Matar
al oso
Brenda Navarro
Para Criseida Santos Guevara
E 12
ra viernes y el Oso lo sentía en el cuerpo. Esos brazos alzaditos como si estuviera bailando, esas piernitas casi en cuclillas como si el perreo le dijera: Hola, es viernes, muévete, mi rey. Pero al lado del Oso solo estaban el micrófono, el Google Home y la pantalla de la computadora. Bastante lejos le quedaba la impresora o los cables de conexión y debajo de sus pies duros y estáticos, nada más que el blanco casi glaciar de la imitación madera del escritorio de ikea. Sin compañía. Su rutina era casi la misma toda la semana, pero el viernes era otra cosa. El ok, Google, dime la hora; ok, Google ¿cuál es el clima en la ciudad?; ok, Google, pon música; ok, Google, cuenta un chiste; ok, Google, Stop; no paraban mientras la señora de la casa se movía de un lugar a otro, trayendo el té, tecleando, hablando desde sus earphones mientras se tomaba el té matcha que de vez en cuando tiraba sobre el blanco suelo del Oso y que limpiaba con ahínco, porque para ella, lo sabía el Oso, todo tenía que parecer perfecto. A mediodía, la señora de la casa solía tirar al Oso —una especie de ritual inicial—, porque siempre hacía un movimiento torpe cuando tomaba el micrófono que el Oso tenía al lado y lo tumbaba boca abajo con una exclamación de enojo: ¡Chingadoso! ¡Ah, qué pinchoso estorboso! O un simple chasquido visceral contra él, como si el Oso fuera el culpable de esa torpeza, de ese mal cálculo para mover su instrumento de trabajo o incluso, de que él hubiera escogido el lugar donde ella misma lo había colocado. Luego, lo reacomodaba y el Oso podía sentir esos dedos suaves, con esas uñas bien cuidadas y pintadas sobre su cuerpecito pequeño y estático y dispuesto a ser el Oso que estaba siempre para ella.