La
casa José Ardila
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A
veces, mamá habla sobre tiempos muy lejanos cuando la casa no era tan chiquita. Dice que el viento se colaba no sé por dónde, que merodeaba y gemía durante horas antes de encontrar un escapadero. Y mamá silba tratando de imitar el viento y pregunta: –¿Recuerdas? Y yo digo: –Claro. Y ella dice: –Qué bueno. Y no nos dirigimos la palabra hasta la noche del otro día. No me gusta hablar de esos tiempos lejanos cuando la casa no era tan chiquita. Me viene esta sensación de poder recorrerla en miles de zancadas y, por lo extraña, para no morirme de la piedra, prefiero creer que se trata del coletazo de un sueño hermoso. Después de la muerte de papá, la casa se convirtió en un misterio inacabable. De repente, esos cuartos vacíos de toda la vida demandaban que fueran explorados. Y por un buen tiempo fuimos solo mamá y yo en aquellas aventuras de polvo y bichos y baúles viejos. Entonces vino la abuela. Llegó de visita una mañana y decidió quedarse porque no era sano que mamá viviera sola en esta casa tan enorme. –No está sola –dije. Pero a ella le importó un carajo. Se fue mudando de a poquitos. Iba y volvía con una prenda de ropa o un mueble distinto cada tanto y, cuando quise darme cuenta, la casa ya estaba plenamente colonizada por ella y por sus cosas. –¿Cuándo se va? –le pregunté a mamá. –No se va –dijo. –¿Por qué? –No es sano que viva sola en esta casa tan enorme.