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Un instante que me marcó
Un instante que me marcó: mi padre muerto me acechaba en sueños, hasta que ahogué su membrana amniótica
David Keenan
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En Durham, en un puente situado a un costado de la catedral, el 11 de octubre de 2018, una voz salida del aire me expuestos, su hermoso rostro mitad comido. Cuando papá murió, me dejó su amnios, o la membrana que envolvía su compelía a ahogar a mi padre. cabeza cuando nació. Lo llamaba su gorro de la suerte y me
La noche anterior había sido un divertido desastre. Mi pri- contó que si tenías una membrana amniótica en tu poder o, mera novela, Memorial Device, había sido nominada para el mejor aún, si nacías envuelto en una, jamás podías ahogarte. premio Gordon Burn, y aunque no De hecho, entre marineros supersticiosos gané, me fui de fiesta con mi editor y algunos amigos hasta muy entrada la madrugada. Fue la noche más Poco después volé a México para trabajar en un libro. alguna vez hubo un gran tráfico de dichas membranas. Yo llevaba la suya conmigo a todas partes, cosida a una simple funda divertida de mi vida. Conforme cruzaba el Atlántico blanca con la letra D de Dad bordada, ateEstaba siendo aquejado por pesadillas de mi padre, quien había tuve una maravillosa sensación sorada al interior de mi billetera. Al día siguiente de nuestra juerga del muerto seis años antes, en 2013, y de estar siguiendo el camino premio Gordon Burn, perdí la membrana quien regresaba a visitarme en sueños como zombi, con sus hermosos de mi padre quien, surcando de mi padre. Estaba destrozado. La busqué en la mañana y ya no estaba. Le hablé trajes raídos y hechos harapos, su todas las aguas, ya había lle- llorando a mi editor, Lee. Pero cuando iba carne pútrida, sus brazos descompuestos sosteniendo sus órganos gado antes. Tenía la sensación de camino a verlo en un bar, encontré la membrana tirada fuera de la entrada del de que me toparía a mi padre hotel, milagrosamente, la funda con la lepor el mundo, en todos los tra D bordada. Seguramente llevaba ahí la noche entera. La levanté y la volví a meter encuentros que estaban por en mi billetera. Pero algo no andaba bien.
Caminé por las calles de Durham, aún llorando. Me detuve en el puente desde donde se contempla la catedral. Justo en ese momento una voz me dijo que tirara la membrana de mi padre al río. Me di cuenta de que debía dejarlo ir. Sin pensarlo demasiado, pero bañado en lágrimas y confundido, la arrojé por la orilla del puente y la miré mientras giraba, se arremolinaba y desaparecía en las aguas lodosas. Desde luego, me arrepentí de inmediato. Pero después me di cuenta, como un relámpago, ¡de que no podía ahogarse! Estaba ahora vivo en cada río del mundo.
Poco después volé a México para trabajar en un libro. Conforme cruzaba el Atlántico tuve una maravillosa sensación de estar siguiendo el camino de mi padre quien, surcando todas las aguas, ya había llegado antes. Tenía la sensación de que me toparía a mi padre por el mundo, en todos los encuentros que estaban por venir, más que en una reliquia muerta del pasado. Así que me lancé a encontrarlo, constantemente, en el futuro. Y así fue. Cuando estuve en la Ciudad de México, le pedí a amigos que me llevaran a extrañas concentraciones de agua; viejos y apestosos canales de desagüe en Coyoacán; grandes lagos; bañeras sucias llenas de agua estancada junto a puestos de tacos en Tijuana; el hermoso Golfo de California, donde lo vi una vez más, debajo de mí, en la espuma de las olas.
Y mi padre no regresó más como zombi. Se me dio la gran lección de que nosotros, los vivos, debemos dejar ir a los muertos. Ellos están con su gente. Pero a través del amor rompen las ataduras de la tumba y vuelven a nosotros, así que comencé a preguntarme si de ahí proviene la idea de los zombis, de nuestra incapacidad de dejar ir a nuestros muertos. Así que lo dejé ir, a mi padre. Lo dejé sumarse a la masa de los muertos sin nombre. •