morrita de la años realizado en una marcha Pro-Vida desató una conversecundaria de Pintores Mexicanos: alejadas de la realidad, sación inmamable sobre las sexualidades de las juventudes. me tienen harta. Pero no solo es eso, es también que me No voy a decir que las feministas cada día son más consercaga y me tiene bien cabreada que los problemas de las fevadoras porque hay una rama del feminismo que siempre ha sido conservadora, que siempre ha pactado con la derecha. ministas blancas y ricas lo devoren todo, lo absorban todo. Leí decenas de comentarios de feministas conservadoras Leer los problemas de las feministas blancas, como «el boque están lejos de la realidad, se nota, rrado de las mujeres» y luego leer los en serio se nota, que no solo tienen problemas de las morritas de las peSí, sí. Sé que las morritas no riferias como perder a sus bebés por deberían ni siquiera embarazarse, sus cabezas metidas en el culo, sino violencia obstétrica atravesada por el ni parir. Sí. De hecho, mi compro- que solamente son feministas a nivel enunciativo, como performance, como racismo, el clasismo y el adultocentrismiso con la justicia reproductiva identidad, porque basta andar a una mo, me pone muy triste, me irrita, me emperra. Leer todos los días los proble- incluye reducir los embarazos no secundaria de la periferia y hablar de sexualidades para darte cuenta de que mas de mujeres que están entre las que planificados y no deseados por más tienen y luego leer a las morritas contextos de violencia, inequidad los y las jóvenes cogen, nos guste o no. que menos tienen que «jamás quieren o falta de acceso a derechos. Pero, Y que lo hacen en condiciones muchas veces de poca seguridad, porque en volver a experimentar la maternidad a diferencia de muchas feminislugar de compartir conocimientos soporque su bebé murió hace apenas seis tas yo no vivo en una burbuja meses» y estar convencida de que ese bre cómo reducir riesgos y daños, hay bebé estaría vivo si esa morrita hubiera feminista. Yo vivo en una realidad feministas que dicen: ¿alguien puede material donde las adolescentes pensar en la heterosexualidad obligatenido una comunidad feminista dispuesta a arroparla. Pero esa comunicad se embarazan. Por equis, por ye. toria? Sí, sí, ya te vimos. feminista está ocupada peleando por El embarazo adolescente ha sido Pero se embarazan. Y si deciden quién tiene la teoría más larga o alaampliamente problematizado por las llevar a término ese embarazo implicaciones que tiene para la salud bando las maternidades blancas. viven un chingo de violencias y emocional, porque representa El 50% de los morritos con los que porque el embarazo adolescente física un problema de salud pública respectallereo no pasa de los diecisiete años y ya trabajan en oficios propios de opre- es problematizado desde el estig- to a las muertes maternas y porque ma, desde el pendejeo. afecta los proyectos de vida de las jósores como «albañilería» y «agricultura». El 50% de ellos es usuario en vías venes. Pero, después de hablar y hade uso problemático de cristal, se salen de mis talleres a blar y escuchar y leer a juventudes de las periferias tengo darle al foco. Me piden que les lleve talleres de barbería o de la sospecha de que muchas de las violencias que viven las tatuajes porque quieren aprender otros oficios, para no abuadolescentes embarazadas suceden porque el embarazo es abordado desde el mundo de los adultos y contaminado por rrirse y no estar pensando en las drogas. Nos piden condoel feminismo más fundamentalista. Muchas morritas me nes porque en el Centro de Salud los «servicios amigables» han contado que ellas sintieron que vivieron violencia obsson amigables, pero con sus papás, y les cuentan que sus hijos fueron a solicitar consultoría. Las morritas piden estétrica y que tuvieron complicaciones con sus embarazos porque las y los médicos las estaban castigando por embaracuelas para padres porque ven como un factor de riesgo del zarse jóvenes, un «ándele, por pendeja, ahora que le duela». Que son regañadas en cada consulta por embarazarse tan morras y que muchas veces prefieren ya no asistir. Que no son atendidas buscando que sus embarazos y partos sean seguros, dignos y amorosos, sino en el castigo por «abrir las piernas y no cuidarse». Esto sucede en mujeres adultas, pero en las jóvenes hay un triple castigo: por ser jóvenes, por ser precarizadas y por ser mujeres. Sí, sí. Sé que las morritas no deberían ni siquiera embarazarse, ni parir. Sí. De hecho, mi compromiso con la justicia reproductiva incluye reducir los embarazos no planificados y no deseados por contextos de violencia, inequidad o falta de acceso a derechos. Pero, a diferencia de muchas feministas yo no vivo en una burbuja feminista. Yo vivo en una
realidad material donde las adolescentes se embarazan. Por equis, por ye. Pero se embarazan. Y si deciden llevar a término ese embarazo viven un chingo de violencias porque el embarazo adolescente es problematizado desde el estigma, desde el pendejeo. Los talleres que doy están enfocados a reducir los embarazos adolescentes y aunque cada vez los temas institucionales son más innovadores, siguen, desde mi juicio, pensados desde el adultocentrismo. Empezando por el hecho en que problematizan el embarazo adolescente desde una perspectiva estigmatizante. Cada grupo con el que trabajo es cada grupo en el que tengo que modificar los contenidos, incluyendo los contenidos que tenemos en Morras Help Morras para nuestros talleres, porque siempre tengo adolescentes que ya son madres o están por serlo. Y problematizar el embarazo adolescente así nomás, las hace sentirse abyectas. En Morras Help Morras asumimos que el embarazo adolescente es algo que sucede y que seguirá sucediendo porque hablar solo de condones y prevención no
sirve, entonces, basándonos en lo que las y los morritos con los que trabajamos nos dicen, hablamos de «embarazo no planificado en adolescentes» y este puede ser «no deseado» o «deseado». Es un hecho que la gran mayoría de embarazos en adolescentes no son planificados, pero incluir palabras como «no planificados» o «no deseados» reduce el estigma para las y los jóvenes que ya son padres. Les hablamos de cómo prevenir «embarazos no planificados» y de las implicaciones que puede tener para su proyecto de vida atravesar por uno. Les decimos las opciones que tienen para un embarazo no deseado, es decir, el aborto. Pero también les hablamos de sus derechos a la hora de gestar, parir y maternar. Cada morrita y cada morrito saben cómo prevenir un embarazo no planificado, qué hacer en caso de embarazo no deseado y cuáles son sus derechos a la hora de decidir llevar a término, parir y maternar. También hablamos de reducción de riesgos ante las infecciones de transmisión sexual, de las infecciones de transmisión sexual desde una perspectiva amorosa. Les damos información para que sepan cómo prevenir, pero también para que en caso de vivir con una
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infección de transmisión sexual exijan tratamiento medico y acompañamiento desde el amor, la ternura y la empatía. Y que sepan cómo acompañar desde el amor, la ternura y la empatía. Suena a un trabajo hermoso. Y lo es. Pero las condiciones en las que damos estos talleres, las condiciones de las y los adolescentes con las que trabajamos no lo son. Son juventudes que sobreviven al rezago educativo, a la precariedad, al uso problemático de cristal, al abuso por parte de sus padres, a la violencia y la criminalidad. Y hablar de prevención, reducción de daños, amor, empatía, no es suficiente. Sé que no soy la única que regresa a su casa a llorar, llena de desesperanza porque son jóvenes con todo en contra. Porque su realidad no se va a modificar con las buenas intenciones de unas cuantas. Porque a la mayoría de las que se dicen feministas no les interesan las mujeres, les interesa que su drama personal sea político, llorar y que otras les sequen las lágrimas, demostrar que sí están oprimidas para ganar en las olimpiadas de la opresión, pero no otras mujeres. Si les interesaran las mujeres en lugar de estar chiga y jode con mamadas como «googlea a Andrea Dworin» o «Nos
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están borrando» o «huy una ya no puede hablar de mujeres» estarían gestionando talleres de oficios como barbería, aplicación de uñas y pestañas y fontanería para que las morritas tengan opciones de emancipación y no vean como única opción embarazarse y juntarse con su vatito para huir de la violencia familiar, gestionar ludotecas para que los cuidados recaigan en la comunidad y no en las morritas y morritos, aborto seguro, prevención de violencia obstétrica, maternidad digna, menstruación digna, prevención de violencias sexuales, hablar de its sin estigma, en fin. Mil problemas, mil posibilidades de accionar, pero «nos están borrando». Hubo un brote de covid en algunas escuelas y terminaremos los talleres en modelo online. Y mientras vengo de regreso a casa veo cómo los problemas de las feministas blancas lo devoran todo, cómo fulanita se hace la víctima y llora en el piso acusando a todo mundo de misoginia porque le señalan su discurso de odio, veo a las feministas anti-derechos sacar para todo la carta de la misoginia, de la opresión, del patriarcado y cómo sus dramas pendejos lo devoran todo, y me emperro. Las leo tuitear con la audacia feminista de «Decir que hay embarazos adolescentes deseados es aprobar la pedofilia», «Nadie debería coger antes de los veinte años», todas compitiendo por quién es la más radical, la que va más a la raíz, pero la raíz siempre es el pensamiento mamerto, y nunca la calle, el barrio, la periferia, la realidad material, lo que realmente afecta a las mujeres. Váyanse a la verga, me tienen harta. •
Cintia Bolio · @cintiabolio
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Psicología de la disolución
Judas Glitter