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Colón en Nuremberg
Miguel Martínez
Colón en Nuremberg
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I.
La resistencia a usar el concepto de genocidio para valorar los hechos de la conquista y colonización de América es comprensible. Genocidio, en las versiones cotidianas de su uso, se asocia inevitablemente con la barbarie nazi. Parecería que la inefable violencia de la Shoah, la gélida sistematicidad de las matanzas, la velocidad futurista del exterminio de diferentes grupos humanos no se compadece bien con los procesos del viejo colonialismo —con su brutal guerra imperial y su universalismo cristiano, su explotación extractivista y su institucionalidad cambiante, su régimen esclavista y su derecho de Indias.
La idea de genocidio aplicada al colonialismo europeo y español de la edad moderna enciende los ánimos de una derecha radicalizada que ha encontrado recientemente fuentes de legitimidad en el historicismo grotesco y desinformado sobre las glorias del imperio. Pero la vinculación del moderno concepto de genocidio con los siglos de imperio español en América tiende a resultar extemporánea y excesiva también para quienes abogan por una relación más crítica con el pasado imperial. En sus usos cotidianos y en la aceleración de las redes, la imputación de genocidio a la conquista de América le parece a mucha gente irresponsable, estrafalaria o anacrónica.
Existe, sin embargo, una profunda relación histórica entre las diferentes formas del colonialismo europeo, incluyendo por supuesto el español, y la historia del derecho internacional en torno al genocidio. Si la experiencia histórica del colonialismo es en gran medida constitutiva de un delito tan enorme que, para Churchill, en la inmediata posguerra, aún no tenía nombre, parecería razonable tomarse al menos cierta pausa para abrir una conversación al respecto en la España del 12 de octubre. Veamos.
II.
Tendemos inevitablemente a asociar el genocidio con el Holocausto. Sin embargo, ni el Holocausto está en la génesis del concepto de genocidio, ni a los criminales nazis les fue imputado ese delito. El concepto de genocidio se debe al trabajo del jurista Raphael Lemkin (1900-1959), judío polaco que logró escapar del exterminio en 1939 y que escribió varios textos fundamentales en la conceptualización legal del crimen desde su exilio estadounidense.
Las primeras reflexiones de Lemkin sobre el asunto preceden en casi una década a los campos de exterminio y se presentaron en una conferencia de juristas en Madrid en 1933. Detrás del pensamiento de Lemkin sí que estaban el genocidio armenio y, como veremos, la larga historia del colonialismo europeo.
Lemkin dedicó su vida a consolidar en forma de derecho internacional sus argumentos jurídicos sobre el genocidio, palabra que acuñó por primera vez en 1942. En su texto más influyente,Axis Rule in Occupied Europe(1944), Lemkin explica las políticas genocidas del Tercer Reich en términos inequívocamente coloniales: «El genocidio tiene dos fases: una, destrucción del patrón nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición del patrón nacional del opresor. Esta imposición, por su lado, puede hacerse sobre una población subyugada a la que se le permite permanecer, o sobre el territorio, tras vaciarlo de población y colonizarlo». No es que Lemkin proyectara el Holocausto hacia atrás como tipo ideal de genocidio para comprender históricamente el colonialismo del pasado. Al contrario, la reflexión sobre el colonialismo fue fundamental en su conceptualización del delito que asociamos, equívocamente, con los crímenes juzgados en Nuremberg.
Durante los juicios, Lemkin peleó para que los jerarcas nacionalsocialistas fueran condenados por genocidio, pero no tuvo éxito: fueron condenados por crímenes contra la humanidad, tipo delictivo formulado por su contemporáneo y rival intelectual Hersch Lauterpacht (1897-1960), también judío
centroeuropeo. Tanto Lauterpacht como Lemkin perdieron a buena parte de sus familias en Treblinka y Auschwitz. Su rivalidad académica y las trayectorias entrecruzadas de sus vidas, contadas magistralmente por Philippe Sands en East West Street (2016), son fundamentales para comprender el siglo xx. Para Lauterpacht solo los individuos podían ser objeto de crímenes, no los grupos. Lemkin consideraba, sin embargo, que hay crímenes que se cometen contra los individuos en tanto miembros de un grupo. Pensaba, además, que si bien las masacres son sin duda importantes para la tipificación del delito, no son imprescindibles. El genocidio es, sobre todo, un atentado sistemático contra la posibilidad de reproducción biológica y cultural de los grupos humanos, la destrucción pautada de sus formas de vida.
El shock del Holocausto y la terca persistencia de Lemkin lograrían convocar a la comunidad internacional en la Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio (1948). «En todos los periodos de la historia, el genocidio ha infligido grandes pérdidas a la humanidad», leemos en el preámbulo del acuerdo de Naciones Unidas. La premisa para el acuerdo no es solo la súbita aparición de un crimen cataclísmico, sino también su aterradora normalidad, su recurrencia histórica a lo largo de los siglos. Los argumentos sobre el anacronismo del concepto de genocidio para referirse a la destrucción causada por los imperios de las edades moderna y contemporánea son comprensibles, pero son tal vez demasiado insensibles al espíritu de la ley. Es posible, además, que la lentitud de varias potencias imperiales europeas para ratificar el acuerdo (Francia en 1959, España en 1968, Reino Unido en 1970) tenga que ver, precisamente, con los procesos de descolonización.
En la Biblioteca Pública de Nueva York, que custodia una parte de los papeles de Lemkin, existe un borrador de unaHistoria del genocidio que el jurista no alcanzó a terminar (nypl, Raphael Lemkin Papers, 1947-1959). En esa obra manuscrita, incompleta e inédita, Lemkin explora por extenso la relación inherente, constitutiva, entre la larga historia del colonialismo y el delito de genocidio tal y como lo elaboró en su pensamiento jurídico. Lemkin dedicó algunos de sus borradores a estudiar las más salvajes empresas del alto imperialismo de los siglos xix y xx —los papeles contienen secciones sobre el Congo belga, Sudáfrica, Tasmania, Nueva Zelanda, el genocidio armenio o la Rusia zarista. Pero no hay ruptura, sino continuidad, con la larga historia del colonialismo moderno desde 1492. Secciones tituladas «España, genocidio colonial», «Yucatán» o «Los indios de Sudamérica» insertan inequívocamente el imperio español en el Nuevo Mundo en su indagación histórica y jurídica sobre la relación entre colonialismo y genocidio. Muy marcado por la lectura de Las Casas, consideraba al dominico «un eslabón en la cadena que lleva a la proclamación del genocidio como crimen internacional». La conclusión del jurista que inventó el concepto de genocidio y que trabajó incansablemente para convertirlo en derecho internacional dejaba escaso margen de duda: «no podemos exculpar al colonialismo». ¿En qué medida se corresponde el juicio del jurista, cuyas fuentes históricas fueron limitadas, con las conclusiones de los historiadores especialistas? Una posible respuesta se encuentra en los debates que han tenido lugar respecto a las dimensiones y la naturaleza de la destrucción de las Indias desde la demografía histórica.
III. El debate principal —que por supuesto ignoran quienes entienden la historiografía como autoayuda para la nación— se dio entre los maximalistas, o high counters, y minimalistas, o low counters. El bautizo en inglés es obra de David Henige, autor de Numbers from Nowhere (1998), una enmienda a la totalidad de la llamada escuela de Berkeley, cuyos maestros principales fueron Sherburne F. Cook y Woodrow Borah. Cook y Borah, los maximalistas, construyeron un modelo estimativo que infló desordenadamente la población original americana, con lo cual también se inflaban las dimensiones de la destrucción posterior. Ángel Rosenblat, en una serie de trabajos fundamentales, se constituyó en referente de los low counters. Sin embargo, Rosenblat no necesitó relativizar la catástrofe humana generada por la conquista para mantener su posición en un debate que incluía muchas estimaciones intermedias entre ambos extremos. Judío nacido en la Galicia polaca, no lejos de los pueblos natales de Lemkin y Lauterpacht, y asentado primero en la Argentina y luego en Venezuela, Rosenblat fue categórico respecto a sus motivaciones: «No parece razonable que explicar la extinción de 100.000 indios, en lugar de 3.000.000, implique una glorificación de la conquista». Las cifras, por supuesto, se referían solo al debate sobre la isla Española (hoy Santo Domingo y Haití), que, por establecer tempranamente los patrones de la colonización continental posterior, ha sido siempre piedra de toque en un debate de enorme complejidad en términos metodológicos.
Un texto del demógrafo Massimo Livi Bacci nos ayuda a aclarar un poco las cosas. En «Return to Hispaniola: Reassessing a Demographic Catastrophe» (2003), Livi Bacci deja claro, en primer lugar, que en efecto las estimaciones de población originaria que hicieron Cook y Borah para La Española son inverosímiles, lo cual pone en entredicho sus conclusiones para otros territorios, así como sus métodos de investigación. También explica con claridad cuáles fueron los procesos por
los que, en apenas unos años tras la llegada de Colón a la isla, la población taína había desaparecido. Lo más interesante de Livi Bacci, sin embargo, no es su escrupulosa revisión cuantitativa, sino la reevaluación cualitativa de los factores implicados en la catástrofe. Las matanzas indiscriminadas tuvieron sin duda una importancia capital en la destrucción demográfica, como la tuvieron las epidemias. Pero ninguno de estos factores explica el abismal declive poblacional en La Española y otras islas del Caribe en las primeras décadas de la conquista.
El factor determinante es, simplemente, la apocalíptica disrupción de la vida de las sociedades indígenas que implicó la llegada de los españoles: la alteración de los patrones reproductivos debidos a los desplazamientos forzosos, el régimen de trabajo, la demanda española de hombres en minas y construcción frente a la agricultura de subsistencia, las masivas dislocaciones de reducciones, repartimientos y encomiendas, la violencia sexual y sus efectos en las redes y estructuras familiares. La precarización de la vida desató la rebelión, que a su vez llevó a endurecer el régimen disciplinario y brutalizó las matanzas, que a su vez generaron huidas, amontamientos y cimarronaje en entornos hostiles a la vida de las sociedades indígenas. La extinción de los pueblos originarios, además, fue acicate para el comercio transatlántico con personas esclavizadas, convirtiendo al Caribe de la primera modernidad en macabro laboratorio de experimentación histórica.
Lo ocurrido en La Española, como en tantos otros lugares, se basó en un círculo vicioso que recuerda inevitablemente a «la destrucción de los cimientos esenciales de la vida de los grupos», de la que hablaba Lemkin, o a una de las formas del genocidio, según la onu, como «sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial». En el caso de los pueblos caribeños que padecieron las peores consecuencias del desembarco colombino, la destrucción fue de hecho total. Sin embargo, concluía Livi Bacci, «ni la leyenda negra, con su crueldad excepcional, ni el paradigma del suelo virgen, con su mortalidad basada en la enfermedad, son necesarias para explicar la extinción de los taínos. La perturbadora normalidad de la conquista fue causa suficiente».
IV. Las inercias de la Transición y una notable falta de reflexión colectiva han convertido en normalidad no menos perturbadora la celebración pública de unos hechos que ninguna sociedad debería celebrar. El 12 de octubre ha contribuido a naturalizar un relato nacional basado en la despreocupada asunción en primera persona del plural de crímenes que deberían exigir, como mínimo, una distancia crítica.
La consideración serena y rigurosa del papel que el colonialismo tuvo en la cristalización jurídica del delito de genocidio debería contribuir a la desnaturalización de nuestra relación con el pasado imperial. Taínos y armenios, judíos y tutsis son, para el espíritu de la ley, caras históricamente diferentes de la misma moneda bárbara. Es obvio que no se trata de sentar en la Sala 600 del tribunal de Nuremberg a Cristóbal Colón en efigie para exigirle responsabilidades penales. Ni siquiera se trata, creo, de flagelarnos impúdicamente por los crímenes de los españoles antepasados, lo cual parece tan estúpido e improductivo como congratularnos por sus gestas.
Sí se trata, sin duda, de abrir un debate que nunca debió cerrarse en falso. El calendario de fiestas es apenas la punta del iceberg, pues la discusión debería incluir los currículos escolares, la política exterior y migratoria, el racismo institucional, la historia imperial o esclavista de grandes corporaciones y las políticas de memoria pública. Es muy posible que las cuentas pendientes vayan mucho más allá, como se planteó Bartolomé Clavero, historiador del derecho, en un libro valiente en que trataba de interrogar con seriedad las dimensiones jurídicas del pasado imperial español, la compleja relación entre historia y justicia: Genocidio y justicia. La Destrucción de las Indias ayer y hoy (Marcial Pons, 2002). Pero en cualquier caso una conversación pública y multilateral, abierta y franca, académica y cívica sobre los incómodos legados del imperio sería un buen lugar por donde empezar. Y sería una base mucho más sólida para construir la fraternidad de los pueblos que la lamentable arrogancia imperial de nuestros líderes políticos y de opinión. Ojalá no tuviéramos que ver muchos más 12 de octubre. Pero mientras duren, que sirvan para considerar con cierta serenidad el decidido impulso ético que latía detrás de la búsqueda jurídica e histórica de Lemkin: la idea de que la humanidad debe imponerse la tarea de cuidar de todos los grupos humanos. •