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Caminar entre el fuego
Felipe Rosete
Para mi padre Ego sum in flammis, tamen non adolebit
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«Estoy en llamas, pero no me quemo». Se dice que estas fueron las palabras de Santa Agnes mientras la hoguera en la que había sido condenada a morir por profesar la religión cristiana ardía con intensidad. Y efectivamente, la santa no se quemó. Algunas versiones señalan que, para cumplir la sentencia impuesta por el emperador Diocleciano, tuvo que ser decapitada tras corroborarse que su cuerpo había quedado impoluto. Más que una afirmación, lo que solía decirme mi padre era un consejo: «Anda en el fuego, pero no te quemes». Algo posible, como él mismo lo demostró, solo para los santos. Y es que, como se sabe desde los tiempos más remotos, existe una diferencia radical entre los humanos y los santos, los héroes o los dioses. Unos se queman, los otros no.
Agnes, la madre del entrañable Shuggie, es demasiado humana. Más que al propio Shuggie, es a ella, a contar su proceso de combustión, a quien Douglas Stuart dedica la novela que lo convirtió en ganador del premio Booker 2020, uno de los más prestigiosos en la lengua inglesa. Agnes es hermosa, tiene cierto parecido a Elizabeth Taylor. Pelo negro, tez blanca, ojos azules. No importa en dónde esté o en qué estado se encuentre, siempre va bien vestida: falda, tacones, abrigo, y una blusa escotada, por donde asoman los tirantes negros del brasiere, a los que su hijo alude constantemente a lo largo de la narración. El destino pone en su camino a Shug Bain, un
taxista medio gordo y medio calvo, encantador, sin embargo, para algunas mujeres. El típico «todas mías» que sabe bien cómo hablarles, enrollarlas y obtener de ellas lo que quiere. Agnes no es la excepción. Tras conocerlo, se enamora de Shug, abandona a su abnegado esposo, llevándose consigo a sus dos hijos —Catherine y Leek—, para regresar al departamento de sus padres, en Sighthill, en donde vivirán todos juntos con el nuevo miembro de la familia: el pequeño Shuggie Bain. La historia da un giro cuando la familia decide mudarse a su propia casa bajo la promesa de una vida mejor. Shuggie tendrá unos ocho o nueve años en ese momento. ¿Cómo lidiar con todo Para entonces las constantes infidelidades eso? Contándolo, quizás. de Shug, quien trabaja de noche en el taxi, han tenido efecto en la paz familiar, parEscribiéndolo, como deci- ticularmente en la mente de Agnes, cuyo dió hacerlo Stuart a través alcoholismo es ya considerable, al grado de generar, en una de aquellas noches de desde Shuggie. Porque a fin pecho y tormentosa espera, un incendio en de cuentas la literatura su propia habitación, con Shuggie dentro, dormido junto a ella. Pero Pithead no es lo es producto de un ardor, que Agnes esperaba, un sitio acorde a su es el residuo del sacrificio estilo, su clase y su belleza. Es, en cambio, un barrio minero, oscuro y hollinado, ubique la mente —víctima y cado en medio de la nada, en las afueras de ejecutora a la vez— ejerce Glasgow —tan solo uno entre las decenas de barrios de clase obrera que simbolizan, sobre sí misma. por su abandono y precariedad, el neoliberalismo impuesto por Margaret Thatcher en la década de los ochenta—. Y para rematarla, Shug la deja ahí, nada más llegar, con sus cachivaches y sus tres hijos, para irse con Joanie Micklewhite, la afable chica del conmutador
del sitio de taxis, con quien Agnes hablaba constantemente para preguntar por el paradero de su marido.
Hecha trizas, su alcoholismo se incrementa considerablemente, lo mismo que los ataques de ira dirigidos al teléfono, las paredes o las puertas, y las desatenciones a sus hijos, quienes, abandonados y hambrientos, se ven obligados a rascarse con sus propias uñas y, por supuesto, a cuidar de su madre. Catherine, la mayor, es la primera en irse. Se muda a Sudáfrica con su marido —un sobrino de Shug— y no vuelve a saber de su familia. Tiempo después lo hace Leek, tras una de esas terribles discusiones con Agnes. Así que la carga cae sobre Shuggie, quien a su corta edad la acepta con todo el amor que puede tener un hijo por su madre. Procura que no duerma boca arriba —para que no se ahogue con su vómito—, le deja tazas con restos de cerveza antes de irse a la escuela —porque sabe que es lo primero que buscará al despertar con una de sus típicas temblorinas—, le masajea los pies y la baña en la tina en los días de cruda paralizante, limpia la casa tras las constantes juergas con «tías» y «tíos» ocasionales —a quienes soporta con estoicismo—, y, sobre todo, cobra todas las semanas en su nombre el seguro de desempleo para que ella tenga con qué alimentar su vicio. Mientras todo eso ocurre, Shuggie es víctima constante de abuso escolar. Sus compañeros y vecinos lo molestan y lo acosan por amanerado. No encuentra su lugar en un entorno de chicos que juegan al futbol y se golpean entre sí. Pero soporta todo, porque lo único que le importa es su madre.
Solo un año logra Agnes mantenerse sobria. Durante ese periodo procura a los chicos, les cocina, mantiene limpia la casa y trabaja por las noches en la tienda de una gasolinería, además de acudir juiciosa a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Es ahí donde le cuentan la historia de Santa Agnes, para transmitirle que, aun en medio de la más profunda oscuridad, hay esperanza. Que, como la santa, los alcohólicos redimidos que la rodean están en llamas pero no se queman. De tan felices con el cambio, Leek y Shuggie le organizan una fiesta. Pero justo ese día tiene un nuevo quiebre. La ansiedad le corroe el cuerpo. Acude al baño para calmarse. Se refresca la cara con agua. Se mira en el espejo. Por más que intenta serenarse, no consigue aceptar la imagen que este le devuelve. Rebusca en su bolsa y encuentra una de las pastillas de la felicidad que alguna vez le diera una de las vecinas de Pithead al verla temblorosa, frita por el alcohol. Se la traga. Siente alivio. Entonces todo es mejor. Entonces sí puede aceptar la imagen que la observa desde el marco plateado. Días después, presionada por su nueva pareja —quien, como muchos, no es capaz de entender que alguien rechace la bebida (así de arraigada la cultura del alcohol entre los humanos)—, cede nuevamente al trago, de cuyos cenagosos pantanos no volverá jamás. No importarán los cambios ni las promesas. ¿Cómo lidiar con todo eso? Contándolo, quizás. Escribiéndolo, como decidió hacerlo Stuart a través de Shuggie. Porque a fin de cuentas la literatura es producto de un ardor, es el residuo del sacrificio que la mente —víctima y ejecutora a la vez— ejerce sobre sí misma; es lo que queda de una hoguera mental en la que han ardido durante años los recuerdos, las obsesiones, los pensamientos, los miedos, las conjeturas, los sentimientos. Porque tal vez la única manera de no quemarse cuando uno está envuelto en ese fuego devorador es precisamente haciéndolo, pero de otra forma. De ahí que La historia de Shuggie Bain produzca en quien la lee un cismo interior que por momentos puede llegar a ser devastador, pero que no es ajeno a un sentimiento de reparo, como si la novela operase un exorcismo literario. Porque, tras la lectura, queda claro que ni todo el amor, el cuidado y la consideración del mundo son capaces de evitar que cada quien se encuentre con su destino, y que aquel que decide caminar entre el fuego, tarde o temprano terminará consumido por sus llamas. Principio aplicable no solo a los individuos, sino también a las sociedades que, con sus esquizofrénicas dinámicas de exclusión y aspiracionismo, mezcladas con sus narrativas del amor romántico y la sagrada familia y su creciente cartera de paraísos artificiales disponibles, engendran en ellos esos infiernos cotidianos. •
Historia de Shuggie Bain
Douglas Stuart
Traducción de Francisco González López Narrativa Sexto Piso 2021 • 516 páginas
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