SOCIEDAD • Por Susana Parejas - fotos: Marcelo Cugliari
Carlos Keen y su gente Cerca de Luján, el pueblo que nació por una estación de tren, sobrevivió a su cierre y hoy florece con el turismo de fin de semana. Cerquita de Buenos Aires, un oasis de naturaleza y paz, contado por sus protagonistas.
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al vez, quien no conoce nada de la historia de Carlos Keen, se sorprenda al enterarse de que el señor por el que el pueblo recibió su nombre jamás vivió allí. Era oriundo de Flores y murió en sus pagos víctima de la fiebre amarilla. Keen, abogado, militar y político, tuvo méritos suficientes para que la dirección del ferrocarril impusiera el 12 de agosto de 1881 su nombre a la estación, que oficiaba como depósito de agua en
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el km 16 del ramal Luján-Pergamino. Una mañana de pleno sol ilumina las construcciones que se desparraman sobre el espacio verde. Casi puestos como para formar la postal. El viejo granero donde se acopiaban cereales, la estación, el típico cartel: fondo negro con grandes letras en blanco y un molino, que no funciona pero decora, dan cuenta de ese pasado donde las casas fueron rodeando la llegada del tren. Como muchos otros pueblos de la provin-
cia de Buenos Aires, nacido a la vera de la vías, Carlos Keen tuvo una época de brillo que se fue opacando. “Creció abruptamente en la década del ’30 y mediados del ’40, llegando a tener 3.500 habitantes. Hoy son mil, con las personas que viven en el campo. El traslado de la ruta 7, por donde pasa actualmente, frenó económicamente al pueblo. Y también, por esos años, la creación de la algodonera Flandria, en Jáuregui, originó que mucha gente se
mudara hacia allí”, resume Sebastián Zurdo, de la Secretaría de Turismo de Luján. Cuando en los ’70 el tren dejó de pasar, se agravó la situación. Sin embargo, como desafiando el destino a desaparecer, Carlos Keen no sólo logró sobrevivir, sino que volvió a florecer como en los viejos tiempos. Y fue el primero de los diecinueve pueblos en formar parte del programa de Pueblos Turísticos de la provincia de Buenos Aires, cuyo propósito es promover e incentivar el
desarrollo de actividades y emprendimientos turísticos sostenibles, basado en el concepto de turismo comunitario. EL GALLEGO. Dicen que la geografía de un lugar se compone no sólo de sus paisajes, de sus calles, de su arquitectura, sino también de su gente. Las historias que se van hilvanando durante todo el día, completan la postal de este pueblo, que se va construyendo de a poco.
Tal como todos lo conocen en el pueblo, “el Gallego” llega en una bicicleta que denota años de uso. A sus 80 años, él pedalea por todos lados. Roberto Manuel Fernández, como figura en su documento, viene a ser la memoria viva del pueblo: ostenta la categoría de NyC, nacido y criado, a la que podría agregarse “y nunca ido”, porque “el Gallego” siempre estuvo aquí, en las épocas de vacas gordas y en las otras. Cuando se sienta a conversar, cuenta la
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“Domar un caballo para que sea mansito, es una técnica de mucha paciencia y de mucho respeto al animal. Sentir el sonido del cencerro de la tropilla es lo que me mantiene vivo.” (Gonzalito) historia de Carlos Keen, desde que su papá llegó en 1906. “Algunas cosas me las contaron, pero casi todas la viví yo”, anticipa. Y a través de sus palabras se comienza a imaginar una época donde los trenes llegaban para descargar el cereal y unos 150 peones cargaban trigo, maíz, en otras tantas chatas tiradas por bueyes, “cargaban todo y dejaban los vagones vacíos”. Y hasta puede escucharse la tonada de los italianos del norte, de Trieste, que vinieron a poblar esta zona, como su abuelo materno. A los 7 años, “el Gallego” barría en el almacén de un corralón, después estuvo en una panadería y completó sus días de trabajo, con 50 años en la fábrica de dulce, que todavía funciona, aunque hoy bajo la firma “Nevares”. “Cuando me fui me regalaron un reloj Longines, era bueno. Hice de dulcero, se hacía dulce de batata, de membrillo, se trabajaban más de 2.000 bolsas de azúcar por día, también cargué camiones y hasta fui chofer”, recuerda de esos años en que la empresa se llamaba Gusifabril. Casi como una misión impuesta por tantos años en el pueblo, el relato va completando lo que sería un perfecto compendio oral. El cambio de la ruta (“porque a los dueños de grandes campos les convenía”,) las carreras de Turismo Carretera de los años ’30, los colectivos a Rosario (“le ponían cadenas
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para pasar el barro”). Con memoria prodigiosa, hace un inventario: “había dos carpinterías, dos zapaterías, hasta tres panaderías, después quedaron dos, ahora hay una. Tres fondas que daban de comer, cinco almacenes de ramos generales que tenían de todo. Tres o cuatro bares, dos o tres canchas de fútbol, en las que los domingos se juntaban como doscientas personas. Y eso duró hasta los años ’60”, enumera. A su mujer, con la que tuvo tres hijos, la conoció en los bailes que armaban los clubes Independiente y San Carlos. “Se hacían todos los sábados, venían cuartetos
buenos desde la capital. Era más divertido antes, allá por los ’40”. Los domingos no es difícil encontrar a “el Gallego” mezclado con los turistas, a quienes les cuenta estas historias de otros tiempos; a él le gusta que el pueblo se llene de nuevo. “Levantó mucho con el turismo. Se han hecho más de 100 casas en unos cuatro años. Ahora, los domingos tenemos gente”, concluye, mientras se sube a su bici y pedalea el tramo que lo lleva a su casa. Rita y Tertulio. Casi sin darse cuenta, a sus 25 años, como una epifanía
mientras visitaba a un amigo en el campo, Rita descubrió que lo que quería era vivir allí. Y así, un día dejó la capital, donde tenía su taller de cerámica y se instaló en Golney, “mucho más perdido que Carlos Keen”. Esos fueron sus primeros años lejos de la gran ciudad, sin electricidad y fiel a su necesidad de vivir en la naturaleza. Hoy, Rita Llavallol tiene 49 años y vive con sus cinco hijos y un nieto en Cortines, una localidad cercana a Carlos Keen. De lunes a viernes, “hace vida de granjera”, mientras que los fines de semana y feriados está a cargo del Eco Bar, que funciona dentro de “El Granero” y es el resultado de su idea de crear “un lugar donde se puedan vender productos de la agricultura familiar y agroecológicos”. En este bar todos los productos son caseros, no hay gaseosas, ni galletitas industriales. Hasta las tazas, donde sirve ricos tés de cedrón están hechas con tierra de aquí. “Charly es el alfarero, aprendió todo en la fábrica de macetas donde trabajó 13 años. Los fieltros naturales, que ofician de posa taza, los hizo Elina y son biodegradables”, aclara. En este bar se pueden comprar miel,
“tRABAJÉ 50 AÑOS EN LA FÁBRICA DE DULCES; Cuando me fui me regalaron un reloj Longines, era bueno. se hacía dulce de batata, de membrillo, se trabajaban más de 2.000 bolsas de azúcar por día.” (“EL GALLEGO”) licores de arándanos, de té verde y frutas, vinagre de ciruela aromatizado con romero y ricas tortas con harina integral. “Aunque la gente me pide pastelitos y tortas fritas, pero no me doy por vencida”, sonríe Rita. Como una reflexión de su cambio de vida, dice: “El campo es reconectarse con toda la historia de la humanidad, prendés fuego, producís tu alimento, cuando es de noche, es de noche, se disfruta cada cosa en su momento”. “Tertulio” no es su nombre, sino el del clown con el que entretiene a los chicos y grandes todos los domingos a las 16, en el
anfiteatro natural que está detrás de “El Granero”. Lucas Caballero, 37 años, empezó a estudiar administración de empresas, pero al año se dio cuenta de que no era lo suyo, luego hizo fotografía en Morón y la carrera de cine y televisión, también se entrenó en circo y acrobacia. Se fue a Madrid a trabajar a una productora audiovisual, donde un día empezó a hacer teatro callejero. Esa decisión marcó un futuro, que tiene que ver con lo que es: clown. “Tertulio es mi payaso, se modifica con el tiempo como todo ser humano, aunque hay un espíritu que siempre mantie-
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La fábrica de girgolas
Se abre la puerta de una habitación y grandes bolsas de polietileno rellenas de paja cuelgan del techo: brotan de ellas una especie de flores color salmón. Parece una instalación de arte moderno. Pero no. Se trata del cultivo de hongos, de girgolas. Leandro Hernández y su mujer Gabriela Martínez son los emprendedores que encararon este proyecto, al que bautizaron “Mirando al Sur”, ubicado a unos 300 metros del centro, sobre la calle Vicente López y las vías. Desde hace un tiempo lo abrieron al turismo a través de visitas guiadas los fines de semana.”Quisimos aprovechar este polo gastronómico y cultural, y mostrar que también hay actividades productivas”, explica Gabriela. Ellos mismos van por los restaurantes que hay en el pueblo, hoy unos quince, invitando personalmente la visita guiada gratuita. El proceso tiene varios pasos. Primero se tritura la paja de trigo y avena, que se pasteuriza en grandes tambores, para eliminar cualquier otro hongo que tuviera la paja. Luego se infecta con el micelio del hongo (como si fuera la semilla), y se rellenan grandes bolsas de polietileno a las que se le hacen pequeños orificios. Luego, se pasa a una sala de incubación a una temperatura constante de 25°, entre 15 y 20 días. Y pasan a la sala de fructificación, donde están entre 5 y 6 días, con renovación de oxígeno permanentemente, hasta que por los orificios empiezan a crecer los hongos. En verano son de color rosa, y en invierno grises. Una cosecha da por bolsa entre 2 y 3 kilos de hongos. Luego se envasan para vender: los 200 gramos cuestan $17.
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lucas caballero todos los domingos se convierte en “Tertulio”, el clown que entretiene a grandes y chicos.
ne vivo, esa inocencia de jugar como un niño pero sin dejar de ser grande”. Junto con otros compañeros fundaron “La Patera teatro”, donde hace espectáculos de sala, desde hace 8 años en Luján. Los domingos, Lucas viene con “Tertulio” a Carlos Keen, donde llega con su Estanciera modelo ’57. “Hemos andado por todos lados con la camioneta, también la hemos empujado por todos lados”, asegura con su amplia sonrisa. Lucas hace honor a su profesión y a la hora de los retratos no escatima gestos. Este lujanense pronto pasará a formar parte de la población de Carlos Keen ya que su casa está en marcha. “Me gusta este lugar por las sensaciones, que a veces cuesta describir, pero es sentir la tranquilidad, de estar en contacto con la naturaleza”. Gonzalito. De alpargatas, chaleco gris tejido a mano, con botones de monedas de 1930, bombachas y sombrero, un pañuelo
colorado al cuello, aparece cargando una bolsa en el hombro. Pero Gonzalito no quiere que le saquen fotos así, no quiere parecer lo que a veces dicen de los gauchos, que “son sucios y vagos”. Porque él es gaucho, por decisión propia, y desde hace mucho tiempo. “Yo vine acá cuando tenía 8 años, pero como me gustaban los caballos y por esa cuestión de querer ser gaucho me fui para el lado del Ruiz”, recuerda Oscar Jesús González a quien todos llaman por su apodo. Le gustan los caballos desde que vio una yerra, con sus siete hermanos y sus dos primas. A los 11 ya andaba arriba de los potrillos y a los 13 empezó a domarlos. A sus 71 años, entre mate y mate, los recuerdos de las jineteadas no tardan en aparecer. Pero hay uno que atesora, un 25 de Mayo cuando domó al “El monstro”, el caballo “más malo del mundo” que tiraba a todos los que lo montaban. De todos los caballos
El granero “El Granero” es el centro geográfico del pueblo, pero también su corazón cultural. Varias décadas estuvo en desuso, casi en la ruina, sólo estaba ocupado por palomas y a punto de caerse abajo. Pero desde hace 8 años, por la iniciativa de varias instituciones, se logró recuperarlo. El viejo granero volvió a la vida y hoy es el centro cultural donde se brinda información al turista, pero además se ofrecen actividades para los vecinos. “La gente viene a buscar tranquilidad, estamos en el predio de la estación, hay mucho espacio verde. Los chicos están tranquilos y pueden jugar, los padres se dan una vuelta por la feria. Es un lugar donde la mayoría encuentra una paz y una magia que los atrapa”, explica Sebastián Zurdo, quien está a cargo del centro que administra la Secretaría de Turismo de Luján. Todos los fines de semana y feriados, se llevan a cabo distintas actividades: muestras de arte, eventos musicales, teatrales y cine. Además, ofrece productos locales para degustar en su “EcoBar” y talleres de artesanías y circo.
rITA está A CARGO dEL ECO BAR, DONDE VENDE sus propios PRODUCTOS de la agricultura familiar y agroecológicos.
que tuvo en su vida hubo uno especial. “Lo compré de potrillo y lo domé, ese se murió de viejo a los 37 años, con él aprendieron mis hijas y aprendí yo también. Le habíamos puesto ‘Chochito’, era como los perros callejeros que no tienen raza, de color oscuro, de mucho genio, muy guapo. Ya cuando envejeció me habían dado permiso que lo suelte en el campo y ahí estuvo hasta que murió”. Todo gaucho merece vestirse para la ocasión y Gonzalito hizo honor a la visita. El chaleco de lana cambió por una chaqueta negra, sombrero del mismo color, un poncho de telar con guarda pampa al hombro, rastra con monedas y botas. Como buen domador, muestra su arte. “Domar un caballo para que sea mansito es una técnica de mucha paciencia y de mucho respeto al animal. Los caballos me han enseñado a ser lo que soy. Sentir el sonido del cencerro de la tropilla es lo que me mantiene vivo”. Hoy tiene unos 12 caballos “muy mansitos”. Los domingos los alquila y, los que tienen suerte, “por ahí”, pueden ver la muestra de mansedumbre, “la doma india, que le llaman”. Claro, que los fines de semana una transformación ocurre, el pueblo entra en efervescencia, los puestos de la feria se abren, los restaurantes preparan sus comidas, la gente anda por aquí y por allá. Carlos Keen vuelve a brillar. Agradecimiento: Secretaría de Turismo de la Provincia de Buenos Aires. Más info: www.pueblosturisticos.tur.ar
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