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Matar al oso

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Desde los zulos

Desde los zulos

al oso Matar

Brenda Navarro

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Para Criseida Santos Guevara

Era viernes y el Oso lo sentía en el cuerpo. Esos brazos alzaditos como si estuviera bailando, esas piernitas casi en cuclillas como si el perreo le dijera: Hola, es viernes, muévete, mi rey. Pero al lado del Oso solo estaban el micrófono, el Google Home y la pantalla de la computadora. Bastante lejos le quedaba la impresora o los cables de conexión y debajo de sus pies duros y estáticos, nada más que el blanco casi glaciar de la imitación madera del escritorio de ikea. Sin compañía.

Su rutina era casi la misma toda la semana, pero el viernes era otra cosa. El ok, Google, dime la hora; ok, Google ¿cuál es el clima en la ciudad?; ok, Google, pon música; ok, Google, cuenta un chiste; ok, Google, Stop; no paraban mientras la señora de la casa se movía de un lugar a otro, trayendo el té, tecleando, hablando desde sus earphones mientras se tomaba el té matcha que de vez en cuando tiraba sobre el blanco suelo del Oso y que limpiaba con ahínco, porque para ella, lo sabía el Oso, todo tenía que parecer perfecto.

A mediodía, la señora de la casa solía tirar al Oso —una especie de ritual inicial—, porque siempre hacía un movimiento torpe cuando tomaba el micrófono que el Oso tenía al lado y lo tumbaba boca abajo con una exclamación de enojo: ¡Chingadoso! ¡Ah, qué pinchoso estorboso! O un simple chasquido visceral contra él, como si el Oso fuera el culpable de esa torpeza, de ese mal cálculo para mover su instrumento de trabajo o incluso, de que él hubiera escogido el lugar donde ella misma lo había colocado. Luego, lo reacomodaba y el Oso podía sentir esos dedos suaves, con esas uñas bien cuidadas y pintadas sobre su cuerpecito pequeño y estático y dispuesto a ser el Oso que estaba siempre para ella.

Hola qué tal amigos, hoy vamos a hablar de… Y la señora de la casa empezaba su podcast y se abría en canal hablando de comida, recetas, tiendas de barrio, boutique shop, donde podían comprar los productos que usaba para crear las recetas que iba recomendando cada viernes. ¡Es viernes y el cuerpo lo sabe!, decía ella mientras escogía las primeras tres canciones de la playlist preparada minuciosamente para acompañar su episodio y en ese momento, justo en ese primer acorde musical que le permitía ir a la cocina, abrir la alacena y sacar algún frasco de mermelada, miel, o mantequilla de maní, era que el Oso empezaba a bailar.

No siempre era igual, dependía del tipo de frasco o la densidad de su contenido, pero en el metesaca, arribajo y el chopchop, es que el Oso cobraba vida: la mermelada de fresa era su favorita, porque entre el ritmo de las dos canciones iniciales, la señora de la casa lo agarraba de la panza y lo sumergía en esa mucosidad llamada mermelada y luego se lo metía a la boca y el Oso bailando entre la lengua y el paladar. Baile y baile el Oso, rechupeteado por un lado, rechupeteado por el otro y luego otra vez al frasco, metesaca, del frasco a la boca, de la boca a la mano, de la mano pegajosa al frasco, hasta que las canciones se acababan y la señora volvía a enseñoriarse y comenzaba a hablar de comida: platos recomendados para flacas sedentarias, platos especiales de menos de quinientas calorías, y otra vez se tiraba en canal y mientras se entusiasmaba con el hipotético entusiasmo de quienes iban a escucharla, jugaba con el oso en su mano izquierda y otra vez el metesaca, el remolino, la chupadita por el brazo, el hociquito, el culito descargado de una base café que se quedaba en el escritorio. Todo el Oso baile y baile mientras ella se relamía el ego, la voz, las ideas. Cada chupadita al Oso era un besito a ella misma. Pero ese viernes la conexión iba lenta y la señora de la casa no quería nada. No hubo tarro, ni bailoteo de dedos antes de que el Oso creyera que iba a bailar. La escuchó pedirle cosas a Google y su ok. ok, Google, cancela tal cita; ok, Google, llama a la compañía de teléfono y Google respondiendo que lo siento, no te entiendo, y lo siento ha habido un error. Y la señora necia, que ok, Google, obedéceme Google, respóndeme Google, hasta que se desesperó y tiró el micrófono con una mano y con la otra apagó el micrófono del Home y con ese movimiento tiró al Oso, que en un tristraz ya estaba en el suelo, de lado de la ventana por la que la señora se salía a fumar al balconcito que daba a otro edificio igual de pequeño y deslucido que el suyo. ok, Google, ¿ya sirves? ¿ok, Google?, pero el Oso ya no escuchó más la voz de la señora, porque entre el paquí pallá, terminó expulsado al balcón. ¿Vamos a apuñalar al Oso?, escuchó varios días después que la señora de la casa decía a alguien por teléfono mientras fumaba un cigarro en el balcón y él, desde el suelo, empolvado de olvido, quiso bailarle, recordarle que estaba ahí, para ella, para el tarro, para el baile, para ser apuñalado, pero ya era un simple oso salido de un huevo de chocolate tirado en el suelo del balcón sin propósito alguno. •

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