13 minute read

La casa

Next Article
Desde los zulos

Desde los zulos

José Ardila

Aveces, mamá habla sobre tiempos muy lejanos cuando la casa no era tan chiquita. Dice que el viento se colaba no sé por dónde, que merodeaba y gemía durante horas antes de encontrar un escapadero. Y mamá silba tratando de imitar el viento y pregunta: –¿Recuerdas? Y yo digo: –Claro. Y ella dice: –Qué bueno. Y no nos dirigimos la palabra hasta la noche del otro día. No me gusta hablar de esos tiempos lejanos cuando la casa no era tan chiquita. Me viene esta sensación de poder recorrerla en miles de zancadas y, por lo extraña, para no morirme de la piedra, prefiero creer que se trata del coletazo de un sueño hermoso. Después de la muerte de papá, la casa se convirtió en un misterio inacabable. De repente, esos cuartos vacíos de toda la vida demandaban que fueran explorados. Y por un buen tiempo fuimos solo mamá y yo en aquellas aventuras de polvo y bichos y baúles viejos. Entonces vino la abuela. Llegó de visita una mañana y decidió quedarse porque no era sano que mamá viviera sola en esta casa tan enorme. –No está sola –dije.

Advertisement

Pero a ella le importó un carajo.

Se fue mudando de a poquitos. Iba y volvía con una prenda de ropa o un mueble distinto cada tanto y, cuando quise darme cuenta, la casa ya estaba plenamente colonizada por ella y por sus cosas. –¿Cuándo se va? –le pregunté a mamá. –No se va –dijo. –¿Por qué? –No es sano que viva sola en esta casa tan enorme.

–No estás sola –dije.

Y mamá pegó la taza del café a su boca, ancló sus ojos en el fondo de la taza y estuvo así hasta que yo cambié de tema.

Dos meses después, la abuela creyó tener la suficiente autoridad para traer el primer gato. No pasaron quince días para que adoptara el segundo ni veinte para el tercero. Y así, al cabo de un año, la casa se había transformado en una densa maraña de maullidos.

La tía Doris, al ver que el asunto de los gatos se había salido de control, decidió también que era hora de mudarse. –Estás muy vieja, mamá –le dijo a la abuela–. Y vos, Irma, no es sino que te mirés en un espejo. No es posible que dos mujeres solas den abasto con esta casa tan enorme. –No están solas –dije.

Pero la tía Doris, que puede ser menos discreta que la abuela, no tuvo ningún reparo en regañarme por meter la cucharada en conversaciones de mayores.

Al otro día, arrastró consigo a sus tres hijos, una enorme coneja blanca que tenía como mascota y un camión repleto con todas sus cosas de familia medio acomodada.

Debido a las mudanzas, cada estancia de la casa se convirtió en un collage de tres imágenes distintas. Aquí, un mueble centenario heredado de la familia de papá; allá, una poltrona fucsia comprada por la tía Doris y, a un lado, una silla con el relleno visible de la que la abuela se negaba a deshacerse. La sala de recibo, por ejemplo, había adquirido la apariencia de una colcha de retazos. Y mis primos se fueron encargando de estropear todo con una eficacia abrumadora. Entre tanto, si bien la tía Doris logró evitar que la abuela adoptara un gato más, los que habitaban la casa habían comenzado a reproducirse entre ellos desde hacía un tiempo. Uno oía el estrépito de apareamiento y meses después los gaticos se paseaban por la casa demandando sus raciones de comida.

Una vez que la tía Doris se instaló completamente ya no fue necesario mantener las apariencias y yo debí volver a encargarme, como siempre, de hacer las rondas por las estaciones de los gatos. Dejaba el concentrado, cambiaba el agua, me llevaba los animales muertos y limpiaba las porquerías más visibles. Terminé pasando más tiempo con los gatos que en cualquier otra actividad de mi vida. De manera que algo cercano al cariño empecé a sentir por aquellos animales. Cuando no estaba con ellos, me atrincheraba en mi cuarto a leer o a escribir o a mover la cama de un lado a otro. Diciembre me llegó como una sucesión de risas y cánticos venidos de más allá de las lejanas escaleras. Evité en lo posible cualquier contacto con esa gente extraña. Y a veces, mientras me ocupaba de los gatos, debía oír las conversaciones secretas de mamá y la abuela y la tía Doris sobre la soledad que padece una madre cuando tiene que ocuparse de un muchacho que no hace más que apilar rarezas.

Me gusta decir que me ocultaba en mi habitación, pero lo cierto es que nadie estaba dispuesto a emprender la búsqueda.

Sin embargo, todo estuvo más o menos tranquilo hasta el invierno de mayo siguiente. Las lluvias arrasaron con buena parte de las casas en la ribera del río, y las familias de cuatro primos de mamá se encontraron, de un momento a otro, sin un techo donde pasar la noche. Así que mamá, aconsejada por la abuela, abrió las puertas de la caridad y los invitó a quedarse en nuestra casa hasta que la situación mejorara.

La situación mejoró.

Pero nadie quiso irse, desde luego.

Entonces a la tía Doris le pareció que los gatos se habían vuelto insostenibles. Pero, como eran tantos y tan hábiles en los vericuetos de la casa, prohibió que les diera de comer con el fin de que buscaran rumbo por su cuenta. Yo hubiera preferido aplicar esa estrategia con los primos de mamá en vez de con los gatos, pero no había nada que pudiera hacer contra las órdenes categóricas de mi tía. –Esta casa es demasiado grande –dijo mamá–, ¿qué puedo hacer yo sola en esta casa tan enorme? –Que no estás sola, ¡carajo! –dije.

Y mamá cerró los ojos y comprendí que se había hecho la dormida.

Pero la estrategia de la tía Doris estaba equivocada. Por un lado, tenía las reservas suficientes para alimentar a los gatos por dos semanas más, y por otro, que se acabara el alimento no significaba que los gatos estuvieran obligados a marcharse. La tía Doris conocía poco del espíritu ranchado de los gatos. La casa era una gran fuente de bichos comestibles. Y en el peor de los casos, la guarida perfecta a la cual volver después de una extensa noche de cacería.

Una de las primeras víctimas fue la enorme coneja blanca de mi tía. Oí el grito de mi primo, el menor. Y luego el de la tía Doris. Y el de la abuela. Y el de mamá. Y un estrépito de voces y cosas y maullidos. La coneja era tan grande, que los gatos más viejos organizaron una cuadrilla de seis para cazarla. La despedazaron en un minuto y se perdieron, impunes, en las múltiples oscuridades de la casa.

La tía Doris, con escoba en mano, les declaró la guerra frontal desde ese preciso momento y para siempre. Organizó a sus hijos. Les dio instrucciones precisas de batalla. Y la abuela, enérgica –pero sobre todo avergonzada–, se convirtió en la principal aliada en aquella lucha contra los que, para estas alturas, consideraba engendros demoníacos. ¡Pero era tan agotador!, ¡y eran tantos los gatos y tan ágiles!, ¡y tan enrevesada esta casa vieja con tantos posibles escapaderos!... En unos días, la tía se vio obligada a concluir que había cosas más importantes de qué ocuparse, y no teniendo que alimentarlos, desde cierta perspectiva, podía considerar que se había salido con la suya. La abuela, por su parte, aburrida con su mucho tiempo libre, juró ante Dios y la Virgen y los ángeles morir antes que caer en el pecado de rendirse. Paralelamente, los primos de mamá se fueron sintiendo tan cómodos en la casa como en sus propias tierras de las riberas del río. Pronto delimitaron territorios. Dijeron: De acá hasta acá es mío. De allá hasta allá es tuyo. Y se dieron las manos. Y prometieron respetar el acuerdo establecido. Y levantaron muros de triplex para evitar cualquier roce innecesario. Y se las arreglaron para sembrar en materas y cajones toda clase de hortalizas y plantas cosechables. Hablé con mamá, le pedí que hiciera algo. Le dije: –Hacé algo, mamá. –Con qué –dijo ella. –Con esto... ¡Con esto, maldita sea! –¿Con qué? –dijo ella. Y ya no quise insistirle más. La casa ahora era una multiplicidad de casas. Desde cierto punto en la primera planta, sus cuatro pisos tenían la apariencia de una gigantesca pajarera improvisada. Y en la sala de recibo, como los riachuelos en la corriente principal, venían a coincidir las vidas de todos sus muchos habitantes, porque cada quien se había encargado de dejar allí algún objeto como testimonio vital: un armario de plástico, una mesita coja, una torre de periódicos de la década pasada, dos azadones, un colchón viejo...

Así, los años transcurrieron en una barahúnda de maullidos y buenos días y gatos apareándose y fiestas y ronroneos y risas y buenas tardes y serruchos en constante actividad y gritos de guerra de la abuela y buenas noches y martillos azotando la madera. Los hijos de la tía Doris y los de los primos de mamá crecieron, se casaron y trajeron a vivir consigo a sus parejas en los lotes de casa que les correspondía sabrá el diablo por qué derecho. Y las nuevas parejas tuvieron sus propios hijos. Y los hijos compitieron desde el primer día de vida con los maullidos de los gatos.

Las plantaciones de los primos de mamá desbordaron las materas y se extendieron por los muros, como telarañas; se fundieron con la estructura misma de la casa. Desde afuera, era como ver una roca enorme densamente florecida de tomates y gatos y arvejas y ahuyamas y gatos y sandías y maracuyás y gatos...

Mi cuarto, con los cambios territoriales, se fue haciendo cada vez más pequeño, y en algún momento no me quedó más remedio que mudarme con mamá. –¿Ves? –le dije. –¿Ver qué? –dijo ella.

Y decidí mejor ya no decirle nada.

El asunto del territorio había ido tejiendo la urdimbre de un conflicto de grandes dimensiones, pero estaba solapado. Siempre latente en la intimidad de las conversaciones antes de la cena, en los encuentros fortuitos por los pasillos, en la frontera de cualquier provocación, la más insospechada tontería, un gesto en apariencia como cualquier otro que, sin embargo, podría albergar en su interior el detonante de la bomba.

Por ejemplo:

Una planta de sandía, buscando la mejor fuente de luz, se las arregló para trepar desde su matera en el segundo piso hasta la parte más alta de la casa. En el transcurso del tiempo que tomó su crecimiento, la abuela mató una decena de gatos recién nacidos, alguien le prestó un encendedor a alguien, mamá estuvo a punto de morir de pulmonía, la tía Doris fue echada de su cuarto por uno de sus hijos, el encendedor fue prestado a un tercer hombre, mamá invitó a la tía Doris a vivir en nuestra habitación, el tercer hombre le prestó el encendedor a un cuarto y este último lo perdió y lo encontró de nuevo por pura casualidad y pensó que era un buen encendedor el que tenía allí en sus manos y decidió quedárselo porque nadie más sabría apreciarlo de la misma forma. Mamá intentó aprender francés y la abuela le dijo estúpida. Mamá le ayudó a matar un par de gatos a la abuela. Cuando el primer hombre reclamó el encendedor al segundo, la planta de sandía llevaba un tercio de su recorrido al techo. Yo me había dejado la barba y la tía Doris dijo que estaba horrible y yo le respondí algo como que ah, sí, pues vos sos una vieja sola y nadie te dice nada. La abuela descubrió el lomo de gato a las tres pimientas. Cuando el cuarto hombre le negó por sexta vez al tercero haber recibido nunca un encendedor o cualquier cosa parecida de su parte, en el travesaño más alto de la casa la sandía ya empezaba a germinar. La abuela se había descompuesto una pierna en plena cacería de gatos, mamá decidió que siempre el francés era una lengua estúpida, la tía Doris identificó en una nuera a la culpable de sus desgracias, y me dijo: vos estás igual de solo, pendejo, pero yo tardé mucho en hacer la conexión así que no pude responder de forma adecuada. Un día, en el centro del primer piso, al mismo tiempo, los cuatro hombres involucrados en el enredo del encendedor se confrontaron entre sí. El primero le reclamó al segundo y el segundo al tercero y el tercero al cuarto. El cuarto hombre se burló a carcajadas de semejante lío tan absurdo por un encendedor. El segundo rio tímidamente y el primero agachó la cabeza, avergonzado. Y justo cuando el primer hombre estuvo dispuesto a dejar el asunto de ese tamaño, la sandía, obligada por su peso, se desprendió de la parte alta de la casa y se estrelló en medio de los cuatro. Y el interior de la sandía salpicó en todas direcciones. Y activó algún oculto mecanismo, porque el primer hombre golpeó al segundo casi por acto reflejo, el segundo pateó al cuarto mientras se defendía del primero, y el cuarto, al ver que el tercero se moría de la risa, se le fue encima y lo molió a trompadas. Un quinto llegó a ayudar al tercero, y un sexto al segundo y un séptimo al cuarto. Y al cabo de media hora, la casa en pleno estaba en pie de guerra. Tía Doris dejaba calva a una de sus nueras. Los nietos de la tía Doris agarraban a tomatazos a los nietos de los primos de mamá. Yo lo veía todo muy bien desde mi escondite. Mamá contenía el aliento a un lado mío. Los primos de mamá, entre tanto, en la sala del primer piso, se miraban con atención, quietos, dispuestos a despedazarse al más ligero movimiento porque resulta que ninguno había respetado el acuerdo establecido. Así las cosas, la pelea pudo haber durado semanas o meses o años de no haber sido por la fuerza de aquel grito providencial que, a pesar del caos, silenció todo en un instante.

Vino de las profundidades del tercer piso, como el primer ventarrón de la tormenta, y llenó el más lejano recoveco de la casa. –¿Dónde está mamá? –dijo la tía Doris.

Y todos nos miramos y nos volcamos sin pensarlo a la búsqueda de la abuela.

Cuando la hallamos, los gatos, unos ochenta mal contados, apenas empezaban a buscar por donde huir. Tuvieron tiempo suficiente para destriparla a su antojo. Y la abuela, hecha unas decenas de bocaditos de gato, se marchó con ellos para siempre en todas direcciones.

De esta manera quedó zanjada la disputa.

Nadie dijo una palabra en horas.

Que acabara de morir la más vieja de la casa parecía tener un significado para todos.

Para honrar lo que quedaba de la abuela, se dispuso el lugar central de la sala de recibo. Se compró un ataúd bonito, tallado con imágenes florales. Se regó la noticia entre toda la familia, cercana y distante. Y en dos días, la casa estaba repleta de más familiares condolidos por la muerte de la vieja.

Hubo un ambiente de fraternidad. Una exploración profunda de nuestros lazos. Un nuevo despertar, por decir algo.

Los visitantes se quedarían para el velorio, el entierro y la novena, pero nadie quiso irse, desde luego. •

Publicado originalmente en Libro del tedio, Angosta Editores, Medellín, 2017.

This article is from: