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Dédalo bajo Berlín
Fabio Morábito
Pencroff pertenece a un vasto contingente de albañiles de la rda* que está abriendo túneles en el subsuelo de Berlín oriental. Divididos en cuadrillas de seis o siete hombres, excavan con picos durante ocho horas diarias, después meten la tierra en baldes que llevan al entronque con un túnel principal y ahí la vacían en unas vagonetas sobre rieles que la transportarán hasta la superficie. Hay que manejarse exclusivamente con picos, sin el auxilio de martillos neumáticos ni de ninguna otra herramienta ruidosa que pudiera delatar la existencia de los túneles al servicio secreto de Berlín occidental. A los albañiles se les ha dicho que se trata de un vasto plan de renovación de la red del alcantarillado y del cableado eléctrico de la ciudad, una explicación que no convence a nadie, pues de ser así no se entiende por qué el trabajo debe hacerse en secreto.
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Una vez que los hombres ingresan bajo tierra, son llevados en una vagoneta hasta el punto donde deben excavar. Hay vigilantes que recorren los túneles para supervisar su trabajo. A menudo los hombres de una cuadrilla escuchan unas voces al otro lado de la pared de un túnel y excavan hasta que la pared se viene abajo, mostrando otro túnel donde hay otros trabajadores excavando. Así, ha surgido el rumor de que se está creando un gran laberinto subterráneo bajo Berlín oriental cuyo objetivo es detener las fugas de personas al lado occidental. La idea es que cualquiera que pretenda escapar al otro lado del Muro a través de un túnel se topará en algún momento con esa apretada red de galerías bajo tierra y, una vez que haya desembocado en ella, quedará atrapado en su telaraña sin salida.
Pencroff se ha hecho amigo de Ivan Zossimov, un joven ruso de su cuadrilla cuya novia, Katiusha, trabaja como secretaria en la embajada de la urss de Berlín oriental. Según Zossimov, Katiusha está al tanto de secretos que las mismísimas autoridades de la rda desconocen, pues la orden del laberinto ha venido directamente de Moscú. Cuando Pencroff se lo cuenta a Sabine, su joven esposa, ella no duda en creerle. El laberinto la tiene obsesionada, no habla de otra cosa y cuando su marido regresa del trabajo, lo asedia con preguntas para saber qué otras novedades le ha referido su amigo ruso. En la fábrica donde trabaja corren rumores de que desde