F a n zi n e
a l te r | n a ti v o
F a n zi n e a l te r | n a ti v o
" F a n zi n e a l te r | n a ti v o "
PUBLICACIÓN INDEPENDIENTE
año cero | 001 | septiembre 2017 | Deutschland
F a n zi n e a l te r | n a ti v o N o . 1
F a n zi n e a l te r | n a ti v o s o m o s : Edición: Marco Antonio Hernández V. Corrección y selección de textos: Andrea Obando Imagen de portada y contraportada: Steff y Paco Difusión: Yaosca Padilla Ernesto Sánchez Castillo
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6 1, 3 2 , 7 E s C I . . 11 . . e .. . . . . ÍND orador . . ... 13 ... b guez ndez ... í c o la r d 14 a Ro Herná ............. m i 16 aL ..... ... n io May o Anto ........... illo ...... . 18 t a c .. Mar n Retan hez Cas ............. .... 2o í c .. .. E f r a s t o Sá n . . . . . . . . . . r c ía . . . . . . . 20 la a .. e Ern ca Padil r uz G ahíta.... . 22 25 C r s .. Yao a de la no-Pied ............ ... 24 y 27 . e en ... Lor lo Mor ............ lderón . 26 y 1 i a .. .. 4 Cam or án . Cu ba C . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29, M s co . . . . . i . . . e . . . . . .. i M ....... ......... r anc .. A. F P ár am o no . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . l .. a Raú ny Serr ........... ............ . z a .. Stef Sánche é ......... l f Fide el Santa i D an
F a n zi n e a l te r | n a ti v o
Todo el material incluido en este fazine es origina y per tenece a cada uno d e l o s au t o r e s q u e p ar t i c i p ar o n e n e s t a e d i c i ó n
o t r o s e s p a c i o s : w w w . l a b e r i n t o p o e n a u t i c o . b l o gs p o t . d e p o e n a u ti c a . w i xs i te . c o m / l a b e r i n to p o e n a u ti c o fa c e b o o k : @ l a b e r i n to s p o e n a u ti c o s @ F a n zi n e - a l te r n a ti v o
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Todo comenzó en una tertulia literaria. Raúl Páramo colgó en facebook una invitación a la Tertulia en un grupo de mexicanos en Freiburg, y acudí a dicho evento, que tiene lugar dos miércoles por mes. Nos reunimos en un bar. Leemos poemas, cuentos y en general textos literarios de poetas y escritores hispanos; los comentamos y las conversaciones adquieren vida y enriquecen nuestro acervo. De entre esas lecturas, nos leemos a nosotros mismos, ya que en el grupo hay gente creativa que comparte sus propuestas, y de ahí nació la idea de crear un Fanzine de hispanohablantes afincados en Alemania. Propuse el proyecto y conjuntamente acordamos que se trataría de un fanzine en español, en el que poetas, cuentistas, novelistas, fotógrafos, artistas etc., den a conocer su trabajo. No tenemos manifiesto, ni nada parecido. Compartimos nuestro trabajo bajo propia iniciativa. Tampoco queremos aferrarnos a un tema en específico, el fanzine es de tema libre. Tampoco pretendemos algo. Esperamos lo disfruten. Marco Antonio Hernández V. Freiburg im Breisgau, 09.09.2017
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P o e sí a
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Tierra Maya Lima Rodríguez
Cascarón de roca, kilómetros de profundidad, mi agua se filtró por tus grietas cuando la capa de escombros era únicamente arena. Este fue el primer suelo sobre el que surgió nuestra vida. Tierra negra, agua y viento te arrasaron, ahora, dibujante suelo rojo que deposita sedimento, cosechas mi soporte eres limo de bordes nítidos, carne formada de arcilla en mi centro que es tuyo, ésta, mi línea interior en la que tus cavidades se sacuden anhelando el equilibrio, propagándote desde la raíz de mi cabello hasta las infinitas plantas que me conectan con el cielo.
Nayade y su canto mañanero Maya Lima Rodríguez
Con escamas y canto y la melena revuelta, así amanecemos las sirenas. Una mañana aspiré borbotones de agua los valles, las calles y las noches, pintadas de azul crecieron en mis labios que, hablando en términos estrictos, debieron causar mi muerte, pero la gracia de un viejo dios marino invocado por las vírgenes de los patios traseros de cualquier vecindad del mundo, bendijo mi nuevo cuerpo. Mi madre gritaba: ¡cúbrete los pechos! yo resplandecí abriendo el plexo provocando el primer amanecer en la calle abandonada de mi barrio. Así fue como mi sangre enfrió la cola tornasol
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que corona el final de mi raza Llevo una flor marina, delicada sobre rizos verdes. Y mi voz produce los cantos más gloriosos, pues en ella viven los deseos de las mujeres que no gustan de la sal de los mares. Los llantos de las que no aprendieron a nadar por miedo a mostrar su carne. La locura de las que fueron sirenas y decidieron regresar sobre sus dos piernas para sortear las olas enfurecidas que les arrastran a una desolada roca. Mi voz también aloja los silencios de un anciano que pasa las tardes escribiendo poemas a niñas que no existen, los pestañazos de la oficinista que no olvida el primer beso de un tritón, el que desapareció sumergido en las vías del metro Hidalgo. Y dos o tres odios de aquellas que no soportan el atributo de la mujer impura que frente al espejo peina por horas una larga caballera. Mi cola no es el emblema de promiscuidad; yo amamanto a los héroes abandonados, transporto sus almas hasta el inframundo de alguna cantina que ofrezca botana, ellos estrellan sus naves en mis acantilados y pocas veces, según sea el caso, los trago abandonando sus huesos en la orilla de la banqueta. Hoy amanecí sirena y mis lágrimas no son perlas, Hoy amanecí sirena y las escamas de mi cuerpo se desprenden fácilmente. Por eso canto despierto y canto.
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sentirme en ti. ánima animal el andrajoso… Marco Antonio Hernández Valdés
1 sentirme en ti. ánima animal el andrajoso. sarta de sustantivos desplomando radiadores turbada melancolía de saxofón. trompetas músicos callejeros de temple y queja, sinfonía, voz pálida encolerizada, dislexia colateral afinada en el universo ecológico de mis mantras bofos. ahora a recorrer mi aura de desperdicio ver francotiradores, ver la podredumbre en la que se ha convertido el asco al mundo. 2 me divago… errado vagabundo, un errado vagabundo errante sobre banquetas inhospitalarias, solitarias e incaminables para un hombre que se quedó a escuchar el último son, la bala disparada caricia no planteada desequilibrada, arruinada, mendigo 3 y a la hora del luto apáguense flores de luz, párpados de humo, piruetas, llantas de escombro, ¡todos los santos inocentes, vuelvan a su país de loza! edificios de lodo donde el jardín de la amapola arcaica se diseca en láminas visuales, en publicidad, atadas al silbido del poste donde el pavimento devora cerebros plasmados en las últimas nubes que dibujan extraños retratos de cielo resbaloso 4 ¡sintonizo algo! sintonizo algo que antes estuvo escondido en las esquinas separadas de arrabales en las esquinas empedradas por anuncios desglosados y ateridos
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de su pesadumbre reatas que dan forma a los tendederos de tendederos que dan forman a las reatas: parece mentira que en los tendederos la vislumbre entienda más de la nada… si tuviera que recorrer los muelles olvidados en las botellas arrumbadas de los basureros, acudiría a mis brazos para consolarme; dejaría que este ómnibus sin rumbo tome las vías del tren para que los automóviles encuentren señales. al pié del río contemplo el riego de mis sentidos 5 me preguntas qué hago… no sé qué responder. ¿responderé: animal, ánima? ¿crueldad sobre crueldad? trapos sordos, anunciar el sistema de satélites, cómo funciona desde su órbita de señales, si es verdad que cada señal está destinada a los barrenderos o es sólo otra tomada de pelo. las escuelas, criaderos. no sé… no puedo decir qué sé, será que la vida es un fraude.
ciudad Marco Antonio Hernández Valdés
andamios y destrucción de la vista: graffiteros épicos los equinoccios circulan en el pavimento donde niños llorando… 1 bajo el llanto de tu cielo de tu aliento a tierra y a cereza ordenas las cenizas de septiembre de noviembre en el trapecio tus nubes se pueblan de aguas negras espaciales subterráneas
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que recorren tus caños entre alcantarillas amamos nos sentamos a contemplar la lluvia en el enclave de las puestas y aquí te amo durante las largas puestas de sol, cloacas de gusanos babosos embriagados en los templos de tu plegaria construidos con graffitis bajo su dialéctica años luz
entre tabacos destartalados hablas descompuestas
tu gente tu día descalzo obedece a los semáforos que deforman las esquinas en cada alcantarilla se asoman los ojos del desvelo 2 ¿alcanzará tu crepúsculo para dilatar el incandescente combustible su infringida anorexia? columnas ancestrales y edificios devorados por la grasa y la mugre definen al reloj nocturno nubes de plomo se desplazan en la levadura de la noche iluminada por los fuegos pirotécnicos 3 ¡oh Ciudad! bajo tu manto de aguas turbulentas va mi funámbula mirada cargada de siluetas deshilvanadas precedidas por ángeles rotos bañados de luces y figuritas sonrientes de chaquira
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aquí establo de curiosidades reúnen al turista en el engaño del corazón poblado de San Cristóbal el sol viaja limpio ante su catedral enredando su esperanza en los cables y sus progresivas imágenes de desfile tantean banquetas de piedra resbalosa y bajo las balas de eléctrica tormenta arrancadas al brío seboso bajo su devastación que calcina su licor horadado su silencio colgando colgante como enredaderas en los postes en el aire en su cielo roído por demonios dementes por Cristos disfrazados por poetas borrachos y profetas del presente bajo tu lienzo amada Ciudad andamos amamos besamos alacranes nos encerramos tras rejas a candado nos embriagamos y en fin cagamos querida predilecta mi amada ciudad de imán. (Del libro: danzas paganas)
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Resumen de mí mismo. Efraín Retana
Hace tiempo que no escribo. mas parece, pues, mi corazón a una pluma a cuya tinta han sabido secar la rutina y el olvido. Sin embargo existo pujo me esfuerzo muero me emborracho vivo. Soy un ser como los otros, con una carga invisible en las espaldas, y en las manos, dos cántaros vacíos. Me alimento de paisajes, de besos, me lavo las manos en mi sangre, me clavo las espinas a mí mismo. Hace tiempo que maté a mis propios dioses. Como un puñal hendí entre sus espaldas. La estúpida creencia en la bifurcación de las aguas y que hay hombres que mueren y vuelven en tres días. Lo abandoné todo, mi padre, mi hermano, mi casa, mis libros. abandoné las nacientes, las montañas, y me quedé con un canto, un silencio, un puñado de uvas en las manos, una corona de espinas y el llanto de un niño. No soy poeta, ya no soy nadie. Hoy estoy seco... como el pezón de la negra muerta a latigazos. Seco como el vientre de mi padre, seco como un cristo de yeso, seco como una lengua que busca un beso y no halla más que el frio del invierno devorando un crisantemo. Por eso esto ya no es poesía, hace tiempo que no escribo.
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Es solo un decir, algo que se escribe para que no nos lo robe el viento. y sin embargo soy feliz ¡que extraño¡ será que por decir se levantarán los muertos.
Ángel dormido Efraín Retana
El patio quedó poblado de ángeles dormidos. Y engendrose del suelo el polvo blanco y quimérico del cántaro. Nos susurraron entonces todas las flores de la casa y la niña se nos quedó dormida envuelta en el jugo de los brazos.
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Acto Aeronave Ernesto Castillo
Descenso simultáneo de los pasajeros Acceso directo al aeródromo de las frases inconexas Aterrizajes continuos donde se pierde la comunicación Con la esperanza de no fallar al pronunciar las contraseñas ¿Cuántas veces pensó en no despegar del lugar equivocado? Incumplimiento de expectativas Sorpresas de lo inesperado Observa la hora, guárdala y grita. ¡Obsérvala ahora! Al tomar tierra se arrastró a 50 km/h, ¿a cuántos pasos por segundo podría perseguirte? (yo no) ¿a cuántos pasos por segundo permitirás la persecución?
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Hey Berlin, du bist so wunderbar Yaosca Padilla
Sea en el bus, sea en el U-Bahn en bicicleta o caminando por todas tus calles allá van diversos mundos respirando. ¿Qué historias tendrán esas gentes, qué pérdidas y qué certezas? ¿Qué experiencias, cuántos azares hay en tu orbe berlinesa? Dar la vuelta el mundo en un día no en ochenta como julio es solo posible en tus vías en tus teatros, tus paseos. Acá, una sonrisa alemana y luego un sabor vietnamita y el ir a la disco africana con chic de moda japonesa. Y en la disco un ritmo latino sonando con humo de shiha un sabor afroamericano que llevas pegado en la blusa También libertad en contraste, sos río suave, arte moderno sos monógama, pluriamante, baja basura y alto ostento. No, no te considero ombligo ni sos armonía cumplida sos esa aorta que da aliento ¡aquí es donde pulsa la vida!
Recorrer idílico Yaosca Padilla
Tu cuerpo huele a quejido a naturaleza despierta huele a mar y huele a río, a éxtasis sobre la hierba. Tu cuerpo me abre el camino a tu verdor y a tu vida,
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a un recorrer idílico que no conoce salida. Tus labios ciñen los míos, los atrapan, no los sueltan y cuando los siento lejos busco el vigor que sustentan. Tus labios son agridulces, son terribles, son divinos: fruta madura el tenerte, y ácido intenso el adiós que saboreo al dejarte… “Vení y no te vayás lejos” dice mi cuerpo que anhela “Andá, no vengás tan pronto” juzga la mente que piensa… Y en esa cruenta pelea tus labios aún me aprietan y me llevan hacia el alba donde el sol nunca se acuesta. Un hombre más en la calle y cuando cierro la puerta, cuando tiramos la llave nuestros dos cuerpos se mezclan como si la lluvia cayese en una tierra reseca, como si el sol alumbrase la rama de una hoja muerta como si la mar cubriese de olas esta ardiente arena. No sé a dónde van tus manos mas siento hacia donde llevan: hacia ese lugar sin nombre con mil millones de estrellas.
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Y cuando llegue a cero, no habrá recuerdos, no habrá más yo... Lorena de la Cruz García
Y cuando llegue a cero, no habrá recuerdos, no habrá más yo... A través del espejo, miro mi reflejo y son notables las oscuras noches melancólicas situadas en el músculo orbicular y me pregunto si es el cansancio de algunas discusiones. De la delgada línea que comienza a separarnos, pero no es más que el resultado del proceso multifactorial de tu comportamiento... Es tener las manos atadas frente a la multitud, a la moral, a la costumbre irracional, al lenguaje calificativo y despectivo de la superioridad del poder... Es el sistema cultural que minimiza, somete, adhiere y te envuelve entre pensamientos inventados mediante un diario que exagera la realidad y te castiga por los placeres de la vida, te hace sentir impuro y ridículo frente al universo, te hace dependiente de una deidad que es indiferente al dolor ajeno de los que tiene abajo, deteriorándolos por diversión... Cuando llegue a cero, tomaré una nueva ruta y trazare un camino libre de ideas, dónde pueda encontrar el abrazo del viento y la calidez del sol, donde las luciérnagas de mi rostro recuperen la chispa que una estrella se robó, donde la sonrisa perfecta sea natural y permanente del invierno hasta la primavera, y... Cuando llegue a cero, ¡todo acabará!
Lorraine (último fragmento) Lorena de la Cruz García
Entraré en resiliencia, no, no es en honor a nadie, no, esta vez no escribo para nadie, escribo al viento las letras que ya no volveré a usar jamás. Ahora soy solo esa idea innata y tóxica que jamás imaginé, soy esa planta picada envuelta en papel delgado, si me mojas, desaparezco, si me inhalas te consumes. Soy esa combinación de hojas secas, me adhiero a ti y muero. Un nitrógeno heterocíclico que produce efectos psicoactivos, soy morfina para miles de militares, su anestesia, después su toxicidad. Soy la proliferación excesiva en tu sangre, soy lo que quieras que sea, soy lo que no puedo ser, soy lo que nunca fui. Soy una enfermedad infecciosa, confinada al aislamiento; soy la enfermedad del 1330, soy uno de los virus más resistentes jamás descubiertos, sin cura. Me convertí en el proceso de un objeto, dividido en varios pequeños, no era consciente, me dividí, me rompí, incompatible entre sí... Quise ser diferente, pero la naturaleza me ha hecho lo que soy, y lo agradezco, cada vez que entregas el corazón surge una catástrofe como la de 1986, un accidente del destino, una estrella extinta, una flor
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marchita, (dióxido de uranio, carburo de boro, óxido de europio, erbio, aleaciones de circonio y grafito), lo peor, pero TE AMO... He tenido la fortuna de amar, de odiar, de restaurar y de destruir. En la mirada de algún chico lindo, me encontré y en su sonrisa me perdí, me volví psicópata, loca, obsesiva, es mi peor crimen. También compartí fluidos sin mi consentimiento, compartí su piel, noté el engaño, pero lo acepte y ha sido lo más atroz, también soy cómplice de destrozar un tercer corazón, una chica linda quizá peor que yo. Pero amé y permanecí ahí hasta el final, y ahora me desprendo de las dificultades de pensamiento que eso me ha ocasionado, me marcho por y para siempre. Fui la múltiple penetración de los deseos de aquel hombre que huía de cualquier otra mujer, no, no diré que lo siento, al final también fui víctima, solo que al no ser descubierto el hombre, pasa desapercibido, no hay peso en ninguna mentira, a mi favor diré que la mía ha sido la más inocente, pero al final mentí. Ahora soy aquella fabulosa ave que renace de las cenizas después de haberme quemado en tu piel, no, no pido perdón, es lo que tenía que ser, mis lagrimas serán la cura de una farsa y nunca me extinguiré, viviré en los recuerdos, por siempre en los recuerdos.
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A Lo r c a : Camilo Moreno-Piedrahíta
Cuándo rebosará el vaso, cuándo llegará el hastío. Cuándo se acabará el dolor, cuándo volverá el rocío de amaneceres juveniles sin prisa y descontrolados. Cuándo cesará el llanto y regresará la carcajada. Tristemente condenado a vivir cargando graves penas, no de esta vida, no de mi injusticia, sino quizás ajenas; sufro la feliz condena de ver la vida con otros colores, matices y sombras donde aguarecen las pasiones.
V IC E V E R S A Camilo Moreno-Piedrahíta
Contigo aprendí que a las noches y a los días, los separa una gravísima dosis de pasión, y a las madrugadas y a las mañanas, una sola brevisísima gota de trementina. Que las gaviotas vuelan libres en alta mar, y los cuervos acechan en el desamor. Que dos personas unen dos vidas, y además divide una vida una sola. Que se respira por medio de otro, y aún mejor haciéndolo solo. Que el corazón se encanta, y también se destroza, Que se ama y odia, y viceversa.
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M i c r o c u e n to s
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Avenencia Mei Morán
Violeta nació del heno, en un parto furtivo. Creció con vacas, patos y la abuela. Conocía los confines sin haber salido de la aldea. Las laderas eran toboganes. En los regatos jugaba a esconderse bajo el manto de berros, a pelearse con espadañas, mascaba tierra por el sabor a mojado. Descubrió una primavera cómo prosperaban las simientes, entendió que encerraban el secreto de la vida. En la palma de sus manos un día la grana se tornó brote; el retoño, planta vigorosa. Y le dio frutos, agradecida. No aprendió a leer pero sabía dar nombre y uso a la bardana, la escorzonera, la escaravía, y el jaramago. Lloró un invierno a la anciana. Después volvió a la huerta. Socorrió a las lechugas mustias, dio a los cereales ánimos de estiércol. No se extrañó cuando vio musgo asido a los humedales de su cuerpo, ni las petunias que le huracanaban el pelo. Tampoco se asustó con las campánulas que emanaban de su boca cuando le daba hipo. Tropezaba divertida con la enredadera, que la cubría por entero, y los retoños asilvestrados que poblaban sus brazos. Cansada, se recostó una tarde en el regazo de un árbol. Ahora habita su corteza.
Título: Árbol Artista: Adalberto Cuba Calderón
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Cuento de horror Marco Antonio Hernández Valdés
Y cuando ella se convirtió en vampiro, hizo de los escritores, que escriben con sangre, sus víctimas predilectas.
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El legado de mi abuela Rául Páramo
Amanece, es invierno. Los cristales están cubiertos de hielo. El colchón de lana ya ha cogido la forma de mi cuerpo. Las cuatro mantas y la sábana tan ceñidas me obligan a dormir con los pies de lado. Me cubro hasta la boca. ¿Qué hora será? El reloj de madera está parado. Me quito un poco la manta, soplo y veo salir el vapor. ¿O mejor me quedo otro ratito más? Si no fuera por ese cazo con cenizas que mi abuela mete en la cama antes de dormir para calentarla. El burro, le llama. Qué pena, ya no queda nada del calorcito de ayer. Muevo un pie y lo extiendo hacia esa zona donde las mantas tocan el colchón, noto el frío. Me parece que ha vuelto a helar esta noche. ¿Será que el frío viene del norte como dice mi abuela? No quiero salir de la cama. Sentado en el borde, me maldigo por no saber dónde dejé anoche mi ropa. ¡Abuelaaaaaa! El vaho roza a esa virgen de la fuente que me acompaña en el cabecero, nadie contesta. Dios, qué frío. Estará donde las gallinas, no importa, yo me apaño solo. Me levanto y noto que los pies descalzos me duelen al pisar la losa fría. Bajo las escaleras y entro en el salón, ahora me duelen por el suelo ardiendo de la gloria. Leña ardiendo debajo del suelo. Ahí está mi ropa, calentándose en la silla. En la cocina, oigo el sonido de la leña ardiendo. Huele a puerros, a manteca y a pollo. Me siento con los pies en alto, el suelo quema demasiado. Llega mi abuela, casi corriendo, pero sin fatiga. En su cubo azul, unas cepas viejas. En el verde, arena y huevos frescos. Ahora huele a gallinas y a humo. Mi abuela habla sola, viene recitando una letanía comode versos incomprensibles. Alcanzo a entender nombres de mujer: La Velina, la Pura, la Julia. Deja el cubo de cepas en la cocina y agarra una barra de metal para mover las ascuas, echa otro tronco de leña al fuego de la cocina, saca leche fresca y pone un viejo cazo con flores a calentar al fuego. Aparece la nata, la retira con la cuchara, después calienta unas tostadas de pan de hogaza. Mermelada de ciruela, pastas de almendra, torta de manteca, garrapiñadas. Me pregunta riendo si hacía mucho frío arriba pero no me da tiempo a contestar. Que hoy he matado un pollo para comer, hoy nos toca en esta casa, ¿eh?. Que si tu madre lo sabe, que luego vas a su casa y le dices. Que sí, abuela. ¿Oyes? Ya tocan. Que si han dado la tercera ya. No sé, abuela. Que cómo te gusta dormir tanto. Que cómo tienes tanta hambre, si en la noche no se hace hambre. Que si no vas a misa. No sé, abuela. Pues cómo así, si vas a hacer la comunión y con lo bien que habla el cura. Se viste y se peina. Su vestido y su bolso, negros. Toma, la propina, pero no te la gastes a lo tonto, ¿eh? Bueno, que me voy a misa. Antes de salir, mi abuela coge el cubo verde, el de la arena, lo vacía entero en el suelo del salón. Justo ahí, encima del suelo caliente por la gloria. Al calor. A mi lado. Para que te quedes ahí y no salgas a jugar afuera, que hoy el frío viene del norte.
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F o t o gr a f Ă a
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A x lo o lt
A x o lo t l
Autora: Stefany Serrano
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Autora: Stefany Serrano
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R e l a to
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J u g a n d o en el t em p l o Daniel Santafé
— Querido hijo. Mírame a los ojos y júrame por la memoria de nuestros ancestros que llegado el momento sabrás detener tus pasos. — Si madre. Nunca quieran nuestros ancestros que nuestras miradas se separen. — Recuerda siempre las palabras de tu padre. — Que muera de sed, si llegase a olvidarlas. Aaminah se acercó despacio a su hijo y le ofreció sus manos. Abdel Khaliq las besó en silencio. — Hijo querido. No hagas llorar a tu madre y repite esas palabras. — “El desierto no sabe de nuestros problemas, ni tampoco perdona los errores. Un fallo es siempre es el último”. — Tienes mi permiso ¡Ve! Quieran los Dioses que tus preguntas encuentren respuesta. Abdel bajó despacio las escaleras que daban al primer patio y observó una vez más la larga avenida de columnas gigantes, iluminadas por las primeras luces del amanecer. Ya solo él parecía sentirse tranquilo en medio de tanta eternidad. Se encaminó con paso sereno hacia la entrada del templo, mientras releía las antiguas escrituras esculpidas miles de años atrás por sus ancestros, de los cuales él era el último servidor. Una vez hubo atravesado el primer pilón, se giró con solemnidad. Allí estaba la prodigiosa estatua del Faraón que había vencido a los Hititas tres mil años atrás. Sublime, gigante y decidido. Superviviente de todos los avatares de la historia del mundo. Por supuesto hubiera preferido caminar por las verdes orillas del río Nilo, a la sombra de las higueras y descansar bajo los monumentales mangos. Todos los habitantes del templo le habían recomendado mediante ruegos y sabios consejos que se bañara en las suaves corrientes del río sagrado, cuyas aguas habían alimentado al mundo antiguo. Pero no lo juzgó adecuado. A pesar de tener solamente doce años de edad había llegado a la desconcertante conclusión de que ya nadie le entendía. Esa idea había atravesado su joven mente como el fuego de un rayo prodigioso. Pero lejos de estar triste se sentía investido de felicidad y alegría. La vida le enfrentaba a una gran prueba. Sin duda alguna los mismos Dioses, así como los espíritus de sus ancestros le mostraban el camino de la sabiduría. Por supuesto ya no tenía miedo, si no tan solo un poco de curiosidad. Todos los personajes importantes de la historia habían pasado por pruebas similares y por supuesto las habían superado. Por esta razón sus nombres y sus retratos están esculpidos en las paredes de los templos sagrados. Por eso se adentraba por el paisaje rocoso del abrasador desierto y no por las lujuriosas riberas del río sagrado. Las preguntas difíciles solo se podían formular en la soledad del desierto. Único lugar donde el alma puede volar libre de ruidos, sin el acoso de tantas preguntas intrascen-
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dentes. Todo es eterno e inmutable en el desierto. No hay medias verdades ni medias mentiras. No hay lugar para tales tonterías dentro de sus vastos confines. El gran Sahara jamás perdona a los pusilánimes ni es amigo de los que buscan el consenso o de los que caminan por la vida sin plantearse grandes retos. No era la primera vez que Abdel se enfrentaba solo e insignificante contra las inflexibles leyes del gran Sahara. Hacía un buen rato que sentía un agudo dolor en la garganta. Al medio día, con el sol ya en todo lo alto, la cabeza le daba vueltas. Se había prometido no beber hasta que callera la tarde. Hasta entonces solo se refrescaría la garganta con pequeños sorbos. No obstante siguió andando hacia el lugar donde se oculta el sol, consciente de haber faltado a la promesa dada a su madre. Esa noche no regresaría a la miserable aldea de Habu, si no que caminaría hasta que callera el sol. También su madre tendría que enfrentarse a una dura prueba de valor. Hacía ya bastante tiempo que las cosas habían dejado de ser fáciles para ellos. Por eso había decidido sobrepasar los límites de forma premeditada. En cuanto a los demás habitantes del templo, sus opiniones ya no le interesaban. Nadie parecía conservar ideas propias. Tan solo los niños más pequeños seguían viviendo en ese pequeño mundo de fantasía enmarcado por las sólidas murallas del templo. Pero tras sobrepasar los seis o siete años de vida dejaban de ver al templo como un lugar mágico rebosante de sabiduría antigua. A partir de ese momento el templo solo era para ellos una casa de proporciones descomunales en donde protegerse del impertinente sol y de los constantes vientos del desierto. Las últimas horas fueron de pesadilla. Su cuerpo ya solo se movía por el poder de una voluntad inquebrantable, más al ver desaparecer el sol tras las montañas y al cielo teñirse de fuegos y ocres, solo entonces dio el último paso. Se hincó de rodillas en las blancas arenas y empezó a beber, agradeciendo a los Dioses por el milagro de estar vivo. La noche vino acompañada de un frío helado. Abdel sacó unos palitos del interior de su zurrón y encendió un fuego. Comió unos dátiles con pan y mientras observaba como extasiado la refulgente danza del fuego, se quedó profundamente dormido. — Señor del alto y bajo Egipto. Eterno Ramsés. Vencedor de los Hititas, conquistador de Asiria. Más en el desierto solo se escuchaba el silbido del viento. — Divino Ramsés. Soy tu siervo Abdel. El último guardián de tu legado.
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Custodio de los textos y poemas que de ti, Señor, hablan. Alzó la vista hacia la bóveda celeste y perdió el equilibrio, al ver el movimiento de otros mundos que viajaban, tras la luz de las estrellas y reconoció en los lejanos brillos, la fulminante estela que precedía al gran Ramsés. — Faraón del mundo antiguo, guardián de los misterios. Contéstame si a bien tienes. Instrúyeme si es tu parecer. Por qué todo muda y todo cambia, al igual que lo que nace muere. Por qué lo que sube baja y lo que se quiere no se entiende. Por qué la historia se mueve en círculos, pero todo sigue igual. Se hizo un silencio en su sueño. Ya no silbaba el viento, ni se sentía el ruido de la arena al ser arrastrada. Solo aquella obscuridad indeterminada. Solo aquella nada sorda y espesa que le hacía temblar de miedo. Se despertó sobresaltado, temblando de emoción. Había escuchado su voz. La voz del Faraón Ramsés, si bien solo su risa. Una risa poderosa, cuyos ecos aún resonaban en el desierto. ****** Cuando todos salieron de los lugares sagrados, donde tenían la costumbre de dormir, la sala hipóstila brillaba con las primeras luces del día. Uno a uno fueron llegando en silencio hasta la escalinata que bajaba al primer patio de columnas, con sus miradas tristes fijas en las ciclópeas losas de piedra que cubrían el suelo. Más que saludar al sol naciente parecía que se encaminaban a un sepelio. Solo una mujer vestida con una larga túnica de color añil, permanecía a la vez altiva y serena, como una esfinge protectora que llevase milenios observando el horizonte. Todos los habitantes del templo formaron un semicírculo detrás de ella. Así permanecieron hasta que el sol se elevó sobre el desierto. Un anciano con la mirada vidriosa se acercó a ella. — Querida Aaminah. Te he visto nacer y también crecer en sabiduría y belleza, al igual que las estrellas del cielo. — Pero ella no contestó —. Quisiera rogarte en nombre de todos los aquí presentes que regreses a descansar a tus aposentos. — Venerable anciano. Desde niña he admirado tu sabiduría y nunca se han apartado mis pasos de tus consejos. Solo te ruego que no me pidas que entierre todavía a mi hijo. Pues si esto es lo que me pides, no podré escucharte. — ¡Aaminah! —El anciano se giró lentamente, mientras su anhelante mirada recorría el grupo —.Tu hijo debe de haber…— Pero no pudo terminar la frase. Se enjuagó las lágrimas con sus ancianas manos y añadió —. “El desierto no sabe de nuestros problemas”. — Venerable anciano. Aquí permaneceré junto a los que quieran acompañarme. Por suerte o por desgracia hemos nacido en este templo. El mundo entero ha cambiado cientos de veces en los últimos tres mil años. Todo ha cambiado, menos este templo. Todo el mundo lo entiende, menos mi hijo. Hemos nacido entre los escombros de un mundo cuyos últimos brillos se extinguieron ya en la noche de los tiempos. Hoy
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miles de turistas se pasean por las calles de Luxor, los aviones surcan los cielos, las televisiones emiten sus programas y el país está sembrado de mezquitas. —Aaminah se giró hacia el grupo —.Todos sabéis que Abdel llevaba varios años muriéndose. Solo espero que esta muerte le salve la vida. — ¡Alá es grande y misericordioso! —respondieron todos a la vez. ****** Poco a poco los habitantes del templo se fueron retirando cada uno a sus quehaceres. Aaminah se sentó en las anchas escalinatas en compañía de su madre. La anciana era demasiado inteligente como para osar tan siquiera juzgar a nadie. ¿Cómo podría hacerlo? El acto de juzgar se convierte en una tarea del todo imposible cuando se tiene una visión dilatada de la historia y del alma humana. Otra cosa sería sufrir de una miopía severa y ella no era para nada miope. Tan solo tenía la vista cansada y la mente lúcida. Todo en el espacio y en el tiempo está sujeto a mudanza. Siempre ha sido así. Así de fácil y así de difícil para todas las gentes que en el mundo han sido. Da igual que la naturaleza tenga sus leyes, así como la historia sus periodos de muerte y resurrección. Da igual que el alma humana sea libre por naturaleza y que no pueda sobrevivir encorsetada bajo el yugo de convencionalismos temporales. Siempre forjamos nuestras propias cadenas, esquemas y estructuras que años más tarde criticamos y destruimos con inconcebible saña, para luego tejer otra vez nuestra propia camisa de fuerza. Eso sí, siempre libremente. ¡Libremente, libremente! A la anciana a veces le daban ganas de empezar a reírse como una loca y no parar nunca. Por qué no ser agua que fluye, ave migratoria, pez que nada, viento impetuoso, vida incontenible, flor que brota, amor, fuego, frío o alma. ¡Qué pena, qué pena! ¡Libremente, libremente!... ¡Qué pena! Miró otra vez a su hija y abrazó su joven cuerpo con suma ternura. Pero su mirada y su corazón parecían seguir volando por algún punto indeterminado del horizonte. — Sabes hija. — La anciana siguió hablando sin pretender que su hija la mirara —. ¿Sabes lo que vamos a hacer cuando a través de las gigantes puertas del primer y segundo pilón veamos aparecer la renqueante figura de nuestro niño, iluminada por la luz anaranjada del atardecer? — ¡El qué madre! ¡El qué! — Pues primero esperaremos un poquito más, hasta que nuestro pequeño loquito haya saludado a su querido Ramsés. —Aaminah empezó a llorar de la risa. Después agarró con suavidad el borde de su manto, se lo acercó a los ojos y se enjuagó las lágrimas. — ¿Y después, madre? ¿Y después? —Aaminah se recostó sonriente junto al regazo de su anciana madre, pero sin dejar de observar el horizonte. — Pues, le daremos de beber. — ¡ji, ji, ji! ¿En que estaría pensando? — De repente se levantó de un sal-
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to —.Ya lo tengo. Le daremos de beber con las jarras de las ceremonias sagradas. — Si hija y haremos abluciones y regaremos los patios con agua del Nilo. — Y celebraremos la crecida anual del río sagrado. — Me conformaría con celebrar la llegada de tu hijo. — ¡Pues claro, madre! Claro que lo vamos a celebrar. — ¿Y cuantos besos le vamos a dar? Respóndeme hija. — Los que nos dé la gana. — Tienes razón hija. ¿Para qué ponerse a contar besos, después de tanto susto? — Y también gritaremos a voz en cuello, los cánticos de bienvenida de los nómadas del desierto y bailaremos las frenéticas danzas de los nubios del sur y correremos alegres por las calles al ritmo de tambores y címbalos. Sonarán las flautas y repiquetearán las castañuelas, volarán las aves y cantarán los gallos. Reirán otra vez los viejos y se enamorarán los poderosos. Dormirán felices los niños y las mujeres pintarán sus manos con gena. Aaminah se fue despacito a través de las salas que conducen a los lugares sagrados, sin parar de recitar sus deseos, hasta que cayó rendida sobre su camastro. Atrás había quedado su anciana madre. Sola con sus lágrimas. ****** Los vecinos de la aldea de Habu le vieron pasar. Todos le miraban con asombro, pues no estaban acostumbrados a ver fantasmas de carne y hueso. Su semblante era como el del último soldado superviviente de una batalla campal. Al llegar a la entrada del templo realizó una reverencia ante la estatua de Ramsés y luego se adentró por los largos corredores tapizados de jeroglíficos multicolor. Continuó a través de los monumentales patios, tropezándose a cada paso, hasta llegar a las grandes escalinatas de la sala hipóstila. — ¡Abuela! ¡Abuela! — ¡Abdel! ¿Eres tú, hijo? — ¡Los dioses se ríen! ¡Los dioses se ríen y disfrutan de la alegría! — Y se desmayó. ******* El profesor de la aldea despidió a sus alumnos. Cerró las puertas de la pequeña estancia tras de sí y se encaminó con paso alegre hacia la cafetería de su hermano Suleimán. Charló un buen rato con su cuñada y también saludó a todos sus sobrinos. Cogió su tacita de té y fue a sentarse junto al corrillo de tertulianos que jugaban a las cartas. Todos en la aldea de Habu parecían haberse recuperado del susto. Por
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otro lado el día había amanecido medio nublado y la temperatura era agradable. Seguramente con la noche vendría la lluvia y llovería sobre el árido desierto, cosa que no pasaba todos los años. Aquella tarde las conversaciones eran alegres y animadas. Nada que ver con las aburridas charlas de un pueblo olvidado. El pequeño Faraón había regresado ileso de las profundidades del desierto, cosa que nadie terminaba de entender. Pero la realidad era tozuda. Alguien que bebía más que un camello agotado y que tras dormir veinte horas seguidas, se había levantado con la energía de un torbellino, dando saltos, gritando frases incoherentes y riéndose como un poseso, no podía estar muerto. Pero la cosa no se acababa ahí. El pequeño Ramsés, como ahora todos le llamaban, estaba más vivo que nunca. Ya no era ese niño solitario e introvertido, que recitaba de memoria los versos y textos escritos en las paredes y columnas de un templo de proporciones colosales. Para asombro de todos, ahora sus profundas dudas existenciales yacían enterradas en algún lugar perdido del desierto, donde ya nadie osaría ir a buscarlas. También se decía que al mediodía Abdel Khaliq se había reunido con diez niñas de la aldea en los harenes privados del Faraón Ramsés. Poco después las madres de las muchachas llegaron a todo correr, para evitar lo peor. Pero por extraño que pareciera, Abdel no estaba cantando las danzas eróticas que las concubinas del gran Faraón habían dejado escritas, ni tampoco admiraba, como en un trance, las hermosas figuras que bailaban desnudas. Nada que ver. En los harenes reales solo se escuchaba un suave murmullo, interrumpido de vez en cuando por alegres risas. Más tarde, la aldea de Habu había vuelto a sobresaltarse. El pequeño Faraón se había esfumado. Tampoco se sabía nada ni de las madres, ni de sus diez hijas. Aunque a la media hora, cuando todos ya hablaban del rapto de las mujeres, como de un hecho consumado, alguien comentó que se había visto por las aldeas cercanas al viejo camión de Suleimán cargado con mujeres que no paraban de reír y de proferir sonoros alaridos. El profesor de la escuela del olvidado pueblo de Habu dio el último sorbo a su café. Se levantó de su silla de forma ceremoniosa, mientras daba sonoras palmadas. — ¡Vale ya de tanto cotilleo! —Se colocó despacio las gafas y luego miró el reloj —. Ahora mismo mi hermano Suleimán está recorriendo la comarca con su viejo camión. Abdel Khaliq quiere hacer una gran fiesta hoy por la noche. Quiere invitar a toda la gente de la comarca. En fin, nuestro loquito ha tenido una brillante idea. — ¿Pero qué idea? —Gritó alguien por el fondo. — No se puede preparar una gran fiesta sin invitar a todo el mundo. Por eso mismo las mujeres se han ido con él. Se ve que tras volver del desierto quiere decirnos algo. — Pero parece que se lo quiere decir a todo el mundo. — dijo alguien por el otro lado. — ¡Ja, ja, ja! Eso parece. De todas formas es muy probable que por la noche se nos llene el pueblo de gente. Así que preparar vuestras ropas
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limpias y afinar vuestros instrumentos. Encended los fogones y preparad comida. Está noche todo Habu cantará y bailará al son de la música. De repente se escuchó una algarada de gritos y risas. Todos salieron en tropel. Tras quedarse solos en el bar, el profesor de la escuela y su cuñada se miraron con cierta complicidad. Sacó un cigarrillo de uno de los bolsillos de su túnica y lo encendió con sumo placer. — Ahora mismo vuelvo. Voy un momento al templo. Ya sabes. Ahí dentro la gente siempre tarda un poco más de lo normal en enterarse de las cosas.
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Las antorchas se encendieron al paso de la comitiva. Todos fueron subiendo por las dunas de arena acumuladas durante siglos por el viento y que en ese momento de la historia ya formaban una frontera natural que protegía los lugares sagrados. La multitud que abarrotaba el patio de columnas gigantes, los vieron deslizarse sin esfuerzo hacia las profundidades de la sala hipóstila. Abdel Khaliq bajó con su madre por las majestuosas escalinatas. Su mirada y su sonrisa brillaban como un sol. Se adelantó unos pasos e hizo una encopetada reverencia ante todos los presentes. Una muchedumbre de risas se extendió por la inmensidad del templo y más allá. — ¡Los dioses se ríen! ¡Los dioses se ríen y disfrutan de la alegría! Reíd, bailad, cantad. La vida se nos va en un abrir y cerrar de ojos. Los problemas vienen solos, pero a la alegría hay que salir a buscarla. Disfrutad y estar alegres. Amaros, quereos y reíros juntos. Ya no merece la pena vivir de otra manera. Tampoco tiene sentido luchar de otra forma. Buscad la alegría y el mundo cambiará a vuestro paso. Reíros y la gente buscará vuestra compañía. Que suenen los címbalos y se alcen las voces. Bailad hasta que os duelan los pies y reíros cuando tengáis oportunidad. No busquéis otras metas, ni dejéis otra herencia. Sed altruistas cual árboles y flores. Regalad vuestra esencia cual ríos y mares. A veces no será fácil. Que no os engañen con el canto de las sirenas. La paz no es la guerra. La guerra no es la paz. La libertad no se parece al control insidioso de todos nuestros actos. Tampoco la “primavera árabe” se parece a una primavera. No os dejéis engañar. ¡Danzad, reíd, gozad!
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Noticias remotas de un pueblo sin memoria Marco Antonio Hernández Valdés
La ventana se encontraba abierta y el tumulto de los rayos del sol mudo se colaba a mi habitación, deslizando en las cortinas su resplandor atómico que, escandalizado, me anunciaba las siete y media de la mañana. La luz me causó tanto repudio que debí odiarme al recordar que olvidé cerrar la ventana la noche pasada. Todo me parecía tan extraño como ese chillido metálico del tintinear del reloj, que me aturdía tanto. Con dificultad tragaba saliva y al atorarse en mi garganta, junto con el reloj, me anunciaba la tragedia que habría de culminar con mi vida minutos después.
Cuántas imágenes rodaron por mi cabeza sin encontrar su cauce. Olía bastante a cigarro. Debí fumar durante mucho tiempo mientras conciliaba el sueño. Rara vez fumaba en estos días. Tampoco recordé qué propició de pronto cambiar de parecer. Di una bocanada de aire tan profunda que me pareció que en ese momento se consumarían los tiempos. Deseé callar el molesto tintinear del reloj a golpes. Parecía que hoy el mundo se había puesto de acuerdo para hacerme la vida de cuadritos. Las horas parecían permanecer silenciosas sin dar su paso clave. Y de pronto sonó el teléfono. Ese esquelético sonido deprimente, tan repentino, me vino a recordar que era sábado. No tenía ganas de atender la llamada, quizás porque su melodía lovecraftiana preconizaba un escalofriante miedo en el ambiente; tanteaban mis nervios voraces. Tanta lucidez en mis reflexiones me cargaba de espasmo. Extraño recibir una llamada en sábado, y a esta hora; de alguna manera me anunciaban lo que a continuación se fraguaría en mi contra; alguna vez debieron haberlo oído: ese indigesto chirrido, el doloroso malestar que emprende su tintineante sabor metálico y se mete hasta los tímpanos, y acto seguido, alguien llama desesperadamente a la puerta. Mi rostro se ahondaba en la perplejidad de los símbolos anteriores que precedieron al toc toc toc ominoso al otro lado, en el corredor. Decidí que no debía abrir, pero más tarde cómo habría de lamentar el no haber actuado instantáneamente. Unos minutos podrían haber sido determinantes para salvar mi pellejo. A cambio me perdí en el sentimiento vago de querer pasar desapercibido, de no pertenecer ni un segundo más a este mundo incauto. Me encarné en el edredón para sentir sobre mi pecho el ambiente familiar ficticio, el que generaban mis muebles, mi habitación, mi ropa, y por un segundo olvidé por completo la puerta, el reloj y la incómoda situación de la ventana abierta. Me concentré en los siguientes pasos. Tenía una cita a las doce en punto en el centro, y no
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quería llegar tarde. Era un negocio que me permitiría partir lejos y abandonar esta vida de roedor malsano de una vez por todas, y decidí esperar a que desistieran en su afán de despertarme y abrir la puerta, pero sus llamados se intensificaron al grado de que me arrebataron totalmente de mis reflexiones y la celestial comunión con mi cama. Observé el reloj y grité: voy. ¿Cuántos pensamientos pueden atravesar la cabeza de un hombre que por la mañana decide levantarse y continuar con su vida interrumpida por una visita inesperada? ¿Cuánta oscuridad puede haber entre esta maraña de desequilibrios mentales y estos abismos que nos persuaden cuando hay peligro? Crucé el umbral que hay entre mi cama y la puerta, y lo juro y lo digo en serio, toda mi vida rodó por mi mente como una llanta quemada; desde el primer momento crucial hasta el momento menos significativo para mí. Escuché un cuchicheo, algo así como: baja la voz, escucha, ya viene. No alcanzo a escuchar bien lo que se dicen, pero la escena me parece tan cómica; cómica, pero intrigante. Me daba la impresión de que estaban aquí para darme una sorpresa, y que contaban con mi incrédulo asombro para concretarla. Observé nuevamente el reloj y era impresionante caer en la cuenta de que sólo habían pasado diez minutos. Diez insignificantes minutos para decidirme abrir la puerta. Mi sorpresa no fue mayor cuando al abrir, un cañón de un revólver apuntaba directo a mi cabeza. Retrocedí instantáneamente y no sé por qué no reaccioné de distinta manera; no sé, como en las películas policiacas en donde el héroe está capacitado para estas circunstancias, un héroe que de pronto hace uso de las artes marciales y toma ventaja de la debilidad de su oponente: lo toma del brazo, le quita la pistola, se toma unos segundos para mearla y después azotársela en la cara despreciativamente. En cambio, me eché para atrás y dejé que mi díscola imaginación se evaporara para volver a esta realidad paradigmática: mi oponente apuntaba con un revólver directamente a mi frente y por su mirada suspicaz, supuse que no jugaba.
Por mi mente desfiló la pregunta ingenua: ¿a quién, en pleno siglo XXI, se le ocurre matar a alguien con un revólver? Existen mucho mejores armas. Sin embargo, con un solo disparo mi cráneo volaría en mil pedazos y lo único que daría muestras verosímiles de cómo sucedieron las cosas serían mis sesos tapizando las paredes de ese líquido rojo que determina la vida. Fue cuando entonces, y costosamente, articulé la pregunta: — ¿En qué les puedo ayudar, muchachos? Se miran uno al otro y se sonríen maquiavélicamente y mi sonrisa se unifica en el momento unísono de la mañana en que el humor, la picardía y el terror se conciliaron para embelesar el instante embarazoso en el que me encontraba. Me inspiraban miedo, pero en el fondo me parecían tan cómicos que pensé en preguntar: qué les trae por aquí, no se hubieran tomado la molestia; pero uno de ellos, al salir al pasillo, me sacó de mis cavilaciones. Permaneció ahí mientras el que me apuntaba me entregaba un papel extraño que desdoblé con astucia. Lo leí deteni-
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damente. Aunque no viene al caso citar lo escrito, pues mi asombro no me permitía tales libertades, bastaba decir que estaba a punto de morir. La caligrafía era repulsiva y las faltas de ortografías resaltaban de tal manera que a mí, que tan sólo cursé la primaria y secundaria, me producían un maléfico horror. Inmediatamente me di cuenta que mi aniquilador era un completo ignoro; un lerdo de pacotilla jugando al asesino serial. Este recado me recordó las cartas de amor de la secundaria. Las posdatas servían para disculparse por las faltas de ortografía en el texto. Quise compartir mi observación para romper el hielo pero el asesino que tenía frente a mí era un profesional y difícilmente reiría antes de matar a alguien. Quizás reiría en silencio y a solas, pero no ante un pordiosero que está a punto de perder la vida por su arma. —No, pues ya sabes de qué se trata. ¿Dónde la tienes? Quise gritarle: de qué madres hablas, pero tragué más saliva mientras observaba de un lado a otro esperando el momento oportuno de que la campana me salvara. Rápidamente ideé un plan, primero le azotaría un golpe repentino en la mano al tiempo en que le asestaría otro en la boca de su estómago. Eso me daría el tiempo suficiente para poder lanzarme al armario y alcanzar el bate. Quizás habría disparos pero de esos nerviosos, que no alcanzan a atinar a algo. El del pasillo percibe la acción, pero le toma tiempo reaccionar. Alcanzo a cerrar la puerta. Tomo distancia y… todo parece tan sencillo cuando lo pienso... — ¿Dónde la tienes? No tenemos tu tiempo. Recalca al tiempo en que se abalanza decidido a tomarme del cuello, pero en ese intervalo, mientras articula sus órdenes de manera perentoria, le lanzo el mejor golpe de mi vida a su muñeca y logro zafarle la pistola de la mano. “Pinche pendejo” alcanzo a pensar en voz alta al tiempo en que le asesto un decisivo golpe en la boca del estómago. No logro creerlo, parece una película policiaca. Sorprendido por mi rapidez, el tipo de afuera se incorpora, pero sin reaccionar a tiempo. Cierro la puerta, le pongo seguro y la atranco. Tomo lo primero que está a la mano, un jarrón de porcelana, y se lo azotó a mi oponente en la cabeza. El tipo es bajito y un poco escuálido, por eso no me cuesta nada derribarlo. Lo que lo hacía ver intimidante era el revólver. Corro hacia la ventana mientras el tipo de afuera busca la manera de entrar. Me asomo a la ventana y echo un vistazo, las alturas me dan vértigo. El balcón del vecino no está tan lejos, me armo de valor, salgo y logró apoyarme de la escultura del soporte. El edificio consta de diez pisos y me encuentro en el cuarto, a punto de caer y morir a manos del pavimento. Afortunadamente la ventana del vecino de al lado está abierta y logro colarme. Se trata de una vecina, que despierta exaltada y me pregunta qué hago ahí. Le digo que baje la voz, “afuera hay unos matones haciendo su trabajo”, y no lo creo, pero se calla. Me acerco a la puerta y echo un vistazo por el picaporte. Logro verlos en el pasillo. Uno de ellos está sangrando de la frente. Me vuelvo hacia la mujer, que permanece en suspenso en la comodidad de su cama y haciendo señas la pongo al tanto. Permanece en silencio. Cuando vuelvo al picaporte no me bastan mis nervios para saltar del susto ante un disparo. El tipo
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abre la puerta, que me golpea fuertemente y caigo, graciosamente, al suelo. Desploma cuatro disparos a la mujer, que grita desvaneciendo sus únicos sollozos, e inmediatamente, y con una voz gruesa y encolerizada, me sentencia: —Eres una mierdita con suerte, pendejito. Y es lo último que alcanzo a escuchar. Las balas atraviesan mi cuerpo y la sangre y la sangre la sangre me hierve
y hay frío en este otro lado.
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N o v e la
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C AR LI T O S
(Extracto de la novela “Chango”) Daniel Santafé
Ruidos chirriantes de animalillos que van y vienen, explorando montones de basura. Noche negra en la calle sin luces. Voces y más voces, gritos de noche callada. Un dolor terrible. Mucha gente pasa, mucha gente habla. Pero él no está ahí. La gente sí, pero él no. Se siente contento de ser transparente. Se mueve como aire en medio de las movilidades, pero ese dolor de dentro, no debe ser agua, no puede ser aire, no puede ser nada. Frío mojado no quiero, agua del charco es mi cama. Golpes que no tienen cara, patadas y más patadas. Frío mojado prefiero, calles sin fin yo vuelo, agua del charco en mi cama. Luz de papaya que corre, granitos de arroz en el aire, olor a pollo frito tras la puerta cerrada. Perro que lame un bulto que sueña, granitos de arroz vuelan en la noche callada, un filete tierno y humeante le sirve de frazada. El bulto que sueña, su hambre canina engaña. Un mundo de flores quisiera, de mariposas encantadas, con pajarillos revoltosos y panecillos de mermelada. Destellos se acercan, giran y giran, vuelan y escapan, rojos y negros, fucsias y malvas. Abejitas de colores liban su miel adorada, ríos de azúcar se abren, aromas de néctar proclaman. Se enamora una ciudad sin alma, llora sin remedio a los hijos que olvidó y negó, en un país que solo aparece en el mapa. Pajarillos de colores, flores de azur y grana, tambores de gloria, música de las montañas. Alborear de un nuevo día, cantado por voces ancianas, zampoñas susurrantes, cluecas y morenadas. Melodías de flauta y laúdes, gargantas que viven y aman, nos cuentan historias en lo profundo arraigadas. Desde la noche de los tiempos, voces ancianas nos hablan desde una selva, en un desierto o desde un mar de cumbres eternas de nieves coronadas. Duerme un bulto sin nombre, vive, muere o subsiste. Unas manos temblorosas, tocan al niñito que descansa. Un corazón palpitante en su suave piel se derrama. Lágrimas bañan al niño. Ojos que siempre busca entre las gentes que pasan. Voz de mujer le acuna y le canta nanas. Se despereza el chiquillo, buscando acaso una voz que ya se escapa. — ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven, no te vayas! ¡Mamita!.
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El niño llora su ausencia, como si le faltase aire, como si le arrebataran el alma. Siente un dolor físico, grita, llora y patalea. Aún no sabe que ya está despierto y que su necesidad se esfumó al abrir los ojos. — ¡Mamita! ¡Mami! — ¡Cálate Carlitos! ¡Dormíte, no más! —grita Manu al ser despertado. — ¡Mamá! ¡Por favor mamá! ¡Ah!. —Carlitos ya se ha despertado. Se da cuenta de que todo sigue igual, que todo era un sueño. Sigue llorando de rabia, grita con todas sus fuerzas, quizás ella pueda oírlo, donde quiera que esté. — ¡Dormíte, ya pues! Te voy a dar guasca si no te dormís, Carlitos. —Manu salta de un brinco desde la litera de arriba. Abajo Carlitos sigue gritando sin consuelo posible. Roberto y Pablo también han saltado de la cama al oír los gritos de Carlitos, sentados junto a la cabecera de la cama intentan calmar al compañero. — ¡Escuchá Carlitos, ya me cansaste! —Manu le da una patada a la cama donde Carlitos sigue pataleando como si estuviera poseído. — ¡Mal criado que sos!—responde Pablo—. Carlitos está llamando a su mamá. — ¡Ah! ¡Mamá!. Madresita. ¡Ah! — ¡Quitá Roberto! —Manu empuja a Roberto. El chiquillo queda tendido en el suelo de la habitación, con los ojos abiertos como platos—. Te vas dormir de una pinche vez Carlitos. Con el jaleo, también Lucho se ha levantado. Agarra a Manu y lo lanza contra la pared. A pesar del golpe inesperado. Manu reacciona y se tira a por Lucho. Este se prepara para la acometida. Pero algo ve Manu en la mirada de fuego de Lucho, que le hace dudar en el último instante. Recibe un puñetazo que se escucha en todo el cuarto. Manu queda tirado en el suelo, viendo como Lucho se le acerca. Intenta levantarse, pero tropieza con Evo y vuelve a caer. — ¡Carlitos está llamando a su mamá! —grita Lucho fuera de sí. Manu se queda pálido, muerto de miedo a la espera de otro golpe, que al final no llega y empieza a llorar. Lucho vuelve a alzar el puño. — Aquí no se llora por lucha. ¿Entendió bien, Manu? Aquí se lucha como hombre, no más. — ¡Mamá! ¡Mamá! — No llorés Carlitos. Fue solo un sueño. —Pablo le hablaba despacio—. Un sueño, no más. — ¡Quiero que venga! Pablo quiero que venga, que venga mi mami. — No puede venir Carlitos. —Pablo aprieta los dientes y suspira. Tampoco él sabe nada de sus padres. A decir verdad, nunca conoció a nadie al que pudiese llamar padre, al que esperar al caer la tarde, con el que poder ir a comer fricase y chuñitos a los restaurantes de la avenida Cañoto o simplemente jugar al fútbol los domingos por la tarde en las
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praderas del Parque Urbano. Ya hacía tres años que no veía a su madre. Ella era delgadita y alta. La recordaba bien linda, con su melena azabache brillando al viento, con sus ojos inteligentes y despiertos, con la mirada triste. Siempre estuvieron juntos, andando por los polvorientos caminos de las cabañas del Piraí. Pedían caridad a los clientes que comían suculentos chanchos asados y majadito de pato, bajo la sombra de los tajibos o bajo los tejados de palma trenzada. Recuerda, mientras contempla la cara llorosa de Carlitos, bailando y cantando música chiquitana, que su madre le enseñó para ablandar los bolsillos de los comensales. Pero al fin y al cabo creció fuerte y sano, ya que en los restaurantes les solían dar alguna comida sobrante. — ¡Mamá! ¡Mamá! — Ya pasó Carlitos. Calmáte. —Pablo lo abraza, para ahogar su llanto. — ¡Me voy! ¡Me voy! —consigue decir Carlitos. — ¿A dónde se va vos? —pregunta Evo, con aire cansado. — ¡Me voy a Santa Cruz! ¡Mamá! — Yo también me voy con vos. Ahorita mismo que nos vamos. —Miguelito sonríe contento—. Si, Santa Cruz. — Pues ponéte algo de ropa, carajo. En calzoncillos no más, no llegarás muy lejos. —Los muchachos rieron por un momento con la ocurrencia de Miguelito. — ¡Mamá! ¡Mamita! — Escucháme Evo. Avisá a nuestros papas. A Carlitos le pasa algo. — Pero Pablo. Nos castigarán por ser jaleosos. Rosmari de Ventura se asustó al ver a Carlitos en ese estado de delirio. No podía soportar sentir el dolor de uno de esos changos llamando a gritos a su madre. Hacía ya un año que junto a su marido, trabajaban con los changos de la escuela Cónica. Aún con todo, nunca llegó a acostumbrarse a esas pesadillas intempestivas en la que los niños volvían a revivir todos los fantasmas de su atormentado pasado. ¿Qué podía hacer? ¿Qué les podía dar? Algunos niños como Edgar, Hipólito y Miguelito llevaban en la escuela poco más de medio año. Era una alegría ver como los chicos iban cambiando a días vista, parecía milagroso el efecto que tenía en ellos un poco de estabilidad. No tenían que buscar comida, vivían en casas confortables, estudiaban en la escuela y por último tenían una familia que velaba por ellos. Rosmari intuía que quizás algunos de los traumas de infancia, serían difícil de superar. Pero por otro lado, había observado como Edgar y Miguelito, que llegaron cual fieras que no respetaban a nada ni a nadie y que tampoco sabían discernir entre el bien y el mal, se estaban acostumbrando a convivir con los demás. Lo más esperanzador de todo era verles aprender a leer y escribir. Incluso ese instinto innato de robar todo lo que cayera en sus manos, de dejar temblando la nevera de la cocina y de no obedecer jamás, parecía que estaba cediendo a pasos agigantados. No obstante, el tema de Hipólito era bien distinto. El chiquillo nunca había vivido en las calles. Se había educado con una familia mucho más normal. Según sabían, su padre trabajó como mecánico en Cochabamba,
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de donde procedía la familia. Antes de aterrizar en la escuela Cónica, vivía en Santa Cruz con su abuela. Hipólito se había quedado huérfano dos años atrás. La señora debido a su edad y a su delicado estado de salud, no podía ocuparse del chiquillo. Por esas cosas del destino, pudo contactar con Amparo y exponerle su problema. En lo sucesivo Hipólito viviría en la escuela, pudiendo hacer frecuentes visitas a casa de su abuela, aprovechando que alguien bajara a la ciudad. Hipólito tenía modales, resultado de una educación familiar y afectiva. Al haber asistido siempre al colegio, sus conocimientos eran muy superiores a los de los demás compañeros, cosa que levantaba la envidia de todos. Por desgracia tenía que vivir en medio de una jauría de chicos duros y avezados, que sabían subsistir mejor que un soldado de las fuerzas especiales en territorio hostil. — Ahorita se me vuelven deprisinga cada uno a su cama. Escucharon. —Gabriel Ventura pasó lo que quedaba de noche durmiendo con los changos. La señora Rosmari tardó un buen rato en tranquilizar a Carlitos. Llegado un momento tampoco ella pudo reprimir unas lágrimas. Lágrimas que terminaron con el llanto del niño. Una vez calmados, Carlitos estuvo hablando hasta casi el amanecer. Rosmari contemplaba con asombro, a la luz de una vela, como Carlitos soltaba, como en sucesivas oleadas, todo lo que llevaba dentro. Primero entre gemidos entrecortados, luego de forma más diáfana y clara, hasta pasar súbitamente a contar historias inverosímiles o soltar chascarrillos y chistes. Nada enorgullecía más al muchacho que sentirse el centro de atención, era entonces cuando sacaba pecho, ensayaba muecas y jugaba con la voz. Sabía crear expectación, provocar intriga y hacer reír a la audiencia. La señora Rosmari de Ventura no cabía de su asombro, ante sí tenía a un verdadero showman de diez años de edad. Sabía hacer reír a la gente y también dar lástima, además de soltar frases lisonjeras. Este chiquillo vivaracho también era un perito en el arte de vaciar bolsillos, quitar bolsos y requisar comida de los puestos del mercado haciéndose pasar por el hijo de algún cliente. Una noche fue suficiente para comprender algo que siempre le rondó por la cabeza desde el primer día que llegó a la escuela con su marido. No entendía como habían podido sobrevivir. A ella le gustaba escuchar a esos muchachos y sabía de muchas de sus andanzas y aventuras, que contaban con valentía y orgullo, como si por todo ello les hubieran dado una medalla al valor. Como si no quisieran que nadie se compadeciese de ellos. Resultaba increíble no verlos quejarse por el destino que les había tocado vivir, por los malos tratos que en muchos casos habían sufrido, por la carencia de todo, por el hambre atroz que marca los tiempos y la ley. Nunca estaban tristes, ni abatidos. Todo lo contrario, transmitían energía y buen rollo a todo el mundo. Rosmari sabía que dentro de esos chiquillos que se bañaban en el río Piraí con gran bullicio, que jugaban a bolilla o a chocar chapitas de botella, que fabricaban cochecitos de madera, que recolectaban chirimoyas silvestres y desvalijaban nidos de pájaros, latía el corazón de un pequeño soldado, con la misma pasión que tenían los pueblos bár-
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baros por la guerra. Aquella noche de pesadilla, Carlitos le había mostrado sus armas, se había levantado el yelmo y despojado de su coraza. Habían hablado como amigos y compartido confidencias. Carlitos le había hecho entrega de una llave que abría la puerta de todas sus preguntas. Recibió aquel regalo con la humildad del que no se cree digno, como el que haya un secreto escondido que hubiese dormido la noche de los tiempos bajo una espesa capa de polvo, con el cuidado con que se toca una esmeralda colombiana, gotita de aceite de brillos alucinantes. A aquellos pequeños gladiadores solo les temblaba el pulso y les abandonaban las fuerzas, cuando pensaban en sus madres. Cuando el espectro de esas mujeres que les habían dado la luz diáfana y cristalina de la vida, aparecían en sus sueños, filtrándose en sus subconscientes, tras tocar aquí y allá, con la precisión de un cirujano, alguna que otra fibra sensible. Gabriel Ventura entró con sigilo en el cuarto. Todo era silencio. En un rincón, sobre una improvisada colchoneta, ratoneaba en paz un chango chiquito. La luz del amanecer tenía la virtud de conferir contornos indefinidos a todo lo que tocaba. Rosmari parecía estar como ausente, con la mirada al otro lado del cristal, perdida por esas selvas fantasmagóricas, que empezaban a surgir tras la niebla, acariciada por esa plácida luz. Gabriel observó a su mujer envuelta en una especie de áurea anaranjada que parecía surgir de su cuerpo. Ella callaba, hubiese pagado por que nada rompiese ese hechizo ni quebrado ese íntimo silencio. — ¿Cómo está Carlitos? —dijo finalmente, sabiendo que la vida debía de continuar. — Bueno. — Parece un santo. No crees. — Y lo es. —Esto lo dijo convencida. Se giró hacia su marido con nostalgia sabiendo que ese precioso momento de vida interior, desaparecía en la lejanía de su imaginación, como la silueta de un cóndor que se aleja—. Carlitos me ha dado un regalo que no me esperaba. — ¿De dónde lo habrá sacado? — No es eso. Me ha contado hartas historias. Qué lindo ha sido. — No te fíes Rosmari. Estos changos son expertos engatusando a la gente. — No hables así. No sabes lo que guarda el niño dentro de sí —calló por un momento, contempló al crío que dormía hecho un ovillo. Su respiración era ligera y acompasada—. Es un amor. — ¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué pasó? Hablas como filósofo. — Tengo como un fuego por dentro. Pero estoy tranquilinga no más. Parece como si hubiese bebido una botella de jarabe de amor. —La mirada de Rosmari volvió a perderse por esas verdes laderas, levitando sin esfuerzo sobre los campos de maíz del otro lado del río, como si sus pies rozaran las altas cañas con penachos amarillos que producían a su paso un suave cosquilleo. — ¿Ahora te estás riendo sola? —Gabriel miró a Carlitos con recelo. No entendía nada. Rosmari estaba extraña e invadida por una lánguida feli-
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cidad. — Sentáte no más, Gabriel. Quiero darte una sorpresa. —Su mirada era como la de una colegiala que hubiese visto al chico que le gustaba. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Cerró los ojos en acompasado movimiento mientras su mejilla a la que había subido un encarnado rubor, se deslizaba por su hombro. — Me estás asustando. A qué juegas. — Carlitos no sabe nada —volvió a mirar al niño y se rio—. Agarráte a donde puedas Gabriel. —Abrió los ojos como de susto, sus cejas hicieron un movimiento exagerado que terminó en una mirada picarona—. Quiero tener un hijo. Me ha venido como así. Quiero tener un hijo.
(Descarga y compra de la novela “Chango”) 1https://www.amazon.es/Chango-Daniel-Santaf%C3%A9-Moyaebook/dp/B01IFYIE1Y 2Dispositivo de lectura gratuito. www.amazon.es/gp/digital/fiona/kcp-landing-page
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Poesía Tierra Nayade y su canto mañanero sentirme en ti. ánima, animal, el andrajoso ciudad Resumen de mí mismo Ángel dormido Acto aeronave Ey Berlin, du bist so wunderbar Recorrer Idílico Y cuando llegue a cero ... Lorraine A Lorca Viceversa Microcuentos Avenencia Cuadro: Árbol Cuento de horror El legado Fotografía Stefany Serrano Fidel Gómez Sánchez Relato Jugando en el templo Noticias remotas de un pueblo sin memoria Novela Carlitos
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