Diario para una tormenta - Esmeralda Torres

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Diario para una tormenta Esmeralda Torres


© Esmeralda Torres © Fundación Editorial El perro y la rana, 2013 Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela, 1010. Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399. comunicaciones@fepr.gob.ve editorialelperroylarana@fepr.gob.ve www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve/mppc/ Sistema Nacional de Imprentas. Capítulo Nueva Esparta Espacio Cultural Comunitario Luís Beltrán Prieto Figueroa Telefóno: 0295-2422883 snimprentas@fepr.gob.ve sistemanacionaldeimprentasne@gmail.com Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela Gabinete MPPC Estado Nueva Esparta Diagramación: Luis Alfredo Patiño Impresión: Carel Quijada

Depósito Legal: ISBN 978-980-14-2658-5 lf 40220138003202 IMPRESO EN LA REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA


A Francisco Reinaldo Torres, In memoriam



Diario para una tormenta



Entre el armario, sobre sรกbanas frescas dobladas, el olor a alcanfor dilata mi nariz y me adormece. Abro con cuidado la puerta. Por un haz de luz veo a mi madre sentada frente al espejo mientras peina sus canas. Una a una van cayendo desde sus ojos hasta su falda. Soy testigo oculto de su llanto.

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Padre, ven a probar este té de hierbas que sirvo para ti cada noche. Ven, mira esa luna nueva, este eclipse de planeta muerto. Mira cómo mi madre te extraña y te desea mientras desenreda su cabello con el peine de nácar que dejaste olvidado. Vuelve por ella, te suplico sácala de este silencio sálvanos de su llanto.

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La madre arrastra con pasos largos la nostalgia. Busca entre las hojas de viejos cuadernos, una esperanza. Busca en fotos manchadas por las muchas crecidas del rĂ­o. Tiende las camas una y mil veces en el sino repetido de los que esperan.

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La madre cree oír el sonido de unas llaves. Se levanta desde la tristeza y se asoma a través del velo de la cortina. Cree oír unos pasos en la escalera, Oye el ladrido de un perro, oye también su corazón. Nadie en la noche, el perro se calla. Y mi madre regresa al lugar de donde se levantó.

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Van saliendo de las esquinas de los cuartos, las risas vienen desde el patio. La mata de guayaba vuelve a ser estremecida. En medio de la tarde nos regala su carga de pomas, en un traqueteo profuso. Se queda quieto el รกrbol, se callan las risas nadie sale desde las esquinas.

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Los ojos de una madre pueden acabar en una noche con un techo de cañas. Abrasar en un instante cualquier lucidez. Mucho más si son aun los ojos de una niña que teme. Puede terminar la casa toda consumida en el fuego de la culpa. No habrá amanecer que las salve. El mundo conspira afuera, mientras la otra duerme, inocente.

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Madre, deja ya esos aperos que tienes largo tiempo guardados tras la puerta. Conservo tus palabras, tus caricias, lo demĂĄs son mis pasos que me llevaron a cruzar a la otra orilla del rĂ­o, los que no me regresarĂĄn aun volviendo.

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La casa se derrumba, las ventanas se desprenden de sus postigos. El jardĂ­n luce mustio. Los animales de la casa y los pĂĄjaros, se marcharon ayer. Los unos con su andar entristecido, los otros, en un vuelo rasante, desaparecieron para siempre.

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SueĂąo que el barco es azotado por un golpe de mar. Tratamos de huir de la ciudad arrasada. La madre no resistiĂł tanta desgracia y yace su cuerpo en el fondo de la nave. Luce tan hermoso el cuerpo de la madre que a pesar de la tormenta, unas gaviotas han traĂ­do hojas de orillas lejanas para adornar su cabello. Es dura la tarea de estas aves, pero no desisten.

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Sue帽o que una r谩faga venida del mar hace perder el equilibrio de los hermanos, Los miro mientras las olas los arrastran. No hay remedio, me dice el coraz贸n. Ellos me miran sin pena, entienden y sin desespero, mientras se hunden, con sus manos me dicen adi贸s.

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Madre, para que mis pasos no perturben tu larga espera, guardo conmigo para siempre aquel recuerdo de tu llanto.

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Estoy detenida en esta noche larga con rayos. En este pesar, en este recuerdo que asusta como un trueno. Ya no estĂĄ la casa de rojas paredes, ahora eres tĂş quien espera a que yo entre desde la tormenta.

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Mi madre entra desde la tormenta En la oscuridad de la tormenta, en la casa de rojas paredes estaba mi madre. Botas de goma, de minero, sombrero grande, impermeable de hule. Bajo todo aquello mi madre. No daba miedo mi madre La tormenta sĂ­, era de rayos y temblores. Truenos en la noche iluminando la casa de rojas paredes.

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Estoy sola en la casa mis hermanos no están en el recuerdo. Están allí, en la casa, pero estoy sola en el miedo y en la espera.

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La vi salir. antes arm贸 su mano, no su coraz贸n. Con un gesto me dijo: espera aqu铆, cu铆dalos, no tengas miedo, vuelvo enseguida. Todo eso, en un gesto dijo mi madre.

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Presentí que entre el monte avanzó Zas, zas, dos chicotazos certeros. Más allá, un poco más adelante, consintió el trueno en acallar todo sonido que la denunciara. El trueno es noble, cómplice de mamá, que se le parece.

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Mi madre entra desde la tormenta. Entra a la casa de rojas paredes. Entra con ella el alivio también. Dice unos versos y saca de entre el impermeable el botín. Me sonríe. Por hoy ya no habrá tormenta en su corazón.

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Esta vez no era la lluvia El rayo atraviesa la fragilidad de la cortina. Se mueve. Mi abuela cruza la habitaci贸n y le cierra el paso, cobija a mi hermano y sigue de largo.

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Me levanto. Mis pies se encogen sobre la piedra fr铆a. Cruzo la habitaci贸n en eterna repetici贸n de mi abuela. Abro la ventana y vuelvo, para temblar de miedo.

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El pozo no calma aquĂ­ ninguna sed. Lanzo el cĂĄntaro. Luego de un instante, escucho su salpicar en las paredes limosas. Tiro de la cadena con la izquierda tiro con la derecha, repetidas veces. Emerge pesado. Con mis manos lo acerco a mi pecho, acelerado.

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La casa de la abuela tiene un corredor largo, en penumbras. A veces salta el miedo detrĂĄs de una cortina. La risa de ellos se aleja hacia el ponsiguĂŠ. Me quedo quieta veo el corredor y no me muevo.

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Paredes de cal, polvosas. Para escribir palabras posibles, para dibujar sue単os de mu単ecas vestidas con tizas de colores. La mu単eca cae al grito. Junto a su sombrero se rompe la quietud de las cinco de la tarde. En su pierna corre un trazo rojo de tiza, gotea sobre la tierra del patio.

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La mecedora de la abuela se columpia con la brisa. No pensaría jamás sentarme en ella. Recostado del espaldar oscila el látigo mandador. Arma destrozadora de sueños, de piernas, de espaldas y de infancia.

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Hoy la abuela mató un alacrán. Negro y grande, como una moneda. Lo multiplicó en el sartén. Nos llamó a todos,que jugábamos. A cada uno tocó tragar su parte, no hubo remedio.

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Es noche de fiebre. Muerde el sueño el alacrán. Tan fuerte como las uñas de la abuela en mi brazo. Muerde el alacrán en el sueño, pero sólo en el sueño.

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El aljibe tras la casa, robusto y grande, gris pĂŠtreo. Asusta asomarse en ĂŠl, no lo intento. Lo bordeo, voy lejos, corro.

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Los muchachos van hasta la laguna a cazar babas. Me arrastran con ellos. Siento el miedo en el cuello y en la espalda, no lloro. Me lanzan al agua, me hundo.

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Una mano grande me alza, me libera. Corre conmigo a cuesta en sentido contrario. Me pone a salvo bajo el ponsiguĂŠ. Estalla la guerra en un ir y venir de pĂĄjaros que chocan contra los ĂĄrboles. Se lanzan a la laguna mis verdugos, desaparecen.

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Mamá no está. Hace varios días se marchó. Me dejó en esta casa blanca, de corredores oscuros. Con aljibe robusto, con laguna y babas, y tembladores. Dicen que también con encantados. Aquí en esta casa, donde todo es cruel. Donde unas uñas se te clavan al corazón. Donde no habrá una mano grande que te libere y corra para ponerte a salvo en el ponsigué.

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David era el más grande. Traía de la escuela ramas de framboyán encendido. Las ponía en mi pelo enmarañado. Me colgaba a su espalda y corría alrededor de la casa de la abuela. Era como ir en un carrusel, entonces se borraba el aljibe, las uñas, la laguna y el alacrán. Era como si mamá hubiese vuelto con tizas de colores para borrar de un sólo trazo el miedo.

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Los muchachos no han vuelto de la escuela. Abuela llama, pide vaya al pozo por más agua para su baño. No mires, dice. Lanza a la espalda su pelo largo, pesado. Ve, apura. Mi paso es lento, no mi corazón.

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La crecida La casa blanca desapareció con la crecida del río. La más terrible y a la vez la salvadora. El río entró para echarnos con su fuerza aplastadora. Junto al aljibe, las babas y los encantados desaparecieron también las flores de framboyán, el ponsigué. Nunca más David corriendo. El carrusel yace en el fondo del río. Nunca más colgada a su espalda para borrar el miedo.

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La abuela ahora es pequeñita. No se sienta más en su mecedora. No empuña más el látigo, mandador. No clava más sus uñas en mi brazo. Está ciega la abuela. Ya no puede ver el miedo en mis ojos, ni como dibujo mis sueños, en la pared de un recuerdo que para ella no existe. Mi brazo está a salvo, no mi corazón.

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Mamá seca mi cara y me pide que la perdone. Que la abuela vino de lejos, desde el caño de Macareo, en una curiara. Que allá también el río arrasó con todo. Que su hija, murió de fiebre o de hambre, o de las dos juntas. Que el río los sacó a todos, menos a su hija. Que fue abuela, que corrió y que con sus manos sacó la caja de madera de entre la tierra.

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Que eran de sangre sus uñas, que llovía. Mamá vio todo. El abuelo no. Que no mujer, que todo está perdido allá abajo. Déjala, sálvate. Pero que ella no podía. Mamá vio todo. Cuando subió con la caja de madera entre los brazos. Que abuela lloraba o que tal vez no, que era la lluvia. Que arriba, que con la punta de un machete, levantó la tapa. Que las flores de tela, y el vestido, que el cabello, que estaba enterita. Que la abuela parecía una fiera 43


que se retorcĂ­a. Que entre el barro eran mĂĄs largos sus cabellos. Que levantaba su cara hacia la tarde, era de tarde. Y que esta vez, no era la lluvia.

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El diario de LĂ­a


I La niña agarra la taza entre las manos y la lleva hasta sus labios rosáceos. Recién ha despertado. Toma asiento en la mesa del comedor donde sólo su madre la acompaña. Posa la taza sobre el mantel. Toma el pan con su mano derecha y lo muerde. Siente el crujir de la corteza, siente el quiebre entre su boca que no la hiere. Paladea por primera vez este sabor, este olor y esta textura. Todavía no sabe que años más tarde intentará describir este momento. Que las palabras que utilizará no serán las precisas, aunque el recuerde lo preserve intacto.

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II La tinaja se rompe por tercera vez entre las manos de la niña. Recomienza la tarea de armarla como lo vislumbró en el sueño de anoche. Prende fuego a las tiras de trapo viejo que encontró en el baúl de la madre. Sale humo desde el hueco que ha cavado entre la tierra roja, la baña y le hace cerrar los ojos en un picor ácido. A pesar de esto no lo rehúye, le gusta el sopor en el que la sume. Un sopor de inconsciencia que le será tan familiar más adelante. Tan común en los adultos con vidas mediocres y empobrecidas y que los niños no reconocen sino hasta después, cuando afortunadamente es demasiado tarde. La piel de su pecho seco y desnudo se enrojece por el calor tan cercano. Se aparta un poco. Alimenta el fuego con las hojas secas que ha recolectado en la mañana. En el sueño la tinaja sale perfecta y cocida. Pero sólo en el sueño.

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III La niña se esconde entre el matorral de caña dulce sembrado a la vera de la casa de la madre. Busca el tiempo y el espacio para liberar al hermano que se protege tras la nave espacial que es la jaula de las gallinas. Es un plan que han trazado previamente sobre la mesa del patio que desde lejos cobija sus juegos. Los otros muchachos buscan ganarles la batalla. Una mano ruin sale desde el ramaje, entre las cañas. Por primera vez, que no la única, sus pechos secos y desnudos son tocados por una garra que no es dulce como la caña. De un manotazo se desprende del agresor como tendrá que hacer muchas veces más en un futuro no tan próximo. Corre hacia el tai. Viejo nombre del tiempo. De un grito declara la libertad. Busca al hermano en la carrera. Lo mira tras la jaula, vestido como caballero de la corte, con su honda enhiesta, en su defensa, derribando de una pedrada en la frente, por primera y última vez, al agresor. Corren y se abrazan los hermanos. Por esta vez salen triunfantes.

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IV La niña está llorando. Es un llanto profundo. No es el llanto de la herida en el pie, de la herida lacerante en la mano por el filo del cuchillo en la cocina. Es un llanto que le sale desde los pliegues del corazón, desde la miel de los ojos, de las pestañas. La madre va desgajando sus lágrimas sobre el cabello de la niña. Es una noche de tormenta la noche de la madre y por tanto la noche de la niña. En el mundo de ambas está escrito un camino de piedras, pero ellas no lo saben aún. La madre y la niña, que lo son cada vez menos, se abrazan. Se prenden en el llanto de las condenadas. Se intuyen para siempre perdidas en un mundo inmisericorde. No gozarán del perdón, tampoco de la culpa. Han sido arrojadas a un infierno donde el hijo y el hermano es cada vez más el mismo verdugo. Llega al hogar con una hogaza de piedra hirviente y amarga entre las manos, desde sus ojos se percibe un fuego luminoso, mineral. Les da de comer y de beber de su fuente nauseabunda: hedionda a muerte es el agua que las baña. Golpea sus cabezas una y otra vez contra la piedra endurecida de la desesperanza. Las humilla hasta cansarse y luego se les escapa por la ventana que ha dejado entreabierta. Al salir pone rejas en sus corazones. Sus cuerpos pesados, derrotados, ya vencidos, van destilando un líquido gelatinoso. Las abandona, las deja derrotadas, envilecidas, listas para empezar de nuevo mañana. Con una sombra de muerte y otra de amor. 49


V Son muchas las noches de los ojos insomnes, pegados a la cortina de la ventana que deja colar una luz pobre que brota del poste de la calle. La niña espera los pasos del hermano en la entrada de la casa. Los pasos de la madre, pasos que velan desde el fondo de la angustia, se dejan oír en la madrugada. Suenan las rejas de esta cárcel que es también la soledad. El metal de llaves y de rejas. La casa de los juegos es ahora la casa de la muerte. La muerte vestida de miedo, la muerte que aparta a los hermanos. La madre regresa sobre sus pasos y echa llave a la puerta del cuarto donde la niña se conserva desvelada. Pretende guardar su infancia sin saber que ya es tarde. La niña mira hacia la ventana, sus párpados caen ganados por el cansancio de la espera y de la angustia. Se duerme para soñar con la jaula de las gallinas convertida en una nave espacial que la llevaría a vivir mundos posibles. Mundos donde la felicidad eran las piedras lunares que venderían para ser los más ricos de este mundo. Sueños de los hermanos, juegos de los hermanos. Juegos de muerte, juegos de amor.

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VI La niña decide escapar, y en su escape elige tener un nombre. Simple, silencioso. Lía le parece el adecuado. Corto, no hace ruido el nombre que elige en la huida. Lía parte en una noche en que la madre se ha quedado dormida extenuada de cansancio. Ha sido larga la espera. Son años de espera. Lía se escapa. Toma un rumbo norte, cruza el río padre. Lía se escapa y deja a la madre indefensa, le deja una nota sobre la mesa del comedor prometiéndole volver algún día. Lía parte, pero no quiere cumplir con su promesa. Lleva un cuaderno de anotaciones, una bitácora de muerte. Lía se desgaja y en la noche mientras se aleja, va regando palabras, migajas invisibles sobre el camino que sabe, no desandará. Lía en su dolor, está hecha de palabras.

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VII Lía ahora tiene un nombre pero ninguna esperanza. Levanta sus ojos hacia la fronda del árbol que la cobija y pregunta dónde estará soñando esta noche su hermano. Dónde cobija su mirada, dónde los sueños del hermano. Se culpa en un arrebato de Dios. Lía es más pobre cada vez en el recuerdo. Lía busca olvidar. Dejar que su triste memoria haga el trabajo para la inevitable resurrección. El hermano más lejos en la noche que en el recuerdo, busca metales que inyecta en sus ojos y en su desesperación, provoca un trueno sobre el árbol. Lía sigue en la noche, sin ninguna esperanza.

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VIII Lía cae del árbol y parte en busca de un cielo menos falso, no tan traidor. Y aunque siente miedo, parte. Los árboles son iguales en todas las ciudades, inamovibles. La fronda de los árboles a veces no cobija ni la soledad ni la desesperanza. Lía se aletarga por el cansancio. A pesar de esto va recogiendo señales que consigue extraviadas al borde del camino. Su sandalia tropieza con una palabra abandonada. Infortunadas palabras para contar un final.

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IX Lía envolvió en un lienzo suave el cuerpo del hermano vencido. Sintió angustia por el dolor que ya no habitaba su mirada cerrada mientras por el costado se iba desangrando. No lo olió, ni lo besó de tanto miedo. Arrancó un pañuelo de su falda para envolver su cabeza, para proteger sus recuerdos de hermanos, sus juegos de hermanos, sus piedras lunares, sus palabras. Apenas le rozó los brazos, las manos y los pies, como para cerciorarse de que no tuviera frío.

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El diario de la Magdalena


Esta Magdalena, puta vieja que ven recostada en la rocola de un recuerdo, pide perdón por los agravios cometidos. Suena su canción y la entristece. Esta vieja mujer quiso ser salvadora de mundos, no pudo salvarse a sí misma, en su eterno afán de pronunciar la palabra precisa. Se equivocó tanto que a sus pies, yace un charco de arrepentimientos.

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Magdalena se desgaja y desea. Recorre la ciudad y en cada madero de luz dibuja una seĂąal. Pretende partir, pero antes quiere recorrerla toda, desangrarse en ella, vaciarse, partir liviana. Quiere tambiĂŠn que cuando nada de ella quede, ningĂşn Cristo tenga sosiego. Quiere atormentar en cada cruz dibujada, su desamparo.

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Magdalena sale a la calle. Suelta su pelo, brotan mariposas azules. Vuelan alto. Observa cĂłmo se elevan mientras sus dedos, quedan cubiertos de un polen celeste. No limpia su mano la Magdalena. Prefiere dejarlo caer, grano a grano en un viejo paĂąuelo que saca de su falda. ServirĂĄ para curar una herida vieja que trae en el costado. No se baja ilesa de una cruz.

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El orégano exhala su olor agrio. La encina cobija con su sombra a los amantes vencidos. Bosteza su dulce cansancio. Cubren sus cuerpos con las túnicas. Se dan el infeliz abrazo de la despedida. Saben que no habrá resurrección.

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T贸came, grit贸 la Magdalena, pero los clavos eran de buena hechura y resistieron.

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Llegaron en la tarde, SombrĂ­os. Sobre sus hombros colocaron suavemente la tĂşnica. Duelen tanto sus heridas que traspasan su piel. Conserva en su cabello la humedad aquella de los pies. No llora, no podrĂ­a. La madre la mira y suplica, en silencio, una certeza.

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Magdalena mira por la ventana. A lo lejos tres maderos con candiles, se alzan sobre la ciudad. Cree oĂ­r, traĂ­das por la brisa, las palabras, no abras la puerta a nadie aunque creas que soy yo que vuelvo. La ciudad despierta se despliega, mientras ella, la maga, recoge su pelo y se oculta.

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T贸came, suplic贸. Pero la cruz era tan alta que ni su deseo pudo cumplir con esa necesidad tan antigua de los amantes.

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Encomendó a Juan la tarea de protegerla en su ausencia. Es dura su labor. Se ha quedado dormido. Qué hermoso luce su cuerpo bajo la luz del candil. Magdalena lo recuerda entregándole su arma, la que ahora se asoma por el cinto de su túnica. Quiere tomarla con sus manos, y acercarla suavemente hasta su corazón.

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Toda mujer lleva siempre dentro de sĂ­ a una Magdalena. Cuestionada puta que secarĂĄ eternamente los pies del que la humilla. Y en el peor de los casos, del que la salva.

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Esta Magdalena, mendiga y maga, deambula, merodea por la ciudad. Busca por la calle tesoros metales que arrojan los hombres. Arrastra un costal, recoge espinas, limpia el camino.

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Luego del despliegue de hermosura, m谩s all谩 del derroche, queda s贸lo una muchacha triste que busca por la calle. La pobre infeliz perdi贸 una sandalia, y su pie derecho sangra. Su mano lo tantea, saca el filo que la hiere. Y sigue en la noche, buscando la sandalia.

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Diario para una tormenta Se termin贸 de imprimir en noviembre del 2013 en el Sistema Nacional de Imprentas Nueva Esparta Rep煤blica Bolivariana de Venezuela la edici贸n consta de 500 ejemplares



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