CUENTO
Cecilia Soto
Difusa
Juan Soto
Hacía más de veinte minutos que buscaba los anteojos cuando sonó el teléfono. Tanteó el aparato hasta que dio con la tecla para atender. Era Marina; le dijo que la Rosa se había muerto así, de súbito, esa misma mañana. Que a la noche la velaban y al mediodía la pasaban por la Iglesia. No entendió bien lo que le contestó cuando le preguntó de qué; la chica tenía una angustia que apenas podía hablar. Le dijo que se subiría al primer colectivo que saliera, que tratara de estar tranquila, que pensara que ahora estaba con Dios. Se sentó. Los contornos de las cosas se fundían con la penumbra del atardecer. Un dolor de cabeza intenso la obligó a permanecer en el sillón un rato. Cuando logró levantarse fue hasta el departamento de al lado y tocó el timbre. –Querida, por favor, no vendrías a ayudarme a buscar los anteojos. No veo nada y no los puedo encontrar. Se ha muerto mi hermana, allá en el pueblo, y tengo que irme a la terminal. La chica registró todos los rincones del departamento. Hasta en la heladera se fijó y nada, no estaban por ningún lado.
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–Está bien, querida, gracias. Sin que ella se lo pidiera, la vecina la ayudó a meter algo de ropa en un bolso y le pidió un taxi. Ya subida al colectivo, estuvo un buen rato obstaculizando el pasillo. “¡Déle, señora!”, gruñó una voz desde atrás. Veía los cuadraditos luminosos pero no distinguía los números. El muchacho que estaba sentado adelante le preguntó qué asiento tenía. Como no estaba segura le mostró el papel del boleto. Estaba cerquita, ahí nomás el asiento. Pensó que el chico habría creído que además de ciega, también era muda. Una vez en su asiento y con la luz del colectivo apagada, volvió a preguntarse dónde los habría metido, cómo podía ser. Durante las largas horas de viaje se sorprendió varias veces a mitad del ademán de acercarse a la cara, con el dedo índice, el puente que unía los cristales. No se podía dormir. Recordó a la Rosa de chica, ordeñando la vaca, limpiando el gallinero. Nunca le había huido al trabajo, ni siquiera al más pesado. Era fuerte la Rosa, ya de señorita se había convertido en una mujer grandota, recia, de esas