Marianne Díaz Hernández
HISTORIAS DE MUJERES PERVERSAS
Ilustración de portada: Daniel Alfonzo Rivas
© Marianne Díaz Hernández © Fundación Editorial El perro y la rana, 2013 Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela, 1010. Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399. comunicaciones@fepr.gob.ve editorialelperroylarana@fepr.gob.ve www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve/mppc/ Sistema Nacional de Imprentas. Capítulo Nueva Esparta Espacio Cultural Comunitario Luís Beltrán Prieto Figueroa Telefóno: 0295-2422883 snimprentas@fepr.gob.ve sistemanacionaldeimprentasne@gmail.com Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela Gabinete MPPC Estado Nueva Esparta Diagramación: Luis Alfredo Patiño Impresión: Carel Quijada
Depósito Legal: ISBN 978-980-14-2219-8 lf 40220138003203 IMPRESO EN LA REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA
Love is like handing someone a gun, having them point it at your heart, and trusting them to never pull the trigger. El amor es como entregarle a alguien un arma, hacer que te apunte con ella al coraz贸n, y confiar en que nunca hale el gatillo. MICHAEL GARDNER.
HISTORIAS DE MUJERES PERVERSAS
MUJERES PERVERSAS 1
No pude evadir repetir, casi por completo, el nombre del título del libro, o no quise; es el núcleo al cual se integran, junto con la sangre, los diez cuentos, que además tienen una explicación-epílogo. Tampoco pude evitar recordar a Mary Shelley y su monstruo, Frankenstein, cuando nos dice: “Soy malo porque soy desdichado”. Y así es, historias de mujeres desgraciadas que alguna vez rozaron el amor, el poder, el dinero y la fama, seres a punto de alcanzar una victoria que el azar, más perverso aún, les niega; o la desdicha de una cotidianidad frustrante que las convierte en perversas; o, por el contrario, la dislocación del gris consuetudinario de sus vidas les estropea los hábitos y la psiquis. La maldad, entonces, es teleológica, meta de un tránsito que se construye desde la soledad, el desamor y los fracasos, sin contemplaciones, sin edulcoramientos, o sí, en algunos casos para enmascarar, mientras dentro de los personajes se fraguan los perversos desenlaces. Si algo sirve a estos fines narrativos es precisamente la ironía, su honda, dolorosa y crítica visión de lo real que cuestiona la belleza, el mundo perfectamente delineado y nos deja ver esos resquicios por donde emerge una realidad oscura que es más sórdida, aún, cuando se viste de boomerang y regresa con mayor fuerza a dar su golpe. 9
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De esa famosa canción de Los Beatles, Lucy en el cielo con diamantes, el título del cuento En el cielo sin diamantes con el cual se inicia el libro y que marca su tesitura. La canción de los muchachos de Liverpool, se conoció, más allá de ser el nombre que le asignaron unos arqueólogos a una momia antiquísima; también por su sigla, LSD, que remite a “viaje”, y, efectivamente, hay un viaje al Cielo, pero el inglés, como es sabido, tiene dos cielos: sky y heaven (paraíso) y el cielo al cual va la primera mujer perversa por propia mano, es al del no retorno, salvo demostración de lo contrario, tras urdir un plan meticuloso que la casualidad, el azar, o el retorcido destino estropean. La parodia como imitación transformadora de la realidad para degradarla es la que le quita al cielo sus diamantes, las mandarinas, las mermeladas, la barca de la canción; pero en ella están unas flores de celofán y en el texto una corona que es réplica de réplica.
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Y la sangre, esa que con la bilis negra, la flema y la bilis amarilla constituían los cuatro humores para los antiguos enhebran estos cuentos que también cuentan con el humor, como lo entendemos ahora, dislocación del sentido para inducirnos a la risa, pero, como señalaba, es la corrosiva ironía, la parodia, el grotesco y el absurdo los que enseñorean y dan una perfecta organización a los textos… y la sangre que corre abundante, que mancha por gotas, que crea un itinerario imaginario de terror, la sangre contenida 10
en la rabia, a flor de piel, la sangre que se ausenta de los cuerpos vivos o muertos, la sangre fría, la que piensa, la flemática, la melancólica de la bilis negra, la que hervirá con el fuego y los recuerdos, la sangre envenenada circulando lento por el cuerpo o queriendo hacerlo, pero, el destino, malvado también, tuerce los deseos del malvado y, entonces, el veneno tonifica, burla, y envenena la flema del facultativo que lo administra.
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Hay una precisión en el lenguaje como si se tratara se disecciones en una clase de anatomía, una síntesis que, a ratos, roza la imagen cinematográfica, la cámara que capta gestos, movimientos, el ojo del mirón, la cámara de seguridad que registra muda el crimen. La fragua de la desesperanza de una vida eclosiona en días u horas o minutos, en un día de furia en el cual la plasticidad del lenguaje, como en un cuadro nos muestra, eso sí, que el amor, el decoro y las buenas intenciones no resisten la primera intentona del desnudamiento de la cruel realidad.
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Esta es una lectura apresurada de un buen libro, incompleta, retaceada, esquiva, quizás. Un abreboca de unos textos que se inscriben en la narrativa de nuestros días,sin rebuscamientos, sin florituras pesadas, sin trastocamientos temporales. Obvio que merece un trabajo de mayor tiempo y empeño. 11
En el cielo sin diamantes Como cada mañana, deslizó la mirada, morosa y autocomplaciente, por la repisa en la cual descansaba su corona de miss. Brillante y llamativa, como sólo una réplica podía serlo, la diadema era, de manera evidente, la pieza principal en aquella exhibición dedicada a su ego. Desde la pared, seis esbeltas y jóvenes versiones de sí misma la miraban sonrientes, ataviadas con los más disímiles trajes (de baño, de gala, casuales, típicos), como un museo permanente de sus momentos de triunfo. La corona del reinado nacional era aquella cuya gemela se exhibía en su galería personal. La de semifinalista internacional, no quería ni recordarla: llegar de tercera, se repetía siempre, no es un triunfo a medias, sino una derrota sin adjetivos. Sintió un leve coletazo de nostalgia: aunque nadie más podía saberlo, la corona que ahora observaba era, a su vez, la réplica de una réplica. La ‘réplica original’, por extraño que sonara, reposaba en una casa de empeño desde hacía un par de días, y su valor neto se hallaba en su mano derecha, transmutado en una cacha de nácar y un cuerpo de hierro. Se había casado ‘bien’, apenas dos años después de su coronación, con un economista ocho años mayor que ella y poseedor de un promisorio futuro en el dudoso campo de la política. La verdad sea dicha, esos dos años demostraron que su total carencia de talento alguno para la actuación o para 13
el canto, le deparaba el futuro incierto de ser animadora de sorteos de lotería, estudiar una carrera —la librara Dios— o casarse ‘bien’. De modo que la llegada de Jorge Luis a su vida había de considerarse, hasta prueba en contrario, providencial. El problema —al menos visto desde afuera, que es la ubicación preferida de todos para juzgar y condenar—, era que, con el pasar de los años, la hermosa sonrisa Trident se había ido convirtiendo en un rictus de amargura bilabial, cada vez más candidato al bótox, del cual, quince años y un par de bisturís después, no había salido exactamente indemne. Visto con objetividad, era necesario considerar que su cirujano de cabecera era un experto, y que jamás se había visto víctima de consecuencias negativas o complicaciones innecesarias. Pero, como es sabido, la objetividad no es virtud común en las mujeres hermosas, y al mirarse al espejo, la ex-miss sólo era capaz de ver a una mujer que, por más esfuerzos y colágeno invertidos en tal empeño, ya no podía pasar por una chica de veintidós. Ahora —y esta certeza la hería en lo más profundo— se había convertido en una de esas mujeres de las cuales se dice «debió ser muy bella… cuando era joven». La habilidad de fingir, por otra parte, es una de las mejores destrezas de una miss, y en esto ella superaba en maestría a cualquiera. Ex reina de belleza y digna esposa de un distinguido político, su apariencia en eventos
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protocolares y sociales era obra minuciosa de horas de ingeniería, con efectos tan sorprendentes como artificiales. Con el pasar de los años, Jorge Luis se había convertido en un prominente asesor gubernamental y en un esposo ausente. Carecía de horarios o rutinas en base a los cuales construir una imitación de felicidad doméstica, y en consecuencia, ella ocupaba sus horas vacías con visitas sociales, citas con el dermatólogo, el nutricionista, la esteticista o el entrenador, o de compras en los centros comerciales. Bien era cierto que podía haber tratado de llenar esas horas con otras tareas, desde visitar a su familia hasta estudiar una carrera, pero de haber emprendido tales hazañas por voluntad propia, de qué habría servido esa larga huida que era su matrimonio. Habría mentido si dijera que su ahora enraizada duda sobre su propio atractivo comenzó aquel día que desembocaría en su visita a la casa de empeño. Habría mentido, claro, pero ese peligro no existía, porque jamás nadie la escucharía expresar en voz audible la menor vacilación respecto a su egregia belleza de reina. Sin embargo, sus insistentes y reiteradas visitas a los más diversos expertos en las áreas de la estética corporal, fueron proliferando con el mismo ritmo y rapidez con que se multiplicaban los compromisos de negocios en la agenda de Jorge Luis. Una reunión que se prolongaba hasta la noche, una hora más en el gimnasio al día siguiente. Un almuerzo cancelado por “causas fuera de su control”, una sesión de masajes reductivos. Un viaje de negocios el fin de semana, un par de inyecciones de bótox en el área de los ojos.
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Siguiendo esa misma tabla de cálculo que aplicaba a la vida en pareja, la situación actual quizás ameritaba una cirugía de párpados y cuello y un poco de colágeno en los labios. Y sin embargo, la fórmula se le había salido de los márgenes de cómputo: no aplicaba; la situación parecía ameritar medidas más drásticas. Según su manera particular de entender el mundo, una mujer podía soportarle al marido, dadas las circunstancias y considerando el pent-house, la visa dorada, el carro último modelo y las tres “señoras de servicio”, que llegara tarde, se le olvidara el aniversario y no la hubiera tocado en siglos. Llegados al llegadero, podía soportarle –incluso- los cuernos mastodónticos con que Jorge Luis había tenido a bien adornar su dorada y bien peinada cabellera. Pero una ex miss, no una señora cualquiera, sino una ex miss, no podía tolerar una situación como ésa y dejarla pasar así no más. No porque le doliera, porque bien podía dolerle como a la que más, y ella tenía una excelente tolerancia al dolor inclusive en la silla del dentista, sino porque, sencilla y claramente, los medios podían enterarse en cualquier momento, y ella podía ser cualquier cosa menos comidilla de los entrometidos de Caracas y todo el territorio patrio. ¿Qué dirían en la columna de chismes de la prensa nacional? Que la otrora incomparable reina de belleza, envejecida ya, ida su frescura, no había sido capaz de retener a su lado a Jorge Luis Piñango, alto funcionario del gobierno, intelectual y político de incomparable trayectoria,
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que se había aburrido de jugar con su muñeca y se había dado cuenta de que estaba hueca por dentro, pero lo peor de todo, que la muñeca había perdido la belleza que la hiciera famosa, que la juventud y la gracia de otros tiempos la habían abandonado. La compararían con la otra; quizás publicarían fotos de ambas, las pondrían a doble columna en el periódico y quizás, quizás –pero eso nunca lo diría en voz alta- ella saldría perdiendo. No, eso sí que no podía permitirlo, se dijo, y se respaldó a sí misma en la decisión de haber empeñado la corona días atrás. Que le dijeran a ella que no era astuta, o mejor, que no le dijeran nada, porque esto nadie tenía por qué saberlo. El sonido de la llave en la cerradura la sacó de su abstracción. El viaje de negocios, o lo que fuera, había llegado a su fin. La voz de Jorge Luis la saludó desde el recibidor, y luego se fue acercando, a buen paso, contándole mentiras sobre su ajetreado fin de semana con los socios de Australia. Tan conversador que llegaba Jorge Luis siempre que tenía que mentir, justificarse, inventarse explicaciones que nadie le estaba pidiendo todavía. Cuatro pasos más y estaba en el comedor, cinco pasos más y estaba en la sala de estar. No le dio tiempo de acercarse a ella y saludarla con un beso falso, de compromiso. Apenas traspasar el marco de la puerta, le dio de lleno en el pecho con el primer disparo, con una puntería que demostraba un talento desperdiciado para el arte de la guerra. Dos, tres disparos, y Jorge Luis no era más que un cuerpo que yacía sobre la alfombra, en un charco de
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sangre. Se le quedó mirando apenas un par de segundos, los justos para saber que sí, que estaba muerto, y luego se dijo que era hora de continuar con el plan. No bastaba con matarlo, claro, había que hacerlo lucir todo como obra del vandalismo, de la delincuencia común que azotaba el país en todas las esquinas, una casa con tantos objetos tan costosos y ella, una mujer tan sola, constantemente sola, justo le había dado el día libre al servicio, los ladrones no habrían contado con el regreso del marido y perdieron el control de la situación, etcétera. Hora de aplicar sus dotes, también desperdiciadas, para el manejo del detalle y el arte de la actuación. Desaparecer el arma y algunos otros objetos de valor, entrar en pánico y llorar como desquiciada. Era cosa de unos minutos más. Luego, llamar a la policía. Pasó por encima del cuerpo de Jorge Luis, que había caído, tan desconsiderado como siempre, en mitad de la puerta. Debía pasar al baño, lavarse la pólvora. Trató de recordar cómo era el asunto de la prueba de la parafina, siempre lo veía en las series de televisión. Seguramente la policía nacional no sería tan sofisticada, pensó, si nunca agarraban a nadie, por qué a ella. Al pasar por el comedor notó que había un periódico del día sobre la mesa; de seguro Jorge Luis lo habría comprado en la esquina, antes de subir. La fuerza de la costumbre, casi un reflejo, le hizo darle vuelta y buscar las páginas de espectáculos. Ahí, a doble columna, estaba su fotografía, junto a la de otra mujer que, a todas luces –nunca lo diría-, la hacía salir perdiendo.
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Un castillo de naipes se derrumbó dentro de ella. Nada tenía sentido, todo había sido un vasto desperdicio de recursos. Se dirigió a la habitación, y más allá, a su cuarto de baño privado. Comenzaba a llorar, pero se obligó a dejar de hacerlo, pues llorar hincha los párpados y da muy mal aspecto. Luego de una larga ducha, buscó su vestido preferido: el traje de gala de aquella noche, casi veinte años atrás. A punta de gimnasios, esteticistas y masajes, aún le quedaba como si se lo hubiera mandado a hacer ese día. Se maquilló con detalle, con morosidad, casi con amor, y poniéndose la corona –la réplica de la réplica de la corona verdadera- se acostó en la cama cuidando cada arruga y cada pliegue, y plácidamente –por el efecto de las píldoras- se fue quedando dormida poco a poco. Ni siquiera los reporteros de crímenes más sórdidos serían capaces de obviar, cuando la noticia llegara a la prensa, que la miss dormida se veía tan bella, casi tan bella, como el día de su triunfo.
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Sangre en el metro Apenas al salir del vagón y aproximarse a las escaleras mecánicas (qué suerte, pensó, quedé justo al frente de la escalera que va subiendo) se encontró con la primera gota de sangre, espesa y redonda, allí, sobre el grueso suelo de caucho negro. Se dio cuenta de que las personas que venían tras ella, saliendo del tren, se alejaban buscando las escaleras fijas, quizás con asco, repulsión o miedo. Notó que, medio metro más allá, otra gota se dibujaba sobre el suelo, y luego otra, y otra más, y que subían por el metal brillante de los escalones, que se engranaban uno tras otro en el dispositivo mecánico. La estación, sin embargo, se encontraba tan calmada como era posible; era un día laboral, a media mañana, y el tránsito de pasajeros, aunque fluido, no era escaso. Decidió, a pesar del rastro de sangre, tomar la escalera mecánica. En el mecanismo, la sangre se escurría entre las ranuras hasta hacerse casi invisible. Pero el camino reaparecía al final de la escalera, marcando un trayecto de puntos rojos hacia los torniquetes de salida. Allí, un par de guardias de seguridad comentaban, entre risas, sin saber de qué se trataba, especulando que un “accidente femenino” podría ser el causante de aquella anormalidad. Por los altavoces, una voz grave llamaba al personal de limpieza, presentarse en cabina. Ella salió por las escaleras, comprobando que el rastro 21
continuaba en la acera y se perdía detrás de un terreno en obras. Se dijo, dudando, que ninguna mujer podría causar tanto desastre solamente con su ciclo, y, casi convencida de que alguien debía andar por la ciudad herido, siguió su camino hacia el trabajo, tratando de pensar en otra cosa. - Y el tipo del abasto me cobró carísimo los tomates -dijo, en un tono que sonaba a reproche, mientras le servía de mala manera la comida en el plato. Agustín no terminaba de entender -no lo había hecho a lo largo de cuarenta años- cómo era que, para Francisca, todo lo que ocurría en el mundo cotidiano, cercano, inmediato, siempre y cuando fuera malo, terminaba siendo culpa de él. Se sentó en silencio y comenzó a comer. La pasta, para variar, estaba pasada de sal, pero decir algo al respecto significaría dos horas más de discusión sobre su carencia absoluta de papilas gustativas, sobre su ingratitud, sobre el cansancio que era para ella hacer la comida todos los días, etcétera. Agustín, con los años, se había ido volviendo más y más callado, hasta llegar a un estado de casi total mutismo, del cual sólo salía en contadas ocasiones y bajo circunstancias de especial gravedad. Cualquier transeúnte que pudiera asomarse a la ventana, habría visto una escena doméstica de aparente paz: un matrimonio de la tercera edad, cenando en calma y en silencio, en una noche cualquiera de la semana. El extraño no sabría, claro, que ese silencio podía cortarse en trozos, y que
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para sus adentros, cada uno rumiaba su rabia contra el otro, acumulada a través de décadas y décadas de pasta pasada de sal y medias desparejadas. El vagón se movía de manera irregular, como un gigantesco animal intentando despertar de un pesado sueño. En su interior, los pasajeros, adormecidos por el calor y el aún reciente comienzo del día, mantenían el equilibrio meciéndose con el movimiento del tren. Aunque era la hora en que la jornada laboral daba inicio, el vehículo no estaba lleno; podía verse aún uno que otro asiento vacío, y algunos pasajeros preferían mantenerse de pie cerca de las puertas. Sentada sola en un banco doble, la joven miraba de reojo al señor del asiento de enfrente. Iba vestido con pulcritud, demasiado formal para el uso común: llevaba traje, corbata y sombrero, y en la mano, el estuche de una guitarra, que no conservaba bien su forma. Era casi un anciano. La joven lo miraba como preguntándose cosas, pero el hombre no se daba cuenta. Miraba a un punto perdido detrás de la ventana, más allá del túnel, como si sus propios pensamientos fuesen demasiado importantes para el mundo que lo rodeaba. Ella, por su parte, con su natural curiosidad excesiva, se iba preguntando qué llevaba el hombre en el estuche de la guitarra. El hombre llevaba la funda, de cuero negro, apoyada verticalmente sobre el suelo de goma del vagón. Su parte inferior, pensó la chica, se abultaba más de lo normal, como
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si llevara algo pesado en ella, pero hacia el lugar donde debía estar el mástil, el estuche se doblaba un poco, dando la impresión de estar casi vacío. Era extraño, se dijo, y seguía mirándolo con el rabillo del ojo, cuidando que no se diera cuenta. De haber estado allí, su novio le habría reprochado ese exceso de curiosidad por los asuntos de los demás. No seas metiche, diría, y se ruborizó un poco de pensarlo. Pero él no estaba, y además aquello no era problema suyo. El hombre cerró los ojos y, por un rato, dio la impresión de estar dormido. La joven se arregló la falda y se colgó el bolso en el hombro derecho, lamentándose de que la próxima estación fuera la suya, y de tener que bajar sin haber podido averiguar nada. - Esto no puede ser –dijo Francisca, encendiendo de golpe la luz de la habitación y apartando las cobijas-. Tienes que hacer algo, Agustín –agregó volviendo la cabeza, y al ver que su esposo, por toda respuesta, emitiera un profundo ronquido, agregó en voz más alta-: Agustín, ¡Agustín! –y poniéndole la mano en el hombro, lo zarandeó con fuerza hasta que el hombre saltó en la cama, alterado por el brusco despertar: - ¿Eh? ¿Eh? –gimoteó, tapándose los ojos con la mano, para no percibir la intensa luz blanca de la lámpara que Francisca había encendido- ¿Qué pasa? ¿Un ladrón? - Que no puedo dormir, bueno para nada –dijo Fran-
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cisca, con un tono de irritación un poco más intenso de lo usual-. ¡Ese maldito perro tiene toda la noche ladrando! ¡Tienes que hacer algo! - ¿Qué quieres que haga? Mañana hablo con los González, a medianoche no se puede hacer nada –le contestó, comenzando a molestarse. - ¿Mañana? ¿Mañana? ¿Cuándo será el día en que tú servirás para algo? –gritó Francisca, pero Agustín ya se había dado media vuelta y le contestó con un ronquido. - El que sea que pasó por aquí, le debe faltar mínimo un dedo, porque este sangrerío no es normal- dijo la mujer, pasando con fuerza la mopa sobre el caucho negro que recubría el suelo. - Eso sería alguna tipa que le llegaron sus días de repente –le contestó el hombre, riéndose a carcajadas desdentadas al tiempo que escurría otra mopa, dos metros más allá. - No, carajo, esto no es eso –aseguró la mujer, poniéndose más seria-. Qué vas a saber tú, ni que fueras mujer. - No soy, pero he tení’o –dijo el hombre, y a falta de público, volvió a reírse solo de su propio chiste, al tiempo que la mujer le lanzaba una mirada de reproche, y vertía más detergente en el balde. Se despertó pasadas las cinco de la mañana. Aún no terminaba de amanecer, y una luz tenue que entraba por la ventana lo volvía todo de un azul muy pálido. Francisca no
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estaba a su lado en la cama. Estará haciendo café, pensó, y se levantó para cepillarse los dientes. La casa estaba en absoluto silencio. Aún medio dormido, se lavó la boca y el rostro, y una extraña mezcla de sabores a menta y a amargura le quedó en el aliento. Caminó con lentitud hacia la cocina, buscando a Francisca que no estaba por ningún lado. No había café en la jarra, y eso le pareció extraño. Revisó el resto de las habitaciones, pero no estaba. Comenzó a preocuparse, de una manera vaga, de la forma en que uno se preocupa cuando desconoce la causa. Luego la vio, de pie en la puerta de la calle, mirándolo. Al acercarse un poco más, se dio cuenta de que estaba cubierta de sangre. No le gustaba que lo miraran, en especial en una situación como aquélla. Cerró los ojos, como los niños; casi como si creyera que no podían verlo si él no los veía. La rítmica oscilación del tren lo calmaba, y con los ojos cerrados, podía sentirla dentro de sí, como si estuviera dentro del mar. No había visto el mar en décadas, pensó; a ella no le gustaba, le parecía amenazante, y con el pasar del tiempo, los gustos de ella se habían ido imponiendo hasta convertirse en una suerte de reglas no escritas de la casa, un código a ser cumplido a rajatabla, a fin de evitar la cólera divina. La sensación de hartazgo no era nueva; hacía años que había tenido suficiente de su carácter dominante y amargo, de su prepotencia;
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sin embargo, reconocía que parte de la culpa era suya, que la había dejado hacer y deshacer a su antojo. Ya era tarde, pensó; después de cuarenta años juntos, hay cosas que son irremediables. El conductor frenó de pronto, y él se aferró con más fuerza al estuche, que sostenía en posición vertical, con cuidado, como si llevara algo valioso dentro. No sabía en qué estación bajarse, cualquiera daba igual. Lo decidiría de pronto, o esperaría al momento en que hubiera menos gente. Le incomodaba sentirse observado. Cuando abrió los ojos de nuevo, habían pasado apenas unos minutos, y en el vagón sólo quedaba él y un muchacho, lleno de tatuajes y de piercings, acostado en un asiento, los pies –en Converse- sobre el plástico amarillo del banco de al lado. Parecía dormido. Decidió bajarse en la próxima parada, aunque no supiera cuál era. El tren se detuvo en un andén casi desierto. Una chica, dos vagones más allá, arrastraba una maleta. Se levantó y se echó al hombro el pesado estuche. En suelo, en el sitio donde éste había estado apoyado, un círculo de sangre dejaba su huella. Le costó emitir una oración más o menos coherente. -¿Qué te pasó?- era lo que quería decir, pero las palabras no sonaron como él las había pensado. - A mí, nada- dijo ella. Al maldito perro ése. No se quería callar –contestó, calmada, mientras se acercaba al grifo
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de la cocina y comenzaba a lavarse las manos-. ¿Esto se caerá? –preguntó sin esperar respuesta, indicando con un gesto su bata de dormir, que solía ser blanca. - ¿Qué hiciste? –preguntó Agustín, mientras se decía a sí mismo que quizás era mejor no preguntar. - Carajo, lo que tenías que hacer tú y no haces nunca. Hazte cargo ahora de eso, que no lo encuentren los vecinos. No supo qué contestar. Salió al jardín, todavía en pijama y pantuflas, y ahí estaba. Estuvo un rato de pie, sin saber qué hacer. Debía decirle que no, debía decirle que había traspasado los límites. Pesaría mucho, se imaginó. Pensó que Francisca era más fuerte que él. No podía dejarlo por allí cerca, era un vecindario pequeño, cualquiera se daría cuenta. Tenía que llevarlo lejos, pero no tenía carro. Una bolsa de basura. No, una bolsa no serviría, llamaría mucho la atención. Y tendría que llevarlo en el metro. Lejos. La gente lo vería. No le gustaba sentirse observado. Al volver del trabajo, en la tarde, el rastro de sangre ya no estaba allí. Ella, de cualquier modo, no se dio cuenta. Venía pensando en el jefe, que le había dicho lo hermosa que estaba ese día, y en el mensajero, que le había llevado un chocolate. Al acercarse a la boca del metro, se arregló la falda con un gesto rápido y se revisó las medias, que para variar, no se habían corrido. Las escaleras mecánicas estaban funcionando, y no había demasiada gente; de seguro
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encontraría dónde sentarse. Hoy ha sido un día de suerte, pensó, mientras los escalones metálicos iban engranándose con un sonido rítmico, uno tras otro.
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Poinsettia Sola dosis facit venenum (Todo es veneno dependiendo de la dosis) Paracelso A mamá, que sabe de botánica Había sido una esposa modelo, de ésas que saben coser botones, tomar dobladillos y preparar un asado negro mejor que el de la propia madre. La muerte repentina de su marido, por lo tanto, la había tomado por sorpresa de tal modo, que su única manera posible de reaccionar fue volcarse por completo a su hijo, que para entonces contaba apenas con cuatro años de edad. El niño, como es obvio, se crió bajo cuidados casi abrumadores. Era llevado y traído de la mano hasta la escuela, el uniforme siempre impecablemente lavado y planchado, nunca un cabello fuera de lugar, jamás sin la tarea preparada o el almuerzo listo. Creció —era inevitable— para ser un estudiante modelo, el primero de su clase, graduarse de bachiller con todos los honores existentes, e ingresar a la carrera de Medicina en la mejor universidad del país. No hubiera sido demasiado lógico que fallara en ninguna etapa de la vida estudiantil, ya que seguía teniendo siempre el uniforme lavado y la cena 31
preparada al llegar a casa, con la garantía de que estudiar fuese su única obligación. Se graduó de médico summa cum laude a los veintitrés años, sin haber perdido una sola materia ni haber reprobado un solo examen. De la graduación, en la sala de la casa se conserva la típica fotografía junto a su madre, llevando ella el birrete y la medalla, como méritos propios, ganados a pulso. Celebraron a solas con una cena en un restaurant de la ciudad. Él no tenía demasiados amigos, ni acostumbraba salir a festejar como era costumbre entre los jóvenes de su edad. Habiendo sido fichado de inmediato por uno de los hospitales de mayor prestigio en la zona, se dedicó a trabajar y a hacer dinero hasta los veintinueve años, mientras seguía viviendo con su madre, quien, abnegada, continuaba planchándole los uniformes y preparándole la cena las batas de médico requerían el doble de blanqueador que las franelas escolares. Siendo un especialista exitoso y un hombre bien parecido, la única sorprendida fue su propia madre, el día en que llegó a la casa a la hora de la cena acompañado de una joven mujer de rizos rubios, a quien, sonriente, presentó como su futura esposa. Era la primera vez que una decisión suya no ameritaba consulta previa con su madre. Ella, discreta y sonriente, les sirvió la cena con la diligencia propia de una viuda abnegada, aparentando estar profundamente satisfecha de conocer a su futura nuera, la que sería la madre de los nietos que tanto anhelaba tener.
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Se fue resignando, entonces, a ver a su hijo apenas algunos fines de semana, uno que otro feriado y cuando la rutina de un trabajo cada vez más y más demandante se lo permitía. La casa, que con amor y dedicación había decorado detalle a detalle, comenzó a parecerle inmensa, excesiva y vacía. El silencio, agobiante. Un millar de obligaciones desaparecieron de sus manos súbitamente -prepararle el almuerzo, lavarle la ropa, ordenar su habitación- y esas manos, de pronto, comenzaron a sentirse inútiles y vacías. Pudo haberlas dedicado a bordar, pero ése no era su estilo, y su mente fue tomando otros derroteros. Se habían casado en septiembre, y el hijo hacía lo posible por pasar a visitarla, al menos, una vez por semana. A veces se quedaba a almorzar, aunque en secreto tuviera que repetir la escena más tarde, en su propia casa. Acostumbraba, también, a llevarle obsequios. Un libro, un nuevo suéter, una planta. A finales de octubre le llevó una flor de nochebuena para su jardín. Debía estar a la sombra, le dijo, para que la hermosa flor roja floreciera en todo su esplendor en diciembre. La inminente llegada de la primera Navidad en la que estarían separados, había enrarecido el aire y tensado las relaciones. Ella, por supuesto, hacía lo posible por disimular, para no hacerlo sentir mal. Había decorado la casa como siempre, y se había dedicado a pasar las tardes preparando comidas especiales de la temporada, para hacer que se las llevara cuando fuera de visita. La chica, su nuera, no tenía
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cara de cocinar demasiado; en general, pensaba, no tenía apariencia de hacer nada bien, pero, a pesar de opinar de esta manera, se cuidaba de no expresar este punto de vista de ninguna manera. Sonreía, y le enviaba dulce de lechosa en un recipiente de plástico. El hijo le informó, como si fuera motivo de celebración, que ambos habían decidido pasar la víspera de Navidad con ella. Ella sonrió. Sabía que eso significaba que estaría sola en Año Nuevo, porque él tendría que pasarlo con la familia de ella. Se reservó el comentario y lo abrazó con efusión, diciéndole que tendría todo preparado para ese día. Al llegar el veinticuatro, en la casa había tanta comida que ya no había dónde ponerla. No había forma de que ellos tres fueran capaces de comer todo eso, pero a ella no le importaba. Se duchó y se vistió con sus mejores galas para esperar a su hijo. Eran pasadas las siete cuando llegaron, él con una enorme sonrisa y un regalo en la mano; ella, con las manos en la cabeza, quejándose de no soportar la jaqueca y de que los estallidos de los fuegos artificiales estaban volviéndola loca. Los tres pasaron a la cocina, donde la madre quería mostrarles algunas de las cosas que había preparado. El hijo se mostraba eufórico, pero la chica no dejaba de quejarse. - ¿Por qué no te acuestas un rato en mi habitación? Quizás luego te sientas mejor –dijo él. - Te haré un té –dijo la madre, mientras, de espaldas
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a ellos, acariciaba con la yema del pulgar las sedosas hojas rojas de la flor de nochebuena. El hijo había ido a mostrarle dónde estaba la habitación, así que con ágiles movimientos, ella arrancó una hoja –la menos visible- y la arrojó con rapidez en el agua que había puesto a hervir. Cuando el hijo regresó a la cocina, ella removía alegremente el contenido de la olla. - ¿Crees que con eso se sienta mejor? –preguntó, preocupado. - Dejará de dolerle la cabeza –contestó la madre, sonriente. Vertió el líquido en una taza, con la ayuda de un pequeño colador de metal, y se la entregó al hijo, puesta con cuidado en un pequeño plato para que no se quemara. Él se fue a la habitación, a llevarle el té a su esposa, y la madre se quedó lavando la olla y algunos otros utensilios del almuerzo. Llena de jabón casi hasta el codo, iba pensando en el futuro y se alegraba más y más. Pensaba en el regreso del hijo a la casa, en volver a cocinar para dos –cuánto le había costado aprender a dividir las recetas a la mitad-, en las batas perfectamente almidonadas y en las anécdotas que volvería a escuchar en la sobremesa. Habría un tiempo de luto y de congoja, era cierto, pero era un sacrificio necesario. Hubiese preferido no verlo sufrir jamás, pero no había otra solución más expedita y menos indolora. Pensó, mientras secaba los platos y los guardaba en la alacena, que él pronto se daría cuenta de que la vida era mucho mejor y más fácil del modo
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en que era antes. Ella sabía cuidarlo; le había dedicado toda su vida hasta convertirlo en su única profesión. Era algo que nadie sabría hacer mejor. Comenzó a servir la mesa para la cena –dos platos, nada más- y estaba sacando la ensalada de gallina, cuando el hijo regresó del cuarto. - Te falta el plato de Sara, mamá –le dijo. - ¿Cómo? ¿Va a comer? ¿No se siente mal? –contestó, sorprendida, y al alzar el rostro, vio que la muchacha venía por el pasillo, fresca y rozagante. - Gracias por el té, mamá –dijo la chica, que por primera vez la llamaba así-. Me hizo mucho bien. Gracias al cielo, los cohetes ya se callaron. ¿Cenamos?
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Algo viejo, algo azul, algo prestado Se dio vuelta en la cama, sintiendo cómo un tambor retumbaba entre sus sienes y, en la laguna negra de su mente, un recuerdo luchaba por emerger. Ella no bebía. Jamás bebía, era abstemia. Con la única excepción de aquella noche, en que, cansada de llevarle la contraria a la sociedad, había callado y permitido que un sinfín de atentos camareros le llenaran sin cesar la copa, repetidamente vacía. No había sido una buena elección comenzar a beber justamente aquella noche, se diría después, o antes, en otro momento, en todo caso: aquel instante en que la luz se colaba dudosa tras las persianas cerradas, no tenía tiempo, ni lugar. Ella intentaba rescatar su nombre de la marea cenagosa que era su mente, sin haber determinado aún si afuera amanecía, o comenzaba a atardecer. En medio del fango nadaban imágenes confusas de centros de mesa y zapatos de tacón. Había habido una fiesta, sin lugar a dudas, porque, de lo contrario, ¿dónde había conseguido ponerse así —ella, que jamás bebía—? Se frotó las sienes con ambas manos, intentando despejarse un poco la cabeza y, dándose vuelta con los ojos cerrados, se tapó el rostro con la almohada. La habitación estaba en una cómoda penumbra; apenas podía distinguir con vaguedad las formas de los muebles. Por la ventana entraban fugazmente los 37
ruidos de la calle. En su cabeza, un piano imaginario tocó las notas de una marcha nupcial. Eso era, una boda. La fiesta de anoche había sido una boda, y ella era la dama de honor. Recordaba que detestaba el vestido que tenía puesto, y que se sentía incómoda, en general, y que había sofocado esa incomodidad llevando toda la noche una copa siempre casi vacía —y vuelta a llenar— y una sonrisa falsa. Detestaba las bodas —ese derroche de tul y lentejuelas y flores cortadas, ese simulacro de que la vida es un lecho de rosas y de que la felicidad matrimonial es fácil y duradera, como si todos no supieran que esa dicha tardaría menos en secarse que las rosas en los jarrones—, detestaba las bodas y sin embargo, por algún motivo que no se sentía capaz de precisar, no había sido posible escabullirse de aquélla. Con seguridad la novia era alguna de sus mejores amigas, no sabría decir cuál —dar detalles en aquel momento, en el que no recordaba con claridad su nombre, habría sido arriesgado—, pero todo lo que conseguía recordar era el vestido, cuyo escote le resultaba terriblemente incómodo, y una vaga, pero aguda sensación de pérdida, de que algo terminaba o se había roto o arruinado de manera definitiva. Ay, Dios, de modo que era eso. Era eso, sin lugar a dudas. Tenía que serlo: el novio, ahora esposo, de su amiga —de alguna de ellas, no sabía cuál— era su amante, y por eso, por eso la terrible sensación de pérdida, por eso el despecho y el alcohol y la sonrisa falsa, por eso había perdido la cabeza
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y se había fugado al tocador a mitad de la fiesta con el padrino de la boda. Sí, eso era. Se recordaba alisándose la falda y retocándose el maquillaje, riéndose como si hubiera cometido una simple travesura, las burbujas del champán dándole vueltas en la cabeza. Ahora, aunque aún el fango sumergía sus ideas y seguía sin tener la menor pista de cuál era su nombre, la aguda sensación de pérdida se clavaba de nuevo en su pecho, como un inquilino incómodo que regresa a su habitación después de unas cortas vacaciones. La gradación de la luz en la habitación se elevaba, síntoma inequívoco de que el sol hacía lo propio en su trayectoria en el cielo. Dejó vagar la mirada a su alrededor, sin conseguir enfocar bien los ojos. No sabía a ciencia cierta dónde estaba, pero con toda seguridad no era su casa, que no es que supiera dónde se hallaba tal cosa. Sólo tenía claro que ninguno de los objetos que la rodeaban le resultaba familiar, excepto el vestido que se extendía sobre una butaca, a su izquierda. El vestido blanco. Creyó escuchar una campana en su cabeza, como el timbre de una escuela o de un ring de boxeo imaginario, y al instante se dio cuenta de que sólo era el tintinear de unos cubiertos de plata. Un hombre, sonriente, entró en la habitación, llevando una bandeja con tostadas, café, miel y frutas. — Buenos días, señora dormilona —le dijo mientras dejaba la bandeja sobre la cama y la besaba en los labios, dándole el tiempo justo para que ella parpadeara dos veces, recordara su nombre, y se colgara de nuevo la sonrisa falsa.
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These boots are made for walking A José Luis, y a Larsson, por la cerilla. Se despertó aquella mañana con un ímpetu renovado, como si una nube negra acabara de despejarse sobre su cabeza. Se levantó de un salto y se metió, sin dudarlo, a la ducha, donde el agua fría terminó de despertarla por completo. Luego de secarse, se metió rápidamente en un par de jeans y una camiseta cualquiera, y puso a colar café mientras buscaba en los clósets, las cajas que debían estar por ahí, en alguna parte. Eran cuatro o cinco; las armó, y de inmediato comenzó a sacar de los cajones las cosas que aún le recordaban a él. Una a una, fue arrojando en las cajas sus discos, sus libros, las camisas que había olvidado en el clóset, las cartas que le había escrito, los peluches, las fotos, todo lo que albergara un vago olor a él, y en poco rato tuvo llenas las cinco cajas que atestiguaban cinco años turbulentos de relación. Tomó un sorbo de café y se ajustó la liga que le recogía el cabello, para luego subir las cajas al portaequipaje y ponerse al volante. Calentó el motor mientras elegía una emisora en la radio; en la fm daban una selección de música country, y de pronto le pareció que these boots are made for walkin’ podía ser un buen soundtrack para su día. Un poco fuera de 41
moda, pero bueno, a fin de cuentas. Encendió el vehículo y arrancó, sin darse tiempo a calentar el motor lo suficiente. Se sentía fresca, liviana, súbitamente libre de todo el dolor que la había apresado durante tanto tiempo. La calle estaba desierta: era domingo, y el aire estaba fresco y seco, diría que primaveral. Casi se sentía de buen humor, como si no le hubieran triturado el corazón con una podadora de césped. Sonrió levemente mientras sacaba el vehículo a la calle. Con seguridad, el no pensó que podría sentirse bien de nuevo, cuando decidió que cinco años de relación no valían un poco de sinceridad, cuando le pareció que la mejor elección era mantener sus opciones abiertas. Lo que pasó, por supuesto, fue que ella lo descubrió. De la peor manera, aunque no era que existiera alguna manera «buena» de enterarse de algo así. Desde el parlante de la radio, Nancy Sinatra cantaba: You’ve been messin’ where you shouldn’t’ve been messin’ and now someone else is getting all your best... Él, como hombre que era, siguió la premisa irreductible, la regla número uno de Asomachos, hasta sus últimas consecuencias: Negarlo todo, siempre. Esto, claro, era producente cuando la pareja en cuestión conservaba dudas sobre la ocurrencia de los hechos discutidos, pero en aquellos casos en que la pareja en cuestión ha visto fotos, cartas, e-mails y recibos de hotel, puede resultar un arma de doble filo.
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Giró el volante del vehículo hacia la izquierda, tomando una calle residencial que parecía sacada de Wisteria Lane, y le subió un poco más el volumen a la radio. En voz muy baja, iba repitiendo con Nancy el estribillo, These boots are made for walking, and that’s just what they’ll do, mientras recordaba la cara de él, aún negándolo todo, cuando ella ponía sus maletas en la puerta, le quitaba las llaves de la mano y lo echaba de la casa, llorando. one of these days these boots are gonna walk all over you. Se dio cuenta, en ese instante fugaz entre uno y otro acorde de la canción, de que la negación absoluta le había durado tan poco como tardó la mujer en convencerlo de mudarse juntos a aquella casa de los suburbios, con las flores en el jardín que ella jamás habría sabido cuidar. Era todo una farsa, por supuesto; aquella mujer era cualquier cosa menos la Perfecta Ama de Casa, pero sabía fingir muy bien cuando quería conseguir algo. Ahora, varios meses después, ella sabía, por amigos en común, que él estaba ya harto de la mujer “en que se había convertido”, y ahora, con el viento entrando por la ventanilla del carro y desordenándole el cabello, podía reír para sus adentros, sabiendo que nadie se había “convertido” en nada, sino que apenas se estaban empezando a caer las máscaras que la gente se pone al principio de una relación, cuando sólo muestra lo mejor que tiene para ofrecer.
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You keep saying you’ve got something for me. something you call love, but confess. You’ve been messin’ where you shouldn’t have been a messin’ and now someone else is gettin’ all your best. Aún tarareaba la canción en voz baja, cuando se estacionó en la calle, dejando la llave en el encendido del carro, y abriendo el portaequipaje, comenzó a sacar, una a una, las cajas, disponiéndolas en un prolijo semicírculo, mientras describía, para sí misma, el contenido de cada una. La mediana, se decía, tiene los álbumes de fotos de los viajes: a Cancún, a Mérida, a Margarita, a Cartagena. Miles de fotos, diría. Las más pequeñas contenían las cartas que se habían escrito ambos: el muy imbécil no se las había llevado. Cinco años dan tiempo de escribirse montones de cartas, pensó. Las más grandes tenían peluches, ropa suya, regalos diversos que se habían hecho uno al otro. Apenas un par de minutos después, y ya las cinco cajas estaban perfectamente alineadas, como si siempre hubieran pertenecido a ese lugar. No sabía si había transcurrido muy poco tiempo, o si era un error, pero en la radio seguía sonando la voz de Nancy: You keep lying, when you oughta be truthin’ and you keep losin’ when you oughta not bet. You keep samin’ when you oughta be changin’. Now what’s right is right, but you ain’t been right yet.
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Allí, de pie frente a lo que, para ella, era el testimonio físico de cinco años de su vida, estuvo a punto de ablandarse. Era difícil. Respirando profundo, roció con gasolina las cajas hasta empaparlas, y luego, conteniendo la respiración, encendió un fósforo y lo arrojó. El papel, en especial el fotográfico, ardía con facilidad. Se tragó una lágrima que intentó asomarse a sus ojos, y dándose media vuelta, regresó al auto. You keep playin’ where you shouldn’t be playin’ and you keep thinkin’ that you´ll never get burnt. Ha! I just found me a brand new box of matches, and what he know you ain’t had time to learn. Sentándose frente al volante, giró la llave en el encendido y arrancó, quizás a mayor velocidad de la permitida en una zona residencial. A sus espaldas, las llamas se elevaban desde las cajas hacia el cielo, y comenzaban a extenderse a las paredes de madera de la casa con flores en las ventanas. Sabía que él tenía el sueño profundo, y se despertaba tarde, quizás demasiado tarde. Para sí misma, cantó en voz baja: You keep playin’ where you shouldn’t be playin’ and you keep thinkin’ that you´ll never get burnt. Ha! I just found me a brand new box of matches, and what I know you ain’t had time to learn.
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Infinitas palomas de papel A Catalina, a quien nunca conocí Desde la esquina, donde se encontraba detenido esperando el semáforo, se veían caer diminutos puntos de múltiples colores, como infinitas palomas de papel volando desde la ventana del piso catorce. Se obligó a sí mismo a contar las luces, de izquierda a derecha, para convencerse de que era ésa, y no otra, la ventana de su propio apartamento. Cuando se hubo convencido del número del piso, y del apartamento, el estruendoso cornetazo del carro que venía detrás lo hizo salir de su desconcierto y notar que el semáforo tenía ya en verde algunos segundos. Estaba cansado. Siempre estaba cansado, desde hacía algunos años, desde que lo nombraron gerente de la principal sucursal del banco en aquella ciudad, la que tenía más afluencia de usuarios, más funciones y más problemas, y a su juicio, los funcionarios más inútiles de toda la red de agencias bancarias. Quizás, era posible, él fuera demasiado blando, demasiado permisivo, demasiado paciente; era su naturaleza. El caso es que, cada noche, la espalda le dolía y su cabeza era un enorme alfiletero con el que alguien debía estar practicando vudú. Y era como si anticipara, cada noche, que Catalina estaría esperándolo histérica, dispuesta a 47
formarle el lío del siglo, que se repetía casi idéntico al día anterior, y al siguiente. Al cruzar la puerta, la primera imagen que vio fue la de Catalina sentada en el suelo, los ojos enfebrecidos, tijera en mano, convirtiendo en cuadritos sus últimas camisas, sus corbatas favoritas, su traje azul. Atónito, no supo qué hacer, más que mirarla en silencio, desde el vano de la puerta, mientras ella destruía entero su guardarropas: ahora entendía que el misterioso enjambre que volaba fuera del edificio no era sino su ropa, la de diario, la del trabajo, la de andar por casa, toda su ropa. No fue capaz de reaccionar con la rapidez suficiente. Antes de que se diera cuenta, Catalina se le venía encima, tijera en mano, dispuesta a cometer crímenes por los que el Código Penal estipula más de veinte años de presidio. Apenas tuvo los reflejos necesarios para sujetar, en el aire, la mano que empuñaba la potencial arma homicida, y, sin saber aún cómo ni de dónde sacaba las fuerzas para ello, gritarle, enardecido, que se había vuelto loca, de una vez y por todas. Debemos decir, de una vez y a favor no sabemos de quién, que no tenía razón alguna para sorprenderse ante la escena que acababa de presenciar. Catalina, a través de los años, había dado indicios suficientes para saber que algún día, más temprano que tarde, terminaría perdiendo definitivamente el juicio, y dando lugar a alguna escena
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lamentable. Lo que había ocurrido, con total honestidad y siendo objetivos, era poco, teniendo en cuenta lo que habría podido ocurrir. Luego de largos años —diez, en total— siendo recibido, noche tras noche, por una mujer que husmeaba en sus bolsillos, olfateaba sus camisas, y lo dejaba sin cenar, argumentándole que debía haber comido ya, en casa de la perra esa de donde, sin duda alguna, venía, lo más razonable habría sido esperar que algo así ocurriera cualquier noche de jueves. No, no: lo más razonable habría sido abandonarla hacía muchos años, huir por la derecha, tomar las de Villadiego, salir por la puerta de los carros, pero ésa, en su caso, no parecía ser siquiera una opción. No estaba en su mente, a pesar de que infinidad de conocidos — amigos cercanos y no tan cercanos, familiares, compañeros de trabajo e incluso vecinos— se lo habían planteado de distintas formas: todos habían presenciado o conocían, de manera directa o indirecta, las escenas públicas de celos, las llamadas histéricas en medio de una reunión, los gritos que se escuchaban en todo el edificio. Él, por su parte, toleraba paciente, estoicamente, todos los arrestos de locura de Catalina, como si estuviera construyendo piedra a piedra la escalera que lo llevaría hasta la santidad. Era simplemente increíble, iba más allá de la imaginación de cualquiera: incluso, sumaba, con su inercia, verosimilitud a los delirios de la mujer, convencida de que era engañada de manera consuetudinaria: si no era cierto —como en efecto no lo era—, nadie podía comprender
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por qué aquel hombre soportaba tanto, día tras día. Quien se atreviera a preguntárselo, a intentar indagar, a sugerirle la posibilidad del divorcio, sólo obtendría de su parte una sonrisa cansada y una mirada triste. Aquella noche, sin embargo, Catalina rebasó los límites. En su mirada perdida sólo había una rabia animal, un deseo de acabar con todo, con la vida de él o quizás con la suya propia, o, en cualquier caso, con el guardarropas entero de su marido, cometido que ya había alcanzado: no quedaba ni una sola corbata entera en aquel amasijo de retazos de tela en el que se había convertido el suelo del apartamento. Cansado, recibió los gritos e improperios de su esposa, mientras seguía sujetándola por las muñecas, impidiendo que consumase un crimen del que, quizás, ni siquiera estaría consciente. Luego, soltándola, se dio media vuelta y salió del apartamento. Aquella noche durmió en un hotel, y al día siguiente, Catalina recibió la visita de un abogado, que daba inicio a los trámites del divorcio. Él le dejaba el apartamento, que había pagado cuota a cuota con su trabajo en el banco —del cual ella lo había celado por diez años—. Alquiló un tipo estudio mínimo, cerca de la oficina, y no volvió a casarse jamás. Catalina, por su parte, sigue recibiendo, mes tras mes, la generosa pensión que él —sin que Tribunal alguno se lo ordene— le pasa para sus gastos personales.
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No preguntes por quién doblan las campanas A Yudely, que me dio la idea. El sonido de las campanas parecía reverberar en el interior de su cráneo, causándole una jaqueca difícil de soportar. Abrió la gaveta de su escritorio, sacó dos analgésicos y se los tragó sin pensar, apenas con un par de dedos de agua que quedaban en el fondo de su vaso. En la pantalla, el cursor titilaba insistente, como intentando llamar su atención. Empezaba a ser una tortura el reiterado tañir de las campanas de la iglesia vecina, cada treinta o quince minutos, marcando el paso del día sin la menor necesidad. Todos tenían relojes, se decía a sí misma. No podía ser que no molestara a nadie, que nadie se hubiera quejado, que solamente ella sintiera esa necesidad imperiosa de ir a estrangular al cura que había dado la orden de tocar aquella música infernal a tan cortos intervalos. Y sin embargo, parecía ser cierto. En aquella enorme oficina de impersonales cubículos y grandes ventanales, todo el mundo continuaba su mecánico pulsar de teclas, mientras que sólo ella apretaba sus sienes con desesperación, esperando que el sonido cesara. Quince minutos después tañían de nuevo, siguiendo
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una partitura que, con su duración especial, indicaba que era hora de almorzar. Como si formaran parte de una coreografía burocrática, sus compañeros se levantaron de sus sillas, Fuenteovejuna, todos a una, y fueron dejando sus escritorios, marcando sus tarjetas y marchándose a comer. Ella, por su parte, se quedó -la cabeza en las manos, una sola gota de sudor helado recorriendo su espaldaesperando que la dejaran sola y que un instante de paz llegara a habitarla brevemente. Había conseguido aquel trabajo, como decían, de chiripa. Después de haber estado alrededor de dos años “fuera del mercado laboral”, la cosa comenzaba a complicarse. En especial, cuando, en las entrevistas, llegaba al punto crítico donde tocaba explicar esa prolongada ausencia. ¿Con qué palabras podía volverse adecuado explicar que, el primer año, no había trabajado porque estaba planificando la boda del siglo, su boda, la que debía aparecer en las páginas sociales de todos los periódicos importantes del país; y que, el segundo año, estaba, si bien no internada, en las condiciones idóneas para ocupar una suite con derecho a todo en el Hospital Siquiátrico? No había forma de adornar ese tipo de verdades, y, en efecto, habiéndolas servido sin adornos en más de un par de entrevistas de trabajo, no podía decirse que fueran precisamente un gancho para que sus posibles empleadores valoraran su extraordinario talento y preparación.
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Cuando ya comenzaba a notar que sus oportunidades laborales se veían reducidas con rapidez a trabajar vendiendo panelitas de San Joaquín en el peaje, una amiga – uno de esos ángeles salvadores que, llegando siempre tarde, vienen en rescate de las protagonistas cuando ya están ciegas, cojas, sordomudas y presas, en toda telenovela que se precie¬¬- le pidió ayuda a su tío, un “cuadro” del Gobierno, y le consiguió un trabajito, mal pagado y peor valorado, en la Administración Pública. Considerando, como mujer razonable que era, que sueldo mínimo mata peaje, ella lo asumió con una alegría y dedicación digna de mejores empresas. Allí, en el mismo cubículo gris e impersonal tenía trabajando seis meses, cuando el Ministerio, en plena reestructuración, decidió mudarse a otras torres que, si bien a fin de cuentas eran la misma cosa, sólo que seis cuadras más abajo, tenían el gravísimo hándicap de situarse al lado de una bendita (porque no se atrevía a utilizar otro adjetivo), de una bendita iglesia. Cualquiera diría que lo que narro no es motivo de preocupaciones de ninguna índole, ni siquiera si nuestra protagonista fuera musulmana practicante o judía ortodoxa, pues no tenía, ni tiene, obligación alguna de entrar en esta iglesia, ni siquiera de pasar junto a ella en su camino al trabajo. Pero el caso es que la iglesia tenía un campanario, y el campanario tenía campanas, y éstas, la costumbre de repicar, como he explicado, con una frecuencia que a ella, al menos, le resultaba no sólo inaudita, sino particular
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y personalmente molesta, en especial desde hacía año y medio, cuando, después de haberse pasado enteros los doce meses del año planificando hasta el último detalle de una boda extraordinaria, desde las rosas del bouquet hasta el color de las plumas de las palomas que serían liberadas a la salida de los novios, se encontró sola frente a un altar sobre el cual los minutos transcurrían, de quince en quince, sin que ella pudiera ignorar el sonoro tañido que marcaba el paso del tiempo, y sin que el novio llegara jamás. Al poco rato se levantó por fin, marcó la salida y se fue a tomar su almuerzo, aún con el golpeteo de la jaqueca martillándole el cerebro desde adentro. Todo apuntaba a una profunda recaída si, luego de esos veinticuatro meses de progresivo alejamiento, cuando parecía haber recuperado por fin la entereza suficiente para continuar con su vida de un modo más o menos normal, no era capaz ahora de hallarle arreglo a la desafortunada ubicación de sus ocho horas diarias, cuarenta semanales. La historia podía narrarse como una progresión sucesiva de fotos instantáneas, desde el catorce de junio de 2007, en la que ella posaba, con una sonrisa sin mácula y un vestido que, de tan blanco, parecía falso, en la sala de la casa paterna, antes de salir rumbo a la iglesia en el vehículo ataviado con flores y lazos. Esa foto, al menos, existía, y podía darnos un punto cierto de partida para narrar el curso de los eventos. Necesitaríamos otra, que quizás también exista,
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si alguna dama de honor despechada y envidiosa tuvo la mala conciencia de tomarla, donde ella, ya sin tanta laca y con el maquillaje estropeado, llora sentada en el quicio del altar mayor, mientras su madre despide a los invitados sin saber cómo ni con qué palabras, y su padre, mentalmente, carga la escopeta para vengarse de ese hijo de meretriz que resultó ser el yerno, ya el lo decía, ya lo venía diciendo, pero nadie lo escuchó, ese don nadie no era el hombre para su hija, maldito fuera. Luego vendrían algunas imágenes –unas podríamos encontrarlas en los álbumes de la familia, otras me las voy inventando a medida que las necesito-, donde ella aparece en la esquina de una foto grupal, la de esa Navidad, por ejemplo, donde se la ve con ojeras mal disimuladas bajo el maquillaje, con varios kilos menos y dejando traslucir el esfuerzo hecho para sonreír durante los cinco segundos que se tardaron en tomar la foto, o aquella en febrero siguiente, en la boda de la prima Mary P, donde se vio obligada a lucir un traje que la hacía parecer la torta de cumpleaños de una niña de cinco, y donde, si bien parece obvio que ha estado llorando, nadie sabría decir con precisión si es de tristeza o de rabia. Después, y durante, hay otras, por ejemplo la foto carnet que acompañara a las decenas de currículos desperdiciados en las más variopintas oficinas de la ciudad, una donde luce impecable, vestida y maquillada, habiendo ya recuperado algunos de los kilos perdidos, pero en la cual su mirada es dura, casi, diríase, insensible. O una, tomada en un local
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nocturno para una de esas revistas sin contenido, donde sale con algunas de sus amigas –ya sin la prima Mary P, que se casó y desapareció-, embutida en unos tacones siete pisos y un vestido irrespirable, como dirían los argentinos, “producidísima”, del brazo de un tipo cuyo nombre no recuerda, y que quizás, quién sabe, nunca se aprendió. Todo eso, intercalado con citas con el psicólogo y la lectura de libros de autoayuda con títulos como “No necesito un hombre para ser feliz” o “Soltera y exitosa”, la había ido arrastrando mal que bien hasta llegar a su cubículo, a su pequeño apartamento de soltera, a donde había sido todo un logro mudarse sola sin sentir que su vida era un fiasco total y rotundo, y a su restringido círculo de amigas –de donde había expulsado, no sin cierta duda previa, a quienes alguna vez habían sugerido la idea de que haber sido abandonada en el altar, era, cuando menos, un fracaso. No lo aceptaba, mucho menos ahora que le había costado varios millones de bolívares en terapia el haber logrado verlo de otro modo. Porque sólo veinticuatro meses después había sido capaz de entender que ella no quería, de ninguna manera, pasar el resto de su vida con un hombre que, no sólo no compartía tales aspiraciones, sino que había sido tan cobarde que le había tomado doce meses exactos darse cuenta de eso, y no había tenido ni siquiera el mínimo grado de decencia de hacérselo saber, más que con su ausencia. De esta índole eran sus pensamientos mientras mordisqueaba una ensalada, sola, en la feria de comida.
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Había necesitado apartarse de la oficina, del escritorio y del cubículo, al menos durante el fugaz rato que duraba el descanso para almorzar. Las sienes aún le palpitaban, como si marcaran el ritmo de las campanas que ahora permanecían en silencio, hasta la una, hora de regresar. Y a pesar del silencio, conservaba la desagradable sensación de náusea, un leve vértigo en la boca del estómago, un sabor amargo en la garganta que, de vez en cuando, venía con instantáneas Polaroid en su cabeza. Ding, el vestido blanco; dong, el rímel corrido por las lágrimas que no cesaban; ding, su madre mirándola con una tristeza bañada de desaprobación; dong, el celular de Octavio repicando y cayendo una y otra vez en el buzón de voz; ding, el diván del psicólogo enfrentándola con sus propios demonios; dong, ella sola, vestida de cereza gigante, en la boda de la prima Mary P. Si hubiera podido costearse la decisión, habría renunciado ipso facto al trabajo. Pero se había mudado sola y tenía un alquiler que pagar, cuentas por abonar, la luz, el agua, el gas y el desencanto. A la mañana siguiente, el tamborilear de su teclado se sumaba unánime al de los demás cubículos. Sus diez uñas, impecablemente recién pintadas de rojo, danzaban alegres sobre las letras. Nadie, para variar, parecía darse cuenta de que las campanas no sonaban aquella mañana. Eran las once cuando la secretaria de Presidencia se acercó a la de Administración y le contó, en voz alta para que
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todos pudieran oírlo, que la noche anterior unos vándalos habían entrado a la iglesia y se habían robado las campanas. Nadie sabía dónde podían estar, y aunque el párroco tenía todas las intenciones de recolectar fondos para mandar a hacer unas nuevas, había otros asuntos más urgentes y quién sabe para cuándo, ya veremos, mientras tanto, etcétera. Ella, por su parte, que no era para nada chismosa, sólo sonrió y siguió tecleando, impávida.
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¿Quieres que te espere para cenar? Mientras se afeitaba aquella mañana, tuvo un extraño presentimiento. Se quedó así, con la mano detenida a mitad de un movimiento, la hojilla de afeitar en mitad de la barbilla cubierta de espuma, como si una mosca se le hubiera metido en el cerebro por la oreja derecha. Con la sensación nítida de un juego de tetris en el que todas las piezas han caído finalmente en su lugar, llegó a la conclusión, casi subconsciente, de que su esposa estaba intentando envenenarlo. Era tan evidente que le parecía ridículo no haberse dado cuenta antes: Inés sabía que durante los últimos años había tenido una relación paralela con Marta, su secretaria. El sólo pensarlo con esas palabras lo hacía sentirse parte de un cliché mayúsculo, el ejecutivo promedio que tiene una esposa fiel y hogareña, y una secretaria que además es su amante, con el añadido de que además, él se había paseado morosamente por todas y cada una de las mentiras típicas que caracterizan a una relación de ese tipo –ya no nos amamos, estamos juntos por los hijos, ella no me comprende, me voy a divorciar para estar contigo, sólo dame tiempo-. A Dios gracias, o al diablo, Marta nunca se había tomado la molestia de ponerse en el plan de presionarlo, pero al menos a él le parecía evidente el hecho de que ella, como cualquier mujer, no habría elegido la situación en la que se encontraba. 59
Terminó de afeitarse con lentitud, pensativo, dándole vueltas a la idea que se acababa de formar en su cabeza. Se había sentido mal las últimas semanas, pero había acabado por pensar que el frecuente dolor de estómago y las náuseas se debían, simplemente, a la edad que no perdona nada. Y de pronto, aquella mañana, tuvo la certeza de que Inés estaba tratando de envenenarlo. Tenía el motivo -ahora estaba por completo seguro de que Inés sabía que le era infiel- y tenía la oportunidad: aunque trabajara todo el día y no almorzara siempre en el mismo lugar, todos los días Rodolfo cenaba en casa, precisamente, para no despertar las sospechas de su esposa. Sin importar a qué hora llegara, e incluso, aunque ya hubiera cenado antes, con religiosidad Rodolfo ingería lo que Inés le hubiese preparado, fingiendo un hambre de lobo feroz en caso de que fuera necesario. Se pasó la mañana dándole vueltas a la idea en la cabeza. Se había estado sintiendo mal, cada vez peor, durante los últimos meses. Al principio se lo había achacado a la edad, pero creía -quería creer- que aún no era tan viejo, que apenas estaba tomando un segundo aire en la vida. Pensó en el colesterol, lo habló con su esposa, que adaptó un poco sus menús habituales, aumentó las ensaladas y las sopas, redujo las harinas, pero nada de eso lo había hecho mejorar. Como quiera que no se sentía morir -apenas un dolor de cabeza de vez en cuando, un leve mareo algunas tardes-, lo dejó pasar. Pero ahora -se decía mientras firmaba papeles sin ver- una intuición punzante le decía que todo aquello tenía que ver con su mujer.
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Al llegar la hora del almuerzo, le dijo a Marta que le trajera lo de siempre, pero que tuviera especial cuidado en vigilar la preparación de la comida. Ella rió, divertida, y preguntó qué le pasaba. Creo que mi mujer está tratando de envenenarme, contestó, sin darse cuenta de lo ridícula que se escuchaba la frase al decirla en voz alta. ¿Crees que descubrió algo?, contestó ella, todavía riendo, y él, muy serio, Creo que siempre ha sabido todo, y que apenas ahora decidió hacer algo. Se comió la ensalada con cortos y lentos movimientos de mandíbula. Estaba distraído: Pensaba en que Inés sólo podría haber tomado una decisión de esa magnitud pensando en el dinero. La herencia que dejaba no era una cifra obscena, pero era suficientemente cuantiosa para poner a pensar a cualquiera en las desventajas de un marido infiel. Estaba seguro de que Inés sopesaría y analizaría que, si él terminaba abandonándola por la secretaria, la cantidad que recibiría del divorcio sería mucho menor. Además estaba el tema del seguro de vida. Sin embargo, y a pesar de su súbita paranoia, no era capaz de asegurar que las ideas macabras que se le habían metido en la cabeza eran ciertas. Era, se dijo, pensar demasiado mal de aquella mujer que había cuidado de él, con diligencia y esmero, durante más de veinte años. A Marta la sola idea le había parecido descabellada. No estás durmiendo suficiente, le dijo, la falta de sueño da alucinaciones, y le acarició el cabello soltando una carcajada. Marta, con sus reservas de alegría y de paciencia,
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en apariencia infinitas, sabía que él nunca se separaría de su mujer, sin importar lo que le hubiera prometido entre las sábanas revueltas en cualquier hora robada. No se separaría por culpa, por afecto, por las dos décadas de recuerdos compartidos, por comodidad también, en parte, pero sobre todo, no se separaría porque era un cobarde. Había cierta culpa hacia Marta también, aunque -o quizás precisamente porque- ella nunca le había reprochado o exigido nada, y como quien mata dos pájaros de un tiro, decidió invitarla a cenar aquella noche y así garantizarse que no probaría la comida de su mujer. Su tranquilidad mental, en aquel día paranoico, así se lo exigía. Llegó a casa pasadas las nueve, y se encontró a Inés leyendo un libro frente al televisor encendido y sin volumen. Apenas levantó la vista un poco de la página abierta, lo saludó y le dijo, Te dejé cena en la cocina, pero seguro ya comiste. Él, con un impulso de culpa y de temor, le contestó, No, pero casi no tengo hambre. Fue a la cocina, apartó la tapa del plato servido -eran chuletas con ensalada y puré, y olía delicioso- y se quedó allí por diez segundos, pensando qué hacer. Hubiera sido muy oportuno tener un perro en este momento, se dijo, y lamentó haberse negado tantas veces a una mascota en la casa. Habría sido terriblemente práctico alimentarlo con toda esta comida y ver qué pasaba. Si moría, era la prueba perfecta para la unidad de investigaciones criminales de la policía. Práctico y cruel, que en ocasiones era casi decir
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lo mismo. Tiró la comida a la papelera y de inmediato, recogió las bolsas y se dispuso a sacar la basura, cosa que quizás hacía por primera vez en años sin que le fuera exigido antes dos, tres o cuatro veces. Al punto se dio cuenta de que era demasiado pronto, pues Inés debía pensar que estaba cenando. Haciendo tiempo, merodeó un poco por los gabinetes de la cocina, como si esperara que un frasco marcado con una calavera y dos huesos en cruz le cayera en las manos de pronto, proporcionándole la prueba que buscaba para validar sus sospechas. Eso, por supuesto, no ocurrió, y cuando minutos después tuvo que pasar por delante de Inés para sacar la basura, ésta sólo le dijo, alzando una ceja y sin despegar la vista del libro abierto, Qué milagro, Rodolfo. Contra todo pronóstico, al velorio asistió un montón de gente, algunos, incluso, que Inés no conocía, y otros –lo que realmente la sorprendió, aunque se cuidó bien de guardárselo- parecían estar auténticamente conmovidos. Ella, impecable y elegantísima, procuró conservar la compostura lo justo, pero no demasiado, para que nadie pudiera decir que la viuda no tenía una cara aceptable de sufrimiento. Una mujer delgada, vestida pulcramente de negro, se acercó a darle el pésame con lágrimas en los ojos azules, a pesar de que su rostro inconmovible no permitía adivinar sus emociones.
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- Por fin nos deshicimos de ese imbécil -le dijo al oído, en una voz casi inaudible-. Los últimos días ya no quería comer ni beber nada más que esa manzanilla del demonio, que no sirve para disimular ningún sabor.
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Las asas de las tazas van hacia la derecha En su pequeño universo de objetos cotidianos, ella era la reina, o, dicho con mayor precisión, la dictadora. El suyo era un sistema político que no admitía cambios, donde los platos siempre iban ordenados por forma, tamaño y color, donde las tazas se alineaban con todas sus asas en la misma dirección y el perejil iba siempre a la izquierda del romero, en estricto orden alfabético. El marido se iba a trabajar temprano y regresaba en la noche, no se inmiscuía en lo que, en su opinión, eran «cosas de mujeres», y le dejaba a ella toda la responsabilidad sobre sus medias tiradas de cualquier modo en el pasillo. Nunca había considerado extender su reino más allá de los confines del jardín. Su absoluto poder sobre la casa era respetado sin la más mínima perturbación por parte de su esposo, quien con su propia rutina se había amoldado a la de ella, sabiendo que los zapatos desaparecerían de su lado en cuanto se los quitara, para aparecer luego lustrados y en alineación perfecta en su clóset, clasificados de acuerdo a su tipo y color. Quizás era justo por eso, por lo que a ella no le pareció buena noticia cuando él llegó a casa, acompañado de un hombre al que ella nunca había visto, diciéndole que era su
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hermano y que la esposa «lo acababa de maletear», así que se quedaría con ellos por unos días. Entre los hombres se hicieron un par de chistes sobre el demasiado tiempo que los habían soportado sus respectivas mujeres, pero ella no se rió con ninguno. Sólo se quedó mirándolos, desconcertada, mientras pensaba en lo terriblemente imprecisa que era la expresión «unos días». Ella, como correspondía a la situación, fingió su mejor sonrisa y les ofreció café, mientras miraba por el rabillo del ojo los zapatos llenos de barro de su pariente, que dejaban marcas oscuras en la alfombra. El marido terminó su café pronto, como era usual, pero el invitado, en cambio, se daba su tiempo; agitaba el líquido salpicando el impecable mantel de encaje blanco, se servía más azúcar con la misma cucharita húmeda y ella, temblorosa, retorcía la esquina de un paño de cocina mientras esperaba el instante en que el hombre bebiera la última gota para, entonces, retirar precipitadamente la loza de sus manos toscas, lavarla y devolverla a su lugar en el instante. El desconcierto la llenaba de pies a cabeza. No comprendía cómo era posible que su esposo, sin más ni menos, trajera un invitado a la casa, sin consultarle antes; ni siquiera a cenar –lo que, de por sí, generaba un sinnúmero de inconvenientes de orden doméstico- sino a quedarse ‘un par de semanas’, como si tal cosa. Sirvió la cena, conmocionada, casi sin pestañear. No eran tres raciones, sino dos, pensó malhumorada, porque
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nadie le había avisado nada, de modo que se las dio a los hombres y se fue a dormir sin cenar, demasiado molesta para prepararse nada. Soportó estoicamente los primeros días. Se levantó temprano a colar café, se lo sirvió al marido mientras éste leía el periódico y se ajustaba la corbata, y contuvo la respiración cuando aquel neandertal entró a su cocina para servirse café por sí mismo, en cualquier taza y de cualquier modo, y dejando el asa de la cafetera hacia la izquierda. Ella forzó una sonrisa, repitió la rutina de la noche anterior, arrancándoles las tazas de inmediato, giró el asa de la cafetera a la derecha y luego lavó, secó y guardó cada pieza en su lugar. Acto seguido, preparó el desayuno forzándose a mantenerse en silencio –un silencio contenido, falso, denso-, y luego de que el marido se marchara al trabajo y ella hubiera dejado cada plato impecable, como si fuera a pasar una inspección de sanidad, se vistió, recogió su cartera y salió a hacer la compra, provista de una lista escrita con su minuciosa letra de molde y grandes dosis de meticulosidad. Después de cuarenta y cinco minutos exactos, estaba de vuelta, cargada de bolsas. Ir de compras la había calmado un poco; recorrer los pasillos a la caza de los ítems que formaban su lista, calculando las cantidades necesarias para la semana; sumando y multiplicando para obtener el monto a pagar: las actividades que le generaban sensación de control, siempre la calmaban. Llevó las bolsas a la cocina para guardar las cosas.
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Lo primero que vio fueron las migas en la encimera de la cocina. Migas de pan, regadas sin ton ni son, mezcladas con uno que otro trocito de queso. El cuchillo de la carne, sucio, puesto de cualquier manera sobre las baldosas. Se había hecho un sándwich, por lo visto. Se había hecho un sándwich, y había cortado el pan con el cuchillo de la carne, y lo había dejado sucio de migas y queso y mayonesa. Respiró tan profundo como le fue posible. Sentía en las sienes el palpitar de la sangre. En el fondo, se oía el sonido de la televisión puesta a alto volumen en la sala de estar. Debía estar allí, se dijo. Se lo imaginó, como si viera una fotografía, echado en el sofá, con los pies subidos sobre la mesa, la franela llena de manchas de salsa. Oía el ruido en la sala de estar, y los restos de comida que, en su mente, iban cayendo y ensuciando la alfombra, no le daban sosiego ni paz. Guardó el mercado y trató de calmarse cortando las verduras del almuerzo. Los golpes secos y rítmicos del cuchillo sobre la tabla de picar la distrajeron por un rato. Alrededor de una hora después, el hombre salió y ella pudo entrar en el estar, aspiradora en mano, a restablecer el orden doméstico. Aquella noche enfrentó a su marido. Le dijo que aquello era intolerable; que ella no podía permitir que aquel hombre hiciera y deshiciera en su casa, que había que respetar el orden, la limpieza y la rutina, y que él tenía que hacer algo. Le preguntó hasta cuándo se iba a quedar. El marido, visiblemente molesto, le dijo que el hombre era su familia,
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y que uno no echa a la familia a la calle así nada más, y que era ella quien iba a tener que acostumbrarse. Luego, se dio media vuelta en la cama y se durmió o fingió dormirse, con ostensibles ronquidos de cerdo con disnea. Ella cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó despierta, mirando fijamente las molduras del techo, rumiando la rabia que se elevaba dentro de sí como agua hirviendo. Al despuntar el día siguiente, había decidido -pasando la noche casi en vela- que ella era fuerte y capaz de mantener el orden de su casa sin la ayuda ni la colaboración de nadie. Después del desayuno -rutina que incluía la limpieza de todos los utensilios, de la vajilla y de la cocina misma hasta que quedaba como si jamás hubiese sido usada- salió al mercado a comprar artículos de limpieza. Necesitaba productos más fuertes, pensó; productos que limpiaran, desmancharan y desinfectaran, productos que, de ser posible, esterilizaran su casa contra los microbios de tamaño humano que vivían en ella. El cloro era su amigo; quizás el único. Regresó a casa un par de horas después, con una alegría íntima e intransmisible, una de esas alegrías que no pueden ser compartidas con nadie. La sobresaltó un ruido en la cocina. El hombre, en franelilla y boxers, estaba cocinando. Estaba usando su cocina, sus sartenes, sus cuchillos, y a su alrededor, cáscaras de huevo, harina, azúcar y otras sustancias no identificables salpicaban la encimera y el cromado de la cocina misma. Las burbujas del agua hirviendo subieron tanto que
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levantaron la tapa y se derramaron, demostrando que la olla era demasiado pequeña para ellas. Sacó un cuchillo del mostrador de madera donde los guardaba, y se le fue encima. Lo siguiente en su mente, luego de aquello, fue revisar su ropa verificando que no tuviera manchas -sí las tenía, por supuesto- y pensar, contabilizar la cantidad de trabajo de limpieza que tenía por delante. Tenía que limpiar la encimera, la cocina, lavar el vestido, limpiar el charco en el suelo que crecía más y más. Se alegró de haber comprado cloro. Luego, lavó con cuidado el cuchillo hasta que recobró su brillante color plata, y secándolo, lo devolvió a su lugar, la tercera ranura en el mostrador de madera, siempre con el filo hacia adentro, y aliviada, suspiró.
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Silencio Le gustaba observar a los hombres que, en la calle o en el metro, caminaban con flores en la mano. Le gustaba, también, imaginarse que en alguno de los tantos universos posibles esas flores eran para ella; que un amante encantador la esperaba en secreto, con el charm que tiene todo lo prohibido, para verse de prisa y a escondidas, con la inquietud de ser descubiertos por Augusto, que formaría un escándalo mayúsculo y, por primera vez en tantos años, demostraría poseer sangre en las venas. Solía verlos temprano en las mañanas, en el andén o en la parada del bus, cuando iba de camino al trabajo. En esos casos, la fantasía solía durarle hasta la hora del almuerzo, o hasta que las medias se le engancharan en algún saliente de la silla o el escritorio, y la corrida le arruinara el día y la impecabilidad. En esos días, el jefe quizás notaría que su cabeza andaba en otros lares; posiblemente la mirara como interrogándola, entre la duda y la extrañeza; lo más seguro, de cualquier manera, era que no se atreviera a preguntarle nada. Sus quince años sentándose en la misma silla, frente al mismo escritorio, haciendo el mismo trabajo, le garantizaban un autodominio que nadie se atrevería a disputarle, la ventaja indiscutible de la rutina hecha hábito, de saber el lugar en el que se encontraba cada cosa sin ni siquiera tener la necesidad de pensar. Carmencita, diría el 71
jefe, sáquele dos copias al contrato de los Arbeláez, y ella contestaría, con la mirada en el infinito, las saqué ayer, están sobre su escritorio, y nadie se atrevería a preguntarle nada, porque a nadie le importaba su mirada extraviada si el trabajo estaba perfecto y al día. Almorzaría sola, en su escritorio ordenado a la perfección, la comida que ella misma se habría preparado la noche anterior. Y mientras vaciaba el táper pausadamente, se diría a sí misma, con picardía, que ese amante habría de llevarle girasoles y no rosas, pues debería conocer sus flores favoritas, y que tendría que saber hablar italiano, para decirle las cosas que Augusto nunca había sabido decirle. Constantemente, mientras redactaba un memo o una orden de pago, pensaba en su mitad de soledad, tan bien cuidada, tan pulcra, tan callada. Nunca sabría decir si Augusto le había sido infiel; hacía muchos, demasiados años, que era tan poco lo que podría decir de Augusto a ciencia cierta, a no ser que prefería las medias grises a las negras, y la carne un poco quemada. Aún no lograba comprender cómo había soportado tanta soledad durante tantos años; no ser escuchada cuando intentaba contar algo que le había pasado durante el día; no ser abrazada ni tocada ni acariciada durante tanto, tanto tiempo. Desde siempre había soñado, como soñaba cualquiera en el momento de dar el “sí” oficial, que su marido sería el compañero que tomaría su mano en los momentos difíciles,
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que la cuidaría y la protegería, que la haría sentir amada y apreciada; en resumidas cuentas, que le llevaría flores una y otra vez, por lo menos; pero ninguna de estas expectativas había terminado por cumplirse. Los primeros años de matrimonio fueron una calma bastante semejante al concepto que tenía de hogar; algunas discusiones por tonterías, la repartición de las tareas domésticas, muchas conversaciones rutinarias y pocas conversaciones trascendentales; sin embargo, se acercaba más o menos a lo que ella pensaba que podía ser estar casado. Sin embargo, de un día para el otro todo aquello había cambiado, como si la relación se helara de pronto, como si se hubiera quedado hablando sola al final del hilo de una llamada trasatlántica. Con aquella sensación de soledad inexpugnable, ella atravesaba los días, uno tras otro, como quien ensarta cuentas en un hilo, todas del mismo color, repitiendo un patrón aburrido y monótono. Era levantarse por la mañana, en silencio, para no despertarlo; preparar el café y el desayuno al mismo tiempo que iba arreglándose para trabajar; dejarlo todo listo y salir, precipitada, a la calle, al metro, al ruido insoportable, al olor nauseabundo de la ciudad que apenas despertaba. Él se levantaría luego, encontraría todo listo, se vestiría con calma y se iría a su oficina. Ella llegaría a su escritorio, donde sostendría en la punta de sus diez dedos el frágil equilibrio que era la oficina del doctor Sánchez, se cortaría la yema del meñique con una hoja de papel bond, se pelearía con las gavetas oxidadas que siempre
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daban trabajo para abrir o cerrar, sacaría un millón de copias, archivaría un millón de documentos, prepararía café, almorzaría sola, en su escritorio. A veces, entonces, mientras iba clavando el tenedor en los pedacitos esquivos de lechuga, se imaginaba que Augusto aparecía de súbito por la puerta y la invitaba a almorzar, le regalaba flores, le enviaba chocolates o le pedía el divorcio: cualquier cosa que alterara la insoportable rutina de sus días, al menos un mínimo desorden, algo que le sirviera para distinguir una mañana de otra, más que las cifras que iban en aumento en el calendario de hojas desprendibles que colgaba en la pared de la oficina. Era en esos días, también, cuando recordaba su noviazgo, como si de desleídas postales de viaje se tratara, diciéndose que aquello era de otro siglo; las citas a escondidas, las cartas enviadas con primos o deslizadas por la ventana con sigilo, las palabras y sus significados múltiples, todo aquello la acompañaba en aquellos almuerzos solitarios, sin una llamada de Augusto para preguntar por su día. Era cierto que ella tampoco lo llamaba. No desde aquella vez en que levantara el teléfono a media mañana, marcara el número de la oficina de su esposo y preguntara por él, sólo para que una voz de mujer le contestara, tras un silencio largo e incómodo, como el de alguien que no sabe qué decir, que el señor Augusto ya no estaba con ellos. Colgó el teléfono, molesta, y se irritó más aún cuando Augusto no supo darle ninguna explicación satisfactoria para
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aquella respuesta absurda, y decidió que, sencillamente, ya no llamaría más a aquel lugar extraño donde no querían comunicarle con su esposo. Terminó su ensalada, lavó el envase y luego de secarlo, lo devolvió a su lugar en el bolso. Tenía la pulcritud y la atención al detalle de una señora de setenta años con collar de perlas y camafeo, pero apenas rozaba los cuarenta, que según las revistas de los quioscos, eran ahora los nuevos veinte, así que podría haberse alocado un poco e irse a vivir la vida un rato al bar de la esquina. Pero eso no estaba en ella; se requerían amigas con vocación de tigresa y un poco –bastante- menos de escrúpulos, y ella, con su cabello siempre recogido y su vestido siempre negro e impecable, no era material para esa clase de aventura. Y sin embargo, era perfectamente capaz de entender esa búsqueda desaforada de la juventud perdida: era a través de esa misma nostalgia que ella soñaba con que el chico que llevaba aquel ramo de rosas en el metro fuera Augusto, aunque ya no recordaba cómo se recibía un regalo de ese tipo, qué cara poner, ni si el agua de las rosas debía estar tibia o fría, si debía ponerles azúcar. De regreso a casa, de nuevo en el metro, le cedieron el puesto, y lo aceptó porque los tacones le hacían doler los pies, aunque no dudó ni por un segundo de que aquel gesto había sido lo mismo que un “doñita” dicho por el cajero del supermercado. Se sintió vieja y cansada. Se dio cuenta de que se le había corrido la media, y se sintió más cansada aún.
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Bajando la mirada al suelo, para que nadie se diera cuenta, lloró un poco, en silencio, mientras llegaba a su estación. En el andén se secó el rostro con cuidado, para que Augusto no notara que había llorado. Nunca lo hacía, pero igual quería evitarle la molestia. Llegó a la casa, vacía y a oscuras, cuando ya comenzaba a oscurecer, y repitió su rutina de siempre –ducha, cocina, platos, televisión, borrar los mensajes de la contestadora, prepararse para dormir-. Se puso el pijama y se metió a la cama –perfectamente tendida, tal como la había dejado aquella mañana- y dándole las buenas noches al silencio, a las paredes y a la urna de cerámica que reposaba sobre la mesita de noche, se quedó dormida.
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La escritora
(a manera de epílogo) A Carlos, claro Érase una escritora que, cierto día, al salir de un bloqueo literario en particular prolongado, se dio cuenta de que, de pronto y sin razón alguna, su usual estilo nostálgico y un poco cursi, demasiado romántico para sus tiempos, se había puesto al servicio de historias sangrientas, repletas de personajes desquiciados, con rasgos psicópatas: asesinos en serie, envenenadores, mujeres infieles, gente, en suma, como la que nunca había poblado sus ideas. Esta intrusión, fuera de su estilo y temas tradicionales, le resultó incómoda y molesta, y durante un tiempo, se rehusó a escribir. Se negó a prestar su pluma a personajes e historias tan alejados de su estética personal, personajes que le parecían desagradables e incluso, repugnantes, con quienes no cruzaría una palabra en la vida real. Era una snob, sin lugar a dudas, pero quién era capaz de decírselo en la cara. No obstante, los personajes no quisieron abandonarla —cosa que no hablaba a favor de su sensatez—, buscar otro escritor con menos ínfulas y, probablemente, más talento; por el contrario, insistieron en torturarla, hora tras hora, noche tras noche, llenando su cabeza de sangrientos crímenes, tan distantes, tan disímiles de su habitual sensiblería barata, de 77
sus personajes dignos de Jazmín y Harlequín , que no podía sino horrorizarse minuto tras minuto de sus propias ideas. Creyó enloquecer; estarse volviendo una psicópata, homicida en ciernes, capaz de ver en cualquier situación un posible crimen, en cualquier persona un potencial transgresor de la ley. Se autorrecetó una semana en la Costa Azul, al abrigo de cualquier situación que se asemejara a sus nuevas musas, tan caribeñas, tan latinoamericanas, pero se encontró con que, a los dos días, tenía el bosquejo completo de una novela de misterios, donde la víctima moría ahogada en circunstancias sospechosas, en el mar Mediterráneo. Eso fue el colmo: sus (extremadamente costosas) vacaciones, tiradas, literalmente, por la borda (de un yate; el asesino, cuyo rostro nadie había logrado divisar, vestía de blanco y llevaba guantes, y…). Decidió que había tenido suficiente: si sus personajes se resistían a dejarla en paz con sus historias de amor, atardeceres y desengaños, pues bien buscado se lo tenían: no había mejor manera de matarlos, que escribirlos de una vez por todas. De ese modo, uno a uno, fue aniquilando a sus personajes, en las páginas de un nuevo libro, lleno de crímenes sangrientos que, muy posiblemente, llevarían a la preocupación a más de uno de sus colegas (no por la competencia en el próximo Booker’s Prize, sino más bien en lo relativo a la salud mental de la ilustre narradora). No obstante, ella, por fin, consiguió algo de paz intelectual, y pudo entonces aceptar que no estaba loca; al menos, no del todo; que apenas, si acaso, era una autora de literatura negra. 78
Ă?ndice 13 En el cielo sin diamantes 21 Sangre en el metro 31 Poinsettia 37 Algo viejo, algo azul, algo prestado 41 These boots are made for walking 47 Infinitas palomas de papel 51 No preguntes por quiĂŠn doblan las campanas 59 ÂżQuieres que te espere para cenar? 65 Las asas de las tazas van hacia la derecha 71 Silencio 77 La escritora
Historias de Mujeres Perversas Se termin贸 de imprimir en noviembre del 2013 en el Sistema Nacional de Imprentas Nueva Esparta Rep煤blica Bolivariana de Venezuela la edici贸n consta de 500 ejemplares