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Número 2, diciembre de 2017. issn 2415-2846
directora Magela Baudoin editor Gabriel Chávez Casazola consejo editor Giovanna Rivero | Juan Murillo Dencker | Paura Rodríguez L. | Gary Daher | Magela Baudoin | Gabriel Chávez Casazola escriben en este número Robert Brockmann | Fernando Molina | Gonzalo Mendieta Romero | María José Rodríguez | Paura Rodríguez Leitón | Gabriel Chávez Casazola | Mónica Velásquez Guzmán | Juan Murillo Dencker | Gary Daher | Paola Senseve T. | Giovanna Rivero | Magela Baudoin | Liliana Colanzi fotografías Robert Brockmann (H.C.F. Mansilla) | Archivo familiar y Juan Murillo Dencker (Nicomedes Suárez Araúz) | Archivo familiar y Pablo Pérez Baptista (Blanca Elena Paz) diseño y maquetación: Sergio Vega Camacho imagen de tapa: Conexiones, acrílico sobre canvas, 120x120 cm., 2013 de Sergio Vega Camacho
El Ansia Argentina director: José María Brindisi escriben en este compendio Guido Herzovich | Christian Kupchik | Sandro Barrella editores: Lucas Adur, Federico Goldchluk, Guido Herzovich, Mariana Lerner, Edgardo Scott, Lara Segade secretario de redacción: Fernando Espinosa producción editorial: Silvia Badariotti diseño gráfico: Julián Fernández Mouján corrección: Valeria Iglesias
Agradecimientos especiales a El Ansia, revista de literatura boliviana es una publicación de La máquina de escribir y Editorial 3600. Jardines del Urubó núm 31, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. elansiabolivia@gmail.com. Copyright © todos los derechos reservados, prohibida su reproducción parcial o total sin la previa autorización del editor.
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El eco de las cañerías [4]
Sumario
H.C.F. Mansilla Tratado de la razón escéptica [7]
Versiones de mansilla Herr Professor, Robert Brockmann [11]. El pensamiento y la personalidad de H.C.F. Mansilla, Fernando Molina [20]. H.C.F., en acción, Gonzalo Mendieta Romero [31]. Bolivia no es país para distintos, María José Rodríguez [40]. Mansillianos Los mitos profundos, Guillermo Francovich [52]. Sobre utopías y distopías, Julio Cole Bowles [57]. El pueblo inculto como riesgo para la democracia, Enrique Fernández García [69]. primera persona La filosofía de Jorge Luis Borges y su celebración por los postmodernistas [74]. Balance y nostalgia [80]. La fragilidad de los modelos humanos [83].
Nicomedes Suárez Araúz El escribano del olvido [89]
Versiones de suárez Lembranzas, Paura Rodríguez Leitón [93]. Nicomedes Suárez Araúz, cuando nombrar es recordar Gabriel Chávez Casazola [102]. Carta urgente a los escribanos de Loén, Mónica Velásquez Guzmán [106]. El poema América. Una arqueología del futuro, Juan Murillo Dencker [115]. La sombra de las lavanderas, Gary Daher [128]. suarecianos Poema del viento del sur, Raúl Otero Reiche [134]. Moxitania, Pedro Shimose [136]. Los fundamentos, Thiago de Mello [138]. Los Estatutos del Hombre (fragmentos), Thiago de Mello [139]. primera persona Àrbol [144]. Pierna Silvestre [147]. Añoranza [148]. Carta a la amnesia # 2.089 [149]. ii [150]. Escribiente [151]. Chaparrón [152]. Elegía del alba [153]. Vida en la selva nueva [154]. A Chico Mendes [155]. Lluvia de enero [156]. El manifiesto Amnesis [157].
Blanca Elena Paz El poder del silencio [167]
Versiones de paz No se necesita luz para tejer, Paola Senseve T. [170]. Una joven cruzando un bosque, Giovanna Rivero [179]. El arte de la precisión, Magela Baudoin [188]. Blanca Elena Paz: la renovación del cuento en Santa Cruz, Liliana Colanzi [198]. pazianos La noche con Orgalia, Renato Prada Oropeza [208]. Ya nadie espera al hombre, Renato Prada Oropeza [213]. La emboscada, Adolfo Cáceres Romero [219]. El Abrelatas, Jorge Suárez [225]. Elegía, Jorge Suárez [226]. primera persona Solicitud [230]. Simetría [232]. La luz [235]. Retorno en luz [237]. Las tres lluvias [240].
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Ansias compartidas, José María Brindisi [244]. Miguel Vitagliano. La literatura ø y la vida [249]. La novela familiar del novelista, Guido Herzovich [250]. Eduardo Muslip. En busca de sí mismo [262]. Los mapas perdidos, Christian Kupchik [264]. Pedro Mairal. Después del sismo [270]. Forma y deforma, Sandro Barrella [272].
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El eco de las cañerías
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icardo Piglia decía que el canon es interesante sólo si es conflictivo. Todo canon, convengamos, es una institución lectora que jerarquiza la cultura y que si bien orienta, no pocas veces en la historia ha cristalizado un orden etnocéntrico, machista, injusto. Por eso, más interesante que aceptarlo sin condiciones es ponerlo en cuestión e incluso alterarlo, haciendo agujeros en las cañerías hasta que la fuerza colateral de otras aguas sea imposible de contener. En este segundo número de El Ansia hemos elegido tres autores anticanon; tres voces precisamente adyacentes y que, puestos en el ejemplo, no solo han roto las cañerías sino que han desbordado el sistema y modificado el cauce de los acontecimientos con sus aguas. H.C.F. Mansilla, Nicomedes Suárez Araúz y Blanca Elena Paz. Los describimos desde el oficio primigenio: filósofo, poeta, narradora. Y ni bien terminamos de hacerlo, las etiquetas de sus filiaciones quedan angostas. Mansilla es lo que podríamos denominar un filósofo social, mitad politólogo y mitad filósofo, que se ha probado también en los territorios de la novela; Nicomedes se ha hecho en aguas poéticas, mas su río lo lleva a la pintura y a la filosofía de las artes; médica veterinaria, Blanca Elena también rompe el cascarón en la poesía y es esa génesis de canto la que define su raza de cuentista. Tal vez una nomenclatura menos taxonómica puede sernos más útil para interpretar, como un grafólogo, el carácter intrínseco de cada una de estas escrituras. Así llegamos a otra tríada: duda, olvido y silencio. Aproximaciones más bien intrigantes, provocaciones por qué no, que devienen de sus propios textos. Textos que leemos como escritores, primero, desmontando fascinados sus articulaciones; pero también como atentos coleccionistas de pistas dispersas en el contexto histórico, en la obra y en la vida misma. H.C.F. Mansilla, por ejemplo, con todo ese aparato teatral que antepone a cualquier interacción, puede ser controversial más no prescindible. Académico por antonomasia, digno heredero de la archifamosa Escuela de Frankfurt, es sobre todo un observador cuidadoso, un lector original y un disciplinado atleta de la duda (cuando poner en duda es una hermenéutica). En su caso, el qué y el cómo, siempre a contracorriente, no pueden sino producir incomodidad en los altares políticos y la clarividencia científica de uno de los pensa4 | elansia 2
mientos más compactos del presente y, con seguridad, más estudiados del futuro. Nicomedes Suárez Araúz es, por su parte, un poeta del margen. Margen decimos y pensamos en río, en lluvia, en ruido tupido de selva enredado en la cabellera larga de la memoria. Memoria decimos y pensamos en su reverso indivisible: el olvido, en la estética de la amnesia, en cordones de viejas cicatrices intocables, en heterónimos, en agujeros negros en donde se acaba o tiene origen la vida, en paraísos perdidos. Paraísos decimos y pensamos en una entelequia mayor que este poeta ha nombrado y que hoy reconocemos como poesía amazónica. Blanca Elena Paz, igualmente esencial y esquiva a la notoriedad, cumple a rajatabla aquella vieja máxima de la sobriedad: menos es más. Su método, en las fronteras del cálculo matemático, opera por supresión y con ello consigue toda la contundencia que cabe en el silencio. No hay alardes sino tallado preciso y meticulosa corrección. Estamos ante una obra tan concisa como inexcusable por las referencias inaugurales que brinda a las nuevas formas que se experimentan en la literatura boliviana de fines del siglo XX y comienzos del XXI. Lo fantástico, lo gótico, lo minimalista, lo erótico, por citar solo algunos frentes, ya están en Blanca Elena. Sospechoso que no se lo hubiera descifrado antes. Sea por las razones que fuera (ideológicas, estéticas, políticas, geográficas, de género, etc.), estos tres nombres no han suscitado entusiasmos inmediatos ni adhesiones protocolares. Al contrario, han tardado su tiempo en encontrar devotos que, empero, están en todas partes y son pequeñas sociedades “discretas”, no “secretas”, para cambiar el término usado por Borges para referirse a Marcel Schwob. Es muy satisfactorio dedicar el segundo número de El Ansia a estos tres autores y propiciar aquello que es natural de las revistas: la re-visita. Sí, porque una revista es un objeto confeccionado para la novedad, pero de inmediato para la reincidencia y para dejar constancia. Queremos pues que muchos reincidan aquí, donde se escuchan las goteras pertinaces de las cañerías periféricas. En este número tenemos la alegría añadida de presentar una selección extraordinaria de El Ansia Argentina –revista hermana, dirigida por el escritor y amigo José María Brindisi–, que dedica su cuarto número a tres nombres fundamentales: Miguel Vitagliano, Eduardo Muslip y Pedro Mairal. Con ello, cumplimos uno de los anhelos más importantes de este proyecto conjunto y es el de mirarnos, leernos, sabernos parte de una literatura más grande, no la de los países, no la de los territorios, sino simple y llanamente la de los lectores, ávidos y curiosos. Llenos de ansias.
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H.C.F. Mansilla
Foto Robert Brockmann
Tratado de la razón escéptica
Hugo Celso Felipe Mansilla, más conocido como H.C.F. Mansilla, puede ser definido, grosso modo, con dos rasgos. Primero, es un pensador, es decir, una especie casi en extinción. Y segundo, es un pensador con ideas propias y alejadas de las tendencias globales y locales predominantes, cosa que lo convierte en un intelectual atípico en la Bolivia (y el mundo) de hoy. Formado en Alemania pero con influencias heterogéneas; cercano a la filosofía, la ciencia política y la literatura –donde también se ha aventurado–; polémico por lo que piensa, por lo que dice y, no menos importante, por cómo lo dice, Mansilla, rara avis donde las haya, prefiere volar en sentido contrario a la parvada y, acaso por esto mismo, ha desarrollado una obra digna de estudio y atención.
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“Bolivia no es país para distintos”, afirma H.C.F. Mansilla en la entrevista que cierra esta sección, donde reconocidos intelectuales bolivianos dejan en claro por qué puede afirmarse que él es uno de esos ‘distintos’ y en qué medida está alejado del baremo nacional. El retrato que emerge de estos textos, junto al que el propio retratado traza de sí mismo, tiene luces, sombras y contrastes, quizás como los de todos, pero una singularidad característica: nos muestra a un individuo con mayúsculas que ha cultivado y sigue cultivando, aunque eso le haya costado sacrificar una carrera política o académica, el espíritu crítico.
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Estoy leyendo el libro Teoría crítica del poder de H.C.F. Mansilla y estoy impresionado. Este debe ser el hombre más inteligente de Bolivia”, posteó el tuitero A. De inmediato le respondió el tuitero B: “De acuerdo. Pero debes leer su libro El carácter conservador de la nación boliviana, que es el que mejor refleja su pensamiento”. Ambos intercambiaron un par de ideas más sobre el autor. Los buenos tuiteros bolivianos, casi todos muy jóvenes, postean desde tonterías solemnes hasta verdades inteligentes disfrazadas de irreverencia o fina ironía. En este diálogo no había ironía ni irreverencia sino admiración y respeto a secas. Casi una rareza. Mientras lo fotografío en su departamento –que comparte con su hijo Alfonso– le comento este intercambio. H.C.F. le resta importancia: “Debe ser alguien que no me conoce” y desecha el pensamiento con la mano. Fiel a su filosofía de colocarse a distancia de todas las modas, doctrinas e insensateces del momento, sólo usa su computadora para escribir (al lado de ella, un disquete de 1,44 MB), no tiene cuentas en las redes sociales ni teléfono celular de ninguna especie y, por tanto, no aquilata la importancia de que unos jóvenes influencers lean sus libros. O quizá sí, pero prefiere hacerse el tonto. La vista desde su departamento es magnífica. Situado en un piso alto, contempla la plaza “Isabel la Católica” hacia el norte, desde donde el que los aprecia puede regodearse con los lilas crepusculares de La Paz ultraurbana. “Se ha vuelto muy bullicioso y polvoriento”, se queja, refiriéndose al desmesurado edificio-complejo que se encuentra en construcción cruzando la avenida Arce, en plena esquina de la plaza. Es un departamento sin alfombras, adornado con algunos cuadros y esculturas coloniales, que impregnan al lugar de un carácter severo. Son parte de una prosapia densa en nombres presidenciales: H.C.F. es descendiente de hermanos de José María Linares (1857-1861) y José Gutiérrez Guerra (1917-1920). Estos dos ex mandatarios, que nacieron con 60 años de distancia, llegaron ricos al 1 Periodista e historiador boliviano.
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Foto Robert Brockmann
poder, pero, derrocados, murieron en el exilio, en medio de la más absoluta pobreza. Las antigüedades en el departamento de Mansilla son parte de la herencia de Linares, que se repartió entre muchos parientes. El folklore familiar, alimentado por sus tías, le reprocha al antepasado Linares haber despilfarrado la enorme fortuna ancestral –que de otro modo hubiera durado generaciones– durante su presidencia. Y cuyo origen es, dice H.C.F., “muy típicamente boliviano”: el abuelo del presidente fue Juan José Lizarazu Beaumont de Navarra y López-Lisperger-Nieto, conde de Casa de Moneda, en los coloniales 1770’s. Y el propio padre de Linares fue el principal administrador de la aduana de la Audiencia de Charcas. Ríos de maravedíes, doblones, reales y escudos de plata fluyeron hacia las arcas familiares. De toser doblones, las ramas familiares de H.C.F. quedaron empobrecidas tras el paso de ambos altruistas mandatarios. Durante largo tiempo el leit motiv familiar fue que “la historia de la Patria ha sido muy dura con nosotros” y que existiría una suerte de deuda histórica de la nación para con los descendientes. De ahí que, en 1982, al producirse la apertura democrática y tras 20 años de discontinua ausencia de Bolivia asistiendo a universidades europeas, sobre todo alemanas, H.C.F. Mansilla, poseedor de un doctorado en ciencias políticas, decidió abandonar una prometedora carrera académica en Berlín y regresar a Bolivia, persuadido en no poca medida por sus tías de que, con un bagaje académico tal y con las conexiones sociales apropiadas, podría llegar a ser presidente. “Pensé que iba a ser presidente”, admite sin complejos. 12 | elansia 2
Mansilla es un pesimista. Y lo es, sobre todo, respecto de su propia obra. Puede que sus ideas no sean hoy mainstream. Pero a veces, la única manera de tener futuro es estar pasado de moda. No tengo duda de que, tarde o temprano, la sólida obra de Mansilla será un referente principal de una corriente de pensamiento que todavía no existe. O quizás sí.
No fue una decisión asumida al calor del momento. La idea fue germinando luego de haber pasado una temporada en la casa paterna en 1967, que le devolvió el sabor de las ventajas sociales del mundo premoderno, en contraste con la glacial y previsible way of life alemana. Hugo Celso Felipe y su hermana, Graciela, asistieron al Colegio Alemán “Mariscal Braun” de La Paz. No porque su familia tuviera alguna relación con Alemania, sino porque la casa familiar, en el barrio de Sopocachi Bajo, cerca del actual Estadio Lastra, estaba a distancia caminable del reputado Colegio Alemán. Estudiante destacado, H.C.F. se ganó una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (daad por su sigla en alemán), el cual financió sus estudios desde octubre de 1962 hasta octubre de 1972, cuando fue nombrado asistente de cátedra en la Universidad Libre de Berlín, hazaña no poco considerable. “En esa época el daad era muy tolerante con los becarios. Yo soy el mejor ejemplo de ello”, cuenta en su autobiografía. La regla establecía que la beca se perdía si se cambiaba de carrera, “pero la daad pasaba por alto este detalle si uno exhibía buenas notas”, explica, lo cual le permitió transferirse de la ingeniería civil a la macroeconomía, primero, para recalar finalmente en las ciencias políticas. Sin prisas y con numerosos y a veces largos viajes de por medio, en 1968 obtuvo el título de Diplom-Politologe o Magister rerum politicarum. En la Alemania del milagro económico, la suya fue la llamada “generación escéptica”, producto del recuerdo fresco de la Segunda Guerra Mundial, que profesaba un individualismo vehemente y escepticismo hacia ideologías y promesas de todo tipo. Pero esos rasgos no eran sólo alemanes sino europeos occidentales. Si de algo sirve la analogía, Mansilla es contemporáneo de Los Beatles. Piénsese en la letra de la canción Revolution. Con un lustro de ventaja, son la generación previa a los protagonistas del ‘68. En contraste con el grueso de los estudiantes bolivianos y latinoamericanos que se adscribió a los tornasolados matices del marxismo, Mansilla sintió simpatías por el Partido Democrático Libre (fdp, por su sigla en alemán), el partido liberal, cuyo brazo estudiantil era la Unión Liberal de Estudiantes (lsu), de la
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cual se hizo miembro. Al poco tiempo, algo pasó. Entre mediados de 1967 –con la muerte del Che Guevara de por medio– y el memorable Mayo de 1968, la juventud del mundo occidental se hizo marxista –o hippie. Un día de 1967 o 1968, recuerda Mansilla, la lsu se pasó como un sólo hombre al socialismo y dejó de existir. H.C.F. quedó en escasa compañía. Admirador de Popper, no podía sentir ninguna solidaridad con aquel movimiento. “El movimiento contestatario juvenil y universitario se inició en Alemania en el verano de 1967 y precisamente en mi alma mater, la Universidad Libre de Berlín. Esta desagradable mixtura de un credo dogmático con un infantilismo antiestético fue una de las peores vivencias que tuve que soportar”, relata. En 1972 entrevistó a su maestro Max Horkheimer, uno de los dos fundadores –junto con Theodor Adorno– de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, quien le expresó su convicción de que el marxismo, en cualquiera de sus vertientes y etapas, es una doctrina dogmática y autoritaria que se cree inmune a todo error; un credo infalible que se siente moralmente obligado a imponer sus concepciones al resto de la humanidad y al mundo, y que a ello se deben su inclinación imperialista, su tendencia totalitaria y la curiosa popularidad de su rechazo al pluralismo. Horkheimer le recalcó que esta opinión crítica no era un capricho de ancianidad, sino una de sus convicciones tempranas. Mansilla ya sentía profundo interés por los sistemas políticos y sociales de la Europa oriental estalinista (comenzó a visitar esa región europea en 1964), pero las peculiares ideas de Mayo del 68 –los acomodados jóvenes europeos occidentales rechazaban la prosperidad capitalista y aspiraban al socialismo– lo impulsaron más aún a viajar extensamente por aquellos países. Sus contemporáneos René Antonio Mayorga y León E. Bieber, estudiosos profundos como él pero de ideas socialistas, prefirieron nunca acompañarlo en sus viajes por el ‘paraíso de los trabajadores’. “Supongo que temían decepcionarse”, dice Mansilla con ironía (H.C.F. siempre da la sensación de decir pocas cosas sin ironía). “Pero no tenían remilgo en pasar vacaciones en las playas de la España franquista”, añade. 14 | elansia 2
“El movimiento contestatario juvenil y universitario se inició en Alemania en el verano de 1967 y precisamente en mi alma mater, la Universidad Libre de Berlín. Esta desagradable mixtura de un credo dogmático con un infantilismo antiestético fue una de las peores vivencias que tuve que soportar”.
En efecto, pasear por la Europa comunista era un viaje al corazón de tinieblas polvorientas. Lejos de la aclamada solidaridad internacionalista, cruzar las fronteras entre países socialistas era paranoico: la suspicacia entre húngaros y rumanos –por ejemplo– superaba a la de estadounidenses y soviéticos. Las tres palabras con las que Mansilla describe la premodernidad a la que habían retrocedido los países de la Europa comunista coinciden exactamente con las anotadas en mi propio diario: “gris, triste, pobre”. De sus viajes y estudios por esta región, entre 1969 y 1971, publicó varios textos académicos –artículos y libros– en alemán, con variable éxito, algunos de ellos traducidos a otras lenguas. En esta etapa acarició el sueño del éxito editorial y de poder vivir de sus publicaciones. La nostalgia por Bolivia le vino a partir de estas experiencias, cuando creyó redescubrir las ventajas de las sociedades premodernas más amables. Mansilla nunca dejó de ser un observador agudo y crítico de todo lo que le rodeaba. Estaba consciente de la influencia cuasi universal de sus profesores, especialmente de aquellos pertenecientes a la Escuela de Frankfurt. Fue alumno y asistió en aquella ciudad a una de las últimas conferencias de Theodor Adorno (que falleció en 1969) sobre la teoría de la estética. La sala estaba abarrotada de estudiantes, con un joven H.C.F. en la primera fila. El insigne pensador ingresó con un grupo de acólitos que le llevaban sus cosas. Adorno no tardó en ignorar a la audiencia y comenzó a hablarle a una grabadora de cinta, de espaldas al público. “Era un egocéntrico”, cuenta su antiguo estudiante, “y estaba convencido de que hablaba no para el presente, sino para la posteridad”. Con todo, los concurrentes estaban fascinados. “Es como escuchar al Weltgeist, al ‘espíritu de la época’, a Hegel o a Kant”, clamaban. Para mayor embeleso, Adorno invitó a aquellos sentados en la primera fila a una visita a su casa. El gran sociólogo vivía en un departamento grande y lujoso, pero –en casa del herrero cuchillo de palo– el propulsor de la teoría de la estética no tenía en él ningún objeto de arte. Paredes desnudas y sí más bien libros y periódicos apilados del suelo al techo. Los invitados permanecieron escuchando al maestro de 17:00 a 23:00. Uno de ellos se sintió especialmente privilegiado: aquel al que le
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tocó sentarse “seis horas en la silla en la que Adorno escribía”. La charla consistió básicamente en que Adorno hizo escuchar la grabación de otra conferencia suya, pero se detuvo con detalle sobre cierto silencio, cierta pausa entre una frase y otra, un poco más prolongada que las demás. Repetición tras repetición al menos diez veces. Aquella pausa, decía Adorno, “era un silencio elocuente”. Pero si varios de los notables maestros de Mansilla fueron determinantes en moldear su pensamiento, sus gustos y sus maneras de percibir el mundo, también lo fueron numerosos compañeros de estudios, anfitriones y amantes. A lo largo de su vida, H.C.F. mantuvo diarios en los que registró sus influencias, su propia evolución académica, intelectual y estética y su propia maduración humana. Todavía mantiene esa práctica. En sus años europeos hizo amistad o tuvo romances con personas de notable cultura y gusto estético que influyeron decisivamente en el suyo propio. Su biografía es un catálogo de libros notables, obras de teatro y pintores de la época. Incluso llegó a coleccionar pinturas y grabados, que no están en su departamento. Una de las artes mayores está ausente: la música. No hay referencias en su obra ni presencia de ella. En 1972, tras superar todos los muy exigentes requisitos, Hugo Celso Felipe Mansilla fue nombrado asistente de cátedra en la Escuela Superior Pedagógica 16 | elansia 2
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de Berlín, con rango de universidad. Obtuvo su doctorado al año siguiente. Pero, caprichos del alma, decidió abandonar aquel destino. “Abandoné gustosamente Alemania en 1974, teniendo un puesto permanente y bien pagado dentro del sistema universitario”. —¿Por qué volvió? —Por tonto. Pensé que iba a ser presidente. —¿Se arrepiente? —Sí. Es un sí inmediato, tajante, sin sombra de duda, producto de previa y larga meditación. —¿Puedo publicar eso? —Por supuesto. Soy un ser completamente impráctico. Heredé eso de mi padre, que fue rector de la Universidad (Mayor de San Andrés de La Paz). Desde su salida de Alemania viajó intensamente y trabajó como asesor de la socialdemócrata Fundación “Friedrich Ebert”. Rechazó una oferta de asesoría política de don José María de Areilza y Martínez de Rodas, conde consorte de Motrico, una estrella ascendente del posfranquismo, y otro puesto académico, también en España. De ahí, laboralmente, las cosas fueron para abajo. En Bolivia, a fines de 1981, fue nombrado director del hoy extinto Instituto Boliviano de Cultura (ibc), un puesto estable pero mal pagado. “Intenté varias veces ingresar al sistema universitario boliviano. Nunca lo logré de forma estable. Sólo he conseguido invitaciones a dar conferencias gratuitas y pequeños cursos mal pagados”, dice sin amargura. En sus veintes, H.C.F. creía que la originalidad consistía en encontrar un buen tema y en analizarlo siguiendo métodos establecidos y probados. En sus treintas concibió su teoría crítica de la modernización y su concepto de la originalidad se desplazó hacia la invención de un nuevo enfoque para escudriñar la realidad. Esa edad marcó el pico de sus ambiciones intelectuales. En sus cuarentas
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concibió su teoría crítica del poder y su idea de la originalidad residía en combinar un método más o menos inusual con una enorme cantidad de material empírico y documental. “Hoy en día, después de tantos ensayos y desilusiones, ya no sé qué pensar”, lamenta. Se duele, además, por su obra narrativa, pues escribió cuatro novelas, que le costaron, asegura, mucho más trabajo y esfuerzos que toda su ensayística, y por ello tienen un lugar privilegiado en su corazón y sus recuerdos. Pero Laberinto de desilusiones (1977), La utopía de la perfección (1984), Opandamoiral (1992) y Consejeros de reyes (1993) fueron, lamenta, recibidas con total desinterés por el público y por la crítica. “No sé por qué me dediqué a escribir novelas entre 1976 y 1990, sin dejar de elaborar ensayos. No hay antecedentes de novelistas en mi familia y tampoco en mi círculo de amistades”. Pero en su biografía lo confiesa: fue por falta de modestia. A H.C.F. lo convenció la aflicción de Raymond Aaron, porque en su rivalidad intelectual con Sartre, éste se había alzado con el triunfo final, pues además había escrito novelas. El resignado pesimismo de Mansilla –pesimismo que maneja con gracia y dignidad, pues el tema nunca es levantado por él si no se le pregunta– proviene de que, salvo excepciones, sus libros y artículos, dice, han tenido una suerte invariable: fueron recibidos por el silencio y la indiferencia. “Cuando publico un artículo, la gente me dice ‘he visto tu artículo’. Y es verdad: lo han visto, pero 18 | elansia 2
“Intenté varias veces ingresar al sistema universitario boliviano. Nunca lo logré de forma estable. Sólo he conseguido invitaciones a dar conferencias gratuitas y pequeños cursos mal pagados”.
nadie lo ha leído”. Lo mismo sucede, asegura, con sus libros. Todos, cree, corrieron similar suerte salvo uno: El carácter conservador de la nación boliviana, que alcanzó dos ediciones. Los demás no fueron objeto de reseñas ni se vendieron. Cuando le digo que estoy disfrutando enormemente de su biografía, Memorias razonadas de un escritor perplejo (El País, Santa Cruz, 2009) levanta las cejas y exclama sorprendido: “¡Ah! Es usted uno de los siete que compraron el libro. Se vendieron exactamente siete ejemplares. El editor está en problemas por publicar libros como los míos”. La gracia de Mansilla consiste en su sinceridad sin complejos. Cuando pongo de relieve su relación con los maestros de la Escuela de Frankfurt se apresura a corregirme: “No, yo no tanto y muy marginalmente. Quien fue realmente cercano a Marcuse fue René Antonio Mayorga”. O bien admite que recorrió medio planeta para dar una conferencia en una universidad en Australia, a la que asistió un solo oyente. Haciendo un balance de su vida, Mansilla dice que hasta ahora todo ha sido “un esfuerzo considerable y un resultado mediocre” y que “la infancia ha sido mi verdadera patria, el hogar adonde siempre he querido volver”. En última instancia, Mansilla es un pesimista. Y lo es, sobre todo, respecto de su propia obra. Puede que sus ideas no sean hoy mainstream. Pero a veces, la única manera de tener futuro es estar pasado de moda. No tengo duda de que, tarde o temprano, la sólida obra de Mansilla será un referente principal de una corriente de pensamiento que todavía no existe. O quizás sí. En ese sentido, Mansilla tiene el infortunio de ser un adelantado a su tiempo. El propio Bach fue ignorado más de 150 años. Caprichos del destino. Pero de que se lo lee, a H.C.F. se lo lee. Por lo pronto, cada vez que veo un pronunciamiento de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad, no puedo evitar pensar que entre todos casi hacen un Hugo Celso Felipe Mansilla. G
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El pensamiento y la personalidad de H.C.F. Mansilla Fernando Molina1
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ubo una vez en que la humanidad fue confiadamente optimista sobre las posibilidades de la razón para producir valores éticos universales, conocimientos científicos veraces y soluciones definitivas a los problemas sociales. Este tiempo se ubica muy atrás, en el siglo xviii de nuestra era, inmediatamente antes y durante la Revolución Francesa. Y sus antecedentes se remontan aún más atrás, por ejemplo hasta hace 500 años, cuando se dio la Reforma y con ella el “autogobierno” religioso individual; o hasta el viaje de Colón y las ilusiones que éste despertó de poder “inventar” una sociedad con arreglo a unas ideas que, por primera vez en la historia, no se heredaban del pasado sino que salían del presente. En este periodo de tres siglos que va del Descubrimiento a la Revolución Francesa, la Ilustración –o confianza en la fuerza de la razón para remodelar el mundo y volverlo más humano– se alimentó de dos fuentes: el avance económico, el cual iba haciéndose más y más seguro por la expansión del maquinismo y el mercado capitalistas, y el avance incesante de la ciencia, que se ufanaba resolviendo con éxito problemas que durante milenios se había creído irresolubles. La Ilustración se extendió posteriormente, por lo menos hasta el siglo xix, pero desde entonces su influencia se fue debilitando, asediada por las múltiples corrientes de índole pesimista que aparecieron durante ese siglo. Uno de los filósofos inaugurales de la Ilustración, el francés René Descartes, estructuró esta corriente en torno a uno de los principales atributos de la razón: la capacidad crítica, esto es, la capacidad de dudar. Puesto que la razón buscaba constantemente una prueba, era escéptica. Sin embargo, lo era de manera sistemática, no metafísica. No por considerar que el conocimiento fuera imposible, entonces, aunque tampoco lo viera seguro, sino por verlo como posible pero sujeto a constante escrutinio. Tenemos entonces que desde su mismo comienzo la modernidad apareció de forma paradójica: si se podía confiar en los resultados de la actividad racional 1 Ensayista y periodista boliviano.
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era porque ésta, a su vez, no confiaba en ningún conocimiento preexistente y sometía todo a investigación. Esta caracterización de la razón metódicamente desconfiada daría lugar a un desarrollo ulterior muy complejo: el ser humano obtendría certidumbres que luego se tornarían inciertas y, en el campo de la práctica social, crearía tecnologías e instituciones que servirían para resolver viejos problemas, pero que simultáneamente crearían otros nuevos. El carácter del progreso sería, entonces, ambivalente: a tiempo de mejorar la vida humana en ciertos aspectos, la empeoraría en otros. Este desarrollo inarmónico y contradictorio daría pábulo a las primeras críticas a la Ilustración, vista como un espejo que sólo reflejaba uno de los aspectos del proceso de modernización, el progresista, mientras escondía el otro, el productor de crisis y de conflictos inmensurables, el avasallador de poblaciones y tradiciones. Para los críticos, la Ilustración se agotaba en el elogio de la razón y la modernidad, de sus logros (la “maduración” intelectual de la humanidad), pero al mismo tiempo se negaba a mirar el lado oscuro de su obra: la desaparición del mundo espiritual que en el pasado había servido como referencia, refugio y consuelo para la mayoría; la caída de las tradiciones que fundaban el orden político “decente”; la pérdida de la comunidad por culpa de la individualización, etc.
Marx y el totalitarismo La crítica a la Ilustración comenzó en Alemania. También fue en este país donde surgió la más poderosa concepción filosófica sobre la esencia contradictoria de la modernidad –una fuerza liberadora que se torna opresiva. Esta concepción fue el marxismo (de raíces hegelianas), el cual describió por primera vez la que luego se llamaría “dialéctica de la Ilustración”. Para Marx, la aplicación sistemática de la razón a la superación por medios artificiales de las necesidades naturales tendía a generar “anticuerpos sociales” y, 22 | elansia 2
Hoy Mansilla es el paradigma local de la independencia de criterio: nunca ha seguido a las masas ni a los partidos; ha criticado con igual ahínco todas las corrientes y todas las posturas que han ido apareciendo, a lo largo de su vida, sobre la escena pública. Nos ha prevenido contra todas las inclinaciones intelectuales; de todas ha mentado su inevitable error y pretenciosidad.
por tanto, a crear conflictos sociales crónicos. Por ejemplo, los sistemas productivos muy poderosos pero alienantes invitaban a los trabajadores a la rebelión. O la extensión del mercado resolvía las carencias asociadas a la dispersión y el aislamiento poblacional, pero al mismo tiempo uniformaba los gustos y los comportamientos, y despojaba a los seres humanos de su viejo espíritu. Sobre la base del estudio de estos fenómenos, Marx formuló un esquema “dialéctico” (esto es, hegeliano) de explicación de la historia, que la hizo depender del nivel de desarrollo de los medios artificiales, es decir, de la “tecnología”, así como de los problemas objetivos que tal desarrollo generaba, y de los conflictos subjetivos a los que este contraste daba lugar. Cuando las fuerzas de producción (medios tecnológicos) chocaban con las relaciones de producción (problemas objetivos del desarrollo), tal colisión conducía a las crisis económica y psicológica, a la guerra y la revolución. Marx no negaba las múltiples ventajas que la modernización representaba para el ser humano. Por eso para él la respuesta a la crisis social no se hallaba en la detención de las fuerzas de la modernidad (maquinismo, uso de la ciencia en la industria, concentración y homogeneización de la población, etc.), a fin de evitar las secuelas negativas de su concreción práctica (alienación de los trabajadores, aniquilación de las colectividades locales, crisis económicas sistémicas, guerras, etc.). Lo que Marx planteaba en cambio era la invención e introducción de una mejor y más avanzada tecnología social (planificación estatal, redistribución planificada de la riqueza, eliminación de las clases sociales y sus intereses disociadores, etc.). En suma, su solución no consistía en tratar de detener la modernización, vana utopía, sino en llevar ésta (entendida como la aplicación de la ciencia a los problemas sociales) hasta el extremo, es decir, hasta lograr la racionalización completa de la vida (o un mundo absolutamente ilustrado). Los resultados de este programa se vieron en el siglo xx, con la Revolución Rusa de 1917 y las otras revoluciones marxistas. Fueron monstruosos. La radicalización de la Ilustración no superó la ambivalencia del proceso de moderniza
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Imágenes tomadas de Lofty Marketplace y dobooku, respectivamente.
Izq. Anónimo. Siglo xx. Retrato de Karl Marx. Óleo sobre tela. Copia de la obra ubicada en el Museo Estatal de Historia, Moscú. Der. Retrato de René Descartes basado en el de Frans Hals de 1649.
ción sino que la extremó. Extremó la distancia entre las intenciones y los resultados del progreso, y la crisis espiritual a la que esta incoherencia daba lugar. Si las sociedades modernas previas a Marx (capitalistas) habían estado marcadas por la desigualdad, el conflicto, la deshumanización y por un progreso de marcha irregular, con avances y retrocesos, las sociedades modernas marxistas, lejos de superar estos problemas, los llevaron a su paroxismo. El comunismo fue una de las soluciones del siglo xx al estancamiento del progreso social, siendo la otra el fascismo. Llamamos a esta “tecnología” totalitarismo. Es una tecnología que imprime un carácter violento e intolerable a la aporía de la modernidad y la Ilustración. No sólo resultó inútil para enfrentar las contradicciones que determinaron su aparición, sino que también creó un nuevo problema muy grave: la guerra entre totalitarismos de distinto signo ideológico.
La Escuela de Frankfurt Marcados por el fracaso de la experiencia soviética, un grupo de marxistas que comenzó a actuar en los años 20 y principios de los 30 en Frankfurt –por lo que suele ser denominado “Escuela de Frankfurt”–, criticó la solución totalitaria a la “dialéctica de la Ilustración” o aporía de la modernidad. Denunció tal solución 24 | elansia 2
Pudo haber hecho una carrera académica en Alemania de haber encontrado la forma de reducir su potente ego al tamaño de un sistema burocrático, o de haber logrado aplicarse a un trabajo rutinario y poco ilustre como el de convertir manadas de jóvenes más o menos ineptos en profesionales liberales.
como la expresión más acabada y patente de la ley por la cual todas las mejoras de ingeniería social, los “sueños de la razón”, terminan en pesadillas y serias amenazas para el reinado humano sobre el planeta. Pero, al mismo tiempo, estos pensadores, entre los que destacaron Adorno, Horkheimer, Marcuse, Benjamin, etc., sabían que era imposible retornar a la etapa previa al momento de adquisición de la consciencia sobre el verdadero carácter del progreso, como si se tratara de “volver a la inocencia”. Conservaron, por tanto, el análisis marxista de la historia como un escenario de lucha entre fuerzas revolucionarias y conservadoras, aunque despojándolo de su sesgo economicista. Saltando, por así decirlo, de la ciencia a la filosofía. Con ellos el marxismo pasó de ser una denuncia del capitalismo como penúltima etapa de la modernidad, lista para ser sustituida por una etapa final de dominio absoluto de la ciencia, para convertirse en una denuncia de la modernidad y de la ciencia como tales, y en una revaloración de las creencias y formas de un pasado aún no alterado por la maquinización, la colectivización forzosa del trabajo, el comercio generalizado, la civilización del consumo. E, incluso, en una adhesión a cualquier pasado “espontáneo” que se hubiera enfrentado en algún momento con las fuerzas sistematizadoras del conocimiento humano. Tal fue el gran tema de la Escuela de Frankfurt: la lucha entre el ser humano, con su derecho a la libertad y la felicidad, y las producciones de este ser: la acción y la organización sociales.
Las tendencias intelectuales de Mansilla Seguidor tardío de la Escuela de Frankfurt, cuya producción estudió en Alemania en los años 70 y 80, H.C.F. Mansilla ha escrito una extensa obra sociológica y filosófica en la que desarrolla e ilustra los siguientes elementos: i. Una visión irónica sobre los supuestos logros del progreso y por tanto sobre el “desarrollismo” latinoamericano, corriente empeñada en alcanzar las
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mismas cotas (que para comenzar nunca serán iguales) que las logradas por las sociedades desarrolladas. En particular, una crítica al “método de la revolución”, usado con frecuencia en Bolivia y otros países de la región para realizar programas de ingeniería social. ii. Un sentimiento de nostalgia por los tiempos idos de la humanidad, la región y el país, cuando la certidumbre y la realización no se basaban en la propiedad y el dinero, sino en tradiciones e instituciones firmemente asentadas y aceptadas por todos. Mansilla realizó buena parte de su obra en un tiempo de resurgimiento mundial del liberalismo, aunque se diera bajo la forma contrahecha del neoliberalismo (1979-2001). En este contexto, desarrolló algunas ideas respecto a una reforma social progresiva, que pueden verse como métodos de “buen gobierno” capaces de traer las mieles de la modernización evitando las consecuencias de su desenfreno. Estas ideas lo llevaron a discrepar con el “desarrollismo” neoliberal, al mismo tiempo que a coincidir con algunos aspectos de la búsqueda teórica de pluralismo social y político que se dio en el país en los años 90. Piensa Mansilla que un buen gobierno debe ser razonable, es decir, relativamente optimista sobre la realización de reformas sociales, pero pesimista en cuanto al alcance de las mismas, ya que, como hemos venido diciendo, toda mejora social está llamada a engendrar su propia destrucción. Un buen gobierno debe ser escéptico respecto de las soluciones de tipo ideológico, las populistas o indianistas, por ejemplo, puesto que éstas suponen un dominio de fuerzas que en realidad son incontrolables y que estas corrientes están lejos de comprender. La adhesión de los intelectuales a las ideologías de moda resulta de una imitación acrítica y por eso termina legitimando salidas autoritarias e inservibles. No será negando la razón y dando la espalda a los avances civilizatorios que la sociedad avance, aunque ésta tampoco logrará nada si procura este avance a costa de los valores y las identidades que le permiten ser la que es.
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Hubiera sido muy difícil que un hombre tan intelectualizado, culto, irónico, tan reacio a ‘tragarse sapos’ en la vida pública, es decir, a hacer concesiones éticas o estéticas a la conveniencia, prosperara en la política boliviana.
Un buen gobierno debiera ser filosófico, esto es, crítico, y no dejarse influir por los dogmas, en especial aquellos que predisponen contra la ciencia, el debate racional de los problemas, y la libertad de establecer y poner en competencia proyectos distintos entre sí. Un buen gobierno debiera eludir los extremos, romper con los absolutos tanto de derecha como de izquierda, y surfear entre las circunstancias históricas guiado por las enseñanzas del estoicismo clásico, que preconiza la templanza y la resistencia ante la adversidad, el empeño constante en lo que se considera más valioso, la moderación y la humildad para aceptar lo que venga y sea inevitable.
Personalidad Pesimista por naturaleza, H.C.F. Mansilla podría haber desembocado con facilidad en el nihilismo. Lo libraron de ello su inclinación racionalista y su orientación hacia las ciencias políticas, que no pueden ser completamente pesimistas porque en tal caso se inutilizarían a sí mismas. El pesimismo de Mansilla proviene de la observación lúcida de la historia y las falencias de los demás, pero también de la desilusión de sí mismo. Provisto de una gran vanidad, como acepta en su autobiografía Memorias razonadas de un escritor perplejo, fue fácilmente persuadido por un entorno familiar –culto pero a la vez provinciano– de que estaba destinado a tener un gran éxito personal, que, según cuenta el escritor, este círculo cifraba –parece que no tan jocosamente– en la obtención de la presidencia del país. Aunque no tomemos esta anécdota de forma literal, ella indica la existencia de una ambición inicial de reconocimiento y riqueza que se frustraría con los años. Y entonces aparecería esa certeza sobre lo incierto y banal de la vida humana que han teorizado tantas corrientes éticas, del platonismo al cristianismo, y que nuestro autor trata de conjurar con lecturas frecuentes de los pensadores estoicos, los cuales tampoco confían en el futuro pero sí creen posible neutralizar, con adecuado entrenamiento, los efectos psicológicos de la adversidad.
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El “sabelotodo” del colegio terminó, como por otra parte era previsible, instalado en la universidad antes que en la lucha periodística y callejera que –se supone– corresponde a los políticos. Hubiera sido muy difícil que un hombre tan intelectualizado, culto, irónico, tan reacio a “tragarse sapos” en la vida pública, es decir, a hacer concesiones éticas o estéticas a la conveniencia, prosperara en la política boliviana. En cambio, pudo haber hecho una carrera académica en Alemania de haber encontrado la forma de reducir su potente ego al tamaño de un sistema burocrático, o de haber logrado aplicarse a un trabajo rutinario y poco ilustre como el de convertir manadas de jóvenes más o menos ineptos en profesionales liberales. 28 | elansia 2
Desde una posición insular sigue ejerciendo su magisterio, de poco impacto social pero importante para los pocos bolivianos cultos que frecuentan su compañía a través de la lectura de sus textos, o que se acercan a él para conocerlo.
No lo hizo, finalmente. Quizá porque quiso conservar su ambición juvenil; o quizá simplemente porque, como él dice, está negado para la vida práctica. Lo cierto es que terminó en un sitio muy distinto del que sus parientes, tras comprobar su inteligencia natural, habían supuesto que le correspondería: dedicado a la escritura de libros de filosofía política y de sociología, referidos a Bolivia y Latinoamérica, libros que, pese a su factura elegante y clara, pocos leen. Esto hizo, acaso llevado por una aristocrática voluntad de distinción que lo ha ido aislando progresivamente. Esto no le extrañará a nadie que conozca la sociedad boliviana: ágrafa, colectivista y poco tolerante con la excentricidad. Desde esta posición insular sigue ejerciendo su magisterio, de poco impacto social pero importante para los pocos bolivianos cultos que frecuentan su compañía a través de la lectura de sus textos, o que se acercan a él para conocerlo. Hoy Mansilla es el paradigma local de la independencia de criterio: nunca ha seguido a las masas ni a los partidos; ha criticado con igual ahínco todas las corrientes y todas las posturas que han ido apareciendo, a lo largo de su vida, sobre la escena pública. Nos ha prevenido contra todas las inclinaciones intelectuales; de todas ha mentado su inevitable error y pretenciosidad. En otra parte lo llamé, con metáfora fácil, “nuestro Sócrates”, aunque en realidad debí haber dicho “nuestro Diógenes”, igualmente incómodo, igualmente deseoso de provocar, igualmente escéptico sobre las verdades establecidas y los valores por los que se desvive la sociedad en la que habita. Claro está que Mansilla encontraría esta comparación tremendamente vulgar (es la de Diógenes, convengamos en ello, una imagen chillona). Por lo que, para conjurarla, volvería pronto a su casa, a recorrer las páginas equilibradas y valientes de Marco Aurelio. G
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H.C.F., en acción Gonzalo Mendieta Romero1
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ace unos diez años o más, H.C.F. Mansilla recibió un premio en el Club de La Paz, en su edificio de geometría mayestática frente al obelisco paceño, en medio de una concurrencia numerosa; la misma que quedó desconcertada por la actitud del premiado. Me incluyo. H.C.F. apuntó, de inicio nomás, que sabía que lo que escribía y lo que iba a decir no tenía importancia para quienes fuimos a festejarlo y a escucharlo. Que toda su obra estaba destinada no al público actual, desinteresado en lo que no fuera saber práctico, inmediato, sino a un lector futuro que, en medio quizá de rebuscadas investigaciones antropológicas sobre una sociedad pasada, perdida en Los Andes, escribiría dentro de unos siglos que algo de pensamiento crítico hubo en ese territorio que transitoriamente se llamó Bolivia. Sus palabras no habrán sido precisamente ésas, pero seguro que no exagero. Más bien, intento como un (mal) historiador antiguo, si no recoger sus palabras exactas, sí el sentido de su discurso. Le faltó refunfuñar a lo Nietzsche que él había nacido póstumo. Lejos de empatizar con la audiencia, le pareció quizá honesto (aunque fuera majadero) suponer que la gran mayoría no había abierto uno de sus libros y hacer notar, sugiriéndolo, que él iba consciente de que las presentaciones de libros y los homenajes a escritores tienen un ribete social con el que podía vivir, siempre que no implicara no hacerlo patente. Recuerdo que participé tanto del homenaje como del agravio. Al grado que no lo he olvidado, sin resentimientos. O un poco. Poco después apareció una entrevista en un periódico nacional. En ella le preguntaron su opinión sobre el gobierno del Movimiento al Socialismo (mas). Él replicó que no solía contestar ese tipo de preguntas porque valoraba mucho su seguridad personal. Posteriormente ha repetido esta decidora fórmula.
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Mis primeros recuerdos de H.C.F. Mansilla son de un debate televisivo entre él y Marcos Domic, a la sazón Secretario General del Partido Comunista de Bolivia 1 Escritor, analista y abogado boliviano.
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(pcb). Debió ser a inicios de los años 80. H.C.F. actuaba, por tanto, sin el favor que los ímpetus antisoviéticos tuvieron luego de la caída del Muro de Berlín en 1989. Domic sacó a relucir el palmarés olímpico de Alemania Oriental, Cuba y la u.r.s.s. como prueba de las ventajas del sistema socialista. H.C.F. rebatió, más que irónico, burlón, denotando la modestia de esos logros deportivos frente a las carencias existenciales del bloque comunista. Mansilla comparó algunos datos de Alemania Federal y la República Democrática Alemana, que era la comunista, y se regodeó al reseñar la vida tediosa y limitada de sus ciudades, por ejemplo en el ámbito del erotismo, para no hablar de las libertades civiles. Fue un triunfo en la polémica en toda la línea que, sin embargo, debió costarle más resentimiento de la izquierda boliviana, cuya influencia en nuestro ideario político se hace notar aún hoy y con vitalidad. Como muestra, Domic ha sido embajador de Evo Morales en México y H.C.F. sólo ha ocupado esporádicamente cátedras en las universidades locales, pero más en las de fuera. De tanto en tanto deja saber que la línea oficial de las universidades públicas no lo ha tenido en su estima.
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Otro episodio televisivo que recuerdo fue en el programa De Cerca, de Carlos Mesa, sobre la liberalización del consumo de drogas. Participaba el fundador y director de La Razón en los años 90, Jorge Canelas Sáenz, defensor de extirpar todo prohibicionismo como su admirado Vargas Llosa, cuya columna hacía publicar cada domingo, a modo de estandarte de las ideas liberales que Jorge hacía coincidir con su reservada simpatía por el Opus Dei y marcados rastros de su juvenil hippismo, del que seguramente provenían su mirada laxa de las drogas y su gusto por el rock sesentero. En la otra esquina, a contrapelo, H.C.F. Mansilla era el campeón de mantener las restricciones. En ese tiempo tenía yo una amistad cercana con Canelas y vi el programa como hincha, apoltronado para hacerle barra. Canelas repetía una máxima que le he aprendido, que es la de no intentar convencer a nadie de 32 | elansia 2
Alguna vez he reparado en que su liberalismo y su afición por ciertas tradiciones no encajan del todo (…) Mansilla replica que el pensamiento político individual nunca es un manual, sino que puede abrevar de varias fuentes de las que se intenta recolectar lo que más convoca, procurando armar en esa colecta un todo relativamente coherente.
lo que no está convencido, como paráfrasis de un dicho oriental. Así que expuso sus ideas frustrando el debate, eludiendo toda disputa y simplemente blandiendo el ejemplo del acta de prohibición y sus efectos en la primera parte del siglo xx estadounidense, cuando prohibir el alcohol en una enmienda constitucional trajo consigo una economía subterránea y el apogeo de las mafias. H.C.F. dijo que ése era sólo un ejemplo histórico muy publicitado, pero que se desconocía otros, en Asia para citar alguno, en los que la prohibición dio resultados y evitó la diseminación de hábitos que relajaban los vínculos sociales y erosionaban a las sociedades. Canelas no refutó sino repitiendo sus ideas. El debate no fue lo puntiagudo que Carlos Mesa y los televidentes ansiábamos porque H.C.F. tenía al frente a un escéptico del proselitismo, como no lo había sido antes Domic. Pero H.C.F. fue fiel a su papel, presto a poner en cuestión los prejuicios sociales, incluidos los de la clase media alta boliviana, usualmente liberal, aunque sólo fuera para demostrar que un pensador no se acomoda al ideario convencional de su comunidad.
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H.C.F. se ha postulado, según lo veo ahora que escribo, como un apóstol de la razón crítica contra las creencias dominantes, fueran ellas liberales, izquierdistas o nacionalistas, aunque él mismo abraza una suerte de conservadurismo liberal (o al revés). El pensador tiene el imperativo, alega en sus actos, de dudar. Los ciudadanos, y sobre todo los políticos, pueden y hasta frecuentemente deben someterse a los prejuicios. El filósofo ha de correr el riesgo de chocar con los dioses de la ciudad, así le suponga el ostracismo o, como en el caso de H.C.F., una suerte de “comprensión social” de sus “peculiaridades”; esas que consisten en no aceptar cuanto para los demás es evidente. Pienso en lo que le ocurrió a H.C.F. con Gonzalo Sánchez de Lozada (o más bien a la inversa), quien a comienzos del éxito de su carrera política pregonó en su delante las ventajas de insertarse en un partido nacionalista como el mnr para practicar su personal versión del liberalismo. He escuchado sólo el recuento de H.C.F., según el cual él destacó lo que eso traducía de la visión ética de Sán
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chez de Lozada, para su incomodidad. H.C.F. no siempre tuvo temores por su seguridad personal, según se ve.
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H.C.F. estudió en la entonces Alemania Federal y volvió a Bolivia en un tiempo políticamente incómodo, pues la dictadura de Banzer no había terminado, y el grueso de la intelectualidad de su generación estaba a la izquierda. Él claramente no, con lo que sus opciones de una carrera universitaria o, quién sabe, política (como él suele insistir con ironía), se vieron reducidas. Como ocurre en las familias de cierta tradición política, pero usualmente al revés, fue el padre de Mansilla el comunista, no H.C.F. Para los progres sería prueba de una involución. H.C.F. quién sabe lo piensa como una reconducción a sus orígenes familiares. Don Hugo Mansilla Romero, padre de H.C.F., fue seguidor del marxismo pirista, que era un modo de estar a la vanguardia intelectual, en su caso rápidamente distanciado de los pogromos con que el nacionalismo movimientista y, más tarde, el izquierdista, modificaron el espectro de la política nacional. Hugo Mansilla fue además rector de la Universidad Mayor de San Andrés en los años 70, y según cuenta H.C.F., en su casa paradójicamente no se hablaba de política. Padre e hijo tuvieron una relación cercana, que nunca pasó por las enconadas controversias que muchas familias paceñas vivieron en esos años. Quizá la impronta de la madre argentina debió legarle una cierta distancia de las peloteras del pueblo boliviano; esa misma madre que lo llevaba de niño por una avenida paceña, topándose con un pariente de H.C.F., Gonzalo Romero, que iba armado en una asonada situada en los años 40 o 50.
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Hace unos lustros se podía ver a HCF caminando hacia la casa de sus papás en Sopocachi, el barrio paceño, para leer libros a su padre, que quedó ciego en la vejez. La imagen de H.C.F. no es, en todo caso, la que revela esta historia filial de lealtad. Él es dueño de una personalidad hermética (o de un personaje así cultivado), propenso a devolver pregunta por pregunta o a zaherir al interlocutor con 34 | elansia 2
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las consecuencias sicológicas o lógicas de lo que dice, incluso cuando ha intentado agradarlo. Presumo que sus embates y cambios de ánimo, entre la cordialidad, el rito, la parsimonia y el látigo verbal, develan sensibilidades como las que forjaron su relación con su padre, o unos asaltos depresivos bien resguardados.
Las letras de H.C.F. H.C.F. Mansilla es también un novelista que ha publicado ignorados libros en el género. Uno me ha cautivado. Es Consejeros de reyes. En él, a través de personajes como el primer ministro de Hammurabi, Boecio o un diplomático español de fines del siglo xvi, da cuenta de la irregular y rasposa relación entre los personajes del poder y sus asesores intelectuales; estos últimos pendientes de la atención del poderoso, no sin exhalar de cuando en cuando un aire de superioridad que huye cuando caen en desfavor. A su vez, los poderosos perciben levemente sus propias carencias y las contribuciones de los asesores, no sin sentir desprecio por esas personalidades inhábiles para la acción y temerosas, que deben conformarse con servir de subalternas, inseguras de su carácter en última instancia dependiente. También sirve para retratar las preocupaciones de nuestro personaje su novela Opandamorial, escrita sobre su familia, una de las venidas a La Paz desde el Sur, desde Camargo, con actitudes aristocratizantes, un marcado interés por la política y los libros, y una vida llena de sube y bajas, alejada de la fortuna y siempre en los límites de la segunda fila de la figuración pública.
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En ese libro y en otros textos, H.C.F. ha dado además, con su persistente dejo desafiante, muestras de su interés en la hoy anacrónica genealogía, a partir de la cual escruta las maneras de una familia boliviana de pasado agrario, que oscila entre los deberes de una moral sobria y sus necesidades psicológicas de un papel social y político relevante. Lejos de asentarse sólo en el tributo a los parientes, lo que sería un mero autoelogio deplorable, H.C.F. aprovecha para auscultar también con cierta crudeza a sus parientes, como un retrato de cierta clase boliviana. H.C.F. les adivina en esa novela el hábito de antiguos caballeros, que debían prodigarse en muchos esfuerzos poco concentrados, como ser intelectuales, políticos, hacendados y donjuanes. No es difícil ver cómo el autor también cuela en esa crítica su mirada orgullosa y desdeñosa de intelectual circunscrito a sus quehaceres, mientras otros lo hacen todo a medias, según él los ve.
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H.C.F. ha sido también uno de los primeros en escribir de ecología en Bolivia, cuando la aspiración irreflexiva del progreso no tenía disidentes ni detractores. Con su desplante a las modas, Mansilla remarca que en realidad los valores ecológicos de conservación tienen un pasado precisamente conservador, pues fueron estetas, aristócratas, quienes primero vieron los efectos devastadores de la modernidad en la vida humana y en el planeta. Esto podría dar cierta razón al gobierno del Movimiento al Socialismo (mas), que en las idas y vueltas de su prédica pachamamista para consumo europeo, ha repetido que, por ejemplo, los parques nacionales son un invento norteamericano que le adosaron al presidente Barrientos. Seguramente las lecturas de los intelectuales del mas llegan sólo a Barrientos, pues desconocen que el originario norteamericano preservador de la naturaleza, aunque a la vez entusiasta cazador y practicante de la lucha grecorromana, fue el iconoclasta presidente republicano Teddy Roosevelt, el imperialista por antonomasia. O, en un sentido menos actual pero en el que se aprecia igualmente la genealogía conservadora del ecologismo, se lo puede advertir en las pasiones del 36 | elansia 2
H.C.F. ha sido también uno de los primeros en escribir de ecología en Bolivia, cuando la aspiración irreflexiva del progreso no tenía disidentes ni detractores. Con su desplante a las modas, Mansilla remarca que en realidad los valores ecológicos de conservación tienen un pasado precisamente conservador, pues fueron estetas, aristócratas, quienes primero vieron los efectos devastadores de la modernidad en la vida humana y en el planeta. conservador canciller de Hierro, Otto von Bismarck, despectivo de las costumbres masivas de las nuevas clases medias germanas del siglo xix y estimador, como buen junker, de los sosiegos, cuidados y hábitos de la vida rural, con la que “enriquecía su discurso con cientos de metáforas agricultoras”, según refiere Emile Ludwig.
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H.C.F. Mansilla pertenece, pues, a esa generación que en Bolivia estuvo casi entera en la izquierda, con pocos ejemplos que se quedaron en el nacionalismo o en la democracia cristiana. Mansilla, ya lo dije, abraza un liberalismo-conservador. Alguna vez he reparado en que su liberalismo y su afición por ciertas tradiciones no encajan del todo, pues como se olvida con frecuencia hoy, el liberalismo también es una doctrina de teoremas geométricos y literatura de derechos, poco afecta en su generalismo abstracto a condolerse de las realidades históricas particulares o a verle virtudes a la tradición. Mansilla replica que el pensamiento político individual nunca es un manual, sino que puede abrevar de varias fuentes de las que se intenta recolectar lo que más convoca, procurando armar en esa colecta un todo relativamente coherente.
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En su veta analítica, Mansilla critica el ritualismo del pensamiento político boliviano y los mitos en que está fundado, como la riqueza nacional superlativa; mito que él hace nacer incluso antes de la Independencia. Tampoco es compasivo con lo que llama el pliego de agravios que el pueblo boliviano, clamando inocencia, alega haber sufrido, por ejemplo de manos extranjeras o de una élite insensible. Todas, dice Mansilla, son ideologías justificadoras que alimentan el sentimiento de partida, que es de inferioridad, y no buscan explicarlo. Se trata, dice H.C.F., de ideologías con premisas anteriores a ese pensamiento, ya plantadas de antiguo en el alma nacional; entre ellas la repetición y un conservadurismo no doctrinario, que reitera prácticas rutinarias enquistadas en el alma nacional.
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En los últimos años, H.C.F. Mansilla ha descubierto una veta riquísima a la que dedicar su atención intelectual: el nacionalismo boliviano, por ejemplo, con libros que discuten la obra de Franz Tamayo o de René Zavaleta, así como otros que discurren sobre el ideario indianista, como el de Fausto Reinaga. Mansilla advierte que, por ejemplo, en la reflexión indianista hay mucho de prédica antioccidental, pero que la instrumentalidad tecnológica occidental es aceptada y asumida acríticamente por los indianistas o por sus bases, sin poner atención al sustrato cultural y axiológico que ha permitido la innovación y la autocrítica en las sociedades que han producido esos adelantos. Para el nacionalismo y la neoizquierda que tiene en Zavaleta a uno de sus monjes, H.C.F. ha reservado observaciones hirientes sobre la adhesión trasnochada de Zavaleta, incluso para su tiempo, a los moldes del industrialismo soviético y a la supresión de libertades.
H.C.F. estos años Contra lo que el pesimismo de H.C.F. quisiera, las presentaciones de sus libros –por la crítica a doctrinas tan vigentes como el indianismo o el nacionalismo de izquierda– se han tornado de coloquios intelectuales en actos masivos. Tal parece que sus textos ya no van dedicados a ese investigador futuro que habrá de leer los libros que los contemporáneos de H.C.F. debimos pasar por alto, según su augurio. En esas presentaciones abundan los sombreros negros aymaras, la mayoría de cuyos portadores diverge de Mansilla, pero siente el reconocimiento y la oportunidad de que sus ideas políticas sean tomadas en serio por quien porta credenciales que sobrepasan la zigzagueante querella política boliviana. También están los que buscan un torneo con H.C.F. para medirse y, quién sabe, sonsacar una victoria para su orgullo. O, a lo mejor, sólo porque, como dice el autor de Consejeros de reyes, “cada época necesita liberarse de sus mayores.”
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El filósofo ha de correr el riesgo de chocar con los dioses de la ciudad, así le suponga el ostracismo o, como en el caso de H.C.F., una suerte de ‘comprensión social’ de sus ‘peculiaridades’; esas que consisten en no aceptar cuanto para los demás es evidente.
A su vez, es en el Oriente boliviano donde sus ideas han sido bienvenidas, por un clima político de tradición más conservadora y de poderes agrarios más estables que los derivados de los sismos del Occidente del país. Es más frecuente encontrarse a H.C.F. en citas de intelectuales cruceños, como Jorge Asbún o Juan Carlos Urenda, lectores por ejemplo de su paradigmático y breve libro El carácter conservador de la nación boliviana; ese carácter que H.C.F. atribuye a nuestro pasado hispano y al conservadurismo acrítico que éste habría dejado, con la influencia católica, en estas tierras. Una conclusión a que llega quizá por su formación germana, con cierta injusticia y prescindencia de los contraejemplos, como las diferencias del espíritu colonial cuando los Austrias o, luego ya, en tiempo de los borbones afrancesados y sus reformas que pusieron las colonias americanas en crisis.
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Una vez conversé sobre H.C.F. con una profesora de la Universidad de Yale, Amy Chua, conocida luego por libros de éxito editorial que no estoy seguro si uno quisiera para sí (por ejemplo, sobre cómo criar hijos al modo asiático, es decir con castigos que induzcan el logro personal antes que a la satisfacción efímera). Ella decía que en otros lares, personajes como H.C.F., que han sido alumnos de próceres de la Escuela de Frankfurt como Theodoro Adorno, son sujetos de culto en la academia. Aquí, en cambio, por lo menos la corriente que es hija del marxismo y la abstrusa academia francesa de los años 60, tiene a Mansilla como un anacrónico. A Amy Chua tampoco se le escapó involuntariamente llamar a H.C.F., en uno de sus libros, un filósofo quirky (peculiar). ¿Será que para el hábito del pensamiento hace falta retirarse de la ciudad y ser visto por ella como excéntrico, mientras uno se refocila contemplando todo lo que en la ciudad se hace por sobresalir, compartiendo los prejuicios agujereados de la época, como los que vemos y ejercemos en la nuestra, casi sin percatarnos? G
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Bolivia no es país para distintos María José Rodríguez1
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ra en casa de mi tía –la más glamorosa e inteligente de todas– donde lo veía en las reuniones familiares. Llegaba siempre después de nosotros; no el último pero nunca el primero. Daba a los hombres un saludo con la mano estirada, la espalda erguida y una venia chiquita de cabeza. A las mujeres, una brevísima reverencia para permitirse tomar en el aire su mano derecha y besarla al dorso. Tenía el brazo izquierdo cruzado, posando artificioso sobre la baja espalda. Como un lord inglés. O, más bien, como descubrí en esta entrevista, un noble alemán. —Tomé esa curiosa costumbre en Alemania. Tenía un amigo noble, Friedrich von Bismarck… —¿De los Bismarck del imperio alemán? —Sí, claro. De la rama no titulada de la familia. Él me llevaba al baile anual de la nobleza brandemburguesa y uno de los distintivos de los nobles es que saludan, cuando hay una dama en el salón, con un beso en la mano. —Y en nuestra familia lo hacías porque… nosotros somos nobles… —Claro, a mí me invitaban por ser descendiente de Luis xix –responde serio y sin morder la ironía de mi comentario. Aunque él fue puntual, yo ya lo esperaba con media taza de café bebida. Temía llegar atrasada y que se fuera. No sé del linaje noble, pero la puntualidad es una inconfundible –y hasta irritante– marca de mi familia paterna, con poquísimas excepciones (yo entre ellas). Aunque Hugo Celso Felipe Mansilla es uno de los tíos más conocidos, no guardaba ninguna seña suya. Indagué y obtuve un número de teléfono fijo. Perdí las esperanzas de conseguirlo pronto y me predispuse a alternar algunas horas de un par de días para acertar al horario en que lo hallaría cerca de su teléfono negro, pesado y de disco, imaginé. Contestó a la primera. —¿Por qué no tienes celular…? —Te contestaría con una contra pregunta ¿por qué tendría que tener? 1 Periodista y artista plástica boliviana.
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—Por el internet y la comunicación inmediata, donde estés. —Pero si quieren hablar conmigo me pueden llamar por teléfono fijo o escribir una carta a la antigua. No (y arrastra la ‘oooo’ remarcando la negación), no, yo soy de la primera mitad del siglo pasado. Ya quedamos pocos. —No lo creo… si saliste bachiller en 1961… Eras joven cuando todas las revoluciones estallaban, la de Mayo del ‘68, las rupturas morales, etc. Digamos que no eres un hombre de la Primera o Segunda Guerra Mundial… —No, pero muy similar. Los valores morales (hace que su voz suene marcial y metálica), los valores de orientación, son los antiguos. Uno recibe las influencias más importantes cuando uno es muy pequeño. Yo me críe en este país antes del ‘52, entonces los temas de conversación –que yo escuché en mi época formativa hasta los 10 años– eran totalmente (to-taaaaaal-men-te) diferentes a los actuales. Uno de esos temas, por ejemplo, era la genealogía, como de quiénes descendemos, si somos parientes de tal. Esas eran las cosas importantes. Yo me he quedado mentalmente en esa etapa. No le creí, aunque sin duda es un hombre distinto. Ya me lo pareció cuando me citó en un café de Sopocachi frecuentado por quienes, sin decirlo –así lo siento– se autodefinen distintos. Huyen de lugares bulliciosos, comerciales, de buen café y sillas cómodas. Ahí te encuentras con pensadores, poetas, periodistas, economistas sensibles (no banqueros) y hasta filósofos sociales con doctorado Magna cum laude de la Universidad Libre de Berlín, como él. —¿Crees que eres un hombre distinto? —Ojalá. Uno mismo no puede verse, yo espero ser algo diferente. Uno siempre se equivoca cuando se juzga a sí mismo. —Un hombre diferente en Bolivia… ¿difícil no? —Es que este país tiende a premiar y privilegiar el comportamiento normalito. El que se distingue innecesariamente de los otros, está mal visto. Es una sociedad anti individualista, pro clánica, pro familiar, que no premia comportamientos individuales. 42 | elansia 2
“Este país tiende a premiar y privilegiar el comportamiento normalito. El que se distingue innecesariamente de los otros está mal visto. Es una sociedad anti individualista, pro clánica, pro familiar, que no premia comportamientos individuales”.
De madre argentina, nació en ese país, el 17 de noviembre de 1942, pero su documento de identidad dice: de nacionalidad boliviana. Ambos padres longevos, una pareja que vista desde la acera del frente –donde vivíamos– se veía siempre bien avenida. Ella, diminuta, delgada como un hilo. Un hilo de metal conectado a un dínamo que la empujaba arriba y abajo de la calle varias veces al día. Él, un hombre de sonrisa reposada como todo en su persona. De tradicional gorra gris –como la que antes usaban los izquierdistas–, figura encorvada y bastón de madera, vivió hasta los 99 años, sin dietas, ejercicios ni visitas al médico. Su esposa, hasta los 86. Y en cuanto a eso del padre que hace sombra sobre el hijo, no pasó. Aun siendo intelectuales ambos y de bandos aparentemente contrarios del pensamiento político, su relación fue muy buena hasta el último día. Hugo Celso Felipe, más conocido como H.C.F., terminó el bachillerato en el colegio Alemán y, luego, estudió filosofía social y ciencias políticas en Berlín. Después de 12 años de estancia visualizó un futuro poco apasionante en Alemania. Él era –y seguiría siendo– un “engranaje más de una maquinaria bien aceitada”. Porque para destacar allí “hay que ser un genio”. Había logrado el puesto permanente como asistente de cátedra y, esperando largos años, habría accedido, con seguridad, a la cátedra y a una jubilación más que tranquila. —En mi absoluta ingenuidad y mi falta de realismo, yo creía que el país (Bolivia) me iba a recibir con los brazos abiertos y, siguiendo la tradición familiar, iba a ser lo que decían mis tías: el sucesor de José María Linares o de otro ex presidente de la República que pertenecía a nuestra familia, José Gutiérrez Guerra. —Pero eres un pensador reconocido en Bolivia… —Nooooo. Aquí casi nadie me conoce y siempre tengo que empezar de cero. Y si hay alguien que me conoce me confunden aún con mi padre que ha sido rector de la Universidad (Mayor de San Andrés). —Pero si hasta tienes página en Wikipedia, y si pongo tu nombre en Google obtengo resultados. —Si tú pones H.C.F. Mansilla salen 30 mil entradas cuando mucho. Pero si po-
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nes cualquier otro nombre lo mínimo que obtienes son 120 mil entradas. Eso es reconocimiento. —¿Por qué crees que pasa eso? —Primero, porque soy un bruto para las relaciones públicas; segundo, no he hecho fortuna; tercero, mis parientes siempre me han visto como al pobre que hay que tolerar. Otro flash. Reconozco esa mirada cargada de ironía: es felina y salta por la montura de sus lentes; se queda fija, esperando reacción. No hace falta la sonrisa de lado: uno imagina esa mueca, uno mismo completa la imagen. —¿No será quizá por esto de proyectar un pensamiento fuera de la tendencia del momento? —También, también. Como yo vivía en Berlín Occidental, a pocos metros, literalmente, de Berlín Oriental, donde yo iba muy frecuentemente, tuve –desde el primer día– una mala imagen de todos los experimentos socialistas. Y aquí, en cambio, siempre ha habido una versión idealizada, mejorada de lo que es el socialismo existente. Y eso ya basta para que te coloquen en otra ala. —Entonces ¿el pensamiento en Bolivia está fraccionado por algo así como feudos? —Sí, cada pequeño territorio intelectual se cree poseedor de la verdad absoluta; entonces, entre todos tenemos poco que decirnos. Pero ahora la gente está un poco más abierta a escuchar otras cosas. Por eso hay esperanza. Como pasan otras cosas, el título está todavía por escribirse. —Que bueno que tú digas que hay esperanza… —Claro. Claro que sí. En 500 años puede que Bolivia sea una cosa totalmente diferente, sea un gran país. Una sociedad liberal. —Esa esperanza, esos cambios no los vamos a ver… —Ah no, claro. Es una cosa lenta. —Es esperanza a siglos… —Si es que todavía existe el mundo… —Y si no lo conducen líderes nacionalistas exacerbados, dogmáticos, fanáticos… 44 | elansia 2
“Hay esperanza (…) En 500 años puede que Bolivia sea una cosa totalmente diferente, sea un gran país. Una sociedad liberal”.
—Sí, sí. Es que el mundo no está conducido por la razón. Esa es una ilusión filosófica; está regido por bajas pasiones y por intereses muy estrechos. Hay que lamentar eso siempre. —Los gringos… ¿Trump? —Lo han elegido con inmensa mayoría. Si Alemania, un pueblo culto, hizo eso con Hitler, entonces, imagínate... —¿La posverdad? —Esa siempre ha sido la historia del mundo. Lo novedoso es el nombre. Claro es que en todas las épocas aparecen nomenclaturas especializadas que luego se convierten en claves, con las que se reconocen unos a otros. Como mis alumnos, que citan a Bourdieu o a Fausto Reinaga. Son como claves de ‘dónde estoy’ y ‘qué represento’. Que son muy apreciadas. No es muy diferente de lo que se hacía en Alemania cuando yo estudiaba. Un día, recién llegado, me preguntaron si había leído a Herbert Marcuse. Yo pregunté ¿a quién? Y dijeron “ah… este no sabe”; pensaron que venía de la selva. Ese grupo jamás me volvió a saludar porque yo había cometido el error de decir que no conocía ese nombre. —Nos catalogamos… —Y me imagino que todos. Yo, imagino, hago lo mismo. —¿El futuro? —He aprendido en la universidad a no hacer predicciones para el futuro porque uno puede equivocarse. —Todos los analistas las hacen… —Esa es su labor, pero yo soy escéptico. —¿Y si intentas? Sólo por esta vez… —Me imagino que las cosas negativas se van a intensificar. Se van a destruir más bosques, el mundo va a estar pavimentado, cosa que es muy popular. Esa idea de tapar la naturaleza es extremadamente popular en todo el mundo. El ser humano, en general, quiere ver progreso como cemento. No creo que vaya a haber una guerra química. Creo que habrá, poco a poco, medidas para proteger el medio ambiente. Puede ser que haya coches eléctricos, puede ser…
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—¿Las relaciones entre países, potencias, seres humanos? —Uno tiende a hacer extrapolarizaciones, a pensar que todo va a ser una exageración o una intensificación de lo que es ahora. Uno no se imagina lo absolutamente nuevo. Yo tampoco. Sus recuerdos vuelan pronto a Berlín; allí mantiene vínculos afectivos. De sus cuatro hijos, dos, ambas mujeres, viven allá. Y aunque ni hablar de nietos, mantiene una razón para viajar aunque fuera de visita. “Mis hijas son chicas modernas, ya no van a tener hijos ni se van a casar. Tienen gatos. Además, viven (…) un ritmo de vida muy agitado. Tú sabes que ahora hay pasajes muy baratos, entonces ellas se van un fin de semana a Bulgaria, otro a Polonia, qué van a estar preocupadas por su papito (ironía) lejos. Mantengo una relación electrónica, como es ahora la vida”. Pero electrónica sólo de correo, porque él es ajeno a cualquier tipo de chat. Otro hijo vive con él después de pasar ocho años en China. Y, la cuarta, una niña, cursa aún el colegio en Santa Cruz. Ha tenido, dice, dos matrimonios y “algunas amigas”; una de las que evoca rápido es una africana de mente brillante y heredera de un linaje de próceres modernos libertarios de Senegal, cuyo nombre ha prometido jamás revelar, como corresponde a un caballero de su siglo. —¿Tu vida es ahora sola? —Con mi hijo. —¿No te pesa no tener pareja? —A mi elevadísima edad (eleva rítmicamente una mano como siguiendo la espuma creciente de una cerveza y sonríe), uno no piensa en esas cosas, pero tengo una pareja. —Se cree que los intelectuales suelen producir mejor solos y que el matrimonio puede ser un estorbo. —No creo. El ejemplo es Octavio Paz. Él vivía con su esposa y era muy dependiente de ella. —Dependiente en términos factuales de la vida diaria, como dónde está la taza o el azúcar… 46 | elansia 2
“Aquí se habla mucho de la ética colectivista, de los valores sociales, del amor al prójimo, pero de las cosas prácticas de la vida cotidiana, nada. Y es ahí, en el día a día, dónde se nota que una colectividad tiene valores dedicados a la sociedad o no”.
—Dependía también de las opiniones suyas. —Y tu relación de pareja ¿es así? —Uy. Habría que estar fuera de la pareja para mirarse. Pero es una buena relación. Cuando la charla cae en un bache, él sale del ‘modo entrevista’. Baja la voz, agacha un poco la cabeza y comienza a narrar, con delicia y deleite, alguna historia familiar que ni remotamente habría yo conocido. Una tía tatarabuela hecha a puro coraje que dejó el bordado por la política. U otra historia de las oscuras: un primo, no tan lejano, ludópata que lleva décadas arrastrando el alma de su familia entre la riqueza y la miseria, y que perdió menos dinero que vergüenza. —Tú eres un hombre que ha vivido la Revolución del ‘52… —Y tengo los peores recuerdos del ‘52. —Pero ¿y la revolución agraria? ¿El voto para la mujer? —Eso es lo que la gente cree. Justamente, la exitosa propagada del mnr (Movimiento Nacionalista Revolucionario) ha hecho que se crea que todo progreso social viene después del ‘52. En el ‘47 hubo elecciones municipales en las que votaron mujeres. —¿Una concesión? —No fue una concesión. Ya todo el mundo estaba embalado hacía eso. Si el régimen del ‘47 habría durado unos años más, seguro ya se habría tenido el voto universal. Hubiera ocurrido más o menos lo mismo. El gobierno de (Mamerto) Urriolagoitia, por ejemplo, que aquí tiene fama de ser lo más reaccionario, ya había preparado un sistema severísimo de impuestos contra la gran minería. Además, quiero mencionar un punto de vista ético: todos los ministros de economía antes del ‘52 han muerto pobres o en el asilo “San Ramón”, lo cual no se puede decir de los ministros después del ‘52. No quiero dar una visión edulcorada. Antes había un poquito de ética a favor de la colectividad, más que la desarrollada posteriormente, pero una nula capacidad para pintarse agradables ante la opinión pública. Esos regímenes, en el campo comunicativo, simbólico, eran absolutamente un cero a la izquierda.
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—Este punto de vista ético que propones ¿podría conducirnos a pensar que hay un problema con las élites bolivianas que buscan medrar nada más? —Todas las élites del mundo son así. —(…Callo. Mi argumento ha sido destrozado). —En temas de burocracia, en cuestión de respeto a terceros, la situación del tráfico (vehicular), por ejemplo... Aquí se habla mucho de la ética colectivista, de los valores sociales, del amor al prójimo, pero de las cosas prácticas de la vida cotidiana, nada. Y es ahí, en el día a día, dónde se nota que una colectividad tiene valores algo dedicados a la sociedad o no. En el tráfico (vehicular) se nota que no, que somos individualistas furiosos. Y en los trámites… Termino pensando que quizá el talento en Bolivia se hace invisible a los ojos del establishment intelectual, siendo la nuestra una historia zarandeada por la ideología, como una cabellera desordenada que gobierna sobre la cabeza. —¿A qué responderá eso de invisibilizar al otro? —Debe haber varias razones. Posiblemente hemos heredado una tradición española individualista de baja calidad. No es la gran tradición individualista liberal de las élites ilustradas del siglo xviii. Los españoles eran una potencia militar muy avanzada, pero culturalmente muy atrasada. Creo que también hemos heredado algunas cosas del imperio incaico que no han sido las mejores. —Y si las cosas están así, ¿crees que en Bolivia hoy hay gente que esté generando pensamiento interesante? —Me permito hacer una comparación, como todas ellas odiosa, entre Bolivia y países de población equivalente, por ejemplo Paraguay, Ecuador, Guatemala, Cuba y casi todos los países africanos. Bolivia ha producido, desde la Colonia, pensadores extraordinariamente valiosos y originales; otra cosa es que esta sociedad muy dura nunca los ha reconocido. Por ejemplo, el creador del derecho indiano Juan de Solórzano y Pereira o sus alumnos: Gaspar de Escalona y Agüero, Gaspar de Villarroel, Antonio de León Pinelo. En el siglo posterior, José de Aguilar, que fue rector de la Universidad de San Francisco Xavier, enemigo de la mita e hizo una crítica 48 | elansia 2
“Bolivia ha producido, desde la Colonia, pensadores extraordinariamente valiosos y originales; otra cosa es que esta sociedad muy dura nunca los ha reconocido”.
durísima al gobierno español en pleno siglo xvii, un siglo antes de la Ilustración. O pensadores como Mamerto Oyola… ¿Quién los conoce? Países como los que he nombrado no tienen nada comparable a la Bolivia intelectual. Tomemos el caso de Cuba, casi 60 años de gobierno socialista y no hay un pensador o filósofo que ni de lejos se acerque a René Zavaleta Mercado. De allí no salió el continuador de Marx y Engels. Por ejemplo, en Angola, que es un país muy rico, no hay nada similar. En Bolivia hemos producido muchos pensadores, pero ha sido un país muy reacio a reconocerlos, a reconocer el valor intelectual porque, claro, eran un poquito diferentes a la posición del momento, al mainstream de ese momento. —¿Y ahora? —Bueno a mí me parece muy original el pensamiento de Fernando Molina sobre recursos naturales, que genera un aporte original a las ciencias sociales. Igual el libro sobre rentismo de Roberto Laserna. Hay pensadores, pero la opinión pública los ignora. Yo tuve un compañero de estudios, René Antelo Mayorga, totalmente desconocido hoy y que en 1995 publicó un libro sobre anti política y neopopulismo adelantándose a lo que ocurrió después en Venezuela y aquí. Brillante. —Otra vez, la misma conclusión: en Bolivia no coincides con la ola del momento, no te aprecian… —Sí. Por eso hay que ser humilde. Baja la cabeza, sonríe de lado y me dice con sorna: Eso puedes poner: la humildad que caracteriza al entrevistado. Y a mí me entrevistan cada 15 años… —(Sigo el juego) Entonces es una rareza que te hayan elegido como el autor principal de la revista El Ansia… —Sí, claro, estoy muy agradecido. Seguro será el único homenaje en vida que yo voy a recibir, es lo más probable. —(Sonrío) No lo creo... —Así nomás es la vida. Se encoge de hombros, reímos y pedimos otro yogurt para él y un té, esta vez, para mí. G
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Como muestra de la heterogeneidad de sus lecturas, influencias y de los ámbitos por donde discurren sus reflexiones, H.C.F. Mansilla propone aquí tres textos de autores bolivianos. Uno de ellos, el olvidado filósofo chuquisaqueño Guillermo Francovich (1901-1990), con una reflexión sobre los mitos en los que descansa el imaginario colectivo nacional; los otros dos, ensayistas liberales contemporáneos: Julio Cole Bowles y Enrique Fernández García. Mansillianos | 51
Los mitos profundos
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Guillermo Francovich2
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rancisco Bacon abrió las puertas del pensamiento moderno con esa vívida y penetrante explicación de las causas del error que es famosa con el nombre de la teoría de los ídolos. En el primer capítulo del Novum Organon decía el filósofo inglés que el hombre cae en el error porque surgen en su mente “fantasmas”, “ídolos”, que fingiéndose verdaderos se interponen entre su conciencia y la realidad. En 1938 publicamos un ensayo titulado Los ídolos de Bacon en el que, tratando de actualizar esas ideas, decíamos que la teoría baconiana hacía ver que los hombres no son naturalmente racionalistas, que por el contrario son originalmente románticos, poéticos, mágicos, que tienden a dar a la realidad atributos misteriosos, fantásticos y que no sólo lo visible sino también lo invisible es animado y vivificado por ellos. Bacon denunciaba implacablemente los perniciosos efectos de los ídolos. Lo hacía porque necesitaba prestigiar el conocimiento racional, realzar la importancia de los métodos que permiten el conocimiento objetivo de la realidad. El “tema de su tiempo”, como diría Ortega y Gasset, era la valorización de la ciencia, todavía en capullo entonces. ¿Pero los ídolos son realmente tan perniciosos? ¿No hay en ellos nada que pueda justificar su existencia? Nuestro tiempo no es tan radical corno Bacon en sus afirmaciones al respecto. La ciencia ha alcanzado actualmente tal desarrollo que ya no hace falta estimularla. Por el contrario, en nuestros días se siente más bien la necesidad de determinar los límites dentro de los cuales son válidos sus desenvolvimientos. Saturado de ciencia y tecnología, el hombre actual, en efecto, trata de saber cuál es el valor que tienen para él los mitos hacía los que se siente tan inclinado, y cuál es su verdadera importancia como medios de aproximación del espíritu 1 Francovich, Guillermo, Los mitos profundos de Bolivia, La Paz: Amigos del Libro, 1987, pp. 9-17. 2 Filósofo, dramaturgo, ensayista, crítico literario y humanista boliviano, nacido en Sucre en 1901 y fallecido en Río de Janeiro, Brasil, en 1990.
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a la realidad. El conceptualismo y el intelectualismo contemporáneos reconocen que hay aspectos de la vida humana a los que no pueden llegar y cuya comprensión exige otras formas del saber que las racionales. Es decir que aquello que en los tiempos de Bacon sólo debía ser mostrado en sus aspectos perniciosos aspira hoy a ser juzgado en toda su significación. Vivirnos así en una época que podría ser tenida como de reconsideración de los ídolos, época que parece temer que la ciencia y la técnica acaben también siendo ellas mismas ídolos tan peligrosos acaso como los tradicionales. Ya el propio Bacon se daba cuenta de que los ídolos no eran productos de circunstanciales deficiencias, sino que veía en ellos la manifestación de predisposiciones permanentes del entendimiento humano. Así, por ejemplo, en el aforismo 45º del libro i del Novun Organon decía: “El espíritu humano por su modo mismo de ser tiende a suponer en las cosas un orden y una uniformidad mayores que las que se encuentra en ellas realmente”. O anotaba en el 46º lo siguiente: “El espíritu humano cuando ha dado su conformidad a algo trata de arrastrar el resto en su apoyo y de acuerdo con ello”. Y en el aforismo 48º observaba: “El entendimiento humano es voraz y no es capaz de pausa ni reposo: pretende ir más allá, más allá, pero en vano”. Y no es que en nuestros días se quiera poner en duda el valor del conocimiento científico, y menos aunque se proponga un retorno a las formas del pensamiento mítico. No se olvida el monstruoso poder de los mitos creados por los fanatismos religiosos o políticos que en nuestro tiempo, como en todos los tiempos, sacrifican millones de seres humanos y siembran el sufrimiento y la muerte entre ellos. De lo que se trata en realidad es de conocer el lugar que les corresponde tanto a la ciencia como a los mitos en la vida de los hombres. Es evidente, desde luego, que los mitos constituyeron la sabiduría inicial del ser humano. Este encontró en los mitos las primeras explicaciones de la realidad, y los fundamentos de su comportamiento frente a ésta. Unos tres milenios antes de nuestra era surgió en determinados pueblos una nueva forma de pensar más rigurosa y eficaz. La razón comenzó a sistematizarse y la lógica a imponer sus límpidas exigencias. Nació la filosofía de la cual se desgajaron después las ciencias. Estas y aquélla con sus creaciones le dieron al hombre una visión objetiva del universo y le permitieron las realizaciones de la técnica. Y con ello hicieron nacer la civilización dentro de la cual vivimos y que tiene sus bases en la precisión científica y matemática. El saber científico y el mito son así las manifestaciones de dos actitudes del pensamiento frente a la realidad. El mito corresponde a las experiencias del hombre que se siente parte de una naturaleza animada, y que está en contacto integral e inmediato con ella. Es la espontánea expresión de vivencias en que la subjetividad no ha sido eliminada y que, por el contrario se proyecta sobre todas las cosas. Sus contenidos están al alcance de cualquier persona, no necesitando preparación especial para ser entendidos. Despierta resonancias en el alma co Mansillianos | 53
lectiva. Se reviste generalmente de formas poéticas que lo hacen atrayente. La ciencia, en cambio, es producto de una meticulosa observación de la realidad y de una elaboración intelectual. El hombre de ciencia, se coloca por encima de la naturaleza y la estudia desde fuera. La analiza eliminando cualquier injerencia subjetiva. Y la explica valiéndose de un lenguaje lógico e inteligible. Ahora bien, el predominio de la mentalidad científica no elimina necesariamente las vivencias míticas. Los hombres de la civilización pueden seguir y siguen bordeando las fronteras de lo mítico e incursionan también dentro de éste. Las grandes religiones superiores, por ejemplo, que actúan en el mundo contemporáneo, no sólo difunden sus contenidos éticos y su religiosidad sino que también despliegan sus tradiciones míticas, las reinterpretan, las acomodan a las experiencias y a las realidades del presente. Las artes y las literaturas iluminan con nuevas luces mitos tradicionales o crean otros nuevos que son expresión de los eternos sueños e inquietudes del hombre. Y aún en los campos de la economía, de la política y de la vida social, los mitos deifican personajes o instituciones y dan densidad y contornos fabulosos a determinados acontecimientos. Los mitos son fenómenos tan difundidos que no siempre es fácil establecer donde comienzan y donde acaban. Y muchos de ellos llegan a pegar inclusive como verdades científicas. Es decir que, a pesar del predominio de la ciencia y de la técnica, los hombres continúan siendo tributarios del pensar mítico. Encuentran en éste la satisfacción de necesidades que ni la ciencia ni la técnica atienden. He aquí lo que Carl Jung escribía a este respecto en uno de sus últimos trabajos, titulado Ensayo de la exploración de lo consciente, que se publicó en 1961: “El hombre no se ha hecho consciente sino gradualmente, laboriosamente, mediante un proceso que se ha prolongado a lo largo de los siglos. Esta evolución está lejos de haber terminado porque vastas regiones del espíritu están todavía rodeadas de tinieblas”. Jung consideraba tan importante la función de los mitos que creía que la crisis actual de la humanidad se debía a que el mundo moderno buscaba y no podía encontrar el mito propio que reemplazando a aquellos que habían muerto y sostuvieron la vida del pasado, sería la fuente espiritual de nuevas fuerzas creadoras. Los mitos tienen proyecciones diferentes de acuerdo con la amplitud de las experiencias a que corresponden, a su carga emocional, de sus raíces psicosociales. Algunos pueden tener un alcance universal. Freud, por ejemplo, daba al mito de Edipo la máxima extensión porque, a su juicio, proviene de impulsos tan profundos que se encuentran en todos los seres humanos. Oswald Spengler en su libro La decadencia de occidente decía que el mito de Apolo, el dios de la luz y de la poesía, simbolizaba la cultura griega con su amor por lo concreto y luminoso. La cultura occidental, entretanto, tenía según él, su símbolo en el mito de Fausto, por su insaciable curiosidad y por sus aspiraciones a lo infi54 | elansia 2
nito y lo ilimitado. Pensaba Spengler que las culturas se expresan mediante símbolos que presentan con certidumbre inmediata cosas que son imposibles comunicar racionalmente. Las épocas históricas se diferencian a veces entre sí más que por sus hazañas, sus ideas o sus realizaciones prácticas, por los mitos a los que dieron su preferencia. Cada una de esas épocas puede estar inspirada por una gran pasión, por un gran sueño o por alguna profunda decepción, que se manifiesta en aquellos. Pues bien, nosotros creemos encontrar en nuestro pasado, constituido por el Kollasuyo, la Colonia y la República, tres mitos profundos que corresponden a cada una de esas épocas, caracterizándolas y simbolizando las manifestaciones fundamentales de su sensibilidad vital. En torno a esos mitos está naturalmente la enorme variedad de los mitos religiosos, políticos, sociales, etc., que bullen en las diferentes zonas y estratos de nuestra sociedad. Algún día tendrá que hacerse el estudio de todos ellos, determinando sus tipos, clasificándolos, estableciendo sus procedencias, y comparándolos con los que existen en otras partes del mundo. A nosotros sólo nos interesan aquí, lo repetimos, aquellos que, correspondiendo a profundas experiencias colectivas, simbolizan las actitudes propias a cada una de las épocas enumeradas. Nuestra mitología, infelizmente, no es de aquellas que permiten hacer del pasado una leyenda dorada. Es una mitología que corresponde a un evidente dramatismo histórico. Nuestro pasado es una sucesión de conflictos. Cada época niega la anterior. Es una historia que, más que arqueológica en el sentido de Foucault es decir de superposición de capas diferentes, podría más bien calificarse de geológica. Fracturas profundas, derrumbes, sustituciones violentas de estructuras sociales separan las diferentes épocas. El mito más antiguo es de origen indio. Los primitivos y todavía poco conocidos pobladores del Kollasuyo crearon el mito primordial de nuestra cultura. La fuerza, la grandiosidad, la imponencia de las cordilleras en medio de las cuales vivían, los condujeron a la sacralización de las piedras y de las montañas. Estas estaban animadas para ellos. En ellas encontraban su propio origen y a ellas vinculaban su destino, poniendo de ese modo en la base de sus experiencias el sentimiento de una especie de vida cósmica. Después, la brusca irrupción de los españoles paraliza súbitamente la existencia india y trata de sobreponerle otra. Con ella surge un nuevo mito que inclusive hace de nuestro país un centro de atención universal. El mito del Cerro de Potosí, que preside la vida de la colonia, circula por todo el mundo, fascinando a los hombres con la promesa de la riqueza inmediata de sus minas fabulosas. La vida colonial tuvo su dramático final. La guerra de la independencia convirtió el país en un inmenso campo de batalla en el que se enfrentaron españoles y patriotas durante dieciséis años, y que dio lugar a la creación de la República. Mansillianos | 55
La repulsión, nacida dentro de la colonia y exacerbada con la guerra, engendró el mito que denominamos del espectro español que durante casi un siglo y medio hizo que los bolivianos repudiáramos primero, negáramos después y finalmente ignoráramos totalmente nuestro pasado, haciendo que nos sintiéramos huérfanos de éste.
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Los mitos profundos nunca desaparecen de modo definitivo. Sólo cuando el contexto histórico del cual forman parte es totalmente sustituido por otro, ellos pierden su carácter sagrado y pueden sobrevivir como símbolos o alegorías, tal como ocurre con los mitos griegos y latinos, por ejemplo, que subsisten porque la simpatía y la comprensión que inspiran les da validez poética. Cuando eso no ocurre, cuando el marco histórico sigue siendo el mismo, los mitos profundos pueden perder el predominio que tuvieron en determinada época, pueden ceder el lugar a otros que responden mejor a las realidades inmediatas, pero no mueren. Pasan entonces a integrar, con otros mitos importantes, ese fondo denso y misterioso que da a cada pueblo la unidad espiritual que necesita para su propia permanencia. Pasan a formar parte de aquello que Unamuno llamaba la “intrahistoria” la historia silenciosa, que por debajo de las fugaces y ruidosas manifestaciones de la actualidad, acumula, sedimenta lo que de sustancial se produce dentro de las agitaciones del tiempo. Se mantienen allí, dispuestos a manifestarse cuando se presenta la oportunidad para ello. No es difícil encontrar en el hombre de hoy los rastros de mitos que bajo formas actuales responden a profundas preocupaciones humanas y remontan al fondo de las edades. Los poetas han hablado siempre de las metamorfosis de los dioses. Los historiadores descubren con frecuencia renacimientos en el alma de los pueblos. En la actualidad, los sociólogos estudian los sincretismos que, en los casos de superposiciones de culturas, permiten a los mitos amalgamarse con otros para perpetuar sus propios contenidos esenciales. Los mitos profundos se proyectan, pues, en el tiempo. Tienen múltiples y variadas reencarnaciones. Se renuevan de acuerdo con las circunstancias. Flexibles, evolucionan en avatares inesperados. El que fue mito religioso puede reaparecer como mito estético o político. El mito político de una época se transforma en mito ideológico de otra. La cultura de cada pueblo tiene por eso preocupaciones constantes que subsisten a través de las épocas y que inspiran a sus artistas, a sus pensadores, a sus dirigentes. Estos las revelan en sus creaciones a veces en forma obsesiva, que por lo mismo los convierte en los auténticos representantes del alma de sus respectivos pueblos. En el presente ensayo, después de mostrar los mitos profundos de cada una de las épocas de nuestro pasado, haremos ver su renacimiento en algunas importantes manifestaciones artísticas, literarias y políticas contemporáneas. D 56 | elansia 2
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Sobre utopías y distopías
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(con comentarios sobre una novela distópica moderna) Julio Cole Bowles2
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Vershinin: Soñemos un poco... Por ejemplo, sobre la vida que habrá después de nosotros, dentro de doscientos años o trescientos… Tuzenbach: ¿Por qué no?… Tal vez volaremos en globos. Cambiarán los estilos de los chalecos, se descubrirá un sexto sentido, quizá… Pero la vida seguirá siendo igual– feliz, llena de misterios, y difícil… Dentro de mil años los hombres seguirán quejándose: “¡Ah, que dura es la vida!” Pero seguirán temiendo a la muerte, y no querrán morir. Antón Chéjov, Las tres hermanas (1901), Acto ii.
topía es una palabra inventada hace 500 años por Tomás Moro, quien acopló las palabras en griego para “no” y “lugar” para denotar la idea de un lugar imaginario o inexistente, y también aprovechó la homofonía con “eu-topía” (buen lugar) para sugerir este doble aspecto del concepto: en toda la literatura subsiguiente la idea de utopía se asocia con el empleo de lo imaginario o ficticio para proyectar un ideal. En el lenguaje coloquial el término tiende a tener connotaciones peyorativas, cuando se rechaza una idea o propuesta como “utópica”, al considerarse imposible o poco práctica. Muchas veces se usa en este sentido incluso cuando la propuesta carece de connotaciones idealistas. En estas situaciones el uso del término equivale a una simple expresión de pesimismo o escepticismo (pesimismo que muchas veces es refutado por el paso del tiempo y la evolución histórica). A veces este escepticismo es expresado por los propios proponentes de la idea que se describe como utópica. Adam Smith, por ejemplo, en 1776, propuso el libre comercio como la base para una política económica óptima, aunque no era optimista en cuanto a la factibilidad política de sus propuestas: Esperar que en la Gran Bretaña se establezca enseguida la libertad de comercio es tanto como prometerse una Oceana o una Utopía. Se oponen a ello, de una manera irresistible, no sólo los prejuicios del público, sino los
1 Ensayo aparecido en revista Percontari, vol. 3, No. 11, Santa Cruz, noviembre 2016, pp.13-21. 2 Intelectual boliviano nacido en Santa Cruz, doctor en Economía y profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad “Francisco Marroquín” de Guatemala. Mansillianos | 57
intereses privados de muchos individuos” (La riqueza de las naciones, Libro iv, Cap. ii; las itálicas son nuestras).
El tiempo, sin embargo, desmintió esta predicción, ya que en el siglo xix, sólo pocas décadas después de la muerte de Smith, Gran Bretaña adoptó con éxito el modelo smithiano, lo que la llevó al liderazgo económico mundial.
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Algunos estudiosos del tema piensan que los antecedentes de la tradición utópica son las fábulas y leyendas de una Edad de Oro o de un Paraíso Perdido. En estas historias, el ideal de un estado de armonía se proyecta a un pasado mítico (a diferencia de las utopías modernas, que tienden a proyectarse a un futuro muy distante) y se concibe un estado de felicidad rústica en la que los hombres llevaban vidas simples, sin las artificialidades de la civilización y las corrupciones que ésta conlleva. Por otro lado, un elemento común a estas fábulas y mitos (que resurgen cada vez que el desencanto con la civilización llega a un grado crítico) es que este estado de armonía original es algo que ya no se puede recuperar. Expresan un anhelo de paz universal, pero también un sentido de inocencia perdida, de nostalgia y añoranza por algo precioso que se perdió para siempre. A veces este sentido de nostalgia, con ciertos elementos de proyección utópica, se percibe incluso en descripciones de épocas que corresponden a un pasado no-mítico. Cuando esto sucede, las descripciones casi siempre dicen más sobre los sesgos del historiador que de las realidades históricas retratadas. Edward Gibbon, por ejemplo, describió la época de los emperadores Antoninos como la de una felicidad y prosperidad inigualadas en toda la historia humana: Si a un hombre le preguntaran cuál fue el período de la historia del mundo durante el cual la condición de la raza humana fue más feliz y próspera, nombraría, sin duda alguna, el que inicia con la muerte de Domiciano y concluye con la accesión de Cómodo. (History of the Decline and Fall of the Roman Empire, 1776, vol. 1, Cap. iii, parte 2).
Gibbon seguramente se refería a la clase privilegiada en la Roma antigua, y es muy dudoso que la condición de la gran mayoría de la población –los campesinos, los proletarios y los esclavos– haya sido realmente muy próspera y feliz, o de que hayan disfrutado mucho de la vida en esa supuesta época dorada. A lo largo de la mayor parte de la historia humana, las masas anónimas sólo figuran como víctimas de guerras y hambrunas, y como sumisos peones de la clase dominante. Lo que ha quedado son los monumentos –las pirámides y los grandes templos– erigidos para honrar a los mandamases de turno, pero en realidad sabemos muy poco (casi nada) sobre cómo vivían, y mucho menos cómo se sentían, los infortunados esclavos que los construyeron. En la actualidad, ciertos movimientos político-sociales de carácter utópico no tienen realmente una orientación futurista, sino que más bien pretenden re58 | elansia 2
cuperar de alguna forma los valores asociados a una época del pasado remoto, esperando de este modo recuperar también los aspectos positivos que se asocian en el imaginario con esos valores y con ese tiempo pasado. El yihadismo islámico que busca establecer un califato universal basado en la ley sharia es un utopismo de este tipo.
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Otra corriente de literatura utópica se origina en teorías de la historia que prevén progreso incesante y un futuro perfecto como resultado de innovaciones tecnológicas o de fuerzas históricas irresistibles. En esta tradición concurren autores muy diversos, como Condorcet, Hegel, Spencer y Marx (aunque Karl Marx protestaría su inclusión en esta categoría, ya que él mismo caracterizaba como “utópicos”, en sentido despectivo, a todos los socialistas que le precedieron, reservando el apelativo de “científico” para su propia versión de socialismo). La famosa tesis de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia” es una versión moderna de este tipo de proyección: su visión de la democracia liberal como etapa final del desarrollo histórico de la humanidad refleja una ideología muy diferente a la de Marx, pero ambos autores comparten una fuerte influencia hegeliana. Entre los utopistas tecnológicos, el marqués de Condorcet, sin duda, merece un lugar de honor. Al parecer, era un optimista incurable: compuso su Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain (Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, 1794) durante los seis meses que estuvo escondido, luego de haber sido condenado, in absentia, a morir en la guillotina acusado de traición a la Revolución francesa. (Murió en prisión, poco después de su captura y arresto.) Aun estando en esta situación desesperada, su optimismo respecto del futuro humano era indestructible: como resultado del progreso científico y el desarrollo moral de la humanidad, en el futuro desaparecerían los conflictos y las desigualdades de raza y género, asimismo las diferencias entre intereses públicos y privados, y se establecería una lengua universal, los frutos de la tierra se multiplicarían inmensamente y se lograría la conquista de todas las enfermedades. Similares visiones de un futuro utópico fueron publicadas en Inglaterra por un contemporáneo del marqués, William Godwin, quien también proclamó la certeza del progreso y la perfectibilidad ilimitada de la condición humana. En la historia intelectual un fenómeno recurrente es que el planteo de nuevas ideas (o el redescubrimiento o replanteo de ideas o visiones antiguas) casi invariablemente genera, como reacción, un rechazo de las mismas y el desarrollo de tesis contrarias. En el caso de las optimistas visiones de Godwin y Condorcet esta reacción dialéctica provino de la pluma del economista inglés Thomas Malthus, quien desarrolló sus teorías acerca de las consecuencias nefastas de la sobrepoblación precisamente como una crítica de estas ideas que tanto habían fascinado a su padre, Daniel Matlhus. Malthus criticó con particular intensidad la noción, planteada tanto por Godwin como por Condorcet, de que en el futuro la duración de la vida humana Mansillianos | 59
se prolongaría indefinidamente. A este respecto, Malthus, devoto cristiano, observó con mucha perspicacia que la inmortalidad es el anhelo de personas que quieren rechazar a Dios, pero sin renunciar a la vida eterna: No puedo abandonar este tema sin hacer notar que estas conjeturas de los señores Godwin y Condorcet respecto a la prolongación indefinida de la vida humana, son, en realidad, un curioso ejemplo del vehemente deseo de inmortalidad que siente el alma. Ambos señores han rechazado la luz de la revelación, que promete, de manera absoluta, la vida eterna en otro estado. Han rechazado también la luz de la religión natural, que ha descubierto la futura existencia del alma a las inteligencias más preclaras de todos los tiempos. Sin embargo, la idea de la inmortalidad es tan atractiva para la mente humana que no pueden avenirse a arrojarla de sus sistemas. (Ensayo sobre el principio de la población, 1798, Cap. 12).
A 200 años de estas polémicas, podríamos decir que la evidencia favorece a Malthus, en el sentido de que aún no sabemos cómo postergar la muerte indefinidamente, aunque también hay que admitir que Malthus subestimó las posibilidades prácticas de prolongar la longevidad humana: la enorme extensión en la esperanza de vida promedio que se ha dado en los últimos dos siglos (incluso en los países más pobres del mundo) hubiera sido considerada como una genuina utopía por Malthus y sus contemporáneos. En el caso de Godwin, otra vertiente de crítica al utopismo tecnológico proviene del aporte de su hija, Mary, casada con el famoso poeta Shelley. Mary Shelley fue la autora de Frankenstein (1818), la novela que simboliza la idea de que el progreso tecnológico es en realidad un arma de doble filo que acarrea beneficios, pero también consecuencias imprevisibles, y que el hombre, al rebelarse contra las restricciones impuestas por la naturaleza, bien podría perder el control de su propia creación y ser castigado por ella. El utopismo tecnológico contemporáneo cifra sus esperanzas mayormente en la tecnología informática, y concretamente en las posibilidades de la llamada inteligencia artificial. Su profeta más destacado es Ray Kurzweil, el conocido futurista y gurú tecnológico, quien pronostica una fecha específica (el año 2045) para el inicio de una nueva era en la historia humana. Para este moderno Condorcet, ese sería el momento en que ocurrirá lo que él y sus seguidores denominan “la Singularidad”: la invención de una máquina super-inteligente, capaz de reproducirse y de mejorarse, generando una incontrolable reacción en cadena de ciclos de mejoramiento exponencial y causando de este modo una explosión de inteligencia que dejará muy atrás a los seres humanos. Kurzweil y sus seguidores contemplan esta posibilidad como algo muy positivo, aunque para muchos comentaristas no ha pasado inadvertido que la famosa “singularidad” –con máquinas capaces de rediseñarse y auto-mejorarse recursivamente, escapando así al control humano– bien podría convertirse en un 60 | elansia 2
momento Frankenstein. (El propio Kurzweil reconoce que es imposible predecir cómo será la vida humana después de la Singularidad.) No es una inquietud nueva. El término “singularidad”, al parecer, ya había sido empleado a mediados del siglo pasado, y en este mismo contexto, por el gran matemático John von Neumann3. Poco después, otro matemático, el británico I. J. Good, especuló sobre la posibilidad de una “explosión de inteligencia”: Definamos una máquina ultra-inteligente como una máquina que sobrepasa todas las actividades intelectuales de cualquier hombre, por más inteligente que éste sea. Puesto que el diseño de máquinas es una de estas actividades intelectuales, una máquina ultra-inteligente podría diseñar máquinas aún mejores; habría incuestionablemente una ‘explosión de inteligencia’, y la inteligencia humana se quedaría muy atrás. Por tanto, la primera máquina ultra-inteligente es la última invención que tendría que hacer el ser humano, siempre y cuando la máquina sea lo suficientemente dócil como para decirnos cómo mantenerla bajo control4.
Dado que la “docilidad” de estas máquinas no es algo que pueda garantizarse ex ante, no hace falta ser un “luddita” anti-técnico para sentir por lo menos cierto grado de recelo ante la posibilidad de un mundo “post-humano” en un futuro no tan lejano. Ya hay personas muy prominentes en el ámbito científico y tecnológico que han expresado preocupación ante la incertidumbre y los posibles peligros que se avecinan (entre ellos se destacan Elon Musk, Stephen Hawking y Bill Gates, para citar sólo a tres individuos muy conocidos). A este respecto (pero en otro contexto), Friedrich Engels una vez comentó lo siguiente: “La gente que alardeaba de haber hecho una revolución se veía siempre, al día siguiente, que no tenían idea de lo que estaban haciendo, que la revolución hecha no se parecía en lo más mínimo a la que les hubiera gustado hacer”. (Carta a Vera Zasulich, 23 de abril, 1885). Esta observación no sólo es válida para el caso de las revoluciones políticas –también se aplica a las revoluciones tecnológicas–. Que “las ideas tienen consecuencias” es una frase que no se cansan de repetir los ideólogos de toda 3 “Una [de nuestras] conversaciones se centró en el cada vez más rápido progreso tecnológico y los cambios en el modo de la vida humana, lo que da lugar a pensar que se acerca alguna singularidad esencial en la historia de la raza [humana], más allá del cual los asuntos humanos, tal como los conocemos, no podrían continuar” (Stanislaw Ulam, “John von Neumann, 1903-1957”, Bulletin of the American Mathematical Society, vol. 64, 1958). 4 «Speculations Concerning the First Ultra-intelligent Machine», Advances in Computers, vol. 6, 1965. Quizá no sea irrelevante mencionar que Good fue contratado como consultor por el director de cine Stanley Kubrick durante la filmación de su famosa película 2001: Odisea del espacio. Sabemos cómo termina esa historia de interacción entre humanos y máquinas inteligentes. Mansillianos | 61
estirpe, y sin duda es cierto, pero no siempre son las consecuencias que deseamos o anticipamos. La utopía se puede convertir en distopía.
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En el siglo XX se acuñó el término distopía para describir, por oposición a las utopías, sociedades igualmente ficticias o imaginarias, pero con características negativas o indeseables. Si la utopía es el sueño de un mundo mejor, la distopía es una visión del futuro como pesadilla: lo que los autores de estas ficciones proyectan son situaciones horribles y repelentes, pero que podrían concebiblemente materializarse como resultado de alguna catástrofe cósmica, o como efecto acumulado de tendencias que ya se observan en el mundo actual. En el primer caso, se plantean escenarios “post-apocalípticos” que comienzan con el colapso de la civilización. El agente destructivo podría ser un holocausto nuclear o alguna gran catástrofe natural, como ser el cambio climático o la propagación de una epidemia incontrolable. Los detalles del cataclismo son sólo incidentales y el tema central es la desintegración de las instituciones sociales y de los mecanismos de control social, y el surgimiento de nuevos liderazgos, una nueva cultura y un nuevo sistema social. Un clásico ejemplo de este género es la novela A Canticle for Leibowitz (1959), de Walter M. Miller. (Un mundo post-apocalíptico es también una premisa favorita en muchas películas de Hollywood, aunque en este caso el escenario y las condiciones que lo originan usualmente sólo son un pretexto para realizar un gran despliegue de efectos especiales, con muchas secuencias de explosiones y fantásticas persecuciones. Ejemplos notables de este género son la serie de películas de Mad Max y sus numerosos imitadores.) El segundo tipo de ficción distópica consiste de extrapolaciones de tendencias que ya se observan en el mundo contemporáneo, y el objeto es de servir como advertencia sobre las posibles consecuencias si estas tendencias no se llegan a controlar. El crecimiento acelerado de la población es un tema recurrente en la literatura distópica del siglo xx. El agotamiento de ciertos recursos naturales es otro temor que también se expresa de este modo. En Le camp des saints (El campamento de los santos, 1973), de Jean Raspail, la preocupación por el tema demográfico se plantea en términos de masivas migraciones del Tercer Mundo hacia Europa, lo que conlleva el inevitable choque de culturas y la destrucción de la cultura occidental. (El título de la novela es una referencia al “campamento de los santos” que se menciona en Apocalipsis 20:9.) Aunque expresa sentimientos racistas y contiene muchos elementos que ahora se consideran “políticamente incorrectos”, esta novela no deja de ser una notable anticipación de un fenómeno que hoy en día, cuatro décadas después (y con perdón del cliché), constituye una crisis social de “palpitante actualidad”.
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Dos novelas distópicas ocupan un lugar destacado en la literatura del siglo xx, tanto por su valor literario como por la repercusión social que tuvieron. Brave 62 | elansia 2
New World (Un mundo feliz), de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell, describen sociedades donde el Estado controla férreamente todos los aspectos de la vida cotidiana y donde la tecnología se usa, no para bien del ciudadano, sino como instrumento de control. En la novela de Huxley, el Estado controla a los ciudadanos a través del suministro de una droga (soma) que los vuelve sumisos y dependientes. (La traducción al español del título, si bien no es literal, es, no obstante, muy correcta y apropiada: los habitantes de este mundo son felices, pero es una felicidad artificial, deshumanizada y carente de amor o de aprecio por los demás.) En 1984, el mundo es dominado por el Gran Hermano, un líder todopoderoso que dirige un gobierno mucho más despótico y maligno. Aquí también el Estado controla a sus ciudadanos por medio de la tecnología (en este caso, unas omnipresentes televisiones que trasmiten en ambas direcciones). Huxley comentó una vez sobre las diferencias entre Brave New World y 1984 en una carta personal: La filosofía de la minoría gobernante en 1984 es un sadismo que ha sido llevado a su lógica conclusión… Pero [me] parece dudoso que la política de la bota-en-lacara pueda continuar indefinidamente. Mi propia convicción es que la oligarquía gobernante encontrará formas menos arduas y más eficientes de gobernar y satisfacer su ansia de poder, y estas formas se parecerán a las que yo describí en Brave New World… En el curso de una generación creo que los gobernantes del mundo descubrirán que el condicionamiento infantil y la narco- hipnosis son más eficientes, como instrumentos de gobierno, que los garrotes y las prisiones, y que el deseo de poder puede ser completamente satisfecho por medio de la sugestión, logrando que la gente ame su servidumbre y obedezca sin necesidad de azotes y puntapiés. En otras palabras, pienso que la pesadilla de 1984 está destinada a convertirse en la pesadilla de un mundo que se parece más al que yo imaginé en Brave New World. (Carta a George Orwell, 21 de octubre, 1949).5
No sabemos cómo hubiera respondido Orwell a este comentario, porque murió tres meses después de la fecha de esta carta, pero sí sabemos que algunos años antes había expresado sus propias reservas sobre la novela de Huxley, en una reseña publicada en 1940: En la novela Brave New World, de Aldous Huxley,… el principio hedonista es llevado a su extremo, todo el mundo se ha convertido en un hotel de la Riviera. Pero aunque Brave New World fue una brillante caricatura del presente [el presente de 1930], probablemente no arroja luz sobre 5 A los aficionados a las anécdotas literarias, sin duda, les interesará saber que Aldous Huxley fue maestro de francés de Orwell, cuando éste fue alumno del colegio Eton (y aún se llamaba Eric Blair). Mansillianos | 63
el futuro. Ninguna sociedad de ese tipo duraría más de un par de generaciones, porque una clase gobernante que pensara principalmente en términos de ‘pasar un buen rato’ pronto perdería su vitalidad. Una clase gobernante debe tener una moralidad estricta, una cuasi-religiosa creencia en sí misma, una mística (“Prophecies of Fascism”, en The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, vol. 2).
Ambos autores pensaban que sus predicciones distópicas eran inminentes, y en este sentido ambos se equivocaron, aunque posiblemente Huxley haya errado más que Orwell. A más de seis décadas de su comentario epistolar, no hay ninguna señal de que nos estemos acercando siquiera a un despotismo benevolente como el Brave New World. Por otro lado, aunque hoy en día tampoco hay tiranías tan absolutas como la del Gran Hermano, en el siglo xx sí hubo muchos casos de regímenes totalitarios sumamente crueles, y sigue habiendo muchos regímenes que exhiben algunas de las características descritas en 1984. Es más, aunque el mundo no parece estarse moviendo en la dirección prevista por Huxley, sí hay señas preocupantes de que los gobiernos contemporáneos se están volviendo cada vez más “orwellianos”.
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Ningún escritor narrativo del siglo xx contribuyó tanto como George Orwell al lenguaje político, empezando por el uso de su propio nombre: “orwelliano” es ahora un término usado (y comprendido) incluso por personas que nunca han leído a Orwell. En el lenguaje moderno es un adjetivo que denota una política de control draconiano por parte de gobiernos represivos, mediante el uso de vigilancia, propaganda, manipulación del pasado, negación de la verdad y desinformación. El personaje central de 1984 es un funcionario de baja jerarquía en el Ministerio de la Verdad. Su trabajo consiste en alterar los documentos históricos a fin de que estos coincidan en todo momento con la versión más reciente de la “verdad” oficial, la cual se define siempre en función de las necesidades del Estado y de acuerdo a los dictados infalibles del Partido. En el Ministerio de la Verdad también se alteran fotografías y los archivos públicos se reescriben para borrar referencias a personas que el Partido ha decidido eliminar de la historia. La “verdad” en este mundo es un concepto maleable, y cuando cambia la verdad oficial –lo que sucede con mucha frecuencia– los ciudadanos están mentalmente entrenados para cambiar de inmediato sus convicciones y creencias, sin cuestionar nunca los pronunciamientos oficiales, ya que en este mundo la noción de una verdad objetiva es un concepto incomprensible. La permanente transformación del pasado hace que la mentira se vuelva absolutamente necesaria, y la “realidad” no es lo que realmente sucede, sino lo que el Partido dice que sucede. Aunque el mundo de 1984 es ficticio, esta descripción de un gobierno basado en la mentira institucionalizada es simplemente una versión, muy exagerada, de tendencias reales que Orwell había observado y explicado por escrito desde 64 | elansia 2
mucho antes. En su novela, Orwell extrapoló estas tendencias hasta llegar a sus lógicas consecuencias, y el resultado es el mundo descrito en 1984, un mundo en el que la clase gobernante controla no sólo el presente, sino también el pasado. Hacia el final de su vida, la relación entre lenguaje y política llegó a ser una preocupación central para Orwell. Según él, las tendencias políticas de su tiempo estaban teniendo una influencia negativa sobre el lenguaje, especialmente sobre el lenguaje escrito, lo cual a su vez empobrecía la calidad de la discusión pública, reforzando la tendencia hacia el totalitarismo político. Estas ideas las articuló en un ensayo titulado “Politics and the English Language” (1946), donde argumentó que el lenguaje político tiene un efecto corruptor sobre el lenguaje cotidiano, ya que el discurso político incorpora la hipocresía y el cinismo casi por definición: el lenguaje político tiene como propósito “hacer que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y darle aspecto de solidez a lo que sólo es viento”. Puesto que la intención no es expresar la verdad sino ocultarla, el lenguaje utilizado es necesariamente vago y carente de contenido específico. La falta de sinceridad se auto-perpetúa y la claridad del lenguaje va declinando a medida que quienes escriben políticamente se acostumbran a ocultar sus intenciones detrás de eufemismos y frases rebuscadas. Esta verborrea, con abundancia de neologismos, abreviaciones y acrónimos, es una característica del lenguaje burocrático, pero también del lenguaje político-partidario, ya que la política partidaria requiere el apego a ciertas ortodoxias y “la ortodoxia, sea del color que sea, parece exigir un estilo inerte, puramente imitativo”. El problema es que este lenguaje es contagioso, y según Orwell ya había “infectado” incluso a quienes no tienen intenciones de mentir o de ocultar la verdad. La decadencia del lenguaje político ya había afectado el lenguaje cotidiano, y ahora es más fácil, argumentaba Orwell, pensar en mal inglés (y en mal castellano también, podemos agregar) porque el lenguaje ha decaído, y la decadencia del lenguaje hace que sea más fácil tener pensamientos “tontos”, lo que retro-alimenta el proceso: “Un hombre puede darse a la bebida porque se considera un fracasado, y entonces fracasar aún más porque se dio a la bebida. Algo semejante ocurre con la lengua inglesa. Se vuelve fea e inexacta porque nuestros pensamientos rayan en la estupidez, pero el desaliño de nuestro lenguaje nos facilita tener pensamientos estúpidos”. Para Orwell, la manipulación lingüística causa confusión mental y empobrece el debate político. En 1984 estas preocupaciones toman un giro de pesadilla. A fin de afianzar su control sobre la población, los dirigentes del Partido deciden crear la “neolengua” (Newspeak), un idioma deliberadamente diseñado para impedir cualquier forma de pensamiento independiente. El apéndice sobre «Los principios de neolengua» explica la teoría que fundamenta las prácticas descritas por Orwell en la parte narrativa de la novela. La intención de los diseñadores de la nueva lengua no sólo es proporcionar un medio para expresar la correcta forma de pensar sino también (y más que todo) “imposibilitar otras formas de pensamiento”. Para lo Mansillianos | 65
grar esto, había que introducir nuevas palabras, y desligar de las palabras viejas cualquier significado que no fuera el deseado por el Partido6. La eliminación de palabras era también parte importante de este proyecto: “Aparte de la supresión de palabras definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario se consideraba como un objetivo deseable por sí mismo, y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La finalidad de la neolengua no era aumentar sino disminuir el ámbito del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Con el tiempo, la expresión de opiniones heterodoxas sería imposible. Tales expresiones serían gramaticalmente correctas, pero carecerían de sentido, y no podrían ser explicadas por medio de un argumento racional, ya que los promotores de tales opiniones no dispondrían de las palabras necesarias. Una vez desaparecida la vieja lengua, quedaría disuelto el último tenue vínculo con el pasado.
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La pesadilla orwelliana de un mundo entero sometido al totalitarismo nunca se llegó a materializar, aunque la paranoia anti-totalitaria que exhibe Orwell en su novela no era nada irrazonable en la época que le tocó vivir. En ese tiempo, la amenaza totalitaria era algo muy real, y se proponía seriamente el totalitarismo como una “solución” para los males que aquejaban a las democracias liberales. Sólo hay que recordar la famosa frase de Benito Mussolini: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Nosotros sabemos que estos regímenes no perduraron, pero Orwell sólo conoció la primera mitad del siglo xx. O sea, lo que conoció en su corta vida (murió a los 46 años de edad) fueron dos guerras mundiales con una gran depresión mundial intercalada. Nada extraño entonces que su cosmovisión haya sido de un pesimismo extremo. Aunque los totalitarismos reales del siglo xx nunca llegaron a ser tan “totales” como el de 1984, sí fueron muy crueles mientras duraron, y exhibieron muchas de las características que Orwell pintó en su novela. (De hecho, en los países comunistas era muy común que los súbditos de esas tiranías expresaran asombro ante la notable intuición psicológica de Orwell sobre la vida cotidiana en esos países.) El Gran Hermano también tuvo muchos “hermanos menores”, y aún persisten gobiernos totalitarios con características orwellianas7. La gran mayoría 6 La idea de que el desorden lingüístico conduce al desorden social es una noción muy antigua que se remonta por lo menos hasta la época de Confucio. Este pensador chino y sus discípulos insistían en que el remedio para los desórdenes de su tiempo debía encontrarse en la “rectificación de las palabras”, y para garantizar el buen gobierno, cada cosa debía identificarse por su verdadero nombre. El uso incorrecto de las palabras, en cambio, era un pecado semántico con graves consecuencias sociales. 7 El caso más notorio es el de Corea del Norte, donde la dinastía Kim ha establecido una monarquía hereditaria parapetada con la fachada de una ideología marxista muy ortodoxa, con un omnipresente culto a la personalidad del líder y un férreo y absoluto control de la
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de los gobiernos totalitarios son o han sido tiranías de izquierda, y los ideólogos de derecha tienden a suponer que sólo los izquierdistas son culpables de este tipo de fechorías. Pero la verdad es que el mensaje de Orwell es meta-ideológico, y sus percepciones sobre la naturaleza del poder político se aplican a cualquier tipo de gobierno, independientemente de su orientación política. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, Estados Unidos se oponía a los totalitarismos de izquierda, proyectándose como la potencia líder del llamado “mundo libre”, el cual presumiblemente incluía a países sometidos a gobiernos tiránicos como el de Nicaragua bajo los Somoza (padre e hijo) y la República Dominicana bajo Rafael Trujillo. Sólo una aplicación del “doble-pensar” orwelliano permitía calificar a estos infortunados pueblos como “países libres”, pero sus gobernantes eran firmes aliados de Estados Unidos, y por esto mismo recibían el apoyo del gobierno estadounidense. En el caso de Anastasio Somoza (padre), el doble-discurso de la política estadounidense se reflejaba en una famosa expresión atribuida a un presidente de Estados Unidos: “Sabemos que es un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra”8. Todos los gobiernos practican la realpolitik, y al hacer estas comparaciones no estamos insinuando que en la Guerra Fría los gobiernos de la Unión Soviética y de Estados Unidos eran de alguna manera moralmente equivalentes. Pero tampoco hay que suponer que las tácticas orwellianas dejan de ser criticables sólo porque las emplea un gobierno con la ideología “correcta”. Aunque nadie podría afirmar seriamente que Estados Unidos tiene actualmente un gobierno totalitario –o incluso que podría llegar a tenerlo en un futuro cercano– existen señales muy claras de que el gobierno estadounidense se ha estado volviendo más y más “orwelliano” en años recientes. Esto se notó especialmente durante el gobierno de George W. Bush y en la serie de medidas adopinformación y los medios de comunicación. Los tiranos tradicionales (i.e., no-totalitarios) muchas veces tratan de pasar el poder de padres a hijos, pero estos intentos por lo general no son muy exitosos y rara vez duran más de dos generaciones. La dinastía Kim ya va por su tercera generación. Por otro lado, aunque el régimen norcoreano es un fastidio permanente para sus vecinos, su sistema político definitivamente no es exportable, y es poco probable que presenciemos una expansión del mismo más allá de sus fronteras. 8 El caso de Trujillo es interesante porque es uno de los pocos casos históricos de un gobierno no-izquierdista con características totalitarias. Las típicas dictaduras latinoamericanas restringieron las libertades políticas, y en muchos casos cometieron atrocidades, pero generalmente los alcances de sus intromisiones en la vida societaria no sobrepasaban el ámbito de lo estrictamente político, y tampoco existía en estos regímenes un generalizado culto a la personalidad del jefe de Estado. En el caso de Trujillo, en cambio, el culto a la personalidad del “Benefactor de la Patria” rayaba en lo absurdo, llegando al extremo de rebautizar la capital, Santo Domingo, con el nombre de “Ciudad Trujillo”. La megalomanía del Gran Líder alcanzaba grados patológicos, al igual que el servilismo de la élite que lo rodeaba, y el partido trujillista tenía influencia sobre todo aspecto de la vida cotidiana. Trujillo era un Gran Hermano “tropicalizado”, y el grado de control que tenía en su país era en todo sentido comparable al de Fidel Castro en Cuba. Mansillianos | 67
tadas como respuesta a los ataques terroristas del 9/11. La manera como se usó la desinformación para justificar la invasión de Iraq parece salida del Ministerio de la Verdad, y el lenguaje oficial utilizado durante el manejo de la ocupación militar de ese país tenía muchas de las características de la “neolengua” orwelliana (“Ocupación = Liberación”). El gobierno estadounidense llegó a legalizar la tortura como política oficial bajo el eufemismo cuasi-orwelliano de “técnicas de interrogación robustas” (enhanced interrogation techniques). Estas acciones se justificaron apelando a consideraciones de seguridad nacional, pero muchos analistas y observadores piensan que todo esto tuvo un efecto muy negativo sobre el sistema político estadounidense. El carácter orwelliano de la administración Bush se revela de cuerpo entero en el siguiente comentario del periodista Ron Suskind, quien relató una entrevista que sostuvo con un importante asesor de Bush: El asesor me dijo que las gentes como yo ‘viven en lo que nosotros llamamos el mundo de la realidad’, que somos personas que ‘todavía creen que las soluciones emergen del estudio cuidadoso de la realidad discernible’ […]. ‘El mundo ya no funciona así’, continuó diciendo. ‘Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras ustedes estudian esa realidad […] nosotros actuaremos de nuevo, creando otras, nuevas realidades, que ustedes podrán estudiar también, y así es como serán las cosas. Nosotros somos los actores de la historia […] y ustedes, todos ustedes, se quedarán estudiando lo que nosotros hacemos’ […]. (“Without a Doubt: Faith, Certainty and the Presidency of George W. Bush”, The New York Times Magazine, 17 de octubre, 2004).
(Después se reveló que el asesor aludido era nada menos que Karl Rove, el gran artífice de las victorias electorales de George Bush, y maestro de la técnica de relaciones públicas conocida como spin control). Por último, y por si todo esto no fuera suficientemente preocupante, Edward Snowden, excontratista de los servicios de inteligencia estadounidenses (y ahora refugiado en Rusia), reveló al mundo la existencia de un inmenso programa de espionaje y vigilancia electrónica de proporciones tan vastas que supera cualquier cosa que Orwell hubiera podido imaginar.
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La distopía maligna que pintó Orwell en su novela es una ficción, pero muchas de las tendencias que le preocupaban son, no obstante, muy reales. El mundo se está volviendo cada vez más “orwelliano” y los mecanismos de control y vigilancia que describió en 1984 ahora forman parte de nuestro diario acontecer. Hoy en día la expresión “el Gran Hermano te vigila” ya no es una mera metáfora literaria sino una realidad palpable. La verdadera sorpresa es que el Gran Hermano resultó ser el Tío Sam. D
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El pueblo inculto como riesgo para la democracia 1
Enrique Fernández García2
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Mas toda la multitud dio voces a una, diciendo: ¡Fuera con éste, y suéltanos a Barrabás!”. Lc 23:18
onforme a Servando Teresa de Mier, en las repúblicas hispanoamericanas que surgieron hace casi dos centurias, el concepto de voluntad general era metafísicamente valedero, pero inaplicable debido al nivel cultural de sus habitantes. Esta tesis es sostenida por grandiosos pensadores latinoamericanos del siglo xix; las críticas a un pueblo que no está listo para ejercer los roles encargados por la democracia representativa son, pues, frecuentes3. En efecto, el tutelaje de los novísimos ciudadanos se juzgaba razonable porque la plebe nunca había garantizado ningún orden. Con todo, estos cuestionamientos no tienen originalidad, ya que recuerdan meditaciones vinculadas al despotismo ilustrado, cavilaciones que buscaban darle sustento a una monarquía preocupada por el adecentamiento del pópulo, pero renuente a otorgarle facultades decisorias en la vida política. El desprecio por las nociones del común de la gente se halla en diversos autores. Mencionaré dos casos para no alejarme mucho del tema central. Roger Bacon, prominente filósofo inglés, dice: “Son cuatro los obstáculos para el conocimiento de la verdad: la frágil e indigna autoridad, la costumbre, la opinión del pueblo indocto y la propia ignorancia disimulada por una sabiduría ficticia”4. Caminando por el mismo sendero, Bernard Mandeville declara sin sutilezas: “Yo no escribo para la multitud; me dirijo al pequeño número de personas elegidas que saben reflexionar y elevarse por encima de la vulgaridad”5. Como varios escritores y filósofos, ambos razonadores suponen que la mayoría de los hom1 Originalmente publicado en: Escritos anti-morales. Reflexiones de un opositor liberal. Santa Cruz de la Sierra: El País, 2009, pp. 27-31. 2 Escritor, filósofo y abogado boliviano. Columnista de prensa y coautor de Ensayos sobre libertad, publicado por el Instituto de Ciencia, Economía, Educación y Salud (icees), Santa Cruz de la Sierra, 2015. 3 Cfr. Gustavo Escobar Valenzuela, La ilustración en la filosofía latinoamericana. México D.F.: Trillas, 1990 [1980], pp. 48-53. 4 Cita espigada por Guillermo Francovich en Los ídolos de Bacon, La Paz: Juventud, 1974 [1938], pp. 11-12. 5 Gustavo Escobar Valenzuela, op.cit., p. 57. Mansillianos | 69
bres objetan cualquier ejercicio intelectual, porque reputan superfluo incurrir en recogimientos gratuitos, esto es, actividades inadecuadas para la obtención de satisfacciones dinerarias. Siendo pocos los mortales que aspiran a reforzar sus conocimientos, guerrear contra las personas majaderas e iluminar la sociedad donde moran, su ideario no debería ser arrinconado jamás en aras de privilegiar dictámenes populares pero vanos y, a menudo, contraproducentes. Tendría que ser así; no obstante, nuestra realidad gusta del absurdo. Cuando una población está compuesta por sujetos que no han accedido a la reflexión crítica autónoma, lo porvenir adviene junto con los peores gobernantes. Son riesgos de una forma gubernamental que no admite grandes distinciones al reconocer derechos políticos: cumpliendo cierta edad, todos pueden elegir a sus autoridades nacionales, departamentales o municipales. El problema no sería tan turbador si los candidatos elaboraran planes de acuerdo con lineamientos enseñados por la razón, asumieran que todo cargo público exige una preparación seria y no sólo ansias pecuniarias. Desgraciadamente, quienes participan en la disputa electoral suelen tener otras características: demagogia, rustiquez mental, corruptibilidad e inagotable concupiscencia. Ello significa que, salvo casos extraordinarios, las sociedades preponderantemente incultas eligen a sus dirigentes sin analizar los aciertos del programa ofrecido ni la verosimilitud de las promesas electorales6. Como cuantiosos votantes actúan según dictados emocionales, no sorprende que José Wolfango Montes Vanucci haya escrito: “En nuestro país, para brillar, no se precisaba inteligencia sino garganta”7. “Lamentablemente, las cualidades requeridas para conquistar el Poder y conservarlo no tienen, en general, ninguna relación con las cualidades necesarias para ejercer ese Poder con competencia e imparcialidad”8. Estas palabras de Jean-François Revel permiten mostrar otra faceta del asunto tratado. Acontece que, si bien la elección del candidato menos lúcido es perjudicial, las gestiones desarrolladas por éste hacen peligrar instituciones, reglas y convenciones vitales para cualquier Estado moderno. Lo llamativo es que se puede estar delante de un Gobierno elegido democráticamente, mas también decidido a terminar con esa obra humana. A fin de consumar este despropósito, considerando el actual 6 Al respecto, conviene rememorar a Herman Fernández: “Sabiendo que la masa de votantes se decidirá por el candidato cuyas proclamas se identifiquen más con ella; sabiendo que la identidad o determinación de la masa es escasa y manejada con más facilidad por los grupos de poder; y sabiendo, por último, que sus intereses expresados no coinciden muchas veces con sus intereses auténticos, superiores y duraderos; sabiendo todo ello, una pregunta surge con fuerza irresistible: el representante ¿debe ser elegido por apoyo mayoritario? O ¿deben los representantes, por el contrario, ser identificados de entre los más capaces, virtuosos y entregados, por mecanismos no utilizados todavía?” (Libertad puesta a prueba; Santa Cruz: Edición Municipal, 1990, p. 165). 7 Wolfango Montes Vanucci, ¡Bolivia, adiós! Santa Cruz: La Hoguera, 2006, p. 255. 8 Jean-François Revel, Ni Marx ni Jesús. De la segunda revolución norteamericana a la segunda revolución mundial. Buenos Aires: Emecé, 1971 [1970], p. 58.
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panorama vulgar, le sobrarían ayudantes, exclusivistas que no aprecian las ventajas de vivir en donde los derechos fundamentales pueden más que un caudillo iletrado; dicho de otro modo, al tirano se le ofrecerían hombres resueltos a transformarse en instrumentos del aniquilamiento republicano. No exagero, pues “el totalitarismo considera a las masas no como seres humanos autónomos, que deciden racionalmente su propio destino y a quienes hay que dirigirse, por tanto, como sujetos racionales, sino como simples objetos de medidas administrativas, a quienes hay que enseñar, por encima de todo, a ser humildes y obedecer órdenes”9. Habiendo elegido a un político que no cespita si le toca generar hambrunas y mayor cesantía para soterrar a los oposicionistas, la porción cultivada del electorado debe recordar aquello que Domingo Faustino Sarmiento dijo a Valentín Alsina cuando experimentaban los efectos de un infortunio similar: “Tenemos lo que Dios concede a los que sufren: años por delante y esperanza”10. Tal vez la calamidad dure un lustro; lo axiomático es que no conseguirá subyugar a todos los ciudadanos. Por suerte, hay individuos que, abandonando el sosiego del lugar común, revelaron temerariamente las pretensiones de un oficialismo tóxico. La horda puede seguir apologizando a su adalid; el deseo por tener una sociedad libre permanecerá íntegro hasta derrotarlos en las arenas que correspondan. Procurando un remate antológico, cedo a la tentación de invocar al enorme Alcides Arguedas Díaz, quien escribió mientras discurría sobre Bautista Saavedra Mallea: “Como todo estudioso desinteresado y sincero, conocía las deficiencias de la turba, sus taras, sus vicios y la despreciaba profundamente, sosteniendo que las democracias semianalfabetas encumbraban fatalmente a los mediocres y que la popularidad en ellas era un signo evidente de vileza y de inferioridad”11. Que los mentecatos continúen buscando el regazo del tropel; yo, rechazador de adulaciones sindicales, me quedo pensando en la quimérica ciudadanía ilustrada. D
9 Theodor Wiesengrund Adorno, Ensayos sobre la propaganda fascista. Psicoanálisis del antisemitismo. Buenos Aires: Paradiso, 2005, p. 11. 10 Carta-prólogo a la segunda edición de Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas. Buenos Aires: Planeta (edición especial para La Nación), 1999 [1845], p. 320. 11 Alcides Arguedas, La danza de las sombras (tomo II). La Paz: Juventud, 1982 [1934], p.157. Mansillianos | 71
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H.C.F. Mansilla propone aquí tres textos de su autoría. El que abre esta sección se aproxima a la literatura de Borges desde un ángulo inusual, deteniéndose en su filosofía “laudatoria de lo contingente”. Los otros dos son autobiográficos, aunque uno se acerque más al relato y otro al ensayo. Así, en el primer caso, Mansilla propone una anécdota en apariencia inofensiva: la visita a un anciano profesor (que con los años bien podría ser él mismo), para leer a través de ese prisma la condición humana. En el segundo, extrapola su experiencia personal para analizar la condición del mundo. La conclusión de ambos textos es pesimista y los dos emanan desencanto.
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La filosofía de Jorge Luis Borges y su celebración por los postmodernistas Publicado en: Revista de Occidente (Madrid), No. 301, Junio de 2006, pp.23-32.
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a fama le llegó relativamente tarde: recién a raíz de una amplia difusión de sus obras en Europa y Norteamérica a partir de aproximadamente 1965/1970 y de la recepción académica que le ha sido extraordinariamente favorable, Jorge Luis Borges disfrutó de un reconocimiento que podemos llamar mundial. A Borges no le faltaron las críticas convencionales de la izquierda, que lo acusaron de un esteticismo vacío, de exaltar a la oligarquía liberal y hasta de tomar partido por la reacción derechista. Se le atribuyó además una “voluntad servil de imitación” con respecto a las literaturas europeas: su obra sería la reproducción de las “formas ornamentales de las sociedades hegemónicas”, pero como “copia degradada y en tono menor”. Su literatura tendría por objetivo “legitimar su dependencia de los centros metropolitanos” y, al mismo tiempo, “consolidar su posición señorial represiva con respecto a la sociedad local”1. Estas necedades e imprecisiones eran lamentablemente
1 Alejandro Losada, La literatura en la sociedad de América Latina, Munich: Fink 1987, p. 52, 102.
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abundantes y marcaban el tenor de la crítica izquierdista a los libros de Borges. No está demás señalar que algunos de sus censores marxistas se convirtieron, con el paso de los años, en sus más fervientes admiradores postmodernistas. Y esto no es casual. El vuelo de la fama de Borges –según la clásica metáfora de Virgilio la fama es un pájaro de aspecto monstruoso– ha tomado en las últimas décadas algunas características curiosas que suscitan esta breve reflexión. Un ensayo olvidado de Enrique Anderson Imbert señaló tempranamente las causas del éxito de Borges, que tienen que ver con su celebración actual por los postmodernistas. Después de analizar las opiniones del propio escritor sobre el éxito y la democracia, fenómenos con los que Borges mantuvo una irónica distancia, Anderson Imbert reconoció la singularidad del talento individual, la defensa del liberalismo espiritual y la energía estética de extraordinaria intensidad que pertenecieron y adornaron a Borges2. 2 Enrique Anderson Imbert, “El éxito de Borges”, en: Cuadernos Americanos (México), vol.
En efecto: el talento literario de Borges está fuera de toda duda: el castellano más bello escrito jamás. Esa combinación ática de elegancia y concisión representa una de las cumbres más altas de la creación estética. Como afirmó Octavio Paz, Borges ofreció dádivas sacrificiales a dos deidades normalmente contrapuestas: la sencillez y lo extraordinario. En muchos textos Borges logró un maravilloso equilibrio entre ambas: lo natural que nos resulta raro y lo extraño que nos es familiar3. Fritz Rudolf Fries sostuvo que Borges consiguió formar su propia identidad en el espejo de los autores que él interrogaba, mostrándonos lo insólito de lo ya conocido4. Pero: es la concepción borgiana del mundo la que se presta a algunos equívocos: cada uno cree encontrar en Borges lo que busca. Y de modo relativamente fácil. Cuando es “trivial y fortuita la circunstancia de que tú seas el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”5 –como afirmó Borges–, entonces surge xxxv, Nº 5 (= ccviii), septiembre-octubre de 1976, pp. 199-212, aquí p. 205. 3 Según Paz, esta proeza determina el lugar excepcional de Borges en la historia literaria del siglo xx. Cf. Octavio Paz, “El arquero, la flecha y el blanco”, en: Vuelta (México), Nº 117, agosto de 1986. 4 Fritz Rudolf Fries, “Die aufgehobene Zeit oder der Leser als Autor” (“El tiempo preservado o el lector como autor”), en: Borges lesen (Leer a Borges), Frankfurt: Fischer 1991, p. 83. Marguerite Yourcenar lo consideró el gran visionario de su tiempo, el vidente ciego que se repite en numerosas culturas. Yourcenar, “Borges oder der Seher” (“Borges o el vidente”), en: ibid., pp. 107-135. 5 Jorge Luis Borges, [Nota introductoria], en: Borges, Obras completas 1923-1972, Buenos Aires: Emecé 1974, p. 15.
la probabilidad de una arbitrariedad fundamental como rasgo constitutivo del universo. Lo que a primera vista parece ser una amable ocurrencia literaria, burlona y, al mismo tiempo, inofensiva, resulta ser el compendio de una visión pan-identificatoria del mundo, que para nada es inocua. Su núcleo conceptual reza que en el fondo todo es intercambiable con todo. Si esto es así, los esfuerzos teóricos racionales y la praxis socio-política razonable aparecen como fútiles e insubstanciales. En un artículo muy corto y poco conocido (sobre Domingo Faustino Sarmiento), generalmente dejado de lado por las grandes compilaciones de sus escritos, Borges reúne las dos columnas de su asombrosa obra: (a) la penetración, profunda, aguda y hasta divertida del tema tratado, que corresponde a la tradición racional-liberal de Occidente, y (b) su inclinación por una filosofía simplista pan-identificatoria, que pertenece a una veta irracionalista que puede ser rastreada hasta los sofistas presocráticos. La segunda tendencia fue siempre la predominante. Mediante sus poéticas imágenes, Borges aseveró en el texto sobre Sarmiento que el hombre es simultáneamente un pez, “el águila que también es león” y que existe la “sospecha de que cada cosa es las otras y de que no hay un ser que no encierre una íntima y secreta pluralidad”. Esta es la visión pan-identificatoria. Pero en el mismo artículo Borges hizo gala de enunciados claros y unívocos, elogiando la racionalidad a largo plazo del proyecto histórico de Sarmiento y declarando enfáticamente que la dictadura peMansilla : primera persona | 75
ronista “nos ha enseñado que la violencia y la barbarie no son un paraíso perdido, sino un riesgo inmediato”6. En otras breves líneas escritas al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Borges realizó una indudable toma de partido por el racionalismo y la democracia liberal, aseverando además que una victoria alemana “sería la ruina y el envilecimiento del orbe”7. Así es que desde el inicio de su carrera literaria y paralelamente a las ambigüedades hoy tan caras al postmodernismo, se puede detectar en Borges una inclinación a expresiones inequívocas, adscritas al racionalismo occidental y al espíritu de la libertad individual. Es probable que esta tendencia haya sido influida por José Ortega y Gasset8. (En la Revista de Oc6 Jorge Luis Borges, “Sarmiento”, en: La Nación (Buenos Aires) del 12 de febrero de 1961, 3ª sección cultural, p. 1. 7 Jorge Luis Borges, “La guerra. Ensayo de imparcialidad” [1939], en: Borges en Sur 1931-1980, Buenos Aires: Emecé 1999, p. 30. Cf. John King, Towards a Reading of the Argentine Literary Magazine SUR, en: Latin American Research Review, vol. XVI (1981), Nº 2, pp. 68-75; y la versión más amplia: John King, SUR: A Study of the Argentine Literary Journal and Its Role in the Development of a Culture 1931-1979, Cambridge: Cambridge U. P. 1986. 8 Evelyn López Campillo, La “Revista de Occidente” y la formación de minorías 19231936, Madrid: Taurus 1972; Tzvi Medin, Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana, México: FCE 1994, pp. 37-38, 128130; Karina Vásquez, De la modernidad y sus mapas. REVISTA DE OCCIDENTE y la nueva generación en la Argentina de los años veinte, en: Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe (Tel Aviv), vol. 14, Nº 1, enero-junio de 2003, pp. 167-188.
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cidente apareció la primera reseña de un libro de Borges, de tono laudatorio9). Esta corriente está vinculada a las normativas éticas que acompañan a menudo a las epopeyas y a la literatura de aventuras, que Borges conoció desde su más tierna infancia. La idea borgiana del valor personal, el encomio de las virtudes épicas y de las actitudes estoicas, el enaltecimiento del coraje y la lealtad, la pasión por los juegos agonales y el rescate del sentido noble del honor, propio de la aristocracia guerrera10 y ajeno totalmente a las clases mercantiles, constituyen espacios donde Borges no practicó ninguna ambivalencia. En suma: la valentía y la firmeza genuinas no deben ser jamás confundidas con el mero éxito11. Al lado de estos elementos se halla la otra parte constituyente de la 9 Ramón Gómez de la Serna, “Jorge Luis Borges: ‘El fervor de Buenos Aires’”, en: Revista de Occidente (Madrid), vol. IV, Nº 10, abril de 1924, pp. 123-127 10 Cf. sobre todo la espléndida reconstrucción borgiana del concepto de honor, practicado por los guerreros medievales, en su relato de las batallas de Stamford Bridge y Hastings, en: Martín Arias / Martín Hadis (comps.), Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires: Emecé 2000, pp. 116-121; Jorge Luis Borges, “El pudor de la historia”, en: Borges, Otras inquisiciones, Buenos Aires: Emecé 1960, pp. 229-233 11 Estos aspectos resaltan claramente en el rescate que hizo Borges de las sagas anglosajonas, escandinavas e islandesas, lo que permitió una necesaria revalorización de una literatura de gestas heroicas, narradas en un estilo arcaico y casi lacónico, que deja vislumbrar un ámbito de metáforas originales y las glorias posteriores de los idiomas germánicos.
filosofía borgiana. Se trata de un relativismo axiológico y estructural bastante acentuado, que conforma también la base de las doctrinas postmodernistas actuales. Su búsqueda de la identidad combinó los elementos más diversos, desde la fidelidad inquebrantable a los recuerdos hasta una visión del mundo prefigurada por variantes desmesuradas del nominalismo medieval y del primer idealismo. Los objetos en el espacio son únicamente las ilusiones de nuestros sentidos. El ser es sólo percepción. Algunos de sus críticos reprocharon a Borges que las pasiones y los problemas de la humanidad adquirían para él la naturaleza de meros pretextos para ejercicios de estética. Esta es una opinión exorbitante, pero en la obra borgiana se puede detectar evidentemente una devaluación de la historia y de los contextos sociales, pues éstos serían ornamentos que no rozarían el núcleo de una buena narración. Octavio Paz señaló que Borges dejó atrás las palabras rebuscadas y los laberintos sintácticos que tanto lo cautivaron en la juventud, pero que nunca mostró interés por problemas político-morales y enigmas psicológicos. La variedad del comportamiento y de las convicciones humanas, la fuerza organizadora de la historia y la complejidad de las sociedades modernas son asuntos que le preocuparon muy poco12. 12 Cf. el hermoso ensayo de Octavio Paz, op. cit. (nota 3). Paz señaló por ejemplo que Borges no siempre pudo distinguir el heroísmo verdadero de la simple valentía: no es lo mismo un matón de barrio que Aquiles. El primero es un caso entre otros; el segundo, un modelo positivo. Cf. Paz, Ibid.
No hay duda de que precisamente los textos más bellos y de ejecución más esmerada de nuestro autor borran a menudo las diferencias entre razón y locura, entre lo santo y lo profano, entre lo lícito y lo delictivo, entre lo cotidiano y lo festivo, entre sueño y vigilia y, por ende, entre realidad y ficción, pese a que Borges trató estos temas con distancia lúdica e irónica. Una de las formulaciones más hermosas de esta concepción es también la más concisa: “La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tu soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie”13. Uno de los puntos culminantes de su obra, el cuento Los teólogos, hace manifiesta esa ideología pan-identificatoria no sólo mediante un argumento lógico y una estructura impecable, sino también recurriendo a profundas emociones14. Y por ello esta narración es también un conmovedor alegato contra el dogmatismo y el fanatismo. 13 Jorge Luis Borges, “Everything and Nothing”, en: Borges, El hacedor, Buenos Aires: Emecé 1967, p. 64 (cursivas en el original).- Jorge Luis Borges, “El inmortal”, en: Borges, El Aleph, Buenos Aires: Emecé 1957, p. 25: “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto”. Cf. también Jorge Luis Borges, “Historia de los ecos de un nombre”, en: Borges, Otras inquisiciones, op. cit. (nota 10), pp. 223-228. 14 Jorge Luis Borges, “Los teólogos”, en: Borges, El Aleph, op. cit. (nota 13), pp. 35-45. Mansilla : primera persona | 77
Como se sabe, una porción importante de los escritos borgianos está dedicada a dilucidar cuestiones como la relación entre el tiempo y la eternidad15, la dialéctica de unidad y diversidad y el nexo entre lo uno y lo otro. Son dilemas básicos en torno a la identidad, sin solución definitiva y proclives al surgimiento de paradojas y laberintos. Borges se adhirió también a una versión de la ley universal de entropía aplicada a fenómenos socio-culturales. La disipación final de la energía conllevará asimismo la incomunicación y el desorden. A fuerza de intercambios y tratando de alcanzar equilibrios, el universo estará tibio y muerto. “[...] el mundo será un fortuito concurso de átomos”16. Todo esto da pie a algunos teoremas centrales del postmodernismo: la muerte del sujeto, el individuo como ente descentrado, el yo como mera ilusión y la consciencia en cuanto receptáculo casual de sensaciones aleatorias. El mundo sería un conjunto arbitrario de signos semánticos; el debate político representaría exclusivamente la pugna de intereses materiales contingentes17. Borges no sostuvo esta posición de forma explícita, pero su con15 Jorge Luis Borges, “Historia de la eternidad”, en: Borges, Historia de la eternidad, Buenos Aires: Emecé 1968, pp. 11-48. 16 Jorge Luis Borges, “La doctrina de los ciclos”, en: Borges, Historia..., op. cit. (nota 15), p. 105. 17 Cf. el compendio del postmodernismo: Richard Rorty, Kontingenz, Ironie und Solidarität (Contingencia, ironía y solidaridad), Frankfurt 1989, pp. 51, 80-81, 107, 122, 309-310.
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cepción pan-identificatoria conduce a postulados que son similares a los postmodernistas. Siguiendo a Borges se puede inferir que un trazo casual de rayas o signos podría ser también una auténtica obra de arte, que una ocurrencia cualquiera –mejor si es hermética– podría ser interpretada como el epítome de un gran tratado filosófico y que no existiría una diferencia fundamental entre el medio y el mensaje. Teniendo esta visión del mundo no se puede distinguir entre lo marginal y lo relevante, y se abre la puerta a la retórica de la simulación, a la abdicación del pensamiento crítico, al paraíso de la charlatanería, al oportunismo político y al cinismo como método. Los textos de Borges están estilísticamente en las antípodas del fárrago y el bizantinismo postmodernistas, pero su visión del mundo avala tesis esenciales de las nuevas modas ideológicas. De ahí la inmensa popularidad de que gozan ahora los escritos borgianos entre todos los adeptos del deconstructivismo, del neo-estructuralismo y de las otras variantes del postmodernismo. Borges sostuvo que el poeta es un simple agente de la actividad del lenguaje. Y entonces los heideggerianos y sus innumerables adeptos lo tomaron como a uno de los suyos. Aseveraba que el yo se disuelve en un mundo sin tiempo, y los budistas creyeron que era un creyente de esa confesión18. 18 Jorge Luis Borges, “Formas de una leyenda”, en: Borges, Otras inquisiciones, op. cit. (nota 10), pp. 203-209.- Sobre esta temática cf. Juan Malpartida, “Borges y los otros”, en: La Razón (La Paz) del 21 de diciembre de 1997, suplemento Textos e Ideas, p. 3.
Los existencialistas lo vieron como a un poeta angustiado en un laberinto de pesadillas, y lo consideraron como muy próximo a esa doctrina. Y así sucesivamente. Se puede decir que los dos grandes aspectos de la obra borgiana (expuestos anteriormente) no son antagónicos, sino complementarios. Este es el tenor principal de innumerables estudios sobre Borges. Existe el consuelo, expuesto por Anderson Imbert19, de que Borges era un sofista que jugaba con ideas en las que no creía, y que la totalidad de su obra constituiría un ejercicio lúdico y hermoso, pero sin significación filosófica. Borges recompuso de modo original antiguos dilemas teóricos, acertijos lógicos y trampas conceptuales, pero lo que podemos llamar su formación filosófica era algo limitada y estaba conformada, en lo principal, por el Diccionario filosófico de Fritz Mauthner20, La filosofía de los griegos, de Paul Deussen, y El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer. Nada de esto le puede ser reprochado, obviamente. Borges jugó con ideas de Berkeley, Hume, Kant y Bergson, pero en realidad su cartografía de ideas –como se dice ahora– es una yuxtaposición personal y una combinación ca19 Enrique Anderson Imbert, op. cit. (nota 2), p. 207. 20 Borges mismo hizo el elogio de esta obra (“uno de los libros que con mayor fruición he frecuentado”), subrayando el teorema de Mauthner de que el lenguaje “sólo sirve para ocultarnos la realidad o para la expresión estética”. Jorge Luis Borges, [entrevista], en: James E. Irby et al., Encuentro con Borges, Buenos Aires: Galerna 1968, p. 43.
prichosa de elementos dispersos. Esto es naturalmente legítimo, pero el resultado es un ejercicio de arbitrariedad o, mejor dicho, una doctrina laudatoria de lo contingente. En casi todas sus obras –como en los tratados de los postmodernistas– se advierte una contradicción performativa: el curso del texto desmiente la idea central propugnada en el mismo. La concepción borgiana con respecto a normas y paradigmas es fundamentalmente relativista y escéptica, pero la consciencia libre y el heroísmo voluntario son cantados como valores supremos. Borges se consagra a la refutación del tiempo21, pero la trama de sus cuentos tiene una estructura temporal que puede ser calificada como convencional y lineal. Borges descree de la razón europea, pero sus ficciones están basadas en una rigurosa lógica occidental. La arbitrariedad de todo idioma es uno de sus temas favoritos, pero la totalidad de su obra está escrita con estricto apego a las reglas académicas del lenguaje. Una buena parte de la obra de Borges ensalza la disolución del sujeto, pero él mismo era el feliz poseedor de un ego muy vivaz y ultracentrado. Daba a entender que la conciencia individual es ficticia y hasta fantasmagórica, pero tenía una percepción aguda de su propia valía y, por consiguiente, de su irreductible unicidad e inconfundibilidad. R
21 Jorge Luis Borges, “Nueva refutación del tiempo”, en: Borges, Otras inquisiciones, op. cit. (nota 10), pp. 235-257. Mansilla : primera persona | 79
La fragilidad de los modelos humanos Publicado en: Este País (México), No. 281, Septiembre de 2014, p. 22.
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i última estadía en Alemania incrementó el ánimo pesimista que arrastro desde la infancia. Uno de mis maestros universitarios más admirados estaba gravemente enfermo, y yo le hice una visita de cortesía. Ambos nos dimos cuenta de que era la última vez que nos veríamos. Ello dio a la ocasión un aire solemne: sin quererlo, tratamos de sopesar cada palabra y de medir cada gesto. Me pareció curioso, porque mi profesor era el paladín de la ironía y de las bromas. En mis años estudiantiles él me enseñó algo que no practiqué: la necesidad de ponerse a diario en cuestionamiento, la conveniencia de tomar todo con distancia y la pertinencia de ejercitar un estoicismo moderado y distinguido. Y yo pensaba a menudo como necio consuelo: proponer algo así es mucho más fácil que actuar en consonancia. Mi maestro, que siempre había evitado referirse a sucesos y circunstancias personales, me contó inesperadamente muchos detalles y episodios de su vida. Esto fue lo que me produjo pesadumbre: el hombre había hecho de la crítica y la ironía su arma intelectual, su estilo de enseñanza y hasta la marca 80 | elansia 2
distintiva de su escuela, y ahora dejaba vislumbrar una existencia por demás prosaica y sin relieve. Ninguno de los relatos tenía valor literario o anecdótico, y esto era lo triste: esos retazos de vida, contados con cariño y morosidad, trataban de concitar mi atención, dilatar mi visita y quizá ilustrar o dar cuerpo a un mensaje que resumiera el cúmulo de sus conocimientos. Él había querido brillar en la ingrata república de las letras y las ciencias, y hasta ejercer alguna influencia sobre los asuntos públicos. Sus muchos libros y, sobre todo, su incansable asesoramiento en favor de diferentes gobiernos, eran testimonio de ese designio. Hubiera querido ser el preceptor de una nueva Alemania, razonable y democrática, como también lo deseó Max Weber, su gran modelo. Como defendiéndose de un posible reproche, en cierto momento mi apreciado catedrático afirmó que jamás se había hecho ilusiones en torno al reconocimiento del ámbito académico y que nunca le interesó el juicio de la posteridad; pero eso, obviamente, no correspondía a la realidad. Acto seguido me aseguró, por ejemplo, que no eran
las enfermedades ni el olvido de sus hijos lo que le dolía, sino la indiferencia de sus pares, el olvido de la opinión pública y el alejamiento de sus discípulos. Eso me dejó profundamente abatido: hasta mi respetado profesor, el campeón de la lógica práctica, el conversador agudo y preciso, caía en incongruencias tan notorias y pueriles. Y ahí pensé: todos nos comportamos de manera similar. Cuando se acerca el fin –o mucho antes– cometemos los mismos errores, caemos en las mismas vanidades y endulzamos del mismo modo la infancia y la juventud. Y nos mostramos, por consiguiente, carentes de sentido común y, lo que es más grave, de elegancia. Quién lo hubiera imaginado: durante décadas mi maestro daba la impresión de una notable fortaleza espiritual y de un olímpico desdén por las recompensas de este mundo. Desde afuera su vida parecía ser una seguidilla de éxitos, pero ahora aseveraba que
había sido una cadena ininterrumpida de pequeños agravios, de innumerables derrotas repetidas casi cotidianamente. Imposible, me aventuré a contradecirle con estudiada vehemencia: ahí estaban el aprecio de cientos de discípulos, la fama bien establecida, las menciones laudatorias y agradecidas en varios discursos del Presidente Federal alemán, los innumerables estudios y comentarios sobre su teoría y la fascinación que ejercía sobre muchas alumnas. Pero él afirmó, subiendo sorpresivamente la voz, que esto último fue precisamente lo más fugaz, lo más deleznable, lo menos digno de ser recordado. Se había casado tres veces, con mujeres jóvenes, bellas e inteligentes que lo admiraban, y ahora terminaba sus días en la soledad total. La felicidad, me confesó, era el resplandor de unos instantes, la dicha de ciertos momentos y, ante todo, la falsa seguridad que proviene de nuestras confusiones y nuestros prejuicios.
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El viejo y querido profesor había representado para mí un dechado de corrección, un paradigma de sabiduría: un ejemplo de vida bien lograda, como se decía en la Antigüedad clásica. Su producción teórica no llegó a convencerme, y no compartí del todo sus análisis y diagnósticos sobre la realidad política y social. Pero su sapiencia práctica era para mí la última palabra. Su actitud estoica frente a los avatares de la vida me pareció lo más sensato que los mortales pueden hacer en un mundo irracional e impredecible. Su talante sereno, su virtuosismo verbal –el alemán más bello que jamás escuché–, su buen gusto admitido y envidiado por la comunidad intelectual y su comportamiento siempre adecuado y oportuno, habían constituido, a mi entender, la norma de perfección que debía imitarse. Y ahora que lo veía tan vulnerable y decaído, contradictorio e ilógico, tierno como un niño, y orgulloso como en
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sus mejores tiempos, me percataba de la fragilidad de los grandes modelos, de la futilidad de todo esfuerzo sostenido, de la debilidad de nuestra especie. Hasta pensé que no poseía un mensaje claro y sistemático o una concepción coherente, sino observaciones circunstanciales, fragmentos centrados en asuntos autobiográficos, recuerdos soterrados, anhelos ambiguos, pensamientos sin grandes enseñanzas ni moralejas. Una doctrina llena de brumas y sombras. (¿Cuál está libre de ello?). Entonces me acordé de una de sus observaciones: la herencia cultural amenazada y precaria es la más valiosa. Al término de la visita me dijo –como una especie de corolario existencial– algo que me afligió aún más, porque probablemente se acerca a la verdad, si es que hay algo tan inasible e incierto como la verdad: al final de la carrera y de la vida se sabe menos que al comienzo. R
Balance y nostalgia Texto inédito proporcionado por el autor para este número de El Ansia.
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iempre pensé que mis escritos interesarían sólo a algún erudito de un lejano e imprevisible futuro, y la verdad es que compuse mis ensayos pensando en ese investigador de siglos venideros, animado e inspirado por el altivo designio de dejar constancia de que hubo en estas latitudes un pensamiento que no se plegaba a las tendencias prevalecientes en nuestra época. Mi formación fue promovida en el hogar paterno por una atmósfera liberal y simultáneamente interesada por toda manifestación de la esfera cultural, cosa que ha marcado mi evolución posterior. En Alemania estudié lenta y cómodamente ciencias políticas y filosofía (1962-1974), antes de que las universidades de aquella nación abandonaran su carácter humanista y se convirtiesen en fábricas de meros técnicos y tecnócratas. Guardo de aquellos años, que probablemente fueron los mejores y decisivos de mi vida, el mejor de los recuerdos y una nostalgia irremediable. El núcleo de mi pensamiento puede ser resumido en pocas palabras. Me consagré a examinar críticamente
lo obvio y lo transformado en natural por la opinión pública del momento, o sea me dediqué a poner en cuestionamiento los valores supremos de nuestro tiempo: la normativa del progreso material incesante, el crecimiento económico ilimitado, las modas dictadas por los medios masivos de información y las identidades de cuño nacionalista y populista. Mis libros giran en torno a estos temas centrales, y son, por lo tanto, reflexiones sobre temas políticos y preocupaciones teóricas por comprender mejor el mundo social. A esto hay que añadir la convicción de que la contemplación estética nos permite un acceso privilegiado para entender nuestras motivaciones. El espíritu crítico, que mantiene distancia con respecto a todas las modas, doctrinas e insensateces del momento, resulta ser algo incómodo para las sociedades de todos los tiempos. A comienzos del siglo XXI, cuando movimientos nacionalistas, populistas y socialistas vuelven a ganar relevancia y cuando la industria de la cultura, en su versión globalizada y plebeya, establece una especie de dictadura penetrante e inescapable, los individuaMansilla : primera persona | 83
listas como yo sentimos una soledad muy grande. Y esto es lo que creo ver en el mundo del presente: la impostura hecha norma en el terreno de las ciencias sociales (las variantes del postmodernismo y del relativismo axiológico), el retorno del populismo autoritario en el Tercer Mundo, el avance del fundamentalismo y fanatismo en muchas naciones, la civilización del despilfarro y la vulgaridad en los países del Norte, el desastre ecológico-demográfico a escala global. Convivir con todos estos fenómenos en el otoño de la vida es ciertamente un castigo, tal vez inmerecido. Después de una larga existencia y de leer mucho sobre asuntos históricos, puedo afirmar, con temor a equivocarme, que la evolución histórica no deja traslucir claramente un sentido general, y menos uno de índole racional. Si uno ha experimentado el siglo XX, es difícil aseverar que la humanidad se encamina, de modo más o menos seguro, hacia el progreso material y moral para todos los habitantes de la Tierra, hacia la convivencia civilizada de todas las naciones y hacia la reconciliación del Hombre con la naturaleza. Citaré a dos autoridades para aclarar mi posición. Exagerando los términos y en medio del optimismo del Siglo de las Luces, Edward Gibbon –un estilista incomparable del idioma inglés– afirmó que la historia humana es poco más que el registro de los crímenes, las locuras y los infortunios de la humanidad. Y Theodor W. Adorno, cuya actitud indeclinablemente crítica 84 | elansia 2
me ha parecido siempre ejemplar, dijo que el progreso humano se reduce a la evolución que conduce de las flechas y el arco a la bomba atómica. Por todo ello el concepto de progreso histórico debe ser cuestionado. Es improbable que exista algo así como un sentido general de la vida de carácter positivo y promisorio para la mayoría de los seres humanos. Después de haber percibido cosas relativamente inofensivas, como las maldades de los políticos y la estulticia de las masas, pienso en las grandes tragedias que truncaron de forma absurda millones de vidas humanas, como las dos Guerras Mundiales, los campos de concentración comunistas y fascistas, el moderno terror tecnificado y las guerras civiles. El totalitarismo del siglo XX fomentó la posibilidad de ver la vida como un contexto inescapable de locura, violencia y caos. Pero aun así podemos crear o suponer pequeños sentidos parciales, individuales y temporales. Después de todo, hay mucha gente cuya vida ha sido y es relativamente bien lograda, es decir con ciertas alegrías y variados triunfos, sin demasiados sufrimientos materiales y dolores espirituales. Y lo mismo puede afirmarse de ciertos periodos históricos. La acumulación de sentidos parciales, que paso a paso en sí mismos tienen algo que da coherencia a nuestros actos, forma un conjunto, una totalidad, que, por más casual y relativa que sea en sus componentes, posee un sentido racional y suficientemente amplio para contrarrestar la idea contemporánea del relativismo a ultranza.
Por otra parte, como lo enseñaron los estoicos, es inútil lamentarse sobre la ingratitud del mundo, el olvido de los semejantes, la estulticia de la sociedad, el sinsentido de la existencia. Pero aun si la historia y la vida no tuvieran un sentido transcendente –lo que no está y no puede estar probado definitivamente–, podemos brindar un sentido limitado, pero suficiente a nuestros esfuerzos y designios, intentando ser felices. Prosiguiendo con este balance personal, menciono que también incursioné, sin la menor suerte, en el campo estrictamente literario. No pude brillar en la ingrata república de las letras, pues el verdadero éxito me fue esquivo hasta hoy. Mi preocupación ha sido el individuo expuesto a los avatares de las sociedades modernas, la persona sometida al sinsentido de la historia y el destino, el ser pensante topándose con las perversidades del colectivismo, las tonterías de la opinión pública y las maldades del prójimo. Yo también experimenté desde pequeño la insignificancia de los humanos frente al mundo: la solidaridad es una actitud poco frecuente. A pesar de las grandes creaciones de la literatura y del arte, sentimos que la belleza del universo puede convertirse en un peligro, y el desamparo en la vivencia recurrente. La promesa de un mundo feliz se ha transformado hoy en la posibilidad de la destrucción ecológica y la regresión histórica. Lo que al comienzo de la era moderna podía ser considerado como un tenue viento de pesimismo (si pensamos en Maquiavelo y Hobbes), se ha con
vertido entretanto en la certeza de la incertidumbre. No pongo estas frases como adorno retórico a la moda del día o como mera reminiscencia de mis años estudiantiles. Leí estas cosas en los libros de mis maestros Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, textos terribles y cargados de una amarga verdad, donde hallé las primeras formulaciones de esta concepción pesimista que se aviene tan bien con mi carácter. Creo ser fiel a mis maestros de la Escuela de Frankfurt cuando reivindico el valor superior del individuo frente a las coacciones manifiestas de los sistemas totalitarios, por un lado, y ante las seducciones sutiles de la industria contemporánea de la cultura, por otro. Al mismo tiempo mis maestros pusieron énfasis en la distancia que existiría entre el ámbito de lo real (la facticidad cotidiana de las sociedades contemporáneas) y las posibilidades derivadas del desarrollo acumulado: la diferencia entre la estupidez predominante y un mundo razonablemente organizado sería simplemente enorme y por ello decepcionante en grado sumo. La pesadumbre y la melancolía, el desencanto y el desconcierto serían entonces el estado de ánimo de toda persona medianamente informada e inteligente. La solidaridad entre los mortales nace de la experiencia de la soledad, el abandono y la incertidumbre, es decir de fenómenos que a todos nos toca sobrellevar más tarde o más temprano. Esa solidaridad frente al curso del tiempo –el gran destructor– es la que debería promover un entendimiento Mansilla : primera persona | 85
sensato entre los hombres. Un pesimismo consciente y crítico nos puede ayudar a evitar los extremos, lo que constituye de por sí una pequeña victoria de la razón. La resignación sensata no carece de cierta esperanza. Las contingencias de la vida social e individual están contrapuestas a las tendencias socio-políticas de la más diversa especie que propugnan doctrinas y designios de justicia total. El carácter aleatorio de las acciones humanas se aviene mal con esfuerzos metódicos que están basados en la noción optimista de que es posible y aconsejable planificar el futuro de los asuntos humanos de acuerdo a teorías provenientes de libros y gabinetes. El sueño de la razón terminó engendrando monstruos. En un rapto de entusiasmo racionalista, Karl Marx exclamó que nuestro deber era cambiar el mundo según los dictados de la razón histórica; hoy, más humildes, sabemos que nuestra obligación es preservarlo de las pesadillas y las tentaciones de la razón, apoyándonos, como nos enseñó Hans Jonas, en un principio de responsabilidad basado paradójicamente en la modestia histórica. En esta época de modas intelectuales cambiantes, quiero dejar testimonio de mi adscripción a los principios racionalistas clásicos: creo que los progresos de la investigación científica y de la construcción de teorías aceptables en el campo histórico y social han sido posibles sólo mediante la duda metódica. Como dijo Octavio Paz, también la literatura y el arte modernos son inseparables de la función crítica de nuestro intelecto: 86 | elansia 2
“Aprender a saber significa, ante todo, aprender a dudar”. Y esta herramienta es el mejor antídoto contra el dogmatismo. En cambio, en la atmósfera cultural boliviana creo percibir, pudiendo equivocarme fácilmente, una marcada tendencia a aceptar y a propagar convicciones que parecen auto-evidentes y, por lo tanto, verdaderas en sentido enfático. Se percibe aquí la resistencia a todo proceso de desilusionamiento –la base del genuino aprendizaje–, el rechazo a un propósito de desencantamiento con respecto a lo propio, la oposición a considerar otros puntos de vista que no sean los prevalecientes, es decir: los convencionales y rutinarios, los que cuentan con el afecto y hasta con el amor de la población. Mi talante escéptico se vio reforzado por la lectura de Sigmund Freud y por autores que han analizado desde la razón el lado irracional del quehacer humano, las patologías que generamos continuamente. Debo a la prosa elegante y concisa del duque François de La Rochefoucauld la convicción –la base de sus Maximes et mémoires– de que el alma y la razón humanas son ambiguas: los designios más altruistas se hallan inextricablemente ligados a las pasiones más bajas. Con los años, que fueron dejando su estela gris y su carga creciente de decepción, no me quedó más remedio que consagrarme a la esfera académica, mucho más modesta, aburrida y mal pagada que los campos de la literatura y la política activa. Fue una solución mediocre, un compromiso provisorio, que con el tiempo se volvió permanente. Esa ha sido también
la causa de mi tristeza persistente. Me queda un pequeño consuelo. Como escribió Hannah Arendt, la fidelidad se convierte en el signo y símbolo de la verdad: “Al término de nuestra vida sabemos que sólo es verdad aquello a lo cual le pudimos conservar la fidelidad hasta el final.” Creo que podemos y debemos ser fieles a las grandes creaciones literarias y artísticas, pues son más firmes y duraderas que los esfuerzos de los científicos y las aspiraciones del poder político. Finalmente quiero dejar testimonio de agradecimiento a mis padres y a todos aquellos que me enseñaron la bondad de los grandes corazones, la complejidad del mundo, la belleza del arte y la literatura y la virtud inapreciable de la gente sencilla. El tiempo lo estropeará todo, sin duda alguna, pero aun así hay que dejar una constancia de gratitud en favor de las personas que posibilitaron y facilitaron nuestra vida. R
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Nicomedes Suárez Araúz
Foto Kristine Cummings
El escribano del olvido
“Perdí el paraíso y he pasado la vida tratando de recuperarlo”, ha dicho el poeta Nicomedes Suárez Araúz (1946) en alguna entrevista pretérita. Y no es en absoluto una metáfora. El hombre, que creció en uno de los afluentes del Amazonas, cuya formación inicial básicamente oral lo evadió de leer y escribir hasta los once años y que dejó la selva a esa edad para vivir en grandes urbes de Europa y América, encontró en la poesía no sólo la expresión de una estética sino una llave para volver al origen. En estas páginas, la personalidad, la obra y el pensamiento de uno de los iniciadores más originales de la poesía amazónica en la región. Hoy, en los farragosos momentos de la enfermedad, hacemos una invocación, un conjuro, a la literatura y a la vida.
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versiones de Suárez Nicomedes Suárez Araúz aprendió a nadar a los ocho años en la gran inundación de 1954, que dejó la estancia familiar en Santa Ana del Yacuma prácticamente bajo el agua. Un nuevo ciclo de lluvias había llegado y, conforme las aguas se desbordaban, los animales iban apareciendo: perdices, ciervos, sapos, bagres, serpientes… La vida emergía desde los intersticios de la muerte para salvarse y un niño chapoteaba, en el patio de una casa tomada por el río. Somos lo que olvidamos y fabulamos con los residuos del pasado, explica Suárez en su teoría estética de las artes, Amnesis, y se entiende entonces que halle la poesía en medio del diluvio1. Paura Rodríguez Leytón, Gabriel Chávez Casazola, Mónica Velásquez, Juan Murillo y Gary Daher ingresan en los paraísos perdidos del Poeta Movima y encienden una luz sobre su obra. 1 Baudoin, Magela, “El paraíso de Nicomedes Suárez” en: Revista Aportes de la comunicación y la cultura, Vol. 17, Nro. 1, Santa Cruz de la Sierra: upsa, 2014.
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Foto Kristine Cummings
Lembranzas Paura Rodríguez Leytón1 Acumulo olvido en mis bolsillos, al narrarme me desurdo. Abelardo Núñez de Arce
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an sido varios meses de aguardar un encuentro con Nicomedes, de concretar una cita para entrevistarlo, pero esta nunca ocurrió, al menos en los términos convencionales. Sin embargo, la necesidad de entablar un diálogo con él hizo que el modo de abordarlo tome un rumbo insospechado y absolutamente real y válido: Nicomedes Suárez está en su obra, quien acuda a su lectura podrá hallarlo ahí: de carne y hueso y al mismo tiempo tan difuso y esquivo como puede ser cualquier otro ser humano. Las noticias sobre su grave estado de salud fueron el único hilo que me unió a su realidad, así como unas cuantas y breves conversaciones telefónicas con Kristine Cummings, su esposa, quien apenas estaba disponible para atender otro requerimiento que no fuera la entrega total al cuidado de Nico, como ella y sus amigos lo llaman. La lejanía ocasionada por el aislamiento al que lo confinó la enfermedad se tornó en la puerta para encontrarlo lúcido y vital en cada línea de su escritura. Al sumergirme en sus libros, un diálogo fue naciendo como luz en un camino oscuro: el de su silencio y quizá el de su olvido. “¿Quién ya podría unir las vértebras de lo que está dentro de nosotros y lo que está fuera?”, se pregunta una de las tantas voces del poeta. ¿Quién? Ahora toca unir esas vértebras, las que construyen el armazón del cuerpo de su escritura y de su historia; e iremos más allá, ¿por qué no decir de su universo?, el universo creado por él, su universo literario fundado admirablemente sobre uno de los terrenos más inciertos que la imaginación pueda permitir: la desmemoria. Y no por ello tan cierto. Una pregunta obvia pero imprescindible hubiera sido: ¿por qué la escritura? Numerosas respuestas podrían haber surgido, entre ellas por ejemplo, “porque la escritura es una forma de ganarle la batalla a la muerte”. “A los once años había perdido mi primer paraíso. El resto de mi vida lo he pasado intentando recuperarlo”, confesó Nicomedes a su amigo Paul B. Roth
1 Poeta y periodista boliviana.
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en 2003, en una entrevista publicada en la revista literaria The Bitter Oleander y reproducida en su totalidad en la bella edición de Recetario amazónico de Dios. A esa edad salió de La Salada, aquella estancia cerca de Santa Ana de Yacuma, en el Beni, donde nació y vivió hasta entonces, maravillado por el rumor de la selva amazónica, la presencia del río Yacuma y alimentado por el mágico imaginario de los relatos de sus padres, de su abuela materna y de los indígenas movimas con los que compartía el lugar. Al parecer para Nicomedes aquel ejercicio de buscar su paraíso se convirtió en permanente negación y recreación de sí mismo y de otros dentro de sí. Un ejercicio que dio origen a su teoría de la Amnesis. Me aventuré a comentar esta conclusión con Kristine, en un encuentro que al fin pudo concretarse durante una cálida tarde de fines de agosto y recibí una enigmática respuesta: “En realidad, es necesario mirar el tema como si se tratara de un prisma”, me dijo. Releyendo a Nicomedes, creo que encontré el sentido de lo que quiso decirme. Cuando escribe: “Las definiciones son como las múltiples caras de un diamante, cada una de ellas permite una vista parcial de su resplandor total… Amnesis es el tiempo fraccionado de nuestras vidas diarias… es la remembranza de todo el espacio, todo el tiempo. ‘Remembrar’ literalmente significa unir miembros, cuyo antónimo es ‘desmembrar’… Amnesis es el reflejo, la crítica y la extensión de la realidad… Amnesis es donde el arte y la ciencia devienen en poesía…”. Nicomedes, me hubiese gustado comentarle aquella historia del río del olvido y que Kristine me dijo que a usted le hubiera entusiasmado mucho y la hubiera incluido entre sus citas y escritos. Es la leyenda del río Limia, que cruza la tierra gallega de Ourense. En se territorio, hacia el año 135 antes de Cristo, un ejército de invencibles soldados romanos retrocedió aterrorizado ante la posibilidad de cruzar sus aguas cristalinas y mansas, convencidos de que se trataba del Leteo, el rio del olvido “que apagava todas as lembrança da memória de quem o atravessasse”, como versa un texto en gallego antiguo. 94 | elansia 2
Ante la imposibilidad de entrevistarlo por su frágil salud, Paura Rodríguez Leytón establece una conversación con las ideas que Nicomedes Suárez ha dejado en sus poemas, viejos papeles, entrevistas de otros tiempos que son el rumor de una voz que lejos de extinguirse, aviva su llama en cada relectura.
Prosigue la leyenda que los soldados paralizados en la margen izquierda del río Limia, vieron cómo su general Décimo Junio Bruto, tomó un estandarte y atravesó el río. Del otro lado, comenzó a llamar a cada soldado por su nombre, demostrándoles de esa manera que sólo se trataba de un mito. Nicomedes, yo le hubiera confesado que esta leyenda me resulta altamente poética, estoy segura que usted asentiría con la cabeza y con un sonriente mirada. La palabra lembrança ahora se escribe lembranza y viene del verbo lembrar, que según el diccionario está en desuso. ¡Qué irónico!, ¿cómo el verbo lembrar que en su sentido más elemental significa recordar, pudo haber sido olvidado? Hermoso pensar que un río puede apagar las lembrazas de la memoria, esas lembrazas que también pueden ser entendidas como luces, chispazos, pequeñas brechas a otros espacios. Nicomedes, si usted me permite, voy a decir que la teoría de la Amnesis tiene mucho de aquella leyenda, pues asegura que al atravesar el río del olvido, es posible nombrar, (para seguir avanzando en la batalla como aquel héroe romano) y en su caso, nombrar como un acto de valiente creación. ¿O no fue así, cuando usted decidió sepultar al amazónico movima que le habitaba dentro suyo para poder sobrevivir y reinventarse frente al fragor de los Estados Unidos? Y así dio nacimiento a su libro The America Poem. Y usted ya lo dijo: “Mi retorno a ee.uu. fue una experiencia chocante. No sólo porque había dejado mi hogar sino también porque estaba consciente de que el dios de la realidad estadounidense es Cronos, ese gigantesco dios mitológico que devora a sus hijos. Mi libro El Poema América publicado en 1976 (cuya primera edición fue en inglés), expresa mi shock y rechazo de una realidad que consideraba destructora de la soledad, el silencio y la contemplación. Firmé dicho libro con el seudónimo “El Poeta Movima” y escribí un prólogo al mismo en el cual cuento que el autor de nombre indígena murió de causas desconocidas. Mi asesinato de este personaje fue un acto de amputación simbólica: para poder seguir viviendo tuve que eliminar a mi ser anterior”.
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Foto archivo familiar
Kristine recuerda a aquel Nico de años 70 en Estados Unidos: aún investido de su espíritu movima, absorto y sorprendido frente a la repetitiva cantidad de productos expuestos en las cadenas de farmacias, lo recuerda abrumado ante la innumerable oferta de cosas para comprar y para vender, expuestas de manera agigantada ante su sensibilidad amazónica, quizá complementada por las lecturas más frecuentes de su juventud en los años 60: “escritos místicos, versiones populares de poetas zen budistas, de escritores chinos y japoneses”. Nicomedes, ¿podríamos afirmar que la aparición de The America Poem es un hito fundacional de su obra? No sólo porque se trata de un primer libro, sino porque con él comienza a crearse la urdimbre del tramado que conformará su universo literario: más allá de la muerte del Poeta Movima, pues lejos de enterrarlo, reafirma su ser amazónico; a partir de este libro comienzan a hacerse reales los heterónimos (o entes literarios como usted los llama) y los mundos apócrifos y comienza a tomar cuerpo la teoría de la Amnesis que se irradió entre artistas y escritores de Estados Unidos y España. Debo confesarle que a medida que más me interno en su mundo literario, percibo que los límites se van ensanchando, ¿cuán abarcadora puede ser la imaginación, cuán generoso el olvido? Sé que tal vez usted sonreiría y quizá no diría nada, pero en su memoria el pueblo apócrifo de Loén volvería a erigirse real, cargado de magia y de misterio, marcado por el ritmo interior de la Canción loeniana que surca el Loén como un río subterráneo, no en vano, nació usted el territorio de las aguas, aquellas que tienen la implacable capacidad de borrar todo a su paso, pero también aquellas que fertilizan y dan la vida. Por el camino vienen / mujeres de sombra blanca / cantando la canción del río… Y así como aquel guerrero romano, después de haber cruzado el río de la amnesia, desde la otra banda estará usted nombrando a “sus otros”: Abelardo Núñez de Arce, el diarista de Loén, el que encarna la amnesia, el que al dejar Loen, se llevó consigo su memoria, pues al ser el cronista del pueblo, era el dueño de todos los resquicios de su historia; pero su ausencia, lejos de sumir a Loen en 96 | elansia 2
Nicomedes y Kristine en Athens, Ohio, en 1975.
la oscuridad, provoca la necesidad de que otros escribanos creen nuevas formas de contar y nombrar. También nombrará a María Cifas, excéntrica abogada, espía de guerra y presidiaria. Aquella mujer que en las primeras décadas del siglo XX escribiría poesía erótica y usted aclararía: “El erotismo de Cifas no es exageración morbosa de lo sexual, es un aunarse entre seres, y con el mundo, como interminable relación de significados, como una cópula de metáforas”: Tinta / en las fisuras / del tiempo / indolencia / del espacio / abierto de piernas / melancólico / oficio / como la pérdida / gravitacional / que al cuerpo / amarga / al caer / de la tarde / atenuación / de la densidad / del deseo /que gota / a gota Y su voz nombrará a César Marañón, introvertido, agorafóbico, y soberbio, en fin un “Charlot existensialista” o mejor aún, “un conocedor de los ofuscados códigos del mundo subyascente”, un poeta que aunque nació en Santa Cruz hizo su carrera literaria en la nubosa Lima donde en invierno recorría sus calles con un abrigo negro y un pañuelo rojo de seda, poeta capaz de desentrañar los misterios cotidianos: El primer sabor es la tristeza. / Entonces te envuelves y te metes en ella. / Desmemoriados van / los transeúntes que ven pasar / a un hombre / con los brazos en jarras con sus mil / formas y mil maneras / de moverse por el mundo… Nombrar, nombrar, parece ser el mejor recurso de aquel olvido fecundo que usted propone, del que también nace Alejandro Sánchez, febril lector de Lope de Vega, Fray Luis de León, José Hernández, Pablo Neruda, César Vallejo y Vicente Huidobro. Nicomedes, el universo que usted ha creado no sólo es territorial, sino que abarca también un espacio que inmediatamente nos remite a la atmósfera de Jorge Luis Borges, no en vano, él mismo escribió: “Afirmar que Nicomedes Suárez es un escritor mítico y genuino no es un elogio baladí. Concebir de los sueños, mitificar, es la cualidad primordial del verdadero escritor.” Y en ese su universo mítico ha desplegado todo un aparato crítico para comprender y comparar el estilo de cada uno de sus heterónimos. Es así que detalla:
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“Núñez de Arce un marco conceptual delimita los bordes semánticos del poema; en Sánchez, en contraste, por momentos, navegamos por un río desbordado”. Y Sánchez en su Arte poética escribe: hablar es actuar, revivir en la escritura, / o sea, ser construido de palabras, signos, / sombras, claridad. O sea, ser nadie, ser todos. La enumeración y las citas pueden extenderse, hay otras voces en su universo, la de usted mismo, la del que lleva su nombre. Me hubiera gustado preguntarle ¿cómo trabajó su universo y sus heterónimos? ¿Cómo convivió y convive con ellos en tantos años de creación? Aunque sé que el tema no quedará flotando, pues usted ya respondió a esta pregunta cuando dijo: “mis personajes tridimensionales son tan o más reales que yo, y prefiero llamarlos entes poéticos y no heterónimos. Mi esquizofrenia consciente parte de una metáfora clave: el imaginario olvido de mí mismo para ser otros. Es decir, esa metáfora es la amnesia”. Nicomedes, todas las voces que ha creado, quizá pueden ser comparadas con los rumores de la selva amazónica que lo arrulló de niño, tan real, tan mágica y misteriosa. Al hablar de su obra, definitivamente es imposible no hablar de la Amazonia, su espacio de origen y al que nunca más volvió, porque no se puede volver a la infancia. “Volvió varias veces, pero nunca encontró el lugar de sus recuerdos, aunque todo en apariencia seguía allí, es que en realidad nunca volvemos al mismo lugar”, dice Kristine con resignada certidumbre y sabiduría. Nicomedes, tal vez le parezca extraño, pero debo confesarle que usted me resulta una especie de Maqroll el Gaviero, ¿lo recuerda? El errante personaje de Álvaro Mutis, el viajero desasosegado e imparable que recorre ríos amazónicos y se interna en la selva, embrujado por el calor y las leyendas de los lugareños. Lo pienso desconcertado, ante la implacable creciente de las aguas del río Yacuma, absorto ante la realidad de su mundo casi diluido bajo las aguas. Y que usted relata: 98 | elansia 2
“Mis personajes tridimensionales son tan o más reales que yo, y prefiero llamarlos entes poéticos y no heterónimos. Mi esquizofrenia consciente parte de una metáfora clave: el imaginario olvido de mí mismo para ser otros. Es decir, esa metáfora es la amnesia”.
“La inundación de 1954 que devastó la hacienda familiar fue para mí la substancia de mis sueños. Ese año aprendí a nadar en el patio de nuestra casa… Dos años después otra inundación me hizo salir de mi paraíso porque mis padres decidieron que no podía continuar analfabeto…”. Lo pienso expulsado de su mundo de origen, en un colegio de tradición inglesa en Argentina, aprendiendo a leer y a escribir (recién a los once años) en inglés. No saber escribir ni leer hasta los once años, no fue una pérdida. Hasta los once años tenía todos los sentidos alertas para conocer su mundo, sus sentidos estaban afinados y adiestrados para los mínimos latidos de la naturaleza. “Ser analfabeto hasta los once años es vivir con la sustancia de la naturaleza calada en los huesos del alma. ¿Por qué? Porque no sentía a la naturaleza como algo ajeno, no la veía a través de un vidrio ahumado o un derruido espejo de palabras. No experimentaba su flujo como algo viviente y presente en su fluir”, lo afirmó en 1973, en una entrevista en Athens, Ohio. Nicomedes, permítame volver al tema de Maqroll el Gaviero, le decía que encuentro algo de su alma parecido a la suya. Su errancia tal vez, o su trashumansia como usted mismo lo dijo, aquella en busca de la tierra perdida la que guarda el tesoro de su niñez y de su Amazonia. Sus primeras huellas dejadas por Argentina, luego pasó dos años en Exenter, Inglaterra, estudiando química y física. En 1966 fue asistente de un proveedor de barcos danés que transportaba productos alimenticios de Lima a las minas de Marcona, cerca de los petroglifos de Nazca. “Hasta 1966 había pasado mucho tiempo deambulando”, cuenta, sin embargo; el camino todavía era largo. Tampa (Florida), Logan, Salt Lake, Provo (Utha), la ciudad de Nueva York, La Paz, Beni; y luego nuevamente Tampa, España y así…hace unos años vive en Santa Cruz de la Sierra. “En todos esos lugares me familiaricé con sus mares, lagos, ríos, arroyos, bosques, montañas, soledades, alegrías, la angustia y la excitación de sus ciudades, las pequeñas y grandes tragedias de sus habitantes”.
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Oficina en jardin,Williamsville, Massachusetts, 1983
Nicomedes, le he preguntado a Kristine: ¿qué considera usted que es la belleza?, ella, muy respetuosa de las cosas que usted podría pensar, prefirió no aventurarse, pero hay algo que me confesó: “No podría decirte lo que piensa él, porque después de tantos años (44) juntos y de caminar y pensar juntos, a veces no sé si lo que pienso, lo piensa él, yo o nosotros”. Kristine, desde sus envolventes ojos azules, mira y habla con el alma. Con metódica y amorosa paciencia se ha entregado los últimos meses al cuidado de Nico. Ha instalado en casa, una habitación especial para atenderlo. Ha pasado junto a él numerosas noches en desvelo, acompañando su respiración, sus latidos. Un camino íntimo que sólo ella puede comprender, pues se trata de una batalla contra el cuerpo, contra la enfermedad, también contra la desmemoria. A veces Nicomedes tiene raptos de lucidez que le devuelven recuerdos y pasajes de su vida o de sus tantas vidas habitadas por los ‘otros’ que las viven. Kristine explica que el lenguaje con el que ahora se comunica con Nico es la poesía. “Eso es maravilloso”, digo sorprendida y ambas coincidimos que ese es el mejor lenguaje, el más puro, quizá el verdadero. “Soy feliz, nada me falta, veo tu rostro y el cielo desde la ventana”, le ha dicho Nicomedes a Kristine. Kristine sonríe, sin dejar de sentir que la realidad es como una gran ola, difícil de domar desde una tabla de surf. Tiene algo de mágica, su sensibilidad muestra que sus sentidos abarcan más allá de lo visible. Ella como Nicomedes creció en el campo, en un lugar poco habitado y silencioso de los Estados Unidos, junto a su familia de origen noruego. “Como Nico, yo también perdí mi paraíso”, confiesa. Es protagonista de las historias de Loen, donde el poeta la llama “Kristine, el ama de las bestias”, pues todos los animales desde los más pequeños hasta los más feroces quedaron mansamente hechizados por su largo, rizado y abundante cabello rubio. También fue ella, quien descubrió fortuitamente, en 1993, en la biblioteca de la Universidad de Smith College, un sobre que permaneció 100 | elansia 2
Foto archivo familiar
intacto desde 1912, conservando un libro sobre la región amazónica, escrito por el abuelo materno de Nicomedes, Rodolfo Araúz Marañón y a partir de este hallazgo considerado providencial, Nicomedes comenzó a promover la cultura y la literatura del territorio amazónico, mediante la creación del Center for Amazonian Literatura and Culture y Amazonian Literary Review, la primera publicación del mundo destinada a promocionar la literatura de todas las regiones de la cuenca amazónica. Kristine conserva una fotografía en la que se observa una pequeña cabaña de madera rodeada de pinos y otros árboles de clima frío en un paisaje estadounidense, era uno de los refugios que acondicionó para que Nicomedes escribiera, la muestra feliz con el recuerdo transparentado en una sonrisa. Abre la última página de The America Poem, señalando los versos que pueden ser los que mejor expliquen a Nicomedes (versos del Poeta Movima traducidos del español al inglés por Willis Barnstone, el traductor de Borges): Slowly we recognize the streets / we live / he lives / you live / I live / by the rushes / and the undergrowth / with growls / by the grass / whit hissing and lightning / by the water / with a flaring o fins / and tail / and by the air / by the air / by the yellow air / the wings of our interior / faces / fly away / up to where / words burn / and the silence (without lips) pronounces itself / Here poetry is born: Reconocemos lentamente las calles / vivimos / él vive / tú vives / yo vivo / por las prisas / y por la maleza / reverberando / en la hierba / silbando y alumbrando / en el agua / con aletas flamígeras / y cola / y en el aire / en el aire / en el amarillo aire / nuestras alas interiores / rostros / vuelan lejos / adonde las palabras arden / y el silencio (sin labios) / se pronuncia / aquí nace la poesía: G
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Nicomedes Suárez Araúz: cuando nombrar es recordar Gabriel Chávez Casazola1
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ace ya muchos años que, de forma azarosa, llegó a mis manos allá en la patria de las aguas –el Beni, para más señas– un ejemplar, con rugosa y firme cubierta, de Cinco poetas amazónicos (Lascaux Publishers, 1995); obra que reúne una selección de poemas de cinco autores: Abelardo Núñez de Arce, nacido en Santo Domingo o en Santa Cruz de la Sierra en los primeros años del siglo XVI (se nos informa que en 1542 frisaba la treintena); María Cifas, nacida en Guajará Mirim en 1899, espía en el lejano oriente entre otras profesiones y administradora de un ingenio azucarero en nuestro próximo oriente, a orillas del río Beni, en los años 30; César Marañón, nacido en Santa Cruz en 1902, criado en Lima, permanente viajero a la selva amazónica; Alejandro Sánchez, nacido en 1957 a orillas del Mamoré y de breve vida; y el quinto de ellos, Nicomedes Suárez Araúz, nacido en 1946 en una estancia a orillas del Yacuma y autor de todos los poemas del libro. En efecto, los primeros cuatro autores mencionados y antologados en ese volumen no son sino una suerte de heterónimos de Suárez Araúz, que prefiere llamarlos, tomando distancia del múltiple Pessoa, “entes poéticos”; voces poéticas nacidas no tanto de una disgregación del yo (esa “confederación de las almas” de la que habla Tabucchi), cuanto de una voluntad de olvidarse de sí para poder ser otros, una “esquizofrenia consciente” enraizada en una “metáfora clave”: la amnesia. Independientemente de la singularidad y audacia creativa de la propuesta, llamó entonces mi atención la transparencia de los poemas de Suárez Araúz (y de las entidades que pueblan su olvido); transparencia, digo, porque en ellos se respira el aire límpido y saudoso de las tierras amazónicas, esa intensa economía sensorial de sus paisajes y la cerril sensualidad de sus mujeres de sombra blanca, que cantan la canción del río y en ella lavan su cuerpo oscuro; balbucientes y fragosas mujeres como la corriente que les roba su sombra desnuda (dicho sea parafraseando una canción ‘recogida’ por Núñez de Arce en su “Carta a la Amnesia # 2.089”. 1 Poeta, ensayista y periodista boliviano.
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Página anterior: Nicomedes en Marcahuasi, Peru, 1968.
Desde luego, por sus propios atributos ya sucintamente descritos y por tratarse de una edición realizada en otro país, Cinco poetas amazónicos, al igual que el resto de la extensa producción poética, narrativa y ensayística, además de pictórica, de Nicomedes Suárez Araúz (que fui descubriendo luego poco a poco), era toda una rareza para el país: una pepita de oro encontrada en un río no de olvido, sino de desconocimiento; el desconocimiento casi total en Bolivia de la obra de este autor movima que se educó y residió muchos años de su vida en los EE.UU., donde fue (re) conocido y valorado, y desde donde difundió a varias naciones y círculos académicos y creativos su particular visión del arte y la literatura: la estética Amnesis. Suárez, por cierto, ha querido situar el ‘hallazgo’ de los poemas de Núñez de Arce, así como de muchas otras crónicas, cuentos y cartas atribuidos a ciertos remotos escribanos, en el año 1965, cuando habrían sido encontradas “dos canoas de madera incorruptible” en los cimientos de la iglesia de Loén, el lugar no-lugar donde transcurre la mayor parte de su obra: una suerte de Yoknapatawpha, Comala, Macondo o Santa María, que es todos los pueblos del Amazonas y ninguno. En ese hallazgo, que rescata del olvido a Loén y sus pobladores, se funda ficcional y míticamente toda una literatura; a propósito de lo cual Borges escribió que “afirmar que Nicomedes Suárez es un escritor mítico genuino no es un elogio baladí”, pues “concebir de los sueños, mitificar, es la cualidad primordial del verdadero escritor”. No creo equivocarme al apuntar que tan fundamental como fue para la olvidada obra de los loenianos aquél descubrimiento mítico, resultó fundamental para el conocimiento y valoración en nuestro país de la obra de su soñador, de su recordador, la publicación en noviembre de 2010 de Loén, un mundo amazónico olvidado. Antología de la obra loeniana y de la estética Amnesis (Santa Cruz, La Hoguera, 2010). Esta antología, que reúne –y reorganiza– una parte sustancial de la producción literaria de Suárez Araúz (aunque aún queda mucho, que sepamos, por pu104 | elansia 2
“En un mundo donde poca documentación de la historia perdura –ya sea por la falta de un registro metodológico o por la avasalladora invasión del clima tropical que reduce el papel a moho y polvo con una saña implacable–, Nico quedó con exiguos indicios de la memoria para conformar los recuerdos de su niñez; una gran parte fue arrasada por las aguas de la amnesia”, apunta su pareja y editora. Si a ello sumamos el que Suárez aprendió a leer y escribir a los once años, podemos comprender mucho mejor su particular mirada creativa. blicar), fue seleccionada y editada por Kristine Marie Cummings, su compañera de toda la vida, la más cercana conocedora y cómplice de sus trabajos y noches. Por este libro es posible asomarse a Loén, recorrer sus calles y quién sabe navegar por ellas cuando están inundadas. La mención de la inundación, como aquella de la patria de las aguas al comenzar estas líneas, no es gratuita. Fue una inundación entre las muchas que se producen en el Beni la que arrasó el hogar de la niñez de Suárez, tornando a esa niñez “un mundo perdido dentro de él”, según refiere Kristine en una nota introductoria. “En un mundo donde poca documentación de la historia perdura –ya sea por la falta de un registro metodológico o por la avasalladora invasión del clima tropical que reduce el papel a moho y polvo con una saña implacable–, Nico quedó con exiguos indicios de la memoria para conformar los recuerdos de su niñez; una gran parte fue arrasada por las aguas de la amnesia”, apunta la editora. Si a ello sumamos el que Suárez aprendió a leer y escribir a los once años, podemos comprender mucho mejor su particular mirada creativa y su maravillado acercamiento a la palabra que nombrando, recuerda, y recordando, nombra. Dicho esto dejemos a Nicomedes Suárez, en su mundo, dejándose a su vez mojar por la lluvia, circundado de olvidos. Lo baña “la lluvia que cae sobre Manaus” y es la misma lluvia de Riberalta, de Santa Ana, de Iquitos, de Leticia; “agua que cae sobre la greda, / juntos agua y polvo / arcilla que somos para ya no separarnos jamás”. G
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Carta urgente a los escribanos de Loén Mónica Velásquez Guzmán1
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stimados escribanos de Loén, a tiempo de saludar y felicitarlos por la enorme tarea de poblar nuestro pasado apócrifo, les envío unos documentos hallados en una vieja casa, ahora derruida, en la que fuese la plaza Murillo de esta ciudad. Parece ser, por lo que dicen mis doctos amigos, que se trata de la crítica, o fragmentos de ella, sobre uno de vosotros, así llamado Nicomedes Suárez Araúz. Poca información se tiene sobre dicho personaje, así que me sería en sumo dichoso que ustedes ayuden a completar la historia. Lo desenterrado acá comprende: uno o dos poemarios: uno de Movima, titulado Caballo al anochecer (con el nombre del autor tachado), un Recetario que conserva sólo la mitad de sus páginas; una serie de artículos de homenaje al susodicho Dr. Suárez; y un extraño texto titulado nada menos que Loén: un mundo amazónico olvidado, en el que aparecen algunos de los escritos que se conservan de su infinita labor (dentro de dicho grupo, cuando él mismo rescató papeles de la expedición del siglo xvii, y de su propia obra en solitario, cuando escribe su manifiesto sobre ese inquietante concepto de amnesis; el más entrañable de sus legados). Junto a estos textos, se encontraron curiosos objetos: un par de chompas de cuello alto, un sombrero, unas fotos de Parques, tomadas desde cierta torre, que no consignan las enciclopedias, dichos de caballería en desuso, un poco de tabaco, una fotografía de casa y habitaciones en Barcelona, papelitos con citas de Lewis Carroll, con dibujos y amenazas de ser más profeta que poeta… un persistente eco de risas y bromas. En fin, poco en claro. Si, como consignan los escribientes, la herencia de este Nicomedes reside en la teoría, en sus obras literaria y artística, en la humana compañía, entonces es tarea de nosotros, sus herederos, recibir humilde y responsablemente estos singulares gestos de su vida. Así, como “voyeurs del lenguaje”, lo leemos mientras asistimos a un sinfín de transformaciones que lo llevan desde el familiar Beni hasta su amado Loén. Después de todo y mirando la vida, no deja una de preguntarse: “¿Quién podrá unir otra vez las vértebras / de lo que está dentro de nosotros y lo que queda fuera?”
1 Poeta y crítica boliviana.
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No me extiendo más. Los únicos textos que no pertenecen al autor están firmados por tres expertos diferentes; como están completos, se los remito íntegros:
Un poeta que piensa: Nicomedes Suárez (Mutt R.) Si, como afirma el poeta, “escribimos para rellenar los vacíos en (la) memoria”, tanto personal como colectiva, entonces, el arte bebe del olvido tanto como del recuerdo y halla su razón de ser en las fisuras que dividen y comunican ambos espacios. Fabular “un pasado apócrifo”, que otorgue un ficcional sentido al presente, es no sólo tarea de quien piensa el tiempo, sino también de quien lo entre-tiene. Es decir, los vacíos, esos blancos en lo pensado o en lo evocado, dejan de angustiar si se transforman en detonadores de escritura; al hacerlo, al mutar, adquieren una función que, así sea de manera fantasmal, nos completan la figura. El artista recoge esa potencial forma de lidiar con lo que cayó del hilo de la razón, para inventar, con ese peculiar material, su propio mundo poético o plástico. Sin embargo, lo desafiante de la teoría de Suárez es que la escritura no cumple el rol de parche o de zurcido que esconda el hueco en nuestra secuencia temporal o mental; más bien lo muestra, lo deja ver, hace que caminemos en zona minada. No es que la escritura, al fabular, complete de manera armoniosa los descuidos de la memoria, sino que, al hilvanar con sus difusas pistas, encuentra lo que no buscaba, su “objeto perdido (o ausente)”; en últimas, algo que, descartado o dejado de lado por el inconsciente, retorna sin finalidad ni propósito; sólo aparece, como volviendo de lejos o de antes. Tres rasgos de este objeto merecen nuestra atención: recuperar lo sin documentar, lo ocurrido sin historia; no sólo es “representación emblemática o simbólica de la ausencia”; más bien se trata de algo que “re-examina la historia humana”. La pregunta por la valía del documento, el archivo, o incluso la narración, en tanto huellas del pasado, es un viejo tema entre creadores, historiadores y filósofos. No cabe la discusión sobre su legitimidad en relación con la verdad que comportan, sino en relación a la fabulación que propician. Es decir, valen tanto por su cualidad de huella objetiva (lo recordado), como por su 108 | elansia 2
En este deslumbrante texto híbrido, epístola-poema-perfilcrítica, Mónica Velásquez juega como una ilusionista a ser personaje e irrumpe en el caudal de heterónimos del propio Nicomedes Suárez, descubriendo al poeta, al filósofo del arte, al pintor, al anacoreta y caminante de las aguas del olvido y de la selva; o de la selva del olvido.
latente significación entre los suyos, en su tiempo y espacio (lo perdido). Si los hechos acaban siendo tales, no es únicamente por sus efectos o consecuencias, sino por el relato a través del cual se incorporan para narrar un sentido. De esa manera, el documento nos refugia de la intemperie de lo que nos sucede en la vida cotidiana, frecuentemente sin sentido o sin explicación, para otorgar un albergue que, incorporando esa vivencia a nuestra narración biográfica o social, la convierte en una experiencia significativa. Por todo ello, la obra de Suárez no rescata un gesto histórico sino más bien narrativo, al valorar tanto el relato como sus silencios, pausas y omisiones… sitios que involucran al lector en el trabajo de completar imaginariamente el antes y el después, más los significados de lo que sugiere la historia. Más que la fe en los hechos certificados, sostiene este pensamiento la alegría de inventar hechos, allí donde lo reclamen los huecos de la narración. En este sentido, el “objeto perdido” no es lo que uno halla sin buscar, sino lo que retorna de “lo invisible”, aquello omitido o dejado de lado por el relato de la memoria y que, a su modo, aparece para dar fe de la desaparición, apostar por lo que sucedió fuera de nuestro familiarizado relato. Su condición de fantasma trae aires de melancolía (añorar lo que nunca fue o el sitio donde nunca se habitó, o el ser que amamos sin jamás haberlo conocido, etc.), tanto como brisas de alegría al percibir, así sea fugazmente, algo que anduvo por la existencia humana aunque, y pese a, no haber sido registrado en algún sitio. Algo de lo “intangible e irrecuperable” se torna visible en este objeto, apenas rodeado por la palabra, presentido por la forma, para hablar de “las acumuladas pérdidas”. Tal vez sea ese y no otro el origen de un tipo de metáfora que, más que relacionar dos sentidos en tensión, acerca las dimensiones de lo conocido y lo ajeno, armando redes que permiten asomarnos en las aguas quietas del olvido. La manera de re-examinar la historia humana, posible por esta teoría de la amnesis y el arte, es ponerla en suspenso, entre paréntesis, para dejar que entren en ella sus omisiones. Con un gesto destructivo y creador a la vez, el detonador del olvido hace explotar grietas por donde se asoman los imprevistos lapsus,
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Pintura de Nicodemes Suárez
dolor bloqueando ríos de inconsciente, incomprendidos códigos, temidos seres del deseo y del poder. Los habitantes de Loén, los aparecidos sitios del Parque Amnesis, dan testimonio de selvas y de aborígenes extraviados o ilegibles en las historias oficiales de la Conquista, de la Ley del mercado, de la aldea globalizada que explota y vende cuerpos. Más que provocador es imaginar el nexo entre este objeto y el propuesto por Duchamp; ambos podrían ser leídos como sin sujeto, sin voluntad, y sin embargo, como apariciones autónomas que surgen más allá de los deseos de un creador. Motivador también es resaltar que la propia obra del francés estuvo por allá, en los corredores del olvido, esperando su turno para reaparecer, después de que se negó su presencia en la exposición de 1917, donde, irónicamente, se había prometido aceptar todo… La mirada de este Suárez exige alzar la cabeza, aceptar la propia impotencia para retener en la conciencia y a la vista todo lo vivido; sin embargo, al establecer la posibilidad de tropezar con lo dejado atrás, esta obra acaba dando sitio y voz a lo negado, dentro de la narración de la vida, sea ésta personal o comunitaria. Mucho es lo que se me queda en el tintero y sin duda mucho lo que olvido. Vaya en ello mi homenaje a usted, Nicomedes Suárez, por la celebración del nacimiento de la Torre Amnesis, a la cual me es imposible llegar, dados los laberínticos pasillos de la Academia, de donde, me temo, nadie salió vivo…
Fabular la Amazonía (Raúl O.) Y a todo esto, les pregunto, compatriotas, qué será la selva… Madre misteriosa o arquitectura ilegible de bosques y de cimientos; tierra fecunda para ambiciones y empresas saqueadoras; pretexto para infatigables discursos ecologistas; altar de sacrificios para la tan mentada modernidad… Es agua, les respondo. Más que árbol o vida pululante, la selva es río. La selva es un rumor. Se dice que antiguos seres, las propias amazonas incluidas, salidos todos de relatos amarillos, oídos en la infancia, inauguraron estas tierras. Dicen del canto de las mujeres con blancas sombras y dicen de las mujeres cuyas lágrimas bordaban el camino de los regresos. Dicen del verde más verde y dicen de las 110 | elansia 2
Dos escribanos, o donde permanecemos con nuestras palabras mientras el mundo va sucediéndose.
lenguas que ven con los oídos. Dicen, y de tanto murmullo, se enredan las lenguas en espesos ramajes que, acumulados a la vista y al tacto, no nos dejan entrar en la espesura que no es citadina, ni tejida de citas eruditas ni de datos obligatorios, esta espesura es sobre todo de imágenes y, como tales, se resisten a la claridad. Qué es entonces la literatura amazónica, les pregunto. Doble misterio nacido de la enigmática naturaleza; doble signo duro al entendimiento, ausencia en las historias del continente, reclamo persistente en las pesadillas del deseado Dorado, del temido Gran pie, en fin, rumores escapados de valijas europeas, pero también del llanto de aquellas mujeres, o de las flechas de aguerridos escaladores de floresta. Ser amazónico será estar encarnado en el río brioso que atraviesa la tierra, que atraviesa todos los nombres para reunir a poetas y narradores de varios países, más allá de la “nación”, pues sólo obedece a su mandato de agua y de ímpetu. Hay un vigía, sin embargo, cuyo ojo no dejó jamás de celebrar nuestra existencia como zona central, pulmón del continente. Ese miró Yacuma como miró los Estados Unidos, recorriendo sus calles o sus árboles; acabando por ser “su propio ancestro”, un poeta Movima que logró poner nombre a los seres que le andaban por el cuerpo y por la cabeza, hasta obligarlos a derramarse en poemas, que luego alguien consiguió robarle a la muerte. Y ese ojo nos ha llenado de historias, para que cuando se nos olvide de dónde venimos, hallemos entre sus páginas una abuela, un abuelo, una nana contando historias con más pericia que la de cualquier letrado narrador, una paciencia agotando la guerra de la sobrevivencia. Y quién es pues este vigía, sino al que llamaban el buen Nico Suárez, cómplice de doña Ana Pizarro, de don Thiago de Mello, por nombrar algunos. Para estos hombres, cuyas palabras nos dan origen y casa, va mi alabanza de río y de hombre de letras, va mi agradecimiento y va mi canción.
“Un imaginario olvido de mí para ser otros” (F. Campos) Y yo te digo que todo lo que fuimos / yace más allá / de nosotros… Mientras me pregunto: ¿por qué no puedo retornar, Señor, / para mantener el silencio puro / de mis tierras/ mientras bulle rapaz / la ambición del mundo? Y entre uno y otro murmullo
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de cada una de las voces que en mi garganta se agitan, no deja de atormentarme la duda de entre quiénes soy el que dejo de ser y de ¿dónde termina tu presente/ y tu pasado empieza? Me acosan, en las voces y en los silencios, las interrogantes por el tiempo que se me va de las manos y por el espacio, ahora todos aquellos donde he vivido, que se me vuelve una casa habitada de verdes selvas. Las mundanas garras amenazan pero retroceden si son jadeos y palabras lo que escuchan asomando su oído a mi casa. Será este instante tejido de anteriores hilos, cada uno en su año y en su sombra, los que van jugando conmigo, mostrando y escondiendo rostros, nombres fechas… borrando los más recientes y urgentes en el ajetreado día a día y dejando aquellos de la abuela, de los padres, de la espera a la luz de la vela, aguardando otro cuento para adormecer a la noche y entrar en ella con paso firme. Todos mis sueños van a caer en olvidados cuadernos: Tinta en las fisuras del tiempo. Un niño terco y travieso se me aparece en estas tardes calurosas de Santa Cruz, o de Barcelona, llevando entre manos alguna serpiente, algún trozo de motacú, algún olvidable fantasma de la selva. Huele a palosanto, si aparece. A humedad, si se me esfuma. Se ríe en inglés y sueña en castellano; a veces, se me escapa cuando quiero darle el nombre de uno de mis hijos y suele importunar si me ve a solas con Kristine. Otras anda de conquistador y entra en lo verde munido de un par de citas de Moro o de Erasmo que robó en la escuela, el único día que se le pasó por la cabeza pasar por allá. A veces me da, dócil, su mano niña y desandamos los pasos desde tierras estadounidenses hasta árboles de Santa Ana, como quien le juega al pasado su última ficha y gana la partida durmiendo con iguales dados a todo el destino mío que vendrá un día, revelándose con el tiempo. Otras veces, como hoy, desaparece y no hay forma de traerlo a este instante en que la letra le reclama y la voz le oye decir su nombre en labios de madre ya tan ida. Entonces, ahogado/ mi silencio es agua… eco de sombras/ infancia de bosques… lo demás es espejismos/ o sea luz y oscuridad, / pero sabiéndolo, ¿cómo es posible sobrevivir? Cuento cuentos, sin parar, en las últimas veinte horas, no hice sino contar cuentos. A veces en forma de personaje, me digo, protegiéndome de las voces 112 | elansia 2
“La mirada de este Suárez exige alzar la cabeza, aceptar la propia impotencia para retener en la conciencia y a la vista todo lo vivido; sin embargo, al establecer la posibilidad de tropezar con lo dejado atrás, esta obra acaba dando sitio y voz a lo negado, dentro de la narración de la vida, sea ésta personal o comunitaria”.
que quieren venir desde lo invisible de mí; a veces, en forma de mitos que dictan mis ancianos, a veces en papel, en tinta y acrílico, tres dimensiones para esta morada escritural. Me asomo a la ventana de la Torre, recorro mentalmente los senderos y los fantasmas de este Parque y cada artefacto me mira, objeto perdido, con una sonrisa de muerte insignificante. Oigo danzar los relojes y crujir los papeles. Diez segundos. El mundo creado / y reducido. Es decir abreviado a embrión se me sienta en las pupilas, huidobrianamente, y me tararea una vieja canción: Hablar es actuar, revivir en la escritura / o sea, ser construido de palabras, signos, / sombras, claridad. O sea, ser nadie, ser todos… Este ser todos y ser ninguno, le dije a Juan hace unas tardes, es cosa de locos. Pero locura de persona, de pessoa, que se escabulle de las certezas del nombre y la ciudadanía, del credo único y el documento, para irse por pasillos y corredores donde difusos fantasmas me hablan de aquel pájaro cuyo canto era el de todos y era el de nadie, recalco, porque es entre los demás seres que podemos ser nosotros, si acaso, olvidados accidentalmente de nuestra seguridad de ser, fantasmales, juguetones del azar de la persona. Y la certeza, me preguntan, la seguridad con que una mano firma y una voz declara en los juicios; esa certeza de tu nombre, Nico, dónde anda. F., les respondo, mi nombre es apenas una F con punto de inicial y con ocho dormidos autores en mi espalda. Escribanos que acechan noche y día pidiendo existir en la ficción, último escondite, cuartito del fondo de la llamada “realidad”. Escribanos que se enfrentan con la escurridiza memoria que a veces se llama escritura; otras, olvido, otras, apenas silente Casandra, quien hace unas noche me susurró en un sueño que era cosa muy averiguada / que su miedo a las profecías había terminado / con ellos. ¿Quiénes?, musa, llegué a decir con cursis palabras no mías. Ella susurró, ellos, los escribanos, los poetas que por no existir son cosa de nunca acabar. Ya se consume la última vela, debo retornar a la nave y al onírico ahora, que es todo lo que me queda en medio del camino. Pero despertar ya no dolerá, pues presiento que entre los versos, el espacio renace en otro tiempo… G
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Dibujo de Nicodemes Suรกrez
El Poema América Una arqueología del futuro Juan Murillo Dencker1 En lo profundo todos hablamos un mismo idioma: un silencio. Este silencio es el ser del país. Vive en sus gestos y acciones pero no es ellos. El Poeta Movima, Ensayos
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i aceptamos la definición del principio sinfónico de Langue como “el arte de desarrollar una idea fecunda a través de todas las metamorfosis posibles”, observamos cómo la obra El Poema América descifra de manera convincente el lenguaje musical en texto poético y literario. La obra está construida en cinco movimientos y cuatro coros; inspirada en la Novena Sinfonía de Beethoven, cada movimiento tiene su atmósfera y tonalidad particular.2 “El poema propone un cierto grado de sincretismo artístico, sus tempos aluden, según el autor, a la pintura (imágenes) e incluye poesía visual; no están ausentes guiños concretos al simbolismo francés y “al concepto de “correspondencias” entre el mundo físico y el mundo interior sugerido por Baudelaire.”3 Existe también en el desarrollo del poema alusiones concretas a las matemáticas y la “fórmula científica”. La crítica francesa podría definir la propuesta del Poeta Movima como una intensa e irónica boutade, palabra que la Academia (drae) define en su diccionario como: “intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar.” Pero más allá de un temprano juicio, estamos presentes ante una acción poética subversiva. Ante una publicación “póstuma” vemos al autor experimentar la “postumidad” de su obra y de él mismo, a la vez que nos recuerda que el tiempo es memoria y que ella está colmada de amnesia orquestada por el desdoblamiento de los personajes-autores. A fin de entender la sinfonía literaria del Poeta Movima y su andamiaje poético, el lector deberá valerse de su propia imaginación, guiado por las metá1 Crítico literario, fotógrafo y gestor cultural boliviano. 2 El concepto tiene su origen en el ensayo “Juan Cristóbal o el imaginario de los héroes verosímiles”, expuesto por Juan Murillo Dencker y publicado en “Letras de amor y amor de las letras”. www.editionsorbistertiuos.fr 3 Frase tomada de un manuscrito inédito de Nicomedes Suárez Araúz, autor original de The America Poem.
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Nicomedes con el poeta chileno Enrique Lihn, 1981.
foras y las técnicas literarias que el autor utiliza. Queda la incógnita si acaso el “autor original” no sólo es poeta, narrador, pintor, ensayista, sino que también es músico. y desde los cuatro vientos se escucha una sangre de autos sonando a través del cuerpo en forma de lira del país sonando cual gotas de luz por la noche sonando y arrastrando los labios sonando y denudando los dientes de las carreteras ante los ojos del conductor quien viaja sin sombra sonando los cables telefónicos cuajados de voces luces que sueñan en delirios de aves tibias de vendajes puestos sobre las caras de los sobrevivientes del día4 “Desde la óptica del crítico literario, el interés por la obra sólo se entiende cuando provoca y toma al texto como un pre-texto mediador del deseo de escribir, mientras que para el gran público el texto hipnotizador es aquel que alcanza a disparar un fluido infinito de un continuum de imágenes respondiendo a la paradoja o construyendo contradicciones. Un pensador alemán sugiere que los escritores deberían hacer fotografías, mientras que un francés entiende a la imagen fotográfica como una forma que quiere significar algo tal cual es la palabra 4 Suárez Araúz, Nicomedes, (mayo 2015). Selecciones de El Poema América, Primer Movimiento, Melodía. Documento inédito en español.
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afirmando que esta es la fatalidad que une al fotógrafo con el escritor. A la poesía con la imagen.”5 Llanos verde y gris melodía dividida por bosques montañas simultáneas frentes pulsando ojos de agua azul de reflejos cabello gris caído en la tinta mágica de los vastos espacios de lagos Lago Tahoe en Wyoming labios suaves a punto de pronunciar algo transparente vuela los Grandes Lagos racimos de tiernas uvas sumergidas en sombras”6 El Poema América o The America Poem fue escrito por El Poeta Movima en 1970, el autor muere en 1974 en Nueva York. Aunque su estado parecía ser la de un hombre muy saludable, dicha noticia sorprendió a Nicolás H. Marañón tal como lo afirma en una nota fechada en 1976.7 Dicen que la explicación del médico tratante escuetamente hacía referencia como causa de muerte a una “congestión neuro-cerebral”, aunque era insatisfactoria, escribe Marañón: “él debió sufrir, sin embargo, desde una hipersensibilidad 5 Murillo, Juan, (2014). “El amanuense de Dios (Apuntes para el olvido)”, Revista Aportes de la comunicación y la cultura, Vol. 17, Nro. 1, p. 99, Santa Cruz de la Sierra: UPSA. 6 Suárez, Nicomedes, (mayo 2015) Selecciones de El Poema América, Primer Movimiento, Melodía. Documento inédito en español. 7 The America Poem, p. 5.
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para con la vida moderna”8. Algo más tarde Nicolás preguntó –sobre este acontecimiento– a una señora de edad avanzada que había conocido al poeta, ella se limitó a decir: “él simplemente se murió”. 9 En correspondencia del 12 de octubre del 1973 enviada a Marañón, subraya El Poeta Movima: “Yo siento dentro mío, como tú sabes, un reino –a la vez– unido y dividido, adentro escucho las voces de una docena de seres. Últimamente , luego de todo, estoy sorprendido por mí mismo nombrándolos. He mantenido una lista de estos nombres . . . Nicomedes Suárez Araúz, Timothy Samuel Eldridge, …. (y diez más) […] Todos ellos de alguna manera están relacionados con el poema que escribí desde que me encontré con usted.”10 El primer movimiento, Paisaje, es una travesía acerca de la geografía y la sociología de los Estados Unidos de Norteamérica, su pasado y el pasado de la humanidad en general: sonando los molinos con dientes con líquidos con golpes fabricando comida enlatada ungüentos sedativos motores máquinas11 8 Ibidem. 9 Ibidem. 10 Ibidem. 11 Suárez, Nicomedes, (mayo 2015) Selecciones de El Poema América, Primer Movimiento, Melodía. Documento inédito en español.
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Nicomedes en un pueblo de España, 1985.
Dice un autor de extensa fama que si quieres ser universal, primero debes pintar tu aldea. Aceptando este pre-supuesto el poeta nos entrega una carga de sentido cuando él se refiere –desde su hogar-residencia de aquellos años– al quehacer de las computadoras participando/organizando la producción en la cotidianidad laboral para interferir los sueños de los obreros, aunque la computadora se traduzca desde el inglés al francés como un ordinateur y España la asuma como tal, un “ordenador”, para este caso si cabe el término, esta máquina cuya misión es ordenar la vida de los ciudadanos, a la vez que también es “la” que des-ordena el sueño: sonando la computadora derrama puntos digitales sonando azul en el ojo del obrero ebrio que sueña12 Pero, la preocupación del poeta va más allá de sus temporales fronteras, mira a la humanidad entera sufrir por ello y pagar la factura del progreso: sonando los pulmones continúan ensayando estrellas de oxígeno contaminado y el oído busca al caracol de donde surge el sol13 Hablar de “fronteras temporales” es necesario porque se distinguen claramente las no-fronteras de su poesía y las a-sincronías de sus intensidades y de su continuo retorno a sus dos paraísos perdidos: su infancia y la Amazonía, aquella patria donde fue feliz y sigue siéndolo:
12 Suárez, Nicomedes, (mayo 2015) Selecciones de El Poema América, Primer Movimiento. Documento inédito en español. 13 Ibidem.
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Familias Suarez y Rodeiro, Siete Puertas.
como un manantial que derrama los pequeños dedos de mi infancia14 En el permanente devenir de la historia y el eterno retorno, proclama y reclama situaciones de hechos concretos proyectados a futuro en consecuencias insanas e imprevisibles. Dice: “hay ciudades con presupuestos de hombres y mujeres / ciudades mágicas de probabilidades / (ancestros y futuros progenitores habitan allá / ancestros y radios / ancestros que sufren insomnios de televisión // ancestros y la rueda / desde el pie hasta el automóvil / desde el avión reactor al ciempiés / con pies de aire // Esta ciudad es una ciudad oral / pasada de boca en boca / (de tumba en tumba el eco suena) / confundiendo en el espejo”15 Y en el camino de su larga travesía por el mundo, Buenos Aires, Londres, Tampa, Lima, La Paz, Barcelona por citar algunas estaciones del viaje, siente la inmensa distancia con su lugar de origen: Yo camino. Yo soy Ancestro del satélite.. Ancestro del avión reactor. Ancestro del automóvil. Ancestro de la carreta. Ancestro precediendo el ritual de los pétalos sangrantes (La flor de loto flota en tus ojos Sedna la flor de loto flota en mi Amazonas)16 En un gesto de angustia ante el indolente avance del progreso, del consumo y 14 Ibidem. 15 Traducción libre de The America Poem, p. 24. 16 Traducción libre de The America Poem, p. 26.
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de la distancia, hace un guiño a la mítica diosa esquimal o inuit contemplando a la misma flor para concluir desde el coro: “(Yo escucho el vuelo resucitado / en la otra cueva –quizá la inalcanzable– / Yo escucho una estampida de caballos salvajes - / sombras desmoronadas /)”17 El Segundo Movimiento, Escenas, presenta una serie de hechos que esgrimen una suerte de viñetas o ilustraciones vecinas de la caricatura, aunque altamente sazonadas de un humor e ironía apocalíptica. Estamos frente a una estrategia de secuencias evocativas a las técnicas de películas asociativas. La computadora llega, enciende toda una ciudad, une dos voces en un cable, Desde la luna le hablan, computadora, sí, computadora, no, ¿Cuántos hijos tendrá?18 Esta parte de su sinfonía poética discurre acerca de la naturaleza en el país del norte, el medio ambiente urbano, la guerra del Vietnam, el tema racial, la mentalidad de los cultos, y la revolución de las “nuevas tecnologías” y sus efectos en el individuo. Sed que aunque inventado estoy aquí Voy de la cifra al cable (teléfono, ¿de qué venas naces?) El mundo vacila en su corazón; silogismo completo de engranajes. Hamlet extiende su voz por el cable en un incoloro e indeciso trance. Su alma 17 Traducción libre de The America Poem, p. 29. 18 Suárez Araúz, Nicomedes, (mayo 2015). Selecciones de El Poema América, Segundo Movimiento. Documento inédito en español.
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Foto Juan Murillo Dencker
despierta en el auricular: “¿Quién es?” pregunta el día. […]
“Hamlet,” respondo.” “Lo siento. El número que ha marcado no está habilitado. Por favor consulte la guía telefónica e intente de nuevo. Si aún no le es posible completar su llamada, escuche esta grabación dos veces más y una telefonista lo atenderá.
Sólo quiero saber quién deshonró a mi madre.
Lo siento no tenemos esa información.19
El Tercer Movimiento, Meditación, es una sección aparte del desarrollo general del poema, sin embargo –por los ecos propuestos- no alcanza a dislocarse de sus principales temas. Este movimiento está dividido en cuatro partes: Intuición, Percepción, Razón, y Meditación. Cada una de ellas se corresponde a formas de aprehensión de la realidad y, con excepción de la Meditación sugieren modos de escribir la poesía.
19 Ibidem.
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Los poetas amazónicos Nicomedes Suárez Araúz y Thiago de Mello.
(Intuición) Pero algo explota: una frágil botella Llenada con cielos. (…) El niño de los redondos o rasgados ojos Siente que sus ojos se llenan de hielo. (Percepción) El invierno aún permanece. El cementerio es un presagio de pinos y sauces despojados de hojas. Las hojas yacen como vacilantes mujeres esperando el sol. (Razón) Aquello que frecuentemente se pensaba Pero nunca tan bien expresada Es el lema de la oficina y del mercado (Meditación, tercer coro) una mujer transparente de voces pasadas llena mi noche … (Vegetal como la mente cierra sus alas blancas todo el espacio renace en otro tiempo.)20 El Cuarto Movimiento, Viaje, crea la travesía de un múltiple personaje que se desplaza a través del tiempo, y a través de sí mismo, mediante una serie de imágenes asociativas y símbolos. 20 Fragmentos escogidos y traducción libre de The America Poem, pp. 51 a 60.
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Pintura de Nicomedes Suárez
Aquella persona que permaneció insomne ardió en los ojos del alba (…) ella parada en el fondo del espejo me abrazó.” (…) “nos abrazamos hundiendo besos como manos en los lúbricos guantes del fuego, (…) “entramos juntos al túnel invisible una fogata lloraba trenes intercambiando muslos” (…) Una niña está naciendo a las orillas del mar, Sedna te bautizo. Las estrellas ardiendo caen al mar, caen los dados negros, Siete. Siempre siete. ¡Gana el señor! (…) (En las bahías de mis ojos desembarcan peregrinos. Se sucede la faz de Washington y otros héroes en el agua: pasa y prosigue el fluir de historia hacia adelante.)21
21 Texto inédito del poema original The America Poem, Cuarto Movimiento, pp. 49 a 55,
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Mapa de Loen, 1997.
El Quinto Movimiento, Las caras interiores, se fusiona con el Cuarto Coro trayendo consigo el flujo de la visión del poeta acerca de los Estados Unidos de Norteamérica, además del universo y flujo del poeta mismo. Esta sección progresa hasta alcanzar un punto de absoluto silencio creando una sensación de renacimiento o iluminación a través de sus imágenes y ritmos cuando el exclama: “¡Cuán largo es el ciclo desde una semilla a otra semilla!22, e inmediatamente el poeta pregunta: ¿Qué largo camino no visto nos mira?23 Sangra el limón cortado de la madrugada (…) (lentamente nuestros dientes de luz muerden las húmedas entrañas de la tierra caen los desechos mentales y surgimos a ciudades verdes) (…) las alas de nuestras caras interiores vuelan hasta donde arden las palabras y el silencio (sin labios) se pronuncia Aquí nace la poesía: ………….” 24 22 Traducción libre de The America Poem, p. 75. 23 Ibidem. 24 Suárez Araúz, Nicomedes, (mayo 2015). Selecciones de El Poema América, Quinto Movimiento y Cuarto Coro. Documento inédito.
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Archivo familiar
Los cinco movimientos y sus coros de manera holística presentan una suerte de expedición arqueológica al futuro de la humanidad; sus afirmaciones son presagios de acontecimientos tan actuales pese a haber sido concebidos cuarenta años atrás (1975). Estamos frente a un libro que a la época de su publicación representaba y representa una nueva clase de poema épico contemporáneo; gran parte del contenido poético es un amplio salto imaginativo hacia el fomento de una tendencia en la construcción de una poesía asociativa, antes practicada por Neruda y Lorca, entre otros. El único requisito para leer dicha poseía, es la rendición de uno mismo ante su experiencia imaginativa, la cual no es una representación de eventos reales, sino más bien, una extensión lingüística imaginativa, simultáneamente es también, un reflejo de ella. 126 | elansia 2
La última página del libro The America Poem tiene una nota biográfica que a la letra dice: “El Poeta Movima and Nicolás H. Marañón are pseudonyms of Nicomedes Suárez. Suárez was born in Santa Ana del Yacuma, Eastern Bolivia, in 1946. He now lives in his homecountry with his wife Kristine M. Cummings Suárez, and their son, Nicomedes Austin.”25 El poema fue escrito originalmente en español por Nicomedes Suárez Araúz, traducido al inglés por Willis Barndstone, revisado por el propio autor y publicado (78 páginas) por única vez en Lascaux Publishers de Estados Unidos de Norte América. La presente aproximación es apenas la punta del iceberg ya que un análisis más detallado requiere necesariamente una profunda y sagaz investigación que dé origen a una mirada crítica del poema y del universo ficcional y profético construido por el poeta, que no es otra cosa que el lenguaje nicomediano en búsqueda del silencio donde habita la poesía. G
Referencias Murillo, Juan, (2014). “El amanuense de Dios (Apuntes para el olvido)”, Revista Aportes de la comunicación y la cultura, Vol. 17, Nro. 1, p. 99, Santa Cruz de la Sierra: upsa. Poeta-Movima. (1975). The America Poem. West Whately: Lascaux Publishers. Suárez Araúz, Nicomedes, (s/f). Documento inédito en español de la obra The America Poem. Biblioteca personal. Suárez Araúz, Nicomedes, (mayo 2015). Selecciones de El Poema América. Documento inédito en español.
25 El Poeta Movima y Nicolás H. Marañón son seudónimos de Nicomedes Suárez Araúz. Suárez nació en Santa Ana del Yacuma –en el oriente boliviano– en 1946. Él ahora vive en Bolivia con su esposa, Kristine M. Cummings Suárez y su hijo, Nicomedes Austin. (traducido de la p. 78 del libro The America Poem.)
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La sombra de las lavanderas Gary Daher1
v
La amnesia es parte de cada gesto, cada apariencia, cada intento que hacemos de recordar y pensar. No se trata de la inconsciencia, es una presencia que nos penetra lentamente y que erosiona, conforma y refina nuestras vidas. Cada uno de nuestros pensamientos y recuerdos ha sido moldeado y derruido por la amnesia. El mundo de la amnesia y de las ausencias es un universo que coexiste con el mundo de los recuerdos y presencias. Nicomedes Suárez Araúz2
iajar por un río del Amazonas es la aventura con mayúsculas, el río nos espera en las orillas, y nosotros nos deslizamos bajo la sombra de los árboles que cruzan sobre nuestros ojos alucinados. La chapapa viaja impulsada por un motor de pecho frágil, que tose de vez en cuando como si quisiera morirse. El guía sostiene la mirada sobre el agua, y de vez en cuando levanta los ojos para observar la maraña. Eso es lo que imaginamos mientras nuestra pequeña balsa se mueve entre los también reducidos rápidos del débil arroyo brazo del río, pero para nosotros son grandes cachuelas y poderosos peñascos que amenazan el viaje. Nuestra abuela, mujer todavía joven, en sus senos bebemos, canta una bella canción en moxeño trinitario. Nuestra abuela lava la ropa, lava nuestra ropa y su ropa, golpeándolas contra la peña. La canción nos cuenta de antiguos tiempos de cuando la gran mujer, la mujer primera, era un río ancho como el mar, y ella era el agua sagrada para regar la semilla; nosotros que todavía éramos semilla, buscábamos refugio en el barro, por eso se nos llamó hombres de barro, aunque en realidad éramos maizales, nacíamos a la vida con nuestros cuerpos erectos, vestidos de largas hojas verdes para esperar las mazorcas. Pero esos serán otros tiempos, tiempos futuros, los de las mazorcas, cuando nuestros cuerpos se vayan a la selva a cazar buscando hablar con el espíritu de los tigres; mientras tanto, 1 Poeta, narrador y traductor boliviano. 2 “Manifiesto Amnesis” (Barcelona 1984), en Loén: Un mundo amazónico olvidado, Santa Cruz: La Hoguera, 2010.
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Foto Kristine Cummings
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Foto archivo familiar
nosotros somos niños y jugamos a la orilla cuando la abuela canta, mientras las tías lavan sus pieles oscuras contra el vestido. Nuestra madre es una ausencia, así dice la abuela, y esa ausencia es como una luz que nos penetra lentamente y que erosiona, conforma y refina nuestras vidas. Porque la ausencia coexiste en el mundo de los recuerdos y presencias, así dice el poeta de Loén, Nicomedes Suárez, y abuela nos hace aprender de memoria sus frases, aunque tía Martina dice que aprender de memoria es un extraño presentimiento del olvido para el mundo de Loen. Por el camino vienen mujeres de sombra blanca cantando la canción del río.3 Abre la Canción Loeniana tía Martina, la abre con sus labios gruesos, la abre con su garganta profunda, la abre con su tono grave. Balbuciente y fragosa viene la corriente y le roba su sombra desnuda, Así canta, y nosotros buscamos su sombra, mientras los árboles juegan con sus ramas y con el viento haciendo desaparecer la silueta de tía Martina. Cuando las lavanderas se callen se habrá perdido el hilo que nos une, ese hilo que permite 3 “Carta a la Amnesia # 2.089”, Nicomedes Suárez Araúz, Loén: Un mundo amazónico olvidado, Editorial La Hoguera, 2010, p. 232. El poema aquí comentado es reproducido en su integridad más adelante.
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Nicomedes y Kristine con sus hijos, Cadaqués España, 1991.
crear y unir el mundo del pasado con aquel que nos rodea, el mundo que nos acecha, el mundo del cual venimos. Esa es la memoria de la desmemoria que aguarda en los intersticios para ser recuperada. El hilo que es el canto de las lavanderas. Y a la orilla del río una mujer lava su ropa lava su cuerpo oscuro. “El viernes último brillaba la luna llena. ¿O era el jueves? Era una moneda amarillo claro. ¿O tenía un hálito verdoso? ¿Un resplandor naranja? Porque tú dijiste que iba a llover al día siguiente.”, así nos leyó un día la abuela ese párrafo de aquel libro de Loén. A mi me parece que le inquietaba, como nos inquieta el duende que dice que visita la casa vecina, que está vacía hace mucho tiempo. Después, tía Martina estuvo por muchos días repitiendo estas frases una tras otra como si cantara, y ahora las canta porque ama al poeta de Loén. Dice que no sabe si eso es verdaderamente lo que estaba escrito, pero no le importa la duda, sino el canto como un susurro del río. Qué estará inútilmente restregando tía Martina a estas mismas horas ¿Lavará desnuda el único vestido amarillo de jaspes verdes? ¿Tendrán sabor a lejía sus manos grandes? Por el final de la avenida que lleva al monasterio han cruzado unas garzas. La tarde, al fin y al cabo, viene religiosamente y me gusta el olor que deja el montón de prendas limpias sobre la sábana. Balbuciente y fragosa viene la corriente y le roba su sombra desnuda Y la mujer se va cantando con las mujeres de sombra blanca. G
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suarecIANOS
Dado el delicado estado de salud de Nicomedes Suárez Araúz, y con el propósito de ser plenamente fiel a sus filiaciones, su esposa Kristine sólo seleccionó dos lecturas de autores bolivianos que con seguridad el poeta ha reconocido en el pasado como influencias importantes en su trabajo: el “Poema del viento del sur”, de Raúl Otero Reiche y “Moxitania”, de Pedro Shimose. También respetaba mucho a Jesús Urzagasti, recuerda ella, mas no pudo identificar qué obra en particular hubiera elegido Nicomedes. Como editores, colocamos una pieza más en este mosaico: Thiago de Mello, el poeta de la amazonia brasileña y cercano amigo de Suárez, a quien visitó hace pocos años en Santa Cruz para participar en un homenaje que se le tributaba. Suarecianos | 133
Poema del viento del sur Raúl Otero Reiche1
Este viento libérrimo, este salvaje áspero e hirsuto, desnudo como el río, corriendo sin muslos y sin pies, sin la figura del cuadrúpedo, ni del gusano ni del hombre. Libérrimo, salvaje, dando terribles alaridos de bestia indómita, forcejando entre los árboles, retorciéndose, anudando su cuerpo de culebra, destrenzándose súbito con chasqueante silbido de látigo implacable. Porque es él el libérrimo, ¿de qué prisiones de horizontes huyendo sin tino, ciego, extraviado en el profundo caos de la sombra? Porque es él, perseguido de las fieras jaurías ululantes de florestas famélicas; el del negro caballo escarceador, indómito, crinado de tormentas ¡y tan dócil al freno de la lluvia!
1 Raúl Otero Reiche (Santa Cruz, 1906-1976). Poeta, ensayista, novelista, cuentista, dramaturgo y compositor boliviano.
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El que riza fragantes cabelleras de espuma y esmeraldas, madrugador galante de aguas y selvas, ¿qué diabólico espíritu encadenándole a sus vórtices, luego le abrió las pampas y los bosques para que ciego corra y corra? ¡Este viento libérrimo, este salvaje loco! que surge de la nube culebreante para herir la gacela con el frío latigazo del sur.
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Moxitania Pedro Shimose1 A César Chávez Taborga
Cuando la noche sacudió sus alas y la luz te despertó, en tus ojos se miraron la selva antes de ser selva y el río cuando no era más que una gota suspendida en el aire. Antes de la guayaba, después de la codicia, la madera y el agua protegían tu sueño. Antes del fuego, después de la ternura, las garzas corregían su vuelvo melancólico. Antes de la forma - más allá del tacto; antes del sonido - más allá de la música; antes del color - más allá de la luz, yo te amaba con mi corazón hecho de luna. Pero el hombre invadió tu fábula de incendio y aguacero; con sus manos te hizo, con su fiebre y su alcohol, y crecieron los relinchos y las risas, y el carambolero olía no sabes cómo, los jacarandás resplandecían y las mujeres cantaban camino del paúro y la molienda. Todo era suave como la brisa a la sombra de los mangos.
1 Pedro Shimose (Riberalta, 1940). Poeta, ensayista, narrador y compositor boliviano.
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Ahora que estoy lejos del instante en que te conocí, lejos del relámpago y el rayo que ignoraban el metal y lejos del metal que ignoraba el trópico, la flecha y la canoa, recuerdo tu rostro de otro tiempo, antes de la almendra como almendra y después del ambaibo como ambaibo. Todo es aire oloroso a balsamina y ropa limpia. Hija del viento que deja su apellido en cada rosa, pese a que el tiempo te redujo a escritura, pese a que la orquídea te cambió por otra ciudad sin flores y sin pájaros, pese a que el árbol se secó de pura tristeza, pese a todo, ¡cómo te sigue amando mi corazón lleno de cielo!
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Los fundamentos Thiago de Mello1
La leyenda, por ser leyenda, es verdadera. Por ello diré que, aunque transmitida por mi boca –ciénaga de engaños– es de verdad la herencia que te dejo. Por verdadera, penetra sobre el tiempo de las cosas sucedidas que ella cuenta, de las cuales en el mundo no existen señales. Sólo declaran su tiempo cosas concluidas, las que perdieron habla pero balbucean cuando, por locos, vamos despertándolas en sus tristes tumbas abiertas. Los ojos inmutables de la verdad nos espían planeando sobre el tiempo. Pena, no obstante, que no quede sombra o rastro de lo que floreció en los dominios de la leyenda. Por más que se anden leguas y se excaven planicies y peñascos se derrumben, no se encuentran vestigios, salvo de los dos que, hermanos de la leyenda, permanecen intactos: el hombre y el mundo –siempre recusados porque son evidentes, son las únicas señales que prueban todas las verdades. La leyenda, por ser leyenda, es verdadera. Pues lo propio de las leyendas es la verdad.
1 Thiago de Melho (1926). Poeta, escritor y humanista brasileño.
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Los Estatutos del Hombre (fragmentos)
Thiago de Mello1 A Carlos Heitor Cony
Artículo 2. Queda decretado que todos los días de la semana, inclusive los martes más grises, tienen derecho a convertirse en mañanas de domingo. Artículo 3. Queda decretado que, a partir de este instante, habrá girasoles en todas las ventanas, que los girasoles tendrán derecho a abrirse dentro de la sombra; y que las ventanas deben permanecer el día entero abiertas para el verde donde crece la esperanza. Artículo 4. Queda decretado que el hombre no precisará nunca más dudar del hombre. Que el hombre confiará en el hombre como la palmera confía en el viento, como el viento confía en el aire, como el aire confía en el campo azul del cielo. Parágrafo único: El hombre confiará en el hombre como un niño confía en otro niño.
1 Thiago de Melho (1926), Poeta, escritor y humanista brasileño. Suarecianos | 139
Artículo 6. Queda establecida, durante diez siglos, la práctica soñada por el profeta Isaías, y el lobo y el cordero pastarán juntos y la comida de ambos tendrá el mismo gusto a aurora. Artículo 11. Queda decretado, por definición, que el hombre es un animal que ama, y que por eso es bello, mucho más bello que la estrella de la mañana. Artículo 12. Decrétese que nada estará obligado ni prohibido. Todo será permitido. Todo será permitido. Inclusive jugar con los rinocerontes y caminar por las tardes con una inmensa begonia en la solapa. Parágrafo único: Sólo una cosa queda prohibida: amar sin amor.
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Artículo final. Queda prohibido el uso de la palabra libertad, la cual será suprimida de los diccionarios y del pantano engañoso de las bocas. A partir de este instante la libertad será algo vivo y transparente, como un fuego o un río, o como la semilla del trigo, y su morada será siempre el corazón del hombre.
Suarecianos | 141
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primera persona
La poesía de Nicomedes ha bebido del surrealismo, del romanticismo inglés y francés, del modernismo americano, de poetas medulares como Borges, García Lorca, Neruda o Miguel Hernández, del haiku y las tradiciones orientales, de la poesía boliviana de las tierras bajas; pero también –tal vez haya que decir: sobre todo– de los sonidos de la selva y del legado oral de su madre, Nina. En la breve selección de su obra que presentamos a continuación pueden rastrearse esas marcas de origen.
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Árbol
Publicado en: Edible Amazonia: Twenty-one poems from God’s Amazonian Recipe Book, ee.uu.:The Bitter Oleander Press, 2002; Recetario amazónico de Dios, La Paz: Editorial 3600, 2014, p. 42. Poema firmado con su nombre propio.
a Jesús Urzagasti y Pedro Shimose, amantes de los bosques
Se mezcla masa de pan y agua hasta que sea una masa más o menos blanda. Cuando está pronta se agarra un gajo duro de un relámpago que sea resistente y en bonita forma y se lo va paralizando, echándole la masa con una cuchara, con la misma que se ha mezclado el pan de cada día. Después el gajo se coloca sobre un gran bollo de masa cuidando de que no asiente porque los árboles, los Chimanes lo saben, nacen también del cielo. La masa está pronta, cuando echándole agua, ya no la absorbe. Tiene que llevar formas irregulares con sobresalientes, así como Iquitos, Leticia, Riberalta, Manaus o Belém se elevan en la selva sobre el nivel de las aguas.
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Después que se baña el gajo integramente, se coloca al sol y entre lianas de lluvia por doce mil años. Entonces se le añaden, poco a poco, la corteza de los pueblos circundantes, lanchas llenas de caucho y sangre, y esta mezcla se usa inmediatamente porque seca muy rápido y una vez que está dura ya no se puede usar más. Por eso los ciclos se añaden rápidamente: uno de cinchona, pequeño, otro de caucho, grande, uno de esmeraldas, otro de pepitas de oro, uno de pulpa maderera, otro de petróleo. Conforme se va secando todo se va cubriendo con masa las ramas, añadiendo nuevos retoños de años, siempre formando sobresalientes. No olvidar de añadir las tribus, las mayores y las menores, una de Xingus, otra de Huitotes, una de Muras, otra de Sirionós, una de Campas, otra de Waris… Mejor si se mezclan en el yeso blanco de los jesuitas para darles pureza y poder armar las ramas bien con alambre fino.
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Una vez el árbol, con sus miles de venas pluviales, con sus tribus verdes, con sus idiomas, aromáticos con la primavera, resecos en el invierno, está armado, encima se puede pasar con un algodón cualquiera la pintura dorada en polvo obscureciendo la piel o aclarando como uno desee. Cuando la pintura esté bien seca por acción del sol diario se le pasa barniz copal, que se ha mezclado con purpurina oro, dándole la tonalidad que uno desee, pero nunca debe quedar blanco. Luego con un pincel ardiente se va cubriendo todo con una llamita y otra y otra, tapando todo agujerito que tenga, incendiándolo, como una ofrenda al cielo, desde donde el árbol nació.
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Pierna Silvestre
Publicado en: Edible Amazonia: Twenty-one poems from God’s Amazonian Recipe Book, ee.uu.:The Bitter Oleander Press, 2002; Recetario amazónico de Dios, La Paz: Editorial 3600, 2014, p. 29. Poema firmado con su nombre propio.
La pierna se lava y se raspa el exceso de gordura que hubiera. se pone en una asadera al horno. una vez que larga un poco la gordura se cuece hasta secarse y se cubre en azúcar y caldo de piña. Se deja en horno fuerte cociendo unos veinte minutos. Al retirar del horno se corta la pierna de indio formando rombos colocando un clavo de olor en cada uno. Los rombos se comen con yuca hervida y una tajada de silencio.
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Añoranza
Publicado en: Bodies of Water, ee.uu.: Origin Press, 2009. Poema firmado con su nombre propio.
Desde tu centro broto, orquídea, flor de Eros, apertura azul hacia la alborada y sus sombras verdes.
Al contemplar el río no tengo brazos ni manos. No puedo acariciar tu vientre, tu espalda, tu cuerpo colmado de aguas y distancias. En las aguas turbias no presiento el peligro, porque mi voz interior se amolda a tu perfecta esbeltez. A tu cuerpo de hembra jadeante voy, sé que no puedo errar. Sé que juntos moriremos en la playa, añorando a nuestros hijos.
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Carta a la Amnesia # 2.089
(fragmento) Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Loén, un mundo amazónico olvidado, Santa Cruz: La Hoguera, 2010, p. 232. Se publicó originalmente, a manera de un epígrafe, en Suárez Araúz, Nicomedes, Cinco poetas amazónicos bolivianos, ee.uu.: Lascaux Publishers, Colección Altamira, 1995, p. 5, bajo el “ente poético” llamado Abelardo Núñez de Arce.
Por el camino vienen mujeres de sombra blanca cantando la canción del río. Y a la orilla del río una mujer lava su ropa lava su cuerpo oscuro. Balbuciente y fragosa viene la corriente y le roba su sombra desnuda. Y la mujer se va cantando con las mujeres de sombra blanca.
Canción loeniana
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Escribiente
Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Cinco poetas amazónicos bolivianos, ee.uu.: Lascaux Publishers, Colección Altamira, 1995, pp. 25-26, bajo el “ente poético” llamado María Cifas.
Tinta en las fisuras del tiempo indolencia del espacio abierto de piernas melancólico oficio como la pérdida gravitacional que al cuerpo amarga el caer de la tarde atenuación de la densidad del deseo que gota a gota cae en las páginas blancas como a dubitativa mujer que entre noche y amanecer a otro cuerpo libera y al suyo se aferra 150 | elansia 2
II
Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Cinco poetas amazónicos bolivianos, ee.uu.: Lascaux Publishers, Colección Altamira, 1995, p. 47, bajo el “ente poético” llamado César Marañón.
El primer sabor es la tristeza. Entonces te envuelves y te metes en ella. Desmemoriados van los transeúntes que ven pasar a un hombre con los brazos en jarras con sus mil formas y mil maneras de moverse por el mundo, mientras que por las ciudades alumbradas, entre los faroles, hay extrañas formas admonitorias, el segundo sabor que le advierte: “No pasarás”.
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Chaparrón
Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Cinco poetas amazónicos bolivianos, EE.UU.: Lascaux Publishers, Colección Altamira, 1995, p. 71. Poema firmado con su nombre propio.
Cabalgamos y una sombra verde se nos pega a la espalda. Las primeras gotas chocan contra la geometría de la tarde y la disuelven. Detrás de nuestras miradas el chaparrón pace con su largo pelo de animal salvaje.
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Elegía del alba
(fragmentos) Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Cinco poetas amazónicos bolivianos, EE.UU.: Lascaux Publishers, Colección Altamira, 1995, pp. 74-75. Poema firmado con su nombre propio.
A Thiago de Mello
II La lluvia que cae sobre Manaus es la lluvia de Riberalta, es la lluvia de Santa Ana, es la lluvia de Iquitos, es la lluvia de Leticia, agua que cae sobre la greda, juntos agua y tierra barro somos para ya no separarnos jamás.
III Débil de soledad y angustia el leñatero muere junto a su leña, el chacarero se desploma sobre la arena, donde, enardecidas por el sol, se multiplican ciegas las sandías, las papayas, los melones que ha plantado. Muere todo lo que fuimos, somos nuestra propia elegía.
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Vida en la selva nueva
Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Cinco poetas amazónicos bolivianos, EE.UU.: Lascaux Publishers, Colección Altamira, 1995, p. 78. Poema firmado con su nombre propio.
al páa Antonio
Se entremezclarán nuestros huesos aquí, señor, me dijo el viejo chacarero, y gracias a Dios seremos lo que fuimos siempre, agua, barro, polvo, delirio verde.
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A Chico Mendes
Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Loén, un mundo amazónico olvidado, Santa Cruz: La Hoguera, 2010, p. 300. Poema firmado con su nombre propio.
Gritó, las venas del cuello abultadas, el ojo cerrado por los golpes, la cara ensangrentada, y su mirada que tanteaba al gritar los rincones del mundo. Chico Mendes, huésped de sus propias sendas muertas, ahora pregunta: ¿Por qué no puedo retornar, Señor, para mantener el silencio puro de mis tierras mientras bulle rapaz la ambición del mundo? Diafanidad del silencio vaciado en cuerpo, Chico Mendes está presente como la huella de un jaguar, como el polvo en el ocaso, como está la muerte evocándose en la vida.
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Lluvia de enero
Tomado de Suárez Araúz, Nicomedes, Loén, un mundo amazónico olvidado, Santa Cruz: La Hoguera, 2010, p. 301. Poema firmado con su nombre propio.
Inundación, 1969
Sólo porque al caer se asienta sabemos que en su vuelo fue oval. Gota, sonido, boca absorta ante el cielo inmóvil Todo lo que fuimos yace más allá de nosotros: nuestra vida íntegra en el caer desde el cielo hasta la muerte.
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El manifiesto Amnesis
Publicado en: Amnesis: The Art of the Lost Object, ee.uu.: Lascaux Publishers, 1988; Loén, Un mundo amazónico olvidado: Antología de la obra loeniana y la estética Amnesis, Santa Cruz: La Hoguera, 2010, p. x.
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a totalidad de la existencia humana está circunscrita por la amnesia. Nuestra amnesia colectiva (ese inmenso vacío en nuestra historia universal) es comparable al de nuestras vidas individuales: en las ausencias de nuestros recuerdos del día que nacimos, de los primeros años de nuestra vida, y la miríada de incidentes olvidados de nuestra vida diaria. Como lo ha expresado Cesare Pavese: “Recordamos instantes, no días.” La amnesia es parte de cada gesto, cada apariencia, cada intento que hacemos de recordar y pensar. No se trata de la inconsciencia, es una presencia que nos penetra lentamente y que erosiona, conforma y refina nuestras vidas. Cada uno de nuestros pensamientos y recuerdos ha sido moldeado y derruido por la amnesia. El mundo de la amnesia y de las ausencias es un universo que coexiste con el mundo de los recuerdos y presencias. W.B. Yeats advirtió nuestras añoranzas de lo que ya está muerto al decir que “el hombre es amor, y ama
lo que desaparece”. Nuestra amnesia, tanto personal como colectiva, supone una pérdida continua de lo que es nuestro o está cerca de nosotros: un mundo de irrecuperables objetos perdidos. Los escribanos de Loén se expresan así en este punto: Los objetos encontrados pueden sorprendernos con sus cualidades reveladas; los objetos perdidos nos hieren con el resplandor de su ausencia. La historia del mundo y de nuestras vidas es sobre todo un proceso de ir desechando cosas: vivimos de pequeños detalles, morimos de pequeños detalles, y nos consumimos para vivir. Los objetos desechados brillan con la incandescencia de nuestro fuero interno. Nuestra gran pérdida han sido esos millones y millones de años sin registro histórico y tocando el infinito: ese vastísimo espacio de recuerdos ausentes y de amnesia. Esta amnesia abarca el enigma de las artes de objetos perdidos. Como
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consecuencia, estas obras de arte son cartas a la amnesia, su notificación recupera para nosotros el sentido de lo infinito. Ellas como mensajeras de la amnesia, aletean con la nostalgia y alegría de las cosas que se han tornado invisibles.
Si no caemos en cuenta de la amnesia, las artes carecen de visión completa. En buena medida, nosotros somos lo que hemos perdido y que jamás podremos recuperar o recordar. La historia de la amnesia como tema, es una amplia rendija en el tiempo. Se extiende callada e implacablemente a lo largo del pensamiento de hombres y mujeres que lucharon por mantener la presencia de sus creaciones, de sus crecientes recuerdos: la historia de ellos. Muchos de quienes han creído en un mundo previo a nuestro nacimiento, a menudo lo han hecho en el limbo de la amnesia, un estado o etapa a través del cual pasamos o entramos el momento de nuestro nacimiento. Para los antiguos chinos, era un pasaje a través de las puertas del infierno. Allí, Lady Mêng obligaba a todas las almas a reingresar a la rueda de la transmigración, a beber el Min-hun-t’ang, el Caldo del Olvido que borrará todos los recuerdos de sus previas vidas y conocimiento. Platón, en el siglo IV antes de Cristo, en su concepto de anamnesis, coincide sorprendentemente con esta creencia. Para Platón, la amnesia ofrece una explicación epistemológica, nuestro aprendizaje en vida consiste en verter el olvido que nos tomó ven-
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taja cuando nacimos. Todo el conocimiento es un recordar el reino ideal que nuestra alma conoció antes de que ella viniera al mundo. Otro escritor (o conservador de recuerdos), Plutarco, en el siglo primero de nuestra era, se lamentaba por lo que el olvido convierte todo acontecimiento en un no-acontecimiento. Miguel de Montaigne en el siglo XVI deploró la aberración de los recuerdos causada por el olvido. Jonathan Swift, en 1726, en sus Viajes de Gulliver presentó un grupo de hombres decadentes cuyos recuerdos no iban más allá del movimiento de sus ojos de una línea a otra del texto y, por consiguiente, estaban condenados a no gozar jamás del placer de la lectura. Seis años más tarde, el Dr. Thomas Fuller, tan parco en palabras, redujo a una frase el hecho que todos sospechan o conocen: “Nos hemos olvidado más de lo que recordamos”. (Gnomolia, 1732) Durante el siglo XIX, William Wordsworth revive el concepto de amnesia de Platón en un verso: “Nuestro nacimiento no es sino un sueño y un olvido” (“Oda a la inmortalidad”). Pocos años después, Charles Baudelaire, siguiendo una larga tradición mística, hablaría del mundo físico como de un “bosque de símbolos” cuyos significados hemos olvidado pero que el poeta puede redescubrir por medio de su imaginación. En el siglo XX, desde el mundo de Ulises, James Joyce nos dice que “las idiosincrasias del poeta son productos concomitantes con la amnesia”. Las cuatro últimas décadas ofrecen varios ejemplos de escritores que
han tratado el tema de la amnesia. Entre ellos, encontramos a Jorge Luis Borges en su cuento “El inmortal” donde presenta hombres condenados a la inmortalidad, la decrepitud y el olvido final del lenguaje. Gabriel García Márquez en Cien años de soledad (1967) presenta un vacío en la memoria del cual emerge el lenguaje y al cual retorna después. Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido (1978) convierte el tema en una herramienta cortante para la protesta política – nos hemos olvidado debido a que quienes están en el poder han legado nuestra inconsciencia alterando la historia conocida, borrando las huellas. La tradición elegíaca en poesía mora con frecuencia en el tema de lo olvidado. Lo encontramos en poetas tan distintos como Mímero de Colofón (siglo VII antes de Cristo), Propercio Sexto (siglo I antes de Cristo), Chang Chi (Siglo VIII de nuestra era) o, en tiempos modernos, John Milton (Siglo XVII), Johann Wolfgang Goethe (siglos XVIII y XIX) y, en el siglo XX, Rainer María Rilke y Pedro Salinas. Ciertamente, el tema abunda en todas las eras, y en tiempos modernos, ha saltado de la literatura al cine el cual lo usa principalmente como un mecanismo para crear o intensificar el suspenso. El tema es omnipresente, pero sus aplicaciones como estructura, igual que como tema de obras artísticas, es único del movimiento llamado Amnesis. La historia de la amnesia no es sólo aquello que se ha escrito o creado, sino también lo que está presente en nosotros a cada momento. Al en
frentar este hecho, nuestra mente es compelida como un actor sin guión a improvisar, a alimentar la continuidad de nuestra existencia. Puesto que no podemos recordar, creamos. Nuestras ficciones pueden ser producto de los vacíos de nuestra memoria. No podemos recordar nuestro comienzos y optamos por inventarlos con imágenes y teorías: la Materia que emerge del espíritu, el Primer Iniciador, el “Big Bang”1. Como lo ha dicho Robert Jastrow, célebre astrónomo y director de la división científica de la NASA, el cosmólogo reconoce con renuencia que se ha tendido una cortina, tal vez para siempre, a nuestras posibilidades de conocimiento de los comienzos del universo y de los inicios de su desarrollo. El teólogo se sonríe con placer viendo en ese hecho la prueba de lo eterno y de que lo divino no puede ser captado por la razón. 1 Hans Vaihinger, en Filosofía del “Como Si” (1911), influido por Kant, postuló que los conceptos fundamentales y principios de las ciencias naturales, matemáticas, filosofía, religión, ética y ciencias jurídicas, son ficciones, las cuales, aunque sean separadas de la realidad objetiva, son instrumentos útiles para actuar sobre el mundo. En su Cours de linguistique générale (1931), Ferdinand de Saussare, fundador de la lingüística moderna, insistió en el carácter “arbitrario” del lenguaje y su divorcio de la realidad. Esta tesis desbarata la creencia sugerida por nuestro sentido común – de que existe una relación directa entre palabra y cosa, significador y significado. El escepticismo en torno a nuestra capacidad de captar la realidad directamente o de llegar a la verdad última, alcanza sus conclusiones extremas en la obra del lingüista post-estructural, Jacques Derrida. Suárez Araúz : primera persona | 159
En cada recodo de nuestra vida hay una rendija en nuestro recuerdo: El viernes último brillaba la luna llena. ¿O era el jueves? Era una moneda amarillo claro. ¿O tenía un hálito verdoso? ¿Un resplandor naranja? Porque tú dijiste que iba a llover al día siguiente. No puedo recordarlo. Tenemos que construirla contra un cielo negro perlado, de cartílago y vidrio, cable y papel maché, una moneda, una sombra blanca, tal vez con cardos, amarillos y cenicientos. Y allí estará la brecha. Un agujero redondo sobre el que hemos construido nuestra luna que evocará tal ausencia de la misma, ese vacío en nuestra memoria. La creación surge de la amnesia en la misma medida que de nuestros recuerdos. Bertrand Russell en el Análisis de la mente (1921) postula un mundo creado hace un momento, poblado por seres que recuerdan un pasado ilusorio. (Freud llamó a los inventos de los falsos recuerdos por la psique, paramnesia). Existe una amnesia perfectamente creativa: del presente, un pasado ilusorio. Una ficción. Aquellos que recordamos a Mnemosina, Diosa de la memoria, no olvidamos a sus hijas, las nueve musas que alimentan nuestros recuerdos. Sin recuerdos no hay presencia, no hay arte. Pero el recuerdo es la forma, aquello que reproduce nuestra mano y nuestra mente. La retórica es un agregado, la remembranza de gestos y esfuerzos en el momento de la creación de tantos que nos han precedido. La memoria es la forma, la amnesia puede ser contenido. La amnesia 160 | elansia 2
se filtra como una llama de muchas lenguas entre los dedos rígidos de las formas tradicionales. La memoria es esencial para pintar en un cierto estilo, para abigarrar las palabras en un cierto ritmo, para bailar con ciertos movimientos del cuerpo, todos ellos surgiendo del pasado. La amnesia puede ser el contenido y también puede inspirar formas que la memoria ayuda a forjar. La amnesia es la anti-Mnemosina, un espiral de sombras, de intersticios por donde todo entra y se dispersa. La amnesia desmorona la geometría de las cosas y crea un mundo de extrañas relaciones y disociaciones en el espacio y el tiempo. Entrar al reino de la amnesia equivale a entrar a un mundo donde los nombres han sido desplazados por agua y sombra. Es encontrarse uno mismo nuevamente sin poder hablar, con el corazón latiendo sin palabras. Es como estar frente a un árbol, una casa, una calle, una nube, un ave, una canción, un mundo que no podemos agrupar debajo de las cúpulas marmóreas de las formas tradicionales o etiquetas del pasado. Es entrar a un mundo por siempre maravilloso. Las creaciones de los artistas de Amnesis son cartas a la amnesia2, men2 Una “carta a la amnesia” no puede, obviamente, esperar respuesta: puede decirse que su sola presencia constituye la respuesta. Por otra parte las creaciones de Amnesis pueden ser concebidas como obras abiertas (término acuñado por Umberto Eco). O sea, son creaciones auto-reflexivas e indeterminadas en cuanto a significado. En ellas existe un libre juego de signos: ellas no proyectan un
sajes a nuestros estados individuales o colectivos de amnesia. Si no tomamos en cuenta la amnesia, no podemos tener una visión completa. La poesía, la pintura, la música, el ballet, el teatro de la amnesia: formas de olvido resonantes de alusiones, polivalentes en significados, objetos estéticos que iluminan la vida. Pero, ¿cuál es el color de la amnesia? ¿Cuál es la forma de la amnesia? ¿Cuáles son los gestos de la amnesia? No podemos saberlo, pero nos lo imaginamos. Por ejemplo, podemos imaginarnos las formas visuales de lo olvidado (como lo han hecho los artistas plásticos de Amnesis) como parques llenos de imágenes que se resisten a ser agrupadas en símbolos, árboles cortados por la mitad, imágenes fantasmagóricas de los objetos, alfabetos “mensaje” sino más bien significados diversos. Paradójicamente, sin embargo, estas creaciones son, asimismo, obras cerradas ya que, conceptualmente, ellas se encuentran fijadas al concepto de amnesia y todas sus implicaciones. En tanto obras abiertas, ellas penetran dentro del cuestionamiento de las relaciones entre expresión (todo tipo de medios de comunicación –fonético, visual, etc.–) y realidad. En tanto obras cerradas, ellas abarcan un concepto aplicable a la condición humana y al destino. La poemática de la amnesia –al igual que la dialéctica de Hegel o el concepto aristotélico de infinito– puede tomarse como construcción mental pura y puede ser aplicable a la realidad externa. En la concepción de Vaihinger es una ficción útil. La noción de una amnesia creativa puede impedirnos de caer en las vaguedades de la extrema trascendencia puesto que la amnesia es una cualidad inherente a nuestra psique.
perdidos, gestos efímeros. Emblemas y presencia del paisaje de la amnesia. Giorgio de Chirico se preguntaba sobre la posibilidad de entrar a un mundo donde los vínculos, las asociaciones de los recuerdos, se han destruido. En su libro Arte metafísico (1919) escribe: “Entro a una habitación, veo a un hombre sentado en un sillón, veo un pájaro en una jaula, una pintura sobre la pared, un estante sin libros…Pero, supongamos ahora que los hilos de la memoria se rompen completamente por un momento y puesto que lo ilógico es la consecuencia de la pérdida de memoria, ¿quién sabe entonces como podría ver la puerta? ¿Quién sabe con qué perplejidad, qué terror, o qué posible alegría y consuelo alguien podría ver una escena en la cual su propia memoria queda escindida? Sin memoria, ¿cómo luciría la habitación?”. Al enfrentar la amnesia, como lo sostienen los escribanos de Loén, “el artista, como aquel proverbial amnésico de Eritrea, inventa historias para rellenar los vacíos de la memoria…Los cuentos de los artistas son aquellos que los conducen al pincel, al mármol, a los movimientos de su cuerpo, a la música y a la literatura”. Las fábulas de las artes de amnesia son testimonios de las ausencias en nuestra mente. ¿Qué palabras pueden representar la forma o ausencia de forma de amnesia?3. Las expresiones (tal como 3 El lector encontrará un análisis más detallado, así como ejemplificaciones de la amnesia como una premisa creativa de las obras literarias, en mi introducción a la antología Amnesis: The Art of the Lost Object Suárez Araúz : primera persona | 161
aquellas concebidas por los escribanos de Loén) con un énfasis semántico indeterminado u otros compuestos en una retórica fracturada, cuentos que nos hacen sentir y entender la confusión, perplejidad y visión de la amnesia. El teatro y el ballet de la amnesia pertenecen al reino de las ausencias y presencias que conforman la amnesia. De la luz a la obscuridad, de lo visible a lo invisible, de la presencia a lo que está oculto, de la variedad a un matiz que aproxima la uniformidad a la semejanza. La memoria y la amnesia son parte de la música, de la misma manera que lo son el sonido y el silencio. Una melodía depende de las remembranzas que bordean la amnesia. La música de la amnesia, como el zikr de la música del Medio Oriente, busca el silencio puro que no puede existir en la realidad sino únicamente en nuestra psique como un sonido olvidado. En las artes plásticas, particularmente a partir de 1982, la expresión de la amnesia se ha expandido rápidamente en la obra de los artistas de Amnesis. Sorprendentemente, fuera de Giorgio de Chirico, quien intuyó la posibilidad de ver la amnesia como un punto de partida creativo, los artistas plásticos a través del tiempo, se han agrupado bajo la sombra de Mnemosina o Memoria. Todos los movimientos artísticos se basan en ciertos supuestos o premisas. El Surrealismo sostiene que los recuerdos, profundamente adheridos (Amnesis: El arte del objeto perdido) que en 1988 publicó Lascaux Publishers.
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del subconsciente, pueden ser expresados sin control racional o restricciones estéticas o morales a través de una representación figurativa; el Expresionismo sostiene que la distorsión de la realidad sensorial puede revelar el alma o el mundo interior de seres y cosas; el Expresionismo Abstracto sostiene que el color posee una cualidad afectiva y mística. El arte actitudinal de Marcel Duchamp asume que el acto nominativo de un artista puede convertir un objeto tecnológicamente común en un objet d’art. Las artes plásticas de Amnesis se basan en que la amnesia es inmanente a la psique, en que cuando se la pone al frente de las cosas olvidadas, nuestra mente inventa “fábulas”, y en que la noción del Objeto Perdido, forma parte de la amnesia estética. Amnesis sostiene que las fábulas de la amnesia pueden adquirir una dimensión espacial o estructura muy semejante a la mnemónica (técnica para ayudar al desarrollo de la memoria), y atribuye a la memoria artificiales acomodos espaciales (imágenes localizadas dentro de sitios o lugares inventados). Una obra de arte de Amnesis triunfa en la medida en que nos compele hacia una toma de consciencia y comprensión de la amnesia y sus diversas implicaciones. Las obras de arte de Amnesis adoptan una representación simbólica (en el sentido de que la más pequeña mancha de pintura puede actuar como símbolo). Comprenden también combinaciones originales de planos espaciales y temporales, el uso indeterminado de signos y una actitud
auto reflexiva en torno a la ficción. Es el arte del contenido y la estructura de donde está fundamentalmente moldeado por el concepto de amnesia y ausencia y no por la presencia de los recuerdos (sean estos conscientes, o como en el surrealismo, memoria subconsciente). Los elementos esenciales de este arte son: 1. Una atmósfera estética alusiva a la amnesia creada por los elementos formales de la obra de arte en pintura, por ejemplo, por las alusiones a la perspectiva, línea, forma y color. 2. Los Objetos Perdidos como un emblema de las ausencias de la amnesia. Tal símbolo puede ser una imagen ausente o silueta, una media imagen, una imagen fantasmagórica, etc. 3. La organización incongruente de íconos dispares que sugiere la estupefacción y efecto disociador de la amnesia y que puede conducir al observador a una lectura semiótica singularmente polivalente. 4. Un sentido de tiempo no-histórico o indiferenciado. La memoria funciona por asociación en espacio y tiempo (posee una geometría y una cronología); la amnesia desasocia el acomodo normal de ambos. Algunos pintores de Amnesis representan esta cualidad a través de una adecuada manipulación de planos espaciales. 5. Un sentido de lo efímero, implícito por el concepto de amnesia y a menudo formando parte de ella, a
través de la naturaleza transitoria de ciertas obras de arte y de comunicación. 6. El vínculo entre los elementos lingüísticos (títulos, cartas, frases, etc.) y el tema de la amnesia. La totalidad de la existencia humana está circunscrita por la amnesia: la amnesia de una prehistoria totalmente indocumentada, y la amnesia de una posible (y por consiguiente una presencia por sí misma) poshistoria cuando la especie humana, por sus propios medios o debido a catástrofes naturales, se extinga. La historia escrita de la humanidad empezó hace apenas cinco mil años. Desde ahí al comienzo del universo, tenemos una enorme brecha en nuestra memoria colectiva. Y ahora, después del infausto 6 de agosto de Hiroshima, estamos abrumados por la amenaza visible de un posible aniquilamiento de todos los seres humanos y de toda la memoria humana. Nuestra mano ha añadido un gran peso al de la profecía bíblica del apocalipsis4. El problema de la memoria ha 4 El lector puede imaginar el sentimiento abrumador de la Tierra como objeto perdido. El concepto de amnesia como inspirador de la creación artística, persigue, entre otras cosas, destacar el valor y la precariedad de la existencia humana en medio de nuestra creciente toma de conciencia de nosotros mismos. Por consiguiente, él actúa dialécticamente como una exaltación de la vida y de la Tierra. Este lado humanístico de Amnesis condujo a R. Buckminster Fuller (el conocido arquitecto y filósofo y sostenedor clave de la autodeterminación global) a dar su apoyo en 1982 al proyecto de Amnesis. Suárez Araúz : primera persona | 163
sido mayormente resuelto. La escritura y los modernos inventos mnemónicos, por ejemplo, cámaras fotográficas, películas, videos, y computadoras, documentan escrupulosamente fragmentos de nuestras vidas, nuestros sueños y temores. Pero las aguas de la amnesia que corren debajo de nosotros, como los escribanos de Loén lo manifestaron, permanecerán siempre con nosotros. Nuestras palabras, nuestros gestos, nuestras moradas, toda la supra-naturaleza que hemos creado siempre flotará en un mar de amnesia. Se puede considerar a la amnesia, como afirmaron los escribanos, aterrorizadora y destructiva, cómica y benéfica, como un estado de vacuidad o un estado que poéticamente alude a todas las cosas. La amnesia es un fenómeno psíquico e implica un ente metafísico. El olvido es algo divino, algo que nos libera. Si tuviéramos memorias infalibles, nuestra existencia sería insoportable. Por otro lado, el mundo interior de un amnésico es de confusión, perplejidad y terror es todo y es nada, cualidades que han sido atribuidas a las divinidades. Pero esta divinidad (en contraste con el místico Silencio de Mallarmé) no radica en un cielo distante o recóndito, sino más bien dentro de nosotros. La amnesia signa el vacío y también la plenitud en nuestras vidas. La Memoria realza las diferencias entre humanos, la amnesia ilumina nuestras similitudes. La amnesia no implica la negación de la memoria; implica la expansión de nuestra consciencia. El archivo escrito de la humanidad es obra de la amnesia tanto como 164 | elansia 2
de la memoria. Un tejido de palabras, de imágenes, de indicios, testimonios y fábulas. La amnesia siempre ha sido pertinente a nuestro destino. La historia registra referencias a la amnesia psicológica, histórica, social y cultural. A través de los tejidos de la memoria, podemos ver las fábulas de las fuentes de la amnesia, frescas y sublimes, humorísticas y dichosas, tradicionales e inéditas una nueva visión del arte, del lenguaje, y de la realidad. Nosotros que nos sentimos inspirados a escribir, pintar, componer música, actuar, bailar o producir películas con los gestos de todo lo que hemos perdido y no podemos rescatar ni recordar rubricamos nuestros nombres como testimonio de todo lo desvanecido dentro de nosotros. Barcelona, 1984
Foto archivo familiar
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Blanca Elena Paz
Foto Pablo Pérez Baptista
El poder del silencio
Blanca Elena Paz es una escritora fundamental en la renovación del cuento boliviano. Su escritura irrumpe a fines del siglo XX con una clara apuesta por la precisión, la descripción contundente y el evento sobrenatural. ¿Gótica? ¿Fantástica? ¿Neocostumbrista? Siempre hay más preguntas que respuestas en el caso de esta escritora que ha hecho de la discreción una política, una forma de resistir ante las trampas de la más reciente modernidad. Las dictaduras latinoamericanas, la tortura y la injusticia social atraviesan la mayor parte de su producción, quizás porque estos tres monstruos afectaron de manera personal sus años jóvenes, esos en los que se instala para siempre el motor salvaje de la imaginación literaria. Los acercamientos críticos a su obra son escasos, por lo que el lugar de Blanca Elena, aunque presente en el canon nacional, es todavía un signo abierto, en pleno desarrollo. Esta aproximación multiangular a la sensibilidad de Blanca Elena Paz es un homenaje, por suerte no tardío, a los caminos que sus búsquedas abrieron para otras creadoras.
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versiones de Paz
Dos libros de cuentos ha escritora Blanca Elena Paz: Teorema y Onir. Una producción austera y, sin embargo, precisa e imprescindible. Son varias las innovaciones artísticas que ha propuesto: los temas, las formas narrativas, el uso del lenguaje, la variedad de registros… Pionera del fantástico y del gótico, esquiva a repetir las fórmulas del realismo mágico en boga, Paz ha conseguido un lugar en la historia, manteniéndose celosamente al margen de la notoriedad. Todo en ella parece operar por contradicción: ciencia y arte; sensibilidad y rigor; hondura y brevedad. En las escrituras de Magela Baudoin, Liliana Colanzi, Paola Senseve y Giovanna Rivero, más pieles de este complejo personaje.
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El arte de la precisión Magela Baudoin1
e
sta es una fotografía ligeramente desenfocada, tomada, se ve, por un aficionado. En ella, Blanca Elena Paz está sentada junto a su amiga de juventud y también escritora, Beatriz Kuramoto, fallecida en 2004. Ambas sonríen. Blanca Elena lo hace hermosamente: la dentadura expuesta, blanquísima, imprudente. Los ojos jóvenes también sonríen. Es una foto corriente, de esas que no rescatarías del montón, si la vieras a simple vista. Pero que, sin embargo, tiene una virtud azarosa, la de haber dejado atrapado ese gesto, abierto y desinhibido, de la muchacha que Blanca Elena fue. La mujer de hoy, a sus 64 años, deja escapar poco aquella luz. Cuando lo hace se arrepiente enseguida. Huye hacia adentro. De hecho, de todas las fotografías que tomamos para esta entrevista, en una sola sonríe y lo hace de una manera incómoda, que le cuesta sostener. Razones hay para tanta seriedad: un padre ejecutado por la dictadura, un novio desaparecido, una vida digámoslo bien y pronto: dura. Su signo del zodiaco es escorpión; “una escorpiona de verdad”, dice desafiante, como si quisiera asustar. Mas lo de ella no es veneno sino estoicismo. “Aprendés a construir una fortaleza, aunque la procesión vaya por dentro. Hacés una imagen de vos misma –dice–, poniendo como cimiento, abajo, muy profundo, aquello duro que ha ocurrido. La sensibilidad no se va, sólo que aprendés a tomar tus precauciones”. Hay un cierto cálculo vital, cruzado por el valor, que admiro en esta declaración de principios, aunque sea inútil: ya se sabe, nadie puede protegerse de sufrir; de ahí la belleza de su hazaña. Una que también ocurre en la ficción, donde Blanca Elena se empeña en corregir el destino con el lenguaje. Calcula, mide, edifica. Escribe como si fuera a la guerra. “En escribir hay una gran planificación, un estudio previo de la estrategia, de cada acción que se va a emplear, que se espera no falle para alcanzar el objetivo. Yo estudié bastante a Cortázar por la técnica y a Borges por la palabra. El cuento
1 Narradora y periodista boliviana.
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Foto archivo familiar.
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Página anterior: Blanca Elena Paz junto a la también escritora Beatriz Kuramoto.
nace bien de adentro, pero aprendí a ser objetiva dentro de esa subjetividad. No me emborracho con las palabras. Y no voy a decir que es algo lindo, es doloroso. Escribo de una manera automática primero, tengo que vaciar lo que hay, de lo contrario no puedo vivir porque siento que no hay espacio para llevar ese pensamiento, digamos, terciario… A la hora del vaciado puedo entrar en un trance y escribir por más de 24 horas seguidas. Ahora bien, ese texto puede quedarse esperando por mucho tiempo para ser reescrito. Siempre he sabido cuándo es el momento de destapar la caja y otra vez mirar a partir de otro estado anímico y circunstancia”. Entonces viene lo más largo y decisivo: el proceso de corrección, en el que Blanca Elena es tan taxativa como una amputación: “Mi maestro, Jorge Suárez, te preguntaba, cuando querías darle un texto: ‘¿Has escrito o has cometido…?’ Esa revisión, el proceso de corrección, es tan ardua como el hecho de haber parido la historia. A veces veo que no escribí, pese al esfuerzo; y que como he ‘cometido’ tengo que purgar una pena. Esa pena es deshacerme completamente de ese que yo creía que era un trabajo. No guardo nada. Echo a la basura. Yo soy muy reconocida con mis maestros, aprendí mucho de Poe, de Kafka a medir mi aliento, hasta dónde debo llegar. Tengo mis límites. Sé que no debo sobrepasarlos, porque no me reconocería en mi trabajo”.
Matemática poética Blanca Elena Paz menciona al poeta y narrador paceño Jorge Suárez y es inevitable referir aquí al “Taller del cuento nuevo”, que fue un experimento artístico sin precedentes en Santa Cruz de Sierra y en el país; un invernadero de ideas, como esos que soñaba Francis Bacon a fines del siglo xviii, en los que germinaba la luz. Cierta autoconciencia histórica, que pudiera ser leída como vanidad, se cuela en esa denominación: “Taller del cuento nuevo”. Recuerdo que alguna vez Óscar Barbery Suárez, poeta y narrador miembro del grupo, me contó que su padre, Óscar Barbery Justiniano, también escritor y uno de los nombres canónicos de la literatura cruceña en los años sesenta, se lo reprochó: “¿Y qué es lo nuevo que hacen ustedes?”, le dijo. 172 | elansia 2
“Podía haber dicho muchas cosas, pero no hubiera sido literatura, porque escribir en presencia de la sangre no tiene valor literario, es sólo catarsis, te olvidás del arte. Hay un automatismo, un fluir de conciencia que es ajeno a lo que se puede llamar literario… Lo literario es aquello que mana de la palabra”.
Es, por supuesto, muy difícil saber cuán trascendente es lo que se está haciendo en el momento mismo de la creación. Diría entonces que, en toda definición de origen, lo más valioso no es el anhelo implícito del ahora sino su posterior correlación con el devenir sea cual fuere el resultado. Siendo así, y visto en retrospectiva (han pasado ya 31 años desde 1985), este grupo de escritores tan original como diverso, que se reunió metódicamente por dos años, alrededor de Suárez, para leer y destripar los textos de sus integrantes, lo logró. Se propuso crear una nueva estética, alejada del canon andinocentrista; reconocer otras escrituras no circunscritas al “deber ser” político-sartreano; dar potestad al lector en el texto; y explorar el lenguaje hasta las últimas consecuencias… Y lo logró. En honor a la verdad, lo hizo. Blanca Elena Paz es una de las figuras protagónicas de este movimiento, con un mundo ficcional complejo y al mismo tiempo allanado, seco, cuya matemática poética no deja de ser una paradoja, pues mientras más se ocupa en no mostrar en el texto, más muestra fuera de él. El cuerpo, la ausencia, la violencia son algunas de sus obsesiones… Pero hay una transversal, de la que no estoy segura quiera hablar. La desaparición de su padre… ¿Estás preparada para que hablemos de él?, le pido permiso. “Siempre estoy preparada –dice, seca–. Son cosas con las que he vivido y voy a continuar viviendo. Es cierto que de nuevo hay un dolor visceral, pero nos acostumbramos a llevarlo. Mi padre fue una de las víctimas del golpe de Estado dado por Hugo Banzer Suárez. Fíjate que repetir este nombre, Hugo Banzer, me duele más que rememorar esos momentos… Mi padre era un intelectual, un libre pensador, un líder político, un hombre al que le gustaba mucho trabajar con la gente. Ese fue su lado condenable para la época. Fue ejecutado en el edificio central de la Universidad Autónoma ‘Gabriel René Moreno’. Me cuesta reconstruir porque yo no estaba aquí, estaba en Argentina. Una parte de mí misma tiende a rechazar aquello. Yo tenía que dar examen un examen importantísimo a las dos de la tarde. Era oral y con bolillero”. Fue a almorzar al comedor de la Universidad Nacional de La Plata, como de costumbre. Sabía ya que el día anterior había ocurrido el golpe en Bolivia. “Se
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Foto Pablo Pérez Baptista
esperaba algo grave. Al terminar de comer, vi que los compañeros se reunían frente a un panel de avisos, donde se ponían noticias de Bolivia. Me acerqué, yo estaba preocupada por mi padre. Había tratado de comunicarme con mi madre y había sido imposible. Notaba algo diferente en mis compañeros. Estaba la lista de muertos. Mi padre era el primero… Luego caminé sola, crucé el bosque de La Plata para ir a mi facultad. Era un bosque hermoso. Yo no sabía si era un sueño o aquello era real. No sé cuánto tiempo me llevaría asimilar la noticia, pero recuerdo cruzar todo el bosque por mucho tiempo, sola; no quise que nadie me acompañara. Llegué a mi facultad y estaban mis amigos. Me senté, esperando para dar mi examen. Me llamaron y el docente me dijo que me fuera, que tomara el examen después. Yo lo tomé igual. Me fue bien. Eso era lo que había qué hacer”. ¿Cómo se procesa eso en la literatura? “Podía haber dicho muchas cosas, pero no hubiera sido literatura, porque escribir en presencia de la sangre no tiene valor literario, es sólo catarsis, te olvidás del arte. Hay un automatismo, un fluir de conciencia que es ajeno a lo que se puede llamar literario”. ¿Qué es para ti lo literario? “Aquello que mana de la palabra, aquello que desde ella logra situarse en una dimensión diferente a la real”.
Poesía y cuento Antes que narradora, Blanca Elena fue poeta. Leyó con fervor a los parnasianos, a los simbolistas y a los modernistas. “Todos los que me conocen lo saben”, dice y lanza al vuelo: Peregrina paloma imaginaria / que enardeces los últimos amores; / alma de luz, de música y de flores / peregrina paloma imaginaria. “Ricardo Jaimes Freyre”, susurra, casi en oración. De este poema dijo Borges que lo era todo y nada al mismo tiempo… “Es verdad”, dice tras una pausa de pensamiento, “es música”. “Siento que en mi prosa está la poesía. Me gusta la poesía, me encanta, pese a que he sido una ingrata y la abandoné. Un día la poesía no me alcanzó, 174 | elansia 2
no me era suficiente para expresarme y me decidí por el cuento. Pero lo cierto es que comencé muy temprano a escribir poesía…”, cuenta y entonces larga una de esas enseñanzas que da el oficio y que son perlas: “Yo el cuento lo trabajo con oído de poeta; igual que en la poesía, en un cuento lo más importante es el ritmo”. Aprendió a leer sola, a los cuatro años. “La culpa la tenía mi abuelo que era un gran lector. Lo que más leía mi abuelo, aparte de las novelas de su época, era el periódico. Yo le pedía que me leyera en voz alta. Él lo hacía y me iba señalando con el dedo cuál era el recorrido que él llevaba en la lectura. Después de ahí lo que recuerdo es que un día casi lo maté de un infarto porque le leí un titular. Desde ese momento, me la pasé leyendo. Estudié la primaria y la secundaria completas en La Paz. Cuando iba a la primaria, había quioscos donde alquilaban revistas de historietas y también libros viejos por la Pérez Velasco. Eran quioscos con unas banquetas y yo pagaba unas monedas y me sentaba a leer”. Leer vino con declamar y, posteriormente, con escribir. “Aparte de la lectura, en mí el deseo de escribir se unió a la representación. Me gustaba declamar y participar en las obras de teatro en la primaria. No fui al kinder ni a primero porque ya sabía leer, fui directo a segundo sin tener la edad que correspondía. Me aburría mucho, entonces me salía al patio, a sentarme, a comprar helado por la reja. Me gustaba ver cómo los de cursos superiores ensayaban teatro. Hice teatro porque mi maestra se dio cuenta de mi deseo… En tercero ya no me gustaba regirme al calendario patriótico ni esas cosas. Decidí entonces hacer mis propias poesías. Mi amor por la literatura nació con la poesía. Me pone feliz acordarme de esto porque ese amor me ha perseguido toda la vida”. ¿Sigues escribiendo poesía? “Tengo mucha poesía escrita, pero no se me ha ocurrido amontonarla en un libro. Y te voy a decir una cosa, soy una liberalota en la poesía. En el cuento soy más severa, trato… pero en la poesía no. Nace de diferente manera. Ahí soy más libre. Sabes, creo que de lo que se trata, en el cuento y en la poesía, es de escuchar tus propios latidos, tu música interior. Todo eso lo aprendí en la poesía”.
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Libros y bibliotecas Esta niña precoz, que terminó estudiando veterinaria, se convirtió en una buscadora infatigable. “En mi casa no tenía muchas posibilidades. Había libros, pero no los que yo quería leer. Así que yo los buscaba por otras partes. Me acerqué a los bolivianos luego de conocer otras tradiciones”. La Plata fue central en ese descarrilamiento hacia el cuento. “Encontré todo con los rioplatenses. Es allá en La Plata, en la época de la dictadura, donde me dispuse a hacer un estudio duro del género cuento. Leía cuentos pero también mucha teoría literaria. Quería entender cómo se escribía un cuento. Revisaba instintivamente las formas de trabajar de cada autor: Cortázar, Borges, Bioy, Onetti… Allá tenía más posibilidades. Dentro de mí había un propósito exhaustivo de querer entenderlo todo antes de sentarme a escribir. La teoría literaria me interesaba mucho porque, si un día iba a escribir, no quería ser alguien que no entendiera el porqué de las cosas”. Este modo tan precavido de entrar en el arte es, por una parte, una búsqueda insaciable de perfección; pero, por otra, un modo de prudencia existencial que quisiera ser un dique competente, mas termina siendo una estructura incapaz de contener el desborde apasionado de semejante masa de agua. Miremos lo que dice Blanca Elena cuando habla de su relación con la novela. “No entro a la novela porque no he llegado a concluir un estudio sobre ella. No la conozco lo suficiente. Me gusta conocer el género antes de adentrarme en él, y siento que no he llegado a concluir un estudio mínimamente completo, entre comillas, sobre la novela. Tengo unos capítulos avanzados de algo que inicié hace mucho tiempo, no lo he vuelto a mirar y me cuestiono ciertas cosas... Desconozco esa parte mía que es capaz de cruzar fronteras sin plenas certezas”. Sin embargo, como en un buen cuento, debajo del argumento aparente, se desliza el esencial: su inquebrantable amistad con Beatriz Kuramoto. “Sabés que en una época Andrés Canedo, mi amiga Beatriz Kuramoto y yo nos reuníamos a estudiar la novela. Queríamos desentrañar algunos aspectos del género. Exactamente en esa época falleció Beatriz. Nunca más volví a la novela”. 176 | elansia 2
“Siento que en mi prosa está la poesía. Me gusta la poesía, me encanta, pese a que he sido una ingrata y la abandoné. Un día la poesía no me alcanzó, no me era suficiente para expresarme y me decidí por el cuento. Pero lo cierto es que comencé muy temprano a escribir poesía...”, cuenta y entonces larga una de esas enseñanzas que da el oficio y que son perlas: “Yo el cuento lo trabajo con oído de poeta; igual que en la poesía, en un cuento lo más importante es el ritmo”. Exilio interior Blanca Elena no se desespera por publicar, sus ritmos en esto son tan concisos como su prosa. Dos libros perfectos: Teorema (1995) y Onir (2002). Ella se explica así: “Yo he elegido el exilio interior. Mi exilio es voluntario. A veces te vas muy temprano de tu casa porque vos querés irte, yo era muy peladita cuando me fui, entonces me hice afuera… Cuando volvés estás desconectada de alguna manera de toda aquella gente que fue tu contexto primigenio. Otras veces no los ves como los habías construido en tu memoria. Tenés entonces una opción: la soledad. Soy bastante radical. Cuando las personas resultan no ser como las había imaginado, no trato de cambiarlas, me alejo y ya está. Para qué voy a sufrir o voy a hacer sufrir a otros. La escritura es un oficio solitario y bien silencioso. Estás sola, pero llena de tus fantasmas, de lo que te habita. Yo prefiero mil veces ese exilio al roce del mundo exterior. Y en ese mundo no me inquieta para nada publicar”. ¿Qué te molesta tanto de ese mundo exterior? “Hay muchos factores externos que ejercen influencia sobre mis momentos o procesos creativos. Me decepciono mucho y para mí es muy delicada esa zona porque me quiebra. Me afecta la impostura, será mi propia incapacidad de haberme acercado a la gente. Hoy se llama cuento a cualquier cosa y eso me afecta. No hablo de los límites estéticos sino de la manera de encarar la escritura. Cada uno tiene su enfoque. Yo la asumo con mística. Conmigo hay una entrega total a la hora de escribir. Antes, el denominativo de escritor te lo daba la sociedad, no era una autocalificación”.
Feminismo En el medio literario, Blanca Elena es conocida, y tengo la impresión de que igualmente temida y admirada, por su carácter. Fuerte y claro, sin medianías. Fiel. Sin pelos en la lengua: con la nitidez y el instinto con que incursionó en el campo erótico, con la radicalidad con que ha enfrentado a no pocos, con el compromiso con que abraza la escritura. “Yo siempre he sido un poco una astronauta, de hacer aquello que no se espera que haga… Algunas somos tozudas
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Jorge Suárez, maestro
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n una última conferencia pronunciada en los años noventa y todavía inédita, Jorge Suárez dice sobre el precioso y huesudo cuento “Las tres lluvias”, de Blanca Elena Paz, lo siguiente: “No hay un relato innecesario, está narrado lo fundamental, con objetividad, no hay sensiblería… Si se produce alguna reacción emotiva frente al texto es en el lector, pero no en el texto propio, el texto está todo manejado con una gran transparencia y una gran sencillez. Entonces, cuando encontramos que hay un sitio en nuestro país donde hay gente que empieza a narrar así, con sencillez, humor, transparencia; cuando vuelca sus ojos sobre su propia realidad, es capaz de rescatarla en un lenguaje ácido a veces, dulce, tierno, humorístico, etc., quiere decir que estamos asistiendo al nacimiento de una literatura. Y quiere decir que es un hecho positivo que debemos investigar, estudiar para enriquecernos también aquí con esa misma experiencia”. La crítica tardó en escucharlo, pero como las cosas son como son y la literatura no tiene dueños geográficos ni políticos, a la postre Suárez, escritor paceño, terminó escribiendo la novela cruceña por antonomasia y una de las piezas fundamentales de la literatura nacional, El otro gallo (1986); y dio visibilidad a esta generación, la de su querido “Taller del cuento nuevo”; una generación que podríamos llamar de la ruptura y que abrió camino a las nuevas escrituras de la Bolivia contemporánea. “Jorge fue mi maestro, mi amigo y mi padre en las letras. Con él aprendí a mirar desde otras perspectivas el cuento. Lo que aprendí de Jorge fue a darle profundidad al trabajo, a que detrás del cuento haya una historia de cada personaje. Una nace bastante chambona, aprende de tanto llevar. Y lleva en las lecturas, pero a veces de un maestro de carne y hueso que está ahí y que te dice: ‘¡Ya, este personaje es de papel!’ Yo quería que mis personajes tuvieran vida todos, un cuerpo físico, un pensamiento, un corazón palpable. Trabajé mucho en esto. Suárez para mí fue un artista esclarecedor, todo aquello que no podía explicarme a partir de la teoría, de los libros, logré debatirlo con él, que siempre tenía las respuestas para lo que yo necesitaba. Jorge nos cambió la vida y nos ayudó encontrar nuestra propia voz”, concluye Paz.
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y perseguimos el sueño. Yo lo perseguí desde mis cuatro años, cuando aprendí a leer. Pero tuve que escuchar muchas sandeces y aguantar muchos bloqueos de oportunidades, muchos intentos para anularte como artista”. ¿Ser mujer y cruceña fue un obstáculo? “Dos grandes escollos para que te tomen en serio en la literatura. La historia se ha empeñado en ignorarnos. Era como un pecado, tener que esconder lo que estabas haciendo ante mis compañeros, o la familia. ‘Eres medio loca, ¿no?’, ‘¿Para qué perdés tu tiempo?’, cosas así. Estoy hablando de la mitad de los ochenta. Era criticada, podía sentir la condescendencia de la crítica. Esa crítica de falsas aguas mansas: sí, está bien, pero… Ves que no entras en esos espacios donde el amiguismo masculino es explícito. El ser mujer no era afín con el canon. No creo que esto haya cambiado demasiado, pero hoy la verdad es que no me importa. Que piensen lo que les dé la gana. La realidad es la que es”, dice nada menos que la primera escritora cruceña en entrar en la historia de la literatura boliviana.
Epílogo Vuelvo a revisar las fotografías. Esta vez las actuales. Hay una en la que un árbol arrasado por el viento la flanquea. Un árbol arrasado, noble, sólido, basal, como ella. Hemos terminado la entrevista. Blanca Elena sonríe abiertamente, como una niña que recién ha aprendido a leer. “Siempre vuelvo a la infancia”, dice, y yo pienso que María Negroni tiene tanta razón cuando reconoce como una verdad que la poesía es el arte de la infancia, pero a condición de agregar –escúchese bien– que para llegar a ella hace falta la vida entera. De esa espesura, de la vida entera, proviene el arte de Blanca Elena Paz. G
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Blanca Elena Paz: la renovación del cuento en Santa Cruz Liliana Colanzi1
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n 1986 se publicó Taller del cuento nuevo, una antología de catorce cuentistas que significó un parteaguas en la narrativa cruceña. Bajo la guía de Jorge Suárez, que dirigió el taller durante dos años, los autores buscaban la manera de romper con los códigos del costumbrismo y explorar otras formas y estéticas en una Santa Cruz en crecimiento, a medio camino entre la modernidad y la tradición; una Santa Cruz cada vez más urbana e industrializada, aunque muy en contacto con lo rural. Quizás porque antes no existió una experiencia similar en Santa Cruz, y porque un taller así de ambicioso e innovador no se repitió durante décadas en estas tierras, el Taller del cuento nuevo se rodeó de un aura de leyenda. De los alumnos del taller de Jorge Suárez, Blanca Elena Paz ha sido una de las más antologadas y reconocidas. Con 33 años cuando se publicó Taller del cuento nuevo, participó en el volumen con siete cuentos (sólo detrás de Juan Simoni, que publicó nueve relatos), que luego formarían parte de su primer libro, Teorema, publicado en 1995. En esos cuentos ya se evidencia su estilo despojado y elíptico y su inclinación –por entonces novedosa– por las atmósferas urbanas. En esa selección también están presentes, de forma lateral, las referencias políticas (la guerrilla y la izquierda, los años de la dictadura, la época de la bonanza económica por el auge del narcotráfico, la creciente desigualdad social) y las experiencias sobrenaturales. Los cuentos de Blanca Elena Paz funcionan por sustracción: la información está cuidadosamente cifrada y dosificada, las turbulencias ocurren de manera subterránea y las pistas que sostienen el corazón del relato en ocasiones son tan sutiles que el lector debe mantenerse alerta para no pasarlas por alto en una primera lectura. Joy Williams decía que la diferencia entre un cuento y una novela es que “una novela trata de ser tu amiga, un cuento no hace eso casi nunca”; los cuentos de Blanca Elena Paz exigen atención a las señales que la autora oculta en el texto. “Premonición”, por ejemplo, cuenta la historia de una niña que acaba de quedar huérfana de padre y que conduce a unos hombres a través de un sendero
1 Narradora boliviana y doctora en literatura.
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Foto Pablo Pérez Baptista
en el monte: “No encuentro la señal que me mostró mi padre. Busco el árbol frondoso. Estoy angustiada. Los hombres callan. Se dan cuenta de la situación y callan”. Años después, la protagonista, ya convertida en mujer, decide volver al Chaco con su hijo en busca de ese sendero y del recuerdo de su padre. Sólo a través de pequeñas claves entendemos que el padre fue asesinado en la guerrilla y que los hombres guiados por la niña son guerrilleros que intentan cruzar la frontera con Paraguay; de pronto, la anécdota de la niña perdida en el monte con un grupo de hombres revela una verdad escondida y el cuento adquiere, súbitamente, otra dimensión simbólica. (Este cuento también tiene resonancias personales, si recordamos que el padre de Blanca Elena Paz fue asesinado durante la dictadura de Hugo Banzer). En “Las tres lluvias”, la historia de Luz Marina y su trágico final se construye también a partir de lo que no se dice: “No quise escribirte cuando leí la noticia en los periódicos. Me dije simplemente que aquello no podía ser real. Pero después la televisión mostró, sin evasivas, los hechos. (…) Y te imagino, Luz Marina, corriendo por las calles de Armero, bajo una lluvia de fuego”. Si bien tuve que googlear para enterarme del volcán en erupción que sepultó a la población de Armero “bajo una lluvia de fuego” en 1985, el cuento puede funcionar incluso sin la referencia al hecho histórico. Eso es lo que hace a un buen cuento: su capacidad para dialogar con el presente, pero también para sostenerse por sí mismo cuando el tiempo lo haya separado de los acontecimientos que lo generaron. Otro cuento memorable de esa selección es “Simetría”, en el que Alba y Aurora, unas hermanas gemelas (casualmente, también huérfanas de padre), mantienen una relación tan intensa y profunda que trasciende la muerte: el fantasma de Alba se le presenta a Aurora para continuar jugando juntas, mientras la familia de Aurora considera que la niña todavía sufre las secuelas traumáticas de la muerte de su hermana. En este relato, que tiene ecos de Silvina Ocampo y de Edgar Allan Poe, la infancia es el territorio de lo maravilloso y lo terrible, y el fantasma de la hermana muerta es para Aurora más real que el resto de los vivos: 182 | elansia 2
Los cuentos de Blanca Elena Paz funcionan por sustracción: la información está cuidadosamente cifrada y dosificada, las turbulencias ocurren de manera subterránea y las pistas que sostienen el corazón del relato en ocasiones son tan sutiles que el lector debe mantenerse alerta para no pasarlas por alto en una primera lectura… Los cuentos de Blanca Elena Paz exigen atención a las señales que la autora oculta en el texto.
“Parecía que todos se hubieran puesto de acuerdo en un sólo propósito: que me olvidara de Alba, cosa que era imposible. Cuando me obligaban a dormir, Alba aparecía en mis sueños”. En su manera de abordar lo fantástico, Blanca Elena Paz se desmarca del realismo mágico, que es la influencia principal de muchos de los cuentos de Taller del cuento nuevo, como por ejemplo los de Juan Simoni, Homero Carvalho y Viviana Limpias. En los relatos de Teorema hay una variedad de registros, desde el horror psicológico y urbano hasta la actualización de figuras arquetípicas como el lobizón y la irrupción de lo onírico como una realidad alternativa. Sus personajes son, en la mayoría de los casos, seres comunes –una médica veterinaria, una pareja de amantes que mantiene una relación por internet, unas hermanas gemelas, el hijo de una vendedora de telas– tomados por fuerzas extrañas y desestabilizadoras que ponen en entredicho el entramado de la realidad. En ese sentido, podríamos pensar en Blanca Elena Paz como una de las pioneras del fantástico en Santa Cruz; incluso dentro la literatura boliviana hay pocos ejemplos que la precedan: Cerco de penumbras (1958) de Óscar Cerruto, algunos cuentos de fantasmas y maldiciones mineras de René Bascopé y René Poppe en los setenta y ochenta. En Teorema aparecen cuentos sobre brujería (“La prueba” y “Homónimo”); hombres-lobo (“Explicación al abuelo”); fantasmas (“Al final… la nieve” y “Simetría”); y amantes que se encuentran en sueños (“Pesadillas”). Uno de mis favoritos es “Homónimo”, en el que una médica veterinaria interrumpe la inquietante ceremonia de un curandero, en la que se sacrifican conejos, para ayudar a una campesina que sufre complicaciones de parto. La veterinaria percibe de inmediato la enemistad del curandero, pero en ningún momento duda de la validez de su propia posición: “No es correcto atacar sus creencias, ya lo sé. Sin embargo, no puedo permitir que degüellen conejos blancos cada vez que nace un niño y sólo porque el curandero así lo ordena; aunque esto me haga destinataria de una retahíla de conjuros y maldiciones”. Son dos formas de ver el mundo las que están en juego en este breve cuento: la mujer joven, citadina y profesional enfrentada al curandero indíge
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Foto Pablo PĂŠrez Baptista
na, con toda la carga de desconfianza y hostilidad mutuas; el saber occidental y racional en oposición a los rituales tradicionales andinos; dos cosmovisiones yuxtapuestas que conviven de manera contradictoria en un mismo país. Después de haber ayudado a la campesina a dar a luz, la veterinaria se pierde en la noche en medio de una tormenta y, caminando a tientas entre las tinieblas, va a dar a un cementerio. Y allí es donde su convicción en la ciencia y en la razón enseña sus fisuras y los miedos atávicos la sobrecogen: “Mi infancia regresa en fragmentos. Se acelera mi frecuencia cardiaca. La pesadilla que llenaba de horror mis noches de niña en este momento es real. Recuerdo el cementerio que aparecía en mis sueños y mis vellos se erizan”. La protagonista ha entrado en otro mundo en el que la razón occidental y científica ya no le sirve: ahora atraviesa el mundo de la pesadilla, de lo onírico, del inconsciente; ante el terror de la muerte y lo desconocido no hay nada que su educación positivista y racional pueda hacer por ella. Por otro lado, hay cuentos en Teorema que no son fantásticos pero abordan el costado paranoico de los personajes, que los llevan a proyectar sus propios fantasmas en la realidad. En “Variación en círculo”, un hombre acepta a un extranjero en su casa para pasar la noche; pronto el anfitrión comienza a sospechar de su invitado (“Ese gringo debe ser un indeseable –rememoró las palabras de ella– trae la ropa y el cabello despeinado”) y termina disparándole ante el terror –infundado, sabremos después– de que el extranjero lo ataque. En “Proyección”, una mujer secuestra la bicicleta del hermano de su sirvienta porque cree que la sirvienta y su esposo se han ido de la casa robándole una costosa vajilla Rosenthal. Poco después encuentra la vajilla y se da cuenta de que ha cometido una injusticia; de pronto escucha ruidos en la casa y empieza a temer que el chico y su familia hayan regresado a resarcirse. La mujer saca un revólver para defenderse y dispara contra una figura que se mueve, sólo para descubrir que se trata de su propio reflejo en el espejo: “Es mi imagen múltiple, dispersa por el piso, la que se refleja en cada fragmento de espejo. Caída también está la causa de toda esta situación: la bicicleta de Pedrito. Como si se burlara de mí, su rueda gira, gira…”.
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En ambos cuentos, el temor al otro –el extranjero, el subalterno, el pobre– es la causa de las ansiedades de los protagonistas. Ese incómodo otro con el que se convive sigue siendo un enigma porque la clase media no consigue trascender su propia xenofobia y su clasismo; la imposibilidad de superar esos prejuicios hace que el otro no sea conocido nunca, sino que funcione como un espejo en el que los protagonistas, en un mecanismo narcicista, se ven a sí mismos y a sus terrores. Es significativo que en la primera edición de Teorema haya tres relatos –“Lucero”, “El poeta loco” y “Él… El duende”– que fueron eliminados en la segunda edición, dos de ellos de corte costumbrista; Paz afirmó que decidió quitarlos y reemplazarlos por otros porque le parecía que “podían formar parte de otra colección, quizás de una sobre literatura regional”. Pero también cabe preguntarse si la decisión de quitar esos marcadores regionales estuvo relacionada no sólo con la intención de mantener una misma estética en todo el libro, sino también con el deseo de llegar a un mercado global; en una entrevista con Mara Lucy García, Paz afirma: “me di cuenta de que la lengua regional a veces no era comprendida fuera de los límites departamentales, y yo tenía y tengo necesidad de ser leída también por personas de habla diferente. Es decir, quise que al leer mi obra la comprendiera alguien que viviese, por ejemplo, en Argentina, Estados Unidos y España”. Quizás eso explique el lenguaje neutro y la ausencia de referencias geográficas y locales en sus cuentos, varios de los cuales podrían ocurrir en cualquier lugar del mundo, y que contrasta con cuentos más recientes como los de Giovanna Rivero en Para comerte mejor (2015) o los de Maximiliano Barrientos en Una casa en llamas (2015), en los que hay una voluntad ya no de evadir los rasgos locales sino de reapropiárselos. Una tercera explicación tendría que ver con la reacción a una tradición costumbrista muy marcada en Santa Cruz; el borramiento de los rasgos locales sería una respuesta a esa tradición. El segundo y último libro de cuentos de Blanca Elena Paz, Onir, es de 2002. Se trata también de cuentos breves, protagonizados en su mayoría por mujeres, 186 | elansia 2
Podríamos pensar en Blanca Elena Paz como una de las pioneras del fantástico en Santa Cruz; incluso dentro la literatura boliviana hay pocos ejemplos que la precedan: Cerco de penumbras (1958) de Óscar Cerruto, algunos cuentos de fantasmas y maldiciones mineras de René Bascopé y René Poppe en los setenta y ochenta. En Teorema aparecen cuentos sobre brujería (“La prueba” y “Homónimo”); hombres-lobo (“Explicación al abuelo”); fantasmas (“Al final... la nieve” y “Simetría”); y amantes que se encuentran en sueños (“Pesadillas”).
esas que, según la autora, “no han merecido ser tocadas por la historia”: una monja que recuerda febrilmente a su enamorado, dos amigas entre las que existe una atracción sexual, una mujer que decide abandonar a su novio New Age, otra que sufre porque su pareja la traiciona, la que busca paliar su insatisfacción a través de un ménage à trois… En el prólogo, Willy Muñoz señaló que la particularidad de estos cuentos reside en que “la mujer se libera de las relaciones matrimoniales opresivas, deja de ser el objeto del deseo sexual masculino para convertirse ella misma en el sujeto deseante que experimenta el placer libremente”. Onir juega con un cierto erotismo y, en su exploración de la sexualidad femenina, está en diálogo con una obra que se publicó el 2001 en Santa Cruz: la novela Las camaleonas, de Giovanna Rivero. Ambos libros reivindicaban el deseo de la mujer en una época de moral represora en que el Comité Cívico Femenino salía por las calles de Santa Cruz a protestar por los cuadros del artista Alfredo Müller que mostraban a la Virgen María desnuda; por otro lado, esos fueron también los años en que aparecieron la Antología del cuento erótico boliviano compilada por Jaime Iturri (Alfaguara, 2001) y la colección de cuentos eróticos Medusa de fuego de la editorial La Hoguera, en la que también publicó Blanca Elena Paz. No todos los cuentos de Onir, sin embargo, mantienen el nivel y la contención de los de Teorema. De este volumen rescato “Retorno en luz”, un cuento que se instala entre el fantástico y el realismo: una mujer anciana que, mientras se desliza hacia la muerte, se reencuentra con un antiguo amante. El cuento puede leerse al mismo tiempo como la alucinación o el sueño de la mujer agonizante y como la irrupción de una realidad alternativa: el mundo del ‘más allá’, donde nos esperan nuestros muertos. Hoy el cuento boliviano transita por vías diversas, algunas de ellas muy alejadas de esa tradición realista-social que fue su impronta a lo largo del siglo xx; hay mayor experimentación con los géneros, desde el fantástico y el horror hasta la ciencia ficción. En una historia de la literatura cruceña y boliviana, el nombre de Blanca Elena Paz debe mencionarse como un referente importante en la renovación del cuento contemporáneo. G
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No se necesita luz para tejer
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Paola Senseve T.2
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onocí a Blanca Elena Paz el año 2008, en los inicios de mis periplos literarios, pero recién la leí muchos años después y pude comprender que las omisiones femeninas del supuesto canon moderno y contemporáneo no tienen nada que ver con la calidad o la seriedad del trabajo, sino con las distribuciones de poder y las relaciones patriarcales que a la fecha nos siguen dominando. No se necesita luz para escribir, pero sí para leer. Blanca Elena nació en Santa Cruz en 1953. En la década de los setenta se fue a Argentina a estudiar y retornó diez años después. En una entrevista reciente, me confesó que cuando comenzó a escribir leía a Kafka, Joyce, Faulkner, Poe, Woolf, a los rusos del realismo-naturalismo, a los poetas simbolistas y parnasianos, y a los modernistas hispanoamericanos, entre otros; pero que también se preocupó por estudiar a los autores rioplatenses como Cortázar, Borges, Bioy Casares, Ocampo, Quiroga, Onetti y Benedetti. Como muchos, entre los que me incluyo, a Blanca Elena también le era necesaria una luz especial para leer un poco más allá del sistema. Paz es médica veterinaria, narradora y poeta. Ejerció la gestión cultural asumiendo la dirección de la Casa de la Cultura “Raúl Otero Reiche”. Se dedicó también a la docencia universitaria y ha impartido varios talleres literarios. Publicó su primer libro de cuentos, Teorema, en 1995 con la editorial Litera Viva. Siete años después, salió a la luz su segundo y último libro de cuentos, Onir, con La Hoguera; editorial que reeditó Teorema en el 2012. Uno de los cuentos de Onir, “Historia de Barbero”, fue llevado a la pantalla en un cortometraje. También es coautora, junto con Víctor Montoya, de la segunda entrega de Medusa de fuego, una colección de relatos eróticos de La Hoguera, que salió en el año 2004. En cuanto a su producción poética, podemos encontrar algunos de sus poemas en las compilaciones Breve Poesía Cruceña i (1990), Breve Poesía Cruceña ii (2005) y Breve Poesía desde Santa Cruz (2009).
1 Blanca Elena Paz, del cuento “Simetría”, incluido en Teorema, Santa Cruz: Litera Viva, 1995. 2 Poeta, sicóloga y gestora cultural boliviana.
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Foto Pablo Pérez Baptista
Blanca Elena es la primera autora cruceña en haber sido incluida en una antología nacional de cuentos y en haber sido traducida al alemán y al inglés. En 1995, su relato Las tres lluvias entra a la Antología del Cuento Boliviano Moderno de Manuel Vargas; esta antología fue traducida al alemán y publicada asimismo en Suiza. Su cuento La luz fue traducido al inglés y publicado en la New Orleans Review, Vol. 17, de Loyola University en Louisiana, ee.uu., el año 1990. Aunque Paz sólo tiene dos libros en su haber, su oficio es escribir, por lo que sus poemas, ensayos y cuentos están dispersos en revistas y antologías nacionales e internacionales. Es la única autora incluida en la Antología de Antologías: Los mejores cuentos de Bolivia, de César Verduguez Gómez, aparecida en 2004 con un total de 31 escritores. Por último, fue incorporada en 2017 en la más reciente compilación especializada en el cuento de nuestro país: la Antología del cuento boliviano de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia. En esa obra, el antologador Manuel Vargas la ubica en el período correspondiente a la transición entre la tradición y la modernidad de fines del siglo xx y rescata su cuento Retorno en luz. Sin embargo, pese a estas inclusiones y a haber recibido muchos premios y reconocimientos por su labor, aún hay grandes omisiones frente a su trabajo y al de otras autoras nacionales. Por ejemplo, en 1995, año de la publicación de Teorema, la Sociedad de Escritores y Artistas de Santa Cruz presentó una antología denominada Cuentistas cruceños en la cual aparecen 35 escritores y ninguna mujer. Y en 2008, la escritora Mara Lucy García publicó con La Hoguera el libro Escritoras bolivianas de hoy, donde se mencionan varios datos que demuestran cómo es que a las escritoras bolivianas se las ha mantenido en la oscuridad. García entrevistó a 20 autoras, entre ellas Giovanna Rivero, Mónica Velásquez, Virginia Aillón, Emma Villazón y, claro, Blanca Elena Paz.
Antes de Blanca Elena Cuando en la entrevista le pregunté a Blanca Elena qué escritoras mujeres 190 | elansia 2
Blanca Elena, entonces, es la luz. La luz de sus cuentos en los que la muerte amenaza constantemente como una presencia a la que no vas, sino a la que regresas. En sus relatos siempre algo muy grave ha pasado o va a pasar, pero la narradora no te lo dice, te lo hace sentir a través de una hermosa sensibilidad que se combina con lo catastrófico.
existían antes de ella en Santa Cruz, me respondió que no había conocido la obra de ninguna cruceña antes de sus inicios en la escritura, que le hubiese gustado encontrar referentes que allanaran su camino.
Junto con Blanca Elena Ella no menciona nombres, pero comenta que fueron varias las mujeres que estaban publicando en periódicos, escribiendo poesía, narrativa y ensayo cuando ella volvió de Argentina. Cuenta también que son cinco las mujeres, ella incluida, las que publicaron sus relatos en el libro que fue producto del mítico “Taller del cuento nuevo” que dirigió Jorge Suárez: Beatriz Kuramoto, Gabriela Ichaso, Vicky León y Viviana Limpias. Al mismo tiempo, otros dos nombres resuenan en mi cabeza cuando pienso en esa generación de mujeres escritoras de Santa Cruz: Gigia Talarico y Centa Reck. El “Taller del cuento nuevo” fue un curso de escritura creativa auspiciado por la Casa de la Cultura “Raúl Otero Reiche”, que se desarrolló entre 1985 y 1986, creado y liderado por Suárez. Al final de dicho laboratorio, en 1986, se publicó el libro con el mismo nombre que reunía cuentos de 14 autores. En palabras de Jorge Suárez, los integrantes trabajaron diariamente para generar un cambio respecto al viejo costumbrismo cruceño. El escritor y editor también resaltó que el suyo fue uno de los primeros talleres surgidos en América Latina e incluso en España. Quizá Suárez no sabía, o no había calculado el impacto de uno de los cambios más importantes que logró: integrar autoras a un panorama literario dominado solamente por hombres. Pese a que Blanca Elena no fue la primera cruceña en publicar un libro propio, porque Talarico y Limpias lo habían hecho ya en 1987, con un libro de poemas y uno de literatura infantil, respectivamente, la aparición de Teorema en 1995 lo convierte en el primer libro de cuentos publicado por una autora local: una pionera cuentista cuyos lentos hábitos de publicación no han impedido que a la fecha conserve una plena vigencia.
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La luz de la obra Santa Cruz sin duda es un lugar hostil para las escritoras, porque además del sistema patriarcal dominante, la falta de una tradición y una carrera de literatura dejan un vacío enorme. Blanca Elena admite que fueron varios los años difíciles para ella en cuanto a la aceptación social de su estética para desarrollar la escritura. Recuerda que el mismo año de publicación de Taller del cuento nuevo, la invitaron por teléfono a reunirse con un grupo distintivo de señoras cruceñas que la habían elegido por votación, en la que también participaron varones, para representar a la literatura femenina cruceña en un evento nacional a realizarse en otra ciudad. Esa novedad –cuenta– la emocionó, pero ellas, después de elogiar la calidad de sus cuentos, le pidieron que dentro del futuro evento, cuando le correspondiera leer o hablar de sus textos, seleccionara los “más suaves” y no se centrara en aquellos con temáticas que pudieran causar polémica. Al escuchar el condicionamiento, Paz agradeció por la valoración de su trabajo y declinó la invitación alegando que nunca podría censurar ni su obra ni obra ajena alguna. Dos días después, las organizadoras presentaron disculpas en nombre de todos y pudo viajar con gastos a cargo de esa institución, seleccionando para leer lo que consideró pertinente para su representación. Entonces me imagino la escritura de Blanca Elena, más allá de esta sola anécdota, atravesada por la censura de lo que significaba que una mujer cruceña tocara ciertos temas en medio de una sociedad que fue siempre –y sigue siendo– profundamente conservadora. Aun así, ella no aceptó las reglas del juego que le imponían y fue más bien muy digna frente a la reprobación y muy responsable con su oficio. Hablando de sus colegas varones, Paz admite haber tenido un apoyo relativo y reducido en su carrera literaria. Por ejemplo, cuenta que uno de ellos le colaboraba en ocasiones incluyéndola en alguna selección o compartiéndole convocatorias para que pudiera postular sus trabajos. Dice también no haber sentido acoso de tipo alguno, pero que en algunos editores de medios de prensa
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y en articulistas percibe un escamoteo de su obra, “omisiones involuntarias” a la hora de mencionarla en catálogos o revistas especializadas, así como en la emisión de convocatorias a talleres o a eventos de importancia. El escamoteo que menciona Paz es el de un sistema que trabaja sistemáticamente para mantener la obra de una escritora fuera de la luz que necesita para ser leída, explorada y estudiada a cabalidad en sus contextos. Blanca Elena, como apunté antes, ha escrito dos libros; es decir, no tiene una obra extensa publicada, pero a diferencia de otras mujeres, no abandonó la literatura. En todo caso su brevedad es una decisión. Ella es una narradora y poeta de lo breve. Lo breve como un espacio que desprecia la grandilocuencia, que cultiva el cálculo de las palabras, que tiene varios y largos periodos de un silencio que no es sumiso, ni pasivo. “Después de todo… ¿Qué podés hacer vos? No vas a cambiar el mundo”. Blanca Elena, entonces, es la luz. La luz de sus cuentos en los que la muerte amenaza constantemente como una presencia a la que no vas, sino a la que regresas. En sus relatos siempre algo muy grave ha pasado o va a pasar, pero la narradora no te lo dice, te lo hace sentir a través de una hermosa sensibilidad que se combina con lo catastrófico. “Además de nosotras dos, sólo permanece el silencio”. Hay también en su trabajo un feminismo tácito y muy contemporáneo, de una mujer que relata las relaciones de amor hermanado entre mujeres: sus deseos más profundos, sus dolores, sus enfermedades, aquellos momentos de profunda intimidad como los que sólo se dan antes del viaje hacia la luz.
Después de Blanca Elena En la entrevista que le hice, pregunté a Blanca Elena sobre el momento literario que atraviesa Santa Cruz en la actualidad y ella lo describe como una época de florecimiento, difusión y expansión de nuestras buenas letras. Ciertamente, muchas de las escritoras cruceñas hemos nacido de la mano de Blanca Elena Paz y aunque no hayamos estado muy conscientes de eso, fue ella 194 | elansia 2
Foto Pablo Pérez Baptista
quien allanó ese camino accidentado que ahora transitamos. Es por eso que este texto es tan sólo un pequeño intento de poner la escritura de Blanca Elena bajo su propia luz. Leámosla. G
Bibliografía consultada
Blanco Mamani, Elías, Diccionario cultural boliviano, Museo del Aparapita. http://elias-blanco. blogspot.com/ Richards, Keith John, Narrativa del trópico boliviano, Santa Cruz: La Hoguera, 2004. García, Mara Lucy, Escritoras bolivianas de hoy, Santa Cruz: La Hoguera, 2008. Suárez, Jorge (Comp.), Taller del cuento nuevo, Santa Cruz: Casa de la Cultura, 1986. Vargas, Manuel, Antología del cuento Boliviano, La Paz: Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, 2017. Entrevista a Blanca Elena Paz, octubre de 2017.
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Foto archivo familiar.
Una joven cruzando un bosque Giovanna Rivero1
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na joven cruzando un bosque sabiendo que el padre ha sido ejecutado. El paso a un solo ritmo, casi con prisa, hollando una vegetación viva, el corazón apretado como un puño, seguramente, la garganta seca. Es así como imagino a Blanca Elena Paz en sus años jóvenes, cuando la extranjería se convirtió en un segundo hogar o, mejor, cuando hizo de sí misma un hogar, incluso un búnker, que en adelante sabrá mantenerla a salvo de la sordidez y la mediocridad del mundo. Es el 22 de agosto del año 1971, lugar: La Plata, Argentina. Blanca Elena se ha enterado por un anuncio público, un cartel que cuelga como una condena de la pared del comedor universitario, que su padre encabeza la lista de muertos. Ha sido ejecutado por los matones de la recién instalada dictadura de Hugo Banzer Suárez. La joven universitaria no quiere la lástima de sus compañeros, no por soberbia –que no son años de soberbia, pero sí de estoica valentía–, sino porque la salvaje intuición de que a veces los sentimientos amables pueden debilitar el espíritu la obliga a mover las piernas, a caminar solita, a atravesar el bosque largo y ancho del campus como si venciera llamaradas verdes, a circular entre esas criaturas orgánicas de savia y clorofila –felices ellas, tan inmunes a los excesos del poder–, transmutando la conciencia de su precipitada orfandad entre los troncos, hasta finalmente encontrar el aula donde deberá tomar un importante examen en la carrera de Ciencias de la Salud. Además, ¿qué puede hacer ella, Blanca Elena, contra la muerte? ¿Qué puede hacer uno en los años tempranos de la veintena contra la inmensidad de la muerte, sobre todo si esa muerte adviene como un oscuro meteorito del poder –todo tentáculos– de las dictaduras sudamericanas? Blanca Elena Paz, sin embargo, ya trae cierta práctica en ese difícil ejercicio que es remontar los propios sentimientos, no caer en la tentación de la auto lástima y hacer de la imaginación un laboratorio de justicia. Siendo niña emigró de los llanos tropicales a los Andes paceños para acompañar a su madre que, después del divorcio, había decidido continuar sus estudios, abandonados a medias, 1 Narradora boliviana y doctora en literatura.
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en el Instituto Normal Superior de Educación Física. Probablemente, la falta de oxígeno no constituía un gran problema para los pulmoncitos infantiles cuando, escalando las baldosas como una experimentada alpinista, subía por la Pérez Velasco para conquistar de inmediato uno de los toquitos que los vendedores de libros apostaban frente a sus quioscos. Ocupando ese brevísimo trono de la imaginación, la pequeña, y luego la púber, devoraba los títulos que iban a terminar de pulir las bases de un universo contundente e inolvidable. Más tarde, en la secundaria, Blanca Elena se dará los modos de obtener una tarjeta de membresía de la Biblioteca Municipal y atesorará esa tarjeta con tanto o más cuidado que su propia cédula de identidad; tal vez ya sabía que, en el génesis de un verdadero escritor, hubo, habrá, primero un lector, y no hablamos sólo de compulsión, sino fundamentalmente del tipo de relación que quien lee establece con el universo de un texto. Por supuesto, lo que en Blanca Elena se manifiesta inicialmente como pasión por la poesía y afición por el teatro tiene su origen en la casa. El gran lector que era su abuelo se tomaba el tiempo de señalar con el índice cada palabra que iba leyendo en voz alta en el periódico y la nieta aprendía con el hambre de la vocación. Este precoz acercamiento a la lectura la prepara para otras decodificaciones más complejas que la vida le depara, y es que los grandes lectores aplican el mismo método de interpretación tanto para la letra como para ese braille accidentado de la existencia. La actitud de arriesgada pregunta con la que Blanca Elena devora a algunos clásicos europeos, argentinos y bolivianos durante su aprendizaje juvenil dejará en su estilo y en sus búsquedas una impronta definitiva: la brevedad. Y brevedad no sólo como intensidad o condensación, sino fundamentalmente como una operación filosófica/matemática –el título Teorema no es un azar o una mera licencia– por la cual el mundo en su complejidad se compacta metonímicamente en las relaciones humanas que la escritora narra. Este compactarse por metonimia excede, por supuesto, el resumen y sus procedimientos de elipsis, y más bien expande sus posibilidades simbólicas en un nivel que la memoria se encargará de ejecutar. Pues, sin duda, es a la memoria a la 198 | elansia 2
La actitud de arriesgada pregunta con la que Blanca Elena devora a algunos clásicos europeos, argentinos y bolivianos durante su aprendizaje juvenil dejará en su estilo y en sus búsquedas una impronta definitiva: la brevedad. Y breve- dad no sólo como intensidad o condensación, sino fundamentalmente como una operación filosófica/matemática –el título Teorema no es un azar o una mera licencia– por la cual el mundo en su complejidad se compacta metonímicamente en las relaciones humanas que la escritora narra. que los relatos de Blanca Elena Paz le narran, con cierta musicalidad oral, aquello hondo y antiguo que se proyecta como una sombra y que, como a la sombra, habrá que desentrañar en la cámara oscura e interior del inconsciente. Así, en muchos de sus cuentos, la escritura de Blanca Elena elabora una proyección del espíritu sobre una superficie, dibujando un desprendimiento del ánima de las normas civiles del cuerpo, igual que cuando su cuerpo joven atravesó el bosque, la mente adelantada, el alma elevándose por sobre la miseria de los hechos históricos. Del mismo modo, los personajes cercanos a su fallecimiento, o aquellos desplazados a espacios extraños (el campo rural de noche, el pasillo de un motel, la calle violentada por las balas), e incluso los que se ven dominados por un deseo sexual que rebasa sus estructuras –llamémosle, el siniestro lugar del deseo– experimentan eso que Carl Jung señalaba como trascendental para completar una subjetividad: reconocer la sombra, es decir, la energía psíquica que se intenta negar porque en esa oscuridad se ha confinado la parte vergonzosa de la personalidad, las taras, los miedos, los vicios, las debilidades. En esa suerte de reflejo opaco que es la sombra compacta, los personajes articulan una súbita interpretación de la vida y desde esa revelación óntica recuperan también la parte iluminada de sus existencias. Es probable que ya desde la infancia, Blanca Elena hubiera practicado esa proyección y, penetrando en un tiempo que todavía no le pertenecía, hubiese tenido que apurar el paso para alcanzarse a sí misma, precoz, madura, profética, decidida.
La clara franqueza Conocí a Blanca Elena Paz el año 1994. Santa Cruz atravesaba una de esas magníficas y escasas fases del primer despertar a la posmodernidad y el género del cuento estaba a la altura de semejante transformación. Junto a otros escritores de su camada, entre los que destacan Beatriz Kuramoto, Oscar Barbery Suárez, Homero Carvalho, Paz Padilla y Gustavo Cárdenas, Blanca Elena había gatillado ese importantísimo punto de inflexión que fue el “Taller del cuento nuevo”, dirigido por el célebre escritor Jorge Suárez. El deseo de difundir esta ‘buena nueva’, esta
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renovadora práctica del cuento –que hasta ese momento había perfeccionado su costado más costumbrista sin animarse a dar otros pasos, por ejemplo, hacia el ethos urbano– se sentía en el aire igual que el amor, love is in the air… Era lógico, pues, que Blanca Elena Paz y su entrañable Beatriz Kuramoto, decidieran, a su vez, impartir un taller gratuito de cuento en las instalaciones de la Casa de la Cultura. Era el momento de hacer de la escritura una búsqueda sin garantías, un acto de fe, una apuesta absoluta en las posibilidades del lenguaje. De modo que ese sábado que la conocí, sedienta yo de un maestro o maestra que me señalara algo parecido a un camino, supe que la mesurada tensión de la voz de Blanca Elena Paz al hablar del cuento como de un universo perfecto en que el escritor debía jugárselo todo, casi de forma desahuciada, era el sonido de la pasión. Un tiempo después, cuando ya la amistad ha tendido sólidos puentes entre nuestras subjetividades, Blanca Elena me cuenta que es divorciada. “Se fue”, dice, sin tragar saliva o suspirar, entrenada, supongo, en hacer de la herida, de su plasma, una suerte de motor, de fuerza en negativo, de ácido para pulir superficies rugosas y no un trauma, jamás un trauma o una debilidad. “Un día en el que decidimos que las cosas no podían continuar así”. La noche que me cuenta eso estamos caminando bajo un cielo de luna ciega por una calle de Miami, cerca de una estación de buses. Entonces dice “alejémonos de aquí; de noche nunca hay que caminar cerca de las estaciones”. Y en ese momento tengo la certeza de que, bajo la voz calma, de tonos graves, hay un río de insospechadas turbulencias. No en todas las criaturas la pasión ha hecho su hogar en los timbres de la voz, en sus colinas, y en el caso de Blanca Elena allí está todo, la sensualidad a la que su cuerpo no quiere ceder –otro día, por ejemplo, cuando le piropeo la blusa escotada que viste, me dice a secas: “sexy jamás; fresca tal vez”–, el desparpajo en ocasiones violento, la intensidad de sus ideas, pero sobre todo, la lealtad, la que ella establece en sus relaciones afectivas y la que demanda ideológicamente del mundo. Esa noche reímos y nuestras risas tiemblan en las calles desoladas de Miami. Es bueno ser amigas en este camino tan incierto y tantas veces inexplicablemente ingrato de la escritura. Buscamos qué comer, nada abierto, sólo 200 | elansia 2
gasolineras. De todos modos, yo espero con paciencia a que Blanca Elena retome el relato del ex marido, pero entonces nos ataca un morbo infantil ante la calle larga y desnuda que conduce al hotel y luego a la bahía y apuramos el paso, hambrientas, entre risas, imaginando cada una sus propios fantasmas. Nunca más hablamos del tema. No, hasta que hace un par de años me cuenta que el ex marido ha fallecido. Seguramente una parte remota de su propia vida, también. Hablamos siempre, eso sí, y mucho, de los hijos. Blanca Elena ha criado sola a su hijo. Pero ella nunca usa esa expresión algo anticuada, “criar sola”. Es madre y lo es de forma rotunda, sin mediocres autocompasiones. Algo de esa maternidad/paternidad estoica y pudorosamente tierna destella en el cuento “Él… El duende” (Teorema). En “Él… El duende” Blanca Elena Paz narra la travesura como el puente ontológico y vital capaz de vincular dos generaciones. Y también ahí, en ese gesto que hace dialogar dos momentos, el del costumbrismo y el de un devenir más pragmático y desengañado, la escritura de Blanca Elena Paz es una de las que inaugura el universo posmoderno en Bolivia. Sin temor a la mezcla de registros, de simbologías, sin amilanarse ante la solvencia y antigüedad de los arquetipos, la escritora “urbaniza” el costumbrismo no sólo desde la irrealización del paisaje sino, sobre todo, a partir de algo que considero una característica central en su propuesta: en cada personaje respira, agazapada, una criatura atávica, lista para traicionar la mundanidad de las reglas civiles.
La técnica es la maestría En efecto, el procedimiento que intento explicar a partir del cuento “Él… El duende” es marca registrada en el universo narrativo de Blanca Elena Paz. Sus cuentos operan como ecuaciones matemáticas en el sentido de que, si bien se expanden o diseminan en múltiples significaciones, componen con minuciosidad casi obsesiva una suerte de “espesamiento” simbólico. Para ello recurre al entramado arquetípico y, fundamentalmente, a la pregnancia, que, si bien es un concepto propio de la Gestalt visual, considero útil para entender la potencia de las imágenes literarias en la obra de esta escritora. Gran parte de los relatos de
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Blanca Elena se levantan, cual sólido edificio, a partir de escenas de alta concentración semiótica, conminando a la lectura, a la tarea de completud, a tejer otras posibilidades narrativas, pues la pregnancia es precisamente eso, el contorno sugerido, la forma abierta, la persistencia en la retina de la memoria, la línea sesgada que sugiere siempre más de una posibilidad, pero que no se extravía en el azar interpretativo. Blanca Elena Paz es consciente de que esta precisión técnica le exige un grado extremo de observancia de los símbolos sobre los que asienta un relato y, en ese sentido, no está dispuesta a ceder al delirio, a la digresión o al mero flujo de conciencia como cadena fortuita, procedimientos tan presentes en otras propuestas de más reciente data. La propia escritora es consciente de que su pacto con la brevedad, la indudable dedicación con que la ha cultivado, tiene que ver con una visión del arte que hace del lenguaje precisamente un teorema. El diccionario oficial de la rae indica que un teorema es una “proposición demostrable lógicamente partiendo de axiomas, postulados o de otras proposiciones ya demostradas”. En ese sentido, la condensación que persigue la escritura de Blanca Elena apela no sólo a la archifamosa ‘memoria colectiva’ –y que en este caso quizás convendría, mejor, llamar “imaginación pública”, pues no pasa únicamente por el recuerdo social compartido, transmitido generacionalmente y legitimado por la cultura, sino por la capacidad de retornar al llamado “grado cero de la escritura”–, sino que, más allá de la generosidad del palimpsesto, su narrativa hace uso de las palabras del modo en que lo propone Roland Barthes, es decir, como el recuerdo precedente, pero también como una libertad ansiosa que desafía los límites históricos. Este ejercicio de lo breve en Blanca Elena Paz es una política y un contra-canon. Escribir corto, escribir elípticamente, escribir en la suspensión de los significantes, a fines del siglo xx y en la bisagra con el siglo xxi, constituye un frontal cuestionamiento a la pesadez de la literatura boliviana que, escudándose en la aparente monumentalidad sociológica de las corrientes en boga, subsume la libido individual de los sujetos. Al construir piezas breves, la escritora abre poros y llagas para que las subjetividades obliteradas por la literatura de “repú202 | elansia 2
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blica” (esa que dio forma al canon boliviano) por fin coman oxígeno. De ahí que las leyendas, los mitos, los “cambas” modernizados, las viejas y los campesinos de los montes orientales, todos orientales, acudan a la oralidad para decir. La escritora los ha respetado y les retorna la oralidad para que sean ellos mismos los que digan: “esta boca es mía”. Hay un cuento, un cuento hermoso en Teorema. Titula “La casa blanca”. Un niño sale a jugar y desobedece a su madre, igual que Caperucita, sí, pero menos afortunado. Una bala le perfora el pecho. Sin embargo, continúa corriendo, trepando los árboles y las bardas prohibidas, como persiguiendo algo definitivamente inalcanzable: el ánima, la parte luminosa que decíamos. La escritura no nos regala el consuelo de acompañar por última vez al cuerpito supuestamente tendido en la acera. Será por pregnancia que nos quedaremos junto al cadáver infantil; será por pregnancia también que entenderemos que el cuento es una gran denuncia de los terribles costos que el narcotráfico se cobró en Bolivia a fines del siglo xx. Pero el cuento, su intensidad y sus párrafos medidos, se cuidarán de entregarnos el misterio de esa fatalidad no como algo que debe ser revelado en pos de una catarsis fácil, sino más bien como algo que debe ser protegido, quizás en el entendido de que, al permanecer encriptada, la verdad no se contamina con los estándares siempre medianos de la interpretación o la moraleja. Esta suerte de metonimia sellada “al vacío” es lo que puede respirarse en la brevedad de los textos de Blanca Elena Paz. Es, pues, una brevedad engañosa, limpia y positiva en su sistema de alegorías, familiar en su mitología, reconocible y por momentos festiva, y al mismo tiempo portadora de un gran malestar con respecto al poder abusivo como realidad mayúscula y universal. De allí que la estrategia de la escritora de elaborar historias breves para oponerse a la Gran Historia, oficial e inapelable, no haya sido detectada en su momento.
La voz grave, la risa luminosa Avanzado un poco el siglo xxi, el campo cultural boliviano volvió a dinamizarse con la emergencia de jóvenes escritores que hicieron del laconismo una estética 204 | elansia 2
Este ejercicio de lo breve en Blanca Elena Paz es una política y un contra-canon. Escribir corto, escribir elípticamente, escribir en la suspensión de los significantes, a fines del siglo xx y en la bisagra con el siglo xxi, constituye un frontal cuestionamiento a la pesadez de la literatura boliviana que, escudándose en la aparente monumentalidad sociológica de las corrientes en boga, subsume la libido individual de los sujetos.
y una radical toma de posición. Se celebró, con justicia, la renovación que sus textos representaban en contraposición con la recurrencia casi sin intervalos de las tradiciones literarias en las que el “yo” no suponía un lugar de enunciación literaria. Sin embargo, esta algarabía generó percepciones absolutas que tal vez no permitieron reconocer semillas más antiguas. Con un poco más de saludable distancia, hoy podríamos afirmar que quien hizo de la brevedad un punto de inflexión, una ruptura, un vendaval posmoderno, un gesto gótico y una nueva simiente fantástica, un manifiesto en obras y la evidencia de que las narrativas anteriores –tan homogéneas en sus intereses sociológicos, tan previsibles en sus dramatismos– atravesaban una necesaria crisis, fue Blanca Elena Paz.
Sí, Blanca Elena. Pero ella, claro, ya lo sabía. Y entonces ríe a carcajadas, regalándole a quien la acompaña en la risa, la visión conmovedora de sus dientes, unos dientes pequeños y bien cuidados que la devuelven a la infancia. Unos dientes que funcionan como la “segunda memoria” de las palabras, esa libertad recordante que persiste y atraviesa aun aquello que deseamos borrar, callar o disimular bajo las palabras nuevas, pretendidamente inéditas. También su voz grave, por instantes masculina, plena de reverberaciones emotivas la mayor parte del tiempo, es el correlato perfecto de su obra. Tal vez la voz que sale de la garganta sea, al fin y al cabo, la misma voz con la que se escribe. Y por eso mismo, hay momentos en que me resulta incomprensible el largo silencio de su obra. Sé que guarda manuscritos y que borra y selecciona y archiva en incalculable espera, como escribiendo hacia/en el futuro. Mientras tanto, sé que en ese futuro inmediato se jubilará y entonces sólo interrumpirá su escritura para acariciar a sus perros. O quién sabe, además, se anime a criar caballos. Los ama. Y si no fuera así, si en ese mañana cercano no hubiera caballos ni cascos, en la lucidez onírica de la escritura seguramente ella dibujará los contornos de sus lomos, la perfección de sus crines, y, por supuesto, la niebla de su respiración. Que así sea, Blanca Elena. G
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Tres lecturas, tres autores nacidos en la década de los treinta del siglo xx, contundentes, acaso con múltiples interconexiones. Renato Prada Oropeza, Adolfo Cáceres Romero y su maestro y amigo Jorge Suárez, fueron los elegidos por Blanca Elena Paz como sus más importantes influencias dentro de la literatura boliviana. Como puede verse, la predilección por las formas breves manda. Pacianos | 207
La noche con Orgalia Renato Prada Oropeza1 Para Eduardo Mitre
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l llegar a su casa y llamar a la puerta, un latón negro clavado en un marco desvencijado de madera podrida, pensé que algo no marchaba bien. Nadie contestó. Luego percibí, con los oídos más aguzados por la inquietud, que de adentro, desde el único cuartucho que está al fondo de la cancha amurallada, venía un rumor de vociferaciones y llanto. Volví a llamar más fuerte, esta vez con la ayuda de una piedra. Alguien se acercaba. Miré el cielo siempre tan bello, tan espléndido y abierto, en las noches de otoño: pléyades y constelaciones exhibían su rutilante exaltación a los habitantes de la Tierra que tuvieran la osadía o el candor de levantar los ojos del suelo. — ¿Busca a Orgalia? —dijo el hombre que me abrió la puerta. —Sí, ¿cómo está usted? —respondí al reparar, en la claridad de la noche iluminada por el cielo fulgurante, sus ojos humildes, de niño avergonzado. El hombre no contestó. Sin decir palabra, dejó la puerta libre y se puso a caminar. Sus ojos buscaban algo en el suelo cubierto de hierba, querían distraerse siguiendo algo que no veían. Se detuvo como sin querer y, después de un momento en que pareció que recién pudieron llegar mis palabras a sus oídos y a su cerebro, se detuvo, volvió sobre sus pasos, clavó sus ojos en los míos y me dijo a boca de jarro, como si me escupiera su vergüenza: —Orgalia se ha ido, se ha marchado de casa. Me quedé perplejo. Miré a su padre que me ocultaba el rostro quizás para que no viera sus ojos llorosos o, simplemente, irritados por la impotencia y la rabia. —Orgalia —dije por decir algo, sin saber qué otra cosa comentar. —Se ha ido a la capital o a cualquier otra ciudad —dijo su padre. Recién advertí el frío que hacía. Esto comunicó un sacudón involuntario a todo
1 Renato Prada Oropeza (Potosí, Bolivia 1937-Puebla, México 2011) Novelista, cuentista, poeta y crítico boliviano.
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mi cuerpo. Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y me puse a mirar el suelo, a un insecto invisible, clavado cerca de la débil sombra que daba mi cuerpo; en la misma actitud que había tomado el hombre anteriormente. —Esta es la segunda vez que huye…, que se va quiero decir —dijo el hombre—. Esta vez no iré tras ella para traerla a la fuerza, como lo hice antes… Cada uno se hace su vida, creo yo, ¿verdad? Yo no puedo obligarla a seguir una vida decente…, pobre pero decente… Usted sabe que lo que gano como albañil no alcanza para nada; pero, al menos está la dignidad, el respeto… El hombre se calló, de improviso, cuando yo esperaba todavía sus palabras, sus divagaciones. Una especie de monólogo furioso, escupido con impotencia y rencor. De golpe se me presentó Orgalia. Al frente se extendía el terreno sembrado desde siempre de maíces que, en esta época del año, se ponen amarillos. Las hojas, largas y lánguidas, se agitaban con cierto ritmo, movidas por una ligera brisa que levantaba sonidos traviesos, como tímidas y pueriles palmadas; eran como un infructuoso telón al croar de las ranas en el arroyo cercano: una invitación a que fuéramos tras ellas; y, por supuesto, también la voz de Orgalia; el murmullo de sus palabras al oído mientras tomaba mi mano: —Vamos. Cogeremos muchas ranas esta noche. —Pero, ¿para qué? Me dan pena esos animalitos; además, son tan… —Es para venderlas a un gringo. Dice que se las come. —Me da asco… Deben ser feas. —Eso no te debe importar. Nosotros las cogemos, y mañana iré a venderlas y te daré tu parte del dinero cuando vuelvas a la noche. Me apretaba más la mano cuando cruzábamos el inmenso maizal, con las ásperas caricias de las hojas en nuestros rostros, nuestros brazos: las manos largas de sujetos, pacíficos y fríos, de otros planetas, bajo la luz blanca de la luna. En medio maizal se desprendía la mano tibia de Orgalia. Ella avanzaba, impulsada por el ansia, con una carrera loca. Siempre llegaba primero al arroyo; pero las ranas no parecían advertir su presencia; pues, apenas me asomaba yo, el coro alborotado, bullanguero y festivo se callaba, como los niños en la clase cuando se presenta el maestro. Podía ver un dejo de reproche en la mirada de Orgalia, pues se hacía más difícil localizarlas si permanecían mudas. Yo quería decir algo para disculparme por mi torpeza, pero ella me tapaba la boca con su mano tibia y acariciadora. Teníamos que permanecer sin movernos, casi sin respirar, hasta que la más arriesgada e impaciente de las ranas se pusiera a cantar para llamar a su compañera. Entonces, Orgalia se abalanzaba, y a mí me entraba un poco de lástima el canto roto en lo mejor de su euforia. Después de un rato, el vestido de Orgalia (una bata de un género simple) estaba mojado por entero. —Pescarás un resfrío —le decía. Pacianos | 209
Ella no reparaba en mi advertencia. Seguía, frenética, su tarea de cazadora nocturna. (Los cuerpos húmedos, algo pegajosos, los depositábamos en una bolsa que ella tenía en la mano izquierda. En el interior bullía un cuerpo nuevo que me producía un sentimiento entre el miedo, la compasión y el asco.) —Ya son suficientes. Ahora vamos a casa a contarlas —decía cuando sopesaba el bulto bullente de una vida amorfa, destinada a desintegrarse. Mientras volvíamos, la luna iluminaba el cuerpo de Orgalia, sus trenzas húmedas y sus ojos brillantes cerca de los míos. Alargaba la mano para tomar la suya, húmeda pero tibia, casi calurosa. En su casa, sus hermanos menores se despertaban cuando una de las ranas lograba zafarse de la bolsa y saltaba hasta el rincón donde dormían, apelotonados en el suelo como cachorritos friolentos. Sus padres nos miraban casi con indiferencia, y sólo por respeto a mí, a lo que representaba, no la castigaban por llevar su pobre bata en ese estado. —Ven mañana, a la misma hora y te daré la mitad de lo que me pague el gringo —me decía Orgalia a tiempo de darme un beso en la mejilla como despedida. El beso me acompañaba en todo el trayecto de regreso, pegado como un pétalo tibio; desaparecía apenas abría la puerta de la casa que daba al vestíbulo iluminado y empezaba a dar algunas explicaciones incoherentes por mi retraso a mi madre severa. Algunas noches no volvía a la casa de Orgalia porque a mis padres se les metía en la cabeza la idea de que no estaba bien eso de ir a lo de la hija del cuidador de nuestros terrenos. —¿Sabe su señora madre lo que pasó la vez anterior con Orgalia? —me dice, al fin, el padre de ella. Niego con un movimiento de cabeza que no sé si el hombre alcanza a ver desde donde está, ahora que la luna ha sido cubierta por nubes espesas. —Claro, la señora le habría prohibido que venga —dice el hombre. No le respondo. No puedo comentar nada porque escucho nuevamente el croar de las ranas y el batir de las hojas secas del maizal bajo el brillo de la luna llena, que se ha levantado justo encima de la choza de Orgalia y empieza a elevarse, con su majestuosidad de reina orgullosa e inalterable, en la noche estrellada. —Ya no volviste más —me dice Orgalia. —Me enviaron a estudiar al extranjero —le digo y le tomo de la mano. —No dijiste ni pío… Te fuiste sin decir nada… Desapareciste todo un año y no me enviaste ni siquiera una cartita —dice ella y retira sus dedos de los míos. —Vamos a coger ranas —digo por decir algo.
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Ella tiene la mirada oculta. Me da la impresión de que llora en silencio. Me acerco y le acaricio el cuello. Hemos crecido ambos, pero yo más que ella. Ahora apenas me pasa el hombro. Le tomo el mentón para levantar su rostro y mirar sus ojos negros; pero ella hace fuerza y se queda así, obstinada, sin mirarme, durante un largo momento. —Qué estudias —dice al fin, sin ningún tono en su voz. —Filosofía y Letras —respondo, sin lograr conferir a mis palabras la sonoridad y el énfasis que siempre impresionan a los que me escuchan y les hace fruncir el ceño entre respetuosos y solemnes. —Debe ser algo interesante —comenta Orgalia y se interna en el maizal seco. La sigo sin responder. Después de un momento empiezo a hablar de otras cosas: de mis experiencias en el país extraño, de mis impresiones y recuerdos. Le digo que la extrañaba mucho. Ella sigue su camino, imperturbable; no parece prestar atención a mis palabras que se desvanecen en el murmullo de los aplausos inútiles, vanos y absurdos de las hojas secas. -¿Y cómo te fue con las chicas? —me pregunta de sopetón. Me callo. Ella se ha parado. Los tallos de los maíces son más altos que nosotros; sus sombras casi nos cubren por completo. Cuando una ola de brisa los mece, nuestras cabezas emergen apenas como si las sacáramos de un pantano betunoso, oscuro y denso, que amenaza por anegarnos por completo. La tomo de los hombros y hago fuerza para volverla, pues sigue de espaldas, y hablar de cerca, observar el brillo de sus ojos, el rictus de sus labios carnosos. —Yo también he tenido mis experiencias —dice y se suelta con brusquedad. Sus ojos eluden mi mirada ansiosa. Me quedo clavado en el suelo mientras ella continúa hacia el arroyo. Pienso que ahora hay algo que nos aparta y nos coloca muy lejos a uno del otro, una masa más densa e inmisericorde que la sombra que envuelve nuestros cuerpos adolescentes, una materia imposible de verla y palparla, pero que se ha metido entre nuestras vidas, y que nunca podremos vencerla, quebrarla o apartarla, para ir nuevamente a coger ranas o, simplemente, para correr juntos por el maizal y el campo húmedo bajo la luz de una luna nueva, complaciente como antaño. —Las ranas —digo y señalo con la cabeza el arroyo próximo, desde donde nos llega su invitación festiva, risueña. —Ya no podremos ir más —me dice y vuelve a su casa a la carrera, sin que yo intente siquiera alcanzarla. El hombre da unos pasos hacia mí y me tiende su mano callosa, de obrero manual, para decirme adiós. —Usted es como su señor padre —me dice—. Creo que él entendería todo; pero, por favor, no le diga nada a su madre, no querrá que siga a cargo del cuidado de
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sus terrenos y ahora los alquileres están muy… —Pierde cuidado, Miguel —le digo—. Era, soy amigo de Orgalia… El hombre me da un apretón enérgico y se entra al enorme coto sin trancar la puerta. Camino despacio. Tengo deseos de ir hacia el arroyo y ver, si es posible, una ranita al menos. Dudo por un instante; pero, la magia de la luz blanca de la luna y el brillo amarillento de las hojas sonrientes, murmuradoras es algo más que una invitación. Además, después de internarme un escaso trecho, Orgalia está, nuevamente, junto a mí, como siempre. Me sonríe. Su cuerpo es más grueso aunque sigue con el cuello delgado, un poco largo. Su cabello ya no está sujeto en trenzas a los lados, sino que va como una melena, densa que adquiere por algunos instantes, según el ritmo de su marcha, un tinte acerado, de agua de estanque tranquilo. Los dedos tibios de su mano derecha se trenzan a los de mi izquierda. — ¿Otro año en el extranjero? —Sí, el tercero. —Saldrás todo un genio. Su sonrisa es la de siempre, la de la niña que celebraba la caza fructífera. Siento el impulso de abrazarla y acercarla a mi pecho como antes. Ella no opone resistencia alguna. Sus ojos parecen, sin embargo, recién enjugados de lágrimas frescas. —Las ranas… ¿las oyes? —dice. —Sí, las ranas —digo; pero, ellas, al sentir mi presencia, como siempre, se callan. Me detengo al borde del arroyo. Me deben estar espiando, con sus ojos grandes, sobresalientes, para ver que me aleje y, entonces, ponerse a cantar toda la noche. —El segundo año no viniste —me dice Orgalia, aunque no percibo ningún matiz de reproche en sus palabras. —Sí, vine… Pero, tú te habías… —Calla… Si no, las ranas no cantarán nunca. Empiezo a alejarme del riachuelo. Cuando estoy lo suficientemente lejos, me llega el canto nítido, de cristal y plata, de las ranas. Llego frente a la casa de Orgalia. Ya nadie discute adentro. Pienso en que, finalmente, les venció el sueño y la resignación. Sin embargo, me quedo todavía un momento más porque no quiero irme antes de ver salir, por la puerta estrecha de latón viejo, a la niña descalza y vestida con una bata simple de tela delgada y ordinaria que viene a mi encuentro, me toma de la mano y me dice al oído que me esperaba, como siempre. —Porque para cruzar este campo tan triste y solitario, ir hasta el arroyo y atrapar las ranas se necesita ser como somos ahora: zambullirnos sin mucho ropaje ni miedo en el maizal y la sombra acogedora, tomarnos de las manos de niños y no creer nunca, nunca, que la luna no saldrá para alumbrarnos el sendero —dice Orgalia mientras su imagen se va desgranando, poco a poco, hasta quedar confundida con la sombra de los maizales que ya no existen en el presente. D
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Ya nadie espera al hombre Renato Prada Oropeza1 Al pintor Gíldaro Antezana
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l paisaje se extiende por los cuatro costados del pueblo como palma rugosa de viejo. El viento sopla en el rostro y saca lágrimas a los ojos. Por ello es mejor agachar la cabeza para caminar más rápido. La pampa cerca el pueblo por todos sus límites, lo acorrala y deseca. El paisaje es de soledad y de rostro huraño a la vida. El viento araña las casuchas, sacándolas, con paciencia de bruja, cáscaras de barro, dejándolas casi en harapos. Es mejor no ver a nadie ni nada, sino dirigirse, con los ojos cerrados, a la casa de dos pisos, la única del pueblo que ostenta el presuntuoso letrero pintado, en una madera descolorida. Cuando pasa un camión por la calle ancha que atraviesa el pueblo, el polvo hace irrespirable el aire; entonces uno tiene que bajar más la cabeza y tratar de introducirla en la bufanda que se está desenvolviendo jalada por el viento Pero tampoco uno puede dejar en el suelo las maletas que carga porque eso significa detenerse y retrasar la llegada a la casa que es la única pintada de celeste en el pueblo, la única pintada de cualquier modo. Ahora, de improviso, uno quiere detenerse no para descansar los brazos, sino para meditar un rato, un momento sobre todo lo que va a decir o hacer o sobre lo que le ha llevado (o vuelto sería mejor decir) al pueblo; pero uno ya se imagina que eso no tiene mayor importancia, porque no podría traer el arrepentimiento ni cambiaría nada. El frío penetra un poco por los intersticios de las costuras de los guantes, y la bufanda ya parece un pendón al aire sujetada apenas por la quijada de uno que empieza a sentir el adormecimiento producido por la presión hacia el pecho y el golpe del viento frío. Aquí es donde se tiene que detener uno para ver, por lo menos por un instante, la fachada de la casa que parece ahora de un gris celeste agobiado como todo lo que se encuentra en el pueblo. El letrero (que antes brillaba con letras de 1 Renato Prada Oropeza (Potosí, Bolivia 1937-Puebla, México 2011) Novelista, cuentista, poeta y crítico boliviano. Pacianos | 213
orgullo) ya no puede ser descifrado con seguridad; bien puede ser interpretado por “Vergel”, “Hotel”, o algo así, puesto que el tiempo sólo ha querido conservar un esbozo de la letra final. Las manos se desentumecen un poco y los dedos se mueven como fatigados danzarines antes de ir hacia la puerta y golpear con energía. Nadie responde. Uno mira a un lado y ve la ola de viento dejar el pueblo para extenderse a sus anchas, por la pampa. La mano se impacienta en el aire, arregla la bufanda y vuelve a golpear la puerta con más energía. Adentro parece escucharse el ruido de alguien que se mueve trabajosamente. El corazón de uno se sobresalta un poco y empieza a invadirle una especie de impaciencia y expectación de niño, mucho más de lo que podía imaginarse antes. Uno mira al otro lado del pueblo y allí, al fondo de la calle, en el límite con la pampa misma, hay una figura humana que se mueve empujada por el viento, nadie puede decir que sea un hombre o una mujer, o (también es posible) un ser andrógino transportado por el viento a este pueblo fantasma y sombrío. El ruido en el interior ha crecido poco a poco y la mano, por hacer algo, se ha puesto a arreglar esta vez el sombrero que estaba bien encasquetado desde la estación. La puerta empieza a abrirse lentamente y uno puede ver primero un dedo gris y terroso como desprendido de la misma tierra, con la uña amarilla y resquebrajada que hace pensar en la ocupación anticipada de ese miembro humano por la muerte. Después es toda la mano que se extiende por la arista de la puerta y se esfuerza por abrirla. Pero el esfuerzo parece condenado al fracaso y uno, viendo esa mano tan triste y seca, no puede imaginarse sino que intenta algo imposible. Entonces se brinda uno mascullando cualquier frase de excusa o de cortesía y empuja la puerta que gime con un grito de protesta para ceder y descubrir el rostro de la persona dueña de la mano. El rostro es un manojo de arrugas finas diseñadas con tal paciencia y arte que parece no haber descuidado un solo trozo, por pequeño que sea, de piel sin llenarlo con su correspondiente arruga. Uno quiere dar un paso atrás y decir cualquier excusa (“Me he equivocado, perdone”, por ejemplo) pero ya es tarde porque el viejecillo ha extendido la mano indicando con un gesto que se puede pasar al interior de la casa. Aún más: con un movimiento que nadie podría esperar de este ser atrapado ya por el guijarro que habita en sus carnes, se abalanza hacia las maletas y trata de levantarlas del suelo. “Es demasiado para Ud. Yo lo haré”, dice uno y él le mira con unos ojillos de desesperación e impotencia que uno no atina sino a añadir: “Por favor”. El viejecillo se adelanta para indicar una silla y una mesa. No es necesario que uno haga esfuerzos para traer a la mente todo lo que de su vida pasada encierra el enorme salón adornado con almanaques de varios años y fotografías enormes de artistas; sobre todo sigue resaltando, (más gris ahora, por supuesto), el enorme cartel de propaganda de una película de guerra. Tres soldados avanzan trabajosamente en medio de restos de trincheras y estallidos de explosivos. 214 | elansia 2
“Ese soy yo, Luisita”. “¿Cuál?” “El más grande”. “Y ese soy yo”. “Pero yo soy más grande”. “Vamos a matar a los enemigos”. El viejecillo ha desaparecido para volver con una botella y un vaso. Parece no querer enterarse de nada, de adivinarlo todo. “Hace frío”, dice y destapa la botella con un trabajo inaudito. Uno se sienta y observa con más calma al viejecillo que está sirviendo el pisco, vertiendo el líquido con una mano tan temblorosa que apenas se puede imaginar uno que podrá llenarlo algún día. Por ello uno extiende la mano y toca la del hombrecillo y él levanta el puñado de arrugas y le clava a uno sus dos ojillos un poco sorprendido. A uno le entran escalofríos de muerte y se dice que no es posible que sea él, que no ha podido cambiar tanto en tan poco... “Pero no se puede decir que cuarenta años sean poco tiempo”, se dice uno. El viejecillo sigue sosteniendo la botella haciendo esfuerzos por comprender. “Yo lo haré”, dice uno al fin y el hombrecillo parece animarse y deja la botella en la mesa. El licor entra quemando la garganta y, luego, da un alivio a todo el cuerpo. Lo calienta desde adentro y le da ánimo para invitar al viejecillo a sentarse y brindar una copita. Pero él no puede ya que no está más para estas cosas, aunque acompañará para que así uno se entere de lo que desea. Uno vuelve a servirse otra copa que la vacía en la garganta con un frenesí de sediento. Empieza a hablar de sus impresiones sobre el pueblo. Claro que es triste, en esto está de acuerdo el viejecillo; aunque, si se va a la estación del ferrocarril los días domingos, el aspecto del pueblo puede parecerle hasta alegre a uno ya que viene mucha gente de lejos, para el día de feria. El calor de la tercera copa se siente ya menos y si se lo permite el señor, uno se quitará la bufanda. Los ojillos hacen un gesto afirmativo. Pero, esta vez cambiando de tema, uno se pregunta cómo se puede mantener un hotel en este pueblo que no parece estar habitado por nadie. Es una pregunta que se le ocurre a uno. Y el viejecillo no se extraña de esto ya que es verdad que él mismo no puede afirmar que sea algo que dé para vivir a más de uno, pero que ahora él se ha quedado solo... “¡Solo!”, exclama uno para luego, sin saber qué decir ante la mirada de sorpresa del viejo, servirse otra copa y apurarla inmediatamente, de golpe. Esta vez ya no se siente la entrada del trago. Y es así que la imagen del viejo se va tornando más difusa como esos cuadros pintados con malas pinturas que ya no resisten el embate de la luz y del tiempo. “Murió también ella”. Se escucha la frase en el cuarto enorme. El rostro se sumerge en un mar de arrugas donde desaparecen primero los ojillos y luego Pacianos | 215
la boca y las cejas, para no quedar sino una especie de puño recién nacido. Uno tiene un arranque de pena infinita y lleva la mano a reposarla en el hombro del viejo. Él se sacude un poco y, con las manos crispadas, frota el terrón de arrugas hasta hacer reaparecer en él las cejas, la boca y los ojillos sucesivamente. “Después se fue Luisa, mi sobrina, y me quedé solo”, dice el viejillo. Uno tiene ganas de pedir más detalles pero se contiene y bebe otro trago largo. Las imágenes de los retratos se van distorsionando poco a poco. Los tres soldados, ahora sí, parecen moverse a tropezones y parecen agacharse para oír mejor las palabras de los niños que los señalan desde el piso: “Yo soy aquel, el más grande”. “Y yo, el que está apoyado en la roca”. 0, también las otras palabras, esta vez ya no sobre ellos ni tampoco dicha por niños: “Volveré Luisa. Te lo juro”. “No. No volverás jamás. Odias nuestro pueblo”. “Quiero vivir mejor. El viento me ahoga”. “Por eso no volverás”. “Quiero ver árboles, casas que nos reciban con abrazos de novias”. En el cuarto hay todo un remolino de voces acumuladas en todos los rincones, flotando en el aire aquí detenido desde siempre, pegado a los muros donde el tiempo se condensa en pequeñas gotas amarillas y empieza a lagrimear en corrientes zigzagueantes. Uno no sabe qué hacer con tanta carga contenida. “Y, antes mi hijo. Murió mi hijo”. Las palabras hacen detener la avalancha. Por un instante todavía parece hacerse el vacío, un pequeño hueco en el remolino. “¿Hijo?”, dice uno. El viejo aparta la cara para ocultar las lágrimas de las miradas de un extraño y asiente con la cabeza. “Murió mi hijo en el extranjero”. Las imágenes de las paredes empiezan a ondular nuevamente y las voces, a surcar los aires con corrientes de frío. Los soldados, reemprenden su fatigosa carrera hacia el enemigo prestando apenas oídos a las palabras del viejo. Uno se sirve otra copa de pisco y hace esfuerzos para dar con el corcho en la boca de la botella. El enorme salón tiene que dilatarse para contener tanto efluvio del pasado. Uno no sabe a qué atender, si a las palabras del viejo, a la marcha forzada de los tres soldados o a las voces que transitan por todas partes. Uno siente que sucumbirá en esta mezcla desaforada. Alarga la mano para tomar el vaso que parece escabullirse en su muda agonía. El licor refresca un poco, el ánimo y aquieta el ambiente que había adquirido proporción de locura. Uno cierra los ojos y desea dormirse para despertar en otro mundo, fuera de los ojillos del viejo, del pueblo, de la silueta de Luisa que, precisamente en este momento, se ha parado en el vano de la puerta para dar vuelta la cabeza y mirarlo a uno antes de enderezar sus pasos hacia la estación. “Es él, mi hijo que ha muerto”, dice el viejo y alarga una fotografía amarillenta que se sostiene apenas en el aire como mariposa avejentada, con temor de 216 | elansia 2
posarse en una flor petrificada por el tiempo (la mano del viejo). Uno balancea la cabeza para poder ver mejor la fotografía y, apenas, a la luz del foco que cuelga del cielo raso, puede ver a un jovenzuelo erguido, con el cuello estirado, al lado de una muchacha que ha puesto la mano sobre el hombro de una señora que sonríe con timidez provinciana al verse (por primera vez quizá) frente a ese artefacto tan misterioso y amenazante. El dedo del viejo bordea el rostro del jovenzuelo, cubriéndolo muchas veces, y termina por detenerse en la cabeza del muchacho, tapándola por completo. “Es él”, dice el viejo. Uno no sabe qué decir, si preguntar algo o mirar a otro lado, lo que sería un acto de descortesía incalificable... “Luisa”, ha dicho el viejo acercando los ojos a la fotografía y sumergiéndose, perdiéndose en su contemplación; retirándola incluso de la vista de uno para sujetarla con las dos manos frente a él, apoyándola en la mesa para mejor comodidad. Uno se siente un poco aliviado y da otro trago a la botella (dejando esta vez a un lado el servicio del vaso de cristal que se va perdiendo en el olvido). Uno se siente nuevamente emergiendo a esa realidad de embrollo y ruido que parece ser el reino del enorme salón. Hay momentos que, sin saber de dónde, llega la voz del anciano. “Ella y yo... Yo”. Uno desea ir al servicio porque ya no se encuentra en buen estado. Pregunta algo y el viejecillo, salta de cualquier rincón para ponerse frente a uno y decirle que él le guiará, que le siga. EI viejecillo está con una vela en la mano. Su pequeño rostro, con la luz vibrante de la vela, se tiñe de un aire grotesco, se infla como un globo pronto a reventar en cualquier momento. La mano que protege la llama parece cincelada en un trozo de noche con un instrumento de fuego vivo que le ha dejado en los bordes huellas de su naturaleza. El cuerpo del viejecillo, que anda casi agazapado sobre la vela, le hace pensar a uno en ciertas ilustraciones de cuentos de hadas, donde el duendecillo conduce a los niños perdidos por cavernas sombrías, húmedas y pletóricas de sarmientos vivientes que penden de las rocas. Uno se detiene y ve cómo el duendecillo recorta sus movimientos bruscos como los de los personajes del cine mudo que nunca parecen correr sino saltar ágilmente. Uno quiere gritarle para que se detenga pues teme extraviarse en este sin fin de corredores y pasillos que van enredándose más y más, pero el duendecillo ha desaparecido en cualquier recodo dejándole a uno librado a su suerte. Uno se apoya, fatigado en medio de la oscuridad, en una puerta que empieza a ceder. Alguien se sorprende en el interior de la pieza y pregunta algo. Es una voz de mujer. Entonces uno vuelve a empujar la puerta y dice, por supuesto: “¿Luisa?”. Adentro no se escucha nada pero alguien respira con fatiga. Uno siente cada vez más la necesidad de obtener respuesta y vuelve a preguntar más fuerte: “¿Luisa?”. En el cuarto, la persona aclara la voz con un carraspeo ligero y dice que si ha vuelto uno. Uno quiere abalanzarse al interior pero la puerta ya no cede más, resiste con terquedad maligna. Uno pide a la persona del interior que Pacianos | 217
le ayude. “¿Has vuelto, entonces?”, dice ella. “Claro”, responde uno. “Has vuelto”, dice la voz. La puerta no cederá nunca y la voz ya no responde. Uno se siente desfallecer por el esfuerzo y se deja caer como un arlequín moribundo, al pie de la puerta. Allí se podía dormir hasta que llegara el día pero uno es sobresaltado con la candela encendida por el viejo. “Se ha quedado aquí”, dice. Uno se apoya en la pared para levantarse y a la luz de la vela, ahora puede ver que la puerta está asegurada con un candado por fuera. Uno mira con ojos desorbitados al viejo que, sin comentario, emprende la marcha. “Espere”, dice uno y da dos saltos para detener al viejo. “Aquí hay alguien”. El viejo se detiene y le mira sorprendido a uno. Mueve lentamente la cabeza. “En esta casa sólo estamos usted y yo”, dice con tono de indulgencia, de quien comprende todo lo que ocurre. Uno baja la cabeza y sigue al viejo. El viejo vuelve a ponerse a hablar. “Mi hijo ha muerto en el extranjero. Yo sólo vivo para rezar por su alma”. Uno siente que el licor se va desvaneciendo poco a poco. “Sé que le soy útil allá donde está”, dice y levanta la vela más alto que su cabeza. Se detiene y señala un cuartucho semi abierto. “Le espero”, dice. Uno baja la cabeza y entra en el cuarto y se dice que ya todo se ha desvanecido como el licor, que no vale la pena aclarar nada, que el viejecillo se estará así, con la vela en la mano, murmurando sus oraciones, hasta que uno vuelva, y que ya no valdrá la pena destruir su ilusión de servir a su hijo (ahora al fin) con sus oraciones ya que él (el hijo) seguramente, en el mundo donde está, necesitará de ellas. D
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La emboscada Adolfo Cáceres Romero1 Madrugada Rápidas manos frías retiran una a una las vendas de la sombra Abro los ojos todavía estoy vivo en el centro de una herida todavía fresca Octavio Paz
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La emboscada es un hecho cruel, difícil de conseguir y de soportar. Regis Debray
staba ahí tendido, con las venas vaciadas a la tierra, lejos de todo lo que había reclamado; lejos del dolor y la vergüenza de sentirse solo en la derrota; lejos de ese cerco de árboles y voces invisibles que él desafiara. El hombre –el que debía su vida al pañuelo de ‘la Capitana’–, por fin había dado con su cuerpo y, sin dejar de escupir, guardó sus armas para examinarlo. El rostro que ahora contemplaba, casi enterrado por los pelos y las moscas, brillaba con una sonrisa de porcelana. “No pudo escapar, entonces”, se dijo, tratando de cerrarle los ojos. “Es el fin”. Sus dedos se hundieron en esas cuencas de hielo. Muerto el jefe ya nada tenían que hacer ahí. Bajo esos labios sellados reposaba la última orden. Todo era extraño frente a ese instante de soledad sin tiempo. El hombre retiró sus dedos fríos. Los ojos lanceolados porfiaban con su brillo. “No pudo huir, el jefe”. Ahora el hombre era el único sobreviviente del grupo. “Muerto”. Recién comprendía el absurdo de ese sacrificio. “¿Cuántos éramos?” Vio sumergirse la fila de rostros en espanto. El río se devoraba la sorpresa de ese instante. Todos habían muerto con los ojos abiertos, como queriendo rescatar algo de la vida. El río. Los peces se cebaban con sangre humana. Ya nadie podría beber de esas aguas sin pensar en la sangre que arrastraban. La fila. Nada parecía alterar su marcha, ni los proyectiles que salpicaban sangre en vez de agua ni las bocas que escupían fuego. “No deben encontrar mi cadáver”: una rama quebrada yacía junto a la orden escrita. El hombre la borró. “¿Cuántos, con ‘la Capitana’?”
1 Escritor, crítico, investigador boliviano y profesor de literatura. Pacianos | 219
El río continuaba su marcha. “No deben”: la orden. Volvió a remover la tierra hasta borrarla. “No deben”, leía su mente. Los perros, al otro lado del río, olfateaban sus rastros. Los muertos, desenterrados, eran perseguidos aún debajo de la tierra. “No”: la orden, y desapareció la última palabra. Sacó su navaja. La hoja parecía estremecerse al contacto de la luz. “Qué pronto hiede todo”, se dijo el hombre, sorprendido del ritual que ensayaban sus manos. El miedo hizo que tiraran a matar. El capitán, con el rostro bañado de sudor, dio la orden de fuego. “¡Nadie debe escapar con vida!”, gritaba. Nadie, ni la mujer que apenas podía tenerse en pie, con el pañuelo blanco en alto. “Mi capitán, la mujer...” “¡Fuego! ¡Fuego, carajos!”, gritaba el capitán. Hacía rato que esas bocas de acero calculaban sus miras con impaciencia. La orden, la de la emboscada, llenaba las aguas. No era la última. “Fuego, señores, prueben su puntería”. La calesita giraba, lo mismo que las bombillas de luz, escurridizas, que esperaban el golpe que las encendiese. Él, que todavía no era capitán, apretó su mejilla sobre la madera pulida del rifle y disparó. “¡Prueben, señores!” La noche estalló en sus oídos. “¡Buen tiro!”, le gritaron. A cada “fuego” las bombillas de luz se iban encendiendo. “Tiene buena puntería, señor”. ¿Por qué ya no sentía esa misma felicidad y orgullo ahí, junto al río? Era más bien la vergüenza de un tropezón y la caída lo que mortificaba. Ya no apretaba un rifle contra su hombro. Las aguas y sus víctimas seguían en el mismo orden con el que habían iniciado su marcha. Los soldados gritaban locos de contento, sacudiéndose el olor a pólvora. “Buen tiro, señor. ¿Es Ud. militar?” Las bombillas estaban encendidas. La música. La luz hacía el día. Ahora volvían como héroes. “¿Cuántos eran?” inquiere un periodista. El campamento se ha poblado de gente extraña. “¿No escapó nadie? ¿Ni la mujer?” Se ha ganado un ascenso el capitán. El río crecía en sus aguas. “¿Cuántos?”, pregunta otro periodista. “Ah”, dice, tomando notas. “Estimado capitán es Ud. un héroe”, dice un viejo general que se lleva al capitán. Un héroe. Los soldados no pueden disimular su júbilo. “¿Qué? ¿Había una mujer?”, dice el general, admirado. Los periodistas acuden con entrevistas a la tropa. “¿Y los cadáveres?” Los “flashes” centellean por todos lados. “Ya los vamos pescando del río”, lanza su carcajada un soldado. El capitán y los generales brindan por la Patria. “¿Cómo se sienten los héroes?” La calesita giraba de nuevo y él, estrechando las manos que le felicitaban, sonreía. El capitán sonreía. “Capitán”, dice un periodista intruso, “¿Ud. mató a ‘la Capitana’?” Le era difícil cumplir con su trabajo de héroe. Los perros ladraban a lo largo del río, olfateando las huellas de sangre. El hombre, cada vez más lejos de esas aguas, daba de comer a los buitres que le seguían. Sobre sus espaldas, en la mochila del Jefe, cloqueaban los huesos mondados. El monte, espeso y húmedo, se cerraba tras sus pasos. La hilera vagaba por su memoria. Había estado caminando en busca de víveres, sin llevar la cuenta del tiempo. El ejército seguía sus huellas. Las ramas castigaban el cloqueo de la mochila. Ahora pensaba en ella, en ‘la Capitana’, que fue la primera en advertir el peligro con su pañuelo blanco. El pañuelo que le salvó la vida. El viento 220 | elansia 2
arrastraba los lamentos del río, junto a los ladridos de los perros rastreadores. Súbitamente las ramas se abrieron y, casi al otro extremo del claro, divisó la choza de un selvático. Preparó su metralleta. Los árboles se agitaban sacudidos por el viento. El recuerdo de ’la Capitana’ llenaba el ambiente. Su muerte. No era la primera vez que sus manos sudaban al contacto de la empuñadura plástica de su arma. Nuevamente se hallaba en el límite del miedo. El claro es un remolino de hojas y tallos retorcidos. Quisiera romper esa quietud con una ráfaga de fuego. La mochila sigue con su cloqueo seco, marcando sus movimientos. La choza esta deshabitada. Los buitres que le seguían se iban alejando. El hambre le obliga a registrar la choza. “No te muevas”, ordena una voz a sus espaldas. “Ten las manos en alto”. El cloqueo de la mochila ha enmudecido. El hombre se deja quitar el arma. “¿Qué buscabas?”, preguntaba la voz. El no pudo responder, aturdido por la traspiración. “Levanta más las manos”. Es una voz desconocida para él, lejana en su acento cantarino. “Tengo hambre”, dice, por fin. “Date la vuelta”, ordena la voz. Las paredes de caña se sacuden con el viento. El hombre, al volverse, reconoce a un barbudo como él. “Eres de...” Va a preguntar bajando las manos, pero el otro le corta violentamente con el arma sobre el pecho. “¡Quieto! ¡Quieto!” amenaza. Sí, era un guerrillero, como él. “¡No te muevas o disparo!”, dice con furia, luego aparecen dos guerrilleros más. En todos ellos se advierte el hambre y la fatiga de los que huyen. “El jefe ha muerto”, dice el hombre. “¿Sí?”, es la única respuesta que le dan. “Aquí tengo sus huesos”. Los dos guerrilleros se le aproximan para quitarle la mochila. “Y, cómo podemos saber que son de él”, dice uno de ellos. “Es el jefe, murió en una emboscada”, argumenta el hombre. El miedo vuelve a mojarle las axilas. “Murieron todos, inclusive ella, ‘la Capitana’”, dice. Los otros permanecen en silencio, revisando la mochila. Los huesos rebotan contra el suelo. “Aquí falta el dinero”, dice uno de ellos. “Sólo yo me salvé”, continúa el hombre. “Quién nos dice que no eres un traidor, ¿eh?”, su boca hiede bajo el gesto de amenaza. “Tú mataste al jefe”. El viento parece sollozar entre las ramas. Están locos, piensa el hombre. Es mi locura, la locura del jefe y ‘la Capitana’ y de todos los que andamos perdidos en esta selva. Es la locura del miedo, de la desconfianza “Confiesa que los llevaste a la emboscada para quedarte con el dinero”, grita el otro, el que le apunta con el arma. El hombre ya no les hace caso, le preocupan sus brazos que empiezan a pesarle. “No te muevas”. “No te muevas”. Sus brazos que le duelen. El arma continúa a la altura de su pecho, insensible. “¿Dónde está el dinero que robaste?”, grita uno de los que registran la mochila. Los brazos se cuelgan del vacío. “Más arriba las manos”. Sus bolsillos son vaciados y rotos. “No hay nada”, dice el que ahora lo registra, con sus manos cuarteadas. Manos de ladrones, piensa el hombre. Ladrones hambrientos. Desertores. Qué pena, yo también tengo hambre. Hambre. Pobrecitos. “Te juzgaremos aquí mismo, por ladrón”. El gesto hediondo gesticula. Qué pena, mis brazos. “Si no hablas serás fusilado”. Qué pena, qué pena. “No, no; serás colgado, por ladrón”. Los brazos se hallan Pacianos | 221
dormidos en el aire. El hombre ya no los siente. Esos brazos ya no le pertenecen. “Bien, ¿vas a hablar ahora?” Las palabras ya no le importan, lo mismo que esos brazos que flotan en el aire pestilente de la choza. —Cuídese, mi capitán, se la tienen jurada. La jungla con su vaho verde, tibio, alerta el paso de la tropa que va confiada del olfato de los perros. Ahí cerca, después de la espesura, el claro se presta a una emboscada. Los soldados se agazapan por instinto. El silencio les previene de algo que quizás no existe, pero que en ese oficio es inminente: el peligro. El capitán ha empezado a traspirar. El calor es sofocante a esa hora de la tarde. El guía está a su lado, tratando de contener a uno de los perros. —Yo también se las tengo jurada —dice el capitán—, y ellos lo saben. Su rostro, bajo la gorra que arde, ha adquirido una expresión dura. Levanta una mano en señal de alto. Se hallan justos al borde del claro. Los rastros que siguen se pierden en la choza. La orden vuela de boca en boca, y los soldados se deslizan velozmente en grupos de tres hombres. Los perros penetran en la choza sin encontrar nada. “No hay nadie”, dice un soldado interrumpiendo su sigilo. El capitán ha comprendido el gesto y ordena el avance del resto de la tropa. En el claro los soldados corren en zigzag. Todo parece un juego. Junto a la choza hay más huellas de las que esperaban encontrar. —Bueno —dice el capitán, sonriendo—, parece que vamos a pescar dos bandoleros más. Uno de ellos debe ser el jefe. Los perros, tiesas las orejas, gruñen al contorno. —Suéltenlos —ordena el capitán. Las colas se confunden con la espesura que sacuden. El viento va disminuyendo en su paso. Las ramas se agitan pesadamente. Muy alto, entre las ramas de un árbol, los perros han descubierto un cuerpo que oscila como péndulo. Los ladridos son más encarnizados. “¡Mi capitán!”, grita el guía, “aquí hay un colgado”. Los buitres revolotean el cielo que se va nublando. —Está muy alto —dice el capitán, viendo que algunos hombres se aprestan a subir el árbol—, nadie se mueva, voy a bajarlo de un tiro. Los perros ya han ubicado otra presa. Sus ladridos han cambiado de tono, ahora se gruñen y amenazan entre sí. — ¡Qué pasa! —chilla el capitán, nerviosos. —No sé, parece que han encontrado unos huesos —dice el guía. —Quítenselos. Los perros se resisten y escapan con los huesos —Son humanos —dice el guía, al tiempo de recoger otras piezas. El aire se ha tornado gris, con los buitres girando en torno. Los perros continúan distraídos con los huesos. Los soldados tratan de identificar la figura del colgado. “Es un guerrillero”, dicen. “Puede ser un colonizador”, dice el capitán, impaciente. No tiene tiempo que perder. Pide un fusil y apunta a la liana que oscila. Otra vez su mejilla siente la dureza del arma. Piensa en todo, en que, después de completar 222 | elansia 2
la caza de los sobrevivientes de la emboscada, será ascendido a mayor; piensa en la guarnición que espera su retorno; los generales que lo abrazan. El premio. Uno de sus ojos se va cerrando cuidadosamente hasta crecer la mira sobre su objetivo. “Señores”. La voz de la calesita vuelve a acompañarle. “Prueben puntería”. Es también la voz del río. La calesita vuelve a girar, lo mismo que las bombillas sin luz. La música golpea sus oídos. El caño del arma tiembla con la presión de sus dedos mojados. “Prueben, señores”. La calesita lo marea. Voy a perder el premio, piensa. Los perros ladran. —A ver, teniente —dice el capitán, bajando el arma—, pruebe usted su puntería. Ese gesto parecía una señal, porque diez automáticas probaron puntería desde los cuatro costados del claro. Los destellos quemaban la sangre. El río crecía con los cuerpos sumergidos. En el remolino de las hojas giraba la calesita desenfrenada. Las bombillas, súbitamente encendidas, se perdieron en el cielo poblado de buitres. D
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Elegía Jorge Suárez1
Yo creo en Dios. La luz de tu mirada me habla en el corazón, secretamente, de la existencia de una ignota fuente de la que fluye toda madrugada. Antes que tú llegaras, no hubo nada sino el vacío. Dios, el Gran Ausente, entró en mi soledad impenitente sólo porque tú entraste en mi morada. Y no saber ahora si el contraste de tener esta fe que tú me diste resolverá la duda en que me hallaste. Si Dios existe es porque tú llegaste… Y si te vas de mi existencia triste, ni Dios hubo jamás ni tú exististe.
1 Jorge Suárez (La Paz, 1931-Sucre, 1998) Poeta, narrador y periodista boliviano.
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El Abrelatas Jorge Suárez1
n
o fue Ausberto García quien hizo el gol del triunfo. Fue, sépalo el público ahora, él. Él, que ahora está en el centro de la cancha, ve llegar la pelota, como descolgándose del cielo, corre, la recibe en el pecho, la baja hasta los pies y mira al frente: dos enormes zagueros salen a marcarlo, los gambetea en círculos y se escapa como una saeta por un costado de la cancha. De pronto, mediante un quiebre de cintura, cambia de dirección y se dirige al arco. Ya el arquero se le arroja a los pies. Intuye la maniobra. Lanza arriba la pelota. Da un prodigioso salto y convierte el gol con un violento golpe de cabeza. ¡Goooool! Y el Wilstermann ganó el campeonato. Gracias a él, al desconocido. Y el periódico anuncia que ese día se correrá la tercera etapa la del Gran Premio Nacional de Automovilismo. Baja el juez la banderola dando la señal de partida y él, que ahora está en Santa Cruz, empuja a fondo el acelerador y se bebe de un sólo envión la pista. Pasa por la Angostura y ve desarrollarse, arropada por el monte, la lente sierpe de la Cuesta Colorada. Llega a Samaipata entre las hileras de público que lo aclama, porque ya las radios han informado que un desconocido, él, más audaz que Bendeck y más temerario que el tarijeño Paita, encabeza la carrera. Las plantas de los pies convertidas en alas mueven los pedales y el ruido del motor, incorporado a su respiración, es un susurro. Vuela. Cruza por Comarapa, cardos con flores rojas que lo saludan al pasar; por la Siberia, fantasmal ilusión entre nieblas raídas; por Montepunco, nieve y laderas azules. Ya nace al fondo, en un lento horizonte ceniza, el valle de Cochabamba, y oprime el acelerador. No se detiene en la meta cuando cae la banderola por segunda vez dándole el triunfo. Se va de largo hacia la plaza San Sebastián, donde un gran gentío se agolpa ya para darle la bienvenida, en el mismo sitio donde aquella mañana, el sol, interrumpido por un camión estacionado junto a la vereda, proyectaba un triángulo de sombras sobre los cuadros rojos y azules del pavimento y sobre el banco en que leía el periódico. —¡Abrelatas! ¡Abrelatas! –Aparecieron los chicos —Ahí está el Abrelatas.
1 Jorge Suárez (La Paz, 1931-Sucre, 1998) Poeta, narrador y periodista boliviano. Pacianos | 225
–Empezaron a llover duraznos. —¡Abrelatas! ¡Abrelatas! El Abrelatas se incorporó y enarboló su bastón. —¡Atrás, mierdas! ¡Carajo! ¡Uno por uno! ¡Bandidos! ¡No se vayan, cobardes! Y escaparon los chicos ante la presencia de un carabinero. —Sí, mi sargento. Así es todos los días. Me atacan y después se corren. Está bien, mi sargento, buscaré otra plaza. Mañana mismo buscaré otro sitio para leer mi periódico. El Abrelatas camina ahora hacia el centro de la ciudad. Va por la avenida San Martín, donde está el Fiero Motas, sentado a la puerta de su horno, controlando como siempre sus canastas de pan. —¿Dónde estás yendo tan apurado? —Estoy yendo al Correo. —¡Ah!... ¡Al Correo? ¿Y a qué estás yendo al Correo? —A recoger una carta de mi hermano. — ¿De tu hermano? ¿El que vive en París? —Sí, de ese mismo. —¿Y qué hace en París tu hermano? —Tiene la torre... la torre... la Torre Fiel. Se ve todo París desde arriba. Hay que pagar boleto para subir a la torre. —¿Y por qué tu hermano no te hace llevar a París? —Me ha de hacer llevar; pero ya no a París, a Panamá. —¿Y qué piensa hacer en Panamá, tu hermano? —Piensa comprarse el Canal. Es mejor negocio que la Torre Fiel. Los barcos pagan peaje para cruzarlo. Y aunque el Fiero Motas no lo crea, su hermano, no bien llegue a Panamá, le remitirá un pasaje para que se vaya a trabajar con él como su piloto de confianza. Y el Abrelatas está otra vez rumbo a la Plaza de Armas, piloteando un barco y mofándose del Fiero Motas, que se quedó amarrado a sus canastos de pan por tonto, que si le hubiera creído lo habrían llevado también a él, como su ayudante. Al llegar a la plaza, un gran letrero, desplegado de un lado a otro de la calle Bolívar, se bamboleó en el viento. “Mil pesos de premio al mejor disfraz”. Y el Abrelatas se queda en la calle, apoyado en su bastón, contemplando el letrero que anuncia, como todos los años, el tradicional baile de máscaras del Club Social. ¡El carnaval! Desde su inmóvil silencio, en la soledad de su cuarto, el Abrelatas contempla, sobre un muro, en la tapa de un viejo ejemplar de El Gráfico, la imagen de Agustín Ugarte cuando jugaba en el San Lorenzo de Almagro. En la fotografía, Ugarte ha disparado la pelota a un ángulo del arco y el arquero Roma del Boca Juniors salta inútilmente. La pelota bombea la red. El público se pone de pie para aclamar la formidable conquista. Y el Abrelatas se decide. Desprende la fotografía y extrae de su dorso un billete de cien pesos. Llega hasta sus oídos el alegre rumor de las comparsas. Y sale a la calle. 226 | elansia 2
¡Señoras y señores tengo el honor de presentar en esta sala al gran Abrelatas, Rey de Caracota! Y el Abrelatas hace su ingreso al salón. Saluda al público con la mano izquierda. Con la derecha, se sostiene sobre el bastón. El público lo recibe con un excitante aplauso. ¡Si es igualito! Exclama una mujer. ¡Igualito! Y es él que ha empezado, su ronda entre las mesas, dando un segundo paso y arrancando un aplauso atronador. ¡Así! ¡Así! Ahora el bastón. ¡Exacto! Es él. Y los aplausos que se escuchan, la alegría que escolta su marcha, son para él. Sólo para él. Reinicia la pirueta. Arriesga más la extensión del paso. Se detiene. Recibe el clamor del público y reanuda su marcha. El antifaz se le adhiere al rostro por la creciente humedad del sudor y las lágrimas. Lágrimas que le brotan cada vez que se detiene y el estruendoso batir de palmas lo alienta un nuevo paso. A un paso que es suyo, nada más que suyo, un paso que lo devuelve, al fin, a su propio espacio. Y proclama su victoria, no otra victoria. Y todos sus sufrimientos quedan atrás. Atrás el día en que su madre fue arrojada por un camión contra un muro. Y el día en que nació inválido y se crió, sobrevivió en el barro viendo crecer soles amarillentos que circundaban un cielo siempre gris, y lunas que no podía perseguir por los patios, porque estaba inerme, baldado en el piso, contemplando el ir y venir de su madre, hasta el día que se incorporó sobre un palo, dio un paso y volvió a caer. Y atrás las oscuras horas de la escuela y el maestro que no lo llamaba nunca por su nombre y el día en que resolvió triunfar. El día en que enfrentó a dos boxeadores en un mismo ring y los venció. Ahora es él, sólo él; con un pie firme en el piso y firme la mano derecha en el bastón de palo. Es él, él, El Abrelatas. El Abrelatitas como lo llamaban las cholas del mercado. El Abrelatas que nadie conocía. El Gran Abrelatas que ahora todos conocen. Se alegra y llora. El antifaz se acentúa más y más sobre su rostro. Una larga ovación corona su triunfo cuando el anunciador, al concluir la ronda, le alarga una mano para felicitarlo, y él, sin abandonar el bastón, le hace una profunda reverencia y lo deja con el brazo extendido. Y es él, sólo él, cuando empieza a bajar una por una las relumbrantes escaleras del Club Social, da un paso en falso y rueda suavemente sobre el mármol, mientras que el rugido del público se apaga en el salón y en la Plaza San Sebastián se agrupa ya el gentío para levantarlo en hombros. Y atrás queda el día en que empezó a caminar, apoyando primero el pie derecho, férreamente afirmado en su bastón, y arrastrando después como un peso ausente el pie izquierdo. Y el día en que alguien, desde un zaguán anónimo, lo bautizó: ¡Abrelatas!, porque al andar parecía estar roturando interminablemente la tierra. D
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primera persona
“Simetría”, “La Luz”, “Retorno a la luz” y “Las tres lluvias” son cuentos estelares de la máquina escritural de Blanca Elena Paz. A esta selección de antología, añadimos un texto inédito: “Solicitud”. Bienvenido sea al lector al universo amenazante de esta extraordinaria cuentista.
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Solicitud
Cuento cedido por la autora para este número de El Ansia.
Apreciado señor: Soy la más fiel usuaria de su gimnasio y como tal conformo la lista de invitados a los festejos por los aniversarios. También destaco que han sido reiteradas las veces en las que abusando de su confianza le he solicitado alguna conferencia sobre alimentación saludable, para ampliar el conocimiento de aquellos a quienes asisto en los centros de ayuda social. Como usted podrá imaginar, una viuda de clase media con hijos adultos y casados debe emplear el tiempo libre en diferentes actividades de voluntariado. Fue en la celebración de fin de año, y después de los vinos, cuando usted y yo pudimos conversar durante algunos minutos, en el rellano más alto de la escalera central. Usted llevaba puesta esa camisa escocesa que destaca el color de sus ojos, y yo… ¡pero qué aflicción tan absurda!, ¿puede creer que me sentía angustiaba porque las personas hablaban en voz alta al marcharse, y a causa de eso temía perder parte de la conversación? Recuerdo cómo, en algún momento, tuve que acercarme más porque usted algo decía y en su celular me mostra230 | elansia 2
ba la imagen de su hijo que se notaba divertido por la ejecución de algún juego. Ahora sé que además de estar “felizmente casado” es padre de un niño, y yo… al ver esa foto en la pantalla de su teléfono móvil pensé que usted y el menor de mis hijos deben de tener aproximadamente la misma edad. Menos mal que este no se encontraba entre los invitados, porque de haberse hecho presente en la fiesta, debido al poco espacio que mediaba entre usted y yo hubiese desconfiado de nuestros susurros. Estábamos allí y, después de algunos minutos, la conversación se tornó pausada, plena de intervenciones cortas, inspiraciones profundas y palpitaciones. Sin preguntar conocí el porqué, el porqué de su mirar gustoso, casi voraz… el porqué de ese ir y venir de sus ojos, alternado entre mi boca, mis ojos y el escote del vestido en el lugar que marca el nacimiento de mis senos. Parecía que me estaba viendo por vez primera y no fingía, no miraba mi boca como lo hizo siempre, ni como la miran otros, sino de manera diferente, yo… pude interpretar ese
lenguaje críptico y acertar en lo que usted pensaba: pequeña, sí, mi boca es pequeña pero… ¡tan sabia! Usted necesitaba de todo aquello que mi boca sabe hacer y la deseaba, la deseaba por lo que esta le podría ofrecer. ¿Mis senos? Sé que los adivina tersos, turgentes, con pezones prestos a endurecerse entre los labios suyos…y usted con los ojos me declaraba que su lengua ya quería redondear ambas areolas. Me acerqué aun más. Del cuerpo suyo emanaba un irresistible olor a hombre: pude aspirar no sólo su colonia sino también sus hormonas. Complacida floté en ese aroma con el que da inicio el amor, ¿dije que usted se mostraba feliz? Su mirada acariciaba, provocaba, me trastornaba entre cadencias y algún suspiro. Por un momento creí que me abrazaría, o yo a usted, luego… hubo algunos instantes de confusión en los que se mezclaron silencios, imágenes de ensueño y encontradas emociones. Lo más perturbador para mí fue el deseo y todo lo que este trajo consigo: sentí que nunca había deseado tanto a un hombre, nunca tanto como a usted. Luego sobrevino un agradable letargo, ¡qué sabrosa embriaguez sin vinos! Tan alegre me sentía que hasta me hubiese gustado quedar dormida, dormida sí pero no sola sino con usted, con usted tanteándolo todo entre mis vísceras y detrás de mis ojos. Quise adormecerme en ese instante y que los labios suyos se prendieran de mi boca para que ambos retozáramos largamente. Nos imaginaba juntos, lo rodeaba con mis brazos, casi podía sentirlo en mí y presentir que desde
ese momento usted latiría para siempre conmigo. Confieso que durante los últimos días son frecuentes mis estallidos de euforia, me distraigo con facilidad, he perdido el apetito y también aprendí a llorar. Sé que debo concluir esta carta pero extrañamente yo, que durante años escuché decir que era la más eficiente de las secretarias, no puedo precisar el objetivo de este escrito ni mantener la secuencia en la solicitud, y no quiero despedirme sin decir que usted no me ha tocado pero sin proponérselo me manipula, me retiene enajenándome, embota mi mente y causa inquietud en mi espíritu. Por momentos, parece que lo tengo atrapado porque desde la noche de nuestra conversación, en el descanso de la escalera, usted me acompaña transformado en sombra, sé que al evocarlo acude a mi vida aun desde el pasado. Luego lo llevo a todas partes y es suficiente un minuto a solas para sentir que me posee, me humedece y… la solicitud que le dirijo es para decirle que mi tiempo y el folio se agotan, aunque no quiero su respuesta positiva es necesario que me libere y que me deje partir definitivamente. Quedo de usted. Gloria Alberti
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Simetría Publicado en el libro Teorema, 2da edición, Santa Cruz: La Hoguera, 2011.
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mar, nuestro hermano, parece no verla. Mamá pasa por su lado sin reparar en ella. Sin embargo, Alba está ahí. Yo la miro, sonrío y guardo silencio. Cuando mamá u Omar me sorprenden hablando con Alba se enfadan. Mi madre acaba de retirar de la pared el retrato de papá y sale de la casa con Omar. Nuevamente harán cambiar el marco de la fotografía. —Alba -le digo a mi hermana-, ¿piensas en papá? —Sí, Aurora, continuamente pienso en él. Recuerdo la noche en que murió papá. Nos prohibieron salir de nuestro cuarto. Teníamos miedo. Comenzamos a llorar. Papá entonces, vino a vernos. Nos abrazó y dijo que debía hacer un largo viaje. Cuando le contamos a mamá que nuestro padre se despidió de ambas, se enojó mucho. Nos advirtió sobre eso de andar por ahí inventando cosas. —Alba, papá no hubiera dudado de nosotras. —Claro que no, Aurora. Él nos tenía mucha confianza. Cuando murió abuelita se repitió la escena; nos encerraron bajo reco232 | elansia 2
mendaciones para que no saliésemos de nuestro dormitorio. Alba me propuso huir por la ventana y así lo hicimos. Abuelita estaba en el jardín, tejiendo en la oscuridad. “No se necesita luz para tejer”, explicó y nos dio un beso. Dijo que estaba tejiéndose un chal porque lo necesitaba para viajar. “¡Abuelita se va de viaje!” Irrumpimos gritando a dúo, en el salón, Y callamos, porque nuestra abuela, entre candelabros y flores, estaba en su ataúd dormida. —Alba -le hago una señal para que guarde silencio-, parece que mamá se ha desanimado de ir a la vidriería. Mamá sube por la escalera. Escucho sus pasos. Me acerco a la ventana y miro. Omar está en el auto. Trata de encenderlo y no puede. Alba, que ha descendido velozmente, ya está sentada a su lado, pero, como de costumbre, Omar no la ve. Desde la ventana le hago señas y ella me responde con morisquetas. Nuestro hermano sale del auto y levanta el capó. Regresa a la casa en busca de herramientas, para nuevamente dirigirse al vehículo. Trata ahora de arreglar el motor. Había prometido llevarme de paseo y no ha cumplido su promesa. Alba imita sus
gestos. Omar prueba otra vez y el carro no arranca. Sale y llama a un vecino. Empujan el auto hasta la calle para encenderlo aprovechando la pendiente. Mi hermano se desanima, Alba ríe y me contagia. Omar está furioso porque escucha mi risa. —¡Mamá, Aurora está hablando nuevamente sola! —Déjala tranquila, hijo. Recuerda que se encuentra delicada. —¿Enferma yo? Nunca me he sentido mejor. Pienso que Omar quiere que me lleven al médico. Me vigila todo el tiempo. Me gusta mi nombre: Aurora. Alba y Aurora significan lo mismo. Dicen que mamá quería que nos llamáramos Mariana y Ana María. Supimos que papá, por su parte, pensaba en algo simétrico como Alis y Sila. Por lo visto, después de mucho discutir nos quedamos como Alba y Aurora. Cuando Alba salía a jugar por los alrededores y yo me quedaba en casa, tenía que decirle al regresar todo lo que ella había hecho. —Te has bañado en la fuente. —Sí—. Porque yo sentía en los pies ese estremecimiento que produce el agua, cuando mi hermana se metía en la fuente. Al siguiente día, era yo quien salía a jugar sola. —Has comido manzanas—. Decía ella a mi regreso. —Sí—. Porque Alba disfrutaba del sabor de las manzanas mientras yo las mordía. Cuando Alba se enfermó y la llevaron a la clínica quedé sola en la casa. Nadie hablaba en voz alta.
—Es mejor —me dijo un día mi madre— que te vayas al campo. Fueron los días más tristes de mi vida. Todo, de improviso, perdió interés para mí. Ni siquiera el atardecer, cuando los pájaros regresaban a sus nidos y cantaban, llamaba mi atención. Era Alba quien sabía distinguir el canto de cada uno. Un día, sentada en el corredor, mientras escuchaba los trinos, sentí a mis espaldas la voz de Alba. —Es un jilguero—. ¡Y era cierto! Todo volvió a ser como antes. Corríamos por los potreros, jugábamos a las escondidas y algunas veces, cuando nos dejaban solas, trepábamos a un árbol. El día que ambas regresamos del campo, mamá y Omar esperaban en la puerta de la casa. Nunca los había visto tan serios. Me llevaron a la sala y mamá, después de sentarse a mi lado, me habló cariñosamente. —Aurora —dijo—, Alba ha muerto. Lloré, pero no por la muerte de mi hermana. No podía llorar por alguien que nos observaba desde el umbral. Lloré por mamá que al estar triste, me enterneció con su llanto. A los pocos días, Omar me sorprendió cuchicheando con Alba. Enseguida le dijo a mamá que yo estaba hablando sola. Me llevaron al médico y empezaron las tabletas, inyecciones y jarabes, y ese peregrinaje por consultorios, donde otros médicos volvían a hacerme las mismas preguntas. Parecía que todos se hubiesen puesto de acuerdo en un sólo propósito: que me olvidara de Alba, y eso era imposible. Paz : primera persona | 233
Hasta cuando me obligaban a dormir, mi hermana reaparecía en mis sueños. Omar me vigilaba tenazmente. Estaba (según lo que yo pensé) celoso porque mi hermana sólo conversaba conmigo. La única persona que parecía no preocuparse por mis charlas con Alba era Rosa, la empleada. Aparentemente los diálogos le resultaban divertidos, me miraba y reía. Reía y se encerraba en la cocina. Comprendí que Rosa se estaba burlando de nosotras. No le permitíamos intervenir en nuestra conversación porque ella reía de cualquier cosa. —Tenemos que darle una lección—, me dijo Alba, y yo acepté. Mi hermana y yo estábamos de acuerdo en todo, menos en los colores. A ella le gustaba el azul y a mí el rojo. Mamá, que nos confundía frecuentemente, dejó que Alba tuviera el cabello largo, al mío, en cambio, me lo hacía recortar regularmente. —Aurora —recuerdo que me dijo una noche mi hermana—, ponte tu vestido de gasa roja y ve a decirle a Rosa que la necesito. Cuando Rosa, cumpliendo mi instrucción, entró en nuestro cuarto se encontró con Alba, vestida de azul y con el pelo suelto. Salió corriendo de la habitación para irse de la casa. Desde entonces no hemos vuelto a tener empleada. Parece, que definitivamente mamá y Omar se quedarán en la casa. Cuando el auto no funciona es así, mamá detesta los taxis y mi hermano es un cómodo. —Alba —le digo en voz baja—, quiero dar una vuelta por el barrio. 234 | elansia 2
Ella me propone salir por la ventana e ir de paseo en el auto que está parqueado en la calle. Nos deslizamos, procurando no hacer ruido, por la enredadera que baja hasta el jardín. Omar ha dejado el auto con la llave de contacto puesta. Alba se sienta al volante. Tengo miedo porque no sé manejar, pero pienso que mi hermana si sabe. Ella enciende el motor y arranca. Bajamos por la pendiente a toda velocidad. Reflejado en el espejo veo a Omar que desesperado gesticula y corre. Alba presiona el acelerador y reímos. —¡Aurora! —¡Alba! —¡Qué hermoso es estar juntas! R
La luz Publicado en el libro Teorema, 2da edición, Santa Cruz: La Hoguera, 2011.
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stás preocupada. Tu marido ha cambiado mucho en los últimos meses. No es que haya dejado de quererte. Al contrario, nunca había sido tan tierno con vos; sólo que por momentos lo notás distante. Como si estuviera en otro lugar. Ahora que lo pensás bien comenzó a cambiar desde el día que lo buscó esa mujer, la embarazada. Él te contó que estaba a punto de entregar la posta al médico que iba a reemplazarlo cuando se presentó ella; lloró, imploró y… bueno, vos sabés cómo es tu marido: se dejó convencer. Se trataba de un herido de bala. Extrajo el proyectil, suturó la herida y tal como se lo pidiera la señora, no registró el caso en el libro correspondiente. Después, aunque él no te lo dijo intuiste que ella volvió a buscarlo. Sí, fue desde entonces que tu marido empezó a cambiar. A veces llega tan cansado que no quiere hacer otra cosa más que dormir. Y vos no podés dormir si antes no leés. Apagás la luz de tu velador, dejás que se duerma y luego la encendés nuevamente para leer. Desde que se implantó el toque de queda las noches se han hecho más largas y tediosas. La televisión está insoportable: transmite
westerns y comunicados militares, así que la clausuraste por cuenta propia. Por lo menos tenés ese derecho: ya que te censuran, vos los censurás a ellos. ¿Qué no darías por no sufrir de ese maldito insomnio? En la alta noche, cuando las manecillas del reloj avanzan hacia la madrugada, la ciudad se habita de un oscuro y ominoso concierto. Camiones que patrullan, frenazos bruscos, ráfagas de metralleta y pasos de botas. Ya sabés, aunque no aceptés comentarlo, lo que está pasando en la calle. Te has preguntado si tu marido tiene algo que ver con ese drama, pero… no, porque él nunca fue político, aunque es posible que ahora hubiese comenzado a cambiar: vos misma estás cambiando. Duerme… es mejor no pensar en nada y dormir, apagar la luz, dormir y simular que no se escucha ese ruido de pasos en la calle. En tu calle. Quisieras levantarte y mirar, desde el espacio que dejó esa tablita faltante en tu persiana, lo que está sucediendo. No, es mejor no hacerlo, porque las botas resuenan demasiado cerca. ¿En la casa de al lado? Pensás en la placa de médico que hay en tu fachada, como si esa plancha de Paz : primera persona | 235
metal hiciera inviolable tu casa. Sí, es mejor apagar la luz y desentenderse de lo que está ocurriendo. Después de todo… ¿Qué podés hacer vos? No vas a cambiar el mundo. Extendés los brazos porque has comprendido que ese retumbo de botas se dirige a tu casa ¿Dejaste abierta la puerta? No, pero sentís cómo se abre. Tu mano izquierda llega hasta el cuerpo de tu marido. Con la derecha buscás el interruptor de la lámpara. Alguien que está ante la puerta de tu dormitorio hace girar la manilla de la chapa. Y apagás finalmente la luz, porque te das cuenta, demasiado tarde, de que el único refugio que te queda es la oscuridad. R
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Retorno en luz
Publicado en el libro Onir, 2da edición, Santa Cruz: La Hoguera, 2009.
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ún la oscuridad no alcanza a disimular las formas. Las últimas gaviotas se han retirado. Mirando de soslayo compruebo que ella continúa trazando los símbolos con la punta del báculo transparente. Además de nosotras dos, sólo permanece el silencio. El agua, que trae un penetrante olor a pez, al tocar la costa retorna o se convierte en espuma. Me observo a mí misma. De rodillas, sobre la arena, parezco una más de las rocas talladas. —Mira Andrés, mamá se mueve. Parece decir algo. No comprendo. ¿Por qué mis dos hijos me miran de esa manera? Estoy recostada en una cama que no es mía. Desconozco la habitación de paredes verdes, los frascos que me rodean. Todo disminuye de dimensión hasta desaparecer. —¿No piensas decir nada? —repito como aparentando que se trata sólo de una reflexión en voz baja. Me sorprende la rapidez de sus reflejos cuando levanta una mano en señal de alto. Pretendo ignorar aquello y continúo dando rienda suelta a mi lengua. —¿Eres mi muerte acaso? ¿Lo eres? —no me dirige ni la mirada—
¡Pero qué vas a ser mi muerte tú! No tienes la apariencia. —¡Guarda silencio! —estalla, encarándome— ¿Podrías esperar un poco? Intento reproducir el mapa y debe ser ahora—. Es una mulata de cabellos ensortijados y blancos. —Bueno, disculpa, no deseo importunar; pero no eres mi muerte. —No, claro que no es tu muerte, mamita. Te vas a curar pronto. Por favor cállate, necesitas de todas tus fuerzas. Me siento avergonzada. A pesar de su aparente avanzada edad, la mujer irradia energía. Me inquieta desconocer la relación que nos une. Aún resulta imposible justificar mi presencia en este extraño lugar. —Todo está bien ahora —dice. Al parecer ha concluido—. Toma los instrumentos y copia exactamente, en una lámina, lo que grabé en la arena. Observo la disposición de los símbolos, me recuerda a la que conservan las estructuras en los mandalas. —Por favor, apúrate antes de que cierre la noche. Esperamos la llegada de alguien más. —¿Quién es el que falta? Paz : primera persona | 237
—No falta nadie, mi amor, estamos todos: nuestros dos hijos, tu madre y yo Me indica que guarde conmigo el gráfico. — ¿Ahora puedes responder a mis preguntas? —Sí, es el momento para hablar ¿Por dónde quieres empezar? Y le digo que necesito saber cuál es el significado de los signos, quién es ella y por qué nos encontramos juntas esperando por alguien en este sitio. Da explicaciones incompletas que no me satisfacen. —Esta es la ruta, ya veo que no la recuerdas. ¿Sabes por lo menos quién eres? —Me llamo Sarela, estoy casada y tengo dos hijos —Tu verdadero nombre no es ese, pero serán otros los que te lo aclaren—. Y de pronto todo para mí es una sucesión de imágenes y pensamientos, entre conocidos y extraños. Dos zambos bailan capoeira en un parque, mientras un tercero marca la ginga con palmadas. Cercano a ellos, un blanco, ceremonialmente levanta un arco y tres flechas con puntas de oro. Al fondo del paisaje se observa la iglesia de la que sale una novia. La tarde declina. Una voz de niño ¿o niña? ordena continuar hacia adelante. Nuevamente estoy postrada entre las figuras rígidas. La mulata, sentada de cuclillas, parece descifrar las líneas rojizas que al marcharse va dejando el sol. El bastón transparente es de hielo. Lo sé porque empieza a derretirse entre sus dedos. Se escucha una melodía triste arrancada de una ocarina. —¡Ricardo! ¿Eres tú? 238 | elansia 2
—No, mi vida, soy Javier, tu esposo—. Él me abraza —No te resientas papá, mi mamá delira... —¡Por fin estás aquí! ¿Por qué te fuiste? —nada responde, sólo me estrecha entre sus brazos. Estoy tan confundida. Por momentos es otro. ¿Habré olvidado sus rasgos? —No te vayas otra vez Ricardo, te lo ruego. No puede habérseme borrado tu rostro, lo tengo grabado en mí —Papá, por favor. No vayas a pensar mal. Sabes que ese es el nombre del novio que ella tuvo antes de conocerte. Las figuras de granito ahora están giradas. Todas forman un círculo alrededor de un menhir. La mujer avanza y nosotros dos tras ella. Se escucha un motor, pero no alcanzo a ver de qué vehículo se trata. Ricardo sonríe. Lleva puesto un traje oscuro y brillante. Su camisa blanca tiene volantes en la pechera. ¡La novia soy yo! —Sí, cariño. Eras la novia más linda el día de nuestra boda. Acérquense hijos, ella nos observa —Javier, perdóname por no haberte amado como mereces —sé que mi madre es quien me abraza ahora. —Viejita linda, estoy tan agradecida—. Mis dos hijos besan mis manos. Les digo a todos que son lo que más quiero. Necesito la conformidad de los cuatro para partir. Parece que mi voz no les llega porque nada responden, sólo lloran. La mulata avanza. El bastón de hielo es como una serpiente de agua que salta desde sus manos —Vamos hacia el centro —dice—.
El tiempo concluye, ¿tienes el mapa? Entrégaselo a él por seguridad, ha venido para hacer contigo el camino de retorno. El motor acelera, aún no veo el vehículo. La mujer camina entre nosotros dos. Ella misma une nuestras manos ante el menhir. La noche se ha cerrado. —¡El ciclo se ha cumplido! —grita elevando las manos hacia el cielo. El báculo transparente es sólo una mancha húmeda en la arena. — ¡Regresen a la luz! “Así sea”. R
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Las tres lluvias Publicado en el libro Teorema, 2da edición, Santa Cruz: La Hoguera, 2011.
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usco en mi memoria y te encuentro, Luz Marina, sentada al borde de mi cama en nuestra habitación de La Plata. Tus manos me han despertado y me preguntas al oído: —¿Sientes cómo llueve? ¿Salgamos a dar una vuelta? Dimos muchas vueltas, Luz Marina, bajo la lluvia o bajo el sol, esos fueron nuestros mejores años, los años de la facultad. Compartíamos no sólo el cuarto: sueños, aburrimiento, hambre… y a veces, cuando llegaba tu cheque, o el mío: pizza con una botella de vino. Aún no se fue la imagen de la lluvia rebotando en tu paraguas azul. El tiempo no apagó el eco de nuestros pasos sobre la alfombra lila del parque. Lila, Luz Marina, de ese lila que sólo tienen las flores que caen del jacarandá. Ahí estás, en mi memoria, chaqueta blanca, manos hábiles y pequeñas, practicando en el hospital. Y estamos en la playa, las dos juntas frente al mar. No importa que sólo nos queden dos salchichas para comer. Veo la plaza, los naranjos, la fuente y la catedral. Mis recuerdos se impregnan del
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aroma de las magnolias y de los tilos. Tú y yo sentadas en un banco hablamos sin parar, como dos cotorras. Que los novios nos han dejado; ya aparecerá algo mejor. Que estás enojada; yo espero, segura de que se te pasará el enojo. Que estoy de mal humor y no te hablo; también eso se irá y estallaremos las dos en una gran risa que se va así como desaparecen las imágenes. Ya no estamos en la misma ciudad, ni en nuestra habitación. Regresaste a tu país y yo al mío. No quise escribirte cuando leí la noticia en los periódicos. Me dije simplemente que aquello no podía ser real; pero después la televisión mostró sin evasivas los hechos. Me aferré entonces a la idea que siempre tuve de ti: inquieta, incapaz de permanecer demasiado tiempo en un mismo sitio, y le escribí pidiendo noticias tuyas a tu hermano, el que vive en Bogotá. Hoy, tras larga espera, recibí la respuesta. ¿Sabes qué hice? Busqué la postal que me envió tu madre en Año Nuevo, hace tres años. La tenía guardada con la ruana, el muñequito, el joyero y otras cosas que tú me regalaste. Me puse a mirar la postal deseando que
en ella se hubiese detenido el tiempo. Como buscándote. Llueve esta tarde, Luz Marina, y saldré a dar un paseo, mañana es Navidad. Mientras camino bajo la lluvia, pienso en ti. Ahora da lo mismo que llueva aquí o allá. Pienso que estás a mi lado y la vista se me empaña. La lluvia, esta lluvia que baja por mis cabellos, resbala por mi frente y se mezcla con esa otra lluvia que nace de mis ojos. —¿Escuchas cómo llueve? ¿Salgamos a dar una vuelta? Y te imagino, Luz Marina, corriendo por las calles de Armero, bajo una lluvia de fuego. R
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Foto Alejandro Guyot
Foto Mariana Lerner
Foto Alejandro Guyot
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Ansias compartidas José María Brindisi
Cuando hace algo más de cinco años, en Buenos Aires, imaginábamos el relieve final de una revista y sus posibles reverberaciones en el medio al que pertenecería, fuimos inevitablemente ambiciosos: ya que vamos a animarnos a hacer algo que casi todo el mundo aconsejaría no hacer, nos dijimos, hagámoslo con desparpajo, perdidos por perdidos. Pero lo cierto es que esa ambición, al margen del deseo lógico e incluso la necesidad de que el producto de tanto esfuerzo se conociera y leyera -lo que por otra parte casaba en todo con la idea de difundir una literatura tejiendo una suerte de red que sólo puede multiplicarse-, estuvo relacionada casi exclusivamente con la revista en sí; es decir, con el objetivo de hacer la mejor revista posible, o mejor dicho, la que más se ajustara a la idea que con el tiempo fuimos puliendo o descubriendo cada vez con mayor claridad. Nunca imaginamos, más allá de los ecos que el proyecto pudiese cosechar a su paso, que una de las consecuencias de ese nacimiento sería la de tener una hermana “menor” –menor por el hecho de salir a la luz algo más tarde– en Bolivia, un país al que en lo personal había demorado mucho en conocer y que comenzaba a volvérseme una aventura imprescindible, a volverse mío a costa de la fascinación y la extrañeza que me producía. Recuerdo con toda precisión aquel primer momento en el que Magela Baudoin, con quien veníamos trabajando juntos desde hacía tiempo y que ya comenzaba a convertirse en mi amiga, me lo dijo. Era mi primera visita a Santa Cruz; llegaba para dar un par de 244 | elansia 2
cursos de escritura y alguna charla, y a escasos metros del aeropuerto, como si no pudiese guardárselo un segundo más, Magela me vomitó eso que era bastante más que un deseo. Era una decisión. Querían hacer, ella y algunos colegas que más tarde tuve la insidiosa suerte de conocer, una revista similar a la que yo había hecho allá y que por cierto también aprovechaba para presentar entre ustedes. Y no sólo eso, me aclaró poco después, sin quitar la vista del camino: querían utilizar incluso el mismo nombre. Tendría que haber sido, yo, mucho más obtuso de lo que soy, y definitivamente muchísimo más orgulloso o directamente idiota para anteponer alguna objeción a algo que no sólo me halagaba sino que desde toda perspectiva, y eso incluye el sentido de pertenencia que ya nos unía, era provechoso para ambas partes. El Ansia Bolivia se tornó una realidad resplandeciente, un fervor para mí multiplicado porque además –y ahora hablo de ellos en serio– el resto de sus cabecillas era gente a la que nunca dejaré de agradecer por haber conocido. De ellos, en aquel viaje, en nuestras conversaciones, y muy en particular en la nueva visita que hice hace casi dos años para presentar en cuatro ciudades distintas la revista que ya tenía carácter propio, aprendí demasiadas cosas, y aunque la literatura sea un mundo vastísimo que en apariencia todo lo incluye, debo decir que ese aprendizaje por momentos la excedió claramente. Mientras en Buenos Aires trabajamos hace ya muchos meses en un quinto número de lujo que se centrará en las figuras de Liliana Heker, Aníbal Jarkowski y Mariana Enríquez; mientras hace apenas un puñado de semanas presentamos el número cuatro, para nosotros extraordinario por tomar tres plumas exquisitas y tan poco altisonantes como las de Miguel Vitagliano, Pedro Mairal y Eduardo Muslip; mientras en otros países de Sudamérica la posibilidad de replicar El Ansia aparece como un rumor cada vez más poderoso, en algún caso ya una tímida realidad; mientras todo eso sucede, o continúa sucediendo, El Ansia Bolivia llega a su segundo número. Un segundo número, entiendo, ya no es sólo la irrupción de algo, sino un monstruo que se mueve,
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algo que obliga a ser abarcado con otra responsabilidad, otro vigor, una exigencia todavía más grande. En cuanto al número cuatro de El Ansia, del que su par boliviana generosamente ha decidido incluir algunos extractos, lo dicho: tres encarnaciones diferentes y en extremo singulares de algo así como un no estilo representadas en el trío Vitagliano-Muslip-Mairal. Cada uno a su modo, tres autores que jamás cabalgan sobre la literatura, jamás permiten que los atrapemos jugando con sus condimentos como si se tratase de una receta televisada. Como suele decirse, son tres estilos que parecieran no tener costuras, así de apabullante es el efecto naturalizador que provocan en el que lee; una lectura que a menudo transita la angustia o la conmoción, o se pierde en pasajes epifánicos sin apartarse ni por un segundo del texto, es decir sin detenerse en las efervescencias de la pluma o aplaudir la pericia de ese que está detrás y que debería permanecer saludablemente invisible. Es eso, en rigor: tres escrituras invisibles, que fluyen dentro y no fuera de sus historias, y que pese a su aparente intangibilidad poseen una demoledora carga poética. Vitagliano, con una obra ya largamente consolidada, es un artesano imperceptible, mucho más flaubertiano que jamesiano –si nos remitimos a sus fuentes- en las infinitas modulaciones de la tercera persona, en su maestría en algún punto documental para contar lo que parece estar ahí desde mucho tiempo antes, y entonces volverse inevitable, contundente, tan irrevocable como un destino. Muslip, en ese preciosismo sin alardes que su escritura construye como si tejiera, es un observador de la intimidad como pocos, alguien que entre muchas otras tiene la virtud de revelar capas y capas de sentido cuando creíamos que ya no quedaba nada. Mairal, por último, es un fundamentalista –con escasas excepciones– de la primera persona, y resulta sorprendente ver la diversidad de tonos que despliega desde esas voces y cómo a la vez siempre logra un halo de familiaridad, de cercanía, como si ya estuviésemos ahí, sobre sus hombros. Tres escrituras que, cada una en su propia clave, despliegan sus armas en silencio, demostrando que lo poético en literatura no es casi nunca un camino directo sino bastante más que la suma de las partes. 246 | elansia 2
Las páginas aquí incluidas consisten en la presentación de cada autor, y en un texto perteneciente a sus respectivas secciones. En el caso de Vitagliano, elegimos el retrato íntimo que con mucha lucidez hizo de él Guido Herzovich, editor y una de las piezas fundamentales de El Ansia argentina. Para Muslip y Mairal optamos por dos textos más breves, escritos por colaboradores externos, en los que se recortan un par de núcleos esenciales de sus obras. De regreso a la relación entre dos revistas que se justifican aún en mayor medida espejándose, me gustaría brindar desde aquí por El Ansia Bolivia, desearle buena salud. Con frecuencia recuerdo el brindis que un par de camaradas resignados hacían en una deliciosa película menor: “Por nosotros y los que son como nosotros”, decía uno, y a coro respondían: “Quedamos pocos”. Vamos a tomar ese par de frases y trastocarlas, y se comprenderá entonces que no estoy haciendo autobombo. Salud, queridos hermanos de El Ansia. Por nosotros y los que son como nosotros. Por fortuna, y no creo estar equivocado, somos muchos. Cada vez más.
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Miguel Vitagliano
Foto Alejandro Guyot
La literatura ø y la vida
Ausente de la pornografía chimenteril que tanto fascina a parte del medio literario vía redes, así como de su ombliguismo que pretende convertir cualquier idiotez en un suceso de escala mundial, la de Miguel Vitagliano es una omnipresencia asordinada: es ese autor al que quizá no tantos hayan leído, y que sin embargo todos saben imprescindible. Pero la influencia de Vitagliano se manifiesta también en la otra vereda: profesor titular de Teoría Literaria en la uba, sus clases jamás resultan una experiencia pasajera. Se trata de alguien que desborda literatura, que la transpira y la contagia, y la convivencia entre sus intervenciones en el campo universitario y la contundencia de su obra alcanza para desterrar el viejo y perezoso cliché que con frecuencia propone divorciar ambos mundos. Vitagliano es un escritor absoluto, un trabajador incansable, alguien que decidió desde muy temprano apostar todo a la escritura y extremar la exigencia jamesiana: la literatura es, en los términos en que él decidió vivirla, un trabajo de tiempo completo.
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La novela familiar del novelista Guido Herzovich
Poco antes de terminar el secundario, Miguel Vitagliano se enteró de que su papá tenía una familia paralela. En esa otra familia, que mantenía desde hacía dieciséis años, había otro hijo y otro perro. El hijo tenía el mismo nombre que su hermano. El perro tenía el mismo nombre que su perro. Se lo contaron en la casa de su tía Mária, así acentuada para apocopar María Esther. La madre lloraba desconsolada. En medio del escándalo, Miguel se encerró en el baño y se miró al espejo. “Qué bueno”, recuerda que se dijo: “ahora puedo ser Edgar Allan Poe”. Diecisiete años tenía. Pero a pesar del regalo que así le hacía, porque en Miguel la vocación literaria ya era completa, cortó todo contacto con su papá, que era su vínculo más fuerte dentro de la familia. Horacio era actor, la conexión de Miguel con el mundo del arte. “Debía sentirse muy culpable, porque la afinidad que teníamos era muy profunda”. Cada tanto veía a la novia de Miguel y le mandaba libros, pero él no aflojaba. Con su mamá, en cambio, la relación había sido siempre “más que nada hostil”. Un año después fue a ver en trasnoche A Touch of Class. Debió ser en un cine de reposición, tal vez en la calle Corrientes, porque era 1978 o 79 (Miguel es del 61) y la película de Melvin Frank, una comedia británica, es del 73. “Es la historia de un tipo que tiene una situación de amantes durante mucho tiempo. Al final decide quedarse con su familia, pero se caga el amor de su vida”. Miguel salió tardísimo del cine y llamó a su papá. Tenemos que imaginarlo en un teléfono público, a la antigua, metiendo cospeles, discando. Tac—ta-ta-ta-ta-tac. Tac—ta-ta-ta-ta-tac. En este punto Miguel interrumpió la anécdota. Paseábamos en auto por Floresta, el barrio donde vivió hasta los veintitantos. Un momento antes había señalado a lo lejos el departamento donde vivía su tía Mária, en un edificio sobre Yerbal, del otro lado de la vía. Nosotros estábamos atascados del lado de acá. “Este hotel, Tú y yo”, sacó una mano del volante para indicar el frente de un telo, “es el primer hotel al que fui en mi vida”. ¿Tendría teléfono en la mesita de luz el papá de Miguel? Eran pesados 250 | elansia 2
Una vida que se espeja, o se desdobla: todos los caminos conducen al padre. Y siempre hay una película que ilustra la experiencia. Perdonar es divino. Dos tiempos, o dos perspectivas. Artesano y monaguillo. Jugar por jugar. Comer con palitos. Actuar para vivir. Pero al final, la vida siempre es otra.
esos aparatos viejos; había que alzarlos para desenganchar el auricular. En las películas, cuando suena un teléfono en mitad de la noche en una mesa de luz, la persona debe erguirse en la cama antes de atender. Podemos suponer que el llamado despertó también a Marta, la segunda mujer; Horacio se había mudado con ella después del escándalo y la separación. El padre llevaba un año sin escuchar la voz de su hijo. De todas las cosas que se habrán dicho en esa conversación, Miguel recuerda una en particular: “Lo llamé y le dije: ahora te entiendo.” Es la frase que resume el sentido que para él tuvo la llamada. “¿Qué sentís que habías entendido?” “Me ubiqué en otro lugar. Me salí del lugar de hijo y me puse en el lugar de hombre. Es muy loco, ¿no? Pero me parece que fue eso. Lo que me parece que le estaría diciendo es: ahora te entiendo como hombre.” Notable: Miguel se hacía hombre en el recuerdo… y aquel primer telo nos salía al paso. Aunque él tal vez no se acuerde, también los protagonistas de A Touch of Class encuentran su turning point viendo una película. La escena es buenísima: resulta que George Segal y Glenda Jackson (la actriz que le inspiró a Cortázar “Queremos tanto a Glenda”, recuerda Miguel) están viendo una película en el departamentito que alquilaron para ir de trampa. Se encuentran ahí con frecuencia; él llega siempre corriendo, a veces con el tiempo justo para un rapidito, una vez con el perro que sacó a mear (y que olvida llevarse), otra vez con smoking (evadido de la ópera por un súbito dolor de panza). Ahora están lado a lado en el sillón viendo en la imagen granulada, virada al azul, una escena de despedida tremenda, demoledora. Un hombre y una mujer caminan lento junto a la vía en una vieja estación de tren. Miran hacia adelante un mismo punto ciego. “Me ofrecieron un trabajo”, va diciendo él. “No te lo iba a decir. No lo iba a aceptar. Pero ahora me doy cuenta de que es la única salida.” Ella va contrayéndose en cámara lenta, como si se preparara para recibir un golpe.
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A Touch of Class, Melvin Frank, 1973
“¿Dónde?” “Muy lejos. En Johannesburgo.” Laura levanta la vista: esperaba lo peor, pero no esperaba tanto. “Ay, Alec”, se le hace un nudo la voz. “Mi hermano está allá”, explica él. “Están abriendo un hospital… Es una muy buena oportunidad. Me llevo a Madeleine y a los chicos. Me ha estado matando, la necesidad de tomar una decisión. No se lo dije a nadie todavía, ni siquiera a Madeleine. No podía soportar la idea de dejarte. Ahora me doy cuenta de que va a ocurrir de cualquier modo. Ya está ocurriendo.” Detrás de ellos, bajando hacia el túnel que conduce al andén opuesto, pasa corriendo una pareja joven. Corren de la mano, gritando de apuro y de excitación. “¿Querés que me quede?”, pregunta él de pronto. “¿Querés que rechace la oferta?” “No seas tonto, Alec.” Ahora ella está adentro del tren, inclinada sobre la ventanilla. Él le habla desde el andén. “¿Me podrás perdonar?” “¿Perdonarte por qué?” “Por todo. Por haberte conocido”, dice él. “Por amarte. Por traerte tanta tristeza.” “Te perdono”, le propone ella justo antes de que arranque el tren, “si vos me perdonás a mí”. A Touch of Class, en cambio, es una comedia ligerísima. Mientras ven esta escena demoledora, Segal y Jackson se lloran todo y más, con ruido y moco, peleándose por la caja de pañuelos. El drama, así, queda encapsulado dentro de la comedia, que le permite inocularse con éxito. “¿Cómo terminará lo nuestro?” “No me hables de eso. No sé. Se va a terminar. Todo termina.” La ligereza de A Touch of Class tal vez sea su aspecto más reconciliador. Pero no se trata de que los personajes no sufran; todo lo contrario: el sufrimiento 252 | elansia 2
aparece desnudo, sin moral ni moraleja, sin culpa de amar o de haber amado. Y es sobre todo el sufrimiento de la amante, de la segunda mujer amada, el que aparece en primer plano. El sufrimiento que a Miguel –especulo– tal vez le costara más imaginar. Perdonar a su viejo, por eso, era salir de su enojo. Miguel lo ilustró con una brevísima actuación: puso tono de chiquilín caprichoso y lo increpó: “¡Eh, vos! ¡Cagaste a mamá! ¡La virgencita de Luján!” Ese era el reclamo que durante un año le había impedido hablarle; y según comprendía ahora el espectador de A Touch of Class, se trataba de un reclamo ingenuo. ¿Pero se refería propiamente a su vieja con eso de “la virgencita de Luján”? Acabo de escuchar la grabación cuatro veces seguidas y pienso que no, si bien la pongo a disposición del público; me parece que se refiere en términos más generales a una idealización infantil de la conducta de los adultos, del hacer lo correcto, que se parece más a la santidad que a la duplicidad inherente a la vida acá abajo. “En definitiva, si vos estás ahí —ahí donde estaba George Segal, marido y amante; ahí, por añadidura, donde estuvo Horacio—, te va a pasar lo que le pasa a este tipo”. No por casualidad Miguel refería todo eso con una virgencita. De hecho un ratito antes nos había dicho de pronto: “Esta iglesia la hice yo.” Instante de perplejidad en el coche. “¿Cómo que la hiciste vos?” “Puse los ladrillos, sí. Con los chicos del barrio. Yo era monaguillo. Porque esta era la casa de mi abuela y donde vivía mi papá”, señaló una. “Y esta casa”, señalaba la casa blanca de la esquina de Mercedes y San Blas, “que era muy diferente y mucho más linda, era mi casa”. Miguel estacionó y bajamos a ver. Era 23 de mayo de 2016 y junto con el sol, como ocurre en otoño, caía en picada la temperatura. Yo había traído la cámara y llevaba un ratito proponiendo en un tono demasiado hipotético, que pretendía cortés, que bajáramos a sacar fotos mientras hubiera luz. A la hora de las fotos,
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Foto Guido Herzovich
Miguel preferiría siempre no hacerlo; le saqué varios cientos y no posó ni una sola vez. Miento: en el jardín de su casa, se puso especialmente y se caló hondo una gorra de béisbol, antes de ir a sentarse donde yo proponía. Igual hicimos una, que salió oscura, sentado en el zócalo de su casa de infancia. Después lo seguimos hasta la vereda de enfrente para acercarnos a un poste. Frente a cada monumento íntimo del barrio, la actitud de Miguel reconocía dos tiempos. El primero era de entrega: el placer de mostrar algo querido y secreto, divina melancolía. Para experimentar este placer, por supuesto, no hace falta figurar en la página web de vecinos célebres de La Floresta –donde Miguel se codea con Cadícamo, la Negra Vernaci, Leonardo Greco o Masotta–; alcanza con haber tenido patria y conservarla en pie. El segundo momento: pudor. “Y después acá había una cosa muy interesante… Bah: boludeces, pero acá había [tal cosa]”, dijo una vez. “Algo que había todo por acá…”, se interrumpió otra vuelta cuando venía embaladísimo. “Esto es una boludez, lo digo así por pelotudo: no le den importancia”, y hecha la advertencia siguió contando como si nada. Frente al poste, en cambio, no hubo introducción. A media altura Miguel señaló un agujero y contó una historia muy linda que no atiné a grabar. Era una de esas historias difíciles de relatar porque casi todo ocurre en interiores. Miguel era pibe, le gustaba una chica… era la hermana de un amigo, creo, una chica del barrio, tal vez más grande… durante mucho tiempo él amaba y sufría en silencio y muy al final se animaba a actuar: le escribía una carta y se la llevaba a la casa. La chica o la rechazó o se la devolvió sin abrir, con indiferencia olímpica. Miguel fue entonces hasta el poste y tiró la carta por el agujero. Gran escena de frustración amorosa, pero también de fracaso de la escritura. Parece que le pedimos que amplíe, porque uno de los audios empieza así: “No me acuerdo cómo fue la escena. Me acuerdo del profundo dolor… yo, rodeado de mis amigos… Yo era el poeta. Me decían el artesano, que era lo más cercano que pudieron encontrar a la idea de poeta, ¿entendés?, el artesano.” Era poeta, en efecto. Con Aníbal Jarkowski, íntimo amigo desde primer año del Mariano Moreno, tempranamente se habían divido el mundo; Miguel había entregado la prosa dizque sin mayores reparos. Y en ese mismo año-shock de sus diecisiete dio a las máquinas su primer opus, del que tuvimos que enterarnos por terceros: Y todo pasó en otoño, una plaquette poética que imprimió por su cuenta. “No lo tengo. En algún momento los empecé a tirar.” No le creímos, por supuesto. Pero le reconocemos el derecho inalienable a engañar a tu biógrafo y a tu analista. Después de intentar sin éxito sacarle una foto decente al agujero del poste, caminamos de vuelta hasta la parroquia del Cristo Maestro. “El cura me venía a buscar, me decía por ejemplo: tenemos un casamiento”, recordó Miguel. “Yo estaba en cualquier cosa, estaba en la calle. Pasaba muchí-
simo tiempo en la calle. Tendría diez años. Entonces me lavaba las rodillas, me mojaba el pelo…”. “¡…y te ibas a monaguillear!”, le completó Lucas –Adur, mi socio en el team Vitagliano–, que de esto algo sabe. ¿Habría podido perdonar a su papá aquella trasnoche de no haber visto A Touch of Class sino Brief Encounter, la película de David Lean que Segal y Jackson ven en la tele? Claro que sí. Pero le hubiera costado un poco más, porque en el dramón de 1945 la misma fatalidad de amar y sufrir que hay en A Touch of Class viene con un elogio de la familia, de la dignidad de sacrificar el deseo. Hará diez años me contaron la historia de un adolescente psicótico en un colegio católico muy cheto. El chico era funcional para casi todo, y además inteligente, pero lo sacaba de sí la distancia entre la moral sexual que impartían los curas y el zafarrancho hormonal de sus compañeros. Le parecía intolerable y los sermoneaba, los perseguía, los delataba; ahora había empezado a autoflagelarse cada vez que se despertaba con una erección. La medicación no conseguía ablandarlo, la terapia tampoco. Los compañeros le quemaban la cabeza sin éxito y al final intervinieron hasta los curas, que trataban de matizar un poco la literalidad de las enseñanzas; explicarle que si bien sí, tal cosa era pecado, en la práctica equis: sabe Dios qué diablos le dirían; pero mientras le explicaban la distancia saludable entre lo que se enseña y lo que se debe aprender, habrán
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Foto Guido Herzovich
descubierto (se me ocurre) lo que al oír la historia deduje yo: que sólo un psicótico podía pasar totalmente por alto la doble moral inherente al discurso de la institución. Para perdonar a su viejo, también Miguel habrá tenido que reformular la distancia entre lo que se aprende y lo que se debe aprender. Ya no tenía la misma relación con la Iglesia. Otra práctica, que en un primer momento se le superpuso, había hecho finalmente el relevo durante un lustro. De los once o doce hasta los dieciséis Miguel hizo judo. Mencionó lo del judo a cuento de otra cosa: hablábamos del miedo a perder el control. Era la segunda vez que aparecía el tema en el mismo encuentro, pero como era un día tórrido de enero porteño, y estábamos hundidos en los sillones del jardín de su casa en San Isidro, donde no se movían ni los insectos, resultaba natural que volvieran los temas como estribillos. La primera vez que apareció el tema del autocontrol, Miguel lo refirió a Nelly, su mamá. “Una de las frases de mi vieja que tengo más presentes es: ¿qué te querés jugar? Mi vieja era jugadora. Todos los viernes se juntaban a jugar al chinchón. Empezaban las mesas a las tres de la tarde y terminaban a la mañana del día siguiente.” “Me estás cargando…”, me salió a mí. ¿Veinte horas de juego? “Se preparaba como una fiesta. Cuando tocaba en mi casa, mi vieja cocinaba. Mi viejo no estaba, se iba con los amigos.” En otro encuentro había dicho que las noches de juego las pasaba presumiblemente con Marta, su otra mujer. “Para mí cuando había chinchón en mi casa era fabuloso, primero porque había Coca-Cola, pero además porque era tierra libre y me quedaba despierto o podía salir hasta muy tarde.” “¿Cuántas venían?” “Eran nueve. Y supuestamente se devolvían la plata; eso me decían a mí. Después no tardé en darme cuenta de que no se la devolvían. Otra cosa de la que yo escuchaba hablar desde mi más tierna infancia era el pozo. El diez por ciento de la guita que ponían iba para el pozo, y el pozo era para la que había puesto la casa. Por eso había fiesta: ¡porque había plata! La plata se recuperaba, y me parece que se recuperaba con creces. Además de cierta competencia femenina: ‘Mi mesa es la mejor’. Cuando murió mi abuelo, yo era chico, me acuerdo que había una corona que decía: ‘Las chicas’. Las chicas tendrían sesenta años o cincuenta y pico, mientras que mi mamá tendría cuarenta.” Nelly tiene ahora casi noventa años. Hasta mitad de 2016, cuando tuvieron que mudarla a un geriátrico, iba regularmente a jugar al bingo a un “club de viejas”, donde jugaban por “una monedita”. “Mi mamá jugaba hasta a la bolita. Me acuerdo de que íbamos a Mar del Plata en el verano y después de dos semanas mi viejo se volvía y nosotros nos quedábamos. Mi vieja y su hermana iban al casino día por medio y podían aparecer un día con cajas de alfajores, plata para soldaditos. De chico me gustaba
jugar. La primera vez que fui al casino estaba leyendo El jugador y jugué lo que juega el tipo: ¡y gané! Gané mierda, por supuesto. Fui al día siguiente y perdí. Después, cuando seguí leyendo la novela, me di cuenta de que el tipo pierde. Mi vieja nunca decía si ganaba o perdía. La frase de mi vieja era esta: salí hecha.” Acaso por oposición, se podría pensar, a salir deshecho. La segunda vez que apareció el tema del autocontrol, un rato después, Miguel habló de su viejo. “Mi viejo se peleaba: se bajaba del auto y se agarraba a trompadas; con dos, con tres…” “No medía…” “No medía. ¡Y le iba bien!” “Por eso no medía…” “Con el colectivero, con los de La Lujanera… Yo lo vivía con mucho miedo. Con un vecino, me acuerdo: no sé qué dijo de mi hermano y de mí, y mi viejo lo recagó a trompadas. Fue una mezcla de orgullo y después vergüenza, porque era el vecino del departamento de al lado.” “¿Vos fuiste de pelearte en algún momento?” Sí, precisamente: a los once o doce, cuando empezó a hacer judo. Entró después en una veta “místico-oriental”: entrenaba mucho, cuatro veces por semana, competía, estaba federado; y comía con palitos. A los dieciséis se peleó con el profe, que era un tipo de la policía –y conste que hablamos del 77–, y se
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fue a entrenar a San Lorenzo. Pero ahí no encontró esa “mística delirante” que lo fascinaba. Terminó dejando. “Después vino el marxismo”, sonrió Miguel. Después de la Iglesia, después del judo. “Cambiaste la lucha por la lucha de clases. Ibas sublimando”, le dije. Ahora veo que el chiste no habla de Miguel, ni de su generación, sino de la mía. La mística del judo estaba hecha de ceremonia, de disciplina, de dominio del cuerpo y las emociones. Un trabajo lento y minucioso, en este caso sobre sí, que convenía al chico que sus amigos del barrio llamaban el artesano. Miguel dice incluso que ese era su lugar dentro de la familia: él era el esfuerzo, la dedicación; el talento era su hermano mayor, el favorito de su tía Mária. “Yo era el otro”, recuerda. Pero todos, como dijo un poeta de diecisiete años, somos un otro. La doble identidad era “el mandato familiar”. Horacio la llevó hasta el exceso y la caricatura, pero se trata en rigor (piensa Miguel) de una aspiración bastante pequeñoburguesa. Miguel, que quería ser escritor, creía querer también, por sugerencia de Horacio, estudiar derecho. “Si es por escribir, hay tantos abogados que escriben…”. En inglés se llama day job al trabajo que da de comer. Los poetas que hacen tragos y las actrices que sirven café invierten así la lógica del hobby: afirman que la identidad no tiene salario mínimo ni dedicación exclusiva. No ya un abogado que escribe sino un escritor que durante el día corre legajos en Tribunales. También Horacio era actor, formado en el teatro independiente, miembro alguna vez de las compañías de Lola Membrives, Luis Arata y Mecha Ortiz, asiduo en radioteatros y telenovelas durante la juventud de Miguel. “Crecí tratando de retener cuanto me decía –escribió en 2014, en una nota para Clarín–. Lo ayudaba a ensayar los libretos de las telenovelas y buscaba en las revistas si seguían nombrando a su personaje de Malevo porque eso era una muestra de que el papel tenía continuidad”. Su trabajo de día, sin embargo, era siempre otro. “Mi viejo era visitador médico. Mi viejo era gerente en un laboratorio. O podía vender máquinas registradoras”, enumera sin cronología. “Mi viejo tenía la apariencia del tipo formal.” Es curioso que Miguel adjudique a la apariencia, a esa performance de seriedad, la clave de la vida diurna de Horacio, porque la paradoja de su doble vida –su perversión– es que sus identidades divergían convergiendo. “Fue el mejor actor que conocí –escribió en la nota de Clarín–, dispuesto en todo momento a representar a la perfección el papel de padre.” Bautizar igual a dos de tus hijos y a tus dos perros puede ser un recurso ingenioso contra las debilidades de la memoria, por no hablar de las trampas del inconsciente. Horacio no iba desencaminado: “Murió hecho mierda de Alzheimer”. Pero Miguel jura además que Marta se parecía a Nelly, su mamá; y que la segunda casa era parecidísima a la primera. El período que se abrió frente al espejo del baño de su tía Mária definió también la relación de Miguel con la literatura. Cuando tuvo que elegir, poco
después, no estudió Derecho sino Letras, en la Universidad del Salvador, donde encontraron lugar durante la dictadura muchos profesores de izquierda. “Para mí fue terrible, porque lo que yo podía pensar que era mi familia de clase media, que me parecía tan normal, ocultaba en realidad toda esta escena de misterio que yo no había visto.” De todo eso, de la pasión teatral de Horacio y de su doble vida, pensó Miguel durante muchos años que le venía la literatura. En nuestro primer encuentro, en otoño, nos había referido aquel eureka: “Ahora puedo ser Edgar Allan Poe”. Poe es por supuesto la literatura moderna: el escritor como paria, alucinado, tester de violencia, profeta. Una figura que se ha cobrado los mejores hígados de seis u ocho generaciones. En nuestro último encuentro, sin embargo, volvió al tema por otra vía. Contó que llevaba varios meses visitando a su vieja en el geriátrico. “Yo nunca me llevé bien con mi vieja. Siempre tuve una relación más que nada hostil. Pero ahora, cuando la voy a visitar al geriátrico, tenemos la mejor relación que hemos tenido en los últimos cuarenta años.” “¿A qué se debe?” “Esto es pertinente para lo que nos interesa. Yo siempre pensé que los libros venían por el lado de mi viejo. Y los libros efectivamente venían por el lado de mi viejo: mi viejo actor, yo que me acordaba las obras, el olor de los teatros… cosas que me marcaron siempre. Mi papá era mi referencia para el mundo del arte.
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Pero las novelas no le interesaban; apreciaba que yo escribiera poesía porque ‘un poeta puede escribir teatro’. Yo siempre sentí que mi vieja nada tenía que ver con ese mundo, lo que es absolutamente cierto: nada tenía que ver con ese mundo. Y además mi vieja, para mí, representaba todas las peores cosas de la clase media. La apariencia; esa cosa del piojo resucitado, o ni siquiera resucitado… Pero sin embargo había un mundo de ensueño que tenía que ver con eso, y que yo pude rescatar después. Hace poco dijo una frase de las más impresionantes que le oí. A veces voy o vamos con Azul –mi hija– y mi vieja me puede empezar a preguntar: ‘Y mi mamá, ¿murió? Y yo le voy diciendo. O de pronto me pregunta: “‘¿Cómo te va con el estudio?’. Y yo le explico que ya me recibí, que publiqué libros… ‘¡Ahhh!’. La sorpresa que tiene cuando le digo eso, es la que nunca tuvo cuando esas cosas pasaban. ‘¿Y cuántos?’”, Miguel susurra; la voz de su madre está atravesada por un vértigo infantil. “‘¿Tres ya?’. ‘Mmmno, un poco más…’. ‘¡Ahhhhhh!’. Hace gestos que yo no le conocía. Es muy lindo. Pero no es todo delirio, también hay una conexión con el presente. Entonces en uno de esos momentos, le dije: ‘Vieja, no pienses más en eso, te va a hacer mal’. Y ella me respondió que no, que no le hacía mal; y ahí viene la frase: ‘Yo te lo cuento porque la gente que escribe’, me dijo, ‘sabe que la vida es otra’.” “¿…sabe que la vida es otra? Uauu.” “Uauu”, adhirió Lucas. “Tomé una servilletita y anoté. Ella estaba muy orgullosa.” Miguel se quedó midiendo en nosotros el efecto de la frase. Promediaba la tarde; llevábamos varias horas sentados en el jardín, habíamos tomado un par de Gancias y otro par de clericós. Miguel había hecho una ensalada completísima. Nos había consultado antes de incluir cada uno de los ingredientes, que debían ser como quince, y nos preguntó varias veces si nos parecía y nos había parecido bien. Estaba riquísima, Miguel. Muy rica. De verdad. La hospitalidad de su charla no había sido menor; y ahora la pausa dramática nos indicaba que habíamos llegado a un clímax. Que iniciar el descenso exigía precaución. Que si había un faux pas, consistía en indagar el sentido de aquella frase. Todo esto es evidente en la desgrabación. “¿Qué te parece que quiso decir?”, nos oí preguntar. Miguel dijo que no le interesaba entender. Lo sentía como un reconocimiento que no había tenido. Pero se trata tal vez, pienso al releer su relato de la escena, de un reconocimiento mutuo: Nelly, al final, lo ve tomar nota y se regocija de orgullo. Orgullo, supongo, de hallarse ella misma, acaso por primera vez, en Miguel escritor. Pero la desgrabación sugiere algo más. Un ratito antes, mientras preparaba la ensalada, Miguel había usado una frase muy parecida a la de su vieja para describir su relación juvenil con la poesía. Entre otras razones que enumeró para explicarnos por qué había dejado el verso, había pesado tal vez –dijo– la concepción tradicional que se hacía de ella.
“…la idea”, explicó Miguel, “de que la poesía era otra cosa. Que no era un género”. Miguel había ido de la poesía, que es otra cosa, a la novela, para la cual la vida es ya siempre otra. En lugar de volverse deliberadamente un otro, hacerse sensible a la otredad de los otros, aún de los otros más mismos. ¿O no es eso la novela moderna, Balzac, Flaubert, escritores de los que Miguel habla con pasión contagiosa, con precisión erudita? La escena en el geriátrico parece así consagrar esa intuición de Miguel sobre el lugar de su madre en su literatura. Si Horacio era la poesía, la novela es Nelly. Y de hecho Miguel tiene un recuerdo notable de esa ruptura. Cuando volvieron a verse después de un año y Horacio retomó contacto con la escritura de Miguel, que leía y disfrutaba durante su adolescencia, quedó perplejo. Dijo que no entendía. “Está bien”, relató Miguel que le respondió, con una lucidez que ahora, al contárnoslo, le producía vértigo, “porque ya no escribo para vos”. A
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Eduardo Muslip
Con una obra que se vuelve cada vez más consistente a partir del diálogo perturbador y a la vez esquivo consigo misma, la literatura de Eduardo Muslip puede pensarse como un desplazamiento concentrado, una expansión hacia y desde los límites de la propia sensibilidad en la que, de algún modo, quietud y movimiento son una misma cosa. Diversidad de extensiones, formatos, subgéneros no impiden que Muslip trabaje sus obsesiones con precisión de equilibrista. Ahí están los viajes, a cada momento, con todos sus símbolos, pero también el viaje en el tiempo, los recuerdos y la importancia de olvidar, y asimismo la seguridad de que nunca es posible volver atrás. Lector original y de infrecuente lucidez, cuentista y novelista de igual valía, la de Muslip es una presencia silenciosa y sin embargo cada vez más persistente en el campo literario, un rumor amistosamente insidioso que en los últimos años se ha trasladado del fervor de haberlo descubierto a la culpa de no haberlo leído. 262 | elansia 2
Foto Mariana Lerner
En busca de sí mismo
Los mapas perdidos Christian Kupchik1
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Mira hijo, el tiempo aquí se vuelve espacio. Richard Wagner, Parsifal
n 1903, tres jóvenes llegaron hasta un campamento en las márgenes del río Yabebirí, en plena selva misionera, donde fueron recibidos con alegría por varios hombres. De inmediato, el más grande de los hermanos Lugones ordenó construir un mirador de cinco metros de ancho por veinte de alto, con troncos clavados en cruz uno sobre otro. El artilugio no era otra cosa más que un mangrullo como los que se levantaban en los fortines, sólo que aquí su utilidad no consistía en atisbar el arribo de los malones, sino fotografiar el paisaje para lograr una panorámica de las ruinas de San Ignacio. El fotógrafo, Horacio Quiroga, le hizo ver a Leopoldo Lugones el absurdo de su objetivo. “Está todo tapado por la vegetación. No se verá más que el cielo y la selva”. El otro hizo caso omiso a la objeción: “Con el tiempo, el terreno será despejado”, observó. La escena corresponde a Fondo negro (1997), segunda novela de Eduardo Muslip en torno a la vida de los Lugones (Leopoldo, Polo y Pirí). La aspiración de Lugones en la presente anécdota tiene que ver con el panóptico del omnisciente que todo lo ve. Sólo que en este caso, la cámara intenta rescatar el espacio desde arriba, como si de un gran ojo satelital se tratara en la construcción de un nuevo relato. Las variables geográficas están muy presentes en toda la obra de Muslip, diseñando sobre el territorio siempre bien señalizado algunos de los ejes narrati-
1 Christian Kupchik nació en Buenos Aires. Es escritor, editor, periodista y traductor de diversos idiomas. Publicó cinco libros de poesía, uno de relatos (Fuera de lugar) y un ensayo sobre Emmanuel Swedenborg (La arquitectura del cielo). Es director de la revista Siwa y de la editorial Leteo.
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El ojo que todo lo ve. Viajes en el tiempo. Puntos en el mapa, que también es un mapa mental. Espacios que se disuelven. La sinrazón del espacio. Micromundos. Fantasmas. Y el vacío.
vos sobre los que se demarcarán acciones y sentidos. Fondo negro tiene su punto de partida un día de febrero de 1978 en el cementerio de la Recoleta. Dada la fecha, se da cuenta de una ciudad desierta (“las confiterías despobladas de la calle Junín”). Allí se encontrarán –se conocerán, en realidad– Pirí Lugones y Emilia Cadalego, amante del abuelo de la primera, Leopoldo. La ocasión que las reúne es un homenaje al escritor que se le proporcionará en el salón principal de la SADE horas más tarde. El relato será un viaje en el tiempo, pero sobre todo en el espacio a través de la existencia de estos cuatro personajes (los tres Lugones más Emilia, que opera como conector en la vida de cada uno de ellos). Si 1978 es la frontera final del relato que comienza en un cementerio, el mismo se abre en 1895 (“Fondo negro, rápidas y fugaces líneas horizontales de luz blanca”) con el tren que trae a Leopoldo Lugones desde Córdoba a Buenos Aires. De allí en más habrá avances y retrocesos marcados por los diversos escenarios. La casa que habitaron los Lugones hacia 1900 en la calle Defensa, San Telmo (“entre muchas otras casas similares: la uniformidad ocre de las fachadas, las molduras trabajadas con minuciosidad: unas pocas casas de una sola planta, con grandes ventanales enrejados y aspecto más sobrio y antiguo”), será seguido por la visión de una represión desde los ventanales del hotel Regina, en París, o la descripción del centro de Buenos Aires desde otra ventana y otro tiempo, en la casa de Emilia en el presente narrativo (“Viejos edificios de alrededor de diez pisos, sucios, mal conservados, la mayoría con molduras originales deterioradas o casi completamente desaparecidas. Algunos terrenos baldíos o con pobres construcciones…”). Y así se siguen dibujando puntos en el mapa: el Ministerio de Educación; las dos cuadras que separan Florida y Rivadavia del edificio de la Marina, intercaladas por los oropeles de la London, Harrod’s, Edelweiss; la penitenciaría de la calle Las Heras donde Polo se entretenía en técnicas de tortura; el departamento de Avenida de Mayo; otro en la calle Zamudio, donde el terrible Polo pone fin a sus días… Puntos en un mapa perdido que dibujan la tragedia de una historia familiar y, acaso, de todo un país. Una ciudad marcada por la metáfora del fracaso de una
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Horacio Quiroga, colección Fototeca Benito Panuzi.
idea: el terreno no pudo ser despejado, de acuerdo al deseo de Lugones. Selva y cielo continúan con su versión dramática de la historia sobre la espalda urbana. Allí es donde Muslip sorprende con su incorporación de la ciudad como un personaje más, cuyas aristas serán descriptas con la misma minuciosidad reservada a los protagonistas. El lugar cuenta. El recurso presenta antecedentes: aunque rara vez tomada en cuenta, la geografía es un aspecto decisivo del desarrollo y la invención literarias. Es una fuerza activa, concreta, que deja sus huellas en los textos, las tramas, en los sistemas de expectativas. Carreteras y ciudades ya estaban presentes en la picaresca en igual grado que en la novela de iniciación. Lo que se ha desplazado es su centro de gravedad. En el Quijote o El lazarillo de Tormes, por caso, el énfasis recae en el camino, donde la vida se reabre a cada jornada, en tanto en el Bildungsroman, de Goethe a Flaubert, va desapareciendo gradualmente, y el escenario central es ocupado por las grandes urbes. En torno a las capitales se abre un dominio más vasto, cosmopolita, que no sólo incluye a la geografía estética sino que también propone una nueva articulación del espacio a través de la fijación de algunos elementos. Mapas. Tramas especiales planteadas en el espacio. En la novela moderna, lo que ocurre se encuentra en estrecha dependencia con el dónde ocurre. 266 | elansia 2
Así, siguiendo “lo que sucede”, el lector construye su propio mapa mental –lo sepa o no–, un mapa basado en los muchos “dónde” que conforman su mundo. Muslip es fiel a este principio y entrega coordenadas correctas, verificables tanto empírica como imaginariamente. El casamiento entre geografía y literatura no implica una continuidad en armonía hasta que la muerte los separe, sino caminos diversos entre los que se avizoran, en principio, dos y muy diferentes entre sí. Puede indicar el estudio del espacio en la literatura o bien de la literatura en el espacio. En el primer caso el objeto es en gran parte imaginario (el París de La Comédie humaine, la Inglaterra de Jane Austen) y en el segundo se ocupa de lo histórico-real (las bibliotecas de la provincia victoriana o la difusión de Los Buddenbrook en Europa). Desde luego, puede suceder –y no deja de ser interesante que ello ocurra– que los dos espacios se encuentren. Es lo que consigue Muslip en Fondo negro, con una salvedad: en cuanto se tocan se disuelven y crean una nueva entidad. Desde las alturas del mirador, Lugones no identifica las huellas ni las claves del imperio jesuítico que persigue. Lo que arroja el tiempo es selva y cielo.
II Me gusta pensar, entonces, que la escritura es lo más parecido a imaginar mapas ilegítimos. Hernán Ronsino, Notas de campo
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n la nouvelle Plaza Irlanda (2005), Eduardo Muslip redobla la apuesta. Ya desde el título da cuenta de un lugar específico de la ciudad, que a su vez se convierte en el núcleo a partir del cual se estructura la historia: en la zona aledaña a la plaza Irlanda tuvo lugar el accidente fatal que terminó con la vida de Helena, la compañera del narrador. Lo curioso es que este no tiene idea de dónde queda la plaza Irlanda y se siente perturbado no sólo por la pérdida, sino porque “el accidente sucediera en esa zona que nunca tuvo ninguna razón para ser visitada”. Es decir, más que la muerte es la sinrazón del espacio donde acontece lo que perturba al protagonista. Porque además, para agudizar aún más el absurdo, el narrador es un fervoroso entusiasta de los mapas, al punto que reconoce que en parte fue esta inclinación la que favoreció su vínculo con Helena, al comprobar que ella compartía el interés por su afición (“a mí me gustó que ella apreciara algo que vinculaba mi infancia con los mapas. Incluso me dijo que podría mostrarme un libro de mapas del mundo antiguo”). En otro momento, alguien señala que “Él se peleó con una amiga porque no se podía orientar con los mapas”, y además: “No te equivoques con nada de geografía. Puede no llegar a hablarte nunca más”. El protagonista se defiende diciendo que no aprender a mirar los mapas y aprender los datos que suministran (nombres de ríos, capitales, otras ciudades) le parece
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“una descortesía espantosa (…) No tener esos datos es como estar siempre entre las mismas personas y no dar ninguna importancia, no asignar un ínfimo lugar en la propia memoria siquiera a sus nombres. O vivir como un animal, con alguna idea sólo del lugar que uno ocupa, y absolutamente nada más”. A pesar de la obsesión del narrador por las cartografías y lo que ellas revelan como principio vital –tomar en consideración al otro, aunque más no sea en función de sus nombres o dónde se encuentran–, su vida aparece reducida a una expresión mínima que no va mucho más allá de Helena y su círculo de amigos. No se le conoce familia, tiene un trabajo rutinario y sólo comparte un almuerzo banal con un compañero al que no puede sostenerle demasiado tiempo una conversación. Por lo demás, sus intereses más allá de los mapas no superan cierta curiosidad por la mitología griega y ser ocasional espectador de pornografía. No obstante, los mapas articulan una suerte de organización del mundo, ordenan y modulan su relación con el “afuera” (y quizás por ello, prefiere vivir siempre en el Centro, asumiendo la periferia como un “peligro”). Hasta no hace mucho tiempo se sabía que resultaba matemáticamente imposible realizar un mapa plano sin traicionar alguna causa. El cartógrafo escoge cómo va a mentir según la clase de mapa que le fue encomendado. Y como no hay otro modo de decir la verdad (cualquiera de ellas) más que mintiendo, se debe asumir que la mentira es inherente al oficio de hacer mapas. Y también de narrar. Quizás también sea factible admitir que no es el mapa el que miente sino lo representado. “El mapa no es el territorio”, sostenía enigmáticamente el teórico semántico Alfred Korzybski, en tanto Gregory Bateson argumentó sobre la imposibilidad esencial de saber lo que es cualquier territorio real: “El mapa no es el territorio y la cosa no es la cosa nombrada”, definió. De forma tal que el criterio de verdad en un mapa en absoluto depende del territorio que representa sino de la tradición que lo precede y sustenta. Los signos de un mapa remiten menos a la realidad espacial que a la representación que nos hacemos de ella en virtud de las tradiciones culturales que nos condicionan. Aquí radica uno de los aciertos cartográfico-narrativos de Eduardo Muslip. Y cuando el afuera se torna inasible, se detiene entonces en la concepción de micromundos: pequeños ambientes detallados hasta su mínima expresión que se abren como flores carnívoras para precisar una atmósfera en la que los personajes crecen como una mancha o un silencio. Macetas, sillas, gobelinos, telas, un velador, un mantel, enciclopedias… Atlas. Cada objeto cumple una función dentro de ese breve universo. En su última novela, Florentina (2017), una tía se niega a llamar living a la “sala de estar”: no se vive, se está. Y más adelante aclara: “La cocina-comedor no tenía ventanas, sólo una puerta vidriada hacia el patio; el patio tenía un gran ventanal que daba a la calle, pero a mis tíos no les gustaba un contacto tan cercano con la vereda, así que las ventanas estaban cerradas, las persianas bajas, las cortinas semitransparentes corridas”. 268 | elansia 2
Estos micromundos vueltos hacia sí, de espaldas al exterior, titilan en los puntos perdidos de los mapas como luces tenues de la Vía Láctea. Hay una realidad fantasmagórica que se atraviesa entre el adentro y el afuera. El narrador de Plaza Irlanda se interroga acerca de esta naturaleza: “¿Habría versiones distintas de la vida de mi Helena? La que murió en la plaza Irlanda era real y era la misma que estaba conmigo. Aunque la que estaba conmigo podía ser un fantasma, y la Helena real estaría haciendo otra vida en otra parte, en lugares para mí desconocidos como, justamente, la plaza Irlanda, donde moriría, desapareciendo a la vez el fantasma con el que yo estaba conviviendo”. En la desnudez del departamento céntrico que fue escenario de esa convivencia, despojado ya de los objetos (ropas, libros, peluches) que marcaban la fuerza de gravedad de Helena, el protagonista observa un gráfico del sistema solar en el tomo suelto de una enciclopedia. Al pie del mismo una nota explica con melancolía que el universo “está compuesto casi totalmente por vacío”. Por eso resultan más confiables los puntos perdidos en los mapas de la ciudad, mientras la nostalgia nos empuja a cantar los nombres de las ciudades que jamás habremos de conocer: Tombuctú, El-Beida, Samarcanda… A
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Pedro Mairal
Al igual que Daniel Montero, el protagonista de Una noche con Sabrina Love, Pedro Mairal jugó una única ficha y sacó, casi dos décadas atrás, un pleno que le cambió la vida. La experiencia iniciática de su protagonista se replicó y multiplicó en su mentor, en verdad, que de un día para otro pasó del anonimato a que lo reconocieran en cualquier circunstancia y luego a tener que probar, demasiado pronto, no sólo que lo suyo no había sido casual –un premio es apenas una anécdota, en definitiva, un golpe de suerte más o menos merecido– sino que no era sobrino ni hijo de Bioy, ni accionista de Clarín, ni nada que se le pareciera. Ya muy lejos de aquel verano furioso, la primavera de reconocimiento por la que hoy transita su obra le llegó en el momento justo, como si se hubiese tratado de una fruta que sólo necesitaba terminar de madurar. Lo que más sorprende de Mairal es el modo en que consigue, desde un extrañamiento insistente y laborioso, ser siempre el mismo. Alguien que tuvo que recuperar las ganas de escribir, pero que se asume perezoso y para quien la escritura es siempre una pelea. Una lucha que, por fortuna, parece estar dispuesto a dar cada vez en más frentes. En las páginas que siguen, un acercamiento posible a un escritor que es –por vez primera en El Ansia Argentina– ante todo un poeta, o mejor: un poeta que no desprecia ningún arma, ningún terreno, ningún desafío. 270 | elansia 2
Foto Alejandra López
Después del sismo
Forma y deforma Sandro Barrella1
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or la razón o por la fuerza, se dice –y está por verse– que los primeros pasos de un poeta prefiguran la obra por venir. Según Enid Starkie, al nacer, Rimbaud clausuró la querella de una plenitud que hubo sido anunciada en origen. Su biógrafa irlandesa cuenta que “Arthur fue un prodigio desde el instante mismo en que salió del vientre materno. Cuando terminó de lavarlo, la enfermera lo dejó sobre un cojín mientras salía del cuarto en busca de unos pañales. Al regresar, descubrió con asombro que el niño no estaba donde lo había depositado: había rodado hasta el suelo y se dirigía a gatas hasta la puerta, para empezar ya su vida errabunda”. La fábula, que todo lo sabe, fue completada por el propio joven poeta –noción que desde entonces habría que dejar de usar– cuando dio por finalizada su participación en el sistema literario, dando un portazo cuyos ecos todavía resuenan, aunque no sean oídos con la atención que merecen. Vale decir, Rimbaud, lactante desdentado, completaba un círculo alrededor de ese otro círculo al que llamamos destino, aún con restos de placenta en el cabello revuelto. Profeta y mago antes que sus visiones de vidente dieran en cartas para uso de las futuras generaciones, Rimbaud –en virtud de la fábula, el mito y, luego, la Obra– abre y cierra, además de la categoría de juventud poética, la de influencias que angustian, aquella que pregona precursores, a la vez que deja intacta la del carácter póstumo de ciertas obras. Estas, preliminares palabras, vayan a modo de comentario y amonestación hacia la pereza que deriva en cierto hábito desmesurado a favor de las periodizaciones de las obras y de las generaciones literarias. Como sea, aquí nos ocupa la regla y no su excepción. De ese modo se dirá que Muerte de Narciso es ejemplo de todo lo Lezama que Lezama ya era y seguiría siendo en Enemigo rumor, o en Dador, e incluso en Fragmentos a su imán, último y más transparente de sus libros. Otro tanto podría afirmarse de Perlongher y el
1 Sandro Barrella nació en Buenos Aires en 1967. Es poeta, librero y periodista cultural. Publicó, entre otros libros de poesía, El álbum de Pascal, Los pájaros, Los italianos a la guerra y –recientemente– Viaje sentimental.
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Mairal poeta es decir Mairal, es decir, alguien que lidia con un destino. De cómo El gran surubí estuvo escribiéndose desde mucho tiempo atrás, o estuvo escrito siempre. Y de cómo Mairal se gana, sin querer queriendo, un lugar entre los suyos.
camino que va de Austria-Hungría a Parque Lezama. Pero no vaya a creerse que ese deslizarse de un sí mismo a otro sí mismo es ábside del buen gobierno de barrocos y neobarrosos. Giannuzzi, Madariaga, Juan L. Ortiz o Leónidas Lamborghini, diversos y variados entre sí, representan lo mismo, aquella idea de un devenir que se anticipa en el comienzo. La pregunta aquí, que no hipótesis, ni silogismo ni conjetura, es cómo Pedro Mairal llega al surubí por el camino de un tigre que, además, bate las alas. Para cuando Pedro Mairal publicó Tigre como los pájaros (1996), hacía un año que Daniel Freidemberg había dado a conocer Poesía en la fisura, la primera aproximación, en forma de antología, a la poesía que se estaba escribiendo en esa década, en lo que podríamos llamar, la metrópoli. Es interesante recordar algo que Freidemberg escribe en el prólogo: “Nadie pretende hacer creer que aquí está la mejor poesía escrita por gente de hasta 30 años (la edad tope propuesta como premisa para recibir el material que finalmente daría forma al libro). Puede haber –habrá seguramente– algún notable poeta que no se haya enterado o no haya querido enviar sus poemas. Como autor de la antología, no me hago responsable de lo que falta sino de lo que está, como tampoco podría hacerme cargo de cómo cada uno de los autores aquí incluidos vaya a encarar su escritura de hoy en adelante”. Por cierto, el nombre de Mairal no aparece en esa compilación, como no habría de aparecer tiempo después en Monstruos Antología de la joven poesía argentina (2001), selección a cargo de Arturo Carrera. La reiteración de esa ausencia sólo pretende mostrar el grado de invisibilidad de su poesía en lo que comúnmente llamamos “el medio”, en el momento en que empieza a tomar forma una mirada sobre la generación del noventa. Casas, Rubio, Gambarotta, Villa, Raimondi, son algunos de los poetas que participaron de ambas experiencias impresas, y cuyas obras, distantes entre sí, representan sin embargo un núcleo reconocible de ese período. Durand, Wittner, Desiderio, Vignoli, Molle, Arijón, Battilana, Ainbinder, Cassara, parte también de alguno o de ambos proyectos citados, constituyen otras tantas líneas –repetición y diferencia– por las que la poesía de los noventa supo transitar, y que, al decir de
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Foto Alejandro Guyot
Carrera en el prólogo a Monstruos, reflejarían “la música del habla común de su época; pero asimismo una música que “conserva” ese arte de la poesía como ser único de la sensación”. Dentro de ese panorama –en el que, además, Diario de poesía ejerció una fuerte influencia en la conformación del gusto y legitimación de ciertas poéticas– la aparición del primer libro de Mairal es un aturdimiento, una conflagración. ¿Un desvío hacia formas del pasado? Versos medidos, alejandrinos unos, otros endecasílabos; heptasílabos otros más, como una forma de descanso, de pausa en el poema. En cualquier caso, un libro que podría haberse publicado diez años después, o diez años antes de la fecha de aparición, sin que pusiera en discusión el paisaje o las líneas hegemónicas, los centros móviles por los que la poesía se desplaza en su andar a través de individuos, revistas, grupos literarios. No muy distinto es lo que sucede con su segundo libro de poemas, Consumidor final. La forma sigue ocupando el primer plano, a la vez que el sistema de ideas, el imaginario, lo que conforma las unidades temáticas, las preocupaciones vitales del autor, no han sufrido demasiadas variantes. Como dato adicional: entre libro y libro, había hecho su aparición el narrador Mairal. Entre el vaivén de los géneros, se produjo otra irrupción, el pase del vate a la forma consagrada y reconocida como la más alta expresión de la habilidad de un poeta (¿acaso sea exagerado este juicio?), a saber, el soneto. La operación se completa con un doble movimiento, la creación del seudónimo Ramón Paz (que acabaría siendo el protagonista y narrador de El gran surubí), y la prosecución de la imaginación erótica para llevar a cabo la empresa. El resultado, los consabidos pornosonetos que, al cabo de tres libritos publicados por la emblemática Vox –editorial de Bahía Blanca, nave insignia de la escuadra o escudería oficial noventista– darían a Pedro, finalmente, un lugar entre los suyos. Pax poética, Mairal consiguió ese sitio, no a los codazos, sino a fuerza de versos medidos y con rima. Dejando a un lado la rima, y la paradoja, en esa generación sólo Alejandro Rubio había demostrado, de manera notable, capacidad de experimentar con la forma, aunque años luz lo separen de la poesía de Mairal.
No es intención de este breve artículo la reseña o descripción de El gran surubí. Se ha escrito bastante sobre ese libro. Gabriela Cabezón Cámara lo ha hecho de manera excelente (quizás, lo mejor que se publicó en los medios gráficos), y a mí me ha tocado hacerlo para el suplemento cultural en el que colaboro. Lo que se ha intentado es poner de manifiesto cómo el apego a la forma, el conocimiento de sus reglas, la profesión de fe hacia una larga tradición del verso en español no le impidieron al poeta de aquellos primeros versos con giros girondianos, cadencias nerudianas, y preocupaciones vallejas, hundir las patas en las fuentes lamborghíneas, asumir la distorsión de la historia y devolver su horror multiplicado. Mairal pega la vuelta entera, de la lírica a la lírica; ha abandonado la figura de poeta poético, propia de su primer libro y, montado en ese gran pez, que es como un tigre en aguas barrosas, recorre –vestido de Ramón Paz– las llanuras y desiertos por donde antes pasó el gaucho, para seguir cantando las desdichas argentinas. Y, si por las noches le aquejan de súbito los arrebatos de la antigua religión, siempre tiene a mano la oración que enseñara W. H. Auden: “Benditas sean las reglas métricas, que impiden las respuestas automáticas y nos obligan a pensarlo todo una vez más, libres de las ataduras del YO”. A
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