a l te r | n a ti v o F a n zi n e
F a n zi n e
a l te r | n a ti v o
" Fanzine alter|nativo"
PUBLICACIÓNINDEPENDIENTE año cero | 002 | septiembre 2017 |Deutschland
2 . o N o v i t a a l te r | n
F a n zi n e
ández V. Edición: n r e H io t on os : Marco An y selección de text n Correcció ando b r t a da : Andrea O ortada y contrapo erón ep ald Imagen d i y Adalberto Cuba C an St e f f Se r r Difusión: illa d Yaosca Pa chez Castillo án Er ne s t o S
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Colaboradores: Raúl Páramo Zashchary Zequera Marco Antonio Hernández Efraín Retana Yaosca Camilo Moreno Adalberto Cuba Calderón Steffany Serrano Fidel Sánchez Ernesto Castillo Van Viemer Mei Morán Fidel Vargas Vargas Raquel Montaner Maya Rodríguez Daniel Santafé
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Introducción Raul Páramo
“Por inverosímil que parezca, las personas tardan solo un par de días en encontrar gente afín. Seguramente no se trata de un acto consciente, sino de un cúmulo de sensaciones, gustos y maneras de hablar.” (Extraído de “El Equilibrista” de D.Santafé) Tienes entre manos el segundo número del Fanzine “ALTER-NATIVO” la revista literaria escrita y editada íntegramente por personas hispanohablantes residentes en Alemania. La migración, la búsqueda, lanostalgia y los recuerdos que nos invaden en el otoño alemán se palpan en los textos ylas fotografías. El camino vital recorrido hasta llegar aquí dejando atrás personas queridasasí como la sensación de añoranza pornuestras raíces están muy presentes, pero precisamente la firmeza en el amor por lo “nativo” permite al lector descubrir la nueva pasión de los y las autoras por lo alter-nativo:lo nuevo, lo cercano, lo diferente, la ciudad, el barrio en que vivimos y sus vecinos, las estaciones del año y sus cambios, los detalles y guiños que hacen cada díaemocionante y placentero. Este número es más que una suma de textos e imágenes, es un continuo de referencias al recuerdo y al hoy, al amor por lo propio y lo otro, por el ego y el alter, por loviejo y lo nuevo. Tienes en tus manos una muestra de quenuestras raíces se expanden más allá de lugares y personas, y se afianzan allí donde estamos y con quienes nos sentimos nativos.
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te nombro Marco Antonio Hernández Valdés
1 } te nombro con los labios cuarteados y exhumando la vida de mis bronquios cansados de la exuberancia de mi ser: alma anacrónica desangra su rabia porque te nombro a gritos sofocados y te escribo mensajes que devoran murciélagos y buitres carroñeros, despóticos: una membresía de la sequedad de lacónicos labios 2 te nombro a prisa y rasgando mis cabellos y te nombro a miedos y con el alba inconclusa te nombro en ese hueco de palabras atormentadas por los detonadores de exorcismos y por los látigos de sus señorías 3 y te nombro con las vísceras llagadas en las manos y te nombro con la angustia que supone suponer porque te nombro casi a forcejeos y a golpes y a gritos y a encabezados de las notas rojas y te llamo y te nombro y te bautizo por la gloria de nuestro señor de ataúd y te nombro a llagas pero tu nombre se desliza en mis puntos fatuos adormeciendo la náutica mirada ceñida al opio petrificado te nombro pero tu nombre no recobra el aliento porque aunque te nombre con cadenas y uñas postizas los lamentos se arrastran como epidemia
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devorando ruidos dolorosos y te nombro y te nombro te nombro y nombro te y nombro te nombro te nombro te nombro te nombro a tajos en partes menudencias hhhhhh {nombro nnnnnn {hombro tajos fosas
fosas
fosas
hhhh {
te n ombro tebromno
4 y te nombro en pedazos y te nombro en cuencas de sol y te nombro en notas de viento y te nombro con anzuelos de madera toco este rincón de cereza sabores derretidos durante la larga espesura de los rayos ultravioleta : te nombro sangre y dislexia visceral ordeñada de bacterias cínicas terremotos y sueños adolecentes como rima final : te nombro pero a tu nombre se le va la voz y fornica con los desechos tóxicos del pavimento pero tu voz fue dueña una vez de una flor tuvo un lamento que duró la lactancia de los centros ceremoniales tu nombre tuvo un amor un amor efímero
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manoseado
y te
y pobre pero tu voz tuvo un nombre una secuencia un rito un rito que la vida escribiรณ en un centro ceremonial
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Epitafio a un alma solitaria Marco Antonio Hernández Valdés a la memoria de mi padre, don Jesús Hernández Velasco: músico, juglar y bohemio, porque siempre tuvo una historia que contarme.
1 Contemplo las vigilias del mar. Las edificaciones que se hicieron durante el vuelo de los pájaros. La crueldad los descompuso, ¿Cómo lo hizo? No lo sé. Las ciudades ríen a carcajadas mientras miro el cuadro de un gato. No encuentro el sentido. Puente, si te das cuenta, las almas están intranquilas, ya no hablan de su pasado. Tienen cubre bocas. 2 No me canso de volar los senderos de lenguas. Lo único que me agota es ver el norte soplando derecha a izquierda mientras su sordera me invade en los pantanos. No está del todo mal saber que si te duermes en el espejo te transformarás cada vez que machuques al viento. (En un momento salgo, estoy concentrado... ligereza. Las lagartijas te contarán lo que he visto). 3 ¿Aún tengo algo que decirte? Sólo que no me dejes vivir en los cactus. Mirada. Parpadeo de miedo. Camisa-soledad. Ya es hora. Flecha al temor. Mírame, ¡mira cómo quedo! El tiempo y la humedad se están extinguiendo.
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Cada vez que sacudo mis ojos una muchacha se abraza a su insomnio. Se aleja y se sienta en la constelación de autos. Sostiene su puerta en la señal de su cuerpo ¿volverá? Mi dominio se descompone en la luz. Mi mutación se complica en las paredes de dibujos infantiles. Permite que me ría de ti pero al manicomio lo pintan así. Su plumaje la contiene de reírse. Cascada de dolor. Es mi galaxia. La sensación de la esfera me platica, la percepción del viento me platica, escucho con atención,
mi percepción se comprime: ll u e v e b r i s a el panal de la amapola desborda al muelle. Las alcantarillas huelen a humo. Llevo días caminando y la barba me crece. Pongo atención a las anécdotas que cuentan los vagabundos, pongo atención cuando el sol se retira a su otra tarjea del tiempo y permanezco inquieto ante la bruma que se desata en la avenida. Se le acaba el color a las capas de la nada. Se le acaba el color a los templos. Se alejaba mi encarnación y corrí para alcanzarla, adiós sonrisa de mi alegría, y gracias por hacerme sentir muy bien; Tomé asiento y pensé en el jardín del tiempo. Nunca creí hallarlo, estaba sentado junto a mí
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como copa. Las paredes se van del lugar, mas permanezco inquieto fuera de los sueños. Dicen los sabios que las tijeras se perdieron junto con los anteojos. Marco una señal con mi mano desnuda en el silencio mientras la divagación nocturna se va recortando en los tajos de la nada, vacíos que va dejando la gente en los bordes de la realidad y aprovecho el instante y pregunto al mundo cibernético quién visita mis delirios. No sabe qué responder 4 oscura quietud nos dejó esta ráfaga de sensaciones extirpadas, el río se interpone entre la marea y la espuma y cada vez que eso pasa tiemblo. El cerillo quema al foco del mar. No quiero perderme en el desierto de tus manos porque los sueños no terminan en el puente. Líneas de luces nocturnas ventana descubierta ¿por qué no puedo atravesar la puerta? ¿será que mi vida se nubló? Basta de reír sólo cuando me da la gana tu lámpara alumbra los suelos muertos se apaga hice varias visitas a los ancianos: en los asilos pondremos revistas pornográficas y televisores que programen películas de asesinatos y los locos querrán venir a vivir en los asilos para defenderse de la vejez. Pero nada notarán en los ojos de la risa, aquella nostalgia ya no tiene sentido en las calles abandonadas pues el silencio en el espacio se da cuenta de todo. 5 Pared, déjame dentro para que las banquetas no me intoxiquen. No quiero que los gusanos se coman mi piel. 6 Me he dormido tanto que ya no sé dónde están mis pies.
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Aquí habita un bosquejo que el casero olvidó esparcir en la luz de las cisternas. Y es que este silencio no ha sido derramado en todas las calles que espinan para poder gritar. Puedo caer aunque nunca me perdí. Pude contarle mis secretos al sendero: cuando llegues a la mitad del puente te encontrarás con el espejo. Por favor no le cuentes del miedo porque las alas no te cuidarán, no le cuentes de lo falso de tu soledad. Y me preguntas por qué hablo con las cosas —No lo sé.
Del libro "Dormido en mi sensación"
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Senderos para ir a casa Efraín Retana
Años han pasado ... desde que dejamos nuestras manos tendidas al sepia y sutil aroma del recuerdo. Dejamos crecer entonces, raída cual mis ropas, la dulce melancolia. ! Oh compañera sin nombre¡ ! Oh exquisita tierra sin bandera ¡ Y la abrazamos como se abraza a un hijo y nos tendimos luego al sol, a mirar el horizonte. sin mas deber que ser nosotros, ya sin mas angustias . Sabiendo nada mas, que al llegarnos la hora de la muerte. Nos abriremos frutales como un buen acorde, expandidos hacia todas las distancias, explotando fractales sobre todas las cosas de la tierra, como la brisa carmesi que danza suavemente en el ocaso o el inmenzo y constante vuelo del albatro. Sendero de tortugas para volver a casa. Silencio milenario en las entrañas de la selva. Arrollo cantante, caminar de las taltuzas. Renaciendo en la humedad de la semilla. En la niña que nos nuestra una sonrisa. Enl el ser pequeño, que se hace por primera vez como todos... su buen camino en esta tierra. La bruja de orosi Efraín Retana
hay un pequeño valle escondido entre la bruma como un rio en las fauses de las altas cordilleras. un soplo de agua fria vibrando entre sus cumbres, y el eco del quetzal como un siglo de leyendas. allá vive ella, la bruja... piedras y sal son sus hermanas, lluvia y soledad sus compañeras. y el valle es un nido que entre sus manos se transforma en espiral, en semilla y en aldea.
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Agur.. Yaosca Padilla
En medio del follaje colorido acá en éstafertil selva tupida falta luz y sabor a savia dulce La noche se hace fría, se hace larga… vos en tu amarillés infructífera buscasel verde que fue y ya no será. El viento casi te arranca de mi ser y no sé como gritar en silencio. El halcón blanco surca mi cielo gris y no sé como llorar sin mojarte. Hoy te dejo caer roja y marchita sabiendo que mañana serás verde en otro árbol que no será el mio. ¡Agur hoja de otoño!
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Managua Yaosca Padilla
El niño dormido con su padre joven, el sudor bajando por su frente tierna, sus ropas que gritan sol y lavandero. El señor que platica sin saber quien soy, el camino ameno con su compañía, el que está de pié detrás de la ventana vendiendo agua helada casi como un canto. La matrona viejita, cansada y digna, llena de cansancio, llena de trabajo cargando su saco de verduras frescas que cargan su camino en el día a día. Managua, vos sós disonancia armoniosa... Me dolés por el mercado y el plástico, por la fatiga en esos rostros cansados, por la niña madre a la que cedo lugar, por tu contradicción y choques brutales entre caos, sudor y absurdo consumo. y te quiero por la sencillez de tu ropa, por ese tu amor asequible y natural que sabés dar en tiempos tristes y alegres, por tu forma tranquila frente a la vida y mi ligereza cuando estamos juntas. Managua, 14 de agosto del 2017
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Solo, soliloquio a Freiburg Camilo Moreno
Así poco a poco, centímetro a centímetro me fuiste envolviendo con tus dedos. Tu entrañable gente, con la música que te envuelve en esas noches bohemias y tan apresuradas, en esas noches a veces tan afortunadas y a veces tan traumáticas Para ti el verso no satisface la métrica, lo tuyo es la prosa. Las pasiones son así. Y tú las generas todas. Para ti es la palabra directa, sin bolutas, sin arabescos, así directa y franca. como lo has sido conmigo. Y sin embargo, con la poesía goza de lo más alto del verbo
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Tragedia de la Bella Camilo Moreno
"Nunca aprendió a reinar, y cuando quiso, fue tirana; nunca aprendió a amar: lo intentó de madrugada. Solamente aprendió sus propias razones; jamás la bella platicó, con otros corazones. Y hoy, monstrua solitaria, reniega su propio destino; impaciente mira desde allá, su árido y mustio camino. Desde arriba, desde sí. La apocada, en su mazmorra, nomás la figura de ángel, ella misma: lúgubre cárcel. Ya no puede serlo todo. Hoy, ni grata, ni doncella, la bella es un absurdo: jamás quiso ser bella."
Memories Camilo Moreno
Volvió el reloj y a tientas he intentado encontrar entre sus minutos aquėl en el que tú y yo un día nos encontramos, para deshojar de entre sus segundos, sólo aquel en que me hube enamorado. Volvió la luz, volverá el atardecer. Volvió el dolor, no volverá quizás nuestro amor. Solamente vuelve y vuelve nuestro reloj.
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MUNYO Adalberto Cuba Calderón
Decidí cruzar las antiguas aguas, para estar entre tu piel y respirar en tus poros, solo fui yo, pero no fue suficiente. Fuimos un momentos de tu crecimiento, no lo sé Estuve ahí entre tus pechos y tus piernas en la mitad en el equilibrio... perdido, confundido, feliz Cuenta que no fue el principio ni el fin, solo el equilibrio (MUNYO), equidistante de todo, en el punto exacto.
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Hojas colores Yaosca Padilla
Yaosca Padilla
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Ernesto Castillo
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Ernesto Castillo
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Balam Van Wiemer
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Origen Mei Morán Recordó rauda la avenida, el chaflán chato donde jugaba a la comba, los jardines del primer beso, la acacia, herida de navaja por un corazón partido. Reconoció al instante el edificio, la portería, la escalera de caracol destartalada, el rellano, la mirilla, las muescas de inquina en la puerta maciza, el timbre descascarillado. Sonó, abrieron, dieron un respingo, recularon, arquearon las cejas, cerraron. Y ella, como un pasmarote, a la espera de una palabra redentora, aunque fuera pasada de fecha. Transcurrió una eternidad en dos minutos. Con aquel anhelo antiguo en el bolsillo, quebrado en añicos, dio después media vuelta
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La pregunta Fidel Vargas Vargas Estuvieron hablando toda la tarde. Les tomaba tiempo pasar de los temas triviales a temas más personales o simplemente más interesantes. Pero ya lo sabían, ya estaban acostumbradas a eso, a ese ritual incómodo de falta de ideas y de espontaneidad. La vieja tenía pena de preguntar, no sabía cómo hacerlo, porque ahora su nieta era en parte una extraña que lograba intimidarla con su perspicacia y con su belleza. Encontraba poco de ella en su forma de ser y a veces no entendía como seguía soltera, era un excelente partido, a pesar de tener ya más de treinta. Esa tarde de domingo, como tantas otras, aunque cada vez menos, Gertrudis había ido a visitarla. Era la última de sus descendientes que quedaba con vida. Su madre, que tampoco tuvo hermanos, había muerto cuando ella era muy joven y ella tuvo que terminar de criar a la niña cuando estaba en proceso de convertirse en mujer. Desde hacía unos años quería saber si su nieta planeaba tener hijos, le gustaba pensar en la idea de ver su sangre correr en los cuerpos de nuevas criaturas, sus bisnietos. Pero no se atrevía a preguntarle. Gertrudis a su vez tenía una relación sería desde hacía ya varios años y eso no le gustaba a la abuela. Al final de la tarde y sin impermeables, bajaron los escalones del cuarto piso, uno por uno y con la paciencia que solo la edad otorga. A pesar de saber que el camino de regreso iba a ser el doble de largo y solitario, la vieja quiso despedir a su nieta desde la acera. Afuera garuaba, en las escaleras el silencio era seco, pero en la cabeza de la anciana diluviaban signos de interrogación. En la esquina, la estaba esperando en el Mercedes Benz negro la novia de su nieta. Esta se bajó del auto y le dio un fugaz beso en la mejilla a la vieja. Luego de un gran abrazo a su nieta y un beso en la frente, quedó de nuevo sola. Permaneció sobre la acera un par de minutos, pensando no tanto en el camino cuesta arriba de regreso sino en cómo le haría la pregunta a su nieta la próxima vez que la viera. (Friburgo, Alemania, 24 de julio 2017)
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Sala de espera Fidel Vargas Vargas El Futuro, machacado y desfigurado por estar tanto tiempo en la sala de espera, se sentía más incierto que nunca. A como iban las cosas su turno nunca llegaría. La inútil espera. Volvía a ver envidioso al Pasado que ya lo había logrado y sonriente, salía de la sala, o al Presente que emocionado se encontraba en ese proceso. Sin embargo él, él siempre tendría que esperar. A veces las cosas se apresuraban y se sentía inmediato, luego se hacía una pausa de reflexión en el camino y todo se tornaba lejano. Pero normalmente el estado era un punto intermedio, gris. (Friburgo, Alemania, 3 de agosto del 2017)
Sumergido Fidel Vargas Vargas Cómplice, se deja sumergir en la verdosa masa acuática. Siempre se ha dicho que es dulce pero a él le sabe muy salada. Deja el baúl sin el tesoro en la superficie y baja sujetado a la corroída cadena de un barco fantasma; es una nave de piratas que esperan a que la ciudad se enriquezca para poder asaltarla. Baja despacio; tres, cuatro, cinco metros y es rodeado por peces bandera, casi todos están allí. Dos metros más abajo está el cementerio, blanco, es lo que ha quedado del arrecife luego de que la isla se convirtiera en paradero turístico. Aun así, se siente propio en el extraño mundo líquido y se pasea por él con la cotidianeidad con la que los seres de tierra firme se pasean por la avenida central. Una vez abajo, un gigantesco pie pisa su espalda, lo presiona y lo mantiene en el fondo. Sus dos pulmones de aluminio llenos de nitrógeno y oxígeno le permiten ser parte de esta matriz por largo tiempo, en caso de que falle alguno de los depósitos, sus agallas le permitirán regresar a la superficie sin mayores problemas. Pero los tanques nunca le han fallado, así que perdido en el éxtasis, disfruta del fondo envuelto en cedas multicolores. Las sombras de una manada de ballenas púrpuras lo sacan del ensueño en que se encuentra, desde abajo ve solo sus siluetas de curvas perfectas a contra luz, van a galope, “¿a dónde irán ahora sin mí?”, se pregunta. Abajo no es él, sumergido es lo que su memoria le dice que es, porque todavía recuerda cuando salió de ahí reptando, recuerda la sensación de asfixia en la superficie a la que se tuvo que acostumbrar, aunque tan solo en unos millones de años pudo volver a respirar bien. La reina de las tortugas marinas pasa volando junto a él y le guiña un ojo. Es por ella que está allí esa mañana, lo había olvidado. La sigue hasta su refugio entre las rocas de más abajo, allí no entra la luz. (Friburgo, Alemania, 21 de setiembre del 2017)
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La p a r te d e l o s a r ti s ta s
Tango Raquel Montaner
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Carnaval Raquel Montaner
Raquel Montaner
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Coyotes Maya Lima
I
Los salvajes no somos domesticables, pero sentimos urgencia por reunirnos con los de nuestra especie. Los nocturnos, aquellos que clavan el ojo en la próxima presa. Los que a veces lloriqueamos echados debajo de un puente. Queremos encontrarnos en otros ojos migratorios, ojos licántropos, ojos antropófagos, ojos humeantes de deseo. Es el hambre la que nos impulsa. La que nos permite derribar distancias. Así un día nuestras patas se unen, nuestras colas se entrelazan. Nos olisquemos y tumbamos panza arriba.Reunirnos es luminosidad, refulgencia.Tu voz es canto que inunda cada rincón de mi llanura.Esla señal de tu presencia. Juntos somos la última manada de noche, bosque silencioso y el grito que hace de ofrenda para la luna. Nuestra cama madriguera es el infierno. Lugar sagradosobre el cual mis caderas son pradera abierta, y mis muslos bestial, inhumanamente devorados por tu indómito gusto de clavar el colmillo. Es dominación, fuerza. (Se me crispa el pelaje de sólo recordarnos). Somos coyotes. Coyote que se alimenta de coyota. Coyota dulce como pan del desierto.Que a rato gruñe, a rato ladra. Soy la perra hambre, el territorio,la cueva que se habita para despertarmordidos,lengüeteados, rabo con rabo.Amanecidoscon mirada apacible, sencilla, mansa. II Salimos amanecidos del hotel oliendo a rosas, a venusinos hambrientos que en el mercado de Cuauhtémoc vuelven a su forma humana después de un almuerzo picosito. Nos encaminamos para cada quien regresar a la soledad de sus rincones, al madrazo de silencio que es una cama sin compañía. Antes de la despedida busco una señal en la infinitud de tus ojos mientras atravesamos los puestosambulantes de Balderas.Hablas y hablas y yo brinco a tu lado como perrito contento en espera del último mimo de su amo y señor. Te detienes, me miras y dices zafio, serio,con un toque de melancolía, con el asomo de una sonrisa que causa de menos ternura: ¿soy re güey pal amor, verdad? Y es cuando puedo besarte traviesa, coqueta, niñamente. Nos sentamos sobre la fuente de piedra detrás de la biblioteca.Hay gente que entra y sale del metro, puestos de comida, el clásico escándalo, la bamboleante,
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la enardecida calle que en ese momento hace de paraíso de las primigeniasbestias descubridoras del rose,del deseo, del hambre por el fruto guardado bajo la ropa… Fumamos, nos disponemos a tomar cada quien su camino con un hueco palpitante en nuestros sexos, planeando un próximo encuentro aullante, híbrido, chamánico, dónde ser irracionales amantes morfos.
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El Equilibrista Daniel Santafé
¡Qué pesadilla! A veces los días son siempre iguales y los meses parecen tener el mismo nombre. Luego amanece un buen día y las soluciones caen del cielo como pétalos de rosa. No hay quien lo entienda, pero es así. Con apenas veinte años de edad, trabajar y viajar por Europa era como ganar la lotería sin haber jugado. La información cayó al principio en pocas manos, pero a la semana ya había dos autobuses llenos con lo mejor de cada casa. Vamos que se apuntó hasta el tonto del pueblo. Cuanto emprendedor paseando despreocupadamente por la ciudad de los canales, el Barrio Rojo y los Cofee shops, con dinerito en los bolsillos y gente agradable. Para que complicarse la vida. El trabajo hubiera resultado incluso sencillo para un chimpancé amaestrado. Está muy claro que los simios no saben lo que es pagar dos plusvalías por un único trabajo, pero los jovenzuelos que abarrotaban ese autobús que se dirigía al norte, tampoco. ¿Dónde estaba el problema? Y ese día llegó. Vaya que si llegó. ¡Qué ambientazo! ¡Cuánta chati y cuanto chato! ¡Cuánta hormona y cuanto emprendedor! Parecía que se fueran de fiesta. ¡Qué manera de llegar gente! Barraca y chocolate, bachata, Benidorm. Dos paradas más tarde ya andaban por La France. Caía la tarde sobre esa gasolinera que molaba más que las del otro lado de los pirineos. La Europa de las puertas abiertas, billetes de euros con puentes y más puentes. ¡Qué manera de viajar! Fanta de Barcelona, bocatas de mortadela francesa, café en Luxemburg. ¡Si señor! Cuantas cosas nuevas. Lo más bonito de viajar junto a tanto desconocido es que la gente se parte el pecho por hacerse notar y dejarse ver. Eso parecía un anuncio publicitario con ruedas. Chistes, patatas fritas, mitradas, música, opiniones variadas, colorido y espontaneidad. Alguno ya había roto el hielo a los cinco minutos de salir. Se trata solamente de un don como otro cualquiera, pero al fin y al cabo muy necesario, ya que eso de conversar es una cosa muy contagiosa. Es verdad, cuando se lleva veinte horas tragando kilómetros como un bendito y todavía faltan cuatro horas y cuarto para llegar a Bélgica, la mejor opción es colocarse con sigilo entre un gracioso y otro que sabe lo quiere. Aunque no se duerma ni un minuto. Qué más da. La cosa es abrir hueco y hacer piña, apretar para adentro y sonreír hacia afuera. Así son las cosas desde que el mundo es mundo. Sin duda alguna, lo mejor de tener a un gracioso en el asiento de atrás, es la capacidad que tienen de atraer a otros graciosos. Es como lo de la teoría de los vasos comunicantes que nos enseñaban en el cole. Todo fluye mientras la gente se amontona buscando ese calor humano. Además las chicas aparecen siempre que las costumbres se relajan. Eso de estar en el meollo es como una necesidad intrínseca. Que se le va a hacer. Con lo bien que sienta estar en el medio, en ese punto equidistante, donde todo queda a pedir de boca sin apenas moverse. Pasada media hora, en ese crítico momento en el que al gracioso se le acaba la cuerda, la mujer española ya empieza a torear por los medios y cuando uno anda por los medios ¡amigos míos!, se puede decir que si o que no. Por la mañana, dolían los huesos como una cosa mala. La mitad tenían tortícolis y andaban de lado por el pasillo atrás y adelante, buscando almas despiertas y cuerpos dormidos con la geta pegada al cristal. Siete de la mañana y cuarta parada. La peña con esa típica cara que tienen los pollos del supermercado antes de ser devorados. Los párpados pegados, las bocas abiertas y los cuerpos descoyuntados —. 15 minutos de parada. — dijo el segundo chofer antes de colgar.
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¡Por dios que carreras! Claro, siempre es mejor mear en Bélgica que esperarse a llegar al mar del norte, más que nada por eso de la ansiedad y los ataques de pánico. Con los pelos ya de otra manera y la vejiga en el sitio donde dios la puso en su día, la gente siguió paseando en círculos junto al autobús, a la vez que se fumaban hasta las uñas. Eso sí que era frío y no lo que hacía en Carcaixent. Una espesa modorra se fue apoderando de todos ellos. En un autobús no se duerme por sueño, si no por agotamiento. Pero bueno, no a todos les pasaba lo mismo. Junto a la ventanilla de emergencia tres chicas estaban empezando a intimar. Cualquiera hubiera aseverado que acababan de salir de casa con la cara lavada y recién peinás. Ropa limpia, perfume, maquillaje y cambio de look. ¡Qué me lo expliquen! A las siete y media de la mañana habían retomado la conversación en el punto en el que la dejaron la noche anterior y un rato más tarde desayunaban chocolate Toblerone con cruasanes. Sin embargo a los del fondo sur les pasaba casi que lo mismo pero al revés. Es decir que también tenían costumbres inamovibles. Tras evacuar a toda prisa se les había olvidado lavarse. Bueno, el agua para las ranas. A esa hora intempestiva continuaban con las cervezas y los bocatas de salami del día anterior. ¡Cómo se lo pasaban! Empezó a hacerse de noche después de comer. Poco antes de llegar al anhelado destino, el representante de la empresa de trabajo temporal española, pasó por las filas de asientos con una lista para ir acomodando a los trabajadores en las habitaciones. Así las cosas, fue apuntando a la gente de diez en diez, como en la milicia. ¡Parada y fonda! Maletas, gente aturdida, mochilas, escaleras, sonrisas, pasillos y más pasillos. Las listas con las tareas así como los planes son muy útiles para hacerse una visión de conjunto pero no para ser cumplidas a raja tabla. Los holandeses que cuidaban de aquel idílico albergue de juventud situado en el campo, no salían de su asombro al ver todo aquello convertido en una especie de camarote de los Hermanos Marx. En fin otra noche a penas sin dormir. El lunes empezarían los trabajos y era sábado noche. A partir de ese momento se podían ir olvidando de ver el sol en cuatro semanas, pues el trabajo se realizaría en una nave industrial situada a unos cuarenta kilómetros. La faena consistía en confeccionar decoraciones florales destinadas al mercado navideño. ¿Sería posible? Así a bote pronto la cosa no sonaba nada mal. Flores, bolas de colores y velitas, para mayor gloria de Santa Claus. ¿Pero cómo? El domingo por la tarde todos allí vieron acercarse el momento fatídico. Según el representante de la agencia de trabajo temporal, el trabajo se podía efectuar sin problema tras unos minutos de práctica, a lo sumo una hora. ¡Pero qué nervios! Los trabajadores no paraban de saltar de corrillo en corrillo para agarrar unas palabras aquí o una frase por allá. Afortunadamente en el grupo había seis o siete personas con esa natural capacidad para el liderazgo que sin duda alguna se acrecienta aún más si cabe en los momentos difíciles. Seis de la mañana y toque de campana. ¡Salta, corre y vuela! que el autobús no espera a nadie. Bolsas de desayuno para todos, menos para los del fondo sur que prefieren despertarse con porros. ¡Qué vitalidad! Dentro de las naves de confección se ha organizado un comité de bienvenida. Incluso el propietario de la empresa recibe al grupo de recién llegados personalmente, pues se defiende bien en español. Tras las pertinentes aclaraciones los encargados de la fábrica conducen al grupo hacía las líneas de confección. Lo primero que sorprende a todos, es el paisaje humano que reina en el almacén. Ahí dentro había más países representados que en la asamblea general de las naciones unidas. Macedonia de frutas, yogurt de manzana y cerezas con mango y maracuyá. ¡Helado de tu-
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tifruti! Qué manera de trabajar. ¡Pin, pan! ¡Pin, pan! Bajo la atenta supervisión holandesa hasta los afganos y abisinios trabajan contra reloj. Rugen las líneas transportadoras, mientras las mercancías se amontonan al otro lado. ¡Vaya manera de producir! No es broma, eso sí que era repartir ilusión a manos llenas. Niños sonrientes, suegras, papás y mamás. ¡Blanca navidad! ¡Blanca navidad! Todo había empezado en un pesebre dos mil años atrás. Ellos también eran extranjeros o refugiados políticos procedentes de territorios ocupados, al igual que todos nosotros. ¡Cuánta ilusión! ¡Kling, klang! ¡Kling, klang! Ocho euros por hora. Todos ahí dentro querían también ganar. Macetas con decoraciones florales. Un regalo cada ocho segundos, dos sorpresas en setenta centímetros. ¡Corre, corre! Que esto no se acaba por mucho que corras. Todo había resultado ser una verdad absoluta. Por supuesto que se podía aprender un oficio novedoso con solo media hora de práctica. ¡Indulgencia plenaria! La cosa era muy fácil. ¡Coser y cantar! ¡Coser y cantar! Todo empezaba en la cabecera de la línea con un trabajador turco y otro del Kurdistán. El primero ponía una maceta en la banda transportadora, mientras el otro terminaba la faena colocando dentro una esponja de color verde. Acto seguido los integrantes de los demás países iban clavando cosas y más cosas en la esponja dejada por el kurdo. Por todos es sabido que los turcos y los kurdos se pueden llevar muy bien siempre que no se metan en política. Tampoco para esos dos morenos de prominente bigote, la cosa era una excepción. Entre saca, mete, coloca y clava, se pasaban el día hablando en esa mezcla de otomano, arameo y árabe que sonaba a gloria. En fin que dios los cría y ellos se juntan. Sin embargo los demás currantes venidos de las cuatro esquinas del mundo les miraban con envidia, ya que Hernández y Fernández, se entendían a las mil maravillas. A continuación un valenciano de Sueca, un libanés y un yugoslavo que acababa de quedarse sin país, convertían grandes ramas de abeto, en ramitas minúsculas. ¡Corre que te pillo! ¡Corta que te corta! Pero la cosa no se acababa ahí, acto seguido comenzaba el trabajo de precisión. Para eso se necesitaba gente con los dedos finos, pues clavar diminutos brotes de abeto en la esponja del señor del Kurdistán, no era nada fácil. Bueno, ¡ya esta!, una viejita de Egipto y una joven de Vietnam. Estas hablaban ya un poco menos, para que nos vamos a engañar. Unas cincuenta palabras holandesas pronunciadas sin orden ni concierto, no dan para conversar. Después le tocaba el turno a un chaval muy simpático, cuya única función era clavar una vela a cada rato y sonreír. Tenía los dientes tan blancos y la mirada tan limpia que la gente no paraba de preguntarle sobre su procedencia. Pues también se puede preguntar utilizando gestos. Cuando al final el chico caía en la cuenta, se le iluminaba la mirada y respondía siempre igual. — ¡Eritrea, Eritrea! New country. —y seguía pinchando velas, si cabe con más alegría. ¡Vale, vale! Eritrea. Muy bonito. ¿Pero dónde queda eso? Para el valenciano de Sueca, perito en fuegos artificiales y música electrónica, la cosa estaba más que clara. El flaco de las velas venía de algún lugar sin precisar al sur del Sahara. A la chica vietnamita, no le interesaba conocer más países y por eso no paraba de pinchar palitos. El señor de la antigua Yugoslavia, sí que sabía por dónde quedaba Eritrea, pero prefería no hablar de política. Por último la viejita de Egipto tenía más o menos la misma opinión que el valenciano. El mapa de África cambiaba tan a menudo que ya no se aclaraba. El siguiente paso en la línea de confección le tocaba a una mujer pakistaní que parecía estar siempre aburrida. Lo suyo consistía en poner en la base de la vela, una especie de musgo blanquecino importado directamente de Laponia y que tenía la facultad de darle a todo el conjunto un toque muy navideño. Un metro más adelante un argelino muy avispa-
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do, colocaba un capullo de amapola o adormidera junto a la vela, a la vez que hablaba a gritos con un tunecino de la línea de atrás. Ya casi terminando, un árabe del Yemen pinchaba dos piñas y por fin una chica de Bulgaria buscaba un hueco entre tanto lío para poner el muñequito de Santa Claus. Así las cosas, antes de que las decoraciones florales se despeñaran al final de la línea, eran rescatados in extremis y colocados en las correspondientes estanterías rodantes por un armenio y un rumano que se comunicaban entre sí, diciendo cuatro cosillas en Inglés. A las doce suena la sirena de la fábrica. Media hora de solaz esperando con tu plato en la cola del self-service. El menú se compone de arroz frito con verduras y salsa de soja, aunque también hay pan, crema de cacahuete, café aguado y plátanos. Los valencianos miran extasiados a la comida que se acerca por momentos. Típica comida holandesa elaborada con recetas de las colonias del sur este asiático. Lo que aún no saben es que la comida será todos los días igual excepto pequeñas variaciones. Bueno, qué más da, hay que llenar la tripa en quince minutos. Después de trabajar cuatro horas seguidas dentro de la gran Babilonia, la gente se sienta a comer con los suyos, más que nada para hablar de algo coherente mientras se engulle rebanadas de pan con crema de cacahuete. Pero de repente vuelve a sonar la sirena. A los pocos segundos arrancan los motores de la fábrica y las decoraciones florales se despeñan por la cinta a delante. El rumano y el armenio se echan la culpa mutuamente, hablando en ese inglés de los guetos del extrarradio y que solo ellos entienden. Por fortuna pasa por el lugar un holandés que les ayuda a recoger el desaguisado y al momento se despide de ellos, mientras señala al reloj que cuelga de arriba. Hasta las seis de la tarde, más de lo mismo, pues a todo el mundo le interesa hacer horas extras. Corta, pincha, saca y pon. Sin solución de continuidad. ¡Qué trabajo más fácil! La maceta con su vela, el musgo, las ramitas, capullos de adormidera y el muñeco Santa Claus. Así hasta el infinito. Las horas no pasan. La gente mira constantemente el reloj con la esperanza de que ya sea hora y media más tarde pero solo han pasado treinta y cinco minutos. A todo esto, el antes sonriente muchacho de Eritrea, acaba de agotar su duodécima caja de velas. La siguiente caja viene con velas plateadas. Menuda novedad. Ya no atina a sacar, meter y pinchar. Se duerme en vida, le entra la pena negra y el tiempo no corre. La mayoría de las macetas, salen de sus manos con la picha torcida. Pero por suerte vuelve a pasar por ahí un holandés sonriente para explicarle mediante gestos la diferencia entre derecho y torcido. El eritreo del sur del Sahara vuelve a enseñar sus dientes blancos, pero ya sin tanta efusión como a primera hora —. ¡Eritrea! New country. Un poco más atrás el yugoslavo sin país y el mercader fenicio, siguen corta que te corta. Hace horas que tienen las manos negras de tanta resina, pero por lo menos la sangre del abeto huele bien. Al ver que sus compañeros de gremio se apañan bien, el valenciano decide irse de farra, en vez de ir al baño. Cinco líneas más abajo se encuentra con Amparo Soler. Esta le mira con cierto misterio mientras saca un cigarro del bolsillo. Luego desaparecen por el fondo, para fumar su aburrimiento y darse un par de picos tras unos pallets de cartón. Ninguno de los dos ha desperdiciado el tiempo desde que se conocieron en el autobús. Al rato un trabajador que amontona pallets con su torito hidráulico percibe el olor a peligro y corre a decírselo a sus jefes. ¿A quién se le habría ocurrido fumar en el almacén de embalajes? Pero pronto llegan a la conclusión de que ha podido ser cualquiera. Suena la sirena de la fábrica por última vez. Paran las máquinas y se detienen las cintas transportadoras. Se hace el silencio y los trabajadores tardan en reaccionar. Alguno cierra los ojos y suspira, mientras manda al muñequito Santa Claus que tiene en la mano, a tomar vientos. Antes de salir a las tinieblas de afuera, la gente vuelve a agruparse por idiomas maternos. Hablar todo el día con gestos y sonrisas agota a cual quiera. Los valencianos suben al autobús con entusiasmo pues al final la cosa no ha sido para tanto, si bien un poco aburrida. Se arma otra
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vez el pitote padre que continuará por supuesto en el albergue hasta bien entrada la noche. Por inverosímil que parezca, las personas tardan solo un par de días en encontrar gente afín. Seguramente no se trata de un acto consciente, sino de un cúmulo de sensaciones, gustos y maneras de hablar. Siempre hay personas que se manejan bien con todo tipo de gente, pero no obstante la mayoría establecen un círculo de confianza. El caso de los grandes grupos de personas que por circunstancias viajan y conviven juntas aún sin apenas conocerse, es especialmente llamativo. Tras dos o tres días juntos el espacio común se convierte en un hervidero de endorfinas que buscan abrirse paso. Cualquier cosa insignificante parece una aventura. Sensaciones nuevas y gente hasta cierto punto diferente. Nadie conoce a nadie y eso es siempre una oportunidad. Se le puede contar la vida a cualquiera, hasta donde uno quiera contar. Aunque a veces resulta fácil contar cosas que casi nadie sabe, a un compañero de viaje que no se volverá a ver. Por otro lado la gente escucha de buena gana. Realmente se llega a formar una atmósfera totalmente extraña que no se parece en nada a la vida normal y sin duda alguna se debe a que ya nadie está acostumbrado a vivir en una tribu o clan. Nada que ver con el ambiente de trabajo, familia, grupo de amigos o la universidad. En esos lugares las cosas terminan por hacerse predecibles. Ni siquiera los amigos más cercanos están acostumbrados a vernos en la intimidad. Por ejemplo en pijama a las seis y media de la mañana, saliendo de la ducha, haciendo la colada, comprando en el supermercado u holgazaneando antes de irse a acostar. Es verdad, en ese bendito albergue, el individualismo o dígase, el espacio vital que todos defendemos se diluía a ojos vista. Lo del espacio vital es como esa extraña sensación que se siente en un ascensor lleno de gente o al sacar la picha en un urinario. Una cosa tan banal como diez personas durmiendo juntas. Claro que el de arriba ronca y al de abajo le huelen los pies. Incluso el simple hecho de salir de la ducha envuelto en una toalla y atravesar por un pasillo petado de gente, se convierte en algo cool. Al principio a uno le da la sensación de estar frente a un precipicio. Luego te tiras y el golpe nunca llega, sino que se flota en otra realidad. No te matas, pero te llevas algún moratón. La mayoría de las personas nunca han vivido una experiencia tribu o clan. ¡Qué nos han hecho! Los únicos que todavía hablan de estas cosas son esos abuelos pesados que repiten incansablemente las mismas batallitas de la mili. Qué pena que se halla de pasar por un cuerpo armado para darse cuenta de lo que significa el compañerismo. Pero solo se trata de un ejemplo. Otra opción que nos proporciona este tipo de sensaciones es ir a un partido de futbol y colocarnos en medio de la hinchada. ¿Qué nos está pasando? La gente es capaz de recorrer doscientos kilómetros y dejarse la pasta para pasar dos días con tres amigos en un refugio de montaña o casa rural. Más de lo mismo, calor humano, paisajes y espontaneidad. Luego pasan los años y vuelven a recordar esa cabaña perdida donde Lola roncaba y a Fernando se le quemaba la sartén. ¿Por qué? Zapatilla y manta que son las seis de la mañana. Los pasillos se llenan de gente con cara de ultratumba. Que pelos, que semblantes que modelitos y que pena. En fin que no somos nadie y menos en traje de noche. Parece como si alguien acabara de sacar el tapón de la bañera y todos se persiguieran por el pasillo para acabar por la puerta del autobús. ¡Venga, vámonos ya ha ese sitio donde trabajamos, aunque no sepamos ni donde está ni cómo se llama! El chofer consulta el reloj y arranca. Todo sigue durmiendo, menos los habituales del fondo sur. ¡Caray! ¿De qué madera estarán hechos esos tíos? Lo bueno de llegar pronto al trabajo es que uno se va acostumbrando. Se puede empezar por atiborrarse de café y terminar dejando el pastelito en el toilette, pues con las ideas claras se curra mucho mejor. ¡A la faena que suena la sirena! Los de Sueca, Favara, Benetuser o Pedreguer, se despiden hasta más tarde. No así las tres amigas del barrio de Patraix. Toda la vida viviendo en el mismo sitio para terminar conociéndose en un país tan frío. Las chicas de Pa-
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traix han conseguido trabajar juntas. Eso de tener costumbres inamovibles no ha dejado indiferentes a los holandeses. Sin embargo los del fondo sur andan cada uno en una esquina, para evitar lo peor. A eso de las diez, la joven vietnamita ya está hasta los pelos del Buda de tanto clavar palitos y de las sonrisitas del de Sueca. Así que se dirige hacia el argelino de los capullos de adormidera y le ofrece, mediante gestos, la oportunidad de ocupar su lugar, mientras ella se dedica a hacer una tarea totalmente distinta junto a la señora del Pakistán. El argelino que por supuesto es un tipo comprensivo levanta el dedo pulgar y dice “Ok”. Sin duda un cambio muy necesario. Eso de clavar palitos es una cosa súper entretenida. A los cinco minutos descubre con sorpresa que al de Sueca también le corre sangre mora por las venas. A los dos les viene que ni pintado. El que no se comunica es porque no le da la gana. Vamos a ver, con unas frases en español, una ventorrera de sonidos onomatopéyicos y las típicas palabras en inglés, quien no se va a entender. Las cosas hay que intentarlas y dejarse de chorradas. ¡No te jode! Ya podrían aprender un poco de todo esto los políticos y poderosos. Siempre buscando escusas. Siempre edificando fronteras y buscando enemigos. Ya vale de disfrazar el apetito por el dinero y el poder, de problemas culturales y religiosos. ¡Ya vale! Pero si estos dos chavales que han nacido entre las antípodas de lo posible, se acaban de hacer colegas. Las cosas no se arreglan a bombazos, coacciones diplomáticas y servicios secretos. Las cosas hay que intentarlas. Que no te entiendes con el de al lado, pues te inventas un lenguaje a base de soniditos y así ya no hay quien discuta. Qué poca caridad y cuanto sicópata. Sirena y pausa. Los fumadores salen corriendo hacia las penumbras de afuera para buscar desahogo a tanta vorágine, mientras los que no fuman encuentran cualquier sitio para asentar sus redaños en compañía de sus paisanos, pues lo de permanecer siempre de pie resulta agotador. Y vuelta a empezar. Las velas del negro de sonrisa blanca, los palitos de abeto, el muñequito rojo con barba, Las esponjas verdes del señor de bigotes, el musgo de Laponia, los capullos de adormidera y todo lo demás. A media mañana las líneas trabajan a velocidad de crucero. La gente tiene energía y las máquinas también. Todo empezó hace muchísimos años en un pesebre, situado en territorios a día de hoy ocupados. La navidad siempre une a la gente. Los días fueron pasando entre ruidos de máquinas, autobuses puntuales, caras cada vez más conocidas, comidas rápidas y noches de camas redondas. A la semana hubo que cambiarse de hotel, ya que el albergue había sido reservado por un colegio de primaria. Todavía un poco más lejos. Los trabajadores aprovecharon la oportunidad para volver a meterse en habitaciones de diez, pero con gente un poco más afín. A algunos les estaba empezando a molestar tanto compañerismo. Por otro lado, lo del viaje por media Europa y el trabajo en el extranjero, se estaba convirtiendo para la mayoría en una experiencia interesante. Tras doce días de trabajo continuo, la empresa había ofrecido un día libre para el que lo quisiera. Muchos siguieron con la faena. Para tres o cuatro semanas de curro más valía la pena ganar pasta y luego pasar el fin de año en España. Pero otros se morían de ganas por conocer las calles del país donde trabajaban. Un merecido paseo por Ámsterdam. La cosa fue como despertarse de un sueño. ¿Dónde habían estado metidos todo ese tiempo? Todo aquello era como un espejismo. No se escuchaba el ruido de las máquinas y las personas andaban tranquilas. Cuanto espacio. Se podía mirar cientos de metros a lo largo de las calles sin toparse con la pared de la fábrica o las ventanas del autobús. Los edificios de la parte antigua eran de ladrillo rojizo. Casitas de poca altura, rodeadas de jardines. Se anduviera por donde se quisiera se terminaba siempre por encontrar un canal. La
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ciudad flotaba plácidamente en el agua al igual que los numerosos barcos y botes de recreo. Decidieron darse un paseo en barca a través de esa tupida red de canales que se cruzaban entre sí, formando recodos y pasadizos. Muchos de los barcos que anclaban en las riberas estaban preparados para servir de vivienda y dormitorio. Qué sensación esa de navegar por las calles sin tráfico, donde la gente caminaba despreocupada. La excursión terminó cerca del Richs Museum y por supuesto también le echaron un vistazo. Más tarde comieron en un restaurante italiano, donde la sobremesa duró hora y media. El estrés de los últimos días se había esfumado de las conversaciones y de los semblantes de los compañeros. En fin, qué rápido se acostumbra uno a lo bueno. Pero al día siguiente todo empezó a cambiar. A pesar del ruido de las cintas transportadoras y de la aburrida modorra de un trabajo de saca, pincha y corta, un pertinaz cuchicheo empezó a recorrer las filas. El murmullo surgió a eso de las once y a media tarde la gente ya andaba nerviosa de corrillo en corrillo. De regreso al hotel ya no se hablaba de otra cosa. Tan solo una persona tenía claro lo que ahí estaba pasando, pero prefería ir soltando la información a cuenta gotas, para que todo el mundo se pusiera muy pero que muy nervioso. Los cuchicheos harían el resto. Por el momento esa era la baza que podían jugar. Lo primero que se supo es que en un par de días todos regresarían de vuelta a España. Pero sin embargo todavía quedaban dos semanas de trabajo por delante y todos los trabajadores habían firmado un contrato. ¿Qué estaría pasando? Por si la situación fuera fácil ahora todo aquel lío. Entonces fueron a hablar con el representante de la empresa de trabajo temporal, pero este se negaba a hablar en público. Por otro lado, al terminar la jornada los encargados de la fábrica iban preguntando a la gente que iba saliendo por la puerta, si querían seguir trabajando hasta que se acabase la campaña de Navidad y acto seguido apuntaban los nombres en una lista. Esa noche fue de pesadilla, unos se quedaban y otros se querían largar. Entre los últimos estaban los del fondo sur. Ya de madrugada se supo que la única alternativa era irse de regreso, ya que la ETT española no había recibido los pagos de la última semana. La gente se fue a la cama pensando que no iban a cobrar. Dos días después se supo que un periódico holandés había publicado un artículo en el que se hablaba de la situación de unos trabajadores españoles que hacían decoraciones florales. Incluso la redacción del rotativo había contactado con los familiares de los mismos en Valencia. Por otro lado, el representante de la ETT, llamó a todo el mundo a la calma ya que la embajada española en los Países Bajos, estaba tomando cartas en el asunto. Definitivamente eso parecía una jaula de grillos. Ya no se podía hablar con nadie sobre algo normal, ya que todo el mundo parecía tener una opinión sobre el tema y ya no se hablaba de otra cosa. Nadie dormía por las noches pues el hotel se había convertido en una suerte de cuartel revolucionario, en donde se defendía sobre todas las cosas el honor patrio, la memoria del Duque de Alba, las picas de Flandes y las leyes laborales de la Unión Europea y por añadidura del mundo libre. ¡Cuánto iluso! Cuanto rebelde manejado como marioneta. Por la mañana se supo que las nóminas no corrían peligro, pero habría que largarse lo más tardar al día siguiente. Lo que faltaba. Pero sin embargo las líneas de confección seguían funcionando sin pausa. La información que se escuchó durante la comida dejó a la gente perpleja, aunque muchos se sentían orgullosos de ser los autores de esa lucha que estaba empezando a dar sus frutos. Al rato se escuchó por megafonía que los trabajadores españoles tenían que permanecer en la zona de la cantina, sin regresar a sus puestos de trabajo. Punto y final por el momento, sin duda alguna por la noche el hotel se convertiría en una discoteca de gente feliz que regresaba a casa por Navidad. Ya habría tiempo de dormir la mona en el viaje de vuelta. Pero aún no se habían acabado todos los sustos. Al rato aparece por la cantina el director de
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la fábrica megáfono en mano. No hay una historia sin desenlace final. El tipo no se anduvo con rodeos. Los que quisieran irse lo harían al día siguiente a primerísima hora y el autobús ya estaba dispuesto. En cuanto a los que se quedaban, podían seguir trabajando. Esa era la contestación de la empresa. Por otro lado, el Cónsul de la embajada española en Holanda llegaría a la fábrica en unos minutos para hablar de todo lo demás. Todo estaba tomando un cariz algo siniestro. ¿Un Cónsul perdido por esos lares? Los currantes ya no acertaban a decir algo que tuviera sentido. El problema era más complejo de lo que podían imaginar. Claro tantos días encerrados entre cuatro paredes no daban para atar cabos. El trabajo se estaba realizando hasta el momento con normalidad y la gente no tenía demasiadas quejas. Pero lo que parecía claro, es que una lucha se estaba llevando a cabo por encima de sus cabezas. Una guerra de la que desconocían todo. Una batalla en la que les había tocado luchar, sin saber por qué luchaban ni de qué bando estaban. El coche de la embajada llegó. Al rato se presentó el Cónsul acompañado del director de la fábrica. El holandés hizo las presentaciones y no dijo ni una palabra más. Los trabajadores esperaban sus palabras con expectación. ! Vaya, vaya! Qué tipo más fino, menudos modales y que forma de hablar. Nadie se esperaba que se presentara vestido con el mono de trabajo. Pero, madre mía que forma de vestir. Seguramente hasta había consultado a su estilista. Ni serio, ni alegre, ni traje ni sport. Pinta elegante sí que tenía. Estaba vestido para la ocasión, como cualquier representante público de alto rango en cumplimiento de sus funciones. Llevaba un traje de tela de pana de color marrón. Una especie de tipo normal con pasta y buenas relaciones, entre deportista y currante, elegante, bien preparado y encantador. Pero al megáfono se le acaban las pilas y la peña ni se enteraba del discurso. Aunque según dice todos los trabajadores van a cobrar. Ni corto ni perezoso se sube a una pila de pallets mal colocados, para seguir con la plática. Y entonces es cuando empezó el circo. Por momentos parecía que bailaba la Cumbia o el Son, pero pronto siguió con un Pop suave que pegaba más con su perfil. ¡Ole, qué equilibrio! Pero la verdad es que al tipo se le veía nervioso. Toda esa parafernalia para repetir poco más o menos lo mismo que el director de la fábrica, a excepción de que todos los trabajadores cobrarían su jornal. Vamos faltaría más. No hacía falta que lo dijera. De ahí no se movía nadie si no es con la pasta por delante o llegaba la sangre al río. Al rato terminó diciendo que lo de irse o quedarse era una opción personal, y repitió otra vez que la gente recibiría el salario. — ¡Más te vale! —pensaban todos. El discurso fue entre corto y simpático, pues el improvisado púlpito amenazaba con venirse abajo. Pidió ayuda para bajarse de su trampa y al rato simplemente desapareció. — ¡Eh! Manuel. ¿Qué te ha parecido el modosito? — Pues que me voy — Pues yo me quedo El tema no era muy complicado de entender. La empresa quería cubrirse las espaldas a toda costa. El trabajo se estaba acabando antes de lo previsto. Habían contratado más gente en los suburbios de Ámsterdam y no les interesaba cumplir el contrato establecido con la ETT española. Así que retrasaron los pagos para que fueran los otros los que rompieran el contrato. Al final pagarían, pero solo lo que les interesaba y así los otros tendrían la culpa. Sencillo y fácil. Por otro lado los trabajadores que regresaban a España, llevaban cuatro días cabreados y sin parar de discutir. ¡Ciegos con una espada! No tuvieron que despedir a nadie pues la gente se fue sola. En cuanto a los poquitos que se quedaron, realizaron decoraciones dos o tres días más. Luego tranquilamente, desmontaron las líneas y limpiaron la fábrica. Por su puesto no volvieron a trabajar en fin de semana y la es-
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tancia en Holanda se hizo más respirable y divertida, aunque tuvieron que cambiarse otra vez de hotel. Seis o siete personas en una casita rural a las afueras de Utrecht. Todos los demás habían desaparecido, aunque sus recuerdos siguieran alimentando las conversaciones de los pocos supervivientes que allí quedaban. Ya no había más autobuses ni jornadas maratonianas, sino un coche alquilado, tardes para tomar y pasear, además de fiesta el fin de semana.
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LUCAS (Estracto de la novela: Chango) Daniel Santafé
Tato, Lucas y Manu estaban sentados en una roca lisa, por la que se deslizaba suavemente el agua. Los tres coincidían en lo mismo. A pesar de que en la escuela tenían la vida asegurada, de que el lugar era magnífico y de que se les había dado la oportunidad de ver y sentir otras cosas, seguían añorando la vida libre de las calles, donde nada estaba escrito. Toda su vida había sido una lucha constante por la supervivencia, a pesar de no haber existido nunca, podían vencer al hambre y la enfermedad y además poder contarlo. Las circunstancias de la vida habían modelado todo su ser, hasta conseguir adaptarlos completamente al medio. Por eso a veces se sentían tan desubicados como un pescador de la Polinesia que viviera a más de mil kilómetros del mar, como un pingüino en el desierto o como un cirujano que trabajara en una agencia inmobiliaria. Sin duda alguna, el cambio de vida de la escuela había sido para mejor. Por eso, a veces les invadía la sensación de no entenderse ni así mismos. A esta sensación se le unía también la delirante necesidad de buscar a las familias que nunca tuvieron, lo cual les solía hundir en un nervioso desasosiego, al no saber ni quiénes eran. Gastaban muchas energías en buscar algo que no existía. Pero al fin y al cabo, así es el espíritu humano, capaz de hacer realidad tangible todo aquello que puede pensar. Allí seguían los tres, en calzoncillos y chapoteando, mientras buscaban febrilmente a su unicornio azul. — ¿Y dónde fue que nasió? —preguntó Manu a Tato. —No me acuerdo —dijo Tato mientras intentaba recordar. —¿Pero nasió? —Lucas no tenía un pelo de tonto, solo que no entendía que se pudiera estar vivo sin saber el dónde ni el cómo. —Opita de Lucas. —Tato alzó el puño. Estaba bromeando. Le hacía gracia que alguien como Lucas pudiera decir tantas tonterías—. Claro que nasí. Aquí estoy y bien bravo. — ¡Ja, ja, ja! Ya pues. —Hasta los ocho años viví en un colegio de huérfanos. Mis padres fueron unas monjas viejas que vestían siempre de blanco. —¿Unas monjas viejas? —volvió a repetir Lucas —Pues yo solo me acuerdo de mi hermano Guzmán. Él y su novia Rosalía, siempre cuidaron de mí, si no hubiese sido por ellos me habría muerto. Vivíamos en la colonia minera de la barriada del plan tres mil —comentó Manu. —¿Sí? Yo también viví por ese barrio. Después de que mi madre y yo nos fuimos de Bella Vista, estuvimos viviendo por allí. Ella cuidaba de un minero que estaba muy enfermo. Cuando el murió, nunca más volví a ver a mi madre. —¿Cómo fue eso Lucas? —preguntó Tato emocionado—. ¿Usted conoce el pueblo de Bella Vista? —En su cabeza aparecieron infinidad de imágenes del pasado. Su infancia en el orfanato de un pueblo pequeño, regentado por un grupo de monjas italianas. —Claro que lo conozco —exclamó Lucas—. Ese sí que es un sitio relindo, me recuerda mucho a este valle de Las Aguas. Mi madre trabajaba en la casa de una hacienda grandanga, pues ella siempre fue buena cocinera, también hacía costuras. Recuerdo que en la hacienda había hartas reses, chanchos y caballos. A veces el encargado del dueño me montaba en un auto todo terreno, junto a sus hijos, para que conociésemos los campos. —¿Y cómo fue que se largaron de allí? —preguntó Manu.
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—Pues por culpa de aquel minero loco. —Lucas mostró así su rabia, hacia quien según él, tenía la culpa de todas sus desgracias. —A lo mejor ese hombre era tu padre —Para Tato este punto de vista lo cambiaba todo, aportando un rayo de luz a ese oscuro pasado. —¡No, ese pinche perro no era mi padre! Me oyeron. —Tato y Manu reaccionaron con la misma agilidad que un gato, comprendían mejor que nadie el estado de ánimo de su compañero. Lucas explotó con rabia. No había pensado ni por un segundo que ese hombre pudiera ser su padre, simplemente era la maldita piedra que se había cruzado en su camino, que le había sacado de una vida sin sobresaltos y lo había arrojado al fango de una aciaga cloaca. Pero lo que le devoraba las entrañas era el haber perdido a su madre, que desde entonces parecía como si se la hubiese tragado la tierra. Los dos compañeros lo habían inmovilizado al percibir el peligro. Lucas empezó a soltar por su boca más juramentos que un viejo marinero en medio de una galerna. Al escuchar esos gritos de muerte, Pedro Herrera acudió a la carrera, con un grupo de pequeñajos que le seguían por detrás. El corazón se le salía por la garganta. —¿Qué es esto? —Herrera sabía perfectamente cómo acabar con una pelea—. ¡Suéltenle carajo! —Manu aguantó el sopapo, pero no soltó. — ¡No es mi padre! ¡No es mi padre! —Hermano Herrera, esto no es lucha. —En seguida los benjamines de la escuela formaron un corrillo, pero al acercarse, Lucas los alejaba a patadas—. No puedo soltarle, es mi amigo. — Manu apretaba con fuerza. Herrera entendió la mirada de súplica del muchacho. —¡No es mi padre! —volvió a gritar Lucas. —¿Por qué le enojaron tanto muchachos? —Los dos chicos que formaban un sándwich en torno a Lucas, sabían que nadie les estaba regañando. Su tono de voz parecía casi un lamento—. Lucas tiene razón. —Herrera buscaba con angustia las palabras que pudieran calmar al chico—. Escuchá hijo. Sus amigos no querían enojarle. Todos los compañeros saben que yo soy tu padre. ¡Escuchá Luquitas, yo soy tu padre! El chico se desinfló de repente y empezó a llorar con una languidez sobrecogedora, esos nervios y músculos que se habían tensado hasta el límite, ahora parecían de goma. Tato y Manu también resoplaron después de soltar. —Escuchen hijos. Yo y el resto de sus papás y mamás no podemos cambiar el pasado detodos ustedes, pero aquí estamos, porque queremos que el futuro de ustedes sea bien diferente. Ya verán cómo entre todos podremos conseguirlo. ¡Ya verán! —El Bolita se acercó a Lucas hecho un mar de lágrimas--. Lucas yo soy tu hermano más gordo —incluso Lucas no pudo evitar reírse. Las promesas de adhesión empezaron a caer como las gotas de lluvia. De ser un niño huérfano, había pasado a tener treinta hermanos, seis padres y madres, algún tío y varios amigos. — Señor Herrera. Me siento mal, sé que aquí tengo una familia y que usted es mi papá, pero ahora quiero estar solo. —Lucas salió corriendo hacia el bosque con la agilidad de un mono al que se le deja abierta la puerta de la jaula. —Papá puedo ir tras él. —Tato sabía que su amigo pasaría por una dura prueba de soledad, enfrentándose en silencio a su más enconado enemigo. Él mismo. —No Tato, no podrás alcanzarlo. —La cabeza de Herrera hervía como una olla a presión. Giró su mirada una y otra vez, sin saber que hacer—. Diego, salga ahora mismo a buscar a Eduardo. Tráigalo como sea. —El más pequeñajo tenía una misión importante. Herrera ya buscaba a Lucho con la mirada, cuando el pequeño torbellino ya subía a toda pastilla por su atajo preferido. —¡Lucho, póngase sus zapatos! Me va acompañar a Eduardo. Tiene que ser como sus ojos por ahí dentro. Me escuchó. —Herrera estaba fuera de sí—. Corran no más y tráiganlo.
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*** - *** Tras diez minutos de carrera empezó a entender el estado de nerviosismo de Herrera —Intente traerlo de vuelta. —Le había dicho junto a la playa. Lucho corría delante, al principio por una senda marcada, pero que cada vez se hacía más angosta. Siguió por el río, brincando de roca en roca. A ratos corrían por el agua, marcando un rítmico chapoteo, para seguir otra vez bosque adentro por sendas llenas de barro, saltando troncos y apartando arbustos. De rato en rato el chico examinaba el terreno, marcas de resbalones en el barro, alguna rama rota y rocas con salpicaduras de agua, junto al río. — ¿Y este elemento ha nacido en los suburbios de una ciudad o es que se ha hinchado a ver películas?—pensaba Eduardo—. ¿Se puede saber que estás haciendo? —Pero el chico seguía en su papel de explorador. —Río arriba, ese pendejo ya no puede estar. Entiende. —¿Y por qué? —dijo ya medio enfadado. —De aquí en adelante no se puede correr por la orilla. En muchos sitios hay que nadar harto y a Lucas le da miedo. —Angelito. ¡Ja, ja, ja! —No se ría —dijo Lucho en un susurro para indicarle que no hiciera ruido—. Lucas dijo que quería estar solo. No comprende. —Pero donde coño se habrá metido. ¡Lucas! ¡Lucas! —empezó a gritar Eduardo. —No grite. No entiende. Lucas quiere estar solo. Yo lo escuché cómo decía. —Pero hay que llevarlo a casa. Vamos digo yo. ¡Lucas! ¡Lucas! ¡Sal ya, joder! —Ni modo. Me voy a la escuela. —Lucho empezó a andar río abajo, echando juramentos y mascullando algo entre dientes. —¡Eh, tú! Como te vayas, te doy una zurra. —Lucho se quitó la camiseta con rabia—. Los niños que luchan con hombres adultos no son valientes, sino tontos. Yo no soy tonto. — Eduardo se quedó pasmado. — Parece que el trabajo que estamos haciendo aquí está sirviendo para algo. Ja, ja, ja. Se lo contaré al profesor Quiroga. Seguro que se mea de la risa. —Lucas ya sabe que le seguimos. Recién dijo que quería estar solo. Es capaz de correr y correr hasta reventar. Yo conozco a ese pendejo. —No me jodas y ahora qué hacemos. —Acababa de despertar—. Mecachis. ¿Cuánto puede tardar en cansarse ese lobezno? —pensaba Eduardo. Siguieron andando por el bosque, todo tieso para arriba, en dirección a la pendiente. Lucho repetía todo el tiempo que Lucas iba como endiablado cuando echó a correr y que seguramente habría tirado a andar montaña arriba, sin seguir ninguna senda, tal y como hace el pecarí y que solo pararía cuando se le pasase la rabia. Eduardo no sabía si reír o llorar. ¿Cómo se le había ocurrido al crío meterse en esa selva, por muy enrabietado que estuviera? Eduardo no dejaba de decirse que los niños normales simplemente se encerraban en su cuarto cuando se enfadaban. Lucas había llegado a la cascada hacía un rato. El espectáculo del agua volando en caída libre y el atronador sonido que producía al golpear sobre las rocas, le habían sumido en un estado de indiferencia. Ya no pensaba en nada, tenía la mente en blanco. Con cierta parsimonia iba lanzando pequeñas piedras al vacío, siguiendo con la vista su rápido descenso a las profundidades de una poza efervescente, sobre la que flotaba una densa nube de misterio. Le invadía una placentera sensación de frescor causado por el suave y frío roce de miles de diminutas gotas de agua vaporizada, que le calmaban el sudor y la fatiga del abrupto ascenso, con una sensación de escalofrío. El grave sonido del agua ocultaba el resto de sonidos procedentes de la selva circundante, haciendo temblar su cuerpo con una profunda resonancia que acrecentaba esa extraña
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sensación de ausencia que ahora sentía. Al fin y al cabo. Lo más probable es que ese minero moribundo, carcomido desde dentro por los estragos de la silicosis, fuera su padre. ¿Por qué estuvieron separados tanto tiempo? ¿Fue la proximidad de la vecina muerte, lo que empujó a su madre a acompañarle en ese trance? Y si así fue, ¿dónde estaba ella ahora? ¿Por qué no seguían viviendo juntos? El muchacho prefería morir antes de pensar que su madre le había abandonado. Se aferraba a la idea de que algo ajeno a la voluntad de su madre, los había separado definitivamente. Prefería agarrarse a ese clavo ardiendo, antes de que su mente se adentrara por otros laberintos. Nunca logró recordar nada de lo sucedido, tan solo esa repentina y brutal ausencia que le arrebató el alma y le empujó a ese infierno de miseria y degradación. Tenía tan solo nueveaños cuando empezó a vagar por las calles como un perro abandonado, sin entender por qué. Por supuesto, no estaba preparado para lo que se le venía encima. ¿Acaso alguien podía estarlo? No le dio tiempo ni a secar sus lágrimas y mucho menos a acostumbrarse a su nueva situación, ya que las leyes de esa selva de marginación eran del todo implacables. Acostumbrarse o morir. La única esperanza consistía en luchar hasta la extenuación y el único premio seguir viviendo en esa muerte. Al principio, algún vecino se apiadó de él, ofreciéndole de vez en cuando algo de la comida que no les sobraba, pero al cabo de unos días, cansados ya de verle merodear, decidieron olvidarle. Las noches eran terribles, llenas de perros babosos, de luces mortecinas y de borrachos vociferantes que Lucas confundía con fantasmas que se lo querían comer. Después de cuatro o cinco noches de pánico, logró dormir de seguido. No porque hubiese perdido el miedo a esa cruel oscuridad, sino porque su cuerpo le pedía descanso. La siguiente necesidad ineludible fue el tema de la comida. Comer o morir. Así que empezó a comer basura. Al principio, con un asco desatado que le hacía vomitar todo aquello que entraba por esa boquita. Enseguida llegaron las diarreas y las infecciones que le dejaron en un estado lamentable. En dos o tres semanas ya no era ni la sombra de lo que un día fue. Su ropa, era ya harapos llenos de barro y de mierda. El hambre y las infecciones intestinales terminaron por dejarle en los huesos. La falta de higiene le producía llagas en la piel, que el niño se rascaba con rabia, aumentando así el problema. Fiel espejo de estas calamidades, se veía reflejado en su rostro, en ese pelo de estropajo, en esas mejillas surcadas por lágrimas resecas y churretes de barro, sobre una cara huesuda con dos ojos hundidos dentro de sus órbitas, que miraban locos de espanto, suplicando una gracia. Pasado el shock de las primeras semanas, la vida se empecinó en no abandonarle. Con el tiempo Lucas fue tomando conciencia de sí mismo. Su mente dejó de estar abotargada por el miedo y la desesperación, viendo así las cosas con mayor claridad. Con tanta correría, terminó por ubicarse. Ya no dormía en cualquier lugar donde le vencía el sueño, pues tenía el inconveniente de ser despertado por un aguacero en plena noche. Se acostumbró a dormir en el portal de una pulpería. El umbral de la tienda estaba cubierto por un tejadito a forma de porche, donde los clientes se sentaban a beber cerveza Taquiña y a fumar su aburrimiento. Allí podía dormir protegido de la lluvia y el viento, sobre unos cartones que apenas servían para engañar a sus doloridos huesos. Esa fue su casa durante unos meses, ya que todos los días, al amanecer levantaba el nido sin dejar rastro. El dueño de la pulpería terminó por enterarse, pero lo dejó pasar ya que el niño era casi invisible. También localizó por el barrio un par de verdulerías, que siempre visitaba antes de la hora del cierre, antes de que todo lo invendible fuera a parar al cubo de la basura. De esta guisa iba consiguiendo algún mendrugo de pan duro, patatas crudas, restos de papayas, hojas de col y restos de caña de azúcar que masticaba hasta convertirlos en estropajo. Cuando no se tiene de nada, cuando se camina por el filo de la navaja y el hambre aprieta, el simple hecho de ver co-
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mida o algo de ropa, se convierte en una provocación, en un insulto, en un desplante. Por aquellos días a Lucas le empezó a importar una mierda la propiedad privada. Deseaba esas camisetas limpias que colgaban de los puestos de los mercadillos, necesitaba dos o tres pesos con los que comprar un plato de sopa para calentar sus tripas, jabón, unos pantalones que no estuvieran cagados y una chompita para cubrirse por las noches o un poncho. A veces se paraba frente a las cantinas, para observar a la gente que comía grasientos pollos asados, plátanos fritos, asados a base de hígados, corazón y ubres de vaca, sopa de chuños con caldo de carne y sopas de quinua. Aquella abundancia le producía una especie de magnetismo que le hacía permanecer allí parado como un búho de ojos enormes y mirada giratoria, a la espera de que algún comensal se levantara sin haber mondado bien un hueso o hubiese dejado un mendrugo de pan. No obstante no se trataba de un obstinado acto de masoquismo. Sin darse cuenta en pocos meses su mirada suplicante y lastimera, se tornó en inquieto anhelo, en un profundo nerviosismo que le hizo perder el miedo y ganar en valentía. De sus entrañas brotó una débil llama que la mucha hambre se encargó de avivar, así como un pequeño rescoldo o una colilla mal apagada se convierte en un destructivo incendio con la ayuda del viento. El tiempo fue pasando inexorablemente, transformando a un desvalido y pequeño cachorro, en una rapaz de mirada aguda e inflexible, en una fiera de afilados colmillos y músculos de acero. En su mente, la idea del bien y del mal empezó a diluirse como un azucarillo, a perder sustancia, a no tener sentido. Comer o ser comido, vivir o morir. Así fue como Lucas empezó a reclamar su derecho a la vida, a golpe de martillo a sangre y fuego. Todos los pasos que Lucas iba dando, en su particular lucha por la supervivencia, no eran fruto de un plan establecido, ni siquiera de su propia voluntad. La necesidad era tanta y tan grande, que en realidad era su cuerpo el que actuaba por sí solo, yendo siempre un paso por delante de su cabeza. Empezó a coger cosas aquí y allá. Es decir, todo lo que caía en sus manos. A base de palos fue aprendiendo el oficio. Con las primeras intentonas ya se dio cuenta que no podría confiar tan solo en la agilidad de sus pies. No tenía ni mucho menos pericia, tan solo necesidad, por lo que los nervios terminaban por traicionarle. Con las pintas que llevaba y el baile de San Bito que le daba antes de entrar en acción, era suficiente para que sus víctimas se percatasen de sus intenciones. Se llevó un montón de palos y alguna que otra patada, que lejos de amedrentarle, le animaron a seguir con su empeño. En las sucesivas ocasiones ya iba más tranquilo, aprendió a pasar desapercibido y a no mirar a la gente de frente. Ese pequeño aprendizaje le permitió disponer del suficiente tiempo como para terminar huyendo por piernas. En seguida se dio cuenta que lo peor de su vida de vagabundo había quedado atrás. Eso le permitió poder prescindir cada vez más de la basura. El poder comer casi de todo le hizo mejorar en salud y en fuerza. No obstante su dieta era muy frugal y siempre en frío. Se hartaba de fruta y verduras, aunque a veces la vida le regalaba con un poco de pan que no estuviera duro e incluso con algún bollo. Su lugar preferido de trabajo eran los mercadillos callejeros, donde había abundancia de comida y ropa. Por otro lado al estar siempre atestados de público, resultaba, fácil camuflarse. Tras tres meses y medio de vivir solo, un buen día consiguió robar dos camisetas limpias. La de color verde tenía un rótulo negro con la inscripción de Santa Cruz de la Sierra y la blanca un dibujo de ribetes azules con un barquito velero en el medio. El golpe había sido limpio y rápido, ni siquiera tuvo que salir corriendo, incluso se permitió el lujo de alejarse caminando, de dar media vuelta y de mirar al tendero a los ojos, con gracia torera. Visto el éxito, en los días sucesivos, Lucas se lanzó a una vorágine de pequeños hurtos, que le proporcionaron un sustancial cambio de look. Sus pantalones cagados pasaron a mejor vida, los tiró con todo el cariño que pudo, pero sin mirar atrás. También consiguió unas alpargatas,
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una pastilla de jabón y una mochilita de plástico con un dibujo de Spiderman, donde transportar su creciente ajuar. Se sentía orgulloso de sus nuevos pantalones vaqueros que tanto le había costado conseguir. Intentó varias aproximaciones a diversos puestos de ropa. En algunos no acertaba con el momento idóneo y en otros los dueños no le quitaban ojo. Esa misma tarde decidió ir a por dinero. Solo la sensación de disponer de unos cuantos quintos le hacía palpitar de emoción. El miedo de un encontronazo cuerpo a cuerpo, le había disuadido hasta el momento. Tendría que acercarse demasiado a alguien que tuviera dinero, es decir un adulto y quizás un golpe rápido no sería suficiente para evitar un forcejeo y llegado el caso, estaría perdido, recibiría una paliza y le entregarían a la policía. No obstante, la calle era su casa, en la cual pasaba horas y horas deambulando a la espera de que surgiese alguna oportunidad ventajosa. La caminata de aquel día le había acercado hasta el Mercado de las Siete Calles, situado en pleno centro. Lucas entraba así, como por casualidad, en una zona totalmente nueva para él y vetada para el bolsillo de la mayoría de la gente de Santa Cruz. Entró complacido por las perspectivas que le ofrecía una zona de tiendas caras y boutiques de ropa selecta. Varios patios se comunicaban entre sí, dando forma a un pequeño centro comercial al aire libre. El lugar estaba encerrado en sí mismo, con pocas vías de escape y guardias de seguridad situados en lugares visibles. Los comercios ocupaban opulentos locales comerciales con puertas, escaparates y medidas de seguridad. Salió de la ratonera, entristecido y abrumado de ver a tanta gente con dinero, ya que en esa zona no podía aspirar ni a hacer una intentona. Por los aledaños se extendían una serie de calles con tiendas de óptica, de máquinas de fotos, de equipos de música, de muebles lujosos y artículos de decoración. Lucas sabía que todo aquello no era para él, además dado su estado actual, tampoco las necesitaba. Lo que quería era tan solo algo de aquel dinero cuyo aroma y resplandor se adivinaba por todas partes. Un poco más abajo se extendía un mercado popular con cierto nivel, cuyos tenderetes rodeaban a un moderno mercado de alimentación, que ocupaba tres plantas de un edificio. Lucas empezó a sentirse en su medio natural, aquel mercado opulento le ofrecía infinidad de escondites y vías de escape. Recorrió sin levantar sospechas todas las plantas del edificio. Paseando sin prisa por largos pasillos con tiendas que ofrecían todo tipo de alimentos. Al rato se detuvo frente a una pastelería de aroma embriagador, en cuyos expositores descansaban tartas de chocolate, doradas bandejas de tiramisú, pastelitos de hojaldre con crema y polvo de canela por encima. Pero Lucas no estaba allí para comer, sino para conseguir algo que dado su edad y circunstancias, nunca había tenido. Buscó todas las escaleras que comunicaban las distintas plantas, así como las dos salidas que tenía el mercado. Una vez vistos los pros y los contras, salió del edificio, en dirección al primer centro comercial que había visitado. Esa tarde iba a salir de allí con algo de dinero en los bolsillos, pero aún no sabía ni cómo, ni dónde. Así iba andando y pensando, con la mirada perdida en el suelo. Al levantar la vista se quedó petrificado, como un perro de caza que señala a una pieza. Pero en vez de avanzar y levantar la liebre, reculó sobre sus pasos hasta un escondite donde acechar, tal y como hace cualquier felino. Dos distinguidas señoras vestidas para la ocasión, salían de uno de los patios, después de realizar algunas compras, dirigiéndose despreocupadas hacia la esquina de la calle, tras la que aguardaba Lucas. Venían inmersas en el fragor de una deliciosa conversación, incomprensible para cualquier hombre. Intercambiando extrañas confidencias, repartiendo gestos de alegría. El pelo ondulante, flotando en ese ritmo complaciente, de cada paso vibrante, de cada gesto estudiado. Al niño no le impresionó nada de eso. Lo que en realidad le había dejado hipnotizado era el bolso que colgaba del brazo de una de sus víctimas. Sus ojillos nerviosos seguían con agilidad el movimiento de vaivén del objeto de sus deseos. Todos sus músculos estaban en tensión, esperando el pistoletazo de salida, preparados para la carrera. Llegado el esperado instante de vértigo,
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las dos señoras interrumpieron su paseo para mirar un escaparate. Los segundos parecían minutos, una espesa gota de sudor surcaba ya su frente y su corazón martilleaba contra su pecho en sonoros golpes. Si ellas finalmente entraban a la tienda, todo estaría perdido, pensaba Lucas, ya que no podría mantenerse mucho tiempo tras la esquina, con ese visible nerviosismo, sin levantar sospechas. Pero no fue así, si no que siguieron tranquilas hacia la trampa, sin sospechar que la vida podía dar bruscos cambios en solo unas décimas de segundo. De un salto, sus manos se aferraron al bolso, como si en vez de dedos tuviera afiladas garras. Tiró con todas sus fuerzas para lanzarse a la carrera. Su víctima empezó a gritar como si la estuviesen matando, pero sin soltar al fin. Se desató un brutal forcejeo. Ella empezó a girar con furia, mientras Lucas casi volaba impulsado por esa histérica fuerza centrífuga. La gente alertada por los gritos empezó a acudir en su auxilio. El chico apretaba los dientes, tirando con fuertes golpes, sin saber si escapar o si luchar hasta el último suspiro. Un hombre se acercaba ya a la carrera y Lucas ya temía por su seguridad. Dio un último respingo, soltándole a la señora una fuerte patada en la espinilla. Por fin estaba libre para correr, pero la gente ya empezaba a cercarle. Envistió con la cabeza por delante como si fuera un toro, con la vista fija en las concurridas calles del mercado. —¡Al ladrón, al ladrón! —empezó a gritar la gente. Llegando cerca del mercado, por un instante se sintió atrapado, por detrás varias personas le perseguían dando voces y por delante ya habían escuchado que venía un ladrón. Un transeúnte le puso la zancadilla, haciéndole perder el equilibrio. Pero los gatos siempre caen de pie. A derecha e izquierda empezaron a aparecer tiendecillas callejeras que le cortaban el paso, mientras que por delante y por detrás le iban apretando. Las manos ya le aferraban, cuando Lucas se lanzó en un increíble salto hacia la izquierda, como el que se tira de cabeza a una piscina. Con el impulso, su cuerpo atravesó por debajo uno de los puestos callejeros que le cercaban. Había ganado cinco o seis segundos. Apretó los dientes y la carrera hasta cruzar la puerta principal del mercado. Voló por los pasillos, dio varios requiebros y salió del mercado por la puerta de atrás. La calle que tenía por delante era muy larga y la gente le vería alejarse. Necesitaba esfumarse. Sin pensárselo un momento se metió bajo un coche, desde donde oyó los gritos de sus perseguidores. Por la noche salió de su escondite. Había pasado allí tres horas, con un amasijo de hierros rozando su nariz, saboreando su éxito, contando en silencio el dinero, amparado en su soledad. **** - **** Al ver el billete de veinte pesos, a Soledad Salvatierra se le escapó una risita melosa. —Andáte pues, pajarito. Si usted puede pagar, también podrá comer —sonrió al chiquillo y le pasó la mano suavemente por el pelo. Lucas corrió hasta una de las mesas del fondo, desde donde podía ver la tele y observar a todo el mundo. Un camarero gordo y grasiento se acercó a la mesa. Estaba bastante serio, tanto que ni saludó. Se plantó frente al chiquillo, sacó una libretilla de papel azul del bolsillo trasero del pantalón y buscó un lapicero en su oreja izquierda. Acto seguido le miró de frente. —¡Quiero una sodita de lima! Exclamó Lucas con los ojos encendidos por el brillo de una chiquilla ilusión. —Si no me dice ahorita de dónde sacó ese pinche dinero, no habrá ni soda ni nada. El amante de la señora Soledad, viuda de Salvatierra, sabía de sobras acerca de la procedencia de aquel dinero. Giró su aburrida mirada hacia ella y no dijo nada —parecía mentira. Pensó. Ella pronunció un por favor, sin sonido, terminado en un beso. Volvió su feroz mirada hacia el
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niño—. ¿Qué va a ser? —Una sopa de maní —dijo Lucas casi declamando—. Un plato de arroz con dos huevos, harta papa frita y medio pollo asado —terminó de pedir, con la boca exageradamente abierta y tocándose la tripa a dos manos, como haría cualquier chiquillo de nueve años. —¿Y el dinero? —Aquí. —Lucas enseñó su billete, que de súbito desapareció de un zarpazo. El chiquillo intentó levantarse para recuperarlo, pero el camarero le puso su grueso dedo pulgar en la punta de la nariz. —Mi doña le ha cogido a usted cierto cariño. Cuando termine de comer, le traeré la vuelta. ¿Bien? —Si. Trato hecho. —Lucas volvía a sonreír feliz. Así que alargó la mano para estrechar la del camarero, pero éste se dirigió a la cocina sin mirar atrás. Al llegar la humeante comida, envuelta en ese suculento aroma a carne asada, Lucas se emocionó—. ¡Comida caliente! —gritó desaforado. El camarero le volvió a mirar amenazador desde el fondo de la sala. El chico bajó la voz, mientras repetía en medio de una alegre tonadilla, una y otra vez—. ¡Comida caliente! ¡Comida caliente! La señora Soledad no podía creerse lo que estaba viendo. El pequeño ratón no levantaba la cabeza del plato. Su boca parecía más bien un embudo. Estaba segura de que al chiquillo le sentaría mal la comida. —Esteban. Acércate no más al chango y dígale que pare. Ese niño va a reventar como bomba. —Soledad Salvatierra apretó con fuerza los brazos contra el pecho y luego los separó con un impulsivo aspaviento. —Ya pagó. Ojalá reviente. Los clientes de aquella cantina de comidas caseras se fueron marchando, la pareja de tortolitos, tres taxistas, una familia con tres niños y el dueño de la ferretería de la esquina y sus amigos. Esteban, sentado en una alta banqueta, fumaba con desgana un cigarrillo. En esa posición parecía un elefante de circo. Al otro lado del mostrador Soledad, a pesar de sus años, se hacía un poco la gatita. Todo el día era un agotador trajín de trabajo, de pucheros hirviendo de gente que entraba y salía, de montañas de platos llenos de grasa. Pero por la noche, cuando el trajín se acababa, le gustaba disfrutar de la conversación, de la risa, de los chismes y de las rudas insinuaciones de Esteban, su toro gordo. Y es que Soledad Salvatierra tenía el alma de una salsera dura, a la que le gustaba el baile y el meneíto, disfrutar de la vida a lo loco, vestir coqueta y dormir bien acompañada. —Soledad dígale a ese chango que se largue ya. A mí no me va a tener esperándole toda la noche —comentó el camarero de mal humor. —Ay, déjele no más, si está mirando televisión. —Se oyó desde el interior de la cocina—. Ahorita salgo, usted y yo nos vamos a dar un buen trago, mientras escuchamos cumbia, no más. Enseguida salió tras la cortina, sin el espantoso gorrito blanco que escondía su l arga cabellera teñida de color castaño con mechas rubias, sin el blanco delantal que le caía hasta los pies y sin las chanclas de dedo. En su lugar apareció una mujer con un largo pelo ondulado, la cara recién lavada, y carmín en los labios. Para disimular su pequeña estatura, solía utilizar unos lindos zapatos negros con tacón alto. Soltó en la barra la botella de aguardiente y se tiró en brazos de su orondo papito, cuyos pies, cintura y hombros, se movían ya de forma elegante al compás de la música. Al verla salir de la cocina Lucas se puso a llorar sin consuelo, no porque la señora Soledad Salvatierra se pareciese en algo a su madre, sino porque ella le había llamado pajarito, de forma cariñosa, acariciado el pelo suavemente y dado un trato afectivo. Eso y no otra cosa fue lo que le
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recordó a su madre. Ahora que toda su hambre estaba saciada, que tenía ropa limpia, un cobijo para dormir, ciento ochenta dólares americanos y sesenta pesitos, además de un pequeño estuche tocador, con espejito y todo, una barra de labios y un pañuelito de algodón bordado. Recién se daba cuenta de que en realidad no tenía nada. Lo Hubiera dado todo, por un paseo agarrado de la mano de la señora Soledad de Salvatierra, por un poquito de caso, por un juguete de plástico comprado por ella en el bazar de la esquina. Decidió salir corriendo del local, pues ya tenía la vuelta en el bolsillo y sufría lo indecible solo con verla. —¿A dónde va mi pajarito? ¿Qué fue eso que le pasó? —sintiendo como propio el dolor del niño. — Estoy buscando a mi mamá —gimió Lucas. —¿Qué hacemos Esteban? Mirále, pobretingo. —Escuche mami. —Pero Soledad ya lloraba—. Miráme mami, ya. En esta ciudad hay hartos changos como él. Escucháme, no se puede hacer nada, entendió. Este país está pero que bien fregado. —Pero mirále Esteban, mirále. Es chiquitingo. —Esteban se desesperaba por momentos. Se echó las manos a la cara y resopló, para echar fuera su rabia y toda su impotencia. —Venga para acá —tratando de calmar al niño—. No voy a hacerle nada. Si tiene dinero, le puedo acompañar hasta la pensión que tiene mi hermano a tres cuadras de aquí. Creo que eso será lo mejor. ¿Le parece? —Si —acertó a decir, mientras se frotaba los ojos, sin terminar de creerse que aquella noche dormiría en una cama. **** - **** Esteban ni siquiera sospechaba que acababa de salvar al niño. Esa tarde había metido un buen palo a alguien importante. Se trataba de la hija de un conocido empresario petrolero. Al conocer la noticia, la familia empezó a mover los hilos, a llamar a políticos, que a su vez llamaron a los responsables de la policía, que enseguida mandaron a una patrulla a la zona con el fin de recabar datos. Preguntaron a los comerciantes de los alrededores del mercado, a todos aquellos que tenían algo que contar. Detuvieron a los mismos merodeadores de siempre y se habló con los confidentes de la policía. Pero nada, a pesar de las palizas, nadie conocía a ese delincuente que había surgido de la nada y que un nutrido grupo de gente no pudo detener. Se había esfumado, no existía. Finalmente detuvieron a un grupo de chulupis. Uno de ellos, dio una pista. Esa noche varios policías montaron guardia junto a la pulpería donde solía dormir, pero Lucas no regresó. De hecho no regresó nunca. No recordaba que alguna vez hubiera tenido una habitación tan grande solo para él. Removió todos los cajones, saltó un rato en la cama y tomó su primera ducha en mucho tiempo, aunque tenía la costumbre de mojarse la cara y el pelo en las fuentes públicas. Todavía con el subidón encima, encendió la tele y estuvo disfrutando un rato. No obstante volvió a llorar. Su cuerpo estaba saciado, limpio y descansado, lo que permitió que los dolores del alma pudieran aflorar. Volvió a sentirse como un minúsculo niño indefenso, como en aquel día en que perdió a su madre, dándose cuenta de su soledad. No conocía a nadie, se repetía incansablemente. Pero estaba muy equivocado. Tras leer la noticia en los periódicos, Esteban se dirigió de inmediato hacia la pensión que regentaba su hermano. El niño todavía dormía, ajeno a la polvareda que había montado. Esteban
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se sentía fatal, primero porque había calado a aquel mocoso desde el primer momento y segundo porque pensaba que su hermano tendría problemas. Pero este ni se inmutó, sabiendo que tan solo tres personas podían relacionarlo con lo ocurrido. —No se me preocupe Esteban. Nadie le vio entrar y nadie le verá salir. Así es la vida, ese chango no podía hacer otra cosa, excepto morirse. —Pero los Pacos están rastreando la ciudad. Ayer cuando le vi entrar en el restaurante le hubiese echado a patadas, pero ahora ya no podría. —Estás en lo cierto, ese changuito, no se va a mover de aquí. —¿Cómo pues? —Lo que usted oyó —comento Arcadio con sorna. —Ya pues. Ahorita todo está claro. Usted me juró y re juró que recién había dejado esos negocios, pero fui tonto. —¡Ja, ja, ja! Mi hermanito mayor, siempre tan preocupado. —Arcadio se abrazó a su corpachón, para que este sintiese bien lo que le iba a decir—. Escuchá, ni usted ni yo vamos a soltar a ese changuito, ya que ahorita los dos somos cómplices de encubrimiento. ¿Quedó claro? —¡Pero usted se lo juró a nuestro papá, antes de que el pobretingo muriese! —rugió Esteban. —Claro que le juré, bien lo recuerdo. Desde entonces he dejado esos negocios que usted dice. —Las caras de los dos casi se juntaban. Arcadio acarició la nuca de su hermano, mientras se acercaba a su oído para hacerle una confesión—. Esos changuitos lo hacen por mí, todo es bien limpio, nadie sospecha. Esteban explotó con rabia, en medio de un grito encolerizado, mandando a su hermano hasta la otra esquina de la habitación de un fuerte zarpazo. —Sos un sucio criminal. Usted le prometió a nuestro papá en su lecho de muerte. —Esteban siguió avanzando con la intención de abrirle la cabeza. Arcadio tirado en el suelo, casi empotrado en una de las esquinas del cuarto, empezó a tartamudear y gritar al verse sin escapatoria, viendo la cara de rabia y el rictus de asco que se reflejaba en la cara del hombre que ya le sujetaba del cuello con su manaza. —¿Vas a matarme? ¿Va a matarme mi hermanito mayor? ¿Qué diría el papá de usted? — Esteban soltó en el acto, sintiendo en su cuerpo la mordedura de una serpiente—. No soy ningún criminal, acaso estuve yo cinco años en la cárcel de Palmasola. —Esteban sintió con tristeza y desesperación como aquel endemoniado veneno le iba dejando sin fuerzas—. Ahorita escúcheme de una. ¿Usted no querrá volver a esa cárcel tan linda? **** - `**** Un nuevo horizonte se abría paso en la vida de Lucas. Todas las necesidades del chiquillo estaban cubiertas. Atrás habían quedado los días de vagar sin rumbo, de comer basura, vistiendo harapos y durmiendo al pairo. Si bien no se podía decir que hubiera encontrado una familia, comparado a la soledad de su abandono, el trato que le ofrecían el dueño de la pensión, los trabajadores y los amigos del jefe era mucho más de lo que podía esperar, aunque ellos solo lo hicieran por interés. El trabajo que se le encomendó era muy fácil, tanto que en un principio Lucas pensó que sus protectores eran poco menos que sus ángeles de la guarda. Incluso todos parecían cuidarle con mimo, proporcionándole cualquier capricho que un crío pudiese desear.
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Por la mañana, después de desayunar y asearse, salía a la calle por una de las puertas de atrás. Cruzaba varios patios, hasta llegar a una zona poco transitada, lejos de las miradas de los clientes. Si bien los vecinos conocían de sobra el trabajo de los niños cartero, preferían callar. Lucas se sentía orgulloso de su uniforme de trabajo, constituido por ropa de niño rico, de ese tipo de prendas y zapatos que casi nadie podía pagar, además de una preciosa mochilita donde transportaba la mercancía. Pero eso no era todo, en la esquina de la calle siempre le esperaba un auto con chófer. Solamente hacía cuatro entregas al día, que siempre coincidían con la entrada y salida del colegio. El chiquillo salía del coche, para camuflarse con el resto de escolares que iban a clase. Lo único que le diferenciaba del resto de los niños era que su particular educación se impartía en calles aledañas. Si bien es cierto que muchos niños van a la escuela acompañados por algún familiar, esto no siempre es así. Además cuando Lucas empezó a trabajar ya tenía nueve años. Pero todo era pura apariencia. El niño escondía a una especie de espía o agente doble y tras sus solitarios paseos hacia la escuela, una trama de personajes en la sombra, seguían cada uno de sus movimientos y protegían cada uno de sus pasos. Consiguiendo en suma que toda la organización fuera invisible, reduciendo al mínimo todo tipo de riesgo. A veces el chófer era un hombre, otras una mujer metida en su papel. Casi siempre viajaba solo, aunque de vez en cuando le acompañaba su hermana Rosario o su primo Zacarías. Por supuesto cada uno estudiaba en colegios diferentes. Lucas entraba y salía, entregaba y recibía. Todo rápido, todo limpio. Los pagos se podían hacer de forma más directa, por parte de los interesados o mediante personal especializado en realizar los cobros, pero siempre en mano para eludir cualquier control. En caso de cantidades más grandes se utilizaban transacciones entre empresas ficticias, sociedades tapadera y facturas que se referían a otro tipo de bienes de consumo. Es decir, que incluso en el peor de los casos, la trama podía quedar al margen del problema, cayendo todo el peso de la ley sobre las personas que transportaban el correo. Si los correos eran detenidos, se amenazaba a la familia para asegurar el silencio, durante los largos años de cautiverio. Si el detenido era un niño que no existía, el crío podía acabar en una escuela de niños de la calle, adscrita a una variopinta serie de organizaciones religiosas de todo tipo y color o financiados por organizaciones no gubernamentales de enrevesados y sugerentes nombres. También cabía la posibilidad de que el chiquillo que no existía, dejase definitivamente de existir entre los vericuetos de una administración rampante. No había mañana en la que Lucas no pensase en su madre. Necesitaba decirle que había sobrevivido y que incluso en medio de los azotes del hambre y el miedo, nunca se había olvidado de ella. Por eso cuando se dirigía hacia el coche que le esperaba, camino de la primera entrega del día, siempre sonreía con desbordante entusiasmo, pues en su cabeza imaginaba que su madre le estaba mirando. Viéndole salir de ese hotelito. Calzando unos preciosos zapatos de importación, rojitos como madera de mara, vistiendo pantalones grises de caballero, con cinturón de piel y hebilla de metal dorado. Admirando el porte que le confería una camisa blanca con corbatita azul. Sin lugar a dudas ella disfrutaría con la alegre sonrisa de su hijo, soñaría con esos ojos de azabache y acariciaría ese pelito peinado con la raya a la izquierda, empapadito en colonia. Tal y como todos esperaban, en menos de un mes, el niño conocía de memoria unas diez rutas distintas. Además se comportaba con toda naturalidad, sin sentir preocupación, miedo o nerviosismo, por el simple hecho de mover varios kilos de cocaína al día. Entre entrega y entrega disponía de bastante tiempo libre, pero no de libertad. Con todo y eso, pronto se acostumbró a vivir en el seno de su extraña familia. De sus dos chóferes particulares, prefería al hombre conocido por el sobrenombre de El Limpio. Sin embargo cuando era Anaís la chófer, los días re-
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sultaban mucho más aburridos. El Limpio, se pasaba el día en las tabernas, visitando a amigos de dudosa fama y en suma, trapicheando. Bajo su sombra Lucas fue conociendo todos los entresijos de la gran ciudad. Con Anaís, era distinto, ya que una mujer llamaría demasiado la atención, si pasara el día dentro de los bajos fondos. Por lo tanto, se limitaba a hacer la ruta y a devolver a Lucas al cubil. En la pensión, el niño solo tenía acceso a la trastienda. Allí su vida se reducía a su habitación, a la cocina de Doña Olga y a una salita aledaña con un viejo sofá de piel, un mueble bar con hermosas botellas de licor y una mesa redonda con un tapete de paño verde. Doña Olga aparte de trabajar en la cocina, tenía la misión de atender a las necesidades del chiquillo. Envuelto en aromas de cocina, rodeado de asados y cocidos, ollas y fogones, Lucas se acostumbró a pasar el día escuchando las cumbias preferidas de Doña Concha. La cocinera conocía de memoria cientos de canciones que canturreaba todo el día, como si esa cocina, donde Lucas solía leer tebeos e historietas, hubiera pasado a ser su escenario particular. Sin embargo, entre todo el conjunto de variopintas cosas que veía hacer a los miembros de su familia de acogida, lo que más deseaba Lucas era participar de la vida de los caballeros. Los miércoles y los sábados por la tarde, se solía montar una timba, en la salita de la trastienda. Los caballeros iban llegando furtivamente, de uno en uno, apareciendo sin previo aviso, a través de las numerosas puertas y pasadizos que comunicaban con los patios traseros. Uno de ellos empezaba en un cercano taller mecánico y terminaba en el armario empotrado de la cocina. El otro terminaba en una estrecha puerta tapada por una estantería, situada entre la recepción de la pensión y la sala de juego, fuera ya de las miradas del público. De tanto abrir puertas ocultas, mover estanterías y pedir contraseñas, Lucas se fue convirtiendo en una suerte de portero, que saludaba con reverencia a todos esos personajes sin nombre. Doña Olga observaba con inquietud, la irresistible atracción que el chiquillo sentía por aquellos personajes del hampa, acostumbrados a ganar desorbitadas cantidades de dinero y gastarlo al mismo ritmo. Sabía que tarde o temprano terminaría cayendo bajo los influjos de ese selecto club, como arrastrado por la fuerza giratoria de un torbellino de agua. Por eso intentaba, en la medida de lo posible, retrasar lo inevitable, pues a esa temprana edad el chiquillo carecía de discernimiento. Decidió, no sin cierto esfuerzo, dejar dormir de rato en rato a sus electrizantes cumbias, dejando paso a las noticias de la radio. En ellos, Lucas empezó a descubrir los pormenores de la política del país, noticias y notas culturales de lejanas ciudades, como La Paz, Tarija, Puerto Suárez, Chuquisaca o San Ignacio de Velasco. Los primeros días escuchaba con aburrimiento las tertulias de la mañana, como quien oye llover. También fue por aquellos días, cuando empezaron a aparecer por las encimeras y estanterías de la cocina, algunos periódicos, pequeños cuentos infantiles y libretos de fácil lectura, de cuyas pegajosas hojas brotaba la historia del país. Lucas sentía cómo de esa pequeña cocina para dos, surgían cientos de personajes desconocidos. Sus relatos preferidos eran los de los viejos galeones españoles que rebotaban por entre las olas de un océano infinito. Disfrutaba paseando por las atiborradas bodegas de los barcos, abarrotadas de toneles de agua, de vasijas de aceite, y barriles con apestoso tocino. Volaba en su imaginación por entre ese caos de fardos amontonados, de los que surgían lanzas, barriles de pólvora, estanterías repletas de legajos en los que se apuntaba la contabilidad de las transacciones comerciales y la correspondencia de un imperio, así como gigantescos ovillos de fuertes maromas, arcones repletos de galletas y pan duro. Subiendo por las chirriantes escaleras que comunicaban ese insano y rancio submundo, llegaba a la concurrida cubierta. Allí
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cientos de marineros se afanaban en arriar velas y enrollar sogas, trepando incansables por ese laberinto de mástiles y escalas de cuerda. Observaba con recelo esos rostros curtidos, escrutar impacientes el tenebroso horizonte, con el anhelo de vislumbrar tierra firme entre las brumas del mar. Conoció a esos conquistadores españoles recubiertos con brillantes corazas, a Francisco Pizarro luchando con un puñado de inconscientes contra todo un imperio. A Hernán Cortes atravesando México y a la desafortunada expedición de Francisco de Orellana, el tuerto de Trujillo, bajando a la deriva por el río de las Amazonas. Doña Olga le contaba a su manera, con poco rigor histórico, todas aquellas historias que dormían en algún rincón de su memoria y que Lucas escuchaba boquiabierto, como si de un cuento se tratara. Juntos pasearon por las concurridas calles de la capital del antiguo virreinato del Perú, por los dorados templos de la ciudad del Cuzco, por sus bulliciosos mercados y plazas de estilo castellano. Subieron a las ruinas de Machupichu, cruzaron el lago Titicaca en un barquito de juncos trenzados. Junto a la otra orilla, atravesaron el desolado altiplano, flanqueado en su lado oriental por gigantescos picachos coronados con nieves eternas. Allí fue donde el chiquillo le exigió que sus explicaciones se dirigieran recto hacia el sur, pues quería sobrevolar como pájaro, las ciudades de La Paz, Sucre y Cochabamba, surcar las vacías soledades de las llanuras de Oruro y aterrizar con suavidad en la cima del Cerro Rico de Potosí. Dos días más tarde, tras la última entrega, mientras el niño merendaba un jugo de naranja, ella le habló de la famosa guerra de la independencia y de cómo Simón Bolívar y Antonio José de Sucre fueron avanzando con sus ejércitos hacia el sur, hasta liberar a todos los territorios de las Américas. No obstante, lo que menos esfuerzo le costaba a Lucas, era escuchar la radio. Los libretos de historia le resultaban duros, pues aún no leía de corrido y las explicaciones de Doña Olga no venían amenizadas con música y cuñas publicitarias. En la radio además se escuchaban partidos de fútbol y los locutores gritaban como locos cuando un jugador metía gol. No había nada más fascinante que brincar por toda la cocina gritando durante medio minuto, hasta quedarse ronco. ¡Gol! ¡Goool!. Después del fútbol, lo que más le gustaba eran los programas musicales, en los que la gente llamaba a la emisora solicitando canciones para dedicar a familiares y amigos. Sin embargo, la política se le atragantaba de lado a lado. ¿A quién le podía interesar ese rollo? ¿Quiénes eran la señora Madeleine Albright y el General Hugo Bánzer o la embajada de los Estados Unidos de América? —¡Qué rollo! ¡No me gustan las noticias de política! —resopló Lucas con aburrimiento. —¡Ay, mi niño! ¿Y cómo quiere usted llegar a ser un caballero, sin saber nada de la política? —intentando darle donde más le dolía. Aquella respuesta tan resuelta, le dejó del todo descolocado. ¿Cómo podía ser la política lo más importante? Deseaba llegar a ser alguien importante, sin duda alguna, un distinguido caballero, que tuviese hartos amigos y harta plata. Como esos que jugaban al póquer por las tardes, que vestían con traje y corbata y fumaban esos enormes cigarros de color marrón. Tenía que recuperar el tiempo perdido. Saber cinco o seis cumbias de memoria y conocer los resultados de la liga de fútbol profesional, no le iba a convertir en un caballero, al que todo el mundo saludaba con respeto. Se puso más insoportable que un mono cabreado. ¿Cómo podía ser que estuviera perdiendo el tiempo cantando cumbias con una cocinera? Seguro que todos los jugadores de póquer del mundo, se estarían riendo a rabiar y el tan feliz, cantando, leyendo tebeos y cocinando caldo de gallina. No podía ser. No podría nunca más dirigirse al coche por las mañanas, con esa sonrisa ilusionada y ese orgullo de saber que su mamita querida le estaba viendo convertirse en un caballero.
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—¿Por qué se lo habría dicho? En buena hora. Con lo tranquilito y educado que había sido siempre —pensaba Doña Olga de mal humor—. Cría cuervos y te sacarán los ojos. —Pues ahora, solo voy a hacer, que escuchar política por la radio. —¡Quietingo no más! No me cambie de programa o le daré guasca, ya —enseñándole la mano abierta. —¡Solo me gusta la política! ¡Um!. —Sin hacer el menor caso, empezó a mover el dial de la radio, hasta que escuchó algo que no tenía ni pies ni cabeza. Entonces se quedó tranquilo. —¡Zas! —El chico se quedó de piedra. El inesperado coscorrón le había sentado como un martillazo—. En esta cocina se hace lo que yo diga —volviéndose a escuchar la música. —Pero los caballeros no cantan —haciendo un mohín de enfado. —Cabezón. Cabeza de tutuma. ¿No ve que si los caballeros cantaran la vida sería hartodistinta y todo el mundo viviría biensingo, no más? —Pues no —contestó lloriqueando—.Usted misma me dijo no más, que los caballeros no saben más que de política. —¡Ahhh! ¡Por desgracia! —Es que no entiendo nada y usted me está haciendo enojar. —Pues no se me enoje tanto y póngase a leer sus tebeos. —Los tebeos son para bebitos y yo soy un caballero—agarró el tebeo con rabia y lo tiró al suelo. A Doña Olga se le subían los nervios por la sangre y a punto estuvo de abofetearle, pero al fin se contuvo. De sobras sabía que ninguno de los dos vivía en una casa normal, aunque el niño aún no lo supiera. Así que probó con otras maneras. Cuando sale el sol, yo busco tus ojos y un tibio rocío se posa en mis labios. Mi pecho palpita con cada mirada, Pero tú, ni me miras, ni me dices nada. Tu voz yo quisiera que me acariciara. Suave, poco a poco junto a mi mejilla. Suave ese susurro, aquí junto a mi pecho Tu cuerpo moreno tosté yo con besos. Cual grano de café que se acerca al fuego Dime que me quieres y baila conmigo esa tonadilla que tú siempre cantas, cuando yo te río, todas esas miradas. Déjate llevar. Doña Olga se le acercó de repente, con esa mirada de las cholitas que buscan novio, como si ese cuerpo trabajado, hubiese regresado otra vez a los quince años. Lucas se moría de vergüenza al imaginar las risas de todos los caballeros que juegan a los naipes. Pero ella le agarró de la cintura, sin pedir permiso y lo espachurró contra su pecho, como haría cualquier madre, llevándoselo en volandas. Lucas se sintió girar como en un tío vivo, mareado y asfixiado entre tanta chicha.
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—¡Viva la política! —acertó a decir antes de ahogarse. No me digas, más nada que no quieras cumplir. No me digas nada que yo quiera escuchar, pues de tu sonrisa no me puedo fiar. Yo que todo te di, nada tú me das. Tomaste lo que querías y prontito te vas. —¡Carajo! —grito Lucas. Estoy buscando un caballero, más no lo pude encontrar. El tiene las manos limpias y yo rotas de harto fregar. Caballero baile cumbias y olvídese de trabajar. Pues más temprano que tarde Todos calvos hemos de estar.
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Aquella mañana El Limpio, se había levantado con el pie izquierdo. Para más colmo, en medio de un atasco monumental, el último mono se estaba poniendo pesado hasta lo último. Para llegar a ser un caballero, tenía que saber lo que era un partido político, un juez y saber quién era ese Hugo Bánzer. El limpio miraba de rato en rato el reloj, con nerviosismo. Si no entregaban a tiempo, la cosa podía peligrar. El niño tenía que pasar desapercibido a la hora exacta, de no ser así podría llamar demasiado la atención y más de uno tendría problemas. — Estamos en el sitio. —El limpio estacionó la movilidad cerca de la zona de entrega, distancia que Lucas cubría en unos seis minutos—. Se ha decidido cambiar la salida. Hoy esperará en la esquina de la avenida Busch con Fortín Corrales. Alguien saldrá a buscarle y le ofrecerá protección hasta la siguiente entrega. ¿Ya? —¿Por qué no quiere decirme quien es Hugo Banzer? Tengo que saberlo. ¡Um!. —El niño seguía con su cabezonería, como es normal con los chiquillos de su edad. Pero aún no sabía con quién estaba tratando. Ellos funcionaban de otra manera. —¡Salí ya, carajo! —Las palabras le salieron entre dientes, como el sonido de una serpiente de ojos encendidos y mirada muerta—. Usted puede perder todo lo que tiene, si sigue así — agarrándole de la corbatita azul—. Seguramente acabará peor que cuando andaba por las calles muerto de hambre. Lucas salió corriendo a lo loco, sin mirar las calles ni a la gente, sorteando coches y doblando esquinas, como si esa última orden hubiese puesto sus pies en funcionamiento. Tenía que llegar cuanto antes, era cosa de vida o muerte. Al doblar la calle de Andrés Ibáñez, tuvo que frenar en seco, pues un policía se acercaba para cortarle el paso. Notó ese sabor metálico de la sangre en su boca, el miedo y la fatiga. Giró la cara en un gesto instintivo, como buscando ayuda. A escasos treinta metros, a sus espaldas, apareció la inconfundible silueta del coche del reparto, con El Limpio dentro. Le venían siguiendo, como siempre, sin dar la
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cara. Pero al momento el coche salió escopeteado, chirriando las ruedas, inmerso en una nube blanca, quemando neumáticos. Cuando el policía le miró de frente, el chico ya estaba totalmente solo, no quedaba nadie del equipo. Quizás cualquier adulto hubiera intentado escapar, aunque resultara difícil. Forcejear ante lo inevitable, tampoco serviría para nada, pero resultaba comprensible, dadas las circunstancias. Incluso cualquiera reaccionaría mostrando rabia y desolación al verse atrapado. Sin embargo Lucas pensó—. Vaya, ya me han pillado. — Toda esa historia encubierta no era más que un juego, una película de buenos y malos o algo parecido. Lo cierto es que se rio inocentemente, sin mostrar ningún miedo, dando a entender que el policía estaba jugando al escondite con él y le acababan de pillar. El reaccionar como niño le había ayudado a distorsionar la realidad y por tanto a ganar confianza. Sin parar de reír, saco un teléfono móvil del bolsillo y comenzó a hablar con su madre. —¡Eh, chiquillo! Por ahí no se va a ningún colegio. No es el primer día que le veo caminar para otro lado. —Le dio el alto en toda regla—. ¿Qué lleva ahí dentro? —Si, mami. —La sonrisa de Lucas se cruzó con la expresión de seriedad del policía—. Ahora lo miró —puso su cartera de colegial en el suelo. La abrió con cuidado y rebuscó entre los libretos y cuentos que Doña Olga dejara en su día en la cocina—. Ya pues, se me olvidó el cuaderno de ortografía. Ahorita voy. El policía observó al niño que se alejaba y sonrió satisfecho—. El nuevo fichaje, es un caballo ganador. Tremendo chango —pensó. **** - **** Al ver al niño en el lugar convenido, un desconocido le salió al encuentro. —Muy bien Lucas. —El niño escuchó la voz justo por detrás—. No te des la vuelta, solo seguíme. Entraron sin saludar en una mercería, pasaron a la trastienda y de ahí a un acogedor patio interior, rodeado de columnas. Un grupo de personas ociosas conversaban amistosamente. Sonaba música chiquitana, en aquel patio ajardinado. Tras un macetero con helechos blancos, un gatito cachorro, miraba al niño. Le dejaron que jugara con otros niños durante una hora, para que se olvidase del susto de la primera entrega del día y así el siguiente cara a cara con el señor Arcadio le pillase desprevenido. En una habitación interior del segundo piso Arcadio escuchaba con cierto placer, el informe que le ofrecía el policía disfrazado y que ahora vestía ropa de andar por casa. Habían matado a dos pájaros de un tiro, fabricando la excusa perfecta para acabar por una vez por todas con la sigilosa ambición de El Limpio. A esa hora, la noticia oficial de la traición de uno de los lugartenientes, ya había recorrido todas las venas de la organización. Ese chivatazo susurrado en los oídos del enemigo y la manifiesta despreocupación por uno de los correos más eficientes, era suficiente para apartarle de este mundo cruel. Los encargados de la seguridad de la ruta habían soltado el chisme, tras la ejecución de la farsa. El pánico se había extendido como la pólvora y por todos los lados se habían escuchado voces que hablaban de silenciar a El Limpio—. Si todos así lo quieren, no seré yo el que se oponga —pensó Arcadio. —Pero dígame, no más. ¿Cómo fue que reaccionó ese chango? —Hijo puta de chango. Habría engañado a su misminga madre —dijo con admiración y rabia. —Ja, ja. Ya pues. Ese es mi chico. Ya creo que estuvo valiente —explotó Arcadio, como si acabara de ganar una apuesta. —Al principio. Ya sabe usted. El chango como que se asustó.
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—Ja, ja. Hijo puta de chango. —Me puse pero que bien serio y le di el alto. —¿Y cómo es que no salió corriendo como conejo? —Porque el chango es bien cojudo y antojado —dijo con una mueca de satisfacción. —¿Cómo fue? —Arcadio estaba disfrutando. —Pues vino hacia mí andandingo, no más. Sonreía tranquilo, como si no fuese la cosa con él. —Dejó pasar un momento para apurar su copa con tranquilidad—. Después sacó un teléfono móvil del bolsillo. Se paró junto a mí y se puso a platicar con su mami. —¿Teléfono móvil? ¿Su mami? Ja, ja. Que me cuelguen. Hijo puta de chango. —Si, se puso a platicar, con la excusa de que había olvidado el cuaderno de ortografía. Ja, ja. Chango Taimado. —¡Si! ¡Si! ¡Si!. —Al mismo tiempo que golpeaba la mesa a ritmo. —Además abrió la bolsa. Para que yo viese que buscaba libros. Después se fue corriendo a su casa para buscar el libro que le faltaba. —Y todo era mentira. ¡Es genial! Pero hay algo que no entiendo. ¿De dónde sacó el teléfono móvil?---. Mandálo llamar. Está jugando en el patio. Pero que no te vea. Al rato subió acompañado hasta la estancia, todavía disfrazado de colegial. El jefe de la organización estaba de espaldas, cuando Lucas entró. —Buenos días Don Arcadio. —Su voz denotaba algo de sorpresa. Arcadio tardó en contestar, pero sin darse la vuelta. —Sentáte Luquitas. ¿Tienes algo que contarme? —Pues, bueno. Más o menos bien. —El niño empezó a dudar. Esa entrevista en privado, no la veía muy clara. Además Arcadio era un tipo bastante distante. —¿Sí? —interrumpió antes de que Lucas se explicara. Lucas entendió que no merecería la pena mentir, así que decidió ir de simpático. —Me encontré con un policía por la calle —dijo todo serio—. Pero me inventé una historia y me dejó ir. —Arcadio carraspeó exageradamente—. Todo fue biensingo Don Arcadio. —Es buenísimo. Otra vez se quiere escapar —pensó. Por otro lado necesitaba meterle un buen susto al chico, ya que Lucas apuntaba buenas maneras con el trabajo, aunque algunas cosas seguía viéndolas con ojos de niño—. Muy bien Lucas, bien hecho. —Lucas sonrió satisfecho, viendo como Arcadio se dirigía despacio hacia él, sonriente. En ese momento recibió un bofetón a traición que le puso la cara del revés. Lucas siguió escuchando un extraño zumbido durante unos segundos, perplejo y lívido. —¿Sabe por qué pasó eso? ¿Ah? —No Don Arcadio —temblaba de miedo. La siguiente bofetada le calló por el lado izquierdo—. No sabía nada, de verdad. Ese Paco apareció por la calle no más. —Arcadio esperó a que el chiquillo se pusiera a llorar. —Ese Paco apareció, porque usted llegó tarde y eso no puede volver a ocurrir. Hágame caso Luquitas, si vuelve a hacer las cosas mal, le ocurrirá lo mismo que a El Limpio. —Arcadio se dirigió hacia la puerta de la estancia, pero en el mismo quicio se detuvo—. Deje ya de llorar Lucas, me rompe las pelotas tanto lloriqueo. ¡Ah!—extendió el dedo índice, señalando al niño—. Tenga cuidadingo Lucas. Siempre hay alguien observándole, aunque usted no lo vea. **** - **** El tiempo pasó. Lucas seguía con la rutina del reparto. No había vuelto a ver a El Limpio,
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desde aquel día en que todo empezó a cambiar. El interrogatorio y posterior castigo, le habían sacado de ese plácido estado de ensoñación en el que vivía. Llegó a sentirse como un principito mimado, que crecía despreocupado entre algodones, colonia y gente amable. Quiso creer que ese sucedáneo de familia, le ofrecía un hueco en sus vidas, un espacio de afectos, un tiempo de amor. Pero recién despertaba. Un espeso dolor empezó a crecerle por sus adentros, al saber que ese falso interés por su persona estaba hipotecado a un precio muy alto. El de ser tan solo una pieza de un extenso puzle, del que se esperaba una obediencia militar y ciega. El miedo consiguió modelar sus afectos hasta hacerle madurar, destruyendo su natural alegría de niño. A partir de ahí tendría que acomodar sus palabras y actos, a lo que sin duda alguna se esperaba de él, hasta convertirse en todo un caballero. Lucas caminaba por la calle, hacia la tercera entrega del día, sin la gracia y desenfado que le servían de camuflaje. Ahora era un soldado disfrazado de niño que se movía siguiendo los pasos de un elaborado plan de ataque, sin espacio para la improvisación y el libre albedrío. Sintió por un momento que alguien le seguía, pero por el rabillo del ojo solo vio a una niña andrajosa que le recordó sus tristes comienzos por las calles de la barriada del plan tres mil. Ella no quería asustarle, tan solo saciar su infantil curiosidad, por lo que decidió no presentarse en ese momento y esperar al otro lado de la ruta a que Lucas entregara la carga. En el punto de entrega, la sirvienta de la casa le pagó con un vaso de limonada, que el niño apuró sin mostrar agradecimiento. Salió a la calle por la puerta de atrás, pues un niño no podía hacer visitas tan rápidas sin levantar sospechas. Tres calles más adelante, al girar una esquina se quedó sin respiración. En mitad de la acera le es eraban los viejos y sucios zapatos que abandonó aquella fatídica tarde en la que aprendió a robar. Sus ojos se nublaron de lágrimas y su cuerpo ya perdía el normal equilibrio, cuando unas manitas sucias, se abrazaron por detrás a su cintura. Después escuchó una voz alegre, una voz de niña. — Hola, me llamo Rosita.
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Introducción
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Los poetas te nombro Epitafio a un alma solitaria Senderos para ir a casa La bruja de Osiri Agur Managua Solo, soliloquio a Freiburg La tragedia de la bella Memories MUNYO
5 8 12 12 13 14 15 16 16 17
Heidelberg más uno El caos que amo Contar en los años Manos musicales Hojas de Fidel Gómez Sánchez de Ernesto Castillo de Ernesto Castillo Balam
19 19 20 20 21 22 23 24 25
Origen La pregunta Sala de espera Sumergido
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Tango Carnaval De Raquel Montaner Los relatos Coyotes El equilibrista
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Lucas (estracto de la novela Chango)
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Los fotógrafos
Los microcuentos
La parte de los artistas
Los fragmentos
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fa n zi n e a l te r | n a ti v o publicación independiente | 2017 | 002
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