ReporteSextoPiso Publicación mensual gratuita • Julio 2021
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ReporteSextoPiso
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Lecturas
Recomendación de los editores
Los víveres | 8
La rabia específica | 4
La deconstrucción contra la tiranía del dogma | 28
El color de la memoria | 6
Marie de Quatrebarbes
Elisabeth Roudinesco
Feliz Boxing Day, Mr. Garvey | 31 Eduardo Lago
Claudina Domingo Eduardo Rabasa
Columnas Where You Been | 23
Dossier: Conflicto Israel-Palestina | 9 Bienvenido a la era post-covid | 10 Slavoj Žižek
Los judíos también sangran | 13 Santiago Alba Rico
Entrevista con Ilan Pappé | 17 Isabel Infanta
Israel: Estado supremacista judío | 19 Norman G. Finkelstein
Wenceslao Bruciaga
La raja | 26 Luciana Cadahia
Próximamente… | 27 José Hernández
Lado B | 29 Cintia Bolio
Psycho Killer | 44 Carlos Velázquez
Psicología de la disolución | 47 Judas Glitter
Portada de este número: Autorretrato, de Vicente Rojo
Reporte Sexto Piso, Año 7, Número 59, julio 2021, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., América 109, Colonia Parque San Andrés, Coyoacán, C. P. 04040, Ciudad de México, Tel. 55 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com.
Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Dirección de arte y diseño: donDani Reservas de Derechos al Uso Exclusivo 04-2021-020813245067-102. Certificado de Licitud de Título y Contenido No. 17420. Impresa en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A de C.V. Centeno 162-1, Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en julio de 2021 con un tiraje de 3,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. * Judas Glitter agradece las citas de «Lorelai» de Sylvia Plath.
Recomendación de los editores
La rabia específica Claudina Domingo
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La ironía y el cinismo pare-
arlos Manuel Álvarez es autor de tres libros narrativos muy distintos; cieran un antídoto contra no solo en sus temas y sus acercamien- la tragedia. La gran vuelta tos estéticos, sino en la dicción emocional desde la que observa la realidad de la que de tuerca de Carlos Manuel el autor no solo es testigo, sino un perso- Álvarez en Falsa guerra es naje obligado. Falsa guerra, la novela que del dolor de quien ha tenido que conreconocerlos como lo que reseño ahora, es consecuencia literaria de vertirse en testigo de su tiempo, y enlos libros anteriores. En ella, el periodis- son: sucedáneos a los que cima de ello, en testigo de sí mismo en ta cubano crítico no solo ha pasado por su tiempo. ¿De qué viven, moral y emola observación de las causas y los efec- se recurre pero que es necionalmente las personas que han visto tos de la dictadura cubana que describe cesario atravesar si quiere la decadencia de un sistema ideológico en las crónicas de La tribu, y por el drama que se antojaba imperecedero? Cuanllegar a escribir con proexpuesto en un núcleo familiar expuesto do el narrador recuerda que en la playa, en Los caídos, sino que ha vivido el exilio fundidad sobre una época siendo adolescente, representó (actuó) con episodios desastrosos como su paso hazaña de un héroe soviético, nos rey una circunstancia que lo lacuerda por la Ciudad de México y sus pérdidas que somos la herencia de un siglo personales durante el terremoto de 2017. ha tomado en la larga cur- xx que no solo creyó en los héroes sino La consecuencia de ello es la prosa más en que esos hombres y mujeres luchava de principios de siglo. plástica y la narrativa más aguda del autor ban por un ideal, no por el éxito social y, hasta el momento. por supuesto, no por un poco de comida. No todas las personas que viven situaciones históricas Cuando los personajes que Falsa guerra desgrana en subtramas críticas se convierten en cronistas de su época, no todos los se ven obligados a cometer el desacato de salir de su desampacronistas de su época son escritores agudos, pero además, ro, nos encontramos no solo ante una crónica social, sino ante no todas las personas que sobreviven a las situaciones históel drama cada tanto revisitado de la disputa entre el individuo ricas dolorosas desean contarlas. Uno de los impulsos de la y su responsabilidad común, su ser social. Y esa lucha interior supervivencia es dejar atrás el pasado, «convertirse» al algo: provoca no solo la desconfianza entre las personas, los desenotra persona, otro país, otra religión, lo que sea. El desarrollo cuentros entre los familiares, y una disputa (también interior dramático en Falsa guerra es en sí mismo un acontecimiento y silenciosa) entre la tentación de salir del país y la tentación al que la inteligencia del autor no pretende engañar: ¿narrar de quedarse. Una parálisis no solo temporal sino narrativa los hechos o narrar el «producto» final de los hechos? recorre a todos los personajes que aparecen en esta novela. En Falsa guerra, mientras se narran travesías de otros cuFalsa guerra narra el periplo de la intensa «procesión que va banos dentro y fuera de Cuba, el autor enfrenta la trama por dentro»: «un exiliado, que iba germinando en el mundo más íntima: la transformación a través del reconocimiento a través de la semilla de la ira. Si llegaba a experimentar ese
horror en todas partes, era señal de que había diluido la patria, pero también de que la había vuelto absoluta. El exilio era la extensión de un país, no su renuncia y el odio pasaba a ser una devoción errante». La intención de todas las formas de utopía o felicidad social es borrar (u omitir) la tristeza personal. Y el objeto de las sociedades de arropar a un exiliado es extraerlo de su desgracia personal, que es social. Se trata, de igual manera, de un acuerdo que se puede suscribir o no, pero que no deja muchos caminos: el exiliado se dedica a rabiar contra el país del que proviene o se convierte a la felicidad de otro país. El camino intermedio, se da por sentado, es insensato y anticlimático. La guerra que vive el narrador es la de una persona que no puede desprenderse de la memoria histórica, porque lo constituye, y la de un futuro en el que el dolor es un estorbo. La reflexión en torno a este desencuentro de sistemas y «tiempos» históricos es el núcleo de la novela y del personaje narrador, que parece lanzado justo a lo que quiso evitar al no plantearse como identidad absoluta aquella del disidente: relatar la injusticia y decadencia del sistema político que gobierna su país para terminar retratándose a sí mismo en ese cuadro de aguafuertes. Pero si algo desarrolla con lucidez la prosa de Carlos Manuel Álvarez es la progresiva revelación de que las fuerzas que empujan a una vida itinerante lo enfrentan, digamos, casi fatídicamente, con el arquetipo que representa. El narrador se abre camino en su propia consciencia al mismo tiempo que en la trama y va descubriendo que solo hasta vivir hasta sus últimas consecuencias el personaje que ha encarnado es que otra narrativa se irá gestando en esa biografía. La ironía y el cinismo parecieran un antídoto contra la tragedia. La gran vuelta de tuerca de Carlos Manuel Álvarez en Falsa guerra es reconocerlos como lo que son: sucedáneos a los que se recurre pero que es necesario atravesar si quiere llegar a escribir con profundidad sobre una época y una circunstancia que lo ha tomado en la larga curva de principios de siglo. El humor está presente, pero tampoco se regodea en la crueldad, sino que vuelve al punto en que la mirada busca más allá de la falibilidad propia y ajena y puede entender el drama que habita a quienes por algún momento tiene que visitar, como si fuera una aduana imposible de librar, la tragicomedia: «Es jodida la situación en la que una persona tiene la culpa y no al mismo tiempo, típico de la gente que ronca al lado de uno. No dejan dormir y ellos duermen a toda mecha. Pero no solo eso, sino que mientras más profundo duermen, menos duermes tú».
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Falsa guerra Carlos Manuel Álvarez Narrativa Sexto Piso 2021 • 248 páginas
Es ahí, también, donde la forma y el discurso literarios se entretejen en una estructura compleja que va exponiendo al lector las múltiples historias que se entrecruzan, desde La Habana a Miami, pasando por la Ciudad de México. A través de los segmentos que cada capítulo contiene, y que reaparecen a lo largo de la novela («Miami Beach», «The Fanatico’s choice», «Íntimas cartas de amor», «Sospechosos habituales», entre otros), el narrador abre una galería donde los personajes, si bien tienen diferentes historias, comparten un elemento común: se encuentran en un mundo que les exige posturas pero que constantemente les presenta obstáculos para decidir y les niega o les escatima algo de la ternura o la empatía que se necesita para sobrellevar una época confusa de tan tumultuaria. El propio narrador manifiesta esta sensación contemporánea de confusión: «Es natural, de algún modo, morirse en París. Territorio consagrado, lugar de llegada. Lo desconcertante fue nacer aquí, piensa el exiliado. La muerte es uniforme, el nacimiento es específico». Falsa guerra se puede leer como una novela fractal, como una autobiografía y como una crónica contemporánea y eso lo convierte en un libro irrepetible dotado de una gran capacidad expresiva y de una prosa luminosa que, al mismo tiempo, no sucumbe a la tentación de la ornamentación, sino que se compromete con la reflexión profunda del drama que da origen a la rabiosa y lúcida travesía literaria de Carlos Manuel Álvarez. •
Recomendación de los editores
El color de la memoria Eduardo Rabasa
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ientras tomaba unas notas para poder escribir este texto sobre el deslumbrante Verde agua, de Marisa Madieri, la deformación profesional obligadamente me condujo a pensar bajo qué género inscribirlo. Y supongo que influenciado por vivir en la época del auge y predominio de la autoficción, fue la primera categoría que me vino a la mente. Después de todo, es un relato autobiográfico, plagado de recuerdos de una infancia un tanto onírica, pero más bien cargada hacia lo pesadillesco, donde la autora realiza asociaciones libres, saltos cronológicos, y no vacila para verter juicios e impresiones tanto acerca de sí misma como de la constelación de seres estrambóticos que constituyeron su entorno vital. No es, pues, una autobiografía con vocación de documento histórico, ni escrita linealmente, ni tiene pretensión de objetividad alguna. Sin embargo, hay a mi parecer un elemento clave que la distingue abismalmente, al menos de la escritura autobiográfica proliferante en nuestra época: no solo no se encuentra obsesionada consigo misma como ombligo del universo, sino ni siquiera, podríamos decir, como ombligo de su universo personal. Tampoco se vive como víctima de un drama que habrá de ser expiado mediante la escritura. Mucho menos le preocupa adscribirse a tal o cual corriente dominante que la posicione dentro de algún bando moralmente virtuoso. Verde agua es, simplemente, el testimonio de una vida por periodos muy dura, fascinante, vivida con plenitud en un presente constante que fluye a lo largo de sus páginas. Vida que se vio interrumpida prematuramente, pues Madieri murió a los cuarenta y ocho años por la reincidencia de un cáncer de mama que incluso mientras escribía esta obra dio señales de reaparecer («Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción». [p. 102]). Se trata de un testimonio fragmentario, tanto en la cronología de lo relatado como en la distancia que separa a cada una de las entradas rigurosamente fechadas, en ocasiones durante días consecutivos, en otras con un mes de diferencia. Es también un monumento a la memoria, al fluir del tiempo, a una existencia en donde la autora pareciera ser por partes iguales protagonista y observadora impasible. Pues, de manera casi antagónica a lo que sucede actualmente con la autoficción,
como dice certeramente Claudio Magris (también él personaje del libro en tanto que estuvo casado con Madieri hasta su muerte, y procrearon a dos hijos juntos, Francesco y Paolo) en su posfacio, es un libro «soberanamente libre de toda altiva o ansiosa hipertrofia del yo».
*** Esta muy particular cartografía de la memoria comienza, por decirlo de alguna forma, con un origen casi mitológico: su abuela materna, Filippina Miletić (1868), se casa en Varaždin, Croacia, con Giorgio Madjarić, apellido que pasó a Madierich y después a Madieri. En 1904, cuando el abuelo Giorgio lo pierde todo en el juego, la abuela Filippina se marcha sola a Fiume (hoy Rijeka, ciudad que sería objeto de disputas territoriales a causa de su población parte italiana, parte eslava), embarazada de su hijo número catorce, y es contratada para limpiar el casino. Ascendida a encargada de guardarropa, consigue hacerse de un departamento donde cría a su hijo recién nacido, el padre de la autora, quien jamás conocerá ni a su propio padre ni a los hermanos que quedaron detrás. Así se inserta el destino de los Madieri en los vaivenes políticos que después resultarán tan determinantes en su vida. Por el costado materno, la pareja de futuros abuelos operaba un restaurante en Fiume, el Lloyd, que sería de gran fama en la ciudad. Ahí trabajaba como cajera quien sería la madre de Marisa, que comenzó a ser cortejada por el joven que devendría su padre, ante la férrea oposición de quien será uno de los personajes principales de Verde agua, la abuela Quarantotto. Luego de algunos desaguisados que incluyen el arrojar una jarra de cerveza a la cara de su futura suegra, los padres de Marisa se casan en secreto, ante la desaprobación de ambas familias. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el restaurante Lloyd se ve obligado a cerrar y comienza una temporada de acoso para la familia de origen italiano, incluido un episodio con la temida policía secreta yugoslava, la Ozna, donde la niña Marisa inocentemente revela la mentira de su madre sobre la ausencia de armas en la casa, afortunadamente sin mayores consecuencias. Finalmente, en 1947 se les exige a los italianos de Fiume que elijan entre la nacionalidad yugoslava o abandonar el país, por lo que su familia se exilia en Italia, desembocando en Trieste. Ahí viven en un campamento de refugiados llamado Silos, un inmenso edificio de tres pisos construido durante la época habsbúrgica, donde a cada familia se le asignaba un pequeño
espacio conocido como box, escenario de algunos de los pasajes más memorables del libro:
la posibilidad de la propia en relación con el «bultito en el pecho» que vuelve a reaparecer, una rara combinación de una experiencia vital tan intensa como para apreciar cada instante, para encontrar pequeños placeres en la lectura, en el cuidado de un gorrión, o en el coqueteo adolescente con un chico a través de la construcción Al mismo tiempo, Marisa de un tablero de ajedrez. Al mismo tiempo, Madieri transmite la con- Marisa Madieri transmite la conciencia plena teórica ni retórica— de que la suma de ciencia plena –no teórica —no esos instantes que conocemos como vida no ni retórica– de que la su- le resulta en última instancia menos efímera cada uno de ellos. Así, su escritura adma de esos instantes que que quiere una improbable combinación de gozo y asombro frente al presente, con una especie conocemos como vida de registro atemporal, que normalmente asono le resulta en última ciamos a los clásicos, como si Verde agua fuera instancia menos efímera un reflejo de lo que habría de perdurar, pese a que su autora era bastante joven al momenque cada uno de ellos. to de volcarse en este precioso y sabio libro.
Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital. (p. 79)
En el Silos la abuela Quarantotto deviene una suerte de «alcaldesa» informal, aterrorizando a los inquilinos con colectas y persuadiendo a las autoridades para lograr montar una capilla. Todo ello mientras en el ámbito familiar lleva «a cabo sórdidamente su obra de destrucción del más débil», en particular la madre de la autora, a quien chantajea para que le transcriba a diario los informes meteorológicos de toda la región. Ahí la niña Marisa se refugia de las «sábanas que parecían de mármol» y el «agua gélida de los lavabos» mediante el descubrimiento de la lectura, a causa de una compañera de refugio que le presta libros como Guerra y paz: La vida en el Silos me parecía más soportable si al final Natasha se casaba con Pierre y se convertía en una madre de anchas caderas, si el príncipe Andrei moría mirando el cielo profundo sobre su cabeza y Sonia se pintaba un bigote con negro de humo sobre el hermoso rostro encendido de pasión. La vida, pues, afuera, era grande, bella, dolorosa y sagrada y yo un día la alcanzaría. (p. 92)
La existencia de Verde agua es, entre muchas cosas, testimonio de esa vida alcanzada, alojada en una memoria y una persuasión que lo mismo regresa a los episodios más cruentos de su infancia, que agradece los momentos de paz familiar adulta, que recuerda con enorme tristeza el Alzheimer de su madre, o las varias muertes trágicas familiares, o dedica espacio a la mascota de la familia formada con Magris, el conejo Buffetto, quien «siente un amor burgués por el orden y la respetabilidad». Y es quizá inevitable no leerlo como si fuera un libro póstumo —que no lo fue— y leer en sus páginas, con las varias referencias estoicas a las muertes de seres queridos, como a
*** ¿Por qué se titula Verde agua? Uno pudiera de antemano suponer que por el océano y sus infinitas posibilidades, que no casualmente aparece en la foto de portada, como fondo para dos siluetas en traje de baño, que con toda probabilidad sean Madieri y Magris. Pero es específicamente por el color de un conjunto que la madre de Madieri le compra tras empeñar en el Monte de Piedad un brazalete y un abrigo, para que su hija Marisa pudiera ir vestida adecuadamente a la fiesta de una compañera suya del bachillerato: Guardé aquel conjunto durante años, con celo, a pesar de que el tejido de fibra sintética, con los lavados, se volvió cada vez más largo y más ancho, hasta deformarse del todo. También verde agua se llamaba aquel color, que para mí es aún hoy el color del amor. (p. 138) •
Verde agua Marisa Madieri
Posfacio de Claudio Magris Traducción de Valeria Bergalli Editorial minúscula 2014 • 184 páginas
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Los víveres Marie de Quatrebarbes Julio 1. Ordenando las cosas, reconocí la mirada de su perro en la de Clint Eastwood. Era una taza de porcelana japonesa rota, en la taza japonesa que. Los niños fueron los primeros. Después, había un loro al que le decía: es tarde, vuelve a tu casa. Tenía miedo cuando yo estaba sola y llegaba la noche. El mes anterior, recuerda que le llamé una noche, en el parque desierto. Las luces parpadeaban y estaba ebria. Cuando se derrumbó el mueble en el que guardaba las tazas japonesas que le regaló la abuela, conservé preciosamente las lágrimas en que las imagino.
2. Al verla esta tarde, la totalidad, verla, se detuvo frente a la inscripción que la nombra súper, memorial, excelente. Afuera, el humo de un champiñón improvisa el humo que sube de una repisa. No puedo decir si fue breve, o si se escapó de un plano extremo de claridad. Al verla escapar, el movimiento se hizo. Es la noche. Los llantos están en equilibrio por encima de la sábana vertical. Las pestañas parpadean el humo en búsqueda de un conflicto exterior. Constante es un número incalculable de veces. No digo que constaten la desaparición, digo que no están seguros de verla.
3. Cortar el cabello de la abuela con tijeras de costura fue muy sencillo, a pesar de que las tijeras no estaban hechas para eso. Del armario desmontado punto por punto, conté los aros para servilleta sin nombre. El libro, muchas veces anotado, las frases en los márgenes retoman los márgenes del texto. Creo que hablaba de una muñeca cuyo cuerpo era como. Momwey es el objeto de mi desconcierto. Con él, me imagino un compañero que me une a otros nombres que no son el suyo.
4. Me gustaría escribir frases dentro de otras como muñecas rusas. Guardar en su vientre hueco de madera un secreto puede preservar: una rosa está en una rosa, una abeja en una abeja. Soñé que te habían puesto la cabeza al revés, y que era necesario sostenerte los hombros para que no cayeras con la cabeza invertida. Tu rostro habla por aquel que no dice nada. Ahora que te miro tengo la impresión de que alguien corre por tu peinado.
5. Nos acostumbramos a las escrituras inclinadas donde ya no hay niños, cuando se han vuelto grandes y sus ojos retroceden en el rostro. Hablas de una imagen de calcetines arrugados. La loza no tiene pliegues. El cuerpo es el mismo de las etapas precedentes, con la risa que fue el sonido que produjo. Está el escándalo de una posesión, el shock que se invita a mi mesa, luego comienza otra partida. Nosotros nos ocuparemos del esqueleto, pequeño. Ya no soy la que era como la niña que fui una sola vez. Las sillas en círculo, coordinadas, vacías, en las que el programa no asienta nada, recrean la desaparición de la que tenemos el papel principal. Traducción de Ernesto Kavi
8 Ilustración de Hila Noam
Dossier: Conflicto Israel-Palestina
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Dossier: Conflicto Israel-Palestina
Bienvenido a la era post-covid:
Capítulo uno, la guerra civil en Israel Slavoj Žižek
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e vez en cuando, el gobierno esloveno hace algo que me avergüenza profundamente de ser ciudadano de Eslovenia. Ahora es uno de esos momentos: como acto de solidaridad con Israel, el gobierno esloveno (junto con los de Austria y la República Checa) decidió añadir a las banderas eslovenas y europeas que ondean frente a los edificios oficiales también la bandera israelí. La explicación oficial fue que Israel está siendo atacado con cohetes desde Gaza y tiene que defenderse, sin los habituales llamamientos a la moderación mutua, sino con una clara atribución de culpa. Pero la crisis actual no empezó con los cohetes de Gaza, sino en Jerusalén Este, donde Israel está intentando de nuevo desalojar a las familias palestinas. La frustración de los palestinos es fácilmente comprensible: desde hace más de cincuenta años (desde la guerra de 1967) están atrapados en Cisjordania en una especie de limbo, sin identidad, refugiados en su propia tierra. Esta prolongación responde a los intereses de Israel: quieren Cisjordania, pero no quieren anexionársela directamente porque en ese caso tendrían que convertir a los palestinos de Cisjordania en ciudadanos israelíes. Así que la situación se alarga y de vez en cuando se interrumpe con negociaciones que fueron perfectamente descritas por un participante palestino: ambas partes se sientan en los lados opuestos de una mesa con una pizza en el centro, y mientras negocian cómo dividir la pizza una de las partes se come constantemente sus partes… La situación palestina encontró su expresión más desesperada en una serie de ataques suicidas individuales contra judíos en Jerusalén hace un par de años; no había ningún movimiento o mente colectiva detrás de ellos, solo el horror de no tener ninguna perspectiva de salida. 10
Cuando, en señal de solidaridad con los palestinos que protestan en Cisjordania, Hamás comenzó a lanzar cohetes contra Israel, este acto (que debería ser condenado) sirvió perfectamente a Netanyahu: una auténtica protesta desesperada en Cisjordania contra la limpieza étnica israelí se convirtió en otro conflicto entre Hamás e Israel, en el que Israel se limitó a responder a los ataques con cohetes, aunque ahora el propio Netanyahu tuvo que admitir que los disturbios civiles en Israel son una amenaza mayor que los cohetes de Gaza. Uno de los focos de las protestas es la ciudad israelí de Lod, con una fuerte presencia palestina: el alcalde de Lod ha descrito los acontecimientos como una «guerra civil». Bandas de ambos bandos están aterrorizando a individuos, familias y tiendas, hasta llegar a los linchamientos directos: Israelíes de extrema derecha, a menudo armados con pistolas y operando a la vista de la policía, se han desplazado a zonas mixtas esta semana. En mensajes compartidos por un grupo supremacista judío en línea, se llamaba a los judíos a inundar Lod. «No vengas sin ningún instrumento de protección personal», decía un mensaje. Amir Ohana, el ministro de Seguridad Pública, ha alentado el vigilantismo, anunciando el miércoles que «los ciudadanos respetuosos de la ley que llevan armas» eran una ayuda para las autoridades. Hizo estos comentarios después de que un presunto pistolero judío fuera acusado de matar a un hombre árabe en Lod. El ministro, sin presentar pruebas, dijo que fue en defensa propia.
El aspecto más peligroso de la situación es que la policía israelí está dejando de lado incluso la pretensión de actuar como agente neutral de la ley y la seguridad pública; a veces incluso aplaude a la turba judía que aterroriza a los palestinos. En resumen, el Estado de derecho se está desintegrando en Israel, al menos para sus ciudadanos palestinos: están abandonados a su suerte, solos, no pueden apelar a ningún organismo superior que intervenga cuando son atacados.
Esta escandalosa situación no es más que una consecuencia de algo que está ocurriendo en Israel en los últimos años: la extrema derecha abiertamente racista (que quiere afirmar lo que ellos llaman obscenamente la «plena soberanía» de Israel sobre Cisjordania y trata a los palestinos que viven allí como intrusos no deseados) es cada vez más reconocida como legítima y se convierte en parte del discurso político público. Esta postura racista fue, por supuesto, todo el tiempo el fundamento tácito de facto de la política israelí, pero nunca se reconoció públicamente, era solo la motivación secreta (aunque conocida por todos) de la política israelí, cuya posición oficial pública fue siempre (hasta hace poco) la postura del doble Estado y el respeto de las leyes y obligaciones internacionales. Ahora que esta apariencia de respeto a la ley se está disolviendo, no basta con decir que obtenemos la realidad que fue todo el tiempo la verdad detrás de la apariencia: las apariencias son esenciales, nos obligan a actuar de una determinada manera, de modo que sin la apariencia la forma de actuar también cambia. La distancia entre la apariencia y la oscura realidad que hay detrás permitió a Israel presentarse como un moderno Estado de derecho en
contraste con el fundamentalismo religioso árabe, pero con esta aceptación pública del racismo fundamentalista religioso, los palestinos son ahora una fuerza de neutralidad secular mientras los israelíes actúan como fundamentalistas religiosos. El gran objetivo de los fundamentalistas judíos es reocupar el Monte, destruir la mezquita de al-Aksa y sustituirla por un nuevo Templo que estuviera allí antes de que los romanos (no los árabes) lo destruyeran. ¿No nos recuerda esto a la India, donde los nacionalistas hindúes quieren destruir las mezquitas y construir allí un templo hindú? No es de extrañar que la India esté ahora en buenas relaciones con Israel: Narendra Modi persigue una homogeneización étnica similar de la India contra la minoría musulmana. El contexto más amplio de esta escalada de acontecimientos en Israel hace que todo el panorama sea aún más oscuro: primero en Francia, y luego en Estados Unidos, un grupo considerable de oficiales militares y generales publicaron una carta en la que advierten de la amenaza a la identidad nacional y al modo de vida de su país. En Francia, la carta ataca la tolerancia del Estado frente a la islamización, y en Estados Unidos, advierten sobre la política «socialista» y «marxista» de la administración Biden. El mito del carácter despolitizado de las Fuerzas Armadas se desvanece: una parte considerable del ejército apoya la agenda nacionalista. En resumen, lo que ocurre ahora en Israel forma parte de una tendencia global. Pero, ¿qué significa esto para la identidad judía? Como dijo uno de los supervivientes del Holocausto: en el pasado, un antisemita era una persona a la que le disgustaban los judíos; ahora, un antisemita es una persona a la que los judíos no quieren… ¿qué judíos? El título de un reciente diálogo sobre antisemitismo y BDS en Der Spiegel era: «Wer Antisemit ist, bestimmt der Jude und nicht der potenzielle Antisemit» («Quién es antisemita lo determina el judío y no el potencial antisemita»). Vale, suena lógico, la víctima debe decidir su condición de víctima, así que en el mismo sentido que esto vale para una mujer que afirma haber sido violada, también debería valer para los judíos, pero aquí hay dos problemas: ¿No debería ocurrir lo mismo con los palestinos de Cisjordania, que deberían determinar quién les roba sus tierras y les priva
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Dossier: Conflicto Israel-Palestina
12 de sus derechos elementales? ¿Quién es «el judío» que determina quién es antisemita? ¿Qué pasa con los numerosos judíos que apoyan el BDS o que, al menos, tienen dudas sobre la política del Estado de Israel en Cisjordania? ¿No es la implicación de la postura citada que, aunque empíricamente son judíos, en algún sentido «más profundo» no son judíos, han traicionado su identidad judía? (Una vez fui ferozmente atacado como antisemita por el simple hecho de utilizar el término «los judíos»…). Carlo Ginzburg propuso la noción de que la vergüenza por el propio país, y no el amor por él, puede ser la verdadera marca de pertenencia al mismo. Un ejemplo supremo de esa vergüenza ocurrió allá por 2014, cuando cientos de supervivientes del Holocausto y descendientes de supervivientes compraron un anuncio en el New York Times del sábado en el que condenaban lo que denominaban «la masacre de palestinos en Gaza y la actual ocupación y colonización de la Palestina histórica»: «Estamos alarmados por la deshumanización
extrema y racista en contra de los palestinos en la sociedad israelí, que ha alcanzado un punto álgido», decía el comunicado. Tal vez, hoy, algunos israelíes reúnan el valor para sentir vergüenza a propósito de lo que los israelíes están haciendo en Cisjordania y en el propio Israel, no, por supuesto, en el sentido de vergüenza de ser judío, sino, por el contrario, de sentir vergüenza por lo que la política israelí en Cisjordania está haciendo al legado más preciado del propio judaísmo. • Traducción de Nicol A. Barria-Asenjo
@ children.israelandgaza
Los judíos también sangran Santiago Alba Rico
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onocemos el argumento de El mercader de Venecia, drama escrito por Shakespeare entre 1596 y 1598. Antonio, un rico y honesto comerciante, para atender las necesidades de su amigo Bassanio, se resigna a pedir un préstamo a Shylock, un usurero judío cuya única hija, Jessica, mantiene amores clandestinos con un cristiano. Shylock, que odia a Antonio por razones que enseguida se dirán, accede a prestarle dinero con una condición extravagante, cuyo refinado sadismo, en realidad, tranquiliza al deudor: la de que, en caso de no poder saldar su deuda en el plazo establecido, Antonio le entregue una libra de su propia carne, extraída de la zona «más próxima al corazón». Esta cláusula parece a todos una broma truculenta, imposible de aplicar en la práctica, pero llegado el momento, tras la ruina económica del prestatario, Shylock exige su cumplimiento y la república de Venecia, muy celosa de sus leyes, de las que depende su credibilidad comercial, no tiene más remedio que dar la razón al judío. Solo la intervención de una mujer enamorada, disfrazada de leguleyo, invierte la situación, en estricta legalidad, en el último momento. En 1596 no había judíos en Inglaterra: habían sido expulsados en 1290 y solo volverían cuarenta años después de la muerte de Shakespeare, en 1657, gracias a un edicto de
Cromwell. El dramaturgo inglés, como tantas veces, toma la historia de una fuente anterior, en este caso Il pecorone, atribuida a un tal Giovanni Fiorentino, una popular colección de novelle, en la estela del Decamerón, difundida por primera vez en Italia en 1378 e impresa y traducida al inglés en 1558. En la «jornada cuarta» Il pecorone relata, con otros nombres y algunas variaciones narrativas, tanto la historia de amor entre Bassanio y Porcia como la de la «deuda de carne» entre Antonio y Shylock, al que la versión medieval italiana —detalle digno de reseñar— no da ese nombre. No le da, de hecho, ningún nombre. Comparece una y otra vez bajo el apelativo de «el Judío», así en mayúsculas, arquetipo, pues, y no personaje, cifra abstracta de todos los tópicos negativos asociados a «los verdugos de Cristo». En Shakespeare el judío tiene nombre, porque solo los nombres catalizan energía dramática, pero Shylock reúne todos los vicios de la caricatura antisemita tradicional, a los que suma otro terrible: el odio sectario. Shylock es avaro, mezquino, interesado, insensible: incluso prefiere perder a su hija antes que sus ahorros de logrero. Antonio, por contra, presenta todas las virtudes: es rico por sus propios méritos, a fuerza de correr riesgos y sin parasitar a nadie; es dadivoso y leal con sus amigos; y también un buen cristiano, pues a veces presta dinero a los más pobres sin cobrar intereses. Shakespeare no nos dice —y su público no lo sabe— que no hubiese podido cobrarlos sin violar la ley. Los judíos ricos, como sabemos, eran ricos porque no se les dejaba ser otra cosa. El Derecho Canónico prohibía a los cristianos el préstamo con interés (con el hermoso argumento de que «no se puede extraer be-
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Dossier: Conflicto Israel-Palestina
neficio del tiempo, que pertenece a Dios»), pero se lo permitía a los judíos, funcionalmente situados, en este caso, al margen de su jurisdicción. Entre Guillermo el Conquistador, con el que entran en Inglaterra las primeras comunidades hebreas, y Eduardo I, que los expulsa del reino, los judíos son utilizados por los reyes a fin de succionar riqueza cristiana sin menoscabar su prestigio: los usureros, que «chupan la sangre» de los nobles y burgueses y se ganan así el odio de las clases populares, son gravados con impuestos abusivos, de manera que la riqueza de sus víctimas acaba, por esta vía interpuesta, en la hacienda real. Esto fue así, con ligeras variantes, en toda Europa, como lo refleja la propia trama italiana de El mercader de Venecia. En todo caso, ¿por qué se muestra tan implacable Shylock? ¿Por qué no se arredra ni ante los requerimientos del Dux? El mercader de Venecia es, como todas las obras de Shakespeare, una tragedia de matriz e intención popular. El autor inglés pone en juego «tipos» reconocibles por el público plebeyo y que, por su filiación misma, despiertan la simpatía o antipatía inmediata de los espectadores. La Inglaterra de finales del xvi, que no tenía más judíos que los pocos clandestinos llegados de España y Portugal, era normal y espontáneamente antisemita. El judío era «universal» en Europa; señalaba, mucho más que el pobre o el turco, al «otro» por excelencia. Shakespeare, en consecuencia, también compartía el imaginario de su época, aunque su maestría literaria convierte a Shylock en un personaje tan ambiguamente trágico que un lector de hoy puede encontrar en él recursos para protegerse del antisemitismo y denunciarlo. Pensemos, por ejemplo, en los motivos por los que el usurero shakespeariano se muestra tan implacable frente a las súplicas y exige con sombría tozudez la libra de carne del cuerpo de Antonio a la que le da derecho su contrato. El espectador de la época aceptaba sin duda que esa obstinación sañuda formaba parte de la «naturaleza» judía; el lector avisado de hoy interpreta que ese era el mensaje que Shakespeare, convencido o pragmático, transmitía. Pero si se lee con atención, y se profundiza en los matices del personaje, enseguida nos damos cuenta de que la terquedad de Shylock no se nutre —o no solamente— del odio que le inspira la bondad hipócrita de los cristianos —que enfatiza por contraste su maldad—, sino del recuerdo de las repetidas vejaciones y humillaciones que le ha infligido el buen mercader veneciano. En la escena iii del primer acto, cuando Antonio va a pedirle el dinero para su amigo Bassanio, Shylock le recuerda todas
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las veces que le ha maltratado, de palabra y de obra, en la cámara de comercio de Rialto: «Me habéis llamado descreído, perro malhechor, me habéis escupido sobre mi gabardina de judío y me habéis echado a puntapiés» y abunda enseguida con evidente rencor: «Arrogante señor, habéis escupido sobre mí el miércoles último, me habéis arrojado con el pie tal día; en otra ocasión me llamasteis dogo». Antonio no se inmuta; ni siquiera improvisa unas hipócritas disculpas en una situación de dependencia en la que está solicitando un favor. Al contrario. Reconoce con naturalidad sus violencias y hasta se vanagloria de su actitud: «Me dan ganas de llamarte otra vez lo mismo, de escupirte de nuevo y darte también de puntapiés», responde. No hay vergüenza ni remordimiento. Se puede ser bueno, honesto, abnegado amigo, virtuoso esposo e insultar, escupir y dar patadas a un judío. Se le puede pedir dinero sin dejar de despreciarlo o despreciándolo aún más por ello. Ese desprecio es, de hecho, una virtud que se añade a todas las demás. Maltratar a la vaca que te da leche, a la oveja que te da lana, al burro que tira del arado, sería estupidez y hasta cobarde baldón; despreciar al judío que te saca del apuro con su dinero sucio neutraliza cualquier amenaza de equivalencia y asegura la superioridad moral del pedigüeño. Porque la cuestión es esta: el terror cristiano a la equivalencia. Para comprender lo que quiero decir hay que acudir al pasaje más célebre y más citado de El mercader de Venecia, ese que, cada vez que es interpretado por un buen actor, nos traslada de un salto del siglo xvi al xx. Cuando en la escena i del primer acto, Salarino, amigo de Antonio y Bassanio, pide cuentas a Shylock por esa cláusula indecente («entre su carne y la tuya», le dice al judío con rotundo y apacible racismo, «hay más diferencia que entre el ébano y el márfil o entre el vino tinto y el vino del Rhin»), el usurero enumera de nuevo los agravios recibidos, se pregunta a su vez qué le ha hecho merecedor de ese trato y añade tembloroso de ira y de dolor: «Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?». A un mal poeta, ablandado ya el lector, se le habría impuesto enseguida el
colofón ideológico: ¿acaso no somos humanos? Va de suyo en lo ya dicho. En cambio, Shakespeare dobla de nuevo el vuelo hacia el lado más sombrío del personaje. La reclamación de «humanidad» de Shylock —de equivalencia— incluye también las pasiones negativas. Así que, cuando parece estar solicitando reconocimiento y piedad, interrumpe el tono quejumbroso y añade una pregunta disruptiva: «Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?». Porque ahora Shylock voltea el humanismo en acusación. Si somos iguales, viene a decir, ¿no tendré que seguir vuestro ejemplo? Si vosotros nos maltratáis cuando os sentís ultrajados por un judío, ¿qué tendré que hacer yo? ¿No tendré que responder a los ultrajes, como hacéis vosotros, con la venganza? «La villanía que me enseñáis, la pondré en práctica», le dice a Salarino con amargura. Toda esta complejidad autoconsciente late, como vemos, bajo la caricatura del antisemitismo más plano. Shylock se sabe malo, pero también sabe por qué lo es: no porque sea judío sino porque no le tratan como a un ser humano. El usurero denuncia, pues, la violencia y la indiferencia de los cristianos, frente a la cual reivindica su derecho a la respuesta: su derecho, digamos, a ser igual también en maldad.
Es importante recordar esta lección —dejemos caer— cuando los buenos desprecian, humillan y matan a los más vulnerables y les reprochan luego su insumisión. No nos gusta Shylock porque nos gustaría que las víctimas demostraran su superioridad moral respecto de los verdugos; nos gustaría que quebraran precisamente esa equivalencia que reproduce la hidra de la violencia y da siempre ventaja propagandística a los más fuertes.
En todo caso, antes de ese paso ulterior —que Shakespeare da, si se quiere, por razones caracteriológicas, llevado de la profundidad dramática que distingue El mercader de Venecia de El judío de Malta de Marlowe—, antes de ese paso ulterior, digo,
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Shylock ha enunciado el principio de la igualdad entre los seres humanos y se ha planteado la cuestión decisiva: la de por qué esa igualdad, en ciertas condiciones, no es inmediata y naturalmente perceptible: por qué nadie se da cuenta de que tenemos ojos, manos, proporciones, sentidos; de que si nos pinchas, sangramos; de que si nos cosquilleas, reímos. La respuesta es esa: soy judío. Se dice, pues, «judío» de aquel al que despreciamos, maltratamos y eventualmente matamos, pero también de aquel al que no reconocemos capacidad para sangrar si le pinchan, para reírse si le acarician, para reaccionar con dignidad si le ultrajan. Las dos cosas, lo sabemos, son inseparables: para despreciar a un ser humano, maltratarlo y eventualmente matarlo es necesario distanciarlo de nosotros en las funciones más elementales: le pegamos, en realidad, porque no siente nada. No —cuidado— porque creamos que no le duelen los golpes (golpear así no nos proporcionaría el placer de confirmar nuestra superioridad civilizada), sino porque la seguridad asumida de que no le duelen lo ha excluido de entrada del recinto de la humanidad, de manera que podemos permitirnos golpearlo sin ningún malestar moral y hasta con orgullo religioso, ideológico o patriótico. Se dice «judío», pues, de aquel que es negado por todos, de facto y ex animo, en su existencia más carnal, más común, más moralmente terrestre. Por eso Shylock pide la carne de Antonio, para recordarle su propia carne herida. Por desgracia ha cometido un error que, revelando la falsedad de su proclama (si me pinchas, ¿no sangro?), inhabilita la acción judicial. Shylock desmiente su condición sangrante al olvidar citar la sangre en su cláusula y pedir solo carne. Es un judío, aunque pretenda lo contrario. Los cristianos sí sangran y el usurero lo sabe, de manera que no podría cortar el pecho de Antonio sin cometer un abuso de contrato, razón por la que el juez, cuando aquél parece ya condenado, rechaza la demanda e impone al demandante los dos castigos que más pueden dañarlo en su integridad existencial: renunciar a su fortuna y a su fe. ¿A dónde quiero ir a parar? Cientos de años de antisemitismo, ese producto estrictamente europeo, conducen a mediados del siglo pasado al Holocausto, después del cual «judío» pasa a ser una categoría universal; es decir, los «judíos» pasan a representar a la humanidad superviviente en la
Dossier: Conflicto Israel-Palestina medida en que ellos han sufrido la más radical deshumanización. No se trata de reconocer la particularidad de los judíos, ni como amenaza ni como víctimas, ni como objetos de racismo ni como luminarias de compasión, sino de recordar que, después de esa experiencia, la medida universal de todo sufrimiento particular es precisamente el «judaísmo»: los gitanos, por ejemplo, víctimas también del genocidio nazi, quedan de algún modo «judaizados» tras ese sufrimiento compartido (y tan olvidado). Lo que hay que reprochar a Israel, dicho sea de paso, es que haya particularizado ese universal; que se haya ido sionizando más y más y, por lo tanto, desjudeizando sin parar. Lo ha hecho a través de mitos ferozmente nacionalistas (el del «pueblo judío», como demuestra el judío israelí Slomo Sand, o el de «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», como ha demostrado el judío israelí Ilan Pappé) y mediante el secuestro sectario del sufrimiento judío y de la negación sectaria del sufrimiento «judío» (como demuestra, por su parte, el escritor judío neoyorquino Norman Finkelstein). Hay muy pocos «judíos» hoy en Israel y son casi todos de origen palestino. Hay muchos «judíos» en Palestina y son todos negados en su humanidad elemental por el banal nihilismo israelí que permite o alienta su destrucción. Pero no es esta la cuestión. No es difícil empezar conmovido en Shylock y acabar asqueado en Israel, y más en estos momentos, pero de la obra de Shakespeare yo quería extraer
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Ilsutración de Marianna Raskin In a memory of Alaa Abu-Hatab family
una lección más sencilla y general, que es también, creo, la lección de los lager: la de que el pueblo elegido es cualquiera cuyos miembros tengan ojos y manos y sentidos y pasiones y afectos. Todos somos los elegidos y, por lo tanto, los amenazados. Todos hemos sido o podemos ser «judíos». Lo han sido los judíos durante siglos en Europa; también los negros esclavizados y trasladados a América; también los gitanos despreciados, perseguidos y asesinados; también ahora los musulmanes en las ciudades europeas o los inmigrantes que dejan sus países y mueren en el mar tratando —sé lo que digo— de volver a casa. Pero esta lección sencilla tiene otra concomitante igualmente simple y trágica: la de que, si todos podemos ser judíos, también todos podemos ser nazis. Porque el verdadero mal, el más banal de todos, como lo revela El mercader de Venecia, el mal rutinario y orgulloso sobre el que luego los fantasiosos excepcionales construyen sus grandes crímenes, es ese de no reconocer en el otro, mientras nos creemos buenos, un hermano carnal, un igual fisiológico y afectivo, un gemelo de pasiones alegres y de efusiones tristes. Shylock, sí, sangra; Salima llora; Seydou echa de menos a su madre. Salwa y Ali se sienten felices de haber salvado a sus pececitos. Cuando mucha gente olvida esto —y hay incluso partidos o gobiernos que nos dicen que olvidarlo nos hace mejores— es que la Historia se está afilando los dientes para darse de nuevo un banquete. •
Entrevista con
Ilan Pappé Isabel Infanta
E
n tu libro Diez mitos sobre Israel dices que uno de los mitos que hay que desmitificar es que el sionismo no es colonialismo. ¿Cómo se puede explicar?
Yo digo que el sionismo es en realidad colonialismo, pero es un tipo de colonialismo muy especial que es colonialismo de colonos. Es un tipo de colonialismo que es un poco diferente del colonialismo clásico. En el colonialismo clásico hay otro país, un imperio, que envía a su gente a colonizar y construye una colonia y cuando el imperio se va, el pueblo colonizador regresa a su país de origen. En el tipo de colonialismo al que pertenece el sionismo, que es el colonialismo de colonos, las personas que colonizan no son enviadas por un imperio, vienen por diversas razones, la más importante de las cuales es que ya no pueden vivir en Europa y están buscando un nuevo hogar y también están buscando una nueva patria. Necesitan un imperio, al principio, para construir una nueva vida, pero eventualmente también echan al imperio porque quieren crear una nueva nación para ellos mismos. El principal problema para ese tipo de colonialismo de colonos, que no era un problema para los colonialistas (el colonialismo clásico), es la presencia de otro pueblo, de los pueblos nativos en el lugar y, por lo tanto, muchos de los movimientos de colonos estaban muy ocupados en eliminar a los pueblos nativos antes de poder construir una nueva nación para ellos mismos porque sintieron que no podían volver a Europa o que Europa ya no los quería más.
La segunda pregunta tiene que ver con un concepto que usas, que es el del «genocidio incremental», para definir lo que hace Israel con los palestinos. ¿De qué se trata?
Sí, yo utilizo este término en particular respecto a la política israelí hacia la franja de Gaza, no hacia Palestina en general.
Pienso que la política israelí hacia la franja de Gaza, especialmente desde que Hamás llegó al poder y desde que Israel impuso un asedio en la Franja, eventualmente crea una situación que puede llevar a una muerte masiva y a la insostenibilidad en la Franja de Gaza. Y la única razón por la que esta parte del mundo se encuentra en tal peligro existencial es debido a las políticas israelíes. Si miras las definiciones de apartheid del derecho internacional, puedes ver que es una política que conduce a la eliminación de personas, es de hecho una política genocida, no se da en un solo evento dramático como lo son la mayoría de los genocidios, sino que es incremental, es decir, es un proceso acumulativo, gradual, que al final puede conducir a un resultado similar al de una operación puntual de genocidio como ha ocurrido en otros lugares del mundo. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue fundado el Estado de Israel, Estados Unidos lo apoyó incondicionalmente, más allá del contexto o de la situación o de cuál es su gobierno. ¿Por qué piensas que se constituye esta relación con Israel como socio menor de Estados Unidos en la región?
Hay varias razones para el lugar muy especial que Israel tiene en la política norteamericana. Creo que lo podemos comparar con una silla con tres patas, y cada una de esas
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Dossier: Conflicto Israel-Palestina
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patas explica en qué consiste la silla que es el apoyo incondicional de Estados Unidos a Israel. La primera pata es el lobby pro-israelí que existe desde comienzos de la década de 1950 y es un órgano muy efectivo, una organización que asegura que la política estadounidense hacia Israel se mantenga en la misma dirección de este apoyo incondicional. La segunda pata es el lobby sionista cristiano que es probablemente más importante que el lobby israelí, que es un lobby de composición judía. El lobby sionista cristiano existe desde comienzos del siglo xix y haciendo una estimación conservadora tiene más de cincuenta millones de miembros y presidentes como George Bush hijo o vicepresidentes como Pence, que son ellos mismos sionistas cristianos. Es gente que cree que el retorno de los judíos a Palestina es la voluntad de Dios y que este retorno llevaría eventualmente a un retorno de la resurrección de Cristo y el fin de los tiempos. Esta es una creencia fuerte y lleva a los cristianos sionistas a apoyar a Israel en todo momento y circunstancia incondicionalmente y son gente muy poderosa en los Estados Unidos. La tercera pata es el complejo industrial-militar israelí, que es un cliente muy importante tanto en su carácter de productor como de comprador de armas y tiene un acuerdo especial con el complejo industrial estadounidense, que produce armas de las cuales Israel compra una gran cantidad. Todo lo anterior se ha unido a los proyectos de investigación y desarrollo y creo que este es también un lobby muy importante que asegura la continuidad del apoyo a Israel en las administraciones estadounidenses. Agregaría a todo esto el hecho de que también Estados Unidos es una sociedad de «colonialismo de colonos». El genocidio de los pueblos nativos de lo que hoy es Estados Unidos es un sustrato ideológico y algo que también ayuda a sellar la alianza especial entre Israel y Estados Unidos.
Déjame volver atrás, a la pregunta del genocidio incremental, en realidad sobre otro concepto que utilizas, que es el de «limpieza étnica». Lo conectas con el de genocidio incremental...
Sí, definitivamente, el de «limpieza étnica» es un concepto que deberíamos unir al de genocidio incremental o apartheid y otros términos que la prensa mainstream no usa cuando habla sobre Palestina e Israel y que son el resultado de lo que comentamos al principio de esta conversación con la definición del sionismo como una ideología de «colonialismo de colonos» e Israel como un Estado «colonial de colonos». Porque, como dije, el problema más importante de un colonialismo de este tipo es la presencia de una población nativa. Cada Estado «colonialista de colonos» aborda este problema de la población nativa de maneras diferentes. Sudáfrica lo hace con la imposición de un apartheid. Estados Unidos y Canadá, con el genocidio de la mayoría de los habitantes originarios, como también hicieron los australianos. Pienso que la limpieza étnica fue el modo preferido del movimiento sionista, lo que no es un genocidio. Es decir que ellos hubieran preferido más bien una remoción total o lo más total posible de todos los palestinos en el camino de crear un Estado judío democrático y este tipo de ideología, este tipo de mirada, es definida por la ley internacional como limpieza étnica, que es un crimen contra la humanidad y recordemos que Israel cometió ya una vez una limpieza étnica masiva, en 1948. Pero desde 1948 hay una limpieza étnica gradual incremental, a veces con operaciones más masivas como en la inmediata posguerra de junio de 1967, pero más a menudo, es un pequeño tipo de limpieza étnica: grupos pequeños de gente son desplazados de un pueblo hacia otro. A veces la limpieza étnica que Israel lleva adelante en Cisjordania no consiste en desplazar a la gente necesariamente fuera de Palestina, pero es la misma idea de limpieza étnica, es la idea de que uno usa su poder para transformar un lugar étnicamente mixto en un lugar étnicamente puro, y eso es lo que Israel viene haciendo desde 1948 hasta el día de hoy. • Traducción de Hero Suárez
@ children.israelandgaza
Israel: Estado supremacista judío Norman G. Finkelstein
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Durante las últimas dos décadas, muchas personas y organizaciones respetadas han designado al régimen que Israel ha establecido en los Territorios Palestinos Ocupados (tpo) —Cisjordania, incluyendo Jerusalén Este y Gaza— como una forma de apartheid. Un pequeño subconjunto de estas personas y organizaciones designó al régimen que Israel presidió en toda la «Palestina histórica», es decir, desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo, como apartheid. 2. Este escritor, durante mucho tiempo, dudó en ir más allá del amplio consenso que designó a los Territorios Palestinos Ocupados como un régimen de apartheid, dejando abierta la descripción legal adecuada del régimen dentro de la Línea Verde. Sin embargo, mientras investigaba un extenso apéndice legal a Gaza: Una investigación sobre su martirio, este escritor fue persuadido de que toda el área desde el «río hasta el mar» debería denotarse como un régimen de apartheid. La base de esta conclusión fue simple y directa: A) la característica definitoria de una ocupación según el derecho internacional es que es temporal; si no es temporal, constituye una anexión ilegal; B) después de más de medio siglo de «ocupación» israelí, y después de repetidas declaraciones del gobierno israelí de que no tenía la intención de retirarse de los territorios palestinos ocupados de conformidad con el derecho internacional, la única inferencia razonable era que los territorios palestinos ocupados habían sido anexados de facto, independientemente de la etiqueta legal formal que Israel les haya puesto; C) Israel «desde el río hasta el mar» constituía así una entidad única; si el régimen que presidía privó de sus derechos o calificó severamente los derechos de ciudadanía de su población no judía, entonces constituía un régimen de apartheid. 3. La respetada organización israelí de derechos humanos, B’Tselem, ha llegado oficialmente a esta conclusión: «La zona entera entre el mar Mediterráneo y el río Jordán está organizada bajo un solo principio: avanzar y consolidar la supremacía de un grupo —judíos— sobre otro —palestinos—». «Un ré-
19 gimen que utiliza leyes, prácticas y violencia organizada para cimentar la supremacía de un grupo sobre otro es un régimen de apartheid». 4. El documento de posición de B’Tselem se centra en cuatro aspectos del apartheid israelí. Dos aspectos —la inmigración solo para judíos y el desarrollo de tierras solo para judíos— operan en todo este Estado supremacista judío; y los otros dos aspectos —los bloqueos a la libertad de movimiento y a la participación política— son cualitativamente más pronunciados en Cisjordania, incluida Jerusalén Oriental y Gaza. Sin embargo, la opinión de este escritor es que, por repugnantes que sean estos rasgos del régimen israelí, el aspecto que más manifiesta su carácter supremacista judío es la inutilidad que atribuye a la vida palestina. Como B’Tselem y otras importantes organizaciones de derechos humanos han documentado literalmente a diario, los palestinos son habitualmente asesinados con impunidad por ciudadanos israelíes, policías y personal militar. Estos asesinatos no despiertan interés, y mucho menos protestas, del público judío israelí. La inutilidad asociada a la vida palestina se puso de manifiesto vívidamente durante la Gran Marcha del Retorno a Gaza. Una Comisión de Investigación de la onu encontró que «los manifestantes que estaban a cientos de metros de las fuerzas israelíes y que participaban visiblemente en actividades civiles fueron baleados intencionalmente. Fueron fusilados periodistas y trabajadores de la salud claramente identificados como tales, así
Dossier: Conflicto Israel-Palestina como niños, mujeres y personas con discapacidad». También encontró «motivos razonables para creer que las fuerzas de seguridad israelíes mataron y mutilaron a manifestantes palestinos que no representaban una amenaza inminente de muerte o lesiones graves para otras personas cuando recibieron los disparos». El ministro de Defensa de Israel, Avigdor Lieberman, declaró durante la prolongada ola de asesinatos: «Los soldados israelíes hicieron lo necesario. Creo que todos nuestros soldados merecen una medalla».
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5. El documento de posición de B’Tselem y la reacción al mismo arrojan una luz esclarecedora sobre los procesos en curso (o, más exactamente, no en curso) en la Corte Penal Internacional (cpi). El punto que se está resolviendo actualmente en la cpi es si «Palestina» constituye un Estado. (Solo un Estado puede presentar una denuncia ante la Corte). El documento de B’Tselem afirma correctamente que «la Autoridad Palestina todavía está subordinada a Israel y solo puede ejercer su poder limitado con el consentimiento de Israel», y que Israel tiene sobre los palestinos «el control de inmigración, registro de población, planificación y políticas territoriales, agua, infraestructura de comunicaciones, importación y exportación y control militar sobre el espacio terrestre, marítimo y aéreo». Un abogado supremacista judío, Eugene Kontorovich, alega, en oposición al informe de B’Tselem, que los palestinos tienen su propio gobierno, lo que hace que cualquier conversación sobre el apartheid sea «inaplicable». Pero, obviamente, no es así, lo que hace que todas las conversaciones sobre el apartheid sean más que aplicables. Curiosamente, distinguidos abogados timadores y supremacistas judíos de todo el mundo presentan escritos ante la cpi argumentando que la Autoridad Palestina es impotente y, por lo tanto, no califica como un Estado capaz de presentar una denuncia. Ahora, frente al documento de posición de B’Tselem, los abogados judíos supremacistas de Israel se ven obligados a argumentar que los palestinos poseen su propio gobierno, por lo que Israel no puede ser un Estado de apartheid. Por otro lado, los amicus curiae de la parte palestina argumentan que la Autoridad Palestina ejerce una gama de poderes sólidos y, por lo tanto, califica como un Estado según el derecho internacional. Esto, por supuesto, es ridículo. El mejor argumento hubiera sido que, si Palestina no es un Estado, es porque Israel ha estado negando brutalmente a los palestinos su derecho internacionalmente consagrado a la autodeterminación y, por lo tanto, la cpi no debería recompensar la infracción de la ley por parte de Israel negando la denuncia palestina. En cualquier caso, un alto funcionario de la Autoridad Palestina, el infinitamente corrupto Nabil Shaath, reaccionó al informe de B’Tselem afirmando con seguridad: «No hay país en el mundo que sea más claro en sus políticas de apartheid que Israel». Pero si Israel es un Estado de apartheid, ¿acaso no lo convierte eso a él y a su ap en colaboradores subagentes de ese Estado?
6. En un nivel político-práctico nos podemos preguntar si denotar a Israel como un régimen de apartheid promoverá la causa ante el público en general. El apartheid en Sudáfrica se extinguió hace tres décadas. La memoria histórica de la mayoría de la gente es corta.
Es cierto que el apartheid es un crimen discreto según el derecho internacional, pero Israel ha cometido tantos crímenes reconocidos internacionalmente como crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, que la adición de uno más al acta de acusación no hará mucha diferencia. Sin embargo, denotar a Israel como un Estado supremacista judío resonará de manera convincente en el discurso público y sacudirá a los representantes y partidarios supremacistas judíos de ese Estado.
Esta terminología ahora lleva el imprimatur de B’Tselem. Los medios de comunicación establecidos invariablemente advierten: «Hamas, que pide la destrucción del Estado de Israel…». De ahora en adelante, los partidarios de los derechos palestinos deberían decir, en cada ocasión posible: «Israel, que es un Estado supremacista judío…»; «Benjamin Netanyahu, el primer ministro supremacista judío de Israel…»; «la Liga Anti-Difamación y la Junta de Diputados británica, que apoyan al Estado supremacista judío de Israel…». Si llegan a cuestionar este punto, la respuesta debería ser: «Pero una de las principales organizaciones de derechos humanos de Israel ha llegado a la conclusión de que Israel está organizado en torno al principio de la supremacía judía». • Traducción de Ernesto Kavi
Ilustración de Dana Barlev
Las imágenes que acompañan este dossier forman parte del proyecto «Children of Israel and Gaza», creado por Or Segal, estudiante de cuarto año de comunicación visual en la Academia de Arte y Diseño de Bezalel, y publicado en la cuenta de Instagram @children.israelandgaza. Segal convocó a estudiantes, profesores e ilustradores veteranes a que realizaran una ilustración en memoria de une niñe muerte en las últimas hostilidades entre Israel y Gaza y muches de elles acudieron a la cita. Sexto Piso agradece especialmente la cortesía de Hila Noam (@hila_n), Dana Barlev (@dana.barlev) y Marianna Raskin (@mariannaraskindraws), quienes nos compartieron sus ilustraciones para reproducirlas aquí.
Where You Been
Wenceslao Bruciaga @distorsiongay
Dios es gay: ¿dónde quedaron el orgullo y el Nevermind?
H
ablando desde el resentimiento: me sigue parecienlo hizo Nirvana. Para empezar, la música, en casi todos sus do injusto y escandaloso que el onomástico por los géneros, se ha suavizado. Con eso de la deconstrucción de treinta años del Nevermind pase de largo. Inadvertido como la masculinidad tóxica, al parecer, todos quieren cantar solos discos y conciertos de Elbow. Que nadie compra y a los bre los lloriqueos que les provoca su recién descubierta hique nadie va. Cuando es de las grandes bandas que ha depersensibilidad. Nirvana también lo era a su manera. «Polly» jado la cruda del britpop. Sus letras son de un absurdo tan y «Lithium» son tracks donde la sensibilidad es la que inspientrañable que te descolocan sin que te ra el pesimismo que supura gritos. des cuenta. Así es el mainstream. Una ma- Cuando Kurt Cobain gritaba al Curiosa lucha contra la invasión de dame corrupta que cotiza el placer. la derecha de la mayoría de los nuefinal de «Stay Away» que «Dios Desde luego, entiendo las razones vos cantantes gays, pues las temáticas es Gay», prendía fuego a los por las cuales esto sucede. Seguimos sin de reivindicaciones homosexuales no valores sagrados de las iglesias distan mucho de los preceptos consaber bien a bien qué pedo con el futuque alimentan la homofobia ro inmediato de la pandemia. A nadie le servadores. Solo tienen voz para insimportan los treintones puesto que el con su repulsión al sexo antitituciones que ya han evidenciado su mundo le pertenece a la inmediatez digi- reproductivo. Al colocar a Dios fracaso, como el matrimonio, la monotal de los veinteañeros. Y los gays están en posición de sodomía, decla- gamia romantizada o el consumismo muy preocupados y neuróticos deslinferoz como vía de inclusión que todo raba la guerra al pecado y todándose de la derecha, como para polo envuelve en banderas de arcoíris. La dos sus mojigatos ensayos de mutación de las ideas progresistas coner atención a un disco que además de infundirnos miedo al infierno mo nuevo convencionalismo social, cantarle un tiro al pop, se aliaba con las en cada sermón de domingo. causas de la lucha gay infringiendo las quitando a la homosexual cualquier finormas de la decencia buga. sonomía de transgresora inestabilidad. Cuando Kurt Cobain gritaba al final de «Stay Away» que Por supuesto el odio a sí mismo de Kurt Cobain no tiene «Dios es Gay», prendía fuego a los valores sagrados de las cabida en una era cargada de autoestima sofisticada. Aún iglesias que alimentan la homofobia con su repulsión al secuando el Nevermind se adelantaba a la deconstrucción de xo antireproductivo. Al colocar a Dios en posición de solos pilares. Y Cobain terminó cancelándose a sí mismo. Ha domía, declaraba la guerra al pecado y todos sus mojigatos sido de las grandes lecciones de Nirvana. Estamparnos en ensayos de infundirnos miedo al infierno en cada sermón la jeta la inevitabilidad de la muerte. Algo que no existe en de domingo. Quién lo diría. Veinte años después, vemos quienes postean sobre el presente como si nunca fueran a gays aplaudiendo los coqueteos del Papa Francisco hacia los envejecer. • sodomitas homosexuales, haciéndoles creer que la iglesia católica no los repudia tanto. Siempre y cuando no se dejen llevar por su lujuria anal. Lo cierto es que el Vaticano siempre termina por desmentir al Papa y los gays vuelven a hacer las maletas rumbo a las llamas eternas. La iglesia nos odia. La frase tuvo su origen en los grafitis que escribió el mismo Kurt en las bardas de Aberdeen y Olympia, cerca de Washington. Atrevimiento que le costó un arresto. Existe una famosa ficha policial de Cobain con su típica foto gringa de frente y de perfil. Ninguno de los cantantes de las nuevas generaciones gays se han atrevido a blasfemar tanto como
Fotografía de Wenceslao Bruciaga
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La raja
Luciana Cadahia @lucianacadahia
Desenterrar el futuro
E
s conocida la frase de Marx en su texto El 18 Brumaidea de ley o de norma. Al punto tal de que su último gesto rio, cuando, corrigiendo a Hegel, nos dice que la historia del dizque «asalto al Capitolio» —y la narrativa delirante de ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda cofraude electoral— fue la estrategia arrebatada de quien no mo farsa. Con esta expresión Marx buscaba evidenciar que tolera ese límite que marca el otro en toda experiencia deel golpe dado por Luis Bonaparte, llamado el 18 Brumario, mocrática. Y si bien Trump ya no gobierna los Estados Uniera una reiteración malograda del verdadero acontecimiento dos, la imagen de lo que fue capaz de hacer sigue resonando que supuso la Revolución Francesa. Si la revolución había como un eco de futuro en nuestra región. Si el presidente de sido el gesto trágico de un desajuste los Estados Unidos se permitió organiNo es casual que Vargas Llosa, de los tiempos, un hiato que abría la zar a un grupo de personas para tomar posibilidad de un gobierno republiorgulloso de su pasado virreinal, el Capitolio y repetir hasta el cansancano desde abajo, el golpe de Estado no haya tenido ningún reparo en cio, y sin ningún tipo de pruebas, la propiciado por Bonaparte, en cambio, existencia de un fraude electoral: ¿qué sentirse disminuido por fantano fue sino un pequeño desajuste ressear con la idea de que detrás del podríamos esperar de nuestras élites taurativo que cerraba el ciclo de una regionales de derecha tan acostumbracandidato popular Pedro Castillo das a hacer de la farsa un mecanismo imaginación republicana de corte plebeyo. A pesar de esta reflexión coyun- está la sombra de Evo Morales. de simulacro de democracia por vía del Sí, Vargas Llosa fantasea con el tural, esta ingeniosa interpretación de despojo y la opresión? la historia se convirtió en una buena Pensemos en caso de Perú. Keiko acecho del «indio» destruyendo expresión para pensar nuestros fracaFujimori, proveniente de un legado fasu dizque civilizado Perú. sos políticos del xx, puesto que todo miliar acusado por diferentes crímenes lo que comenzaba como una posibilidad política inaudita de lesa humanidad, ha decidido llevar la apuesta trumpista acaba por repetirse a sí misma mediante la perpetuación de hasta sus últimas consecuencias. Sin ningún tipo de pruefórmulas vacías. ¿Pero podemos decir lo mismo para el siglo bas, y con apoyo de la extrema derecha regional condenxxi? Más bien pareciera, si alteramos la frase de Marx, que sada en figuras como Álvaro Uribe, creó un escenario de este siglo arrancó directamente como farsa. Podríamos detensión social sin precedentes. Esta candidata, al igual que cir que la única tragedia que inauguró nuestro reciente siglo su par Uribe en Colombia, acusada de organización crimixxi es la repetición de la farsa como mecanismo de control nal y con libertad vigilada por parte de la fiscalía, ha tomado de la historia. La farsa pareciera ser la forma escogida por la inaudita decisión de declarar fraude en las firmas de las las oligarquías mundiales para evitar, a toda costa, cualquier mesas de votación. Y digo inaudita porque no hay registro evento trágico que pudiera trastocar el funcionamiento del de este tipo de concepción de fraude, cuyas pruebas concapitalismo. sisten en decir que las firmas de los listados de votación no ¿No es acaso el triunfo de Trump una de las máscaras coinciden, según el estudio de «grandes grafólogos», con las más singulares de esta trágica farsa histórica? Un producfirmas de los registros civiles. Curiosamente, todos estos to del capitalismo financiero pavoneándose de una idea de votos, estudiados de manera individualizada —pero sin que libertad como despojo y arbitrariedad, un producto del paesos individuos tuvieran derecho a pronunciarse sobre su triarcado reproduciendo una idea de masculinidad tóxica y firma— provienen de los sectores más pobres de Perú. Sosdepredadora, un niño caprichoso desdeñoso de cualquier tienen que las firmas fueron falseadas y buscan proteger los derechos de las supuestas víctimas pero con la paradójica actitud de ni siquiera tomarlas en cuenta para consultarles. Probablemente actúen así porque para ellos las firmas de los pobres siempre serán falsas. En una especie de espejo invertido, los simuladores del ethos gamonal —que de manera demoledora supo estudiar Mariátegui en los años veinte del siglo pasado— proyectan en su pueblo lo que ellos mismos cultivaron durante siglos: falsear la historia de nuestros países mediante un relato de blanqueamiento. Es decir, simular ser otra cosa con tal de no parecer sudacas. No es casual que Vargas Llosa, orgulloso de su pasado virreinal,
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no haya tenido ningún reparo en sentirse disminuido por fantasear con la idea de que detrás del candidato popular Pedro Castillo está la sombra de Evo Morales. Sí, Vargas Llosa fantasea con el acecho del «indio» destruyendo su dizque civilizado Perú. Por eso, bajo el arrogante lema «mi voto se respeta» —en línea con la famosa frase de campaña «me hicieron venir hasta aquí»— un sector de la clase media y alta representada por Keiko Fujimori ha tomado la decisión de decirle a otro sector del pueblo peruano que no están dispuestos a reconocerlos como ciudadanos con derecho al voto. Salvando las distancias, este gesto de revisión minuciosa de los votos se parece mucho a la actitud de la dueña de casa cuando obliga a la empleada doméstica a mostrar sus pertenencias para evidenciar que no se ha robado nada. Es el gesto de quien se asume como propietario del país y establece una relación doméstica con el espacio público
Próximamente…
que habita. Su concepción de la democracia, tan celebrada por Vargas Llosa en sus columnas incendiarias, parece tener una frontera muy clara: acaba donde comienzan los territorios populares, campesinos e indígenas. El partido de Keiko Fujimori, por tanto, ha decidido esculcar en los votos de los pobres porque parte de la premisa de que son sospechosos o, peor aún, que no valen nada. Pero esos sectores a los que desdeña han decidido hacer valer su voto mediante manifestaciones pacíficas y alegres en diferentes territorios. Este pueblo al que los farsantes de la historia han humillado durantes siglos ha mostrado una verdad ineludible: ellos son el verdadero sujeto democrático de Perú. Por eso, quizá la historia que empezó como farsa se encamine, gracias al talante democrático de nuestros pueblos, hacia un desajuste de los tiempos donde el pueblo peruano encuentre la oportunidad para empezar a escribir su propia historia. Quizá sea la ocasión de empezar a desenterrar nuestro futuro. •
José Hernández · @monerohernandez
La deconstrucción contra la tiranía del dogma
Elisabeth Roudinesco
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tilizado por primera vez en 1967 por Jacques Derrida (De la gramatología), el término «deconstrucción», que ha tenido una gran fortuna en todo el mundo, proviene del vocabulario de la arquitectura y de la obra de Martin Heidegger (1889-1976). En su origen, designa la deposición de una estructura destinada o no a ser reconstruida. En el corpus heideggeriano, dos términos tomados de Ser y tiempo (1927) son utilizados para de- la mejor manera de ser fiel signar un proceso que busca criticar la teología o la metafísica para despertar, a una herencia es siéndole sujeto o un método para constatar una realidad, es decir, «aquello que ocurre»: en la época moderna, y siguiendo a Ed- infiel. Nadie debe repetir un mundo o una época se deconstruyen mund Husserl (1859-1938), la cuestión del «sentido del ser» y de su «olvido» como un loro las enseñan- bajo nuestros ojos sin que podamos imen la historia de la filosofía occidental: zas de un maestro. Siempre pedir ese acontecimiento. Una carta no llega necesariamente a su destinatario. Destruktion y Abbau. El primero se refiere debemos deconstruir aqueAsí, en abril de 1985, cuando Mijaíl a la idea de «de-sedimentación», gesto a Gorbachov dio el nombre de perestroika través del cual sería posible reapropiarse llo que heredamos para (reconstrucción) a las reformas econóuna experiencia original del ser que habría sido ocultada. El segundo significa, reinventar un pensamiento micas que debían poner fin a un sistema político-económico esclerotizado, al mismo tiempo, desmontaje y desman- que tome en cuenta el instaurando una política de libertad de telamiento. De ahí que, en 1955, el filósopasado para comprender expresión fundada en la glasnost (transpafo francés Gérard Granel haya traducido rencia), ciertos intelectuales rusos marcaAbbau por «deconstrucción». mejor el porvenir. dos por el pensamiento de Derrida dijeron Sin embargo, para Derrida la deconsque se trataba de un proceso de deconstrucción del marxistrucción no es un concepto ni un método ni una noción, simo, del comunismo y de la Unión Soviética, algo de lo que no más bien un acto, un acontecimiento o algo imprevisible Gorbachov, el iniciador de todo ello, no era necesariamente que no está ligado a la doble tradición de la Destruktion y del consciente. Abbau, sino a un trabajo del pensamiento inconsciente en el Bajo esa perspectiva, en 1993 Derrida dictó una conferensentido freudiano: eso se deconstruye. No es necesario un cia, Espectros de Marx, en homenaje a un militante comunista sudafricano asesinado por un racista, y en ella mostró que, cuanto más anunciaba la sociedad occidental la muerte del comunismo, más obsesionada estaba por la «espectralidad» de Marx. Un espectro recorría de nuevo Europa: el nombre de Marx. Y proponía reflexionar sobre el porvenir de un mundo que estaría dominado por los ideales del liberalismo, que también estaba destinado a deconstruirse a fuerza de ser hegemónico.
Utilizar ese término, cuando se es filósofo, historiador o sociólogo, es querer deshacer —y no destruir o disolver— un sistema de pensamiento dominante. Es resistir a la tiranía del uno y preferir lo múltiple, y también lo contrario: no fetichizar lo universal en detrimento de la diferencia, ni la diferencia en detrimento de lo universal. También existe un uso gramatical del término: «trastorno de la construcción de las palabras en la frase». Una lengua puede deconstruirse tan solo con la transformación natural de la mente humana. Un ejemplo reciente: la lengua se feminiza antes de que la Academia legisle sobre ese tema. La deconstrucción es el instrumento que permite criticar el dogmatismo, es decir, la transformación en catequismo de movimientos o doctrinas innovadores que se convierten en su contario al abandonar su proyecto inicial: el psicoanálisis, el estructuralismo, el marxismo, el feminismo, el sionismo, etc. Así, la fuerza de ese término radica en el hecho de que Derrida siempre se consideró un «heredero» de esos movimientos y de esas doctrinas, de las que él supo reconocer su momento dogmático. Por ello, afirma que la mejor manera de ser fiel a una herencia es siéndole infiel. Nadie debe repetir
como un loro las enseñanzas de un maestro. Siempre debemos deconstruir aquello que heredamos para reinventar un pensamiento que tome en cuenta el pasado para comprender mejor el porvenir. El término «deconstrucción» se impuso en el mundo entero hasta el punto de ser utilizado para todo y de forma equívoca, debido a su éxito. Invitado durante años a dar clases en las universidades estadounidenses, Derrida recibió una acogida triunfal, al igual que otros pensadores franceses (Foucault, Bourdieu…), hoy odiados en su propio país por polemistas reaccionarios cuya notoriedad no llega fuera de las fronteras de Francia. Así, han acusado a Derrida de ser el Papa de la insensatez, de ser heideggeriano (y, por tanto, sospechoso de complicidad con el nazismo), de ser responsable de la decadencia de Occidente al visibilizar a toda una población nefasta para la civilización: homosexuales, marginales, transgéneros… Pero, por otra parte, quienes en todo el mundo se reclaman de la deconstrucción, no están a salvo de ceder a su vez a un verdadero catequismo. Para escapar de ello, tendrán que deconstruir su propio deconstruccionismo: deconstruir a Derrida. Porque el término de deconstrucción, en su principio mismo, significa que nadie escapa a la tiranía del dogma, excepto si acepta ser infiel a su herencia. • Traducción de Ernesto Kavi
Lado B
Cintia Bolio · @cintiabolio
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Grandes plumas Muriel Barbery Javier Cercas David Grossman Amin Maalouf Fernanda Melchor Mónica Ojeda Juan Villoro
Ciencia
Elizabeth Kolbert Facundo Manes
Actualidad
Svetlana Alexiévich Anne Applebaum Esther Duflo Joseph Stiglitz
Sociedad
Yásnaya Elena Aguilar Francisco de Roux Ken Loach Joselo Rangel James Rhodes Tamara Tenenbaum
www.hayfestival.org/queretaro #HayQuerétaro21 @hayfestival_esp “Esta (obra, programa o acción) es de carácter público, no es patrocinado ni promovido por partido político alguno y sus recursos provienen de los ingresos que aportan todos los contribuyentes. Está prohibido el uso de ésta (obra, programa o acción) con fines políticos, electorales, de lucro y otros distintos a los establecidos. Quien haga uso indebido de los recursos de ésta (obra, programa o acción) deberá ser denunciado y sancionado de acuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente”.
Feliz Boxing Day, Mr. Garvey Eduardo Lago 1
B
enoit, ¿cómo se llamaba el aeropuerto abandonado al que fuimos juntos hace años después de una entrevista? Leí la pregunta en la pantalla del móvil, me pareció bien y pulsé la flecha de enviar. Leve zumbido. Cuando se apagó añadí: Por cierto, ni idea de a quién entrevistamos. ¿Tú te acuerdas? Benoit es el fotógrafo con el que suelo trabajar cuando el periódico me encarga una entrevista, aunque desde que empezó la pandemia no hemos vuelto a hacer ninguna. Vive en Red Hook con Keiko, su novia japonesa. Exnovia, perdón. Lo acaban de dejar, aunque siguen viviendo juntos en el apartamento de Van Brunt. Ahora que son roommates, se llevan mejor, me dijo Benoit hace unos días. Floyd Bennett, leí en el WhatsApp de vuelta. Venía acompañado de una imagen de Google Maps con un pin rojo que señalaba la ubicación exacta del aeropuerto. ¿Y la playa a la que fuimos después? Fort Tilden. Es verdad. En Fort Tilden (a eso voy) nos tropezamos por casualidad con Lou. Lou es periodista. Últimamente anda indagando el mundo de la psicodelia. Justo anoche me mandó el enlace de su último artículo, «Las dos caras de la ketamina». El día que nos lo encontramos estaba con su futura exmujer, Marcia, y con su hija, intentando mantener a flote una cometa en forma de albatros. La playa estaba cubierta de nieve. Cuando los vi me dio la sensación de que no durarían mucho más tiempo juntos, no sé por qué. Después de charlar un rato con él y su mujer, seguimos paseando por la arena nevada. A la altura de un ferri varado, frente a unas rocas, Benoit sacó una pipa eléctrica, puso en el receptácu-
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lo unas hebras de una marihuana azulada muy potente que le acababa de llegar de California, le dio un par de caladas y me la pasó. Buen viaje, dijo. Es curioso. Poco después del encuentro de Fort Tilden, mis dos amigos se separaron de sus respectivas parejas. Benoit y yo nos escribimos de cuando en cuando, pero de Lou hace mucho que no sé nada. Después de la separación se fue a vivir a una colonia de artistas en Bushwick. Músicos, escritores, profesionales del cine, todos gente muy activa, judíos en su mayoría. Organizaban reuniones, lecturas, conciertos, rituales de ayahuasca, ceremonias de limpieza psíquica, cosas así. Varias veces me invitó a sus encuentros. ¿Te acuerdas de a quién entrevistamos el día que fuimos a Fort Tilden, Benoit?
A Teju Cole. Es verdad. ¿Y cuándo fue? Dos rayas grises: mensaje no leído. Me suele pasar. Terminada la entrevista se me desdibujan los detalles, como si la quisiera borrar. Hay cosas que tengo claras. Solo hago entrevistas en persona, lo cual me ha llevado a rechazar algunas de gran interés, como me ocurrió con Joy Williams, una de las escritoras norteamericanas más importantes de los últimos tiempos. Era una oportunidad única, pero hubiera tenido que ser por correo electrónico y renuncié a hacerla. Otra vez me pidieron que entrevistara por teléfono a Martin Amis, con quien he coincidido varias veces y nos llevamos bien. Hace años lo entrevisté en su casa de Brooklyn y durante la conversación se bebió él solo una botella de Pinot Grigio. Pero esta vez no era en persona, de modo que también la rechacé. Las dos últimas entrevistas que me propusieron no las pude hacer por la pandemia. La primera fue justo cuando se empezaba a propagar el virus. Querían que entrevistara a Bret Easton Ellis en Los Ángeles, pero me pareció arriesgado coger un avión. Se la acabó haciendo el corresponsal de la Costa Oeste. De todos modos, Ellis no me interesa gran cosa, así que no lo sentí demasiado, aparte de que también a él lo había entrevistado hace ya bastantes años en el Chateau Marmont, el legendario hotel de Hollywood frecuentado por estrellas de cine, leyendas del rock y escritores millonarios. La
segunda entrevista se frustró varios meses después por motivos muy distintos. Colson Whitehead, el escritor afroamericano, había accedido a un encuentro en persona en Riverside Park. Intercambiamos varios mensajes, confirmando los detalles. Vendría a Manhattan desde su mansión de Cold Harbor, en Long Island. El asunto estaba cerrado cuando el Weather Channel anunció la llegada del huracán Isaías a Nueva York justo el día que habíamos fijado para el encuentro. Whitehead y su agente no le dieron mayor importancia e insistieron en mantener la cita, pero cuando les hice llegar un mapa con el pronóstico del tiempo se echaron atrás. Lo aplazamos para unos días después, pero cuando llegó la fecha fui yo quien tuvo que cancelar por motivos que sería muy prolijo explicar y la entrevista la acabó haciendo por Zoom el corresponsal de Washington. El motivo por el que les escribí a Benoit y a Lou esta mañana es que ayer estuve en Rockaway Beach y la excursión me hizo recordar el día que los tres coincidimos en la playa de Fort Tilden hace unos años. Benoit seguía sin responder el mensaje en el que le preguntaba cuándo habíamos estado allí, de modo que decidí escribir a Lou. ¿Cuatro años?, contestó. Me lo imaginé fumado en su habitación de Bushwick. La palabra Bushwick desencadenó una sucesión de imágenes en mi cabeza. A veces, los nombres de lugares me transportan a zonas imprevisibles de la memo-
Ilustraciones de Zsu Szkurka
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ria sin que mi voluntad intervenga en ello. El recorrido que hice en coche con Benoit por las pistas desiertas de Floyd Bennett me hizo revivir el paseo en bicicleta que di unos veranos después por las explanadas de otro aeropuerto abandonado, Tempelhof, en Berlín. Era una asociación arbitraria, pero las construcciones que hay en los alrededores de Fort Tilden me trajeron a la memoria los siniestros edificios erigidos en Templehof por Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Casi al final del paseo, en un recodo del aeropuerto, bajo unos arcos, descubrí un sex club para mujeres. Un letrero de neón rosa anunciaba el espectáculo. Junto a la entrada había una vitrina en la que se veían fotos de chicos que bailaban semidesnudos delante de las mesas que ocupaban las clientes. En Fort Tilden acabamos yendo a una especie de hangar donde había un comedor gigantesco, casi totalmente vacío de gente, una fortificación de piedra frente al mar. Al salir, la extraña sucesión de construcciones que cercaban el lugar me hizo sentir que estaba dentro de un cuadro de Giorgio de Chirico. En aquel momento me llegó la respuesta de Benoit. Tres fotos del día que estuvimos en Fort Tilden. En el vértice inferior derecho de cada una aparecían unos dígitos luminosos con la fecha exacta: 11 / 28 / 17. Lou se había equivocado por un año. De repente caí en la cuenta de que todavía no les había dicho a mis amigos la razón por la que les hablaba de nuestro lejano encuentro. Ayer, paseando por la promenade de Rockaway, escribí, me tropecé con un hotel abandonado que por alguna razón me hizo recordar el día en que coincidimos todos en Fort Tilden. Les envié el mismo mensaje a los dos por separado, acompañándolo de una foto del misterioso edificio. Sabía que era imposible que vieran la relación, de la misma manera que yo tampoco sabría explicar por qué el hallazgo de aquel extraño hotel había encendido de tal modo mi imaginación. Para saberlo, les expliqué, no me quedaba más remedio que escribir un cuento. No sé cómo será, añadí, pero en cuanto lo termine se los haré llegar.
2 Todo empezó un día antes, el 26 de diciembre, para ser exactos. Alan Hurst, el editor de Blueprint, me pidió que me acercara a su cubículo. ¿En qué andas, Nick? En varias cosas a la vez, todas encargos tuyos que me pedirás que deje en cuanto esté a punto de terminarlos. ¿Por qué? He visto algo en The Gothamist que me ha llamado la atención y me gustaría que metieras las narices por si encuentras algo.
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¿De qué se trata? Hurst se hizo a un lado para que pudiera ver bien la pantalla de su ordenador, donde aparecía la foto de un misterioso edificio en ruinas. ¿Qué es? Un hotel abandonado. Los vecinos no ven en él misterio alguno, al contrario, se quejan de que lo ruinoso de su estado puede resultar peligroso y exigen su demolición pero las autoridades locales no se dan por aludidas. No sé, a mí me gusta. A mí también. Seguro que hay una buena historia ahí, por eso te he llamado. He indagado un poco en internet, pero no he sacado gran cosa en claro. Está así desde 2012, cuando el huracán Sandy arrasó la zona. Acércate a ver qué averiguas. Habla con los vecinos. ¿Dónde queda? En Rockaway. Mándame la foto por WhatsApp. Alan se inclinó sobre el teclado e hizo lo que le pedía. ¿Te ha llegado ya? Sí. Si la amplías con los dedos, verás el nombre en la fachada. Ensanché la imagen y en el frontispicio vi aparecer unas letras levemente distorsionadas que decían Hotel del Mar, en español. ¡Ya tengo el título!, exclamó Alan de repente. ¿Qué título? El de la crónica que vas a escribir. ¿Hotel del Mar?, pregunté. No. ¿Me lo vas a decir o tengo que adivinarlo? ¿Qué día es hoy? 26 de diciembre. Exacto. ¿Es ese el título? Naturalmente que no. ¿Entonces? El 26 de diciembre es Boxing Day. ¿Cómo? Boxing Day. Ya te he oído. ¿Y qué se celebra? ¿El cumpleaños de Cassius Clay? ¿No sabes qué es Boxing Day? No.
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El día después de Navidad. En esa fecha, la clase alta inglesa tenía por costumbre poner dinero, comida o lo que fuera en unas cajas de cartón que regalaban a la servidumbre para compensarla por haberles hecho trabajar para ellos el día anterior. ¿Y qué tiene que ver eso con la foto que me acabas de mandar? Nada, solo que cuando vi en el calendario que hoy es Boxing Day me pareció un título perfecto. ¿Qué haces ahí parado? Ponte las pilas. Tranquilo, todavía no me has dicho la ubicación exacta de tu hotel. Alan Hurst se levantó y clavó una chincheta roja en el mapa de metro que tiene en la pared de corcho de su cubículo. Al final de Rockaway Beach, casi en Breezy Point. El barrio donde se encuentra el hotel responde al seductor nombre de Belle Harbor. Queda en el paseo marítimo mismo. La dirección que he encontrado en internet es Ocean Promenade, sin número, pero no tiene pérdida. Está a la altura de la calle 125. Se puede ir perfectamente en metro. Clavé la mirada en el mapa. La parada que había marcado Hurst con la chincheta era 116 Street, Rockaway Park, la última de la línea A, al final de un delgado promontorio de tierra. Donde se acaba Queens, dije, o sea, un poco más allá del fin del mundo. ¿No estás aquí para aprender el oficio de periodista? Pues tendrás que ir a donde está la noticia, llévate un buen libro para entretenerte durante el viaje. Este mismo, dijo, cogien-
do un delgado volumen que había debajo de los papeles que cubrían su escritorio. Motor Maids across the Continent, leí. La portada era de un color verde estridente, una foto tratada en la que se veía a cuatro damas de aspecto victoriano vestidas con traje y sombrero a bordo de un descapotable. Las tres más jóvenes estaban en el asiento trasero y otra, de más edad, sonreía al volante. El autor era Ron Padgett, el poeta. Cuando salí del metro fui directamente a la promenade, el paseo que discurre a lo largo de las dunas que bordean la playa, y me pasé un buen rato contemplando el mar. Hacía un día muy tranquilo. Un plácido sol invernal que apenas calentaba brillaba en el centro de un cielo perfectamente límpido. Había muy poca gente paseando. Lo que más me llamó la atención fue el perfil de los edificios, extrañamente atractivos en su fealdad. Entre las torres de apartamentos había espacios comerciales, dependencias de organismos oficiales, clubes deportivos, centros de salud, residencias de ancianos. Tal vez fuera efecto de la pandemia, pero todos parecían haber sido abandonados. En el aire flotaba un silencio inquietante, apenas roto por el rumor del oleaje. No tardé en dar con el hotel. Su enigmática silueta, muy distinta de las de las construc-
ciones que lo rodeaban, se distinguía perfectamente desde muy lejos. Unas manzanas antes de llegar pasé por delante de un edificio que me llamó poderosamente la atención, una estructura de ladrillo de color marrón oscuro cuyo aspecto me intrigó. Me detuve un momento a contemplarla. Delante de la entrada había una terraza con mesas verdes de metal, varias de ellas ocupadas por ancianos, hombres y mujeres en su mayoría de raza La historia del Hotel del Mar resultó negra. Una residencia de la tercera edad, ser mucho menos interesante que la evidentemente. Un individuo que llevaba una bata blanca me saludó desde la puerta. de su extraño inquilino ocasional. Por Le correspondí con un gesto de la mano y alguna razón, la suspicacia que había seguí andando hasta que llegué al Hotel del Mar, un centenar de yardas más adelante. despertado en él mi súbita irrupción Era un edificio de otra época, de un estilo en sus dominios desapareció como que no tenía nada que ver con los que flanqueaban la promenade. Tras contemplarlo por ensalmo no bien trabamos condurante un buen rato, le saqué una foto. El versación. Marcus Garvey parecía sol daba de lleno en la fachada y no salió muy bien, pero aún así se la mandé a Alan. estar impaciente por contar su hisBuena captura, contestó inmediatamente. toria, como si llevara mucho tiempo Me fijé en los detalles. Estaba precintado con planchas de madera gris que recorrían esperando a que apareciera alguien todo el trazado del piso inferior, que queda- dispuesto a escucharla. ba ahora por debajo de las tablas del paseo marítimo, como consecuencia de los destrozos causados por pendencias como la cocina, la lavandería, el comedor, y por el huracán. Las puertas y ventanas estaban todas selladas. En último los salones. A continuación recorrí los pasillos, y abrí la primera planta había un mirador y en la más alta una hilelas puertas de varias suites y habitaciones al azar. Muchas de ra de buhardillas, una de ellas mucho más espaciosa que las las maderas del suelo estaban levantadas, así como los peldademás. En el tejado se alzaban dos chimeneas gemelas. En el ños de las escaleras, que era peligroso pisar. Subí con cuidado frontispicio, que sostenían unas columnas blancas, se apreciahasta llegar al piso más alto, donde di con un amplio espacio ban claramente las palabras que había podido ver antes en la abuhardillado al que se accedía por una puerta doble. Afuepantalla de mi celular: Hotel del Mar, en español. En el solar ra había un rótulo de madera con un nombre borrado y en la que había alrededor del edificio se acumulaban escombros y hoja derecha el número de la habitación en dígitos de bronce: matas silvestres, la mayoría secas. Una malla de metal cerca45. Giré con cuidado el pomo de la puerta y cuando la empujé ba toda la propiedad. cedió sin ofrecer resistencia, aunque justo en el momento en Así que este es el lugar que tanto le llamó la atención a Alan que lo hacía se oyó un chirrido estridente, una especie de sey cuya crónica se ha empeñado en que escriba, la crónica de ñal de alarma que enseguida se cortó. Era la mejor habitación un edificio decrépito y abandonado, que tal vez no tenga una del hotel, sin duda. Lo que más me sorprendió fue que a difehistoria digna de ser contada. Decidí entrar, para lo cual tuve rencia de todas las que había visto, que estaban sin excepción que saltar la valla de alambre. En una placa de metal inscrita en un estado total de decrepitud y abandono, lo que había en con letras rojas se podía leer: aquella suite estaba escrupulosamente ordenado. Explica eso bien, me imaginé que me diría Hurst cuando propiedad privada llegara a esta parte del relato. ¿Qué había exactamente en la prohibido el paso suite 45? Hice acopio de memoria para que no se me escapara ninUna pareja de ancianos se detuvo al verme saltar, pero ensegún detalle. guida siguieron su camino sin prestarme atención. Una vez Me llamó mucho la atención que el papel de la pared esal otro lado, inicié una exploración ordenada de los distintos tuviera en perfecto estado, como si lo acabaran de poner. Era espacios, planta por planta, primero el vestíbulo, después dede color azul claro, con motivos marineros como faros, salvavidas, anclas, gaviotas, estrellas de mar, todo un poco cursi. Los objetos que había en la suite eran de lo más variopinto: lámparas de pie o adosadas a la pared, mesas, un juego de sillas, un sofá y dos sillones de cuero, una chimenea encima de la que se veía el caparazón de una tortuga gigante, una brújula y un calendario; estanterías de libros medio vacías y frente a
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la ventana salediza, que daba al mar, un escritorio con un rollo de persiana curvo, cartas y papeles, un tintero, más libros, y un mueble de cajones. Descorrí la persiana del escritorio y dentro vi lo que me pareció un manuscrito. ¿Un manuscrito? Una especie de mamotreto encuadernado. Estaba al fondo, como escondido, pero no me dio tiempo a ver bien qué era, porque en aquel mismo momento retumbó una voz detrás de mí. ¿Se puede saber qué demonios haces aquí?, preguntó el recién llegado con voz grave. Me di la vuelta y vi a un individuo de raza negra no muy alto, de unos cincuenta y cinco años, tal vez alguno más. Era más bien retaco pero de complexión atlética. ¿Se puede saber de dónde sales?, inquirió tras un momento de silencio. Pese a lo formidable de su aspecto, el tono que empleó cuando se dirigió a mí no me resultó amenazador. ¿Y usted?, me atreví a preguntarle. ¿Cómo que yo?, barbotó. Confieso que en aquel momento sentí un poco de miedo. El recién llegado tenía el torso y el cuello anchos, una cicatriz en la mejilla y el tabique de la nariz quebrado. ¿Y cómo iba vestido?, querría saber Alan. Chaqueta marrón oscuro, pantalón gris, jersey burdeos de cuello vuelto y zapatillas de deporte blancas, desproporcionadamente grandes. Tampoco hace falta que des tantos detalles. En la crónica tendrás que prescindir de tanta verborrea. Bueno, sigue. Yo… yo…, balbucí. Soy yo quien tiene derecho a preguntar, tronó el hombre de la chaqueta marrón, cerrando bruscamente el rollo de persiana que acababa de abrir yo y asiendo con fuerza el libro que había cogido del interior. Este es mi despacho y estas son mis cosas. ¿Y las deja aquí, en un lugar al que cualquiera puede entrar? ¿No teme que se las quite nadie? Nadie entra aquí. A nadie se le ocurriría hacer una cosa así. Se me ha ocurrido a mí. ¿Por qué crees que estoy aquí? Tengo un sensor que me avisa cuando alguien abre la puerta, aunque nunca había pasado hasta ahora. Todavía no me has dicho a qué has venido. Soy periodista. ¿Ah, sí? ¿Y para qué medio trabajas?
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Ahora mismo para una publicación digital, estoy haciendo unas prácticas, pero no me pagan. ¿Cómo se llama? Blueprint. Nunca he oído hablar de ella. Ni usted ni nadie. Hay muchas así, todas iguales. Es una start-up de esas que no van a ningún lado. El editor en jefe, Alan Hurst, me pidió que viniera a indagar la historia del hotel. Parece que los vecinos de la zona se quejan del estado del inmueble. Les parece peligroso, eso leí en internet. Tenía intención de hablar con algunos, pero ni siquiera he empezado a buscarlos. He venido directamente al hotel. Usted es la primera persona con quien hablo. Tal vez me pueda ayudar. Sí, claro. Lo que faltaba. Por cierto, lo que has hecho constituye delito. ¿No has visto el cartel de prohibido el paso? Te podría denunciar. ¿Y usted? ¿Yo qué? El paso está prohibido para todos. No. ¿Cómo que no? Mi caso es distinto. Yo vivía aquí hasta que llegó el huracán Sandy. Todo el mundo sabe que tengo mi despacho aquí y nadie dice nada. La policía está al tanto, pero me deja en paz. A fin de cuentas soy del barrio. Contigo la cosa sería diferente. ¿Entonces vive aquí? Vivir, vivir, no. No hay condiciones. Solo vengo a trabajar. Me he instalado en la mejor habitación, como ves. El lugar estaba atestado de cajas rebosantes de fichas y papeles perfectamente ordenados. Me recordó el sótano de la casa de Gay Talese, que vi una vez en un reportaje. ¿Le puedo preguntar a qué se dedica, señor…? Garvey, Marcus Garvey. Soy boxeador. Bueno, lo fui. No puede ser. ¿Cómo que no? Campeón de Coney Island en la categoría de pesos pluma en el verano de 1987. Boxeador. Esa sí que es buena. A mi jefe le va a encantar la coincidencia. ¿Qué coincidencia? ¿Sabe qué día es hoy, señor Garvey? 26 de diciembre. Es difícil perder la cuenta. Ayer fue Navidad. Me quedé pensando. ¿En qué?, me preguntaría Alan. Cuando Marcus Garvey hizo aquella observación, comprendí por qué querías que la crónica se titulara así. Boxing Day es tu versión del Cuento de Navidad, tradición honrada por muchos autores, desde Charles Dickens hasta Paul Auster.
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Boxing Day es el Cuento de Navidad con un día de retraso, las sobras de un relato, por decirlo de algún modo. ¿Y le explicaste a Marcus Garvey qué significaba aquella fecha para los británicos? Me pareció que era mejor no hacerlo. ¿Por qué? Me dio miedo que pensara que le estaba tomando el pelo. Está bien, sigue. ¿Y tú?, me dijo Garvey. ¿Yo qué? Todavía no me has dicho cómo te llamas. Tiene razón, perdone. Me llamo Nick. Nick Castle. Me quedé callado. ¿Qué mosca te ha picado? ¿Por qué te interrumpes?, me preguntaría Alan. No, que de repente cambié de opinión con respecto a explicarle a Garvey lo de Boxing Day. Boxing Day, le dije, se celebra el 26 de diciembre, pero no tiene nada que ver con el boxeo. Me taladró con la mirada, como si, efectivamente, pensara que estaba tomándole el pelo. Mejor, dijo por fin. Respiré aliviado y le expliqué el significado de la fecha. Estos ingleses…, fue todo lo que dijo cuando acabé.
¿Qué son todos esos papeles que tiene ahí, míster Garvey?, me atreví a preguntarle. Recortes de periódico. Obituarios, para ser precisos. ¿Y el libro encuadernado que había en el escritorio? Una selección de los mejores. Entonces somos colegas. Soltó una carcajada. ¿Boxeador tú? No te lo tomes a mal, pero no das ni para peso mosca. Me refiero a los obituarios, puntualicé. Me interesan mucho. He escrito varios para Blueprint, pero mi jefe no ha querido publicar ninguno. Nunca saca nada de lo que le doy, a pesar de que me lo encarga él. Tampoco publicará esto. Estoy seguro. ¿A qué te refieres cuando dices esto? Al hotel. Ya. Tampoco yo he escrito nada de lo que ves aquí. ¿Ah, no? ¿Quién entonces? Un amigo mío que trabaja para el New York Times. Bueno, trabajaba. Ya se ha jubilado. Es una larga historia. Empezó como periodista deportivo. Escribió la crónica del combate en el que me coroné como campeón de Coney Island. ¿Y qué hace con los recortes? Bueno, no son los originales. Son fotocopias. Los clasifico por fechas y después los ordeno. Saco todo el material de la biblioteca pública. Antes había una hemeroteca, pero ahora está todo digitalizado. ¿Y cuándo le dio por esto? Cuando le pedí a mi amigo el escritor de obituarios que escribiera el mío. ¿Cómo dice? Lo que ha oído. ¿Por qué no me lo cuenta todo bien desde el principio, míster Garvey?
3 La historia del Hotel del Mar resultó ser mucho menos interesante que la de su extraño inquilino ocasional. Por alguna razón, la suspicacia que había despertado en él mi súbita irrupción en sus dominios desapareció como por ensalmo no bien trabamos conversación. Marcus Garvey parecía es-
tar impaciente por contar su historia, como si llevara mucho tiempo esperando a que apareciera alguien dispuesto a escucharla. Invitándome a tomar asiento en un sillón de cuero, se acomodó en una silla frente a mí, cerró los ojos, respiró hondo y empezó a hablar. Había nacido en el mismo Belle Harbor, unas veinte calles al oeste de donde nos encontrábamos, el 31 de marzo de 1964. No guardaba ningún recuerdo de su infancia digno de mención, dijo con voz pausada. No había sido particularmente dichosa, ni lo contrario. Su padre, Oliver Garvey, mecánico de coches, como acabaría siéndolo él, era además un excelente músico de jazz, virtuoso del saxofón, talento que no heredaría su hijo, aunque Marcus siempre recordaría con afecto la multitud de ocasiones en que su padre lo llevó consigo a los clubes de jazz donde tocaba los fines de semana, en multitud de garitos repartidos por todo Brooklyn. Su madre, Mande Holford, era auxiliar de enfermería. Marcus tenía trece años cuando su padre perdió la vida en un accidente de tráfico, al volver de una actuación a la que, por fortuna, no le había resultado posible acompañarlo. La furgoneta en la que viajaba la banda chocó frontalmente con un minibús en la Brooklyn Queens Expressway y perecieron todos menos el contrabajista. Marcus Garvey era hijo único. Un año después del accidente ingresó en una Escuela Técnica y Vocacional de Sheepshead Bay, donde se formó como electricista, oficio que jamás llegaría a ejercer. Fue allí donde se inició en el boxeo. A los diecisiete años, el profesor de educación física del instituto fue testigo de una pelea en la que el joven Marcus se deshizo de un compañero a puñetazos con tal limpieza y elegancia, que inmediatamente decidió presentárselo a un amigo suyo, propietario de un gimnasio de boxeo en Fort Greene, encareciéndole que se ocupara de su formación como púgil. Libró un total de veintiséis combates, de los que ganó los primeros veinticinco por ko. El combate número veinticinco supuso la culminación de su trayectoria, pues con aquella victoria se proclamó campeón de los pesos pluma de Coney Island, hazaña que consideraba el mayor logro de su vida. Por desgracia, a partir de ahí todo fue mal. Su primer título sería también el último. A Míster Garvey se le humedecieron los ojos al decir aquello. En el siguiente combate, prosiguió, el número veinti-
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séis, su rival, un chico jamaicano de Crown Heights de diecinueve años, prácticamente desconocido, un tal Talbot James, le propinó tal paliza que además de desfigurarle el rostro y dejarlo en estado de coma, cortó en seco su fulgurante carrera. Me ganó a los puntos, no tengo ningún problema en reconocer eso, pero no me noqueó, puntualizó orgullosamente míster Garvey cuando me dio cuenta del aciago episodio. Aguanté de pie hasta que sonó la campana, al final del duodécimo asalto. Lo que no dijo, pero era a todas luces evidente, es que no haber besado la lona antes de acabar el combate fue precisamente la causa de su desgracia. Resistir los embates de su rival como lo hizo fue lo que le obligó a dejar el boxeo para siempre. Nada más sonar la campana se desplomó sin que nadie lo tocara y fue preciso trasladarlo del cuadrilátero a la uvi sin pasar por el vestuario. Casi no lo cuenta. Como consecuencia de los golpes tuvo un derrame cerebral y entró en coma. Tardó dos meses en recuperarse y aunque logró salir, la paliza le había dejado tales secuelas que no le quedó más remedio que buscarse una manera menos violenta de ganarse la vida. El dueño del taller de coches donde su padre había ejercido como mecánico durante muchos años, Jim Marshall, consumado trompetista que tenía su propio grupo de jazz (nada que ver con la banda de la que formaba parte su empleado, aunque no era raro que los domingos por la tarde improvisaran jam sessions en el patio trasero del taller) le ofreció ocupar el puesto de su padre. A Marshall le hubiera gustado invitarle a formar parte de su banda, pero como hemos dicho ya, el hijo de Oliver Garvey era negado para la música. Como mecánico, por el contrario, resultó ser un manitas y no tardó mucho en hacerse famoso en el barrio e incluso más allá de sus confines. Gentes de todo Brooklyn acudían al taller de Jim Marshall solicitando los servicios del joven Garvey. Los coches que pasaban por sus manos adquirían un valor muy superior al que tenían antes de que los retocara él. Cuando el viejo trompetista se jubiló le traspasó el negocio. Bajo su dirección el taller alcanzó cotas de esplendor como no las había conocido en sus mejores tiempos. Su reputación se mantuvo en lo más alto hasta el día en que también él decidió jubilarse, no hacía mucho.
¿No te dijo nada de si se casó?, quiso saber Alan. ¿Tuvo hijos? Yo también lo pensé, y viendo que no decía nada al respecto, se lo pregunté a quemarropa. No tengo nada en contra de tan venerable institución, fue su respuesta, pero el vínculo sagrado del matrimonio no es para mí, al menos con una mujer, añadió. Muchacho, oyéndote hablar así me da la sensación de que estás tratando de venderme la historia de Míster Garvey. No la pienso publicar, que lo sepas. No esperaba otra cosa de ti, pero te equivocas en cuanto a mis expectativas. Lo único que estoy haciendo es contarte su historia tal como me la contó él a mí. Ya buscaré donde publicarla. No hace falta que te pongas así. De todos modos, hablando de coherencia narrativa, todavía no has dicho nada de su amigo el escritor de obituarios. Marcus Garvey se puso cómodo, sacó una lata de puritos del bolsillo y me ofreció uno. Me fijé en la marca: Café Créme. Holandeses, precisó. Gracias, no fumo. ¿Te molesta que lo haga yo? En absoluto. Tim Doyle, dijo. ¿Cómo? Mi amigo el periodista se llama así. También es del barrio. Nació aquí, en Belle Harbor, como yo. Nuestras familias se conocían, pero él era quince años mayor que yo y nunca nos llegamos a tratar. Cuando cumplió diez años (faltaban cinco para que naciera yo), su padre se lo llevó a Tallahassee, Florida, donde le habían ofrecido un buen contrato como músico de orquesta. Garvey guardó un momento de silencio antes de decir: Un músico más. En esta historia el único que no es músico soy yo. Bueno, Tim tampoco, aunque los dos somos hijos de músicos. El caso es que a pesar de ser del barrio, Tim Snyder no se cruzó en mi camino hasta el día que disputé el campeonato de los pesos pluma de Coney Island. Cuando terminó el combate se acercó a saludarme al vestuario, libreta en mano. Me contó que su padre y el mío habían sido muy amigos. Tocaron juntos en muchas ocasiones, antes y después de su estancia en Tallahassee. El viejo Doyle (también se llamaba Tim) recordaba el día del accidente como uno de los más tristes de su vida. Fue él quien lo puso sobre aviso de la pelea que el hijo de su viejo amigo Oliver Garvey estaba a punto de disputar, sugiriéndole que la cubriera para el Times. Tim Doyle hizo lo que le sugería su padre y en el periódico le dijeron que sí. Por aquel entonces todavía trabajaba en la sección de deportes.
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Míster Garvey acarició el libro encuadernado que tenía en las rodillas. Luego lo pasaron a noticias locales, y más adelante a obituarios, donde se quedó hasta que se jubiló. ¿Y todo esto que hay ahí lo escribió él? En realidad no. Era documentalista. Su trabajo consistía en ocuparse de archivar los datos relevantes relacionados con los futuros difuntos en un fichero, de modo que cuando se producía el óbito del sujeto en cuestión estaba todo preparado. Es así como funciona, al menos en el Times. Entiendo. Lo que ves aquí es el resultado de mis rastreos en el archivo de obituarios del periódico. Me dediqué a bucear en busca de las necrológicas que se publicaron utilizando la documentación preparada por Tim. Son las únicas que rescaté. Preparó muchísimos obituarios a lo largo de los años, de modo que lo que hice fue seleccionar los más interesantes. Me divertí mucho haciéndolo. Hay gente fascinante. Pero lo que me motivó en realidad es que quería hacerle una especie de homenaje a Tim. Todos esos obituarios debería haberlos escrito él. Cuando se lo digo le quita importancia y me dice que su misión era otra. Muy interesante, Nick, dijo Alan, encendiendo un cigarrillo. ¿Hablasteis de cuando Doyle cubrió la crónica de su victoria en Coney Island? Ahí está el quid de la historia. ¿Qué quieres decir? Es la única vez que Doyle escribió sobre él. Garvey soñaba con que lo volviera a hacer, y Doyle también, pero no pudo ser. La crónica del combate en el que Marcus Garvey se proclamó campeón de los pesos pluma de Coney Island no solo fue la única vez que escribió sobre Garvey. También fue la última 39
crónica pugilística que escribiría a lo largo de toda su carrera como periodista. Tras una breve temporada en noticias locales, logró pasarse a obituarios, ¿Y eso? Su intención era escribir la crónica del siguiente combate. De hecho, el Times se lo encargó formalmente, y mandó un fotógrafo para acompañarlo, pero tras presenciar la paliza, le resultó imposible escribir nada. ¿Qué pasó con las fotos? Garvey le pidió al reportero gráfico que las destruyera. Le hubiera causado una consternación infinita conservar ningún testimonio de algo tan ignominioso. La derrota de Garvey afectó profundamente a Doyle, que había trabado una intensa relación con el joven púgil después de publicar la crónica de su gloriosa victoria. ¿La llegaste a ver? Cuando le pregunté si la conservaba, se llevó la mano al bolsillo, de donde sacó un recorte amarillento en el que aparecía una foto en la que se le veía a él muy joven. Me fijé en la fecha: 15 de junio de 1987. La llevo siempre conmigo, me explicó. En la foto se veía al árbitro sujetando por el brazo a los dos contendientes, ambos mucho más bajos que él. Con la mano derecha sostenía en alto el puño izquierdo del vencedor, con la izquierda sujetaba la muñeca derecha del púgil derrotado, a la altura del bajo del pantalón. ¿Cuántos años tenía usted ahí, míster Garvey?, le pregunté. Veintitrés, contestó, sonriendo con modestia. ¿Tiene curiosidad por ver cómo es mi amigo Doyle? Llevo su foto en la cartera. Naturalmente, le dije. En la foto se les veía a los dos muy sonrientes. Fue entonces cuando me di cuenta de que eran pareja. Como había dicho Garvey, Doyle era bastante mayor que él. ¿Doyle también es negro?, quiso saber Hurst. Blanco como la tiza. Pelirrojo. Su padre era irlandés. El editor de Blueprint se rascó la cabeza, pensativo. Bueno, sigue. Garvey guardó la foto de Doyle en la cartera y sacó de ella una tarjeta de visita. Me gustaría verla. ¿La tienes ahí? Se la pasé. Alan Hurst leyó en voz alta: marcus garvey Archivador de Obituarios Hotel del Mar, Belle Harbor Queens, New York, 11694.
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¿Qué pasó después? me preguntó, devolviéndomela. Salimos juntos de la suite. Garvey me llevó a la parte posterior del edificio. Según él, la escalera que había allí era la más segura. Cuando estuvimos en la promenade me preguntó si me gustaría conocer a Doyle en persona. Vive muy cerca, precisó. Le dije que sí. Después de todo lo que me había contado de él, tenía mucha curiosidad por ver cómo era. Echamos a andar por la promenade. El cielo se había llenado de nubarrones negros, en contraste con lo diáfano que estaba cuando llegué. Va a nevar, dijo míster Garvey, siguiendo la dirección de mi mirada. No habíamos recorrido ni cien yardas, cuando me di cuenta de que el lugar al que nos dirigíamos era el edificio de ladrillo de color marrón oscuro que tanto me había llamado la atención cuando iba camino del Hotel del Mar. Me vino a la cabeza la imagen de los ancianos que estaban tomando el sol en las mesas de la terraza, acompañados por sus cuidadores, hombres y mujeres vestidos con batas blancas. Al llegar frente a la terraza nos detuvimos. En un poyete de piedra, junto a la puerta de entrada, había un hombre de unos setenta años leyendo el Daily News. Las mesas estaban todas vacías salvo una en la que había una enfermera, de pie, sujetando el manillar de una silla de ruedas ocupada por un anciano que se cubría la cabeza con un gorro de lana y se tapaba las piernas con una manta escocesa. Tim, te presento a Nick Castle. Lo sorprendí husmeando en mi despacho. Fue él quien hizo saltar la alarma. Es buen chico. El anciano asintió. Tenía los ojos de un azul aguado. Buenos días, hijo, ¿de dónde eres?, me preguntó. Del Bronx, señor. Yo soy irlandés. Me guiñó un ojo. Parecía estar de buen humor. Nick es periodista, explicó Garvey. Todavía no, me apresuré a decir. De momento estoy haciendo unas prácticas. Yo lo fui, pero hace tiempo que no escribo nada para ninguna publicación. Bueno, sí, de vez en cuando alguna cosa para el periódico de Rockaway. ¿Hay uno? Sí. The Waves. Sacó del bolsillo de la chaqueta un ejemplar cuidadosamente plegado y lo extendió encima de la mesa. Las letras de la cabecera eran de color azul. ¿Hay algo tuyo ahí, Tim?, preguntó el ex boxeador. Doyle pasó las hojas y recorrió con el índice un titular de grandes caracteres que decía: Rick Valbuena, jugador de billar, muere de Covid-19 a los ochenta y dos años.
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Buena gente Rick. Vivía en la residencia también. ¿No le vas a decir a tu amigo que se siente? La enfermera se disculpó y nos dejó a solas. No me habías dicho que pensabas escribir el obituario de Rick. Quería darte una sorpresa. Me parece muy bien, pero eso no cambia las cosas. Nuestro trato sigue en pie. No te preocupes por eso. Los miré de hito en hito, tratando de entender de qué hablaban. Es una larga historia, dijo Doyle. Cuando nos vinimos a vivir aquí, Marcus me hizo prometerle que volvería a escribir sobre él. No quería que la crónica de la pelea de Coney Island fuera lo único, matizó Garvey. Lo peor no es eso. Está empeñado en que tiene que ser para el New York Times. Está obsesionado con eso. Me lo has prometido. Tim Doyle volvió hacia mí sus ojos cansados. ¿Lo ves? No me deja opción. El día que me lo pidió le dije: ¿Pero cómo quieres que haga una cosa así, Marcus? ¿Qué quieres que escriba sobre ti? A ver si adivinas lo que me contestó ¿Su obituario? Así es, como quien no quiere la cosa. Para el New York Times. ¿Qué te parece eso, Nick? ¿Qué harías tú en mi lugar?
¿Yo? Para el Times nada menos. ¿De qué quieres que hable, Marcus? Tus años como boxeador se acabaron hace mucho. Y no voy a contar tus éxitos como mecánico. Si al menos hubieras sido músico de jazz como tu padre o el mío… ¿Por qué no le cuentas la verdad a Nick? Doyle se quedó callado. ¿Qué verdad?, me atreví a preguntar. Garvey se volvió hacia mí: No le hagas caso. Se queja en balde. De hecho ya le han dado el sí. ¿Entonces se lo van a publicar? Eso es. ¿En el New York Times? Claro, dijo Garvey. Tiene que ser ahí, como la primera vez. Alcé la vista hacia el edificio como si de un momento a otro se fuera a desplomar sobre nuestras cabezas, pero no sucedió nada. Entonces, muy lentamente, me volví y me quedé mirando en dirección de la playa. Empezaba a nevar. Sam no ha dicho que sí, le corrigió el irlandés. Ha dicho que lo intentará. No es lo mismo. ¿Quién es Sam? Estuvo a cargo de la sección de obituarios durante muchos años. Tim trabajaba para él, me explicó Garvey. Son muy amigos. Es cierto que se ha jubilado, pero ahora es su hijo el que lleva la sección, así que todo queda en casa. Sam le ha explicado la situación y le ha asegurado a Tim que su hijo se
las arreglará de algún modo para colar la necrológica, en su momento, claro. Ha dicho que intentará colarla, eso no quiere decir que lo vaya a conseguir. No es tan fácil, puntualizó Doyle. Sam es un hombre de palabra, y su hijo es el jefe de sección. Doyle cruzó una mirada de complicidad conmigo. De todos modos, para poder hacerlo… empezó a decir, pero no terminó la frase. Tendrás que aguantar más que yo, es todo, sentenció míster Garvey. No hay ninguna prisa.
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Cada vez nevaba con más fuerza. La playa se empezó a cubrir de blanco. En ese momento apareció la enfermera. Más vale que entremos, anunció, asiendo la silla de ruedas. Puede venir con nosotros, si lo desea, añadió, dirigiéndose a mí. Gracias, pero creo que será mejor que me vaya antes de que arrecie la tormenta. Me espera un largo trayecto hasta llegar a Manhattan. El viejo boxeador me dio la mano. Feliz Boxing Day, míster Garvey, fue lo único que se me ocurrió decirle. •
Psycho Killer
Carlos Velázquez
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El último Ramone
L
a historia del punk siempre acusó a toria norteamericana: The Voidoids y los De todos los Ramones, Malcolm McLaren de usurpar el estiRamones. solo faltaba la versión de lo de Richard Hell para diseñar la imagen Marky Ramone lo escupe todo en Punk Marky. Que llegó el año de los Sex Pistols. A los ojos del punk norRock Blitzkrieg. My Life as a Ramone (Cúpupasado, tres después de la la, 2015). La biografía que lo ha embarcateamericano el movimiento inglés era por completo prefabricado. El recelo alrededor muerte de Johnny. En Com- do en una gira mundial con su banda. Una mando, la biografía del gui- de las diferencias palpables entre el punk de Johnny Rotten, Sid Vicious, Steve Jones y compañía, fue experimentado sobre tarrista, cuenta su historia gringo y el inglés es que uno es consideratodo por los Ramones. Quienes considedo una generación y otro un movimiento. parcialmente. Aunque el raban que aquellos y The Clash se volvían La filosofía del primero contaba con un libro es un documento ricos emulándolos mientras ellos apenas par de ideólogos a la altura de Žižek: Dee invaluable, no retrata a sobrevivían con su música. No importa Dee Ramone y Richard Hell. El punk infondo su personalidad. que Q Magazine hubiera calificado a Never glés pugnaba por el God Save the Queen, Mind the Bollocks como el álbum más inmientras que el gabacho hablaba de la aliefluyente de la década de los setenta. Para ellos eran basura. nación ontológica. «Blank Generation» se convirtió en su Marky Ramone (Marc Bell) fue un testigo privilegiado de la himno. Pero a Richard Hell no le interesó abanderar a su era. Desde que la Velvet Underground plantara la semilla especie e hizo agonizar a su banda, The Voidoids, hasta que de lo que sería el género, Marky eslabonaría la época al formurió. Sacaron un solo disco, lo mismo sucedería después mar parte de los dos conjuntos más significativos de la hiscon los Sex Pistols, antes de que se destruyeran. Hell era
De VENTA en librerías y red virtual. #RepúblicaDeLectores
un auténtico alienado. Su prioridad era la heroína. Marky cuenta que se despeñaba en la bañera sin agua de su departamento por semanas a inyectarse. Cuando Marky se vio en un apuro económico, no podía pagar la renta, fue a pedirle ayuda a Hell, quien lo ignoró. Entonces renunció a la banda. Tiempo después sería contratado por los Ramones. La biografía comienza con una anécdota totalmente Ramone. Dee Dee y él se dirigen en coche desde St. Pete a Miami Beach para ofrecer un concierto. Marky estaba sobrio. Cuatro años antes no había llegado a Columbus debido a sus problemas de alcoholismo y los Ramones cancelaron el concierto. Y lo habían expulsado de la banda. La historia estuvo a punto de repetirse. Dee Dee había conseguido incendiar el coche y lo abandonaron en la carretera. Un raite en la parte trasera de una camioneta les permitió llegar a tiempo. La saga del último Ramone ostenta varias de las mejores memorias del mundo de la música. Uno de los miembros de la que para muchos es la más grande banda de todos los tiempos. Y de uno de los bateristas más reconocido de la historia. De todos los Ramones, solo faltaba la versión de Marky. Que llegó el año pasado, tres después de la muerte de Johnny. En Commando, la biografía del guitarrista, cuenta su historia parcialmente. Aunque el libro es un documento invaluable, no retrata a fondo su personalidad. Que sí podemos observar en las palabras de Marky. Quizá Punk Rock Blitzkrieg llevaba tiempo escrita. Y no fue hasta la muerte de Johnny que Marky se atrevió a publicarla. En parte porque de todos los Ramones, con el único que mantuvo una relación fue con el baterista. A pesar de que lo corrió de la
banda. Aunque después lo volviera a contratar. Cuando Joey estaba enfermo de cáncer, Marky trató de convencer a Johnny de que lo fuera a visitar al hospital. Nunca lo consiguió. Pero Johnny sí permitió que Marky tuviera contacto con él hasta el final. También murió de cáncer. Solo Dee Dee moriría como una auténtica estrella de rock. De una sobredosis. Los Ramones nunca pagaban hotel, cuenta Marky. Era solo una de las tantas manías de Johnny para hacerle ahorrar dinero a la banda. Eso y los lugares que debía ocupar cada uno en la camioneta de gira. Y las reglas que imponía Johnny siempre. Y el maltrato que le endilgaba a Joey. Y los desvaríos de Dee Dee. Y el trastorno obsesivo compulsivo de Joey (en una ocasión obligó a Monte, el chofer de la banda, a regresar al aeropuerto de NY solo para que tocara el piso con el pie). Todo ello es relatado por Marky con el cariño que significó ser miembro de la banda punk por excelencia. Donde narra sus andanzas por Alemania junto a Dee Dee en busca de reliquias nazis. Y en donde en un bar Dee Dee, que había crecido en Alemania, se pelea a palabras en alemán perfecto con unos habituales del lugar. Una historia dura, la de los Ramones. La banda no soportó más y se separó en 1993. Si hubieran aguantado un poco quizá habrían recogido todo lo cosechado durante décadas. Su gira de despedida, que incluyó Brasil y Argentina, los situó en Latinoamérica como un evento equiparable a la beatlemanía. Los adolescentes se tiraban a las ruedas de la camioneta que los transportaba al concierto. Los Ramones ingresaron al Salón de la Fama. Después, Dee Dee se pasonearía de heroína. Tommy sería víctima también del cáncer. Marky, el quinto Ramone, le ha puesto punto final a la historia. •
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Psicología de la disolución
Judas Glitter