come hombres
CON LA LEVE IMPRESIÓN DE estar llegando a un lugar nuevo, arribó a una estación y alguien le dijo que era el infierno. ¿Fue un pasajero o el guarda, mientras manipulaba sobre el mecanismo para abrir las puertas? En el piso de chapa del vagón había dos gotas rojas. Cerró los ojos. No iba a aceptar ningún infierno porque era joven, porque vivía en Castelar y porque su madre lo estaba esperando con la comida. El guarda dijo “parada final”, y a él se le puso la piel de gallina. Las puertas se abrieron. Una niebla blanca desdibujaba las letras del cartel con el nombre de la estación. Se bajó. El tren, contrario a lo que el guarda había dicho, siguió viaje.
Sobre la plataforma, unos adolescentes escribían la pared con aerosoles. Eran tres, dos varones y una mujer;
se codeaban, nerviosos. La pintada decía “comemos niños”. El cartel decía “CASTELAR”. Delante del bar del andén un hombre alto y seco apretaba su saco contra el cuerpo, aferrado a un vaso de vino en el que casi tenía sumergida la nariz. Tosió sobre la boca redonda de vidrio, y se salpicó el pecho y el mentón. El joven pensó que no había escuchado el sonido de la tos. Una señora se detuvo a mirarlo. Estaba muy seria; lo tocó en el hombro y le dijo algo. Él volvió a saber que no podía descifrar sus palabras. Se llevó las manos a la cara, pensando “ojalá recuerde cómo poder llorar”. Imaginó su rostro convertido en una máscara brillante, de cera, con todos los gestos quietos y dos pozos negros en lugar de los ojos. “Volví”, masculló desde la hendija de la boca. “¿Qué?”, dijo la mujer. Él la miraba desde atrás de la máscara, con los ojos fijos clavados en el centro de los dos pozos. “Volví del infierno”, se dijo en secreto, mudo. Y empezó a caminar, con el alma borracha de espanto. Se detuvo frente a su casa, invadido por un sentimiento de desconfianza. “No hay por qué dudar”, pensó, para animarse. La llave giró en falso en la cerradura. La puerta se abrió. En la cocina estaba reunida casi toda su familia. Cenaban. Habían venido algunos tíos, una de esas tías viejas cargaba un bebé entre los brazos. “Hace tanto que no nos visitaban”, pensó, “que no recuerdo ni sus nombres”. Ellos lo miraron amablemente. Todo estaba igual, aunque sin sonido (el vino llenando las copas, el roce de los cubiertos). ¿Se habría quedado sordo? Tal vez, sí, temporalmente sordo. En mitad de la duda lo sorprendió la voz
de su propia madre. Le dijo algo así como “sentate, querido”, con un tono tan grave que le costó reconocer. Intentó encender el televisor. Apretó varias veces la tecla, pero la imagen no aparecía. Verificó que estuviera enchufado. “¿No anda?”. Su madre levantó la vista del plato para decir “no”. Pero no lo dijo. Solo hizo un gesto abriendo la boca vacía de palabras, y sonrió. Él recibió la sonrisa como un adorable regalo de la realidad, como un alivio. No le importaba ninguna otra cosa: había vuelto a su casa y ahora estaba sentado a la mesa con sus parientes, con su hermano menor y sus tíos. Aquella era su familia, y todos cenaban junto a él, sin advertir que el aparato no funcionara, o los ravioles no tuvieran gusto. “La comida preferida de mamá”, pensó. Un par de detalles no iban a empañar este regreso, la infinita alegría de haberse escapado del tren. Estaba concentrado en sus pensamientos cuando alguien lo pateó por debajo de la mesa. Al principio supuso que sería una broma, porque su hermano, que estaba sentado a la derecha, comenzó a reír. Después se volvió una cosa molesta, porque era como si le acariciaran sobre los pantalones, y sintió miedo. De nuevo ese miedo al regreso. Su hermano se había distraído, y ahora la madre era la que lo miraba y se reía. Los hombros de ella se movían hacia arriba y hacia abajo, descubriendo el trabajo escondido de sus manos sobre las piernas del joven. Él apartó la silla. Se agachó por debajo de la tabla para ver qué pasaba. Levantó el mantel colgante como una cortina. Su cara volvió a endurecerse totalmente, sin siquiera pestañar. “Es imposible”, pensó. Ellos, todos los que ahí estaban, no aparecían por debajo de la mesa. Ni sus piernas, ni sus
zapatos, ni la pollera de la madre, ni las caderas de sus tías; solo el esqueleto de las sillas vacías y el telón del mantel. Se levantó. La idea de saberse frente a una escenografía montada para recibirlo, para atenuar su desesperación, lo puso más pálido aún. Los espectros devoraban sus pastas. Sin detalles, ni gustos, ni ruidos. Le indicaron que se sentara, que no había por qué asustarse. —Es una bienvenida —dijeron.
“Abandonen toda esperanza aquellos que entren aquí”. La divina comedia - DANTE ALIGHIERI
ESTOY ATENTO A LA CEBOLLA,
secándome las lágrimas con la manga de la remera, cuidando, a la vez, no cortarme los dedos con la cuchilla. Ya piqué el ajo bien chiquito y tengo separadas las tiras tricolor de los morrones. Sellé los trozos de pollo vuelta y vuelta y los dejé sumergidos en un adobe de limón, mostaza, miel, sal y pimienta. Estoy tomando un malbec Don Nicanor, mientras escucho un aleatorio de Lisandro Aristimuño en youtube. Todo está en sintonía. Hace días que venimos dándole manija a esta noche y quiero que sea perfecta; poniendo fin a la rutina, las peleas y la insatisfacción que nos llevó a construir este cotidiano absurdo y vicioso que nos está matando. Lo hablamos, y decidimos recuperar la magia perdida. Volver a encender la llama de amor desenfrenado de los primeros años, y que vuelvan las ganas de vivir juntos, tener hijos y salir de fiesta a colarnos pastillas de polvos psicodélicos. Prendo la hornalla y pongo la sartén con un poco de aceite de oliva. A los pocos segundos vuelco los morrones, el ajo, la cebolla, y los dejo rehogando a fuego mínimo. Tomo un trago de vino y miro la foto imantada en la heladera: sonrisas de oreja a oreja, destellos claros de feli-
cidad compartida, en unas playas del carajo, poco después de tatuarnos un ocho horizontal que representa el infinito. Suena Perdón y la canto. Por momentos también la bailo, a mi modo, a mi ritmo, con hombritos sutiles y pasos al mejor estilo Travolta en Pulp Fiction. Pienso en darle unas secas al porro, pero cambio de idea; no vaya a ser que me altere los sentidos y me vuelva ciclotímico. Lo que menos necesito en este momento es dudar. Estoy bien así, con el vino, la música y la premonición de una noche de sanaciones. Nina me avisa por whatsapp que ya está viniendo. Hice dos goles, escribe, con un emoticón sonriente. Bien ahí, le pongo, te espero, y cierro el mensaje con una carita con ojos de corazones. Sí, Nina juega al fútbol, todos los miércoles, con las amigas. Llega toda transpirada, con sus calzas, sus pantalones cortos y las medias subidas hasta las rodillas. Así y todo, es hermosa. Me gusta verla, tan ella, tan sensual, tan segura de sí misma. Dejo el celular y muevo las verduras con una cuchara de madera. Echo un poco más de aceite y vuelvo a remover todo. Tiro los trozos de pollo con el jugo de adobe y agrego un poco de vino blanco hasta que queda cubierto de caldo. Pienso acompañarlo con unas papas noisette calentadas al horno, y, por supuesto, más vino. Lleno la copa y me siento en el sillón a fumar un cigarrillo. Solo resta esperar. Seguro que Nina se va a querer dar una ducha antes de comer, así que tengo tiempo de sobra. Pongo las piernas arriba de la mesa y aspiro el humo. Suena Pozo y me concentro en la letra: “… el jueves embriagué mis venas, el viernes misterioso, comiéndole la espalda a la luna…” Pienso que hace mucho que no escribo canciones y que me gustaría tener la banda del hijo de puta este. Pienso que hace mucho que no hago
nada de lo que me gusta. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Si no la veo a Nina me quedo en casa fumando porros y viendo series hasta que se me cierran los ojos y me despierta la alarma del celular. Me levanto y voy a la cocina, convencido de que tengo que hacer algo. No sé qué, pero algo tengo que hacer para no volverme loco ni volver locos a los demás. Pienso, mientras revuelvo para que no se pegue, que todo es mi culpa. Que cuando Nina se enamoró de mí yo era una persona activa, con motivaciones, sueños y una agenda cargada de cosas, lecturas, eventos y toques, a los que siempre me acompañaba. Hoy no le doy más que algunas noches de cine, cenas, o dar una vuelta en auto por la costanera o las playitas de Olivos. Pienso que tengo que estar bien yo para poder estar bien con ella. También pienso que lo tengo que hacer por mí y no por ella, y me tomo el vino de un saque. Voy a llamar a los pibes para volver a ensayar. Voy a levantarme bien temprano y terminar la novela. Voy a empezar yoga y volver al fútbol de los martes. Voy a salir de este encierro y encarar el mundo con otra perspectiva. Escucho el ruido de llaves y me acerco a la puerta. Sonrío frente al espejo y me acomodo el delantal de cocinero. Cuando abre la puerta me sorprendo al ver que no está sola, más por su cara, que por los tres chabones que la acompañan. Tiene los ojos llenos de lágrimas, y una expresión que no le vi en la vida. Uno de ellos la aparta y me encara, al mismo tiempo que otro cierra la puerta. Recién ahí puedo ver que están armados. Recién ahí entiendo todo y no puedo hacer nada para detenerlos. Me paralizo. Todo da vueltas y pierdo el sentido de la ubicación. Un fierro frente a mis ojos y la mirada de un hombre que no voy a olvidar en mi vida. Me habla, sé que me habla
por el movimiento de sus labios, pero no puedo escuchar lo que me está diciendo. Las palabras se pierden y se fusionan con la música en un sin sentido que no puedo descifrar. Entonces la veo a Nina. Un enano y un grandote la tienen agarrada de los brazos y la tironean de un lado para el otro, entre risas que me llegan mudas. Llora desconsoladamente y me mira, con una mezcla de tristeza, miedo e impotencia, que me desgarra el alma. Tantas veces le dije que la iba a cuidar y ahora no puedo hacer nada, ni siquiera mover un dedo para intentarlo. Siento los golpes a mano abierta sobre mi cara. Recién al cuarto o quinto reacciono y retrocedo. Las piernas me responden y hago equilibrio. Sacudo la cabeza y es como si el mundo se centrara otra vez sobre mi eje. Escucho el final de una frase que incluye la concha de tu madre, puto de mierda, y entonces hablo. Tartamudeo. Les digo que tranquilos, que no nos hagan nada, que pueden llevarse lo que quieran. Se cagan de risa, mirándose entre ellos, mientras se pasan a Nina como si fuera una pelota. Tranquilo vos, cara de pija. Acá los que decimos cómo son las cosas somo nosotros, ¿tamo? No sé qué decir. No puedo creer que nos esté pasando esto. Nina se cae al piso y quiero acercarme, pero recibo un terrible golpe en la cabeza que me deja casi inconsciente. No te hagás el superhéroe porque vas muerto, putito. Me arrastro y me siento, apoyándome contra la pared. El grandote levanta a Nina de los pelos y la empuja contra el sillón. Hacen alusión a su boca de petera, a su culo, y le piden que se saque la remera. Son los suplicios de ella, entre lágrimas y los míos. Nada parece detenerlos. Nina se saca la remera ante la insistencia violenta, y se queda con un top ajustado, que también le obligan a sacarse. Yo cierro los ojos y los vuelvo a abrir. Es tal la
humillación que prefiero que me metan un tiro antes de habitar este infierno. La miro a los ojos: no reconozco su mirada, es como si no fuera ella; como si ya la hubiesen matado y quedara solo su cuerpo y sus reflejos. Muerta en vida. Le manosean las tetas, les dicen “tetitas”. Nina ya no llora o, si llora, lo hace en silencio. Yo les pido que paren, que por favor la dejen en paz, lo digo con un llanto ahogado, desesperado, en el que pierdo la última gota de dignidad. Me quiero levantar, pero el que mueve la batuta me apunta en la sien y me aconseja que me quede tranquilo, disfrutando del espectáculo. A Nina la vuelven a agarrar, entre el enano y el grandote, y la dejan desnuda. Primero le sacan el pantalón y la calza de un tirón. Después la bombacha. Mirá la tanga que clavó la puta. A ver esa cola. ¡A ver esa cola!, repiten, y la fuerzan a ponerse en cuatro, mientras la manosean, la cachetean, y yo tengo que soportar todo, ante la mirada atenta, sonriente de goce, del negro hijo de mil putas que me apunta, mientras se manosea la pija a través del pantalón, en una clara insinuación de que lo está disfrutando. Está buena tu piba, hermosa cola. ¿Le hacés el orto? Eh, putita, ¿te hace el orto el cornudo de tu novio o no se le para? Los otros dos festejan el chiste. La agarran de los pelos y le piden a Nina que conteste. Nina los mira, seria, a los ojos, sin decir una palabra. La levantan, y le hacen dar una vueltita. Alto carozo te estás comiendo… una de dos, o tenés mucha guita o tenés mucha pija. Pero no tenés cara de tener mucha pija. ¿Qué onda morocha, la tiene grande tu novio? ¿Te garcha bien? Nina hace el intento de soltarse, pero la agarran más fuerte. El grandote le quiere dar un beso, pero Nina le corre la cara. El enano, agarrándola de la concha, le dice que no se haga la arisca y disfrute, que
al fin de cuentas son pijas. ¿No te gusta la japi? Si tenés una pinta de puta terrible. Olé, le dice al grandote poniéndole los dedos en la nariz, viste qué rico olorcito. Mmm, a conchita transpirada. Sus carcajadas son constantes. Se ríen de sus propios chistes y de nuestros miedos. No sé el tiempo que habrá pasado y no sé lo que nos queda por delante. Nina me mira. No termino de descifrar su mirada. No sé si es odio, desilusión, o si es solo tristeza y resignación. No sé si espera que haga algo, que al menos lo intente, aunque me cueste la vida. Nunca hablamos de esto, nunca lo imaginamos. Pienso que, si de haber ido a buscarla a la parada igual estaríamos pasando por esto o no. Pienso en pequeñas cosas del destino, si ya estaba premeditado y sí o sí teníamos que vivir este momento. ¡Ey, ey! Hay olor a quemado. Es La comida, le digo. ¿Qué estás cocinando putito? Pollo. ¿Pollo solo? A la mostaza, con papas noisette. Miralo al puto de mierda, no te digo. Escuchame, putito, la cosa es al revés, vos tenés que jugar al fútbol y ella esperarte con la comida, por eso te pasan estas cosas. No la sabés cuidar, ni siquiera te dan los huevos para plantarte. Mirala. La humillación me lleva a bajar la vista. ¡Te digo que la mires, la concha de tu hermana! La miro. La tienen de los brazos como a Cristo en la cruz. Aguantá un cacho que apago el fuego. Lo sigo con la mirada hasta que se mete en la cocina. La miro a Nina y de la vergüenza vuelvo a mirar hacia la cocina. Mmm, tiene una pinta esto. ¿Alguno tiene hambre? Capáz en un rato, Tano. Sí, seguro que después de cojer nos pinte el bajón. Es verdad, dice El Tano, volviendo de la cocina. Cojer te da hambre, ¿o no, putito? Bajo la mirada. No te digo que es un puto. Hagamos una cosa. ¿Quién arranca, Tano?, yo estoy al re palo. Esperá, vamos a hacer un juego, va-
mos a divertirnos un poco. Mirá como estoy, le dice el grandote a Nina, llevándole la mano a la pija. ¿Viste, está bien gorda y venosa? Nina se zafa, pero la vuelve a agarrar. No te hagas la arisca y no te resistas porque es peor, te va a doler. Es mejor que te relajes y disfrutes. Nina lo escupe y él le mete un cachetazo que le da vuelta la cara. Yo me levanto, queriendo hacer algo, pero El Tano me sienta de una patada en el pecho, que me deja tosiendo. No te hagás el power ranger y quedate tranquilo, no vaya a ser que te tengamos que romper el culo a vos también. Todo queda en silencio unos segundos, hasta que El Tano vuelve sobre sus palabras. Estaba diciendo de hacer un juego. Te vamos a dar la posibilidad de que a vos y a la puta de tu novia no le hagamos nada. Me gusta ese juego, Tano. ¡Callate la boca!, y no me interrumpas. Se vuelve a hacer silencio. La miro a Nina, noto esperanza en sus ojos. Yo no confío en ellos, pero por primera vez siento algo de alivio. La cosa es así, te vas a tener que cojer a tu novia delante nuestro. Te la vas a tener que cojer bien, con ganas, haciéndonos creer que la están pasando bien. Tipo una porno, dice el enano. Eso, como en las pornos. A lo sumo te vas a tener que aguantar que le acabemos en la cara, pero qué le hace un poco de leche en la cara… Con Nina nos miramos. Percibo la esperanza en sus ojos y me vuelve a destrozar por dentro. Siento que no voy a poder y que la humillación va a ser todavía más grande. El Tano me dice que me pare. Me levanto y me quedo quieto. ¿Dónde querés hacerlo, acá o en la cama? Mejor en la cama, Tano, así los rodeamos. Siempre es mejor en la cama, Tano, así también podemos filmarla desde varios ángulos. Vamo a la pieza, dice El Tano, convencido. La empujan a Nina para que se adelante, y el enano le da una nalgada. Mirá lo que ese culo, ¿por qué no le entra-
mo de una, Tano?, si total no va a poder, nunca pueden. Porque las apuestas, son apuestas, y acá estamo entre hombres, ¿o no?, me pregunta, mirándome a los ojos. Asiento con la cabeza y los sigo. Le dicen a Nina que se acueste en la cama con las piernas abiertas, y la obligan a que se moje con su propia saliva y se toque para nosotros. Nina hace lo que le dicen sin dejar de mirarme, y yo vuelvo a percibir el terror en sus ojos, contagiados por los míos, tan lejos de ella, y de la excitación. Sacate la ropa, que no tenemos toda la noche. Me acerco a la cama, sacándome el delantal, sin dejar de mirarla. De reojo, también puedo ver que se desabrochan las braguetas y se empiezan a tocar. El grandote filma todo con un celular. Sabés los videos que tenemos, de putitos como vos, y pendejas recontra cojidas por nosotros tres, somos los reyes de la cojida. Se cagan de risa y yo siento que me desmayo. Tengo tanta lástima de mí mismo, que no puedo hacer más que mirarla rendido. Si no arrancás vos, arrancamos nosotros, me susurra el Tano al oído. Me saco la remera y el pantalón. Tardo unos segundos en sacarme el calzoncillo. Las risas son inminentes. No te digo que es un pito chico. La angustia me explota en el pecho y no puedo parar de llorar. Me acerco a Nina y le beso la boca. Ella me abraza fuerte y me susurra un te amo al oído, que me destroza, y me quiebra en un llanto desconsolado, que provoca más y más risas. Les pasa a todos, me vuelve a susurrar El Tano, ninguno se puede cojer a sus novias en esta situación, y menos los pitos chicos maricones como vos. La vuelvo a mirar a Nina: no llora, no hace nada. Solo me mira, y por primera vez siento que no hay rencor, o por lo menos quiero convencerme de eso, para mi tranquilidad mental y egoísta. Por primera vez siento que nos separamos y que no habrá
un mañana después de esto. Me piden que me corra, que salga y yo la abrazo con más fuerza, mientras me tironean, y me pegan a puño cerrado, hasta que escucho tené un poco de dignidad, hijo de puta, que me termina de hacer caer todas las fichas. Antes de soltarme le pido perdón al oído. Nina cierra los ojos y entre llantos empieza a putear. Yo me alejo hasta chocar contra la pared, y me siento hecho bolita. No quiero mirar. Escucho las voces, los pedidos de que abra la boca, las risas y los gemidos dolorosos, entre llantos y espasmos. ¿Así te gusta, putita? Chupala bien o te cago a corchazos. Así se coje, maricón, ahora sí que va a saber lo que es una buena pija. Me tapo los oídos con las manos y me muevo como en una mecedora, deseando despertarme de una pesadilla que es real. Los gritos y los gemidos aumentan, y yo me acurruco más y más, suplicando en voz baja, para aislarme de este infierno, mientras pienso en cualquier otra historia que me remita a un dolor ajeno y lejano, en el que no existimos nosotros.
muchas veces, hice películas, canciones, traté de olvidarla. Ahora, como cada tarde en la hora sin sombras, vuelve a mí. Y vuelve tan vívida que estaré en estado de trance hasta que termine de contarla. Lara está desorientada. La última vez que estuvo despierta la rodeaba una multitud, ¿nunca más va a estar rodeada de gente? Sabe que no se despertó porque sí. A la distancia ve una casa alpina y escucha el ruido del mar, coordenadas precisas para saber que está en el bosque, ¿en qué bosque? Lejos de su casa, lejos de todos lados como para estar acostada, hundida en la tierra, ¿cuántas lluvias pasaron desde que se detuvo en ese lugar? Le cuesta moverse, tiene los músculos entumecidos y bichos bolita, arañas y caracoles viviendo entre su espalda y el suelo, ¿tiene clímax un ecosistema? Una lombriz, larga, larguísima atraviesa de un omóplato a la cintura y le da un escalofrío, un golpe de realidad para terminar de entender quién es y para saber qué es lo que tiene que hacer. Joan se mira al espejo por última vez. No se toma un saque de merca, ¿eso ya no lo hacen los malos? Se mira y baja la vista hasta la cintura, se abre la túnica que lleva puesta y desliza la daga, se la coloca del lado de adentro, baja con mano firme y se roza la ingle, justo cuando parece que va a detenerse sigue un poco más y ESTA HISTORIA YA LA CONTÉ
ahí, recién ahí, dentro de su carne, entre el tejido adiposo y el músculo, apenas rozando la femoral, se detiene. Lara corre por el bosque. Joan camina en círculos, está en una casa antigua en la que ya pasaron cosas semejantes, fue la casa de un gobernador. Lara huye o se acerca, no se sabe, corre por el bosque, eso está claro. Joan tiene a Marga, Santiago y Anabella atados al piso. El fuego ilumina la habitación, la ilumina y la oscurece a ritmos que solo proyectados al infinito serían previsibles. Marga, Santiago y Anabella no saben sus nombres. ¿Cada uno sabe el suyo pero no sabe el de los demás? Considerando la cantidad de golpes y magulladuras que tienen en la piel y es mucha la piel que hay para evaluar, se podría llegar a la conclusión de que apenas recuerdan sus propios nombres. ¿Cuántos golpes se deben recibir para olvidar el propio nombre? No están crucificados, es necesario aclararlo. En el medio, un tambor de chapa, sostiene el fuego. Joan camina entre ellos. Lara no vuela, corre por el bosque. En la puerta de la casa hay un Renault Cuatro oxidado, sin ruedas. Hay rejas en el frente de la casa y cuatro perros, uno tiene sarna y renguea. En el auto, duermen los hijos de los que en algún momento okuparon la casa. Con el tiempo, padres e hijos se volvieron seres despreciables y ahora duermen ahí, con la boca abierta y un hilo de sangre que va desde el interior de las orejas hasta el tapizado roto y de ahí a un pedazo de goma espuma donde se hace un charquito y donde la sangre de los hermanos, que es la misma, se vuelve a unir, ¿después de muertos podemos volver al incesto? Lara está vestida y corre. ¿Corre como el demonio? Joan camina entre los tres jóvenes que están en el piso, da una vuelta en un sentido y luego rebobina, camina para
atrás. Pisa cerca, muy cerca de los genitales pero sabe que es mejor el miedo que el dolor, por eso no pisa. No levita, ya sabe, se lo dijeron o lo leyó, que solo se levita una vez en la vida y no quiere apurar ese momento. Joan camina en círculos hasta marearse, hasta que se mete el meñique en la boca, con una uña retorcida, y lo saca lleno de algo triturado, ¿ciruela? Con el mismo dedo, con la punta de esa uña, les delinea en la frente un símbolo a cada uno: son los arcanos del azufre, el mercurio y la sal. Anabella es la primera, a Marga le toca el segundo y a Santiago, el último. Con la saliva saca una pasta viscosa y el trazo es tétrico. La uña mugrienta que se dejó es uno de los detalles innecesarios que agregó para su último día. Ya no se preguntan si ese es el final de la jornada. Ya se les pasó la ansiedad, se les desdibujó la idea de una clausura. Se deshizo el final para ellos. Lara corre como si fuera inmortal, como si sus músculos no produjesen ácido láctico cada vez que se contraen, como si su corazón no bombease doscientas veces por minuto para mantener a todo el cuerpo abastecido de oxígeno, como si la línea que le surca la frente no estuviese llena de sangre. Lara corre pero no detiene el tiempo ni vive el día de la marmota. A ella no le gusta el cine. Joan camina en círculos, es un cerco para retener eso que poco a poco se les escapa a Marga, a Anabella y a Santiago. ¿Estaba escrito? En el Renault Cuatro oxidado una mosca estira su trompa hasta la sangre que no llega a absorber la goma espuma, retrae la trompa y, segundos después de succionar, muere. Cuando Lara, sin parar de correr, sale del bosque, deja a sus espaldas un largo sendero zigzagueante, donde diversos terrones de tierra sobresalen entre la gramilla con
forma de beso, literal, y donde las mismas hebras verdes se comienzan a cristalizar, en serio, y si bien no se vuelven del no-color del cristal conforman una estructura lo suficientemente dura y rígida como para que la vida ya no esté más presente en esa red de hojas y raíces que es el pasto y el yuyo, grandilocuente pero real. Lara corre y sabe por qué. Sabe que no huye de nadie. Sabe que el único capaz de construir un disparo de nieve no existe más y que no hay nadie más vivo con esa capacidad. Lara es frágil, tan frágil como el cristal de los pastos que deja bajo sus huellas, pero con los años se ha vuelto dura. Se sabe, duro y frágil, cuando se quiebre va a explotar en mil pedazos. Cada uno podrá guardar un pedacito de ese cristal, ¿hacerse un colgante?, pero para ese momento faltan varias generaciones. Nadie, por ahora, tendrá una esquirla suya. Las distancias se acortan. Lara tiene por delante unos cuantos kilómetros pero en la casa del gobernador todo ocurre con lentitud, un minuto de la reja hacia adentro puede durar casi una hora dependiendo de las condiciones climáticas del exterior. Lara corre y empieza a imaginar lo que sucede. Lara imagina la verdad, desde chiquita sufre ese mal. Hay un volumen, una especie de concentración de energía en esa casa que le permite percibirlo con claridad. Cada paso que da, ahora, sobre el pavimento, le abre más percepciones sobre la casa. Algunos olores, semanas de perros y humedad, días de sudor de esos tres pobres que están en ayunas hace casi una semana, miedo. Lara nunca supo si todas las personas huelen el miedo, nunca supo si el miedo tiene un olor pero sabe con seguridad que ella, por lo menos ella, percibe el miedo de su entorno a través del olfato. Entre esos olores que se van transformando en recuerdos o en la
memoria de la casa o lo que sea, en un dato que aporta información sobre el pasado, empiezan a visualizarse algunos colores, destellos, el brillo de un metal que corta el aire, el reflejo de una cara en un espejo, una mano magullada por las ataduras, una túnica negra, vista desde el suelo, que con sus movimientos deja ver una pierna blanca que va siendo bañada en sangre, de arriba hacia abajo, y una daga, muy cerca de los testículos, que no deja de hacer su trabajo y va, cada vez más, deshaciendo la femolar. Primero es lento pero en un instante la sangre cae a borbotones, las cosas que ocupan un minuto se concentran en pocos segundos hasta que lo que ve o imagina, ni ella lo sabe, termina por coincidir con el presente, ¿se actualiza? De la pierna le caen borbotones de sangre a Joan mientras con la uña del meñique les hace los dibujos en la frente y saca la daga que tiene atada a la cintura y en ese momento Lara sabe que no está huyendo, ¿recién ahora lo sabe?, por fin sabe que ese impulso incontrolable por la carrera va dirigido a un único lugar y deja de pensar en lo que allí sucede para concentrar todas sus fuerzas en las piernas que corren sobre el pavimento casi sin tocarlo. Lentamente, a medida que Lara se acerca, la casa se va transformando, se borra su historia, se deshacen las huellas de los cientos de cientos de pasos que hay en las escaleras, las tablas son nuevas otra vez, los postigos se enderezan, la sarna del perro desaparece con el perro, ella tiene un don. Para cuando pisa con sus pies el 4400 de la calle Garay, se borra la placa de bronce que quedaba al costado de la puerta, tapada por el siempreverde que todo lo ha ganado. El bronce ahora dice Asilos Magdalena, ¿por qué?
Lo que no pudo ver Lara, mientras corría, es que Joan sacó la daga que le mantenía la herida abierta y con un movimiento torpe y lento abrió el cuello de Marga, con un movimiento un poco más preciso, desgarró la traquea de Santiago y por fin, con desgano, abrió la garganta de Anabella haciéndole una boca debajo de la boca, con sus labios y todo, con cartílago o algo que hace, las veces, de diente flojo. Aunque no lo imaginó, Lara lo supo, ¿la deducción es más difícil que la adivinación? Joan caminó hasta la puerta del cuarto y salió a un pasillo que lo unía con las demás habitaciones. Ahí dentro, Marga, Anabella y Santiago se desangraban en silencio, ya sin quejidos, solo con una burbuja que se arma y se desarma en el tajo del cogote. En ese momento llegan a la conclusión de que antes de morir ninguna vida pasa por los ojos de quien muere. Solo la soledad, a medida que se acaba el dolor. ¿Por qué saben eso, solo se aprenden cursiladas después de la muerte? Lara, en pocos pasos, supera la reja del frente de un salto y se detiene un segundo delante de la puerta de madera, altísima, sobre todo al lado de ella, que no pasa el metro sesenta. Con mucha suavidad, abre la puerta y el olor le invade la cabeza: ya no hay miedo, solo tres personas al borde del colapso. Y una cuarta que ha comenzado a desangrarse. El Renault Cuatro no importa para ella. Casi no existe. Corre por el hall de entrada y después atraviesa un largo living para subir una escalera desvencijada que da al pasillo y del pasillo a cada una de las habitaciones. Solo una puerta es la correcta. Lara ya no corre por el bosque. Ahora está en una casa. Lara ya no huye de nadie, va hacia Joan. Ya no teme a la muerte, la conoce.
Joan devolvió la daga a su lugar, la puso sobre su cuadriceps y fue subiendo y presionando, se abrió la ingle, el estomago, subió hasta la axila y bajó hasta la muñeca del brazo izquierdo. Un corte de un metro de largo por dos o tres centímetros de profundidad deberían darle una muerte rápida pero no, eso no va a suceder, porque entra Lara, que nunca patea una puerta, pero la empuja con tal fuerza que es lo mismo. Joan se sienta en una silla y la mira. La luz de la calle entra por la ventana y da en su espalda. Ella está de frente a la ventana y su cara se ve amarillenta. Cientos de gotitas de sudor decoran su frente y sus mejillas, resaltan sus pecas. Es una niña. Él espera morirse pronto. No quiere regalarle nada. Ella quiere robar lo que ha sido robado. ¿Especula con los cien años de perdón? No es una justiciera pero está armando un ejército y cada soldado vale su peso en oro. En oro, en azufre, en mercurio o sal, para Lara da lo mismo. No termina de cerrarse la puerta que la sangre de Joan arranca a gotear con lentitud, todo se condensa, ya no cae a borbotones. Él y ella saben lo que está sucediendo y a él no le gusta nada. Ninguno ríe. Tienen miedo. Te esperaba antes. Siempre supe cuándo llegar. Antes era temprano. Ahora es tarde. Tarde es para esos tres que están ahí. ¿No había alguno mejor? Se hace lo que se puede. Son jóvenes, son míos. Eso está por verse. Joan levanta la daga y antes de clavársela en el esternón, la mira y sabe que no podrá bajar las manos. Te quiero frío, despiadado y mortal. Te quiero lejos de acá. Es una lástima que hayas tardado tanto tiempo, me diste los días, las horas, los segundos, todo lo necesario para recuperarme y venir.
Lara está parada delante de él y ahí él se entera que levitar no es para una única vez en la vida. Sus quince años parecen mil a juzgar por el rictus. Joan sigue con los brazos en alto, con la daga a punto de bajar pero hay una fuerza que lo sostiene contra la pared. Cuando ya se comenzaba a redibujar la idea del final para los tres, Marga se movió como si una larga pluma recorriese sus vértebras. Un despertar brusco, una cosquilla casi dolor, un salto y un mantener quebrado el espinazo como una loca. La daga se deshace, primero se convierte en una daga de sal, luego en una daga de azufre y por fin en una daga de mercurio y se deshace entre las manos de Joan y cae sobre su cabeza y lo vuelve loco, como al sombrerero, lo vuelve loco el azufre que al contrario de la corriente le llena el cuerpo de contracturas y ni hablar de la sal que le reseca la piel como si hiciese años que vive sobre un barco en alta mar. Joan empieza a pensar las cosas que tendría que haber hecho para que esto no sucediera, reconstruye una trama inexistente para evaluar la posibilidad de que Lara no lo encontrase, las fuerzas se le agotan, sabe que es cuestión de tiempo, por más lenta que sea la hemorragia, no se va a detener y va a haber un instante en el que el daño sea irreversible y ahora que está quieto e introspectivo, no se explica cómo levantó el brazo izquierdo, se lo pregunta porque ve tantas cosas salir del corte que atraviesa la axila que se imagina que algún tendón, algún nervio debería pasar por ahí, debería estar cortado. Las cosas están libradas al azar, piensa, y Lara le canta: “cuando yo te vi, en la lluvia me prometiste tu sangre”. Se lo canta y le sonríe. Joan piensa alternativas, se da cuenta de que le falta poder para lograr un disparo de nieve que por fin ponga la cara de la niña contra la tierra y las pecas se le
confundan con la sangre y el barro y se le caigan una a una. Marga, que se había movido, recibe una fuerza que la agarra del diafragma y la lleva hacia arriba, y la tira hacia el techo de forma que manos y pies cuelgan por un segundo hasta que la fuerza se detiene y la gravedad vuelve a actuar de manera uniforme. Cuando cae y choca contra el piso, Anabella y Santiago abren los ojos. Para ellos no hay final. Joan entiende que está perdido. Que perdió. Lara sigue concentrada, perdida en una lucha que ya no tiene que ver con él. Durante veinte años estuvo preparando ese momento, buscando a las personas indicadas, entrenándose, memorizando las palabras, estudió anatomía para saber dónde hacer y dónde hacerse los cortes. Los últimos cinco años se dedicó a encontrar a las tres personas y en el último mes los puso en cautiverio. Ellos nunca se imaginaron que ese nuevo amigo, que se había acercado con diferentes excusas o generando extraños contratiempos iba a ser su asesino. Hasta llegaron a quererlo por un rato, tuvieron charlas importantes, les dirigió la vida en lo que pudo para que se mantuvieran cerca de él porque sabía que eran los tres elementos que necesitaba. Los motivos para que eligiese a esos tres y no a otros son desconocidos pero seguro que no fue un proceder arbitrario. Las fechas de nacimiento, las cartas astrales, los nombres, las familias, la sangre, los ojos, las lecturas, la ira, el miedo, los colegios, las parejas, los deportes, las adicciones y otros detalles fueron cosas que tuvo en cuenta. ¿Él sí ve un flashback de su vida antes de irse? El brazo izquierdo, el de los cortes, por fin se cayó y golpeó contra la silla y generó el desbalance suficiente como para que cayera de ese lado. Toda la sangre retenida
surgió en un segundo y, sin hacer mucho enchastre, se esparció rápidamente por el suelo hasta abarcar una gran superficie. Antes de que llegara a Lara, ella abrió los ojos y tomó con la punta de los dedos el manto de sangre, levantó una de las puntas y lo tapó como si lo cobijara, luego rodeó su cuerpo y levantó otra de las puntas para terminar de taparlo. En ese momento, aparecieron los tres perros y lamieron el coágulo de sangre hasta deshacerlo. ¿Y el cuarto?, ¿el de la sarna ya no volvió? Lara salió de la habitación hacia el pasillo y de allí a la escalera. Cuando atravesó la puerta del primer ritual, Santiago se estiró desde el piso con su mano magullada y abrió el picaporte. Los tres, Marga, Anabella y Santiago, se arrastraron sin que Lara se diera vuelta, por momentos muy lentamente, por otros, víctimas de espasmos, avanzaron tras ella, arrastrándose, superponiéndose, subiéndose uno arriba de los otros y viceversa, como ratas, como abejas; en el umbral de la escalera, por fin se pararon. En el umbral de la escalera volvieron a ser tres individuos separados. Lara bajó ignorándolos, no quiso advertir nunca el peligro. Lara llegó hasta la puerta y la abrió y luego, hasta la reja y ahí se detuvo. Ellos, cuando llegaron al umbral de la puerta y la vieron frenarse, volvieron a acostarse y se deslizaron por el piso hasta poco menos de un metro. Entonces, Lara giró sobre sus pies y los miró. Ellos agacharon la cabeza. Ella estiró su brazo y uno por uno la miraron a los ojos y lamieron su mano. Lara dio un salto y en un movimiento estuvo del otro lado. Anabella pasó entre las rejas y Marga y Santiago, que no eran tan flacos, lo lograron después de dejar algunos pedazos de piel y carne mezclados con el óxido. Ella corrió hacia el bosque y ellos se arrastraron y cuando
la perdieron de vista no se desorientaron, sabían perfectamente cuál era su norte. Una vez más y de forma definitiva, que quede claro que esto no es una pregunta: ellos no tienen fin. En la casa, detrás de las rejas, los perros siguen comiendo el coágulo en que se transformó Joan. Y en el frente, el Renault Cuatro arde, por el cebo de los hermanos y por la chispa de Lara y lo que ella no controla pero sucede a su paso. Arde e ilumina las paredes, el hall y la calle con un ritmo, que de prologarse al infinito, se tornaría previsible. Nunca la vi ni creo que la vuelva a ver, luego de ese día estoy perdido en los pasillos de este lugar, cuento y recuento la historia, las voces se multiplican en mi cabeza hasta que escucho la voz de alguien, más fuerte que la mía, que ya ha reunido un pequeño grupo de personas que va creciendo, así salgo de mi recurrente déjà vu y me dispongo a escuchar la historia que este hombre se dispone a contar.
SILVA, EL GUÍA, FUE BIEN claro:
—No les tiren a las cotorras —dijo—, a cualquier cosa, menos a las cotorras. Estábamos en Campo Largo, a unos cien kilómetros de Resistencia, con la idea de cazar patos. Al menos ésa había sido la idea inicial de Migue, los patos. Pero pasadas unas cuantas horas en medio del monte, olvidó la cuestión y empezó apuntarle a lo que tuviera enfrente, incluidos Silva y yo. A mí nunca se me hubiese ocurrido cazar, no me gustaba hacer ejercicio de ningún tipo, y mucho menos eso de matar animales. Pero en los últimos meses la insistencia de Migue se había vuelto enfermiza. No pasábamos un buen momento, ni Migue ni yo, cada uno metido en mil problemas, y él entendía que “hacer algo distinto” nos levantaría el ánimo. Cuando alguien, no sé quién, le vino con el asunto de la caza, se entusiasmó con un fervor exagerado. Usó argumentos un poco traídos de los pelos para convencerme: que la caza es buena para el estrés, que te abre la mente, que te mantiene en forma... llegó a decir que en el interior del Chaco los patos eran una plaga y que nuestra cacería podía ser una manera de aportar al equilibrio ambiental. Hizo después un par de averiguaciones, los mejores lugares, el costo, la escopeta más conveniente, y puso más empeño a la tarea de entusiasmarme. Supongo que
–junto con su insistencia de meses– mi propio malestar y mi terrible aburrimiento me empujaron a decir que sí. Tuve que comprar borcegos, chaleco cazador y pantalón de grafa. También compré un gorro especial, según Migue necesario para algo que olvidé al instante. Me puse el uniforme completo y me paré ante el espejo. Me sentí un idiota, como si me alistara para una fiesta de disfraces. Pensé en llamar a Migue y suspender todo, que ocupáramos el fin de semana en otra cosa, pero él se me adelantó con un mensaje de texto: “En camino”. Eran las cuatro de la mañana cuando estacionó el auto frente a casa. Abrí la puerta trasera para acomodar unos bártulos y me encontré cara a cara con un pato de plástico. El pico torcido y los ojos medio virolos le hacían una mueca perturbadora, el juguete de un nene desquiciado. —Son señuelos —me explicó Migue, que pescó por el retrovisor mi gesto aprensivo—, en el baúl hay más. Subí al auto y, entre que me acomodaba en mi asiento, la ínfima luz del interior me alcanzó para ver a pleno la cara de Migue, los ojos caídos y la expresión cansina. —Vos no dormiste nada —dije. —La ansiedad —contestó, y probó una sonrisa que quedó a medio camino, un gesto tan feo como el de su pato de plástico. Llegamos a Campo Largo bien pasadas las cinco. Allá en el horizonte empezaba a dibujarse la línea rojiza del amanecer. —Podemos dar unas vueltas por el pueblo —dijo Migue—, total tenemos tiempo.
Puso el auto a paso de hombre y anduvimos así, como al tanteo, por las calles vacías. Apenas si había unos cuantos perros fiaquentos que no nos llevaron el apunte. Le hice notar a Migue el silencio, los ranchos desvencijados y las construcciones comidas por el sol. —Esto es como tierra arrasada —dijo él, aun más grave y más solemne que yo. Cebé unos mates, para distraernos, mientras Migue apuntaba el auto de vuelta hacia la salida del pueblo, donde había quedado con el guía. Le pregunté de dónde lo había sacado al tipo, qué referencias tenía. —De internet. —Contestó, como si tal cosa, y se excusó con otra de sus sonrisas estrambóticas antes de agregar:— Es de confianza. Silva, sin embargo, no parecía un hombre de confianza. Tipo parco, de pocas palabras y con un tic inmundo: a cada rato se hundía un meñique en la nariz y hurgaba hasta dar con alguna porquería. Después, en silencio y parsimoniosamente, estudiaba el dedo, el producto de su pesquisa. Lo encontramos recostado sobre un árbol, junto a la ruta. Migue frenó el auto en la banquina y bajó a los gritos, como impostando entusiasmo. Yo bajé atrás de él. —Acá estamos, amigo —dijo Migue. —Llegan tarde —respondió Silva, bien secote. Después olisqueó el ambiente, como si percibiera algún olor extraño, y nos dijo que metiéramos el coche monte adentro, para camuflarlo. A Migue no pareció que le gustara la idea, pero tampoco le dieron ganas de polemizar, así que se metió de nuevo en el auto y maniobró un buen rato hasta que consiguió dar con un claro donde estacionar. Para no hablar
con Silva –me incomodaba no saber qué decirle–, hice de cuenta que guiaba las maniobras de Migue: “Seguí, seguí”, “despacio”, “frená”, ese tipo de indicaciones, que acompañé con movimiento de manos. Migue bajó empapado en sudor, como si acabara de hacer flor de ejercicio. Dio un par de resoplidos, se frotó las manos y dijo: —Bueno, vamos por esos patos de mierda. Pero el asunto fue más bien engorroso. Bastante aburrido y esforzado, de hecho. Nos cargamos las mochilas y el resto del equipo y arrancamos una larga caminata. Había que apartarse de la gente, dijo Silva, nunca falta el hincha pelotas que te hace lío por cualquier cosa. De a poco el monte se fue haciendo más espeso y difícil. También más húmedo. Cruzamos unos cuantos alambrados que me hicieron suponer que caminábamos por terrenos con dueño. Me lo confirmaron unas vacas que pastaban en silencio, orondas entre los árboles. Había, también, un tremendo olor a podrido, como de animal en descomposición. —La próxima vez —dijo Silva de repente y sin que viniera muy a cuento—, deberían conseguirse un perro. Migue –que venía encorvado por su mochila, a duras penas y mucho peor que yo– se prendió del tema del perro para iniciar una conversación. Que cuál era la raza más recomendable, que dónde y cómo se lo adiestraba... No recuerdo que Silva respondiera alguno de los interrogantes de mi amigo. Llegamos por fin a los pies de un gran bañado y entonces Silva dijo que muy bien, que estábamos en el lugar perfecto. A mí, sin embargo, el lugar se me hizo odioso, no había siquiera dónde sentarse a descansar sin que aca-
baras mojado. Y para colmo el sudor, que me cubría el cuerpo entero por debajo de la estúpida grafa. Pero tampoco hubo tiempo de descansar. Migue me dio tres de sus horribles patos de plástico y él se llevó el resto, unos cuatro. Con desdén, como si los señuelos fueran nomás una coquetería, algo al pedo, Silva nos señaló dónde ubicarlos. Caminé con los tres patos por el monte, hundiéndome en el barro a cada paso. Clavé los dos primeros señuelos en sus respectivos sitios, pero dejé el último en un lugar cualquiera. El agua y los yuyos me llegaban a las rodillas y ya no quise avanzar. Sentí, además, el grito de un pájaro y temí que fuera un pato de verdad, de carne y hueso quiero decir. Pensé que, por ahí, al pato le daría por atacarme, por venirse en defensa de su amigo de plástico. Salí del agua a las apuradas, con un miedo ridículo pero inevitable. Silva me dijo después que no, que lo que yo había oído no era un pato, sino una semejante cotorra. Para las diez de la mañana yo estaba, además de incómodo, soberanamente aburrido. Migue me había pasado una escopeta muy vieja o ya con mucho uso, porque la culata de madera estaba plagada de rayaduras. También me dio tapones para los oídos. —Por los disparos —me dijo, como si supiera mucho del asunto—, si no estás acostumbrado te pueden reventar los tímpanos. Cuando Silva se enteró de que en mi vida había yo disparado un arma de fuego, elevó los ojos al cielo y dijo que él no estaba para ser niñera de nadie. Me pareció, la suya, una frase de lo más trillada, pero un poco por recato y otro tanto para calmar los ánimos se la dejé pasar. Además, si queríamos que las cosas funcionaran, no le
quedaría más remedio que enseñarme un par de trucos, algo básico. Fue Migue, sin embargo, el que tomó la posta. —Lo importante —dijo, haciendo la mímica del procedimiento—, es que agarres el arma con firmeza, las piernas bien plantadas, el hombro fuerte y la respiración tranquila. Me molestó que Migue me hablara de esa manera, que muy poco tenía que ver con él y que no era otra cosa que ganas de impresionar al insoportable guía. Para colmo Silva siguió en sus trece, que le hacíamos perder el tiempo, que éramos unos irresponsables y que no, que cazar no era nomás agarrar una escopeta y disparar. Quise hacerme el gracioso y agarré el arma al revés, la culata apuntando al cielo, a algún pájaro, y el cañón apuntándome a la cara. Silva simplemente me señaló con un dedo índice, que movió de arriba abajo, no supe si a modo de advertencia o de simple y llana amenaza. Después se alejó hasta unos árboles y ahí se quedó, recostado, mirando con mala cara cómo Migue me daba recomendaciones vagas y, al menos para mí, absurdas. Apostado en un punto estratégico, a una distancia bien determinada de los señuelos, ensopado en juncos y agua y con la vista fija en el cielo, pensé en mi vida, en las cosas que había hecho mal. Se me vinieron en tropel recuerdos de infancia, la juventud que eché a perder, pero también distintas maneras de encauzarme. Se me ocurrió que, de una manera extraña, más bien involuntaria, Migue tenía razón: la caza te despeja, te abre la mente. De repente veía todo tan claro. De haber tenido el celular a mano hubiese hecho un par de llamadas, un pedido de disculpas por aquí, una puteada por allá. Los ojos se me llenaron de
lágrimas y me dejé ganar por una media sonrisa que dediqué al cielo y a los patos que –lo confirmé en ese momento– en modo alguno pensaba matar. Pero no había patos por ningún lado. Algo me rozó la espalda y me di vuelta de un salto, con la escopeta agarrada por el caño como si fuera un palo a punto de golpear contra algo. —Tranqui, tranqui... —con los ojos abiertos y colorados, ya una plena cara de loco, Migue parecía un mero muñeco. Tragó saliva y dijo:— ¿Sentiste el silencio? Aún sin bajar la escopeta, paré también la oreja y traté de captar algún sonido: nada, ni siquiera el ruido de los árboles moviéndose por el viento, como si todo el monte se hubiera quedado en suspenso. —No se oye nada —dije. Entonces sonó, como si lo hubiéramos invocado, el grito de algún pájaro. —Una cotorra —dijo Migue. No sé cómo, pero abrió los ojos aún más cuando lo dijo. Me hizo una seña, que me quedara en mi lugar, dio media vuelta y se alejó, agachado como si cargara una gran joroba. A los pocos minutos escuché el primer disparo. Tan silencioso estaba todo, que sentí el estampido como un golpe en la boca del estómago. Antes de que pasara el efecto, sonó un segundo disparo, y trascartón una seguidilla apenas cortada por el tiempo que lleva recargar una escopeta. Después vinieron los gritos de Silva: —¡Pará…! —decía— ¡Pará, loco de mierda…! Me enderecé –no mucho, apenas lo suficiente como para captar el motivo y los orígenes del escándalo– y vi a Migue, escopeta en alto, tirándole al vacío. Silva corrió hasta quedar junto a él, junto a Migue, y le dijo algo que
no alcancé a escuchar, supongo que alguna puteada. Aun así, Migue disparó una última vez antes de bajar la vista y hacer foco en el guía. Miré instintivamente al cielo, hacia donde apuntaba mi amigo, pero no vi más que el enorme cielo encendido. Cuando bajé la vista, Silva ya tenía en sus manos la escopeta de Migue. Me acerqué a ellos lentamente, un poco por lo dificultoso del terreno –el agua, los yuyos, el suelo inestable– y otro tanto para no caer en la volteada, para que Silva no se la agarrara conmigo. Pero el guía me vio y me pegó el grito: —Vení vos también para acá. Apuré el paso como pude y escuché –ahora ya lo identificaba– el alarido de otra cotorra. Miré de nuevo para arriba, pero nada. Nada de nada. Quietos, como obedientes alumnos de escuela, o como colimbas armados de escopeta, escuchamos el sermón de Silva y algo así como que las cotorras son las dueñas del monte, que por eso no hay que tirarles. —… A cualquier cosa, menos a las cotorras —repetía el guía. En otra situación, en otro mundo, la escena tal vez me hubiera resultado divertida. Pero, más que escuchar esos gritos histéricos, yo no había visto un solo pájaro, no había visto nada a lo que se pudiera tirarle. Apenas las vacas, que ahora sentía como animales de otra galaxia. Dónde carajo estaban los patos. Otra cuestión que me ponía los pelos de punta era la cara de Migue, ensimismada, como si no estuviera con nosotros. —¿Vos te sentís bien? —le pregunté. Tardó, cuánto, una milésima de segundo más de lo normal en fijarse en
mí. El labio inferior le colgaba en una mueca medio pavota. —¿Escuchás los gritos? —dijo, casi en susurros. Silva, con su perorata, no me permitió sentir otra cosa más que su propia voz: —Háganme caso: no les tiren a las cotorras. Las que siguieron fueron horas extrañas. Más que nada por el interminable sopor y por el clima cada vez más denso. Pero también por Migue, por el repentino celo con que revisaba mis movimientos y los del guía, como si temiera que de un momento a otro Silva y yo fuéramos a jugarle una mala pasada. ¿Un ataque a traición? ¿Un robo de comida? Qué sé yo lo que pasaba por su cabeza. El asunto es que ya solo se desentendió de mí para seguir los pasos de Silva, cosa que lo ponía en un dilema: ¿quién le acarreaba un peligro mayor? ¿El guía o yo? Lo miré fijo a los ojos unas cuantas veces, como para que cayera en la cuenta de su estupidez. Incluso llegué a levantar el mentón en gesto desafiante, que me dijera de una vez cuál era su problema. Pero no hubo caso, Migue ni siquiera desvió la mirada, al punto que acabé por incomodarme a mí mismo. Decidí entonces concentrar mi energía y mi atención en la cacería. A lo que habíamos ido, o sea. Intenté recuperar el sentimiento anterior, la caza como una manera de abrir la mente, pero la quietud del monte era por demás frustrante. Apenas si sentía la respiración de Migue, agitada, golpeándome la nuca. No sé qué hora habrá sido, tal vez pasadas las cinco de la tarde cuando escuché el aleteo de unos pájaros y el posterior griterío. En vez de apuntar al cielo, me di vuelta
para compartir con Migue el repentino bochinche, y lo descubrí apuntándome con su escopeta. —Qué hacés, pelotudo... —fue lo único que me salió decir. Migue se tomó su tiempo antes de bajar el arma. Una vez que lo hizo me repitió, como cosa muy suya, las palabras de Silva: —No le tirés a las cotorras. Silva y Migue habían hecho definitivamente a un lado la cacería, y se dedicaban nomás a conversar de las cotorras. —Se te meten en la cabeza —decía Silva— y desde ahí te gritan, no paran de gritar. Contó de hombres y mujeres que andaban a la deriva, perdidos en el monte y hablando solos, muy locos, por haber hecho algo contra las cotorras. Por lo general, dijo Silva, eran gente bruta, peones o cosecheros que se mandaron alguna cagada y que van dando lástima por ahí. —No son ellos los que hablan —dijo—, son las cotorras que les manejan la mente. —Tal cual —dijo Migue, asintiendo y a la vez confirmando la leyenda del guía. Siguieron la charla así, en ese tono disparatado, hasta que Silva se la agarraró conmigo. —Acá tu amigo se cree muy vivo, muy inteligente. Migue me miró como si recién me descubriera. Hizo una mueca de disgusto y dijo que sí, que ése había sido siempre mi problema. —Se las da de superado —dijo—, pero debe tener la cabeza llena de cotorras. En realidad lo que yo tenía, bajo la ropa de grafa y bien impregnada al cuerpo, era una mezcla desagradable
de humedad y mugre. La tarde se caía a pedazos y se me ocurrió que en vez de estar ahí, en ese mugriento monte, bien podría estar en casa, orondo frente al televisor. —Es un putito de ciudad —le escuché decir a Silva. También escuché, de fondo pero bien nítido, el grito de una cotorra. Aunque no vi ni distinguí pájaro alguno, alcé la escopeta y empecé a disparar. Disparé una vez, recargué medio a los tumbos y disparé de nuevo. Al vacío. Pegué un par de gritos y volví a disparar. Migue y el guía, a su vez, me gritaron algo, no sé qué, porque junto con los estampidos lo que más se escuchaba, lo que sobresalía en el monte, era el escándalo que armaban las cotorras. A Silva no volví a verlo. Quiero decir que una vez que bajé la escopeta, cuando me cansé de disparar como un enajenado y miré de nuevo a mi alrededor, el guía se había mandado a mudar. Estábamos Migue y yo, con la noche encima y el monte cerrándose sobre nosotros. Y Migue que ahora lloraba, que me ponía su cara de espanto y me decía “qué hiciste, mirá lo que hiciste”. De a poco se fue acuclillando, hasta quedar hecho una especie de feto gigante, más ridículo que nunca. Para colmo con esa ropa de cazador. Fue, digo yo, por el hartazgo que le hablé tan mal: —Dale, pajero, que se nos hace de noche. Me contestó con un sollozo más intenso y con unos gorjeos medio de opa, como si estuviese en medio de una regresión. Me agaché, un poco asustado ya, para decirle que basta, que se pusiera bien, que teníamos un trecho muy largo hasta el auto, pero el muy idiota se levantó de golpe y me pegó un terrible cabezazo.
Caí de espaldas sobre el pasto mojado y, si bien no lo vi, sentí la corrida de Migue, su escape vaya uno a saber hacia dónde, que mezcló con unos gritos insdescifrables. Me quedé así, sobre el pasto, esperando que me pasara el aturdimiento. Cuando quise levantarme –después de un par de minutos– escuché bien clarito el grito de una cotorra. Fue un grito potente y duradero que me atravesó el cuerpo y me dejó a medias levantado, con las rodillas aún clavadas en el suelo. No me preocupé por encontrar a la cotorra dueña de semejante grito –hubiese sido en vano–, esperé nomás que se calmara el ambiente, que volviera el silencio y las ideas se me acomodaran. Pero eso nunca llegó a pasar. El siguiente grito fue aun peor, como si me retumbara en medio de los ojos. Sacudí la cabeza y me froté la cara, pero apenas si conseguí que me vinieran unas terribles ganas de vomitar. Respiré hondo y conté hasta cien, las manos tapándome los oídos. Sentí unas lágrimas cayéndome por la cara y pensé, una vez más, en la idea estúpida de cazar patos. Lo último que probé fue llamar a Migue, pero el grito me salió más bien raro, sin ninguna palabra comprensible en el medio. Fue eso, un mero grito. Después me dejé llevar por el griterío en mi cabeza y me puse en pie para correr, a lo loco, por el monte. Desde entonces no volví a calmarme. Mucho menos cuando descifré la historia que escondía aquel escándalo de gritos. Una historia que era algo así...
“Son nuestros hijos, nuestros pares, nuestros padres, nuestros próximos, nuestro destino. Si no es en el fuego, la eternidad será acá, en este “depósito” de parientes. ¿Mejor una eternidad en el fuego? No lo sabremos hasta probarlo, y si queremos hacerlo, ya lo hemos hecho. Creo que nos vamos a permitir una tercera opción, una donde el fuego los pruebe a ellos.” EL ESPÍRITU DEL ÁRBOL
El sobreviviente por un pasillo agrio hasta una habitación sin puerta. Miró inquisitivamente a los hombres de blanco y uno le respondió levantando los hombros. —Cuando lo trajeron tuvimos que sacar la puerta porque le dio un brote al verla. Como verá, pasó lo mismo con la cama, las sillas y la ropa. —¿Le dieron alguna medicación? —Le dieron una dosis fuerte de Clonazepam, así que aproveche el tiempo. El facultativo asintió, poco conforme con ese dato. No le gustaban los fármacos. Mucho menos las instituciones como aquella. Encontró al muchacho completamente desnudo en la habitación asignada: un cubículo oscuro, pero seco. Sin DOS ENFERMEROS CONDUJERON AL DOCTOR
otros muebles que la silla de plástico en la que se enrollaba, tomado de las rodillas, y un pequeño taburete metálico. El recién llegado observó la habitación palmo a palmo. —Veo que han redecorado a tu gusto... pocas veces permiten este tipo de excepciones. Es claro que sos hijo de tu padre. En fin, soy… —No me interesa su nombre —interrumpió el muchacho, con expresión bajo cero. Le titilaban los ojos. Miraba el traje del profesional con desconfianza. —Mirá, yo soy.... —¿Poliéster? —¿Perdón? —Su traje. ¿Es de poliéster? —Eh…sí. ¿Por qué? El joven se descomprimió, y dejó de tener la vista incrustada en la ropa. —Me importa poco quién sea usted. —Mirá… La verdad es que tu papá está en un viaje importante. No va poder llegar sino hasta dentro de unos días. Me mandó a mí en representación suya —dijo el visitante, sentándose en el taburete—. Es un viejo amigo mío. Fue él quien usó sus influencias para que no te llevaran a otro lado mucho peor que este. Me pidió que hablara con vos de todo este problema....y accedí, porque verás…quieren respuestas, y por más influencia que tenga tu viejo, si esto no se aclara de una vez, la vas a pasar mal. ¿Soy claro? Se le retorció la cara, giró en su rostro un complejo mandala de muecas que no pudo controlar. Al responder, la voz del muchacho sonó a lija, ronca de haber gritado muchísimo:
—Se equivocan. Yo no soy el problema. Como ve, doctor, yo estoy desnudo, y no soy el problema. Nada en esta pieza de loquero es el problema. Hice que sacaran todo lo que podía ser un problema. —No sé qué tiene que ver tu desnudez y los muebles con... —¡Cállese! Si usted no sabe nada, hable menos y escuche más. De hecho, creí que ustedes los psicoanalistas escuchaban el doble de lo que hablaban —Tosió las últimas sílabas, y fue como si muchas otras voces sedadas vivieran en su garganta—. Si usted está acá, entonces es porque querrá saberlo todo de mi boca. ¿Verdad? ¿Verdad que quiere saber la otra versión de los hechos, la del loco? El visitante no se amedrentó. Era su trabajo. Hasta ahora veía en su paciente claras evidencias de una mente perturbada, posiblemente al borde de la esquizofrenia, pero los años de experiencia le decían que dudara, que algo más latía debajo de la capa de obviedades. —Me contaron lo de la biblioteca, lo del incendio, lo de tus.... —¿De mis alucinaciones? —Llamémosle puntos de vista. —Puntos de vista... —el chico miró para otro lado al repetir el eufemismo de su interlocutor y dejó escapar una sonrisa triste mientras gritaba en silencio. Nunca le creerían. ¿Pero, qué importaba ya? Abrazó con fuerza sus rodillas. —Quisiera oír tu historia. Contáme, ¿qué pasó allá? Al hombre del taburete, no le inquietaron los ojos inyectados, ni las turbulencias de carne que se le hacían en el rostro a su paciente cada vez que decía algo. Tomó algunas notas mientras el otro se decidía a confiar en él. Pasados unos minutos entre mirada y mirada, el de la silla
de plástico empezó a vomitar su historia sobre un silencio embarazado de tensión. —Lo de la biblioteca... hijos de puta.... ¡mierda!, ¡qué mierda somos! ¿Sabe? Tienen buenos motivos para hacer lo que empezaron a hacer… —¿De quién estás hablando? —De nosotros y de ellos, que al final parece que tenían razón. —¿Quienes son “ellos”? —inquirió el visitante, eligiendo los tonos adecuados para cada palabra. —Fue culpa nuestra. Siempre la culpa es nuestra. Hace qué sé yo cuántos… miles de años que la culpa es nuestra. Pero quédese tranquilo, porque ya se nos termina el carrete. Y el problema, nuestro problema, no es el haber perdido el hilo, sino el hilo mismo que se tensa para ahorcarnos. Ellos… abrieron puertas, qué digo abrieron, despertaron a las puertas. “Pobre, pobre Dani” pensó el doctor X, en su incómodo banquito de metal. Anotó un “ellos” en su libreta, pero le siguió la corriente, haber cuan largo era el carrete en su cabeza. —Con “ellos” ¿Te referís a tus amigos? Digo… ¿Vos sabes lo que les pasó a tus amigos? El muchacho metió la cabeza entre las piernas e hizo silencio. —Murieron, Dani. En el incendio. —No —rebatió por lo bajo. —Creen que vos empezaste el incendio, Dani. ¿Es cierto eso? —Yo nos lo maté. ¡Yo no los maté! —exclamó al tiempo que se le descomprimían los ojos, explotándole en cataratas de agua salada. Tembló su quijada al hablar, le
tironeaban las heridas en la espalda, que ya empezaban a secarse. Sufrimiento después del sufrimiento, quemaduras que seguían hirviendo, y todavía podía sentir las ramas desgarrándole la piel. El más viejo se acomodó mejor en el asiento, se sentó en posición de un padre que espera recibir la confesión de un hijo. Buscó respuestas. —Si no fue como dicen, entonces es el momento para contarme lo que les pasó realmente. Quiero ayudarte, y la única forma es que confíes en mí, Daniel. Daniel se limpió las lágrimas con el antebrazo. Repentinamente calmo, dio comienzo a su versión de la masacre sabiendo que, de no estar próximo el final de todo, le esperarían largos años de encierro y destructivos tratamientos farmacológicos. De todas maneras supuso que eso sería mejor que la memoria y la conciencia. —Por lo que sé, empezó con la muerte de un tipo que coleccionaba libros. Libros raros. Su hermana, una vieja con toda la guita pero totalmente ignorante, pensó que donar los libros a la biblioteca popular podría satisfacer los deseos del hermano muerto. Bien. Digamos que la señora no tenía idea de lo que hacía. Su gesto de humildad fue fatal. Fatal para mis amigos, para mí, para todos. —¿Me estás diciendo que por la donación de unos libritos murieron tus amigos? —¿Libritos? —Decime entonces. —Parece que el tipo muerto… —¿Si? No te detengas. —Es que no me va a creer. Como pasó con los que me trajeron acá, como pasa siempre. Indignado, el doctor X resopló. Acto seguido lo miró a los ojos e intentó ser sincero.
—Preferiría que no me prejuzgues de esa forma, considero que soy un hombre abierto, razonable. Estudié muchos años para… —Entiendo, a mí mismo me cuesta creerlo. Hasta que siento el dolor. ¿Ve estas marcas? —El muchacho se arqueó y le mostró la espalda azotada. Tenía tres lonjas moradas, arañazos que corrían desde la nuca hasta las piernas, canaletas sin cicatrizar—. Bueno, lo que despertó un librito de esos, me hizo esto, hombre razonable. —¿Pero qué clase de animal pudo…? —No no no. Ningún animal, señor razonable. —¿A todo esto, qué hacían en la biblioteca a las tres de la madrugada? —Fumábamos unos porros y leíamos. Entrabamos siempre de contrabando, porque nadie vigilaba nada. La madre del gordo trabajaba en la secretaría, le hicimos una copia de la llave y listo, acceso libre sin forzar cerraduras. Ir de noche a disfrutar de la biblioteca era una salida habitual de todos los viernes. Éramos un grupo de bichos raros que se reunían a compartir vicios en el lugar que más cómodos estábamos. Siempre la pasamos bien, no molestamos a nadie y nadie nunca nos molestó. Pero esa noche la cagamos. A uno se le ocurrió hurgar en las cajas que habían traído a la tarde: dos cajones de madera vieja, llenos de libros desconocidos. Imagínate a nosotros, ratones fumadores de biblioteca, descubrir una pila de textos nuevos e intrigantes nos hizo cosquillas en el estómago y nos los tragamos a todos. Convertidos de repente en tres ladrones de conocimiento, tres juguetes rabiosos, tres arqueólogos enfermos succionamos misterios ocultos en un arcón con antiguo olor a moho. —¿Usted lee en voz alta, doc? —No, leo para mis adentros.
—Pero claro, usted qué sabe de leer poesía... no sabe nada, tanto como nosotros sabíamos de magia real. Y como idiotas le dimos sonido a esos versos que se confundían, que parecían tener una musicalidad nunca antes entonada. Sí, era magia, no lo dudo, y nos llenó los oídos. El visitante evaluó. Anotó y miró al muchacho a los ojos. Analizó en silencio. Vio que Dani estaba ahora un poco más sosegado... o resignado; empezaba a desagotarse en algún sentido. —Vimos irse a Federico primero. De sopetón, como quien dice. —Irse ¿a dónde? —Donde se va uno cuando lo asesinan. —¿Y quién…? —La mesa. O “eso” que dormía dentro de la mesa. Un roble sería, uno mucho más viejo que el mueble mismo, el cual de por sí ya era antiguo. “Eso” era y no era la mesa, ¡la mesa!, el muerto que despertamos... ¿me entiende? —¿Me estás diciendo que una mesa mató a tus amigos? —No, la mesa mató a Federico... —Dani se detuvo y miró al psicólogo con una triste sonrisa. Debería verse la cara. Es la misma cara que puso el imbécil que me trajo acá y me interrogó antes que usted. —Te pido disculpas, seguí contándome, por favor —dijo el médico, y anotó en su libreta, como ya había hecho en el pasado frente a casos similares: “posible trastorno psicótico inducido por sustancias” —Imagino lo que anota en su libretita. Como sea. Federico estaba leyendo “el librito” en la punta de la mesa, mientras que el gordo y yo discutíamos en susurros sobre historia del cine. Nos dimos vuelta porque escu-
chamos un estallido de maderas quebradas. Y ya sé que le va a costar asimilar esto como realidad, ni siquiera yo que lo he visto puedo salir de mi asombro... pensamos que Federico había detonado en un brote psicótico como antaño y rompía la mesa en pedazos, pero enseguida lo vimos. Le salieron brazos al mueble, o ramas parecidas a brazos. Sí, doctor, la mesa cambió de forma, se astilló por todos lados, se articuló. El visitante enmudeció ante aquel relato. Se limitó a dejar anotados más garabatos. —Federico ni siquiera llegó a gritar. De un segundo a otro, estaba muerto. La mesa, el cadáver de árbol, cambió de nivel de vida. Ora, un muerto inmóvil, sirviente de humanos, ora una especie de árbol zombi. Nosotros lo vimos despertar, y nos quedamos petrificados delante de algo que nunca habíamos siquiera soñado. ¿Por qué nos quedamos congelados mientras la criatura trituraba los huesos de Federico? No porque somos unos faloperos que teníamos la impresión de estar viendo una película de terror después de fumar unas secas, sino porque fuimos cobardes. ¿Por qué antes de correr levanté el librito del suelo? Porque la curiosidad me llevó muchas veces a correr riesgos estúpidos. Corrimos, el gordo y yo, salimos disparados por el pasillo entre dos estanterías que nos doblaban en altura. ¿Por qué corrimos? Porque como le dije, no somos más que unos cagones. —¿Y a tu otro amigo qué le pasó? —El forense, conocido colaborador de antaño, le había facilitado al doctor X unas fotos de los cadáveres. Al gordo le habían arrancado la cabeza de los hombros. El caso era grave, y la delirante historia de Daniel lo agravaría más. La mirada del muchacho cambió, se hizo pequeña porque se acordó del dolor. El gordo había sido su mejor
amigo, gran compañero de discusiones. Le molestó hablar de las circunstancias de su muerte, pero la película ya había sido filmada, era el momento de exponerla y sin importar a quien. —Salimos corriendo, pero no llegamos lejos. Y acá terminamos de volvernos locos. Porque es para volverse loco si ves crecer un arbusto espinoso en diez segundos frente a vos. ¡Y hablaba! Con una voz vibratoria que nos perforó los oídos, apunándonos. Primero fueron palabras o sonidos parecidos a palabras, en un idioma que ninguno de nosotros conocía, y eso que éramos eruditos, sabíamos fluir en unos cuantos dialectos... pero ninguno entendió nada hasta que la cosa habló como nosotros. “Me da asco hablar humano” nos dijo. No vimos de dónde venía la voz, parecía de todo lados… puede ser... fue tan confuso, tan chocante, que muchas cosas que nos dijo la criatura se me borraron ahora, otras… no puedo dejar de escucharlas. Otra vez, nos encontramos sin salida en medio de un caos de ramas que nacían de todos los rincones de las estanterías de madera, de los libros. ¿Se da cuenta usted? Ramas, formas, caras que no eran caras, aparecieron y desaparecieron en la superficie de los estantes. Y después, los gritos. Gritos les digo yo, pero eran más que eso, chillidos como si fueran trillones de puertas sin aceitar. Madera contra madera, siglo tras siglo sin animarse, animándose. Sentimos un ruido de truenos, truenos de madera fracturada. Era la estantería, se arqueaba hacia nosotros. Se nos vino encima vomitando una cascada de libros, grandes volúmenes algunos, que me dejaron chichones. Entonces, antes que pudiéramos hacer nada excepto congelarnos de miedo, apareció la enramada, flotando en una
nube de troncos negros que se desprendían de la estantería encorvada. Cuando eso habló, se me aflojó la vejiga. —¿Biblioteca? Esto es una fosa común —Una gruesa extremidad sin forma, llena de nudos, descendió hasta tocar uno de los libros del piso—. Libros, ¡libros! ¡Mis hermanos son los muertos! —gritó la nube de ramas. Se movieron infinitos troncos, nudosos, algunos cubiertos de espinas, otros, con hojas aserradas y quemadas. Y seguía hablando como si nada... —¿Qué más te dijo esa “enramada”? —Antes de decirnos lo que nos dijo, hizo algo. Yo pensé que ya me iba a despertar, que el efecto de aquella locura terminaría enseguida. Pero no pude siquiera cerrar los ojos... la cosa se le enroscó al gordo en el cuello. Dio dos o tres vueltas como una pitón de palo y ajustó a su presa. ¿Por qué no hice nada?, preguntará usted. Lo máximo que conseguí fue descubrir que el miedo me había entumecido los músculos. ¿Por qué no hice nada? Porque le dije, no somos más que cobardes. —La savia corre más lento que la sangre —dijo la voz del árbol. Ya... ya le había hecho eso al gordo, y yo no tardaría en ser su próxima victima. Quise retroceder, volver por el pasillo y salir por la ventana, de cabeza si era necesario. Pero no pude. Ahí, entre mi libertad y la muerte se interpuso un mueble viviente. La mesa se arrastró como una babosa vegetal, o un calamar con cuatro cuernos que antes eran patas. La enramada me siguió hablando: “Muebles, sillas, mesas, escritorios, pisos, paredes. Abusaron de nosotros. Cada libro con sus hojas, es un muerto que tuvo espíritu. Un cadáver tatuado es ahora.... en eso emplean a nuestros muertos, y en papel que usan
para intercambiar a otros humanos por cosas, somos comercio y nada más. Hay lágrimas que no se ven porque nunca llegaron a brotar, están los que mueren día tras día, en este mundo que compartimos con ustedes y que vamos a reclamar con justo derecho. Se limpian el culo con nuestra piel. Mirá a esa pobre criatura, la mesa que te amenaza. ¿Acaso no te acordás? No, no te acordás porque nosotros somos los de la buena memoria, nosotros sufrimos sin llorar. Ahora gritamos, nos movemos. ¿Acaso no te acordás del palo borracho que mutilaste cuando hace diez años le tallaste tu nombre y el de tu novia con una cuchilla sin filo? Él se acuerda. Todos se acuerdan y coinciden en que se tiene que terminar.” La enramada dijo más o menos eso, que es lo que me quedó grabado. Se me acercó la mesa y pude ver todas las inscripciones que le habían hecho a lo largo de los años en la biblioteca. “Cada uno que haya escrito en esa pobre criatura, está sentenciado. Y el que no también” —dijo la cosaárbol. Fue lo último que escuché, porque me armé de valor y corrí. —¿Y las marcas que tenés en todo el cuerpo? Las tengo porque no fue un escape. Fue un milagro. Salté sobre la mesa, la pisé y me di impulso para atravesar la ventana. Cada una de estas cicatrices es un milagro, porque significa que trataron, pero no pudieron agarrame. Caí del segundo piso, no me rompí una pierna de casualidad. —Y entonces, volviste para incendiar la biblioteca. —Fue lo primero que se me ocurrió. Ellos mataron a mis amigos. Los vi, y fue muy real, demasiado para que pueda yo adjudicarlo a una alucinación recreada por mi mente después de consumir un poco de cannabis.
—Entonces eso explica que no tengas ningún mueble de madera por acá.... —Ni muchas otras cosas. ¿Acaso no comprende? Madera, papel, cajas, perfumes, ropas...el espíritu del árbol esta en todos lados y ya tiene una manera de despertar... ¿Hoy qué almorzó, doc, una ensalada, comió frutas? —¿Dejaste el libro allá? —¿Todavía no lo ve? No era un libro, era un muerto viviente de su ejército, y yo, que lo tuve en la mano después de saltar por la ventana, lo sentí latir. Fue lo primero que quemé. Ahora ya me pueden dejar encerrado, porque puede que no haya lugar más seguro que este. —Pero si lo quemaste, ¿qué te preocupa? —Me preocupa el hecho de que la señora donó solamente un tercio de los libros a nuestra biblioteca, el resto quién sabe dónde fue a parar… tarde o temprano… tarde o temprano… Después de contarle todo a su psicólogo, Daniel cayó rendido ante el yugo químico del Clonazepam Lejos de ahí, en una casa acosada por el tiempo, llena de paredes descascaradas y copones deslucidos en el techo, una mujer que nunca decía nada, se sentó bajo la parra del patio y abrió el libro que había rescatado de un contenedor de basura. Lo exploró. Vio en él palabras tan extrañas que se dejó llevar por el deseo de escucharlas de su propia voz. Recitó toda la noche. Al amanecer, el esqueleto de la parra tembló sin viento. El doctor X se acostó con la llegada del alba y, mientras afuera se hacía la fotosíntesis, un sueño intranquilo se lo tragó.
adolescentes han quemado el basurero municipal a causa de su maldad o aburrimiento, otros conjeturaran que ha sido la obra de un activista ecológico que enloqueció a causa de su soledad, los más dirán que ha sido un accidente y que el foco se inició de manera natural, pero nadie, hasta que investiguen, asegurará que el incendio lo causó un hombre desesperado, abordado por el simple sentido de la supervivencia. Lo cierto es que llevé unos cuantos litros de combustible y prendí fuego a la totalidad del predio, incluido el centro de reciclaje, para evitar cualquier margen de error. Quemarlo todo, reducir el basurero a cenizas es, tal vez, mi salvación. Aún debe estar ardiendo. Jamás busqué ese mal, él llegó a mí de manera azarosa, sin justificación. En un principio no reparé en ello, hasta que los eventos comenzaron a sucederse y dejaron de serlo. Fueron cobrando intensidad poco a poco, pero pronto fue innegable verlo, notar que ese grupo de factores y causas se entrelazaban por culpa del destino burlón y siniestro. Hoy se cumple un año exacto del inicio del mal, aunque de ello me di cuenta hace pocas horas cuando comencé a atar cabos. Soy aficionado a la lectura. Me gustan los libros, amo la literatura, y no había nada más placentero para mí que pasar una tarde entera recorriendo esas viejas librerías MAÑANA LOS DIARIOS DIRÁN QUE
de saldos, colmadas de títulos usados, impregnadas del olor al papel gastado y amarillento. Ahora solo compraré libros nuevos, y jamás, jamás volveré a ingresar a esas cuevas. Mi problema no es con los libros ni con quienes los venden, sino con el mal que puede venir en ellos. Uno nunca sabe quién o quiénes han tenido en sus manos el mismo libro que uno compra e ingresa en acto maquinal a su casa, a su biblioteca, y no sabe a qué o a quiénes ha invitado a pasar. Esa maldita tarde de mayo, junto con un amigo, recorrimos la avenida Corrientes desde 9 de julio hasta Callao, hurgando en cada una de las librerías que frecuentábamos. Compramos al menos unos veinte libros, de diversos autores y temas. Y al fin, al caer la noche, satisfechos por nuestra compra, abordamos el subterráneo para emprender el regreso a casa, ansiosos por deleitarnos con tan magníficas obras, con tan exquisitos hallazgos. Esa velada, como era nuestra costumbre, compartimos algunos cuentos y pasajes del material adquirido, regocijándonos con grandiosos autores. Por supuesto, y como era de esperar, no alcanzamos a leer todos los títulos, eran demasiados, y a algunos solo les prestamos un mínimo de atención. El destino, que ya había comenzado con su tarea, lo tenía previsto. Continuamos con nuestras compras, con nuestros encuentros literarios. El material crecía y resultaba muy difícil alcanzar a leerlo todo. Se acumuló en mi amplia biblioteca y de ese modo el destino se encargó, una vez más, de que no descubriera a tiempo ese libro, uno de los que había comprado durante aquella tarde de mayo. Quedó olvidado, oculto en un anaquel de mi casa. En un principio, desde mayo a junio, los cambios en mi vida fueron nimios, casi nulos, apenas algún que otro
sobresalto emocional de características inciertas que en ese entonces no arrojaron ningún indicio del mal que comenzaba a manifestarse. En pocas ocasiones, ahora recuerdo, me vi abordado por un temor injustificado cuando me encontraba a solas en mi hogar. No sabía a qué atribuirlo, y como al día siguiente esa sensación angustiante desaparecía de manera tan repentina como había llegado, olvidaba el asunto y continuaba con mis quehaceres. Sin embargo, con el correr del tiempo, las cosas comenzaron a cambiar o mejor dicho, a tomar el curso que el destino había prestidigitado para mí. A mediados del mes de agosto perdí mi empleo, sin causa aparente. Lo adjudicaron a reducciones de personal, como hacen siempre en esos casos. El impacto inicial fue terrible, aunque intenté serenarme luego. Inicialmente mi situación económica fue estable, pero con el correr del tiempo mis fondos se redujeron. Ante los intentos fallidos que realicé por conseguir un nuevo trabajo mi angustia se acrecentó. Las deudas comenzaron a llover sin remedio y mi estado nervioso comenzó a desmejorar notoriamente. Para esa altura la incapacidad de encausar mi vida se me figuraba palmaria. Duros son los momentos en que nos encontramos fuera de un sistema en el que nos sentíamos a gusto y al que deseamos regresar pero que se empecina en rechazarnos. Sin embargo, por fin, en diciembre mi suerte cambió al recibir una oferta laboral, la única en todos los meses de dura búsqueda. En la entrevista me informaron que me requerían para auditor nocturno en un hotel de una localidad turística muy visitada durante el verano. Si bien el empleo era temporal, me ofrecían casa, las costas del pasaje y un buen sueldo hasta finalizar el contrato, a fines de abril. No fue una entrevista larga, de hecho me anun-
ciaron que de aceptarlo el empleo era mío, pero necesitaban una respuesta urgente pues debería ocupar el cargo unos días antes de navidad. Me dieron un día para pensarlo; yo me tomé solo media tarde y telefoneé para confirmar el acuerdo. En realidad no tuve mucho que pensar, solo saqué cuentas. Si no derrochaba y era lo suficientemente austero, ordenado, lo recaudado me alcanzaría para pagar el alquiler de mi departamento de Buenos Aires, levantar algunas deudas y todavía me quedaría un margen para buscar un empleo definitivo en la ciudad. Por otro lado, creí, me haría bien un cambio de aire, como para atemperar mi vulnerable estado nervioso. Una semana después me puse en viaje. Mi modesto equipaje estaba conformado por poca ropa, algunos efectos personales, una cámara instantánea y una buena cantidad de libros para evitar gastar dinero en distracciones innecesarias. Llevé, por supuesto, ese libro que no había leído aún y que apenas había ojeado. No revelaré el título de la obra ni del autor, puesto que ello nada tiene de trascendental con lo sucedido, lo ominoso, lo nefasto vino con él, pero no de él. Mis tareas resultaron sencillas, incluso agradables, y me dejaban mucho tiempo libre durante el día. El lugar en donde me alojaron era una modesta cabaña, alejada del centro del pueblo en un barrio tranquilo. Durante el mes de enero me dediqué a dar largos paseos y visitar sitios que de otra manera, creo, nunca hubiese conocido. Pero con la llegada de febrero, agotados para mí los atractivos turísticos, comencé a pasar más tiempo recluido en la lectura y la soledad. Luego de finalizar varios volúmenes llegó el turno de ese libro. Cuando lo abrí descubrí en la primera hoja una cita a modo de dedicatoria; la leí en acto maquinal, sin interés. Luego, al
pasar sus páginas, encontré una foto, vieja, más bien antigua. En ella había un hombre con una fea camisa a rayas. Estaba sentado en un sillón de un cuerpo, con los ojos cerrados, como dormido. Se me antojó similar a aquellos daguerrotipos que, por moda, les tomaban a los difuntos. La observé con algo de sorpresa y al instante me deshice de ella, la lancé a la basura. Al libro lo concluí en pocos días y lo dejé junto a los otros, para pasar al siguiente. Las jornadas pasaban similares, apacibles. Debo remarcar que, si bien todavía, en alguna escasa oportunidad, solía regresar esa inexplicable sensación de temor, mi estado de ánimo general mejoró, mis vaivenes emocionales se espaciaron y, mientras los días de fines de marzo desmejoraban y las temperaturas descendían, pude serenarme, sentirme libre, incluso contento. El pueblo fue perdiendo su bullicio y me vi inmerso en una calma sorda, con la grata sensación de saber que pronto regresaría a casa, curado, fuerte para luchar por conseguir un empleo estable. Sin embargo, poco después, durante un atardecer, mientras me preparaba para ir hacia el hotel, viví la primera manifestación seria, importante, del mal. Estaba afeitándome frente al espejo del baño luego de una tarde de mucha lectura cuando escuché, con notaria claridad, que alguien o algo rascaba la única puerta al exterior que tenía la casa. Digo algo porque cuando me asomé no había nadie. Las cosas que había dejado en la galería, incluyendo una pila de libros, todavía estaban allí. Las tomé, no sin antes dar un rodeo por el jardín, y las metí dentro. Regresé al baño, aún tenía espuma de afeitar en la mitad del rostro. Terminé de afeitarme, me incliné sobre la pileta y cuando elevé la vista vi frente al espejo, o creí ver, a mi espalda el paso fugaz de una persona. Vol-
teé de inmediato, asustado, pero como era lógico no había nadie más en el pequeño cuarto de baño. Al mirar nuevamente la pulida superficie del espejo supuse que algún efecto óptico me había jugado una mala pasada. Dejé el tema y me marché. La rutina del trabajo me obligó a olvidar el evento ocurrido, pero al regresar, antes de acostarme, cuando estaba lavando mis dientes, volvió a suceder algo similar. Esa vez no pude, aunque lo intenté, negarlo. Fueron instantes efímeros y vertiginosos. Vi, gracias al espejo, que un hombre se lanzaba a mi espalda con claros signos de golpearme la nuca. Di media vuelta, inmediato, resuelto, pero por supuesto no había nada. Me estoy volviendo loco, supuse. La situación me dejó largas horas con los ojos abiertos en la cama y, aunque cansado, no pude conciliar el sueño sino hasta pasado el mediodía. Desperté una hora antes de presentarme en el hotel. No puedo describir el terror que significaba enfrentarme al espejo, no por una circunstancia sobrenatural sino por el hecho de confirmar mi creciente locura. Por fortuna nada sucedió en ese momento. La restante semana aconteció con normalidad, incluso creí que las cosas mejoraban de modo definitivo, pues aquellas sensaciones de temor injustificado desaparecieron del todo, me sentía pleno, encontrándome como un hombre nuevo, cambiado, fuerte. Parecía, incluso, haber olvidado todos mis males, mis desgracias. Sin embargo, hace dos días, me enfrenté nuevamente al espejo y el horror me paralizó, fui presa del miedo cerval. En esa oportunidad no vi la rápida silueta a mi espalda, no, fue mucho peor. Lo que había cambiado, aunque de modo sutil, era mi propio rostro. Mis facciones, antes armoniosas y curvilíneas, comenzaban a tomar
un tono recto, marcado, había modificaciones que me resultaban indefinibles pero con un dejo de cierta familiaridad. No quise permanecer ni un instante más allí y me marché antes del horario al trabajo. Llegué perturbado, inquieto y sin poder concentrarme en otra cosa que en mi extraño cambio. La obsesión lógica del caso me llevó a mirarme frecuentemente en cada espejo que tenía a mano en el hotel. Con espanto fui comprobando que mi antigua cara iba desapareciendo, incluso mis ojos y mi color de pelo cambiaron, hasta que, enfermo de nervios, al finalizar la jornada, mi metamorfosis fue total: era completamente otro, alguien que yo había visto días atrás. Era el mismo hombre del daguerrotipo que estaba entre las páginas de ese libro. La camisa negra que llevaba no era la misma que me devolvían las imágenes de la media docena de espejos a los que acudía, era la suya, su fea camisa a rayas. Asustado, con la necesidad imperiosa de visitar a un médico o a un sacerdote, esperé impaciente a mi relevo. Sin embargo, poco antes de la hora comprendí que no podría explicar quién era y qué me había sucedido, por lo tanto decidí salir antes, sin que nadie me viera. Pero la fortuna estuvo en mi contra y, al llegar a la puerta, en ese justo momento, me topé cara a cara con mi compañero. Para mi enorme sorpresa me saludó con normalidad, me llamó por mi nombre y realizó un tonto chiste al pasar. Me quedé estupefacto, rígido. ¿No había notado mi cambio? ¿Era yo quién había perdido la cordura? Ante la duda regresé y, con temor, me paré delante del espejo del salón. Aquella imagen distorsionada seguía allí. Negué, maldije y avancé dubitativo hasta el mostrador. Permanecí en silencio observando a mi relevo que le echaba una mirada
al libro de novedades. Mis manos transpiraban. Levantó su vista, sonrió, realizó un comentario al que no presté atención y siguió en lo suyo. Insistí, directo, y le pregunté si no notaba nada raro en mí. Luego de inspeccionarme con risueña sorpresa se encogió de hombros y negó de manera terminante. Solicité que lo olvidara, alegué que estaba cansado y que no tenía importancia. Con los nervios destrozados regresé con prisa a mi casa. Durante el camino, no sé por qué, la dedicatoria de ese libro se fijó en mi mente. Abrí la puerta, corrí hasta el estante y tomé el volumen. Busqué la página y allí estaba la escueta nota. No había nombres, no había fechas, solo la frase en manuscrito: “Siento celos de todo aquello cuya belleza no muere. ¡Tengo celos de mi retrato…! ¿Por qué ha de conservar él lo que yo perderé?”. Comprendí, recordé como si yo mismo hubiese escrito esa línea. Torpe y apresurado busqué entre todos mis libros hasta que al fin lo tuve en mis manos: El retrato de Dorian Gray. La busqué. De allí era la frase. ¿Pero qué relación podría guardar con lo que me sucedía, con mi cambio repentino, cambio que solo yo podía ver en los espejos? Y por otro lado: ¿el efecto se producía solo en los espejos? “El retrato, Dorian Gray”, farfullé con voz queda. Me lancé a una prueba. Busqué la cámara instantánea que tanto había utilizado para inmortalizar paisajes y me tomé un autorretrato. Con la fotografía sobre la mesa esperé unos minutos antes de mirarla. Cuando tuve el valor confirmé, con desesperación, que allí no estaba yo, sino el mismo hombre con la camisa a rayas. En sus labios se dibujaba una sonrisa mordaz.
Durante toda la mañana y la tarde intenté serenarme, buscar una solución, aunque desesperada e incierta, que pudiera salvarme y librarme del horror. He leído por ahí que muchas de las maldiciones y hechizos de la magia negra, inclusive del vudú, pueden anularse gracias al fuego, sí, el fuego purifica, el fuego purifica decían los antiguos inquisidores. Por lo tanto debía quemar la foto que semanas antes tiré a la basura, y la única manera de hacerlo era incendiar el basurero municipal. Eso es lo que he hecho. Ahora esperaré hasta mañana antes de volver a mirarme en un espejo. Si he fallado pasaré a la segunda fase del plan. No me suicidaré pues no sé qué consecuencias tendría, pero desapareceré por un largo tiempo. Antes dejaré ese libro con esa foto mía entre sus páginas, en la pequeña tienda de libros usados que hay en el pueblo. Tal vez así pueda transferir mi maldición a otro incauto, no lo sé. Que el destino, como lo hizo conmigo, decida por él. El joven, al salir de la librería de usados, se dirigió al cercano bar para disfrutar de una cerveza. El día había sido por demás agradable y deseaba que nunca terminaran aquellas anheladas vacaciones. La tarde caía en la tranquila comarca. Una banda de jazz callejera acompañó con exquisitas melodías su disfrute. Satisfecho, distendido, pidió la cuenta y se alejó rumbo al hotel. Tomó un baño. Al salir, por un instante, se le cruzó por su mente que en tres días debía volver a sus preocupaciones habituales, a la rutina de la oficina, a los problemas de siempre, pero todavía no, todavía podía descansar. Se recostó y se dispuso a olvidar aquello. Tomó ese libro. Dentro encontró una foto. La miró, la dejó sobre la mesa de luz y leyó...
ES LA TÍPICA FOTOGRAFÍA DE último
curso de la secundaria: una fila de cuatro mujeres de pie, atrás, y cinco sentadas en el frente, todas vestidas con camisa blanca y pollera azul, levantada y sujeta por el cinturón hasta parecerse a una minifalda. A la izquierda, de guardapolvo blanco impecable, también parada y algo separada del grupo, la profesora Cervetti, de geografía. Abajo, escrito con birome azul y límpida letra manuscrita, se puede leer «5to año “A”, Promoción XXVI, Colegio de la Inmaculada Concepción». Pero no es la fotografía oficial, siempre tan en foco, tan exacta. Ésta es borrosa, como tomada con una cámara familiar. Los colores están velados de tiempo transcurrido. Además, las fotografiadas, incluida Cervetti, se muestran al borde de la carcajada; parecen reaccionar a una humorada hecha por alguien ubicado atrás de la cámara. Todas, menos la joven que está sentada en el extremo derecho: obesa, rechoncha, se la adivina de baja estatura aunque está sentada; su cabello, lacio y negro, se ve descuidado; sus pies, que apenas rozan el piso, forman entre ellos un ángulo extraño; una de sus medias tres cuartos llega casi hasta la rodilla, la otra, caída, muestra una pierna fofa y manchada; tiene las manos cruzadas sobre su falda y crispadas, como suplicando; su rostro regordete es una mueca de angustia y sus ojos miran a sus manos.
Es extraño, pero no cuesta imaginar que la broma por la que todas ríen la tiene a ella como blanco. Mil novecientos noventa y ocho ―…la fauna de la sabana africana está constituida principalmente ―dijo la joven obesa, y tragó saliva― por leones, eh…, jirafas, eh…, cebras, babuinos, leopardos y ele… ―¡Elefante! ―dijeron, a coro, las ocho compañeras restantes; y acompañaron las risotadas, festejo de una burla repetida, con una lluvia de tizas. ―¡Jovencitas! ―amonestó la Cervetti, sin convicción y sin disimular la sonrisa. «No doy más» pensó la gorda. Solo eso. Giró su cabeza y miró a la ventana, límpida, brillante de sol, a no más de cinco metros de donde ella estaba y a cuatro pisos de altura. Como autómata, comenzó a correr, despatarrada, aumentando la risa de las otras; y saltó a través del vidrio. «Miren, puedo volar», pensó mientras recorría un aire cálido y salpicado de gotas de sangre y de piel cortada por los cristales. Abajo, las baldosas del patio se hicieron oscuridad. No tuvo registro del golpe, antes de que se le fuera la vida. Dos mil ocho ―¡Diez años, ya! ―¡Cómo pasa el tiempo! ―Che, tendríamos que juntarnos más seguido. ―Y, viste cómo es: los chicos, los maridos… ―Dejate de pavadas. ―Miren. Traje la foto que les dije.
―¡Mirá vos! ―¡Qué jóvenes! ―¡Qué ropa de mierda nos hacían usar! ―¡Mirá los peinados! ―¡Mirá la gorda, pobrecita!¡Y la Cervetti! ―¿Es cierto que la Cervetti desapareció? ―Así dicen. ―Fue a cobrar la jubilación al Banco y se esfumó. Me contaron que en el Banco dijeron que ahí nunca llegó. ―Y, se habrá perdido. De geografía, que digamos, mucho no sabía… ―¡Ja,ja! ¡Qué guacha que sos! Una de ellas abrió su cartera, sacó un fibrón rojo, tomó la foto y dibujó dos equis; una sobre la gorda y otra sobre Cervetti. ―¡Qué hija de puta! ―¡Parece un cartón de bingo! ―¡Ja,ja! ―¡Ja,ja! Dos mil dieciséis En el equipo de música sonaba Sachmo, con la versión de «Heebie Jeebies», de 1926. El hombre salió de la habitación al pasillo sombrío, sin cerrar la puerta. Sacudió sus brazos para desembarazarse de una humedad viscosa que salpicó las paredes descascaradas y sucias de otras humedades incontables. Entró a la «Sala de Operaciones», un cuartucho de tres por dos metros, con pretensiones de cocina-comedor. Allí estaban los otros dos: uno estirado sobre una silla, con la cabeza apoyada en el respaldo, los pies y las manos cruzados, los ojos cerrados y un cigarrillo a medio fumar en
la comisura de los labios. El otro leía un diario de una semana atrás mientras dejaba enfriar un mate sobre la mesa. El recién llegado fue hasta la pileta lavaplatos, abrió la canilla y metió sus brazos llenos de sangre bajo el chorro de agua. Los otros lo miraron. ―Se me fue ―dijo el que se estaba lavando―. ¡Carajo! ―¿Dijo algo nuevo? ―preguntó el del cigarrillo ―Na. Ya había cantado todo. Fue al pedo exprimirlo más. ―A mí se me fueron dos, hoy. Está medio fuerte el voltaje. Los tres rieron. ―Yo soy un sentimental ―siguió el primero―. No me gusta esa cosa moderna de la parrilla eléctrica. Prefiero derramar sangre…. ―Sos un hijo de puta… ―Bueno ―dijo el del mate―. Fin de la jornada. Ahora, a casa, con la familia… ―¿Hoy es el cumpleaños de tu nena? ―lo interrogó el primero, mientras terminaba de secarse las manos con una camisa vieja y se desabrochaba el overol ensangrentado. ―No. Mañana es. ―¿Le compraste algo? ―No se me ocurre qué. ―Claro. Tiene de todo la princesa. ―Y sí, es la mimada. ―¿Pasamos por el barcito, no? ―dijo el del cigarrillo, interrumpiendo a los otros. ―No puedo, tengo que llegar a casa temprano. ―Dale, pollerudo. Una cervecita, nomás.
―Bueh. Pero yo me voy enseguida. Las luces de la calle estaban recién encendidas. La mujer bajó del colectivo y se quedó parada bajo la lluvia, intentando abrir su paraguas. Cuando lo logró, miró hacia ambos lados de la calle, indecisa. Hizo dos pasos hacia su izquierda y se detuvo. Volvió un paso atrás pero luego siguió caminando, despacio, hacia la dirección que había escogido primero, aunque mirando hacia todos lados. El hombre se resguardaba del agua en el umbral de una puerta, en la vereda del frente. Esperó unos segundos y cruzó la calle para seguir a la mujer que dobló en la esquina. Cuando el hombre llegó allí, ella había desaparecido. En el piso, el paraguas giraba llevado por el viento. Más allá estaba la fotografía de fin curso. La equis, hecha con tinta roja que se empezaba a diluir con el agua, tachaba el rostro de una jovencita a punto de reír, versión joven de la mujer que acababa de esfumarse. En la pared del pequeño bar, el televisor mostraba, mudo, la imagen del Supremo Líder dirigiéndose a unos periodistas, a la salida de la Casa de Gobierno. Gesticulaba, como arengando a sus tropas. Sentada en la barra, la mujer de unos veinte años miraba a la pantalla leyendo los labios, en un ejercicio que le había ayudado a sortear varios obstáculos. Más de lo mismo: «Salvar a la Patria de los invasores ideológicos, del terrorismo apátrida y construir un país nuevo para un hombre nuevo». Sonrió. Los tres hombres entraron al bar. La mujer los siguió con la mirada, a través del espejo, hasta que se ubicaron en la mesa de siempre: al fondo, protegidos por dos paredes, los tres mirando hacia la puerta de entrada, do-
minando la escena; tal como todos los días, como los últimos cuarenta días en que la mujer repitió la rutina estudiándolos y haciendo que se acostumbrasen a ella. Sin que los hombres hicieran ninguna seña, el mozo les llevó una bandeja con tres porrones de cerveza. La mujer apuró la ginebra, bajó del taburete y se dirigió hacia la salida. No miró hacia atrás al pisar la vereda. Subió al auto que la esperaba. ―Están allí ―dijo al conductor―. Todo va bien. El auto arrancó, despacio. Cinco minutos después, la explosión pulverizó la cuadra entera en la que se encontraba el pequeño bar. ―Ya voy, hijo, ya voy. El niño, de menos de un año, estaba sentado en su silla alta, a un costado de la mesa. La madre le alcanzó una mamadera con leche caliente. Seis horas después llegó el padre del trabajo. El niño lloraba, aún sentado en su silla. En la casa no había nadie. En el piso, al lado de la mamadera caída, la fotografía escolar mostraba a nueve compañeras y una profesora. El rostro de la esposa, joven y sonriente, estaba tachado con una equis roja. ―¡Carajo! ―gritó el coronel― ¡Hijos de remilputas! ¡García estaba ahí! ¡Salvatierra estaba ahí! ¡Sosa estaba ahí! ―miró a los integrantes de la custodia que estaban pálidos― ¡Inútiles! ¿Cómo mierda no se dieron cuenta de que el bar estaba sembrado? ¡Fuera de mi vista! ¡Ahora! Los hombres salieron de la oficina saludando de una manera grotesca y chocándose entre ellos.
El Coronel apretó sus puños sobre el escritorio. Las uñas lastimaron las palmas de sus manos. ―Benedetti. ―Llamó en un tono bajo que no ocultaba la tensión de su voz. El edecán se acercó a él y se agachó hasta que su oído quedó a la altura de la boca del Coronel, que se mantuvo rígido. ―¿Señor? ―Me los degrada a todos. Los quiero ver como soldados rasos. ―Sí, mi coronel. ―dijo el edecán. Se incorporó cuadrándose y se dirigió a la salida. ―¡Benedetti! ―dijo nuevamente el Jefe. El otro giró, mirándolo a los ojos con un gesto de interrogación. ―¿Mi coronel? ―Asegúrese que estos ineptos mueran en el primer enfrentamiento. ―¡Sí, mi coronel! ―Y quiero ese enfrentamiento esta misma noche. ―¡Sí, mi coronel! ―e intentó girar, otra vez, para salir. ―¡Benedetti!! ―¿Sí, mi coronel? ―Encuéntreme a la reventada que hizo esto. ―Ella dijo «Sayonara» y me pareció extraño porque es una de las palabras prohibidas, y ella lo sabía. Lo recuerdo bien. Al otro día yo empezaba mi decimotercer período de confinamiento civil. No le contesté. Nunca más supe de ella. Y sí, señor, me hablaron de la fotografía: ella y sus compañeras cuando estaban en el Secundario. Dicen que tenía su cara marcada con una equis. No sé. Me dijeron. Nunca vi esa foto.
El sol de la tarde intentaba calentar los asientos de cemento de la plaza. El hombre de anteojos oscuros y pelo largo estaba sentado, casi envuelto en su sobretodo, con el cuello levantado y sus manos en los bolsillos. A unos treinta metros otros dos hombres hablaban entre ellos, distendidos, mientras fumaban. Un cuarto hombre se acercó, llevando un labrador sujeto por una correa, y se sentó en el otro extremo del mismo banco donde estaba el de anteojos. Unos quince minutos después llegó la joven. Se mostraba desorientada. Llevaba un mapa turístico en sus manos y miraba hacia todos lados, intentando ubicarse. ―Perdón ―se dirigió al primer hombre―. Estoy buscando el Viejo Teatro. ¿Me puede indicar dónde está? ―A ver ―respondió éste, estirando el brazo para tomar el mapa―. Permítame. ¿Qué busca? La joven se sentó a su lado y señaló algo en la hoja. ―¿La siguieron? ―preguntó el hombre. ―No. Tuve cuidado, capitán. ―Bien. Informe. ―No hubo inconvenientes. Todo salió según las órdenes. ―¿Alguien pudo identificarla? ―Es improbable. Cambié mi aspecto. Me teñí el pelo y esas cosas. ―Perfecto. Ahora tendrá que desaparecer por un tiempo. Ya sabe, por seguridad. ―Sí, capitán. ―El Comité Central está muy conforme con su desempeño. ―Gracias. ―Será condecorada y, seguramente, ascendida. ―No es necesario, capitán.
―Sí lo es. Por usted, y como ejemplo para los demás combatientes. El hombre se levantó y se fue caminando despacio. Con intervalos de algunos minutos, se fueron, también, el hombre del perro y los otros dos. La mujer quedó sola. A unos cien metros, dentro de un taxi, alguien bajaba la cámara con teleobjetivo. La filmación del cajero automático del banco no es muy clara. Marca la hora una y veintiséis de la noche. Se ve a la mujer que entra, introduce su tarjeta y digita su clave. Luego, hay un corte en la grabación, una especie de salto, que dura menos de un segundo. Cuando la imagen vuelve, la mujer ya no está y se ve una hoja de papel cayendo, en vaivén, que desaparece por la parte inferior de la pantalla. Al día siguiente, el personal de limpieza encontró una fotografía en el piso del pequeño recinto de los cajeros: varias jóvenes en una foto escolar. Una de ellas con su rostro marcado en rojo. La tarde se estaba transformando en noche, las luces de la calle ya estaban encendidas y, a pesar del frío, aún había movimiento de gente. La joven caminaba por la vereda, del lado de la calle en el que estaban estacionados los autos –«Nunca se sabe cuándo será necesario parapetarse», la habían instruido– Al llegar a la altura de un utilitario, los dos muchachos aparecieron de improviso, jugando a la pelea, entre gritos y risas e impidiéndole el paso. ―Permiso ―dijo la joven, tensa y sin mirarlos.
―No, preciosa ―contestó uno de ellos―. Hasta acá llegaste. El puñetazo en la boca del estómago la dejó sin aire y sin posibilidad de pedir auxilio. Paró en el semáforo y le llamó la atención el descapotable deportivo que se estacionó a su lado. La mujer que lo manejaba era madura y hermosa. Recordaría, después, que pensó en la discordancia de esa mujer en ese auto. Dirigió su vista al cambio de luz, que pasó a verde, puso primera y arrancó, despacio. Se sobresaltó por el ruido del impacto del deportivo contra los autos estacionados. Notó que la mujer ya no estaba. Apenas logró estacionar, se bajó a ver en qué podía ayudar. No prestó atención a la fotografía que estaba en el asiento del acompañante. ―Está detenida, mi coronel ―dijo el edecán, mientras entregaba una carpeta a su jefe. El coronel la abrió, pasó unos papeles y se detuvo en la cara de una joven sonriente, al sol, en una plaza, junto con dos hombres y un perro. La foto era grumosa. ―¿Seguro? ―Sí, mi coronel. ―¿Quién la agarró? ―La gente de Cardona. ―Bien. ¿Dónde está ahora? ―La tienen en el Pozo del Sur. ―Perfecto, Benedetti, perfecto. Dígale al chofer que prepare mi auto. Vamos para allá. El avión despegó a horario. La mujer sentada en el diecinueve efe, del lado de la ventanilla, se durmió ense-
guida. Estaba sola en su fila. Cuando, unos cuarenta minutos después, los auxiliares de a bordo llegaron hasta su asiento con el refrigerio, ella ya no estaba. Nunca volvieron a verla. Uno o dos días después, el encargado de limpieza encontró la fotografía. No le dio importancia y la arrojó a la basura. El puño se estrelló en su rostro y su cuello se dobló hacia atrás cuando la espalda golpeó con el respaldo de la silla de metal, fijada con tornillos al piso. De su boca hinchada apenas escapó un gemido. Sus manos se crisparon y de las heridas de sus muñecas, que estaban atadas con alambre a los apoyabrazos, escapó un chorro de sangre que mojó las botamangas del pantalón del Coronel, que dijo: ―Escúcheme, señorita. Si fuese por mí, simplemente la mataría. Después de lo que hizo, aún la muerte es una sanción escasa. Sin embargo, podría decirse que somos gente de negocios: nos interesan los resultados y no nos regodeamos en el castigo innecesario. Pero usted sabe: nuestro Supremo Líder tiene una reputación que mantener y, además, debemos dejar un mensaje para que todos entiendan que no deben imaginar, siquiera, hacer lo mismo. Por eso es que me veo obligado a hacer que la torturen. Y causarle el mayor daño posible antes de matarla. No es nada personal ―y agregó, dirigiéndose al subordinado que estaba a su lado―. Proceda, sargento. Otra vez el puño. La mujer llegó a la guardia del hospital con dolores muy fuertes en la zona abdominal y el costado izquierdo de su espalda. Lloraba. El médico la revisó y ordenó que
la internasen allí mismo, en observación, mientras le administraban suero y calmantes. ―¿Se siente mejor? ―dijo la enfermera. ―No-… ¿Qué… tengo? ―Unas piedritas, chiquitas, en los riñones. No se preocupe, mamita: se van solas. Descanse. Vuelvo enseguida ¿eh? Cuando regresó, la enfermera encontró la camilla vacía. La bajada de suero llegaba hasta el catéter apoyado en las sábanas. La aguja señalaba la cara de una mujer, tachada con una equis roja, en una fotografía, borrosa y vieja, de fin de curso. ―Era la hija de la doctora Arancibia, mi coronel. ―¿Qué Arancibia, Benedetti? ¿La jueza? ―Así es, mi coronel. ―Apa. Así que el Poder Judicial también juega en este partido. ―La doctora anda haciendo averiguaciones. ―¿Vio el cuerpo de la putita de su hija? ―Sí, mi coronel. Cardona cumplió su orden de dejarla donde todos pudieran verla. ―Un buen ejemplo, ¿no? ―acotó el Coronel, con una sonrisa ―Haga que levanten a Arancibia. La quiero para mí. La mujer estaba desnuda, su cuerpo amoratado. Los grilletes en sus muñecas, sujetos con cadenas al techo, la mantenían de pie. La cabeza, ensangrentada, caía sobre su pecho. En el sótano estaban solo ella y el Coronel. ―Qué pena, doctora, que no supiera educar a su hija― dijo mientras tomaba el pelo de la mujer, levantaba
su cabeza y se preparaba para golpearla en la zona hepática, una vez más, con una manopla de acero. Advirtió, quizá en la mirada sorprendida de la jueza –a pesar de sus ojos casi cerrados por los golpes– que, detrás de él, algo pasaba. Giró, rápido, y vio a una jovencita obesa, rechoncha, de baja estatura y piernas fofas; toda su piel pálida y tajeada. ―Ella me pertenece ―dijo la aparición, mientras tomaba la cabeza del Coronel con ambas manos y la giraba ciento ochenta grados. Siete u ocho horas después, Benedetti bajó al sótano. El Coronel estaba tirado en el piso, muerto. Los grilletes colgaban del techo, vacíos. Revisó todo el sótano, con parsimonia. No había forma de salir, más que por la puerta que siempre estuvo cerrada y custodiada («Déjenme solo», había dicho el Coronel). Entre los papeles desparramados en la suciedad, encontró, sobre una pila de libros desordenados, la fotografía de unas muchachas posando con una profesora, típico retrato de fin de curso. Una equis roja tachaba el rostro de una jovencita; que era, también, la jueza. Apartó la imagen y tomó el libro; desentendiéndose de la escena, tan cotidiana para él. Con cierta curiosidad, leyó…
“No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están” MOBY DICK
LA LOCURA ES UNA DE las caras más tramposas del horror, la sutileza con que suele anclarse en la mente de una persona obedece a misterios y caprichos de una naturaleza insondable. Disfraza sus síntomas en el enorme tapiz de la realidad y así, las notas discordantes pueden pasar desapercibidas hasta que el daño es irreversible. Esto fue lo que le pasó a Hidalgo quién no logró desentrañar la madeja, tal vez por no prestar atención a las señales que de otra manera lo hubieran alertado: En el cielo nocturno, Hydra y Piscis lucían trastocadas como si de pronto se las mirase desde otro punto cardinal. En la costa, el cambio de ritmo de las mareas dejó de ajustarse a los ciclos lunares y en su devenir, arrastró consigo constelaciones de gaviotas chillonas y hambrientas. Pero por encima de todo, la aparición de un escalón nuevo en la escalada hacia la torre. Esto último supo esconderse de la consciencia de Hidalgo por varios días, hasta que lo percibió en uno de esos sueños tortuosos que solía tener. En el sueño, él subía hacia la torre del FARO pertrechado con un montón de herramientas para ajustar el mecanismo de giro de la lámpara, pero antes de llegar a la torreta, bajo sus pies se delataba el prodigio: el escalón tenía una su-
perficie carnosa y tibia, como el lomo de un animal. Hidalgo intentaba retirar el pie pero el movimiento era torpe y pegajoso, esta revelación le producía tal sentimiento de asco que lo sentía subir por sus músculos como una brea caliente. Por el ventanuco del FARO podía ver que el mar estaba embravecido, y algo más; un viento de tormenta aullaba palabras que parecían llegarle desde distancias imposibles. Esas palabras, Hidalgo se negó a interpretarlas. El fragmento de océano y costa que veía por la ventana estaban en un ángulo extraño, como si el FARO mismo estuviera inclinado hacia el mar y oscilara como una caña. Sintió vértigo, sintió que lo invadía un miedo blanco y pasmoso, un miedo indescriptible lleno de símbolos de mal agüero y desdicha aplastante. Pero aun así no logró despertar hasta que la pesadilla inyectó toda su ponzoña. Por la mañana no pudo recordar los detalles con exactitud, la luz del día era tan cristalina que parecía robarle sustancia a los resquicios donde se había alojado el miedo. La imagen grotesca del FARO inclinado sobre el mar como una imposible Torre de Pisa se quedó flotando unos segundos en su conciencia y luego se esfumó. Ahora no parecía tan terrible, al menos no tanto como la resaca que enfrentaba. Se dijo que había sido una de esas pesadillas de borracho y por lo tanto descartó el asunto para ocuparse de las tareas que tenía por delante. Durante los siguientes siete días, con eficiencia y tozudez, Hidalgo realizó sus obligaciones durante las horas de luz y luego, iluminado por el resplandor de las velas, bebió ginebra hasta altas horas de la noche. Algunas de esas noches garabateó palabras en un cuaderno; otras, cantó canciones que se remontaban a los jóvenes tiempos de la escuela de marina y otras, simplemente lloriqueó y balbuceó frases
sin sentido y le gritó a Cynara y sintió lástima de sí mismo hasta que se quedó dormido. Más o menos lo mismo que venía haciendo a intervalos regulares durante los últimos años como guardián del FARO. Pero en el octavo día, cuando descendía por la escalera desde lo alto de la torreta para dirigirse hasta la casa, experimentó un rumor en los huesos. Algo sutil, y sin embargo muy desagradable. Un eco disonante entre su memoria muscular y la rutina de subir y bajar. Se dijo que algo no estaba en su sitio pero no supo precisar si se trataba del FARO o de su propia mente. Continuó bajando y observó con desconfianza los escalones bajo sus pies pero no vio nada fuera de lugar. No recordó el sueño. Una vez abajo, todavía inquieto, giró la cabeza y se quedó mirando la rotunda mole que se erguía desde el promontorio hacia las nubes. A simple vista, el FARO era el mismo monolito sórdido y tosco de siempre, aunque para él poseía una belleza oscura. Se quedó varios minutos contemplándolo hasta que se tranquilizó. Admiraba esa torre oxidada y cubierta de líquenes que apenas dejaba ver las trazas de anillos blancos y negros y que era como un dedo gigantesco que acusaba al cielo de todos los males del mundo. A Hidalgo le gustaba ese dedo acusador. A menudo pensaba que, en muchos sentidos, era también el suyo. Después de muchos años como Guarda FARO, Hidalgo había empezado a respetar al edificio más que a sí mismo y le había conferido simbologías propias que podían variar según sus estados de ánimo. Así, el mismo FARO podía ser tanto su centinela protector como su peor enemigo. Si estaba de buen talante, era su ventana hacia el sol y los vastos paisajes costeros. Si estaba apesadumbrado, era el grillete que lo retenía apresado y le recordaba lo solitaria y frustrada que era su vida. Mientras miraba la
punta cilíndrica y las bandadas de gaviotas que giraban a su alrededor, pensó en un reloj de sol que medía el tiempo en otros términos y en las enormes dimensiones del mundo que sus ojos de marinero habían aprendido a contemplar, extensiones infinitas de agua y abismos insondables de firmamento. Su mente divagó en ensoñaciones por unos minutos, solo los suficientes como para quitar de su corazón la sensación de extrañeza que acababa de experimentar. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a calentar su barba, torció la boca y se dirigió a la casa para telegrafiar a la Brigada. A media mañana había olvidado por completo el asunto. Salió al sol y bajó silbando por los escalones de piedra desde el promontorio hasta la playa, llevaba botas altas, una canasta y tres cañas de pesca. Cynara dormía en la casita de madera, pero al pasar Hidalgo por su lado decidió acompañarlo y se le adelantó por la escalinata con una carrerita calculada. Su vientre estaba hinchado y oscilaba entre las patas mientras descendía por los escalones. La noche anterior, Hidalgo le había palpado cuidadosamente la barriga y había notado al menos ocho cachorros a través de la piel tirante. Probablemente pariera antes del sábado. La imagen de los cachorros le robó una sonrisa que no advirtió sino como una tirantez poco habitual en su cara. Ansiaba verlos y tocarlos pero había decidido que no conservaría ninguno, no podía permitírselo y además, Cynara era toda la compañía que necesitaba. Los ubicaría sin problema en el pueblo cuando estuvieran destetados. Desde la playa, Cynara lo apremió con ladridos cortos. El día era ventoso y las nubes del amanecer habían sido barridas hacia el Sur, dejando espacio para un sol inusual en Agosto. Hidalgo respiró la brisa marina y apuró el tranco para juguetear un poco con su perra. Ca-
minaron por la solitaria franja salpicada de tanto en tanto por grandes piedras cubiertas de algas. Los acantilados formaban una muralla despareja que al cabo de tres kilómetros decrecía de manera abrupta y se convertía en un terreno rocoso de media altura. A partir de allí había peñones que invadían la playa y cortaban el paso, algunos eran tan grandes que formaban túneles y laberintos y era preciso conocer el terreno para poder sortearlos. El paisaje era inhóspito pero sin duda admirable y, más adelante, las formaciones rocosas comenzaban a alternarse con bosques de pinos tupidos y sombríos. Pasaron junto a una mole de granito que para Hidalgo tenía la forma de un corazón humano y que en su mente marcaba el final de su territorio personal, aunque esa fantasía no se condecía con el austero predio que le había otorgado la Brigada Naval. Unos cientos de metros más adelante, llegaron junto a una serie de pedruscos dentados en el borde de una escollera natural. A Cynara no parecía interesarle la pesca y apuró a su dueño para continuar con la exploración, pero Hidalgo le explicó que aquel era un rincón perfecto para pescar brótolas y abadejos. Comenzó a preparar sus cañas y le hizo un ademán a Cynara para que se fuera a inspeccionar la zona. La perra se marchó con el hocico pegado al suelo describiendo espirales cada vez más amplias en busca de peligros o novedades. Hidalgo la observó hasta que se perdió de vista, luego preparó las carnadas y emplazó las cañas en lugares estratégicos. Solo entonces, sentado en la arena, encendió un cigarrillo y extrajo de su bolsillo una libretita ajada por el uso. Levantó la vista una o dos veces para vigilar la línea del horizonte y vio, a lo lejos, pequeñas bandadas como tildes trazadas con tinta china en un papel azul. No le gustaba escribir, no era un acto que lo hiciera sentir orgulloso, pero encontraba cierto alivio en el
proceso. Pensó por un momento en las palabras adecuadas y cerró los ojos. Entonces, como solía suceder, las palabras aparecieron volando por encima del mar como aquella bandada de aves migratorias. Diario del alegre solitario en la península más triste del mundo. ¿Que hace el FARO? El FARO señaliza un límite. No por capricho sino por la propia supervivencia de todas las partes. Es un límite que si se traspasa, ocurre una tragedia. Pero ¿Y del otro lado? El FARO delimita el terreno. La división. Termina algo y comienza lo otro. Es un cambio desentendido de cualquier opinión o sentimiento. Ocurre y ya. El FARO debe existir. YO debo existir. Releyó lo que había escrito y suspiró. Entendía que había algo inquietante en esta costumbre que había adquirido, pero no lograba precisar en qué consistía. No era exactamente que la palabra FARO debía ser escrita siempre en mayúsculas para satisfacer su manía, sino más bien la necesidad imperiosa de escribir acerca de él. Esta obsesión no había sido reflexionada en profundidad por Hidalgo y también ahí radicaba el problema: pensar demasiado en el FARO le provocaba un vago temor que le sentaba como una mala digestión pero al mismo tiempo volvía una y otra vez al tema. Los ladridos lejanos de Cynara lo distrajeron de sus pensamientos y lo acercaron de nuevo a la pesca. Guardó la libreta y corrió a atender una de sus cañas. Recogió la tanza con presteza y gritó triunfal al ver el lomo plateado de una corvina luchando entre la espuma de la rompiente.
Parecía de buen tamaño y se convertiría en un excelente almuerzo. Un repentino aullido de dolor lo sobresaltó. —¿Cynara? Hidalgo dejó al pez boqueando en la arena y se enderezó con los oídos alertas. Le parecía que el aullido había provenido desde el interior del pinar y se dirigió hacia allí esquivando el laberinto de rocas lo más rápido que pudo. Cynara aulló una segunda vez, una nota de dolor inconfundible. El bosque se encontraba en una lomada y cortaba el paisaje árido y arenoso con un resplandor verde oscuro que a esa hora de la mañana resultaba antinatural. Bajo la sombra de los árboles se respiraba una humedad fría, de aire estancado. Con un escalofrío, pensó que allí la noche escondía sus huesos del sol. En el terreno desparejo y húmedo, sus movimientos se volvieron torpes y tropezó constantemente con raíces y ramas caídas. Preocupado por Cynara, se maldijo por haber bebido ginebra la noche anterior. Con voz firme la llamó una, dos, tres veces. El bosque le devolvió un silencio opresivo, haciéndolo sentir un intruso. Se adentró en el pinar más y más, mirando hacia un lado y otro, intentando inspeccionar en cada rincón. Por ningún lado había señales de Cynara. El perfume a resina de pino le daba náuseas. Se detuvo un momento para recobrar el aire y procuró ordenar su cabeza. —¡Cynara! Giró sobre sus pasos y volvió por donde había venido. De pronto, el bosque parecía haberse trasformado, las referencias visuales se habían borrado, el camino desaparecía entre una maraña de arbustos secos. Se sintió de-
sorientado y al borde del pánico. El bosque no le era del todo desconocido, muchas veces había incursionado en su interior para juntar leña o cazar aves pero, por lo general, no solía adentrarse demasiado y jamás se había perdido. Sabía que no era un bosque extremadamente extenso y que no entrañaba un peligro real. Pero el miedo estaba allí y era irracional. Era irracional p o r q u e m u y e n su interior sabía que la bestia no lo ha bía olvidado y sabía que lo que murió s e p u d r e. N o h a y m a n e r a d e s a l v a r l o. P o r a l g o e s t á m u e r t o. E s i r r e v e r s i b l e. N o s e r e p a r a. N o v u e l v e. S i a l g o v u e l v e, n o e s l o m i s m o q u e h a b í a m u e r t o. E l m a r l o c a m b i a t o d o. L a s a l q u e m a l a m e n t e d e l o s h o m b r e s d é b i l e s. Sacudió la cabeza como quien niega una mala noticia. ¿Qué era eso? No entendió de dónde habían salido esos pensamientos pero no los necesitaba ahora. Se obligó a respirar con tranquilidad y despabilar sus sentidos. Desde su derecha, casi imperceptible, le llegó un quejido muy débil. Cerró los ojos y escuchó. Silencio. Su propia respiración. El sonido se produjo nuevamente, estaba cerca. Hidalgo giró la cabeza y se puso en movimiento. Encontró a Cynara unos treinta metros más adelante. Yacía con los ojos cerrados y la lengua afuera. Tenía un salpicón de sangre en el hocico pero no parecía lastimada. En el pequeño claro, la tierra estaba revuelta y las agujas de pino mostraban señales de pelea. Había más sangre en el suelo húmedo.
Hidalgo le susurró palabras en el oído a su perra y la alzó con ternura. Como si se rompiera un sortilegio, en el mismo momento en que tocó al animal su sentido de la orientación volvió a él. Allí estaba el pino caído, allí la roca moteada, más atrás el macizo de helechos y en el fondo, como si nunca se hubiera ido, el rumor del mar. Llevó en brazos a Cynara hasta la playa y desde allí, sin preocuparse por juntar su equipo de pesca, caminó a paso ligero hasta la casa. Su preocupación por la perra no llegó a eclipsar la idea de que había algo inquietante en la escalera del FARO, algo que antes no estaba allí. Cynara despertó a la caída del sol. Movió la cola ante las palabras de su dueño pero no quiso levantarse. Permaneció echada sobre la manta junto al calor de la salamandra y apenas tomó agua. Mientras palpaba cuidadosamente el vientre hinchado de la perra, Hidalgo se preguntó contra qué animal podía haberse enfrentado. No había jabalíes en esas tierras y, por lo que él sabía, solo existían depredadores pequeños que escaparían sin hacerle frente. Por otro lado, si la sangre seca en su hocico no era la suya ¿por qué parecía herida? ¿Y qué le había pasado a él en el pinar? Eran piezas de realidad que no encajaban. Hidalgo estuvo largo rato acariciándole el lomo con aire ausente. Parecía que tenía muchas cosas en que pensar y se le ocurrió que, tal vez, tomarse un buen trago antes de la cena y sentarse a escribir un rato podría contribuir a relajarlo un poco. Se dirigió a la alacena y en vez de Ginebra, se sirvió una doble medida de Whisky. Con el vaso en la mano, vigiló la cacerola en la que estaba coci-
nando el estofado y se sentó en el viejo sillón junto a la ventana. Afuera, la oscuridad era inmensa y el mar era un borrón de tinta que se mezclaba con el cielo, desbordaba los límites en una sola capa de negro absoluto. Solo el FARO arrojaba una lanza de luz blanca que azotaba las aguas como un relámpago, entre destello y eclipse, durante unos segundos la vista parecía engañarse y observar imposibles formas danzantes sobre las olas. Diario del alegre solitario en la península más triste del mundo. El error de las aves será siempre no volar lo suficiente. Su organismo quizás no lo permita pero jamás se los perdonaré. Si yo pudiese volar... jamás hubiese pisado un barco. Volvería a esos lugares que apenas recuerdo y que tal vez ni existan ya. Los conflictos… Aquellas villas de pocos habitantes, olvidadas por el mundo, pacíficas y quietas. Tan verdes, tan cálidas. Con el sol rozándolas por la mañana y la luna bañándolas por la noche. Las islas perdidas donde el tiempo pasa pero no permanece. ¿Para qué permanecer si nadie lo nota? El frío en esos lugares era amable y tranquilizante, pacificador. El calor, dulce como una caricia. Tan tranquilo estuve en esa vida que ya pasó. Oh querida mía, no te voy a nombrar aquí. Perdóname pero no te voy a nombrar esta noche. Pensar en ti duele demasiado y han pasado tantas cosas. Déjame solo eludirte, dejar que tu sombra se confunda con las otras sombras como una danza de fantasmas en el fondo del mar. Añoro la tranquilidad. Quisiera que mi mente ya no me torture. A veces me siento un prisionero de mi propia existencia dentro de este fuerte. Esta inter-
minable torre, centinela de la sal y mis desvelos. Y el mar todavía me llama cuando estoy débil ¿Cómo saber que no es esa cosa aborrecible? ¿Cómo saber que no eres tú? El mar me llama. Y yo escucho. A las seis de la mañana el cielo todavía estaba oscuro, con las nubes amontonadas y revueltas como trapos sucios. A Hidalgo le tomó más tiempo que de costumbre salir de la cama. La resaca era pesada pero no inmanejable. Nada que un buen café no pudiera combatir. Arrastró los pies hasta la cocina y encendió la salamandra a partir de los rescoldos aún calientes de la noche anterior. Bostezó y se estiró y notó que sus huesos crujían y que sus músculos estaban firmes pero más débiles que de costumbre y pensó que ya no era aquel joven que se había embarcado a conocer el mundo tantos años atrás. Fue a la despensa y volvió con una hogaza de pan y algo de queso. Colocó la cafetera sobre la base de la salamandra y encendió un cigarrillo. Por supuesto que ya no era joven. Y además, no era una sorpresa reconocer que su afición a la bebida lo estaba venciendo. Se fijó en la manta empapada de sangre donde Cynara había dejado tres cachorros muertos. Con un escalofrío, rememoró los sucesos del día anterior y sintió que nada mejoraría a partir de ese punto. Otra vez, la perra había desaparecido. Era como si algún poder invisible y manipulador se empeñara en hacerlo pasar por situaciones repetidas para llenarlo de angustia. Un rastro de sangre fresca lo condujo hasta el cuarto de herramientas, desde allí se asomó al depósito de leña y notó que la pequeña puerta trampa que el animal solía utilizar para salir y entrar por las noches estaba entornada.
Sin preocuparse por tomar un abrigo, Hidalgo destrabó la puerta principal y salió hacia el patio. Un viento helado lo recibió con los brazos abiertos. Sobre el horizonte del mar, las nubes cada vez más oscuras avanzaban sin prisa y sin pausa en un frente de tormenta. Por un segundo tuvo la esperanza de que la perra estaría en su casita de madera, junto a las escaleras que conducían a la playa, pero no la encontró allí. Se negó a llamar a Cynara en voz alta. Tenía la inquietante sensación de que al hacerlo, coagularía definitivamente una fatalidad que aún no se había desatado. Examinó los caminos laterales a la casa, el pequeño y suave recodo de arenilla donde a veces la perra solía echarse a dormir. También echó un vistazo en el galpón de almacenamiento, entre viejos engranajes, piezas de recambio y repuestos de la linterna. Cada vez más preocupado, volvió al patio y se detuvo junto a la escalera de piedra que bajaba hacia la playa. No creía que hubiera ido muy lejos. Y la intuición le decía que no había tomado esa dirección. Una vez más, tomó una bocanada de aire frío y sintió un ardor en sus pulmones. Sin pensar en nada, se dirigió hacia el FARO. En la puerta de entrada, sobre las losas de pizarra, encontró un cuarto cachorro. Estaba inmóvil y con el pelo apelmazado, como una ofrenda al gigante Efialtes. La escalera interna del FARO, vista desde abajo, era una interminable rueda helicoidal que parecía continuar hasta el infinito, se perdía en una penumbra neblinosa que las lámparas de querosene, dispuestas en todo el tramo hasta la entrada a la torreta, no lograban disipar. Hidalgo subió con toda la velocidad que le permitieron sus piernas. Desde el cuarto de mantenimiento, situado a unos
quince metros desde la base, el ascenso se volvía algo infructuoso ya que algunos peldaños estaban rotos y había que colocar el pie sobre la estructura de hierro, pisando justo sobre las varillas de soporte y afirmando el peso del cuerpo en la baranda exterior. Mientras subía mirando siempre hacia arriba, Hidalgo volvió a notar que algo no iba bien en esa escalera. Lo que le había causado aquella desagradable sensación días atrás volvía ahora con más fuerza. Entendió con una súbita nausea que el FARO se había estirado. Un tramo entero de aproximadamente diez metros, lo que significaba cuarenta escalones nuevos. Diario del alegre solitario en la península más triste del mundo. …¡No! No me doy cuenta. No me doy cuenta ni aunque mis ojos lo vean. El FARO se ha vuelto loco y por lo tanto… pero también mis oídos. Porque a veces el mar me habla y no me doy cuenta. El mar me dice cosas, cosas que sé que están ahí, y no las quiero oír. El mar. Oh, el mar es un lugar hermoso pero el mar me da terror. A veces solo quiero irme de este FARO. Pero me quedo. No quiero irme en realidad. ¿O es el FARO el que no quiere que me vaya? Quiero ver el mar desde lo alto de esta torre. Quiero ver el mar, solo eso. La voz del mar me promete cosas. Siento pavor, pero quiero averiguar qué me pide a cambio…
Se detuvo y vomitó aferrado a la barandilla. Pasaron algunos minutos hasta que su estómago se tranquilizó. No podía pensar en esto ahora. Sabía que tenía que seguir subiendo. Los escalones nuevos no diferían en lo absoluto de los viejos, parecían iguales de vetustos y percudidos. Hidalgo calculó que el nuevo tramo, o el “estiramiento” por demencial que pudiera parecer, se ubicaba entre la sala de control y la recámara, es decir desde la mitad de la altura total de la torre hacia el extremo superior. Con pasos cuidadosos continuó el ascenso. Un curioso efecto producía un continuo zumbido a partir de ese punto hasta la cima, un ruido blanco impreciso y molesto, que tapaba los oídos y acentuaba la sensación de vértigo. Durante lo que pareció una eternidad, Hidalgo subió escalón por escalón hasta que llegó a la cúpula. Cynara estaba acostada de lado en el corredor externo. Tenía los ojos vidriosos y fijos. El hocico estaba arrugado y enseñaba los colmillos en una mueca de amenaza perpetua. El viento sacudía su largo pelaje y parecía conferirle movimiento pero Hidalgo supo que era una ilusión. Sintiendo que eran destruidas las grandes represas en su corazón, abrazó a su perra y sollozó como si fuera un niño. Luego de largos minutos, cuando la desesperación cedió, Hidalgo advirtió que entre las patas ensangrentadas de Cynara había un pequeño cachorro vivo. ... En algún momento de la tarde, con un fondo de relámpagos, Hidalgo enterró a Cynara en el diminuto jardín trasero de la casa. Ante cada palada de tierra, la tristeza fue reemplazada por la ilusión de ser una marioneta manipulada por una vigorosa fuerza a la que no le
interesaban las emociones humanas. Más tarde la lluvia arremetió con fuerza contra el tejado y el viento azotó los postigones hasta romperlos pero él apenas lo notó. Durante la noche bebió cuatro botellas de Ginebra y aun así, la embriaguez no acudió en su consuelo. Intentó darle algo de leche al cachorro sobreviviente pero el pequeño animal estaba aletargado y no reaccionó al estímulo. Lo depositó sobre una manta y se olvidó de él. Diario del alegre solitario en la península más triste del mundo. Sé que estoy enfermo. Enfermo en toda la extensión de la palabra, en cuerpo y alma. Y sé que algún acto inenarrable se esclarecerá muy pronto en mi mente, la imagen será revelada lentamente como en una fotografía y entonces enloqueceré del todo. El viejo barco soltará sus amarras. ¿Por qué sino esta sensación de horror que crece debajo de mis uñas? La canción llega desde el mar nuevamente, es un sonido como el que harían mil criaturas al ser devoradas por una bestia. Cuando desciendo por las escaleras desde la casa hasta el promontorio y la bruma helada me golpea la cara. Arriba, enredada entre nubes polvorientas, la luna llena se ha convertido en un ojo colosal que se burla de mí. Al amanecer, la tormenta había perdido intensidad y se alejaba en dirección Sur. Trepado a la baranda de la torreta, Hidalgo atisbó con ojos enrojecidos la superficie encrespada del mar. Era una panorámica de colores oscuros, en la que predominaban los grises y verdes, pero también otros tonos más sucios como los que se verían en la paleta de un pintor demente. Esa cosa innombrable, a la
que él había aprendido a asociar con el océano y al mismo tiempo darle connotaciones de bestia o conciencia o deidad, parecía convulsionarse y replegarse sobre sí misma, con movimientos casi orgánicos. En esa respiración abismal, el canto le llegó con intermitencias, apagado y entrelazado con el ulular del viento al principio, pero nítido y aterrador al cabo de unos minutos. Será mejor que descanses Hidalgo, el dolor trae recuerdos que no valen la pena. Deja que el FARO te cuide, viejo marino. Deja de quejarte y lloriquear maldito viejo. O muy pronto serás carnada, exactamente como lo fue ella. ¡Ella! ¡Destripada como un pescado! Desesperado, Hidalgo corrió escaleras abajo. No contó los escalones, pero le pareció que trascurrían horas hasta que llegó a la base. Cuando cruzaba el patio de piedra se detuvo y observó el cielo nublado. Se sintió repentinamente confuso en esa luz mortecina, como quien olvida hacia dónde se dirige y cuáles son sus razones, no logró razonar si era de mañana o de tarde. En el mismo momento una parte de él se dio cuenta de que estaba volviendo a subir los peldaños del FARO. Quiso detenerse pero no pudo. Llegó a la torreta, se asomó a la barandilla exterior. El cachorro estaba tibio y en su palma callosa parecía un juguete ridículo. El corazoncito bombeaba a toda velocidad a causa del vértigo y el frío. Hidalgo lo sostuvo en alto y a la luz de la (¿Luna?), lo miró como se miran las cosas que no se comprenden. L u c e s r o t a s a n i d a n e n e s t e l u g a r, e s t e s i t i o s i n D i o s q u e f u e c r e a d o p a r a m í, p a r a quecontemplecomomicordurameesarr e b a t a d a.
Con un gesto de asco se lo sacudió de la mano y lo dejó caer al vacío. Fue un peso muerto que no emitió ningún sonido y que cayó en línea recta hasta el filo de las rocas. Una pequeña mancha que la marea lamió como una lastimadura. Hasta que ya no estuvo más allí. Desde la distancia, proveniente del mar, le pareció oír el aullido de Cynara. —¡No! Con el corazón precipitado, en una aterradora conciencia de sus actos, una vez más se encontró bajando. ¿Qué acabo de hacer? ¿Dios mío, qué hice? Pero su propia mente era un garabato descabellado. Estaba subiendo. Se detuvo a mitad del trayecto. Las paredes internas del faro cobraron una textura extraña, el sustrato húmedo y descascarado se tornó de pronto de un rojo sanguinolento y orgánico, palpitante. Los ventanucos desaparecieron, tragados por una masa viscosa y caliente y entonces Hidalgo supo que ya no se trataba del FARO, que de alguna diabólica manera se encontraba en el interior de un gigantesco depredador que pretendía digerirlo. Ahora bajaba nuevamente, pero ya no por propia voluntad: los escalones habían desaparecido junto con cualquier similitud de arquitectura humana y él descendía por un conducto cuyas paredes eran elásticas y musculadas. Los movimientos peristálticos le impedían luchar, lo asfixiaban y lo conducían hacia un lugar desconocido. La alucinación se esfumó tan rápido como había llegado. Estaba otra vez en la escalera. Se aferró a la barandilla interna del Faro con la cabeza colgando hacia el abismo y un hilo de saliva colgando de su boca. Lloró con desesperación y su llanto le pareció el graznido de un ave herida.
Horas más tarde, se incorporó e intentó bajar, pero el tramo de escalera se había estirado infinitamente y no logró llegar hasta la puerta. No supo cuánto tiempo estuvo en movimiento. Cuando comenzaba a creer que no podía estar más desesperado, desde lo alto, alguien pronunció su nombre. La voz le fue familiar, le llegó nítida e inconfundible y fue un martillazo en su corazón. P o r q u e l o q u e e s t á m u e r t o n o d e b e r í a v o l v e r. Con un grito desgarrador, inarticulado, le respondió. Algo había comenzado a reptar sobre la corteza de su cerebro y ese fue el momento en que su pesadilla se lo tragó por completo. SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO SUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJOSUBOBAJO.
... Luz y sonidos nuevos. Los graznidos de las gaviotas lo sacaron del sueño. Despertó envuelto en unas sábanas sucias y húmedas, la fiebre había remitido un poco pero
todavía tiritaba. Afuera, la claridad de mediodía se filtraba a través de las persianas rotas. Se levantó, se vistió lo mejor que pudo y se dirigió a la pequeña cocina arrastrando los pies. Le dolían los huesos y se sentía viejo. No solo viejo, el hombre más viejo en la faz de la tierra. En el espejito de marco de nácar que colgaba en la pared del pasillo atisbó fugazmente su cara y se preocupó. Estaba barbudo, tenía los huesos del pómulo sobresalientes y la mirada hundida, no solo era una expresión hosca, percibió algo más en esa mirada que no terminó de comprender pero que no le gustó en absoluto. Percibía en su interior una voluntad ajena que pugnaba por tomar el control y que, tarde o temprano, se desencadenaría como un eclipse. Cuando salió al exterior se imaginó que el FARO era en realidad un falo erecto y ensangrentado. Vio también que girando a su alrededor, formando un perverso halo de santidad, las gaviotas parecían moscas enloquecidas. No se sorprendió. El cielo tenía el color de una fruta podrida y todas las cosas estaban rotas. Diario del alegre solitario en la península más triste del mundo. No engaño a nadie. En una pretendida simulación de normalidad, intento afeitarme en el pequeño baño, pero mis manos tiemblan sin control. He visto larvas de gusanos en mis fosas nasales. Ya no soporto pensar. Esa misma noche, bajo el hechizo de la luna llena, la península tenía un aspecto lóbrego y antiguo. El bote se sacudió cuando golpeó contra la primera rompiente, se llenó de agua salada y espuma pero no llegó a zozobrar. Con brazos vigorosos, Hidalgo enderezó el rumbo y lo
apuntó en línea recta hacia la segunda rompiente. Esta vez fue mejor. Poco a poco, consiguió salir de la zona de acantilados. La canción era un enjambre de voces y era también como un mantra, no dejó de sonar hasta bien entrada la noche, cuando la franja costera desapareció de la vista y el haz del FARO se convirtió en una línea intermitente y borrosa. Hidalgo se zambulló en el mar y nadó como un poseso para alejarse todo lo posible del bote. Nadó hasta que los brazos no le respondieron y el cuerpo comenzó a entumecerse, solo entonces dejó de moverse y abrió la boca para que el agua helada entrara en sus pulmones. ... Cuatro días después, dos oficiales de la brigada meteorológica entraron en la casa y tomaron nota de la situación: Las dos ventanas que daban al FARO estaban pintadas con brea. En la cocina, el tufo de comida podrida se mezclaba con el olor a descomposición de los cachorros muertos. Había desorden y suciedad por doquier, pero ninguna señal de Hidalgo. Lo más perturbador fue un escrito hallado sobre la cama roñosa, entre un montón de botellas vacías. En el mismo se leía lo siguiente:
DE REPENTE NO VEÍA NADA.
Podía jurar que minutos antes era de día. Ahora estaba oscuro, frío, angustiante; como un domingo de invierno a las once de la noche. Lo primero que se le vino a la mente fue tratar de buscarla. No tenía miedo de no ver sus manos, de no percibir el suelo o no conocer el lugar donde se hallaba. Odiaba la duda. No sabía si la iba a encontrar, no podía saber cuán lejos estaba de Ella. Improvisó una explicación lógica: era una pesadilla –en los sueños solo se recuerdan las últimas partes– y estaba a punto de despertar. Se quedó tranquilo. En unos segundos sus ojos estarían mirando hacia la izquierda, a salvo. Ella iba a estar ahí, como cada noche, para calmar la fiebre y volver todo a la normalidad con un abrazo. El problema fue que el tiempo continuó marchando y él seguía totalmente a ciegas, solo, padeciendo lo helado de aquella nada. Un olor agrio, nauseabundo, como ese que solamente sale de las cosas muertas o en descomposición; impregnaba todo el ambiente. Según sus cálculos habrían pasado dos horas (la verdad es que no podía saberlo, en su cabeza parecía una eternidad. El tiempo es un ser despreciable que jamás colabora con nuestra frágil existencia; siempre está pendiente de transformar buenos momentos en malos momentos y, a estos,
en momentos horribles). De a poco la sensación de estar consciente en un lugar donde no se ve ni se escucha nada comenzó a desesperarlo. No podía estar seguro si iba a despertar, si estaba dormido o muerto. La soledad se hizo más honda. El suelo estaba como blando, húmedo, pesado ¿Hacia dónde caminar si ni siquiera veía sus pies? No entendía cómo había llegado ahí, o qué era ese lugar. Corría tramos interminables y, al detenerse, parecía no moverse, no avanzar. Las horas se hicieron días. El tiempo se seguía distorsionando. La imagen de Ella se hacía cada vez más borrosa y la angustia mutaba hacia el pesimismo, la exasperación. ¿Acaso era él? ¿Esa chica a la cual se había estado aferrando, era realmente Ella? ¿Había una Ella? Tal vez todo era producto de una idealización exagerada por esa soledad que le cerraba la garganta y le apretaba el pecho. Tal vez solo tenía que esperar. Como una ironía perversa esa espera le partía la cabeza en dos porque el momento jamás llegaba. La eterna expectativa se transformó en una tortura con sabor a esperanza inocente que parecía nunca resignarse. Sintió el castigo de renovar a cada rato la ilusión de verla de nuevo, con una vela en la mano. Ella solucionaría esta absurda situación. ... Apareció de repente, igual a esa molestia corporal que se siente de súbito pero no se sabe cómo empezó. Un frío de muerte le recorrió todo el cuerpo y la certeza de que no estaba solo lo dejo tieso. Comenzó a sentirse observado. Todo se volvió insostenible en sus ideas
incoherentes. La oscuridad –ciega, quieta– no le daba tregua, parecía asfixiarlo, era espesa. Se quedaba muda para que él fabricara los ruidos, para volverlo loco. Un pequeño golpe atrajo su atención. Otros dos replicaron a su espalda. Era como si el lugar, en su conjunto, estuviera vivo. De manera progresiva los intervalos se fueron regularizando. Después un silencio, la nada. Hubiese querido tener ojos en cada tramo de su cuerpo. Otra vez el ruido, ahora al frente. Su volumen delataba un acercamiento. Cada vez que retumbaba un temblor doloroso, rápido, como una cosquilla pero más prolongada, más intensa porque le endurecía los músculos de la parte superior del pecho y el principio de la garganta dificultándole la respiración, lo azotaba. Se le ocurrió buscar paredes, proteger su espalda, con mucha suerte reconocería el lugar. Pero el infierno no tiene paredes, ahí no hay muros en los que apoyarse, descansar, en el que sentir seguridad (aun de la más precaria). Los ruidos estaban cada vez más cerca, casi a su lado. Era aterradora la frecuencia con que se repetían. La imagen de un ente amorfo y sin rostro, parado, tal vez, a diez centímetros de su cara, respirándole, y de donde brotaba el olor putrefacto, perturbó su cabeza. No era capaz de controlar su cuerpo que, errático, ensayaba movimientos involuntarios. Su respiración se aceleró tanto que la capacidad de oxigenación experimentó una suerte de colapso –tragaba aire, pero parecía salir muy rápido (casi sin entrar)–. Cuando sintió que su cerebro, o tal vez su pecho, o los dos, iban a explotar, cerró sus ojos. Hizo un esfuerzo
sobrehumano por detener el temblor, por alargar los periodos de inhalación y exhalación. Intentó, con todas sus fuerzas, avalado por un instinto de supervivencia que se exteriorizó en una atención exagerada, mantener el silencio; escrutar –como si tuviera visión nocturna– cada rincón invisible. El ruido cesó. Los segundos más largos de su vida… Luego el estallido: una impotencia desoladora le ganó, y gritó. Lo hizo tan fuerte como pudo, soltando toda la angustia, inundando su rostro con una mezcla entre lágrimas, sudor, impaciencia, saliva y enojo. Tal vez sus últimas energías, convertidas, de manera casi animal, en pedidos de auxilio, nunca salieron de su boca; no pudo emitir sonido. Ninguna de todas sus ideas de lo que podía ser la muerte se asemejaba a esta experiencia. Se incorporó de golpe en su cama. Movida por un acto reflejo, su cabeza buscó a Ella. Vio su espalda desnuda, hermosa. A medio tapar por su pelo ondulado y brillante, que resultaba de la fusión divina entre el dorado y el color de la miel, vislumbró su cuello. Tuvo la seguridad de estar en presencia de toda la belleza del mundo junta, ahí mismo, como jamás la había visto antes y jamás la vería. Una sensación de primera bocanada de aire después de hacer pie en una pileta profunda lo tranquilizó. Se acercó a su cuerpo, la besó justo en esa parte en donde el final del cuello y el principio del hombro se encuentran, y la volvió a abrazar. Seguro y feliz, todavía agitado, pero con Ella entre sus brazos, se quedó mirando la pared a medio despintar (un poco disfrutando que todavía le quedaban horas hasta la mañana y un poco porque esos sombríos sueños, a veces, tardan en irse del todo). Las luces del mundo se
fueron apagando acompañadas de la sensación hermosa que le provocaba el contacto entre su pecho y la espalda Ella. ¿Por qué esa pared esta despintada? pensó mientras reparaba en lo absurdo de la duda. Entonces quiso verla sonreír, besarla en la boca, escuchar su voz. El ruido apareció otra vez, ahora más cercano y claro, como un pequeño motor. Otra duda reemplazó a las ganas del beso, necesitaba ver su cara. Un frío de agujas le recorrió la espalda y la cama se tornó metálica, dura. Le apoyó la mano en el hombro –quería dejarla boca arriba–, la volteó, y no… no hubo boca. En su lugar apareció más cabellera ondulada, brillante, que resultaba de la fusión entre el dorado y el color de la miel, cubriendo otra espalda hasta la mitad. ... Abrió los ojos de golpe. Todo sus músculos estaban contraídos, las manos apretadas, y su torso desnudo, empapado. El sentimiento amargo y punzante, propio de una dicha muerta, impregnaba sus pensamientos. Ella no estaba. Una lámpara muy blanca –colgando justo encima de su rostro– le impedía despegar sus párpados. Ahora el ruido a motor inundaba la atmósfera (su presencia le generaba un dolor de cabeza, como si el cerebro quisiera partirse en cinco pedazos, que se prolongaba por su nuca y cuello). Su cuerpo era incapaz de responder a las directivas enviadas. Nada encajaba en esa realidad. Se adivinó acostado en una camilla plateada, helada, dura (o por lo menos eso pensó al sentir metal sobre su espalda). Tres cables a cada lado de su cabeza –unos a la altura de cada sien, otros dos detrás de las orejas y un
último par donde finaliza la nuca– salían y se conectaban a una máquina en forma de cubo, con una pantalla negra y caracteres verdes, que superaba la altura de la camilla. Más allá, en línea recta sobre la misma pared, un suero, que terminaba en su antebrazo derecho –singularmente deteriorado–, colgaba de un gancho. Giró su cabeza para el otro perfil, a la izquierda. Lo primero que reconoció fue la cortina marrón. Más abajo la imagen se seguía aclarando, era el sillón de madera, el de almohadones de cuero negro que había conseguido de oferta en esa mueblería grande del centro. Comenzó a restaurar el sentido. Algo no estaba bien en las cosas, como si un accidente hubiese desmejorado el lugar, como si estuviese luchando en silencio vaya uno a saber qué clase de guerra. Enfrentado al sofá, a casi un metro, revestido por una suerte de terciopelo a base de polvo, la cómoda y el televisor completaban la escena. Boca arriba, con sus brazos a los costados, su mirada continuó con el paneo. Más acá vio un guardapolvos colgado del respaldar de una silla. Una matrícula, con el nombre Leonardo, prendía a la altura del bolsillo. Ése era su nombre, no le cabían dudas, ahora le parecía tan obvio como que era cordobés. Concluyó, por el almanaque con la figura de una montaña nevada, que era julio de 1992. Se lo habían regalado hace unos días por lo que, sí, debía ser julio. Entonces Ella se le vino a la cabeza (más bien era una sensación preciosa que él asociaba a Ella). Veía, en pasajes confusos, su cuerpo; recordaba su olor tan propio, amaba su pelo; pero era incapaz de ver el color de sus ojos, la forma de su nariz o su sonrisa. Imposible, no podía, el rostro de Ella no estaba en su cerebro. Intentaba con todas sus fuerzas, apretaba los ojos como creyendo
que así podría inspeccionar más profundo la información que transmitían sus neuronas, pero todo era en vano. Esos actos equívocos desembocaron en un llanto desconsolado, en un estado febril y, por último, en un desvanecimiento. El segundo despertar –no puede considerarse tal, porque el sueño había sido superficial– fue más tranquilo. Con sumo cuidado se despegó los cables de la cabeza y arrancó la aguja del suero. Dio unos pasos tímidos, como si el cuerpo exteriorizara la confusión de su cabeza. Quién sabe cuánto tiempo había estado acostado. El lugar lucía espantoso, sombrío. El ambiente estaba difuso. Intentó abrir la puerta para salir del departamento, pero estaba cerrada ¿podía estar cerrada desde el exterior? Fue hacia el ventanal y corrió las cortinas, una serie de maderas dispuesta de forma horizontal –unas sobre otras–, obstruían el balcón. Estaba confinado. Al darse la vuelta divisó un reproductor de video, justo al lado del televisor. Dentro del mismo, asomado, un cassette VHS mostraba la inscripción, arriba de la etiqueta original, como si hubiera sido re-grabada,"[REPRODUCIR]". Empujó la cinta y se sentó. [ Lluvia de puntos grises. Una pared muy blanca, el codo de un escritorio y, sobre este, unos papeles y un reloj digital, de números verdes. La cámara se mueve como si alguien la estuviera ajustando. Una espalda blanca cruza la vista. El sujeto se da la vuelta y se sienta] Hola Leonardo, ¿cómo te sentís? Si estás viendo esta grabación quiere decir que la prueba falló y probablemente no recuerdes nada. De hecho, intuíamos
un efecto inverso, los daños podían ser mayores, más de lo esperado: las “posibles consecuencias" de la inexperiencia. Igual las pesadillas, eran un hecho, ¿experimentaste algo de eso? No te preocupes, todo sacrificio, por más doloroso, es algo menor. Como no sé qué recordás y que no, voy a ponerte al corriente de todo lo acontecido. Antes que nada, no intentes salir, nosotros planeamos el encierro, dijimos que era preciso que ningún estímulo afectara nuestra débil actividad neuronal. De igual manera, afuera no hay mucho por hacer. El exterior se plantea como algo hostil. En segundo lugar, no te molestes en buscarla, Ella no está, se fue hace tiempo. No obstante, lo insólito fue lo que vino después de su partida: por alguna especie de accidente neurológico, o trau... te lo voy a decir sin extenderme en rodeos innecesarios: estás perdiendo la memoria, Leonardo. Ella va ir desapareciendo. No voy a detenerme en los pormenores de la construcción del artefacto ni en su funcionamiento. En uno de los cajones, abajo del televisor, hay una carpeta que contiene toda la información pertinente. Deberías estar orgulloso de tus conocimientos en neurociencias y psicología cognitiva, fueron importantes. Empecemos: el ruido de motor que escuchás es el generador, provee de energía eléctrica durante tiempo indefinido, sin interrupciones, por si el experimento se extendiera más allá de esta prueba; el suero para la semana que dura la inducción, también. ¿De qué se trata todo esto? bueno, descubrimos que en algún lugar permanecen aún recuerdos, tal vez retazos, de Ella. Ese
enorme procesador al cual estabas conectado cuando te despertaste es el resultado de nuestras investigaciones. Pudimos hallar la manera de ingresar a esa parte de la cabeza. Lo negativo es que hay una línea delgada y el margen de error que tenemos es muy pequeño. Cada intento que llevemos adelante, cada fallo, irá deteriorando nuestro sistema nervioso. Eso restaría la probabilidad de tener resultados exitosos, ocasionando en nosotros una suerte de amnesia anterógrada. Esto significa que ya no vamos a crear nuevos recuerdos. Por otro lado están las pesadillas. Son un mecanismo de defensa que nos presenta nuestro inconsciente. Este busca evitar nuestro acceso y extracción a contenido que, por algún motivo, aparta de nosotros. Tal vez solo encuentres oscuridad, sueños escabrosos, olvido, desolación; pero, si tenemos suerte, si alguna ayuda milagrosa colabora, quizá la encontremos y recuperemos sus recuerdos, su imagen completa. Seguro te parecerá absurda nuestra obsesión, ¿cómo puede ser que a pesar de estar creando algo que podría ser revolucionario para la ciencia, solo nos interesa Ella? Pero es así, hay veces que por los momentos de la vida en que alguien aparece en tu camino, o por el nivel de influencia que tuvo, uno no puede dejarlo atrás, entonces la razón entra en un conflicto con el corazón del que nunca sale ganando. Desde el día en que se fue, desde que nuestra vida dio un giro hacia un paraje en el que jamás habíamos estado antes, los recuerdos fueron nuestra única ayuda. Porque, ¿qué es un hombre sino un cúmulo de
experiencias, de vivencias, de conversaciones e imágenes pasadas? ¿Qué es la realidad sino una serie de estímulos que resignificamos constantemente, según lo que tenemos adentro, para darle sentido a lo que ocurre afuera? Lamentablemente la suerte quiso que Ella se apartara del único espacio en donde podíamos llegar a ser felices, el último rincón en donde todavía algún rayo de luz iluminaba el porvenir: nuestra cabeza. Ahora no somos nada más que una serie de órganos interconectados, vacíos, funcionando por el solo hecho de funcionar. Pero ambos sabemos una cosa, mientras haya vida, mientras respiremos, mient... Leonardo se levantó de su asiento temblando mientras el Leonardo del video siguió hablando a sus espaldas. El dolor de lo irreparable lo atravesó hasta el estómago. Todo tenía forma, y esa forma era desastrosa. Sabía muy bien que un mundo sin amor no era nada más que una sucesión interminable de horas eternas. Sabía todo lo que tenía que saber. En otro momento se hubiera sentido impotente ante la idea de tener que decidir, ahora la duda era lo único que le quedaba en este mundo y se aferró a ella. Aun conociendo sus pocas chances de un desenlace feliz, estaba convencido de que ninguna pesadilla desoladora podría ser peor que esta realidad vacía, triste, cruda y cruel. Estudió cuidadosamente los procedimientos para volver a intentarlo. Había algo casi automático en su actuar. Conectó cada uno de los cables a su cabeza y el suero en su antebrazo. Inició el proceso. A pesar de todas las probabilidades en su contra, en la pesadilla todavía sobrevivía una esperanza, lejana, dolorosa, pero sin fecha de vencimiento.
Entro en trance, se durmió de nuevo. El departamento volvió a su estado natural. Solo se oía el retumbar del generador, reduciendo su marcha ante el reciente esfuerzo del computador. Durante el punto crítico había sido tan alta la vibración que abrió la puerta de una habitación. La escena termina con la casa quieta, congelada, cómplice, preparada para cuando Leonardo despertara otra vez. Se observan dentro de esa pieza, efectivamente, un conjunto de engranajes y correas moviéndose, y gran cantidad de cables gruesos. Ahí dentro, el reloj digital –de números verdes–, marca julio, pero de 1998. La grabación acabó y la cinta volvió sobre su película original, justo en una escena en la que un hombre encerrado en una suerte de caja de madera contaba lo siguiente...
por Mauricio Koch DURANTE MUCHOS AÑOS EN MI pueblo, cuando alguien, ya sea por mal de amores, porque había perdido la cosecha, le habían diagnosticado un mal incurable o por el motivo que fuese, tomaba la determinación de quitarse la vida, lo habitual era que para tal fin recurriera a las vías del tren. Era lo que estaba más a mano, un método económico y eficaz que no requiere de logística ni planificación previa, y si bien hay que reconocer que tiene la contra de dejar un resultado desagradable a la vista e impedir el velorio a cajón abierto, en general todos coincidíamos que cuando la vida de uno, para bien y para mal, ha estado signada por el ferrocarril, es una aberración y una ofensa valerse de otro medio para suprimirse. Se había establecido así un acuerdo tácito entre partes, de modo que cuando uno veía a alguien acostado en las vías con la evidente intención de emprender la gira final, como forma de cortesía se acercaba y le informaba que ese día el tren venía con retraso, le preguntaba si no quería un cigarrillo o un caramelo de menta, o si le molestaba que uno se llevara sus zapatos, o le decía que se fijara si de acuerdo a su contextura no le convenía más acostarse en un solo riel a lo largo. Luego, cuando ya se escuchaba el pito, se le daban ánimos y, por respeto a la intimidad que requería el momento, se lo dejaba solo. Los suicidas que no respetaban la tradición eran muy mal vistos, su gesto era tomado como un insulto a las instituciones y se los castigaba públicamente con velorios desiertos y, fuera de los familiares más cercanos –y a ve-
ces ni siquiera ellos–, en el cementerio pasaban a ser difuntos parias que no recibían flores de nadie y sus tumbas pronto se convertían en taperas, nido de lechuzas y gorriones. Pero eran casos contados, excepciones. No había restricciones a la libertad de elegir tirarse abajo de un tren diurno o nocturno, de pasajeros o de carga, y lo mismo en cuanto al lugar, que podía ser la loma de los gallineros, la curva del corralón o el paso a nivel de la aceitera, pero no frente a la estación, donde por una cuestión de orden y estética entendibles, don Ullmann, el jefe de estación, había puesto un cartelito que decía: “Prohibido suicidarse en este perímetro” y, como en todo, a don Ullmann se lo respetaba. De chicos nuestros padres nos enseñaban que si alguna vez veíamos a alguien acostado en las vías debíamos preguntarle qué estaba haciendo. Si la persona nos contestaba que esperaba el tren para matarse, debíamos hacernos tres veces la señal de la cruz y decirle “vaya con Dios”, aunque en la iglesia nos dijeran lo contrario. Pero si no nos respondía, era posible que el individuo en cuestión estuviera descompuesto, desmayado, borracho o dormido, o todo eso junto, y entonces lo que debíamos hacer era correr a buscar a un mayor o ir hasta a la comisaría a dar el aviso, y si en la comisaría no nos llevaban el apunte, como solía ocurrir, porque el agente de turno estaba lustrando el arma o jugando al solitario, o, por el contrario, sí nos escuchaba, pero nos decía que tenía una pila de informes atrasados que presentar y se le había terminado el liquid-paper, si no podíamos ir hasta el kiosco a comprarle y de paso le traíamos un Jockey corto de 20, nos dábamos cuenta de que era peor el remedio que la enfermedad y salíamos corriendo a intentar sacar nosotros mismos a la persona de los rieles. Con los hombres en general no era
tan grave, porque ante la desesperación uno no duda y en ese momento todo plan que pueda funcionar es válido, pero nos han tocado señoras, incluso señoras gordas con polleras, y ése sí era un problema, porque uno no quiere ser irrespetuoso, pero cuando siente que las vías empiezan a vibrar y después escucha el pito y ya ve la luz sobre los rieles, y uno está con un amigo que se abatata o, peor, solo, recurre a lo que sea, aunque lo mejor siempre es tirar de los pies, y si eso no funciona porque la persona es muy pesada hay que hacer palanca, lo ideal es con un palo, pero como es raro que uno tenga un palo o una tabla en ese momento, y además es difícil conseguirlo cerca de las vías donde por lo general no hay árboles ni nada y el pasto está cortito, entonces no queda otra que meter el pie a la altura del abdomen y empujar con todas las fuerzas, sin flexionar la rodilla, buscando que el cuerpo gire aunque sea un cuarto de vuelta, porque una vez que quedó de costado ya es más fácil, se empuja desde la espalda y, sobre todo si es alguien rechoncho, tiende a girar y enseguida queda fuera de peligro. Nunca nadie supo responder por qué habiendo en el pueblo tantas cunetas, cordones y baldosas flojas, los borrachos siempre se caían en el paso a nivel. Pero ése es otro tema. Lo importante es que de esa forma se salvaron muchas vidas. Obviamente que también se cometían errores y uno a veces terminaba sacando a alguien que en realidad sí se quería matar, pero como no tenía el coraje de esperar lúcido la llegada del tren, se había bajado una botella de ginebra o una tableta de pastillas para dormir, y cuando en la salita lo reanimaban se enojaba mucho y preguntaba quién era el insolente que lo había salvado, y las enfermeras, que nunca supieron ser discretas, enseguida se lo decían y después había problemas que terminaban
en la comisaría o, muy probablemente, otra vez en la salita. Igual, yo nunca me arrepentí en esos casos, porque mi papá me decía que ante la duda había que salvar siempre. Lo otro después se ve. Si la persona se quiere matar, ya va a encontrar otra oportunidad; pero si no quería... Porque de esos casos también hubo, y durante el velorio los familiares preguntaban si acaso nadie lo había visto tirado –o tirada– en las vías, y despotricaban: qué falta de solidaridad, no se les ocurrió que quizá se le había nublado la vista y tropezó, o que le había bajado la presión… Así que yo de grande seguí haciendo lo mismo. Pero esta costumbre nunca fue un problema en nuestro pueblo. El problema –el verdadero problema– empezó la madrugada en que el tren de las seis no pasó y todos nos quedamos dormidos. Ese día llegamos tarde al trabajo, los chicos no fueron a la escuela y hasta los gallos parecían desorientados cuando nos veían salir con el sol allá arriba y cruzar las calles apurados, la cara marcada por las sábanas, dando los buenos días con malhumor, los ojos lastimados por el sol de las nueve al que no estábamos acostumbrados. Era tan insólita la situación que muchos fuimos a la estación a preguntarle a don Ullmann qué había pasado. Lo encontramos con sus característicos traje azul y gorra impecables, doblado sobre el telégrafo, meta taca-taca, como todos los días, desde hacía treinta años. Cuando lo llamé, levantó apenas la cabeza, me saludó con el afecto de siempre y me dijo: así estoy desde la cinco; no hay respuesta morse, no me contestan el teléfono, no hay radio, no hay nada. No fuimos a trabajar. Nos quedamos sentados en el andén a esperar novedades.
La peregrinación desde los barrios no cesaba, todos llegaban con el mismo susto en la mirada, preguntando qué había pasado y nadie tenía respuestas. Aunque éramos muchos casi no se hablaba, había poco para decir. Parábamos la oreja ante cualquier sonido más o menos agudo y fijábamos la vista al final de los galpones de la vieja aceitera, justo en la curva por donde el tren aparecía todas las tardes tocando pito y haciendo vibrar las calles, o al otro lado, esperando verlo asomarse en la loma del matadero, viboreando al sol del mediodía. Algunos se iban y volvían al rato con el mate, algo de comer y una radio; dormitábamos por momentos y nos despertábamos sobresaltados por la voz de algún ansioso que daba una falsa alarma. El sol comenzó a bajar hasta perderse detrás de los pinos de la comisaría, tiñendo de rojo los rieles, las chapas oxidadas de los galpones de acopio, y nosotros empezamos a sentir frío y sueño, pero no lo decíamos porque esperábamos otra cosa: un tren de carga que nunca pasó y el último, el favorito de todos: el Porteño, que tampoco llegó. Recién a las once de la noche la radio se acordó de nosotros y lo resumió en una frase: “Se informa oficialmente a los usuarios del Ferrocarril General que los servicios han quedado interrumpidos por tiempo indeterminado”. Todos conocíamos el significado de “indeterminado”, y no era esa una palabra que uno quisiera escuchar en boca de un gobernante. Era un hecho: el tren no volvería a pasar. No fue necesario disimular ni demostrar nada porque todos sentíamos lo mismo. Como la cerrazón, la tris-
teza se instaló en las calles, se ganó en nuestras casas, en nuestros trabajos, y día a día fuimos dejando de hacer chistes, de robar frutas, de tomar mate en la plaza, de organizar kermeses. Al principio seguimos cumpliendo nuestras tareas como autómatas: íbamos a trabajar, volvíamos a casa donde nos esperaban con la comida, como siempre, como si nada, y los chicos salían para la escuela con sus guardapolvos almidonados, porque aún teníamos con nosotros la inercia de toda una vida, la fuerza de la rutina llevándonos de la mano. El loco David seguía yendo religiosamente a la estación a tocar la campana, a esperar que don Ullmann saliera a retarlo con la gorra en la mano. Y aunque don Ullmann no volvió a salir y un mal día nos enteramos que se había ido del pueblo, dejando la estación vacía y abandonada, David siguió tocando y corriendo por el andén hasta la tarde en que salió desesperado a la avenida gritando que la campana no estaba más. En la vía paralela quedaron dos vagones de carga –las tolvas que se usaban para transportar granos– y un viejo vagón de pasajeros de primera clase con algunos vidrios rotos y los asientos de cuero verde llenándose de tierra. Nunca nadie los buscó ni los reclamó. Ahí se quedaron, y a la vista de todos se fueron oxidando y marchitando en una larga espera. El tren había muerto y sus restos, como un despojo, estaban ahí, echándose a perder, transformándose lento en chatarra, muriendo cada día un poco más. A los galpones, llenos de herramientas, de materiales y mercaderías, los fuimos saqueando sin apuro hasta dejarlos vacíos, para una vez vacíos empezar a desmantelarlos: primero las aberturas, luego los tirantes, las canaletas, las chapas del techo. Lo único que quedó en pie fue la estación propiamente dicha, no por respeto o cosa parecida sino porque es de material y pudo más la desidia
que el interés de llevarse unos ladrillos. El antiguo terreno del ferrocarril, siempre cuidado por los obreros –los catangos, como eran conocidos por todos–, se transformó rápidamente en un pastizal que dividía al pueblo de un modo violento, una frontera hecha de yuyos, un paso a nivel inútil, basura y animales muertos. Los catangos, cincuenta y dos en total, tuvieron que viajar en colectivo hasta la ciudad para pelear por sus derechos de indemnización, y algunos ya no volvieron. Con el tiempo nos enteramos que muchos habían enfermado, unos murieron, otros se mudaron nadie sabía dónde. Yo tenía diecinueve años cuando el tren dejó de pasar, y en la metalúrgica donde trabajaba hacíamos piezas y repuestos para el mantenimiento del ferrocarril. Nuestro taller era uno de los más importantes del ramal. El fin del tren significó el fin de nuestro trabajo. La vieja kermés de los domingos en la estación fue reemplazada por visitas a la sala de primeros auxilios, velorios en los que masticábamos bronca o despedidas en la terminal de ómnibus, esa mierda. Todas las semanas alguien se moría de tristeza; todos los días un hijo, un sobrino o un amigo se iban del pueblo. Así, hasta que ya no quedaron hijos que despedir y la gente dejó de morirse tanto como para ir a parar adentro de un cajón. Con toda esa angustia y desconcierto, era lógico que nadie pensara en los desesperados de las vías, aunque ellos no habían renunciado a su vocación y seguían ahí, recostados esperando el tren que por fin los librara de sus tormentos. Pero no tardaron en hacerse visibles, porque al tradicional número de románticos, morosos y fracasados, empezaron a sumarse los que habían tomado esa determinación por una razón muy distinta, y llegaban a buscar su
lugar entre los rieles. Este nuevo grupo, que no paraba de crecer, y si bien estaban tristes y aseguraban que sus vidas ya no tenían sentido, no iban hasta las vías con la mera intención de acostarse a esperar y nada más, sino con la actitud combativa de hacer visible su dolor y dejar testimonio de que estaban dispuestos a no moverse de allí hasta que el tren volviera a pasar, y aunque los familiares, amigos, vecinos y hasta las autoridades del pueblo como doña Rosaura, la directora de la escuela de comercio, o el mismo doctor Alfaro y ni hablar el comisario Jesús María, intentaban convencerlos de que la espera era inútil, que no se podía hacer nada y los llevaban a la rastra hasta las casas, ellos no atendían razones y pataleaban y se quedaban, o se escapaban al rato y volvían otra vez a las vías, porque decían que esa espera tenía más sentido que quedarse en casa mirando el techo y, sin dudas, mucho más que tomarse un colectivo para irse del pueblo o pegarse un tiro, como hacían otros vendidos. Como la mayoría, reconozco que al principio me burlé de los esperantes, como empezamos a llamarles. Me llevó un tiempo entender su lucha. Creo que el detonante fue cuando después de meses de golpear puertas buscando una changa miserable que no llegó nunca, me di cuenta que la única alternativa que me quedaba era la más injusta y no estaba dispuesto a aceptarla: irme. Cuando al fin comprendí, y no solo comprendí sino que supe que ese era mi lugar y decidí sumarme, los esperantes ya eran multitud. Lo más duro fue lograr la aceptación de mi familia, mantenerme firme frente a la insistencia y el ruego desesperado de mis padres. Fue una prueba que no hubiese
superado sin el apoyo de mis compañeros. Pero una vez que entendieron que mi decisión era definitiva, se resignaron y optaron por venir a visitarme: mamá traía el mate, papá los sillones y la radio, y nos sentábamos a mirar juntos el atardecer mientras comíamos pepitas de girasol. Cuando empezaba a caer el sereno, me daban un beso en la frente, me hacían prometerles que me iba a tapar con la frazada que me habían dejado y se despedían hasta el día siguiente. Con el tiempo se formaron grupos, capillas, brotaron asperezas y se agudizaron las diferencias entre las distintas posiciones. Se definieron liderazgos. Básicamente las posturas eran dos, que estuvieron desde el primer momento: la gente que esperaba el tren para matarse y vivía –es un decir– la espera como un purgatorio del que soñaba poder salir algún día solo con llegada del tren. En este grupo hubo gente que claudicó: algunos volvieron a sus casas, pidieron una sopa caliente y después se pusieron a dar vueltas a la plaza para desentumecer los huesos. Hubo otros que también se fueron, pero su rendición terminó en escopetazo o envenenamiento y eran el ejemplo más claro de lo que no había que hacer. El otro grupo, entre los que me contaba, era más numeroso y estaba compuesto por la gente que esperaba con espíritu de huelguista. Con la intención (utópica si se quiere) de hacer visible un problema social grave y que en el fondo –y esto es lo que nos señalaban con bronca los ortodoxos–, el deseo de suicidarnos era secundario en nuestro caso, y en algunos ni siquiera: no era seguro que si el tren algún día aparecía en lugar de quedarnos recostados en los durmientes, nos hacíamos a un lado para darle la bienvenida y ponernos a saltar (yo, secretamente,
estaba entre ellos), algo imperdonable para un esperante genuino. Frente a esta sospecha los puristas eran categóricos, de mentalidad esquemática; no admitían ideas nuevas y se cerraban ante el único e inicial objetivo que era esperar la llegada del tren para que los pasara por arriba y nada más: lo otro era pura cháchara, según ellos. Hubo peleas que terminaron con heridos y derivados a la sala de primeros auxilios, así que para evitar males mayores votamos a una junta de representantes, delegados que serían portavoces ante las autoridades municipales, y volvimos a organizar carreras de embolsados, partidos de bochas y otros pasatiempos para amenizar las horas y restablecer los vínculos. Pero el entusiasmo, siempre escaso, se apagaba pronto y regresábamos a ocupar nuestro lugar, a hundirnos en el silencio y la nostalgia. Los peores momentos del día eran siempre los mismos: cuando se acercaba el horario de llegada de un tren; el de un clásico como el Porteño, estampado todavía en la vieja pizarra de la estación: 20.40, siempre bastante impuntual por cierto, pero sagrado, cuántos de nosotros habíamos conocido la Capital gracias a él; o el Fiat, que circulaba por toda la provincia y durante el año nos llevaba a Paraná y en verano a la costa del Río Uruguay. A veces se generaba un clima de ansiedad, manifestado en rezos y ruegos a viva voz, y a medida que los minutos pasaban y el horario de arribo se alejaba sin novedades, los rezos se iban apagando. Con los primeros fríos llegaron también las fiebres, los broncoespasmos y las gripes: los enfermos no querían por nada del mundo ser trasladados a la salita, así que las enfermeras se turnaban para cuidarlos en las vías, los arropaban, les daban la sopa y les hacían nebulizaciones
con vapor y hojas de eucalipto. Aun así, una mañana, don Agustín, uno de los catangos más viejos y querido por todos, amaneció muerto. Fue una conmoción: los miembros del comité resolvieron que había que velarlo frente a la estación, y así se hizo. Lo llenamos de flores silvestres, lo despedimos con un fuerte aplauso y bautizamos con su nombre: “Agustín San Juan”, a nuestro grupo de esperantes. Pasó el invierno y llegó una primavera descolorida y sin novedades. Vino luego un verano calcinante que trajo insolaciones y delirios hasta que las hojas se empezaron a caer otra vez y el rocío volvió a mojarnos y llegó un nuevo invierno. Pasaron los años, los lustros, las décadas. Se nos aflojaron las muelas y los colmillos y se nos cayó el pelo, nos volvimos inseguros al andar y empezamos a necesitar anteojos, bastón y pastillas recetadas para uno y otro mal. Muchos de los miembros fundadores ya se han ido, nuevas generaciones se fueron sumando, otros estamos viejos y achacados pero seguimos acá, con la rancia esperanza (que no es más que un vago y confuso recuerdo y una inercia emperrada) de volver a sentir algún día esa vibración, aquel agudo y largo si bemol y ver ese brillo plateado sobre los rieles que nos ilumine el espíritu y nos lleve por fin al cielo eterno donde los trenes nunca dejan de pasar. Mientras ese día llega, nos seguimos reuniendo cada noche alrededor del fuego a leer y a contar historias que hablan de aquella vida y de la que vendrá. Es el turno de Julián, el tornero; permiso, voy a escuchar…
KAREN, COMO USTED SE DARÁ cuenta, nombre de puta. Se lo recordábamos cada vez que podíamos, desde aquel primer año, con la pollera por el piso esparciendo los garzos, barriendo la mugre del aula. No tengo inconvenientes en contarle todo, sabe. En aquel año la recuerdo tímida. A instantes de subirse al bondi rumbo a Bariloche, la recuerdo puta. —¿Cuál es la vieja? —No seas pelotudo, Brian. —Le aplico un correctivo a la cabeza—. Sentate, debe ser la constipada aquella. —Le señalo con la mirada a través de la ventana del fondo. La señora agita las dos palmas con énfasis, sonríe, pero si ella tuviese la bola de cristal para ver lo que vendrá, correría detrás de nosotros, sin la sonrisa, claro. Padres y madres saludan hacia el colectivo ploteado con la imagen de dos pelotudos haciendo culopatín. Arranca el bondi y ya no los vemos, pero la puta de Karen los sigue saludando. Y de tanto treparse para sacar la cabeza por la ventana y agitar la mano, se le ve el culote rosa clavado en el orto. Lo hace a propósito.
Piedra del águila, aceitoso parador al costado de la ruta. Uno de los choferes se manda al baño, allá, de dónde proviene ese tremendo hedor a meo. El otro fuma apoya-
do contra la puerta del bondi. Cuatro padres. Vienen para cuidarnos, acompañarnos, pero están muy excitados como nosotros, y no registran que varios compañeros compran puchos. Así va a ser fácil. Rodríguez y Melichio salen del baño peleando por quién se guarda la petaca. Pero los cuatro parecen las patéticas maestras de primario en los recreos: les falta la tacita del té, maquillarse como un pizarrón y listo. Se ríen al margen, abstraídos de su responsabilidad. Es Melichio quién consigue guardarse el whiskicito y, como su fama manda, seguro que también trae alguna falopa. Karen y otra compañera ensayan una estúpida coreografía bajo el alero del andén, o plataforma, no sé cómo mierda se le dice, delante de un micro del Rápido Argentino que, según el cartel, va o viene de Rosario. Desde adentro de este bufet apestoso, mirándola a través del vidrio parece un angelito. Parece muerta, en cámara lenta la saboreo, en mute, se mueve a contratiempo de su pollera de puta. Sus palmas, paralelas al suelo señalan en dirección contraria a su mirada, escondida en ese flequillo de calientapijas. Las manos y el flequillo cambian de sentido, van y vienen, la pollera flameando en contrapunto. A un poco más de cuarenta pibes por micro, esto es un quilombo, un nido de vírgenes. La otra baila igual, pero le falta nafta para llegar a ser tan trola como Karen. Lorena le pusieron, está condenada a ser mucama. Y la reina de las putas adopta uno de sus papeles típicos: se hace la ingenua, no sabe que medio parador la quiere empernar. Uno de los choferes le avisa a los papis que se dejen de boludear y que junten a los virgos para seguir viaje. Los cuatro patéticos recuerdan que venían con pibes. ¿Alguno se pone a contarnos?
Esto va a ser muy fácil. Hago todo lo necesario para subir último. Ella charla arrodillada en su asiento, con las tetas apretadas contra el respaldo y parando culo. Yo paso a su lado rumbo al fondo, despacio y atento a una súbita chance de colarle los dedos si algún movimiento brusco suyo amerita el tacto. Por ahora no. La suerte está de mi lado: cuartos contiguos, en el tercer piso. Los papis en el de abajo. Yo con Brian, que nunca me cayó bien, y dos idiotas más que también me tienen de ídolo. Ella con la mucama, dos feas como cucarachas y una futura abogada. No lo digo por el nombre: Tatiana no da para ave negra, pero de mierda y ventajera que es, su futuro es predecible. A Brian le gusta una de las cucarachas. A eso se debe su lealtad. No me lo dijo, ni una cosa ni la otra, pero en sus sesitos descansa la esperanza más triste y patética que un egresado puede llevar a Bariloche. No quiere debutar, no quiere que se la chupen, ni siquiera tocar su primera teta y guardarse así la imagen que le brindará mil futuras pajas. El insecto anhela su primera chapada. Verbo de mierda que vengo escuchando desde hace meses en la cárcel esa de la que estoy por egresar. Y la cucaracha que le gusta es más fea que Tévez y Mirtha Legrand juntos. Y se equivoca feo al pensar que nosotros funcionamos como el tiburón y la rémora, que él va a comer por el solo hecho de nadar atrás mío. Los otros dos directamente no sé qué mierda anhelan. No se animan a desparramar el contenido de sus bolsos en el placard. No lo acordamos explícitamente, pero se sabe que ese rectángulo donde cabrían hasta tres pendejas colgadas es todo mío.
Usted estará pensando dónde están el coordinador y el junior, ¿sí? Éramos el contingente más imbécil del país. Nos fuimos custodiados por padres, por cuatro de esa mayoría que no aprobaba el tradicional viaje con una empresa para jóvenes. Como si en casa me cocinaran bien. Como si los padres de Karen la hubiesen educado como corresponde y no como la puta que era. Como si en la escuela todos estos lagartos que están conmigo en esta foto que le muestro hubiesen desarrollado la madurez para darse cuenta de quién era yo. No obstante me vino bien, lo pensaba mientras recorría los pasillos de este hotel que bien podría haber albergado a Hitler. Unos sables cruzados en la pared al lado del ascensor. Los cuadros del año del culo, con mapas de un Bariloche en épocas de cobijo a los nazis. Y en el hall de entrada, un guardián de hojalata, con lanza y todo, como el del Mago de Oz pero dispuesto a meterte la lanza por el culo y hacerte brochete. Y ahora que lo pienso, Bariloche no podría ser nunca un buen lugar para Karen. Que me perdone Brian. Pongo la boca entre el marco y la puerta entreabierta. Ya se respiran partículas de olor a concha. Llamo. —¿Karen? —Ni dos segundos espero a que respondan—, ¿Karen? Cucaracha agranda el entreabierto, lo suficiente para reconfirmar que su mamá no la parió, que la cagó, y descompuesta. —¿Qué pasa, Mauro? La actriz estelar de las publicidades de Raid sabe mi nombre. Me quedo segundos en blanco, la imagino arrastrándose en el baño de casa, lavándose con mi cepi-
llo. Y no encuentro el mata ella. Y la insecto chupando las cerdas. Y la pija que se me pudre, no puedo respirar, me broto. —¿Mauri, estás bien? —Me despierta del trance—. ¿Qué pasa? —Uy, me colgué. Disculpame, linda. Brian tapó el inodoro, ¿acá tienen una sopapa? Y la hija de puta podía ser todavía más fea. A la cucaracha le gustaba Brian nomás, se le nota en la cara. Ni se ríe, ni se asquea: tristeza, su príncipe azul se le destiñe a un marrón mierda. Se lo imagina hacer fuerza y chivar. No puede dejar de agrandar en su mente el tamaño del sorete. El sorete de metro y medio, con ojitos, gordito, Briancito. Parado a su lado, tomados de la mano, casándose. Desposándola con su anillo de pendejos enroscados del desagote de la bañera. El de él patinando en su dedo sorete. —Por qué no te fijás —ahora soy yo quien la descuelga—. Yo me apuraría antes de que les llegue la baranda a su cuarto. Cucaracha se aleja ampliando mi campo visual. Ahí está Karen, con la otra cuca y la boga. A coro me dicen que pase, y ni tiempo tengo de responderles, su compañera lo hace por mí. Aparece con la sopapa en la mano y la mirada en el más allá. —Gracias —le digo con desprecio imperceptible. Miro a las otras y sonrío—. Brian cagó un pibe. Me voy impulsado por las carcajadas de Karen y las otras putitas. Su cuarto es chico como el nuestro, de cuchetas apretujadas. Imposible saber en cuál duerme ella. Cuando esté sola vuelvo con la sopapa. Y con lo que le inventé, no creo que Cucaracha vaya a avanzar sobre
Brian. Y el gordo menos, es el más virgo de todos. Esa parejita podría cagarme el plan, valga la redundancia. Odio los boliches, odio venir a bailar. A la puta le encanta, hace más de tres horas que llena de leche los huevos de toda la decadencia que se empeda en esta caverna. Y me da ganas de matarlos primero, a cada idiota que le pasa por atrás y antes de rozarle el bultito levanta las cejas mirando alrededor. La pollera se le va subiendo, lo sabe, y siempre se tarda en acomodársela, en bajársela para empezar otra vez el macabro juego. Tiene dos pezones para arrancárselos a mordidas. Y a las cuatro de la mañana, cuando esas patas que viven en ángulo recto no dan más, un pedo importante. Pero sigue calentando en el punto más estratégico de esta caja negra, ambientada con estalactitas, recovecos y paredes rugosas. El sordo idiota, el operario de la construcción de la cabina anuncia por el micrófono que se viene la elección de la reina de la noche. Lo grita como un gallo, mientras la orquesta de maza, fratacho y cincel siguen atornillando melodías monótonas en la cabeza de toda esta degeneración. ¿Qué mierda de música es esta? Karen con sus últimas fuerzas se trepa a un parlante. La yegua pone todo su brío en los últimos metros. Entre su patas separadas cabe un lavarropas. Voy a tener que conseguir un ataúd con forma de i griega invertida. Yo me acerco hacía ese parlante, para quedar abajo y verle el sudor atravesarle el hilo dental que lleva por bombacha. Mientras hombreo zombis y al pasar escupo en la nuca de algunos que ni se enteran, el operario de la construcción anuncia: —La reina de la noche de Grisu es: —Redoble de conchas—. ¡Karen Bear! —¡Cojámosla!
Mi puta no sale de su asombro, para completar este prostíbulo faltarían Guido Kaczka y el fantasma de Sofovich babeando desde el palco. Se baja del parlante sin cuidado de enseñarle la concha al mundo, y yo que me había acercado tanto se la podría haber visto igual desde la tercera bandeja de la Bombonera. Una tanga negra empapada, entre ingles irritadas por la depilación. El trofeo es una filosa estalactita sobre una base negra, como un consolador de la era cavernícola y con una chapita que no alcanzo a leer. Además le entregan una bolsa con unos maquillajes y un vale canjeable por chocolates en Fenoglio. Cuca, la mucama, la boga y dos papis que se turnaron para acompañarnos la rodean con felicitaciones. Un pendejo, mersa como futbolista, también. Nos arrean de un lado para el otro. La aerosilla me recuerda al 114 en las mañanas de invierno. Intento dormir los pocos minutos que me quedan antes de llegar a la cumbre. Los esquís se proyectan por el sol en la nieve, muchos metros abajo nuestro. Desde la aerosilla de adelante, Melichio y Rodríguez dejan caer una ínfima bolsita de plástico. Uno de los pelotudos aúlla provocando una avalancha de resaca en mi cabeza. —¡Pablo! —la voz de Karen pasa volando sobre mí—. ¡Convidá, Pablo! Los esquís me impiden darme vuelta cómodo, pero ella viene colgada atrás. Me doy cuenta de por qué están tan despiertos, y de que la bolsita que cayó era el envoltorio de merca vacío. Odio. Odio y más odio. Y la puta aerosilla que no llega más. Me quiero bajar del 114 y ratearme de la escuela. Matarla ahí nomás. Y a Melichio, a Rodríguez, al pelotudo de Brian que al lado mío no entiende nada y se suma al grito de convidá cuando ni si-
quiera se banca el chimichurri en un chorizo. Gordo chupapija. Te vas a morir virgen. Y estoy recagado de frío, pero transpiro como cerdo. Y de hoy a la noche no pasa, puta. No esquié nada, ni hice culopatin como sí lo hicieron la mayoría de los forros. No hice un carajo, me excusé que estaba cansado, que me dolía la panza. Solo me acerqué para la foto esta de mierda, el recuerdo del contingente más cruento de la historia. Mire, parados con la bandera que algún idiota llevó, y que después de lo que pasó, hoy le será materia de análisis en terapia. Qué fotito, eh. Después vino la guerra de bolas de nieve. Soy el único fresco al llegar de regreso al hotel. El guardián de hojalata, atento; los dos papis y las dos mamis, en la suya. Hasta acá seguro son los únicos que cojieron. Hasta acá. Las ovejitas entramos al bunker de Hitler cansados, con apenas tres horas y veinte minutos para descansar, bañarnos, comer, vestirnos y vuelta a otro patético boliche. La puta de Karen se sube al mismo ascensor que yo, y me dan ganas de preguntarle por qué. Por qué nuestro noviazgo duró tan poco. Por qué le tuvo que contar a todos que ella me dejó. Por qué conmigo no, y con todos los que vinieron después sí. Por qué me tuve que bancar cómo cada uno de sus novios posteriores se la cojieron, con lujo de detalle en mis oídos. Por qué a Mariano Lestard hasta le entregó el culo. Y por qué mierda me habla como si entre nosotros no hubiera pasado nunca nada. Pero me callo la boca. Y me quedo sin respuestas cuando después del piso 3 quedamos solos, y ella me invi-
ta a su cuarto para hacer la previa, después de comer, antes de salir a bailar. —Dale, voy. Se habían hecho tres reuniones en la escuela. Rompieron las pelotas con todo, eran todos Bilardo preparando a la selección para el Mundial 86. Y estoy comiendo una mierda que no te la comen ni en la cárcel. Pero salvo Melichio y Rodríguez todos se la mandan contentos, creo que Karen tampoco. Sentada en la otra mesa sonríe y cotorrea con sus compañeras de cuarto, pero no levanta el tenedor. Puta y falopera. Entre el frío y la nieve que cae tras los ventanales, Brian parece uno de los rugbiers de Viven. Te come la gamba si es necesario. Cuando termina el suyo, le paso el mío mientras miro a Cuca, que en ningún momento dejó de relojearlo, y ahora le cierra más todavía el tamaño de los soretes. Y Karen se da cuenta y la jode delante de toda la mesa. Y Brian la ve, y aunque no alcanza a entender ni escuchar, quisiera levantarse y patearle la cabeza. De a uno van desapareciendo hacia los cuartos. Las trolas apuradas para producirse, y los pibes para cagar y empedarse bien antes de salir. Yo dejo la mesa después de Karen, ella rumbo al ascensor y yo a la escalera. Subo escalón a escalón, lento, planificando lo que vendrá. Me baño primero. Les dejo al resto todo mojado, el jabón lleno de pendejos y no aprieto el botón del inodoro. Me cambio en un rayo, y salgo al pasillo. Varios compañeros van y vienen, algunos pasan corriendo. Se abre la puerta del cuarto de Karen. Sale ella y me encuentra con la mirada. —Las pibas no me dejan fumar en el cuarto —Alza un cigarrillo sin prender entre dos de sus dedos—. ¿Me bancas?
La sigo a donde es evidente que fue varias veces. Al último piso, al sexto, al descanso de las escaleras, que más allá de la puerta cerrada con llave en la que nos apoyamos al sentarnos, debe estar la terraza. No se puede fumar dentro del hotel. No vaya a ser cosa que alguno de los papis, que todavía no se enteraron que entre los pibes hay cocaína, marihuana y alcohol en exceso, nos encuentre con tabaco. ¿Se la ve venir? Karen tiene esa mirada del primer año. La misma voz dulce que llevaba en nuestros paseos, en el cine cuando me susurró al oído que me amaba. Los mismos ojos de cuando le entregué el anillo de compromiso, que le chupó un huevo y lo habrá usado la muy puta cuando Lestard le hacía el culo. Y los ojos vuelven a estar vacíos. Y su boca apesta atrás de las volutas de humo que envician todo. Y sus palabras de calientapija me llenan de odio. De la nariz le gotea sangre sobre el regazo. Se le pudren los dientes. La asfixio con mis manos. La cago a trompadas en los ojos. En la panza, me paro y la pateo. Me agarra de un tobillo, pero le piso el brazo. Me agacho sin dejar de pisarla. Le tapo con mis dos manos la boca, y le golpeo la cabeza contra el piso. Una vez. Dos. Tres. Sangre, le salta la sangre. Intenta morderme. Cuatro. Cinco. Sangre. Seis… —Dale, Mauro. Vamos. La previa ya había arrancado, para Melichio y Rodríguez en el baño de Piedra del águila, para el resto hace minutos, copando ese cuarto lleno de vapor y tufo. La cucaracha de Brian puteaba encerrada en la ducha. Había sido la última en bañarse y ahora no sabe cómo salir para vestirse. Brian, nervioso, toma un fernet con
coca caliente en un vaso de plástico rescatado de Grisu. El consolador de cavernícolas se exhibe glorioso en una mesa de luz repleta de boludeces. Melichio salta eufórico con uno de los sables que había descolgado del pasillo. Un celular enchufado a unos parlantes musicaliza con una cumbia berreta, no muy fuerte. Tatiana, la boga, con terrible cara de orto ordena lo que puede, y Karen seduce a todos, pero en especial a mí. Me mira a mí, me provoca a mí, me quiere a mí. Fue el retrasado de Rodríguez el que trajo la botella de plástico cortada, con una mezcla de vino y no sé qué. Y la entró a pasar. Yo me mojo los labios, para que nadie note que estoy acá por otros asuntos. Y finalmente entre los tres faloperos monopolizan el trago, los dos y Karen, por supuesto. Para cuando se hace la hora de bajar al micro que nos llevaría al boliche que “tiene un casino arriba”, Karen esta arruinada. La reina claudicó. Entre borracha y drogada. Igual de drogada que Rodríguez y Melichio, aunque ellos acostumbrados y de pie. Avisado por no sé quién, uno de los papis sube para ver a la reina de Grisu, y decide quedarse él y una mami a cargo de los cuidados de Karen, de su estómago vomitivo y su cara pálida. Yo alego que el malestar de la mañana, el que me impidió esquiar y romperle los huevos a los turistas en el cerro Catedral, también me obliga a quedarme en el escondite de Hitler. Los pasillos descansan. Y papi y mami en el tercer piso seguro cojen. Karen en su cama, al lado de mi cuarto en penumbras. Como una hora después de que el resto partió a bailar, salgo de la habitación, camino los pocos metros que separan su puerta de la mía, y golpeo despacio. No tengo que hacerlo dos veces, está despierta y me
invita a pasar al instante de abrirme la puerta. Ojerosa, todavía drogada pero mucho más lúcida, se mete en una de las cuchetas de abajo con movimientos que me dejan verle la tanga blanca, debajo de una remera larga pero insuficiente. La única luz encendida es la de un velador. Descubre un quilombo terrible: corpiños tirados, zapatos de tacos, desodorantes, un secador de pelos asomando debajo de una cama y el envase plástico cortado vacío sobre el piso. Me siento en su cama, a su lado, lentamente acostándome hasta quedar detrás de ella, respirándole el pelo. Sin hablar ni una sola palabra, le voy presionando con mi pija cada vez más, clavándosela apenas separada por una sábana y una frazada. Ella ni mu. Nada, pero solo hasta que se me pone bien dura. Ahí empieza a sacar culo, y comenzamos a frotarnos cada vez más desesperados. Me desabrocho el pantalón y me los bajo un poco, igual con mi bóxer. La destapo, se la quiero poner a toda costa. La excitación borra mis deseos de sangre, de estrangularla bien despacio. De cerrarle los ojos para siempre con mi poronga adentro. —Dame un beso —me dice—. Me gustás mucho. Me le acerco a esa boca que hiede a alcohol. Me acomodo entre sus piernas, ella me clava las uñas en el culo. Y es ese dolor satisfactorio que me pone en marcha. Que le ordena a mis manos cerrarse sobre su cuello. Pongo mi cuerpo en peso muerto sobre sus piernas, su panza, inmovilizándola mientras le aprieto y suelto. Aprieto y suelto. No me preocupan sus gritos, rebotan en un cuarto piso desolado, y ni compiten contra los gemidos de la mami abajo del papi. La puta intenta sin éxito levantarme por una de mis axilas, la fuerza de sus rodillas también es insuficiente. La puerteo, se la mando en seco y desajusto
las manos para sentirla gemir. La reina de Grisu me grita que pare, se le desgarra la garganta en gritos desesperados que nadie escucha. Solo yo, adentro del cine, dándole el puto anillo, mientras Lestard le hace el culo. Le suelto las manos del cuello y le pego un trompazo, como un terrame terrame tesín tesán en la nariz. Cuatro golpes entre las fosas y la boca, y el tuco que le llena la pera. Entre el movimiento por volver a ajustar mis manos sobre su cuello, el consolador cavernícola se incrusta en mi mejilla. Me tumba de la cama, con la pija dura y un gusto metálico empapando mi garganta. Ahora sus gritos sí pueden ser escuchados. Un instante eterno en el que constato que la estalactita me atravesó la boca, me quebró varios dientes. Gritos de la puta, intensos alaridos. El velador estalla contra el piso cuando ella seguro se incorpora. Atrás lo hago yo, buscándola en ese desorden que ahora apenas se distingue por la luz de luna filtrándose por entre las rendijas de la persiana. Karen intenta huir corriendo, pero la detengo de un empujón que la golpea de frente contra la puerta. La agarro de los pelos y la arrastro, poniéndola contra otra de las paredes, intentando metérsela por atrás. Con mi antebrazo la aplasto contra la pared, la sujeto pero sin lograr penetrarla. Le pego piñazos al riñón derecho. Mi jean ahora a la altura de las rodillas dificulta mis movimientos, obligándome a tirarla otra vez contra la cama. Cuando me arrojo encima de ella, la puta me patea en la panza. Caigo de rodillas en la oscuridad. A Lestard lo dejabas, puta. La voy a cojer, con la cara sangrando, con la pija dura metiéndosela hasta la columna. —¡Ayúdenme!, ¡por favor, ayúdenme!
Al reincorporarme piso el consolador de cavernícola. Sus gritos me dimensionan entre ella y la puerta. No tiene escape. —Te voy a cojer toda —susurro en la oscuridad. Está agazapada ahí, detrás de la cama, o de la otra. Me agarro la pija y me masturbo en el aire susurrándole más: —Vení, puta. —Me agito la pija—. Ningún tipo la tiene tan dura, vení. El haz que se filtra corta las sábanas ensangrentadas. Estás ahí, puta. Avanzo tanteando los pies de la cama, hacia el rincón en el que la imagino acurrucada sin escapatoria. Trago sangre, me duelen los ojos, toda la cara. Por fin puedo mirar al rincón donde los restos del velador estrellado me avisan que no sé dónde se escondió la puta. —Ah, querés jugar —digo en la oscuridad. Intento cubrir mis espaldas contra la pared y acercarme a la puerta para evitar que escape. En la oscuridad retrocedo despacio, cuando un sablazo resplandece en la cacería, corta el aire, mi plan, y mi pija por la mitad del tronco. Un ardor punzante me derrumba en carne viva sobre unos corpiños y el envase cortado de mierda. Quedo a los pies de una Karen fuera de sí, con la pera y la boca rojas, la remera y la tanga. Con los ojos desorbitados y unos hilos de sangre tensados de paladar a paladar, se traga la mitad de mi pija, entre lágrimas de ira, y goce de puta. Va a rebanarme todo con el sable. Me desmayo. —Eso es todo lo que recuerdo, publíquelo como más le guste, nunca me creyeron ni me van a creer, no voy a salir nunca.
—Pasaron veinte años: ¿sigue afirmando que usted no la mató? ¿Usted no la apuñaló con el trofeo en la nuca? —Por favor váyase, —llama al guardiacárcel con la mano— ya terminamos. Brian aparta la Viva y toma un sorbo de café con leche. En la foto de la nota, aquel aparece muy avejentado. Igual se lo puede reconocer: su ídolo de la secundaria, pero hecho mierda. ¿Cuántos presos le habrán roto el culo en estas dos décadas? Desde aquella previa, en la habitación de la “pobre cucaracha” –que ahora, desde hace quince años, es su esposa–, no habla con él. Ni siquiera lo ha visto. No tiene la valentía para enfrentarlo, para revelarle que él estaba oculto debajo de la cama. Para revelarle que se escabulló de aquel festín de sangre que era el cuarto del hotel. Como una cucaracha se escabulló, después de clavar dos veces el trofeo en la nuca de aquella conchuda. Brian vuelve a levantar el diario, y se dispone a leer otra nota.
CUANDO ENTRÓ AL DEPARTAMENTO SE asombró al ver que había dejado la computadora prendida, la pantalla brillaba de manera insistente como invitándolo a leer lo que tenía para mostrar. De: Cartonero tecnológico Para: Narciso Rossi Estimado Narciso: Gracias por aceptar mi solicitud de amistad en Facebook y mandarme tu correo electrónico. Finalmente voy a reconocer que las redes sociales sirven para algo. ¡Ja, ja, ja! Como te decía en el Face, me tomé el atrevimiento de escribirte porque encontré algo que podría interesarte. Hace un par de meses me quedé sin trabajo (junto con otros supuestos ñoquis que manteníamos distintos servidores en edificios del Estado, pero eso no es lo que te quiero contar); el tema es que decidí dedicar el día completo a lo que para mí antes era solamente un hobby que me permitía ganar algún dinero extra. Yendo al grano, me dedico a recorrer las casas que venden computadoras y todo tipo de juguetes tecnológicos, me llevo los gabinetes y máquinas que tiran y me dedico a revisar si tienen partes que aún sirvan. Los engendros que armo con los repuestos que obtengo en la calle los vendo a personas que desean consumir este tipo de bienes, a pesar de que su poder adquisitivo no se los permita.
En el frenesí de mi nueva ocupación me topé con una máquina muy buena, te diría que es un avión más que una computadora. Aparentemente la desecharon porque tenía la placa de video quemada. La arreglé y estoy por venderla. Me falta reemplazar la imagen del protector de pantalla (un cuchillo mariposa rojo con un dragón dorado grabado en el mango. Parece uno de esos objetos virtuales que compran los gamers a precios ridículamente altos). Antes de que el dueño nuevo venga a buscarla te quería mandar este correo. La máquina estaba vacía, quizás han intentado formatearla, pero dejaron el trabajo inconcluso. Lo único que encontré es un archivo de texto en una carpeta que lleva tu nombre, te lo adjunto en un mail aparte por las dudas. Bueno, te dejo. Están golpeando, espero que no sea el cliente porque todavía no pude cambiar el protector de pantalla. Ojalá que el documento sea de utilidad. Saludos, Cartonero tecnológico PD1: Si necesitás una compu buena y barata, ya sabés… PD2: Te copio el documento al pie del mensaje por las dudas no te llegue el correo con el adjunto, últimamente tengo muchos problemas con el SPAM. Juan Cruz llegó a la casa alrededor de las nueve de la noche y lo primero que hizo fue ir al baño para atender los reclamos de su vejiga. En lugar de orinar tuvo que prestar atención a una sorpresa que le tenían preparada: el cuerpo inerte de su madre colgaba del caño de la ducha. Seguramente la mujer corrió la cortina de plástico para que él pudiera apreciar mejor que había envuelto su cuello con el cable de la conexión vieja de internet. La escalera
que usó había quedado en pie adentro de la bañadera. Aquella vieja casona de Belgrano donde vivían había sido construida con dimensiones y materiales adecuados a las distintas actividades que realizaran los habitantes, incluso cumplir con el desgraciado propósito de terminar con su vida. Salió del baño y caminó hasta el dormitorio. Tengo que completar la misión del juego antes de que se acabe el tiempo, se dijo. Inició la computadora y abrió el Skype para comunicarse con el resto de los jugadores. El mensaje que le llegó desde el ciberespacio fue muy claro: “Devolvé el cuchillo, Malasangre”. El cuchillo no te lo devuelvo ni en pedo, pensó Juan Cruz. Mientras vencía a los tristes oponentes que se abalanzaban sobre él, calculó que la madre había muerto al mediodía. Él le había prometido volver para el almuerzo, pero en el camino encontró aquel ciber que fue refugio durante gran parte de su malgastada adolescencia y no pudo evitar la tentación de entrar. Allí alquilaban máquinas para gamers donde podía lucirse con su nuevo juguete ante la vista de todos los pendejos que a pesar de ser menores a él lo despreciaban. Después se había encontrado con Melina, otra actividad inesperada. La piba al principio se había puesto difícil, pero ahora lo buscaba. Era linda y él estaba encariñado, aunque no quería admitirlo. Otro hecho que le costó aceptar fue la impresión que sintió al tocar las manos frías de su madre. Al mover el cuerpo oscilaron un poco, señalando la punta de un sobre blanco que asomaba como un títere del bolsillo de su delantal sucio de harina, seguramente Irene había estado preparando las lasañas que le había prometido. Lo que su progenitora había demostrado en este último acto era que podía ser efectiva y oportuna. Efectiva
porque había dejado el rostro ladeado de tal manera que él podía apreciar la intensidad del color celeste-violeta de sus ojos. Aquel monigote enharinado fue la joven más bella de toda la facultad de psicología y se había casado con un compañero de cursada que tenía el celeste claro de los glaciares en la mirada. La mujer también había sido oportuna. Como Mabel Gutiérrez, la profesora de biología de Juan Cruz, que justo ese día en la clase había explicado las leyes de la herencia. —El color celeste es recesivo —le aclaró la profe cuando él le pidió ayuda, porque no podía resolver un trabajo práctico basado en caracteres familiares—. Por lo que entonces, si tu mamá y tu papá tienen ojos claros: Juan, vos… La profe Gutiérrez retiró la hoja a todos los alumnos, maldiciéndose por no recordar que la nueva jefa de departamento había prohibido ese tipo de ejercicios. Ella había tenido un leve atisbo de recuerdo sobre la directiva, pero estaba tan cansada la noche anterior cuando elaboró la actividad y tan enojada con su hijo Santiago, que no venía a cenar por culpa de los malditos juegos en red, que imprimió un trabajo práctico de cuatro años atrás y se fue corriendo a buscar a Santi a la pieza. Estaba hecha una loca y acercó la cara a la pantalla gritando que apagara la máquina. Era muy corta de vista, así que no pudo leer que el hijo tenía abierto un chat, y había escrito una docena de veces una misma consigna sobre devolver un cuchillo mariposa. Los ojos negros de Juan Cruz se reflejaron en el monitor con un leve brillo rojo cuando ganó la partida. Entonces decidió volver a la realidad, llamar a Sebastián Malasangre y ocuparse de su reciente orfandad. Juan Cruz
nunca se había interesado demasiado en el tema, pero pensaba que sus padres se habían separado cuando él era muy chico. No tenía registro de haber compartido la casa con su papá, pero el hombre siempre lo había apoyado en todo. A las dos de la mañana ya estaban en la sala velatoria. La policía hizo muchas preguntas pero todo era tan obvio que liberaron el cuerpo de Irene en pocas horas. Sentado al lado de su padre, Juan Cruz no hacía más que saludar parientes y agradecer los innumerables mensajes de condolencias que llegaban por whastapp. Sin embargo, no todos se referían a la reciente pérdida. Una docena de mensajes insistían con otro tema y se expresaban de manera contundente. Devolvé el cuchillo, Malasangre. A las cuatro de la mañana Juan Cruz fue a tomar algo a la cocinita y olvidó el celular sobre la silla. El teléfono no paraba de sonar y llamó la atención del padre que meditaba con la cabeza apoyada sobre un recubrimiento de machimbre que intentaba –en vano– darle calidez a las paredes de la habitación. La pantalla del teléfono mostraba a una muchacha rubia de pelo muy enrulado que le mandaba un beso al dueño del aparato. Era Melina. Él nunca la había presentado, pero el padre de Juan Cruz los había visto juntos un par de veces. El amor parece eterno en la juventud, pero qué pronto muere y se corrompe sin dejar huellas. ¿Por qué sería que ahora, a los cincuenta años era tan importante para él estar seguro de que Irene lo había amado? Eran dudas extrañas que invadieron con sorprendente agresividad a Sebastián, mientras leía como hipnotizado los mensajes que llegaban insistentemente al celular. —¿Qué es eso del cuchillo? —preguntó al hijo.
—Nada,
pa —contestó Juan Cruz, y guardó el telé-
fono. El entierro se hizo al mediodía. A la tarde fueron juntos a la casa a buscar un poco de ropa ya que el plan era mudarse a vivir con el padre, su joven esposa y dos hermanos pequeños. Sebastián se asombró cuando vio salir a Juan Cruz de la habitación con un par de pantalones y la computadora. —Lo que más necesito está acá —explicó regodeándose de solo pensar que en la casa paterna el servicio de internet era mucho mejor que el que usaba actualmente. La convivencia no fue difícil considerando que Juan Cruz no salía de la habitación que le habían asignado salvo para ir a la escuela por la mañana. Sus hermanos tenían terminantemente prohibido usar su computadora, pero pasaban largas horas viéndolo jugar y escuchando los gritos con los que festejaba cada vez que mataba algún contrincante con su adorado ítem. Tomás, el más pequeño, estaba convencido de que el cuchillo mariposa color rojo era especialmente poderoso. A Catalina solo le importaba mirar las figuras femeninas que luchaban contra los zombies, iban bastante ligeras de ropa y con los pechos y glúteos torneados por la libido de los diseñadores gráficos. Sin embargo, era ella la que pasaba más tiempo sentada sobre la cama del hermano mayor, viéndolo jugar. Juan Cruz sabía que el cuchillo valía solo por su precio. Precio que él no había pagado, y eso lo hacía un objeto aún más querible. Solamente los que eran grosos podían acumular puntos suficientes para poder comprar estos ítems. El cuchillo era un arma igual a las otras, sin embargo, desde que lo usaba, él había mejorado en el juego. Para obtenerlo había bastado con traicionar, por pri-
mera vez, la confianza de un amigo. Y eso lo ayudaba a destruir con mayor facilidad todo lo que se le ponía enfrente. Nunca se hacía esperar cuando lo llamaban a comer. Se había organizado mejor el horario de las partidas para estar libre a las nueve menos cuarto, de manera de no fastidiar a Lucía. La joven usaba pantalones muy ajustados y él la ayudaba a poner la mesa, paseándose por la cocina de un lado a otro en lugar de reunir en un solo viaje los cinco platos, tenedores y cuchillos que les hacían falta. Ella era egresada de un colegio privado prestigioso. Cómo no había encontrado un sentido para su existencia, un poco harta de las múltiples posibilidades que le ofrecía la excelente educación que había recibido, Lucía prefirió hacerse adicta a las drogas. Después de varios sucesos lamentables, un aborto y dos intentos de suicidio, los padres la habían internado en una comunidad, donde finalmente se enamoró de uno de los terapeutas, veinte años mayor que ella. Así fue que el padre de Juan cruz perdió el trabajo y terminó conviviendo con aquella muchacha que hacía dar vuelta a más de un pendejo por la calle y que sentía una intensa fascinación por él. Se llevaban bien, salvo cuando a ella la invadían aquellos celos enfermizos por la primera mujer de Sebastián, y la pareja se sumergía un par de días en un infierno de reproches, hasta que la tormenta pasaba sin entender muy bien ninguno de los dos de dónde había venido. —Devolvé el cuchillo —repitió Catalina en la cena del viernes, la primera semana de la vida de Juan Cruz en casa del padre. —¿Qué decís, hija? —preguntó Lucía.
—Nada —contestó
la nena, y emitió una risita breve y algo histérica mientras Juan Cruz la miraba sorprendido y le pasaba un cuchillo de mango de madera. —Ese no. El cuchillo rojo, Juan Cruz. —¿Qué dijiste? —interrogó Sebastián. —Nada —repitió la nena mientras estiraba el brazo que sostenía un plato hondo—. Quiero más sopa, mamá. Lucía trabajaba todo el día en su propio comercio: un negocio de venta de ropa para niños. A esa hora estaba muy cansada pero no se enojaba por quedar sola con la responsabilidad de los últimos quehaceres domésticos, ni solía interrumpir el ostracismo de Sebastián, cuando todas las noches después de comer se apoyaba en la baranda del balcón a fumar mientras veía pasar los autos por la avenida. Aquel viernes fue la excepción, Lucía se acercó a él con cierto apuro y, antes de volver a terminar su tarea en la cocina, le alcanzó un sobre blanco. —Me lo dieron en la funeraria —dijo como al descuido—. Estaba entre las cosas de Irene. Se hizo la desentendida, aunque sabía muy bien de qué se trataba. Irene le había hecho el gran favor de dejarle a mano aquellos resultados del laboratorio de estudios genéticos. En el pasado, Sebastián había dudado de la fidelidad de su mujer, pero prefirió ignorar la verdad y se negó a conocer los resultados de aquellos análisis patéticos que tanto había insistido en que se hicieran. Lucía aprovechó la oportunidad, aunque no entendía por qué la muerta había querido dejar ese mensaje. ¿Y qué importaba ahora si Juan Cruz no era hijo de Sebastián? Era obvio a todo el mundo, porque no se parecían en nada. A Lucía no se le ocurrió preguntarse por qué el logo que tenía impreso el sobre era casi igual a un cuchillo mariposa. En cambio Juan Cruz, a pesar de los gritos de
los médicos y las luces de la ambulancia, sí prestó atención al logo que asomaba del bolsillo trasero del pantalón, donde el padre había guardado el sobre antes de tirarse del quinto piso. Por alguna extraña razón la figura roja resaltaba en el papel blanco y distraía bastante la mirada de los transeúntes, que se detenían a posar el morbo sobre aquel cuerpo desarticulado y los ojos abiertos de Sebastián (de un color celeste muy claro, como el hielo de los glaciares). De: Narciso Rossi Para: Cartonero tecnológico Hola: Hace un par de semanas te escribí agradeciéndote el envío del cuento. La semana pasada volví a insistirte y ayer también. El texto podría publicarse después de algunas correcciones. Necesitaría comunicarme con el autor, intuyo que es una persona que invité a participar de mi primera antología. ¿Vos tenés manera de saber quién era el dueño de la computadora? Bueno, te dejo porque están golpeando. Por favor necesito que me contestes a más tardar mañana. Gracias por tu colaboración, Narciso PD. ¿A cuánto tenés las compus que armás? Antes de averiguar quién era el que golpeaba a la puerta con tanta insistencia, abrió el correo y leyó un mensaje que provenía de un remitente desconocido.
COMO TODOS LOS MIÉRCOLES, ANA y Dimas se encuentran en el hospital. Dimas es hijo de un funcionario diplomático que trabaja en la cancillería y, debido a su jerarquía, tiene un chofer asignado. La madre de Ana ha enviudado hace tres años de un teniente coronel y vive de la pensión y de los perfumes que vende a las esposas de los colegas de su difunto marido, quienes compran las fragancias más por lástima que por gusto. Ana y Dimas se conocen de la escuela, ella es un año mayor (doce) que él (once), y como a esa edad un año equivale a un mundo de distancia, Dimas ni en sueños imaginaba que Ana aceptaría algún día ir a su casa pero, una tarde, el “un día de estos voy” se convirtió en “vamos, ya le avisé a mamá”. Dimas nota que Ana queda impactada por las dimensiones de su casa, el samovar de bronce ruso, la cuchilla marroquí, la cabeza de león regalo del cónsul de Sudáfrica, la gran araña art-decó con caireles tipo imperio, y por todo lo que a él le resulta familiar. La mucama entra a la sala, pregunta qué van a merendar, Ana pide Nesquik con vainillas. Dimas no puede dejar de observar cómo se reblandecen las vainillas al ser sumergidas en la leche y llegan empapadas a la boca de Ana. Para salir del asco que le causa aquel estado de la vainilla, la invita a ver la última película de Batman en el televisor gigante que tiene en el living, película que ya vio más de
veinte veces. A Dimas ni siquiera se le ocurre pensar que Batman puede no gustarle a alguien. Hay una historia de amor en medio de las calles oscuras y los rascacielos de ciudad Gótica, y eso es lo que le gusta a Ana. Ana y Dimas quedan encastrados, como todos los miércoles. Ana permanece boca arriba con la cama levemente reclinada, el cabello recogido dentro de la gorra hospitalaria y las uñas pintadas por su mamá. Hace dos miércoles le sacaron el respirador artificial, lo cual resulta una bendición para Dimas ya que así puede pegarse mejor a su cara aterciopelada. Él está de costado, con su pecho apoyado sobre el brazo izquierdo de Ana, la pierna izquierda montada sobre la izquierda de ella y la blandura del pene deformada contra la pequeña pelvis. Ana no se queja de nada porque desde hace cinco meses está en coma. Aquel día de la merienda, justo cuando Batman se saca la máscara para revelar su verdadera identidad a la mujer que ama y Dimas piensa que la historia de amor es demasiado cursi y que si había que ser un superhéroe para conquistar a una mujer estaba frito, justo cuando Ana abandona definitivamente su Nesquik y se acoda sobre la mesa de cristal para no perderse un solo detalle de aquel romanticismo gótico, de pronto, como si hubiera llegado su fecha de vencimiento, el cuerpo de Ana se rompe. Dimas quería verla, la madre de Ana se lo prohíbe, interviene su papá sin éxito pese a ofrecer ayuda para cubrir los gastos de la internación y el tratamiento. Dimas le dice a su papá que él sabe por qué Ana está así y sabe cómo curarla. Todo había ocurrido cuando llegó la escena de amor y, si lo dejaban entrar al hospital, iba a llevar el
DVD y a poner esa parte de la película, que así como la había puesto enferma la iba a curar. Su papá le explicó que Ana tenía un tumor del tamaño de una ciruela en la cabeza, benigno pero inoperable por la ubicación, y debían respetar el dolor de la madre que seguramente, cuando todo se estabilizara, iba a dejarlo hacer el experimento. Dimas obedece, Dimas espera. A la tercera semana, cuando el tiempo adquiere una densidad ya intolerable, decide aplicar el plan B: intoxicarse con Batman, ver la película una y otra vez y, al llegar al punto en que Batman se quita la máscara, poner stop y volver al principio. Se queda toda la madrugada despierto frente al televisor y, después de haber visto la película veintisiete veces, Dimas sufre un accidente cerebrovascular que lo deja hemipléjico. Cada vez que escucha al médico que contrató su papá decir “accidente cerebrovascular”, se ríe por dentro, como un niño que acaba de cometer una picardía y nadie lo descubre. Como todos los miércoles, el chofer de su papá lo levanta de la silla de ruedas eléctrica, traída desde Alemania gracias a un contacto en la cancillería, y lo acomoda sobre la cama. Esta vez, a diferencia de las otras, el chofer levanta el camisón de Ana y coloca la mano izquierda de Dimas sobre el pubis de ella. Dimas se da cuenta de lo que hace, por suerte no siente nada con esa mano, de ninguna manera quiere hacer eso sin el consentimiento de Ana. Le parece asqueroso y le gustaría poder hablar para decirle a su papá que despida al chofer. A partir del accidente cerebrovascular, el chofer pasa de su mutismo habitual a tomar a Dimas como confidente y le cuenta todo: lo que hace el fin de semana, las
mujeres con las que se acuesta, las comidas favoritas, la gente que no soporta y, sobre todo, no deja de hablar de sus planes para hacerse rico. En febrero le anuncia que pronto dejará de trabajar en la cancillería gracias al detector de marcianos que piensa venderle a la NASA por millones de dólares, más dólares de los que tiene su papá porque, según afirma aquel hombre musculoso que podría poner en problemas hasta al mismo Batman, hace tiempo que la Tierra está plagada de extraterrestres. Mientras maneja el BMW, no se cansa de señalar peatonesmarcianos para impresionar a Dimas, amarrado al asiento trasero con doble cinturón de seguridad, sin dejar de mencionar las bondades de su creación: puede detectar marcianos a más de cien metros y, cuando aparecen, se activa una luz roja. El único problema es el peso y por eso está realizando pruebas en el garaje de su casa antes de lanzarlo al mercado. Todo este asunto le hace pensar a Dimas que Batman es el único superhéroe sin poderes especiales, por eso tiene que recurrir a dispositivos tecnológicos de avanzada, como los batarangs, las cápsulas de humo y el arpón que siempre se engancha en las cornisas para evitar que se reviente contra el piso. Tal vez Batman sobrevive a un impacto así y queda inválido, tal vez termina en la cama de al lado, no como Superman que jamás conocerá un hospital o un quirófano porque es indestructible, y justamente eso de ser indestructible lo convierte en un superhéroe aburrido. Aquel miércoles, durante el viaje al hospital, el chofer le habla de un nuevo proyecto: quiere convertirse en actor porno aprovechando que tiene una cosa grande, por
eso en la escuela le habían puesto “trípode” de apodo, y le cuenta a Dimas que cuando va a los castings tiene problemas para controlar a Lolo, como llama a su cosa, y ahora quiere practicar con todas las mujeres que se le crucen: altas, bajas, gordas, flacas, vírgenes, tímidas o calentonas. Un productor de cine le dijo que si acepta escenas con hombres mejora la paga, pero él con hombres jamás, por una cuestión de principios, aunque Lolo obedezca la orden y se ponga duro frente a nalgas masculinas. Hoy piensa ensartarse a la enfermera que le sonríe cada vez que pasa por la máquina de café y después, dice, vuelve a la habitación, lo acomoda de nuevo en la silla de ruedas y sigue con Ana. Hasta ahora nunca lo hizo con una nena y es una buena oportunidad para demostrar que pueden compartirlo todo. Dimas escucha aunque no quiere escuchar, se horroriza al imaginar a Lolo dentro del hueco de Ana, de su Ana. El chofer sale en busca del café y de la enfermera. Por la ventana entra humo, un humo que Dimas no entiende de dónde viene, partículas suspendidas en el aire que le secan la garganta y los pulmones. Ana lo acaricia con un leve temblor de párpado que él alcanza a sentir a pesar de la parálisis facial. Concentrado en esas pinceladas, intuye que en aquel lenguaje de pestañas hay palabras de amor. Dimas las entiende, claro que las entiende. Nunca había sentido algo así, ni cuando su papá lo dejaba manejar el BMW en la ruta, ni cuando corría contra el viento por el campo. Durante esa media hora, la presión de un cuerpo sobre el otro hace que ambos se vayan deformando hasta convertirse en dos piezas vecinas de rompecabezas. De tan pegados, Dimas siente las palpitaciones de Ana. Se esfuerza por abrir los poros y despabilar los nervios dor-
midos, quiere que le arranquen la piel, que lo pelen como a un durazno para sentir el contacto con Ana. El corazón de Dimas corre más rápido, el de ella se acelera y ahora ambos tamborilean sincronizados sobre sus pechos blandos. Se besan a través del sudor de la piel, de la humedad de la baba que desciende desde los labios de Dimas hasta la mejilla de Ana, esa baba que primero se entibia en su boca y luego es entibiada por la piel de ella. El chofer no tardará en volver con el café y con Lolo para lastimar a Ana, su Ana. Dimas no puede permitir semejante aberración y, mientras piensa que lo que más le gusta de esos encuentros es la respiración de Ana sobre su cuello, sigue enviando señales al brazo derecho para que obedezca y haga un último esfuerzo. Ya casi lo logra, ya casi queda montado sobre Ana con todo el peso del cuerpo comprimiéndole los pulmones, esos pulmones que exhalan el aire tibio que tanto extrañará, que debe extinguir para siempre. Pero el chofer vuelve con su café y se sienta en el borde de la cama, junto a ellos. “Cuando algo no me salía y me ponía nervioso, mi viejo siempre me contaba la historia de…”.
FLORENCIA ERA FELIZ. MIRABA LOS enormes carteles que se sucedían al costado de la autopista, los edificios, los árboles, los otros coches amontonados a su alrededor. Miraba, como si fuera la primera vez que pasaba por allí, se sonreía apenas reflejada contra el vidrio de la ventanilla y, enseguida, giraba casi ciento ochenta grados la cabeza hacia su izquierda, buscando con sus ojos el perfil serio y concentrado en el camino de Germán. Una vez. Y otra. Y otra más. Florencia era feliz. Pero no era feliz desde esa tarde. Era feliz desde el lunes inmediatamente anterior a ese viernes. Desde hacía, lo sabía exactamente, cuatro días, ocho horas y veintiséis minutos. Desde el momento mismo en que Germán, completamente desnudo, despeinado, todavía con la cara sin lavar, despatarrado a todo lo ancho de la cama, recién despierto, le devolvió, ya vacío, el primer mate de la mañana que ella le acababa de alcanzar y, acompañándose de una media sonrisa un tanto pícara, le propuso que el viernes se escaparan a Mar del Plata para pasar juntos el larguísimo fin de semana de carnaval. Hacía poco más de un mes que salían. Lo había conocido en el departamento de su amiga Mara: Germán era uno de los mejores amigos de Fernando, el nuevo novio de Mara, y a su amiga le había parecido bien presentarlos para que se conocieran, que esa pareja podía andar.
Claro que Mara se había cuidado de avisarle. Sabía perfectamente que ella nunca hubiera aceptado ir a cenar esa noche a su departamento si se enteraba, de antemano, que le había armado una suerte de cita. O una suerte de trampa, mejor. Porque a Florencia no le gustaban nada esas historias celestinas. Es más, las repudiaba con todo su corazón. Siempre había creído que, si tenía que conocer a algún tipo que valiera la pena, eso ocurriría en cualquier lado. Espontáneamente, le gustaba repetir. Estaba convencida de que lo armado por otros, con cierta premeditación y alevosía, a la larga siempre sería una cuestión decidida por esos otros y no por ella misma. Y si había algo que de verdad le molestaba en la vida, era que cualquier otro le decidiera el más mínimo de sus asuntos. —Por favor, Flor, alcanzame uno de esos billetes de diez que dejé en la guantera. Ya estamos en el peaje y todavía no me diste un solo mate. —Irás demasiado ligero. —O vos demasiado ensimismada. —Tomá y callate. Mirá que si te portás mal, te podés quedar sin un montón de cosas. Germán no le contestó. Prefirió apretar, desde cierta ternura, la mano derecha y el billete contra la parte inferior de la bragueta de su jean. A Florencia le encantaban esas no respuestas de Germán. Parecía entender todo muy rápido. Y no hacerse mucho problema por nada. Le gustaba pasársela bien. Sin embargo, se le notaba hasta en la elección exacta del lugar de la bragueta que debía apretar, que le importaba sobre manera que también ella la pasara muy bien. Ni hablaba de más, ni hacía cosas de más. No era ningún tonto. Y, eso sólo, ya lo hacía completamente distinto a la casi infi-
nita pila de energúmenos con los que había estado durante los últimos años. —Sos un lujo. Le dijo él, sin quitar los ojos de la ruta, apenas dejaron atrás el peaje. —Y también una excelente cebadora de mates. Ahora vas a ver. Se desabrochó el cinturón de seguridad, torció el cuerpo hacia atrás y estiró la mano izquierda en dirección a la canasta en la que había colocado, bien temprano por la mañana, antes de ir a su trabajo, el termo, la yerba, la bombilla y el mate. Enseguida, sintió el calor de los ojos de Germán enfocando su culo. Eso también le encantaba de él: que no fuera cargoso, que supiera tocarla de diferentes modos, hasta con la mirada. Por eso, para darle el gusto, fue que se quedó unos segundos más en esa posición. Unos segundos innecesarios, hacía rato que ya había alcanzado con éxito la manija de la canasta que descansaba detrás de su asiento. Pero ¿qué es lo necesario y qué lo innecesario en una relación humana? Nunca, a pesar del paso del tiempo y de las historias, había encontrado una respuesta cabal a esa bendita pregunta. Y le faltaba demasiado poco para cumplir los treinta y siete. Hay respuestas que jamás encontraré, se dijo y, de inmediato, decidió que Germán ya había tenido suficiente. Se volvió a sentar correctamente, volvió a abrocharse el cinturón de seguridad, sacó el mate, lo llenó hasta la mitad con yerba y colocó la bombilla en el centro. —Ahora vas a ver. Repitió con ganas y Germán no tuvo más remedio que avisarle que ya había visto algo que estaba muy pero muy bien mientras ella se esforzaba en agarrar la manija de la canasta.
—Mirón. —Bonita. Sirvió el mate reflexionando medio inconsistentemente acerca de si bonita era más que linda y, apenas pasárselo, dejó que se le desbarrancara, con alguna fuerza, el dedo índice desde el pecho hasta el comienzo mismo del pantalón de Germán. Justo hasta ahí. Ni un centímetro más allá. —Cebar es un arte. —Un arte que se te da muy bien. Le contestó él y, de inmediato, soltaron la risa. —Si te parece, debajo de donde están los billetes, en la guantera, hay un CD que me gustaría que escucharas. Lo grabé anoche. Para vos. —¿El que dice Marc Ribot? —Sí, ése. —No lo conozco. Florencia quitó el sobre de papel que lo cubría convencida, ya, de que bonita era mucho más que linda, y lo metió por la ranura del equipo. Después recogió el mate que le pasaba Germán, volvió a cargarlo y lo sorbió, lentamente, mirando a través del vidrio de su ventanilla. Seguían los carteles al costado de la ruta. Pero ya no había edificios sino casas bajas y bastante más árboles. —¿Te gusta? —Me encanta. Es divertido. Y tranquilo. Y también tierno. —¿Marc o yo? —Los dos. Volvieron a reírse. Ella le pasó el mate, él se hizo el celoso, empezó a lamentarse de que había cometido el peor de los errores de su vida, que cómo se le había ocurrido presentarle a Marc, que era un estúpido, que si se lo
encontraba en Mar del Plata lo iba a cagar a trompadas, que etcéteras y etcéteras. La risa se convirtió en carcajadas y, enseguida después, en un silencio absoluto, pacífico, placentero. Florencia, entonces, decidió de manera unilateral que ya estaba bien de mate, que sólo tenía ganas de escuchar esa música que salía por los parlantes y de mirar a través de su ventanilla. Que tenía cierta necesidad de encerrarse un rato en sí misma para disfrutar aún más del gran momento que estaba viviendo. Que no se lo quería perder, que tenía ganas de guardárselo adentro de su memoria y no olvidárselo nunca más. Torció la cabeza hacia la derecha y se dejó llevar por la música. Miraba hacia afuera, aunque no alcanzaba a descubrir las vacas y los caballos que, de tanto en tanto, aparecían pastando detrás de los alambrados. Ni siquiera los incesantes carteles, ahora alcanzaba a ver. Florencia sólo tenía lugar para esa escasa música caribeña de guitarras, tambores y voces y para la abundante maraña de pensamientos sobre su pasado amoroso que se le agolpaban. Lo escaso había traído lo abundante y no le quedaba demasiado lugar para el afuera. Sólo le quedaba el adentro, en ese momento. El montón de historias mínimas que le había tocado en desgracia vivir. Cuánta estupidez. Al final, tenía que reconocer que la espontaneidad no le había resultado. Tendría que haberse dado cuenta bastante antes de que no valía la pena decidir absolutamente todo en la vida, de que dejarse llevar por los otros no era tan malo, de que los demás siempre sabían muchísimo más sobre uno mismo y que, sabiendo más, no se equivocaban tanto a la hora de arreglar una cita. Le dio rabia.
Era una zonza. Una tarada. Pero, al mismo tiempo, también se dio cuenta de que ya estaba bien de autoflagelarse. —¿Estás cansado? —No, estoy perfecto. —¿Querés que paremos a tomar un café? No tenemos ningún apuro. —No, todavía no. Dentro de un rato. Seguí durmiendo, nomás. —No estaba durmiendo, estaba pensando tonterías. A veces me convierto en una máquina de pensar tonterías. —Creí que dormías. Qué extraño. ¿Sabés que tuve una bisabuela con poderes sobrenaturales? Bueno, yo no la conocí, ella murió bastante antes de que yo naciera. Eso es lo que se dice en mi familia. —¿Una leyenda? —Puede ser. Sin embargo, todos mis tíos y mis tías repiten las mismas anécdotas y juran, mientras las cuentan, que ocurrieron de verdad. Recuerdan los nombres de los involucrados, las fechas. —Lo siento, Germán, pero así, por lo general, es como suelen funcionar las leyendas. —Leía la mente. Y, a veces, después de leerle la mente a alguien, también tenía el poder de convertir en realidad ese deseo que acababa de adivinar en el otro. —Una estupidez. Cómo se te ocurre. —Claro que eso pasaba sólo si quería mucho a ese otro al que le leía la mente. —Basta. Ya está bien. No quiero escuchar más al respecto. No me gustan esas leyendas. No me las creo, pero no me gustan. —Como quieras. Lo único que te falta saber es que, según mis parientes, el más parecido físicamente a mi
bisabuela Lidia soy yo. Y ni siquiera me di cuenta de que estabas pensando. Creí que dormías. El parecido debe ser físico, nada más. —Te había pedido que terminaras con eso y seguiste. Ahora me enojé. Me vuelvo hacia la ventana y hacia mi encierro. Vos te lo buscaste. —A propósito de buscar, y antes de que te vuelvas a encerrar, ¿me harías el grandísimo favor de sacar diez pesos de la guantera? Ya estamos muy cerca del peaje de Samborombón. Florencia le pasó el billete y, de inmediato, se volvió hacia su ventanilla. No estaba enojada, por supuesto. Sólo le había montado esa escena para disfrutar de la música en silencio o para mirar sin culpa a través del vidrio o para ser un rato consciente, en definitiva, de lo feliz que se sentía viajando con ese tipo sobre ese auto. O todo eso junto, mejor. ¿Habría cambiado, por fin, su suerte con los hombres? Germán era un ser maravilloso. Se podía charlar durante horas con él, sabía escuchar. Sin embargo, tampoco es que no pronunciara una sola palabra. Hablaba. Le gustaba hablar. Y era divertido, cuando hablaba. También le gustaba mucho reírse. De cualquier cosa. Hasta de él mismo. Y tampoco era malo en la cama. Estaba bien. Por lo menos conocía el cuerpo de una mujer y sabía actuar en consecuencia. Eso era casi un milagro. De todos modos, lo que la había terminado de conquistar habían sido algunos pequeños gestos. La primera noche, después de cenar en lo de Mara, habían caminado un rato largo por Palermo, después se habían sentado a tomar una cerveza en un bar, en la vereda, y, de repente, en medio de una risa por alguna cosa que ella le estaba contando, se levantó de la silla, la besó en la boca por encima de la mesa y, mientras la besaba, extendió su brazo izquierdo en di-
rección a la calle y empezó a murmurar, casi dentro de su boca, algo así como taxi, taxi, socorro, llévenos rápido a casa, por favor, no aguantamos más las ganas de tocarnos. Y fueron a su casa. Y se tocaron. Y más tarde, cuando la acompañó hasta la esquina para tomar un taxi que la devolviera a la suya, sólo le pidió, medio distraídamente, su correo electrónico. Sólo eso. Aquel viaje en taxi había sido horrible. Germán le había gustado demasiado, pero estaba claro que nunca lo volvería a ver. Ni siquiera el teléfono le había pedido. Había sido una tonta. Otra vez, había sido una tonta. Como casi siempre. No paraba de reprocharse el haber aceptado, con tanta facilidad, acompañarlo a su casa. Entró a su casa pensándose la más tonta, prendió la computadora por costumbre, para chequear su correo antes de dormirse, y ahí se lo encontró. El correo era corto. Pero contundente. Sos un placer, Flor. 4772-0023. A tus pies. Cuando se te ocurra. G. El tipo era un divino. Había tenido suerte. Por fin. Ya era hora. Y la música de ese Marc Ribot, también era divina. —Qué bueno que es. —Esperá a escuchar el tema que viene justo después de éste y te morís. —No me pienso morir. No hoy. Me siento demasiado bien para morirme. —Callate y escuchá, se llama La vida es un sueño. Es su versión de una viejísima canción de un tal Arsenio Rodríguez. —¿Arsenio? ¿Alguien puede llamarse Arsenio? —Sí, Arsenio. Y callate de una vez que ya empieza. Después que uno vive veinte desengaños qué importa uno más. Después que conozcas la traición de la vida no debes llorar.
Hay que darse cuenta que todo es mentira que nada es verdad. Hay que vivir el momento feliz hay que gozar lo que puedo gozar porque sacando la cuenta en total la vida es un sueño. Hay que vivir el momento feliz hay que gozar lo que puedo gozar porque sacando la cuenta en total la vida es un sueño. La realidad es nacer y morir por qué llenarnos de tanta ansiedad todo no es más que un eterno sufrir el mundo está hecho sin felicidad.
—Impresionante, Germán. Quiero escucharla otra vez. Por favor. Dejame. Necesito escucharla otra vez. —Pero antes paremos a tomar un café. Ahí hay una estación de servicio y ahora sí me siento un poco cansado. —Dale. Acepto. Pero prometeme que después me dejás escuchar ese tema otra vez. —Te lo prometo. Germán disminuyó la velocidad, dobló hacia la derecha, consiguió un lugar para dejar el coche bastante cerca de la puerta de entrada al bar de la estación y se bajaron. Florencia cerró la puerta, corrió a abrazarlo y a susurrarle al oído que era feliz. Tenía ganas de hacerlo. Estaba desesperada de ganas de hacerlo, de que se enterara. —¿Tanto así? —Tanto. Entraron, se sentaron a una mesa cerca de la puerta y, mientras esperaban los dos cafés con leche y las medialunas, Germán la tomó de la mano derecha y le confesó, de manera casi inaudible, que él también era feliz con ella
esa tarde. Afuera estaba anocheciendo y Florencia, que no tenía ni idea de cómo responder a semejante ternura, por decir algo, le dijo que le resultaba raro que un tipo tan dulce y tan lindo y tan inteligente y tan tantas otras cosas como él, se tomara en serio las supuestas brujerías de su bisabuela. Lo dijo y, de inmediato, se mordió la lengua del odio. Era una tonta. Y ya no podría cambiar. Jamás. Estaba condenada. Por un lado, se la pasaba quejándose de las historias mínimas que acostumbraba vivir y, por el otro lado, justo cuando le tocaba en suerte una historia de amor de las grandes, no se bancaba las cálidas palabras del otro. No las soportaba y, como no las soportaba, no las sabía responder y arruinaba todo con una idiotez. Un horror. Un horror perfectamente imposible de arreglar. Ya era demasiado tarde. Germán, justo en frente de su gigantesca estupidez, no había dejado pasar la oportunidad y ahora parecía enfrascado en contarle hasta el detalle más insignificante de la extraña relación que había construido con su desconocida bisabuela Lidia a lo largo de los años. —Nunca te había escuchado hablar con tanto entusiasmo acerca de nada. —Y, bueno, tampoco pasa todos los días que conocés a un tipo que tuvo una bisabuela bruja y que, según afirman sus parientes, es, físicamente e incluso en el carácter, igualito a ella. Hay más. Algo que todavía no te dije: nací justo nueve meses después de su muerte. —¿Y? —Se ve que vos no creés en la reencarnación. —No, no creo. Lo siento. En este momento creo sólo en las medialunas. —Desde la adolescencia que vengo intentando leer el pensamiento de los demás. —Sí, claro, yo también.
—No, no. Quiero decir que muchas veces lo logro. Muchas, te lo juro. Casi todo el tiempo. —Vamos. Mejor sigamos viaje. Estás empezando a arruinarlo todo. No te lo voy a permitir. No, señor. Estoy demasiado feliz como para dejar que lo arruines todo. —Como usted diga. Sólo me faltaba contarle que lo único que no he podido hacer, todavía, es cumplirle los deseos a la gente que le he leído la mente y que quiero. Me falta eso. Por ahí, algún día. —Estás rematadamente loco. Vámonos, por favor. Empezás a darme miedo. Germán no le contestó. Pagó y salieron. Desde luego, apenas al subirse otra vez al auto, Florencia hizo retroceder el CD y puso el tema que tanto le había gustado. Ya era de noche. Y había mucho menos tráfico sobre la autopista. Hay que vivir el momento feliz hay que gozar lo que puedo gozar porque sacando la cuenta en total la vida es un sueño.
—Esta parte es impresionante. Y creo que impresiona, sobre todo, que se le note tanto a Marc que está diciendo esas cosas tan tremendas sin conocer una papa del idioma, sin saber lo que está diciendo. Es una contradicción que me mata. La definición misma del arte, casi. —¿Jugamos a que te adivino el pensamiento? —No jodas más, Germán. —Dale, qué te cuesta. —Ufa. —Una sola vez. No seas mala. Hace algún tiempo que no juego. Tengo miedo de perder todos mis poderes por falta de uso.
—Sos un pesado. —Dale, bonita. El bonita de Germán la podía. La desarmaba por completo. No había manera de pelear contra eso. Le salía muy bien. Y siempre en el momento justo. ¿Sería otra brujería que había heredado de su bisabuela? —Bueno. Acepto. Pero con una condición. —Dígame. —Que la primera sea la última vez que lo hagamos. —Oquei. —¿Qué es lo que tengo que hacer, exactamente? —Concentrarte y pensar en algo que quieras mucho. —¿Y vos? —Casi lo mismo. Me concentro y trato de adivinar lo que pensás vos. —Allá voy, entonces. Pero no pierdas la concentración en la ruta. Mirá para adelante y manejá con cuidado. Le pidió ella entre risas incrédulas, él le aseguró que no iba a perder de vista la ruta, que no temiera, que sólo se dedicara a pensar con entusiasmo, que lo demás corría por su cuenta. Florencia, entonces, como una buena alumna, giró su cabeza hacia la ventanilla, se quejó para sus adentros de lo que le hacían hacer y enseguida se quedó en el tema de la felicidad. Era feliz. Ese tipo la hacía feliz. Incluso con sus extravagancias. Ese viaje la hacía feliz. Si fuera por ella, se dijo convencida, viviría el resto de su vida yendo a Mar del Plata, en ese auto y con ese hermosísimo hombre a su lado. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? ¿Qué más? —Hecho. Escuchó que decía Germán en voz alta. Los enormes carteles se sucedían al costado de la autopista, los edificios, los árboles, los otros coches amontonados a su
alrededor. Se vio sonreír apenas reflejada contra el vidrio de la ventanilla y, enseguida, giró casi ciento ochenta grados la cabeza hacia su izquierda, buscó con sus ojos el perfil serio y concentrado en el camino de Germán. Una vez. Y otra. Y otra más. Era feliz. Completamente feliz. —Por favor, Flor, alcanzame uno de esos billetes de diez que dejé en la guantera. Ya estamos en el peaje y todavía no me diste un solo mate. —¿Mate? ¿Ahora? ¿Estás seguro? —O vos demasiado ensimismada. —¿Qué tiene que ver? Germán no le contestó. Prefirió apretar, desde cierta ternura, la mano derecha y el billete que ella le acababa de pasar contra la parte inferior de la bragueta de su jean. De inmediato, Florencia comenzó a llorar. En un instante, tomó conciencia de lo que ocurría. No había música, era de día y estaban, otra vez, en el peaje de Hudson. No entendía. Lloraba, porque no entendía. O porque entendía demasiado bien lo que estaba ocurriendo. Germán estaba justo pagando el peaje y ella decidió que era el momento ideal para bajarse. Para salirse de la eternidad. Y lo hizo. Rápidamente se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta para bajar. Pero Germán ya había arrancado. Era una locura tirarse. —Sos un lujo. —No soy ningún lujo y vos sos un perfecto tarado. Mirá lo que hiciste. Germán parecía no escucharla. Parecía estar viviendo exactamente lo mismo que había vivido antes. Y Florencia no podía parar de llorar. Se quitó el cinturón de seguridad y se acercó para observarlo con atención. Serio, él parecía no darse cuenta de nada. Miraba fijo hacia el futuro del camino. Ni siquiera registraba los golpes que
ella le daba en el pecho. Aunque, de repente, torció la cara y la empezó a mirar de reojo. Florencia se ilusionó. Sin embargo, la ilusión duró apenas unos segundos, enseguida sus ojos retornaron al camino. —Despertá, Germán. Por favor. No me hagas esto, amor. —Recién acabo de ver algo que está muy pero muy bien. —Eso es mentira, tarado. El culo me lo miraste hace un montón de horas. —Bonita. Nunca pensó que la palabra bonita, en los labios de Germán le iba a molestar. Pero la odió. La odió y, de inmediato, volvió al llanto. —Un arte que se te da muy bien. Y ahora de qué se reía. Le dio rabia. Se mordió la lengua con fuerza para no maldecirlo, para no pegarle otra vez. O para que le doliera la lengua y así poder llorar a gusto por algún motivo más real. —Si te parece, debajo de donde están los billetes, en la guantera, hay un CD que me gustaría que escucharas. Lo grabé anoche. Para vos. —Ya lo sé, idiota. Y también sé todo lo que me vas a decir desde acá hasta la eternidad. Igual sacó el CD y lo metió por la ranura. Quizás esa música tan linda la podría ayudar a encontrar una salida. —Sí, ése. Efectivamente, apenas escuchar los primeros acordes dejó de llorar. Tenía que pensar. No ahogarse en un vaso de agua. Debía encontrar una solución. ¿Pero cuál? ¿Tirarse del auto? ¿Esperar el peaje de Samborombón y salir corriendo?
—¿Te gusta? —Sí, claro que me gusta. —¿Marc o yo? —Marc. Vos sos un estúpido, estúpido. Mirá donde nos metiste. Germán se rio y ella, otra vez, creyó que había vuelto. Pero no. Seguramente se rio de algo que ella había dicho en el pasado del viaje. La desilusión fue grande. Sin embargo, esta vez se aguantó las ganas de llorar. Tenía que pensar. Era fundamental. Tenía que haber una solución. Y ella la iba a encontrar. Lamentablemente, al rato, nomás, había perdido toda esperanza y estaba llorando a los gritos otra vez. —No, estoy perfecto. —Basta, despertá. —No, todavía no. Dentro de un rato. Seguí durmiendo, nomás. —Callate, imbécil. Me vas a volver loca. —Creí que dormías. Qué extraño. ¿Sabés que tuve una bisabuela con poderes sobrenaturales? Bueno, yo no la conocí, ella murió bastante antes de que yo naciera. Eso es lo que se dice en mi familia. Florencia dejó de llorar instantáneamente. Ahora sí necesitaba escuchar con atención el asunto de la bisabuela. —Puede ser. Sin embargo, todos mis tíos y mis tías repiten las mismas anécdotas y juran, mientras las cuentan, que ocurrieron de verdad. Recuerdan los nombres de los involucrados, las fechas. —Leía la mente. Y, a veces, después de leerle la mente a alguien, también tenía el poder de convertir en realidad ese deseo que acababa de adivinar en el otro.
—Claro que eso pasaba sólo si quería mucho a ese otro al que le leía la mente. —Como quieras. Lo único que te falta saber es que, según mis parientes, el más parecido físicamente a mi bisabuela Lidia, soy yo. Y ni siquiera me di cuenta de que estabas pensando. Creí que dormías. El parecido debe ser físico, nada más. —A propósito de buscar y antes de que te vuelvas a encerrar, ¿me harías el grandísimo favor de sacar diez pesos de la guantera? Ya estamos muy cerca del peaje de Samborombón. Increíble, pero era verdad. Estaban llegando al peaje. Así que Florencia abrió la guantera y le pasó los diez pesos. De inmediato, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta para bajarse. Pero no pudo. Una especie de viento la retuvo dentro del auto. Tan fuerte era el viento que, incluso, hasta volvió a cerrarle la puerta y el llanto volvió con más ganas que nunca. Evidentemente, si había una salida, ésa no sería la puerta del coche. —Esperá a escuchar el tema que viene justo después de éste y te morís. Prefirió no contestarle. ¿Para qué iba a contestarle a alguien que no la escuchaba? —Callate y escuchá, se llama La vida es un sueño. Es una versión de una viejísima canción de un tal Arsenio Rodríguez. —Sí, Arsenio. Y callate de una vez que ya empieza. Florencia volvió a escuchar el tema con ganas. Le seguía gustando, a pesar de todo. Aunque, en esta oportunidad, entendió mucho mejor el último de los versos: el mundo está hecho sin felicidad. —Pero antes paremos a tomar un café. Ahí hay una estación de servicio y ahora sí me siento un poco cansado.
¿Podrían salir del auto? ¿El viento los dejaría? ¿Ella podría decirle que iba al baño y escaparse para siempre de esta pesadilla? —Te lo prometo. Estaba contenta otra vez. Quizás, en el bar, encontrara finalmente una salida. El coche se detuvo en el mismo lugar que la vez anterior y, aunque abrió la puerta con desconfianza, ningún viento la detuvo. El estúpido de Germán hablaba solo del otro lado del auto. Ella lo esperó, entraron, se sentaron a la misma mesa y pidieron lo mismo. Enseguida él empezó a hablar por enésima vez de su bisabuela. Florencia no lo escuchaba, sólo tenía tiempo para imaginar el momento justo en que le diría que iba al baño para no volver nunca más. Sin embargo, mientras oía vagamente el murmullo de él, repentinamente tomó conciencia de que escaparse también significaría perderlo para siempre. Perder justo al primer tipo que le había interesado en años. Era una locura. Otra más en un día repleto de locuras. No, no lo iba a dejar solo yendo de Hudson hasta ese bar por los siglos de los siglos. No se lo merecía. O se salvaban juntos o se perdían juntos. Ésa era su decisión final. O, por lo menos, ésa era su decisión hasta la próxima vez que llegaran hasta ese bar. La próxima vez vería qué hacía. Pero, por ahora, no lo iba a dejar. En el fondo, la culpa de lo que estaba ocurriendo también era de ella. —Como usted diga. Sólo me faltaba contarle que lo único que no he podido hacer, todavía, es cumplirle los deseos a la gente que le he leído la mente y que quiero. Me falta eso. Por ahí, algún día. Él pagó, salieron y, esta vez, ella no volvió atrás el CD para escuchar nuevamente La vida es un sueño. Des-
cubrió que tenía una remota oportunidad y decidió que la iba a aprovechar. Ojalá estuviera en lo cierto. —¿Jugamos a que te adivino el pensamiento? —Sí. —Dale, qué te cuesta. —Ya te dije que sí. —Una sola vez. No seas mala. Hace algún tiempo que no juego. Tengo miedo de perder todos mis poderes por falta de uso. —Ya te dije que sí dos veces. —Dale, bonita. —Dale vos, tarado. —Dígame. —No te digo nada. —Oquei. —Dale, me estás hartando. —Concentrarte y pensar en algo que quieras mucho. —No te hagas problema por mí. Yo lo voy a hacer lo mejor que pueda. —Casi lo mismo. Me concentro y trato de adivinar lo que pensás vos. —Sí. Y ojalá que lo hagas bien también esta vez. Florencia, entonces, giró su cabeza hacia la ventanilla, respiró profundamente y deseó con toda su alma que siguieran viaje a Mar del Plata, que les tocaran unos lindos días de playa y que volvieran contentos y felices a Buenos Aires el martes a la tarde. —Hecho. Florencia esperó con los ojos cerrados, en completo silencio, hecha un ovillo. Esperó una eternidad. Justo hasta el momento en que ya no tuvo más sentido seguir haciéndolo.
—Por favor, Flor, alcanzame uno de esos billetes de diez que dejĂŠ en la guantera. Ya estamos en el peaje y todavĂa no me diste un solo mate.
1. UN LIBRO QUE SE COME A SÍ MISMO
Cuando era chico vivía en una casa pequeña, más pequeña que la actual, en un barrio tranquilo con mis padres, mis hermanos y mi abuelo materno. Mi interés por la lectura me llevó a querer conocer historias antes de poder leer por mi cuenta así que, de toda la gente gente que vivía en Belgrano al ochocientos, en la ciudad de San Pedro, mi abuelo era el único que estaba siempre dispuesto a leer para mí. Por los dibujos y el inmenso tamaño de sus hojas Las mil y una noches era mi libro favorito. Lo elegía cada día y lo convertíamos entre los dos en una fuente inagotable de relatos que hoy, más de veinte años después, puedo recordar a la perfección. Cuando ya casi todos se habían acostado y yo no podía dormir, el abuelo Abel se sentaba junto a la cama, abría el libro, tomaba agua y empezaba. Leía hasta que me quedaba dormido o hasta que me daba cuenta de que se había cansado y simulaba estar soñando. Dudo que me
creyera pero cerraba el libro y se iba con el vaso vacío arrastrando los pies. Las mil y una noches fue un acompañamiendo diario desde una edad muy remota que soy incapaz de precisar hasta los seis años, cuando mi abuelo murió. El tiempo pasó, el libro quedó guardado, yo aprendí a leer y a escribir y una tarde de verano de 2009 encontré, entre muchos libros que mi madre tenía para regalar, aquella vieja y desgastada reliquia que era para mí el único acceso a los recuerdos amarillos de años mejores. Ahora, después de haber leído y releído muchos más libros sin encontrar jamás nada parecido a la sensación de esa primera vez, me animé a homenajear esas mil y una noches de historias con mi abuelo a través de un tomo que para mí tiene un valor especial porque, además de ser el fin de una colección, es la posibilidad de combinar el pasado y el presente. Hablo de un libro que pone un punto final a una etapa laboral y personal como si todo fuera parte de lo mismo, como si el tiempo dejara de fluir y se enredara entre estos cuentos. 2. UN LIBRO PARA COMERLOS A TODOS
ComeHombres es un libro hambriento, inagotable, que se alimenta de cuento tras cuento tras cuento hasta que ya es imposible contar y uno se da cuenta de que está en el infinito. La inserción de una historia dentro de otra es la estructura de ese libro que homenajea humildemente aquel otro libro amarillo que salvé de que mi buena madre regalara. Acá hay de todo y para todos. «Estación», de Gustavo Nielsen, abre la seguidilla de cuentos de forma
breve y sorpresiva. Tan sorpresiva como es «Perdón», de Manuel Megías, escritor que usa un lenguaje fresco y cotidiano para comerse las muñecas muertas que Esteban Prado diseña en «Lara and the dead dolls», una historia sobre maldad pura que es capaz de tragarse sin respiro a Mariano Quirós y a sus «Pájaros de la cabeza», cuento donde la locura y el desborde se combinan de manera sutil para concluir en un relato más, salido de la imaginación de Maximiliano Chiaverano: «Otoño en el panteón de los libros» no se aleja de la locura planteada por Quirós y refuerza la inestabilidad mental y los espacios reales y de ensoñación. Un sueño, en este caso, es el que permite el pasaje hacia «El hombre de camisa a rayas», donde Martín Carbonetto utiliza un elemento cotidiano para plantear un panorama desesperanzador y gris. El libro que a lo largo del cuento toma página a página más protaginismo funciona como la fotografía gastada en «Nuestro sol era una máquina de fabricar sombras», de Daniel Frini, en el cual un mero recuerdo se cobra las vidas de las protagonistas una a una y pedazo por pedazo. Ariel Tenorio y Franco Guarino escriben a cuatro manos una historia extensa y con una estructura particular. La sombra del faro va y viene como la luz intermitente que se puede apreciar desde el mar. Entre realidad y fantasía, el FARO se alimenta de la «Larga espera» que propone el cordobés Matías Gallardo. Cuando la esperanza desaparece y el hombre es privado de su condición de ser, el miedo se vuelve tan tangible como en esta historia capaz de devorar de un momento a otro a «Los esperantes», de Mauricio Koch, un grupo de personas capaces de renunciar a todo por una esperanza que se vuelve cada vez más lejana e incierta. Siguiendo la misma técnica, Mariel
Mitidieri escribe junto a su hijo Julián Arrighetti una historia bastante siniestra donde Narciso Rossi de la ficción es amenazado por un extraño a través de una computadora. No puedo decir que «Devolvé el cuchillo» no me generó miedo. Tal vez sea demasiado personal. Julián Mocoroa abre una nueva etapa dentro del libro, una cadena de cuentos duros que van a toda velocidad hacia el final. En «El contigente» la voz que narra es una voz cansada, que ha vivido y rememora un evento del pasado durante un viaje de curso. Los personajes de Mocoroa sufren y se desviven en sus desgracias. Desgracias que comparten con los niños que protagonizan «Batman en la cama de al lado», de Juan Pablo Gómez. Relato oscuro si los hay y que prepara el terreno para «Finde», la historia incómoda y asfixiante que solo podría plantear de esa manera Federico Jeanmaire. 3. NADA GENERA MÁS MIEDO QUE UN LIBRO CERRADO
El hambre literaria de este libro es la que le permitió a los escritores elegidos exponer sus miedos, sus recuerdos, sus deseos. ¿Qué puede ser más insoportable que el hambre y el miedo combinados? Ya sea juntos o separados ambos matan de las maneras más inpensadas. Hace ya algunos meses le pregunté a mi madre si recordaba mucho al abuelo y en un momento de sinceramiento personal me respondió que no, que poco y que cada vez menos. Que las caras se le van, agregó. A mí también, le dije. Me acuerdo de las historias que me leía. ¿Te leía? Sí, cuando ya se habían acostado ustedes y yo le pedía que me contara un relato de este libro, por eso lo
guardo. Mirá si sería desgraciado, eh. Qué podría contarte si nunca supo leer. Aquello fue una cachetada que todavía hoy me arde y me pica en la cara. A veces es mejor dejar el pasado donde está, saber enterrarlo. Y hoy esta colección se convierte en parte de un pasado que todos los que trabajamos en él supimos apreciar y disfrutar durante los trece meses de producción ininterrumpida. El lugar está listo para quien tenga el coraje de continuar. Para PelosDePunta ha llegado el punto final.
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