lista negra
Índex If I collected you and put you in a little cage I could take you out and study you every day It isn't easy being me, it's kind of lonely work My obligation to collecting is my only thirst “Index”, STEVEN WILSON
Una lista negra presupone una lista blanca, legal, oficial, autorizada. ¿Qué hace que, de pronto, entremos en ella, la de los indeseables, los discriminados, los dados de baja? ¿Cuál es el camino que nos lleva de la vereda del sol a la de la oscuridad húmeda y solitaria? ¿Qué decisiones, conscientes o no, dibujan nuestro nombre en un listado de ignominia, de muerte, de victimarios o de víctimas? La lista negra histórica por excelencia fue la conocida como Índex, creada durante el período de la Inquisición española en 1564. El Index librorum prohibitorum, con sus más de cuarenta ediciones, era el listado de libros
“heréticos” rechazados por la Iglesia Católica. En él figuraron desde La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554, considerado anónimo hasta 2009, año en que se comprobó la autoría sospechada de Diego Hurtado de Mendoza) hasta autores como Sartre. Más cerca de los lectores argentinos (y latinoamericanos) están las listas negras de la última dictadura militar (19761983). A partir de su circulación, artistas, escritores e intelectuales que los represores consideraban de mediana o gran influencia eran vigilados, expulsados o asesinados. Es que una enumeración de nombres o de cosas lleva a plantearse, como paso previo, un conjunto de rasgos comunes que caen bajo un criterio particular. Lo “negro”, lo oscuro, lo prohibido, lo que debe ser suprimido o separado es el velo que cubre esa selección. Ese es, precisamente, el espíritu de Lista negra, nuevo volumen de Pelos de Punta. Podemos conocer, como lectores, en estos demoledores relatos de terror, la lista de una serie de asesinatos en un edificio o experimentar qué se siente ser el próximo en la lista de una secta. Tal vez también, siguiendo los hilos argumentales, sea preciso rehacer la lista para liberarse o, sin siquiera sospecharlo, estar en nuestra propia lista negra. “Una lista corta. Pero interesante”: una lista de tres para una venganza. La letra marcada en un tatuaje en la piel en una cama de hospital es el comienzo de una escalada de terror. Hay un orden, un plan trazado, una serie. ¿Es posible burlar la propia muerte cuando esto sucede? Otra serie posible: una lista en la que está nuestro nombre, anotado por la culpa; o un inventario de supersticiosos excavadores de un túnel milenario condenados a
enfrentarse a algo sin nombre. Estos cuentos parecen querer convencernos de que casi nunca es el azar el criterio de la lista que pone a la víctima en esa situación. Como ocurre con el listado de los medicamentos recetados que intentan controlar inútilmente un mal que se expande en forma de virus. Las listas de los victimarios y las de las víctimas pueden cambiar de signo, de objeto: “Se había dedicado a enumerar los cuerpos sin nombre que habían pasado por sus manos”. Porque en esos catálogos de sujetos reificados reunidos por la perversidad o la obediencia se imponen las circunstancias que equiparan, subordinan o dan ventaja. Ser el "experimento” de otro, estar acostado en la mesa de tortura puede ser el revés de una situación pasada en la que las relaciones de poder se invirtieron. Entonces, los cuerpos vuelven con toda su presencia. Los de Lista negra son, en definitiva, relatos sobre el poder: revelan la red de mecanismos y relaciones de un tejido donde lo político se entrama en las decisiones cotidianas. El poder se ejerce, es puro acto, por eso somete, fascina, aterroriza. Tal como Foucault lo analizó en distintos centros de reclusión –prisiones, manicomios– también estos relatos desnudan las propias prisiones y los modos de la violencia de origen particular y corporativo que sustituyen al Estado ausente. El imperio de las pulsiones privadas organiza un caos en el que verdugos y víctimas interactúan cambiando sus roles, armando sus propios mapas de deseo. Diseña itinerarios en los que lo reprimido vuelve y lo hace sin piedad.
la lista. De primero a quinto grado: Álvarez, Arrué, Bibanco, Caldera... después vino la muerte de Arrué. Se ahogó en una pileta en plenas vacaciones entre quinto y sexto grado. Recuerdo que en el velorio se me cruzó el pensamiento de que iba a quedar tercero. Pero el primer día de clases, uno nuevo ocupó el lugar vacío. Carlos Antonio se llamaba. Entonces: Álvarez, Antonio, Bibanco y recién, en cuarto lugar, yo. En la secundaria fue diferente. No lo del cuarto lugar, eso siempre fue así: si había una lista, el cuarto lugar era mío. Lo diferente fue que los tres primeros fueron cambiando casi todos los años. En primero: Albarracín, Bobio, Buenaventura; al año siguiente y hasta cuarto Bobio cambió por Blanco. Después, el que dejó la escuela fue Albarracín, pero justo había repetido el Moncho Albornoz. Siempre en el cuarto lugar. Me acuerdo, también, del baile de egresados: me tocó el vals con una chica de una escuela de monjas. La lista que propusieron los organizadores era por apellido. De los hombres. El Moncho se quejó, no quería salir primero, el paso le salía como el culo y prefería perderse en el montón a tener que abrir la pista. La lógica hubiera sido que Bobio saliera primero, Buenaventura después y yo, en tercer lugar. Pero no; Marcos Ugarte se propuso abrir. “Yo sé bailar”, dijo y a los organizadores les pareció suficiente como para romper el orden de la lista. Ser el cuarto nunca me SIEMPRE FUI EL CUARTO EN
importó. En realidad, nunca lo había pensado, hasta ahora. ... Soy un asesino. Lo soy desde que tengo uso de razón. Uno de mis primeros recuerdos es la cabeza de un canario anaranjado en mi mano. La palma cubierta por unos hilos de sangre viscosa, el cuerpo del pájaro en la jaula de mi abuelo. Me acuerdo la sensación en el cuerpo. El corazón latiéndome tan fuerte que podía escucharlo. Un zumbido extraño en los oídos que me impedía escuchar los gritos de mi abuela mientras me arrastraba a la pileta del lavadero para quitarme la sangre con detergente y puloil. Después el cuerpo laxo, débil, gelatinoso y solo ganas de dormir. No me acuerdo cómo le arranqué la cabeza al canario, sí me acuerdo patente cómo y cuándo ahorqué por primera vez. Tenía doce años. Un perro cimarrón me corría siempre que volvía de la escuela. Le tenía miedo. Una tarde me metí en el taller de mi papá, al fondo de la casa. Un rollo de cable rojo me llamó la atención. Automáticamente corté unos dos metros y le hice un nudo corredizo de esos que había aprendido en los scout. Lo probé dos o tres veces enlazando una morsa de banco y lo primero que descubrí fue que como cowboy no hubiera tenido demasiado futuro. Esa tarde puse el cable en la mochila sin que mi madre se diera cuenta. Me acuerdo que en la escuela no podía concentrarme en nada. Me picaban las manos. Sentía un calor excesivo en la cara. Transpiraba de más. A tal punto que una profesora me sugirió ir a refrescarme al baño. No le hice caso. Lo que me pasaba era parecido a lo que sentí después de matar al pájaro. Creo que esa fue la primera vez que
tomé conciencia de que tenía que aprender a disimular. Apenas sonó el timbre salí de la escuela. Corriendo, atravesé la plaza y doblé en la avenida. Lo vi de lejos. El cimarrón acechaba tirado al lado del mismo árbol de siempre. Recién entonces saqué el cable, lo ajuste a mi mano con dos vueltas y abrí el lazo lo suficiente como para que pasara la cabeza del perro. Caminé como siempre, con ese temor que los perros perciben, con el que alimentan el deseo de ataque. Pero esa vez iba a ser diferente: justo cuando iba a empezar a ladrar, salí corriendo. Él me seguía unos pasos atrás, los suficientes como para que, al doblar en la esquina, pudiera esperarlo con el lazo tendido. La cabeza entró justa. Sostuve el cable con fuerza y esperé el tirón. Lo siguiente fue el remate. Con un pie hice palanca mientras tiraba para vaciar de todo aire al animal. Cuando llegué a casa tenía la marca del cable en la mano. Mi madre se preocupó. Yo me encerré en el baño y lloré. ... Matar a un pájaro o a un perro no es lo mismo que cargarse a un humano. La semejanza nos hace compasivos, nos alimenta el remordimiento. Pero para alguien como yo, lograr vencer esa barrera, es lo más cercano al éxtasis. La primera vez es imborrable, pero con el tiempo uno solo se queda con la última. La primera fue una mujer del barrio. Cuando era chico, la veía en el almacén y siempre tenía la manía de preguntarme cosas: cómo iba en la escuela, la salud de mi abuela, qué iba a ser cuándo fuera grande. Pelotudeces que ella creía tener el derecho a preguntar, solamente por vivir a una cuadra de mi casa. Con el tiempo, la obesidad la postró y se quedó sola. Mi
madre era una de las mujeres del barrio que se organizaron para darle una mano con sus necesidades. Todavía yo no había cumplido los dieciocho. Una tarde fui a la casa de la mujer a buscar a mi madre. Ella no estaba. La puerta estaba abierta y la mujer vociferaba cosas desde la cama. Caminé despacio, me metí en el cuarto y la miré desde un rincón, junto a un ropero que me sirvió de cobertura. Su mirada no alcanzaba a cubrir ese fragmento de habitación. El acotado radio de giro de su cuello se lo impedía. Las manos me empezaron a arder. Me acerqué unos pasos, siempre oculto. Agarré una almohada y me arrebaté sobre ella. No me acuerdo mucho más de ese día. Solo que unas horas después mi madre entraba a casa llorando por la muerte de la vecina mientras yo acomodaba unas herramientas en el cuarto del fondo. Desde ese día la voz de esa mujer me acompaña cada vez que siento el ardor en mis manos. ... Treinta años tenía la primera vez que me tocó hacerlo por dinero. Para entonces ya estaba trabajando en el depósito de una de las empresas de herramientas más conocidas. Mi rol: controlar stock. El encargado me daba una lista y yo tenía que contar y cotejar. Veinte cajas de martillos, cincuenta rollos de cable rojo, treinta y cinco amarillo, cien palas de punta, ciento treinta destornilladores Phillips número tres y así. El horario era de noche y en el galpón no éramos más de cuatro. Un guardia de seguridad, dos de limpieza y yo para el conteo. Pocas veces socializamos. Alguna que otra charla de pasillo. Después cada uno a lo suyo. No necesariamente al trabajo. Al menos yo, dedicaba parte de la noche a mis
otros asuntos. Una de esas noches me ardieron las manos. Traté de concentrarme en el stock, pero fue imposible. Dejé todo, agarré mis cosas y salí sin avisar. El guardia dormía en su puesto. Caminé unas diez cuadras y me metí en un bar. Necesitaba tomar algo. Me acodé en la barra, pedí una cerveza. A mi lado, un hombre insultaba a una mujer. Le decía que lo había estafado, que por el precio pagado le correspondía toda la noche. Ella forcejeaba y trataba de explicar que ese no había sido el acuerdo. El tipo le cruzó la cara de un revés; ella se me vino encima y no me quedó otra que meterme en el medio. El tipo se echó atrás y mostrándome las palmas de las manos se fue. Ella, entonces, expresó su deseo: “Pagaría para que lo mataran”. Y a mí, que estaba ahí por casualidad, las manos me ardieron como nunca. ... Mi problema no era ser un asesino. Mi problema era el desorden. La falta de un método que me permitiera canalizar eso que me pasaba y que desde chico supe que era incontrolable. Convertirlo en un trabajo me ayudó bastante, incluso me dio menos ganas de matar. La rutina mató al deseo. Como con el sexo en el matrimonio. ... Los clientes llegan de maneras inesperadas. Los pedidos suelen ser simples de resolver. Ninguno sabe mi nombre y ninguno lo sabrá nunca. La calle es la que sabe cómo hacer para encontrarme. El caso en el que estoy ahora sí que es extraño. Desde que acordé hacerlo supe que los objetivos eran cuatro. Fui conociendo los nom-
bres uno por uno. El primero: Abel María Cristino, ex policía, 60 años. Jugador empedernido. Su debilidad: los burros. Vivía solo en un departamento de San Isidro. Lo seguí durante dos semanas. Los jueves el tipo era un reloj: salía a las ocho de la mañana, café en avenida Libertador, lectura de diario (La Nación para informarse, Crónica para buscar la fija), pagaba con cambio antes de que el mozo fuera a la mesa. Después, volvía al departamento hasta las tres y media, de ahí al hipódromo. Programa en mano marcaba las apuestas y se sentaba en las gradas más atento a las indicaciones de los carteles que los caballos. Las veces que lo vi no se llevó nada. Con la noche encima volvía al departamento. Siempre solo. El laburo era fácil: esperarlo a la vuelta, mitad de camino, seguirlo unas cuadras, encerrarlo en un semáforo y chau. Dos tiros: el primero para dejarlo quieto, el segundo para asegurar el trabajo. Al otro día el diario lo dio en primera plana. Esa fue la confirmación para mi cliente. Entonces efectivizó la segunda parte del pago y me dio el otro nombre. Ismael Fuentes Palma; empresario textil. Falso judío, 45 años, local en Once, departamento en Belgrano. Casado, dos hijos. Una amante. Rutina desordenada. De nada servía una emboscada. Había que estar atento y aprovechar la oportunidad. Arma: de cercanía, sin ruidos. El único momento que respetaba un horario en la vida de Fuentes Palma era cuando bajaba la persiana del negocio. Ponía en marcha el automático y mientras la cortina de metal se desenrollaba, el tipo se fumaba un pucho en la vereda. Un apriete leve y adentro. El cuerpo lo dejé entre unos rollos de tela, debajo de una mesa de corte. A cobrar y que pase el que sigue. En este caso, la que sigue.
Sabrina Anchorena: 46 años, abogada penalista con gran exposición pública. Refinada. Peluquería tres veces por semana para lavados y baños de crema. Una vez al mes recorte de puntas y flequillo. También tintura, sutil, en las raíces para emparejar el castaño que la acompaña desde la adolescencia cuando el rubio de la niñez quedó como recuerdo en las fotos. Después una rutina dura en el estudio hasta la tardecita: momento para una hora diaria de gimnasio. Separada. Sin hijos. Una amiga muy presente, sobre todo fines de semana. Salen a comer y suelen dormir juntas en el piso que Anchorena tiene frente a la Costanera. Muchas veces me intriga el porqué de los crímenes que cometo. En este caso, puedo imaginar un cliente al que las cosas no le fueron del todo bien en los tribunales y quiere cobrarse algo. No descarto al exmarido y una división de bienes en la que su hombría se vio afectada. Todas especulaciones. Nunca sé el porqué, nunca sé quién contrata como ellos nunca saben quién soy yo realmente. Para las mujeres tengo una regla: certeza. Sin dolor posible. Arma corta, poca distancia, una sola bala en el lugar preciso. El objetivo solo siente que se le apaga la luz. Así fue con Anchorena. La seguí hasta la peluquería, me fijé dónde estacionó su camioneta y la esperé a que se hiciera el color. Apenas la vi volver caminé hasta cruzarla. “Perdón, ¿tenés fuego?”, le pregunté y mientras buscaba en su cartera le di el pase al otro barrio. La mirada fría me quedó clavada en la retina. Era una mujer hermosa. ... Dejé la pistola arriba de la mesa. Recién termino de limpiarla. Unas gotas de aceite en la corredera. Las
balas, una al lado de la otra, se duplican en el reflejo del cristal. En el cargador dejé una sola. Hace una hora me llegó el cuarto nombre. El cuarto objetivo de la lista, como no podía ser de otra manera, soy yo. Alguien quiere matarme. No puedo imaginar quién. No hay herencias pendientes, ni mujeres despechadas, ni clientes disconformes, mucho menos objetivos que hayan vivido para tomar revancha. Lo cierto es que mi nombre está en el cuarto lugar de una lista en la que los primeros tres –a quienes nunca había conocido– ya son historia. Me toca matarme y no puedo dejar un trabajo inconcluso. Me cuesta sostener el arma; las manos me arden más que nunca.
LORENA. LUCIA. MI HERMANA. UNA LISTA corta. Pero interesante.
Yo acababa de cumplir quince años. Pronto llegarían los dieciséis y sería prácticamente mayor para todo.
Entonces lo de la lista. Porque decidí que lo mejor era que se me respetara y para que te respeten, tenés que ejercer poder. Las tres eran menores que yo. Rondaban entre los ocho y los diez años. Podría decirse que tomé la decisión de hacerme grande con ellas. Sé bien que, por lo general, cuando se juntaban me sacaban el cuero y se reían a mis espaldas: este es medio quedadito, se decían y se miraban burlonas. Yo amenazaba con sacarlas corriendo, amenaza jamás cumplida, y se iban disparadas como poseídas. En parte se puede decir que las elegí por venganza. Por despecho. Por proximidad física. Por haraganería. Una vivía al lado de mi casa. La otra al otro lado. Y una tercera directamente adentro de mi propia casa. Lorena. Lucía. Mi hermana. Entre todas las boludeces que me dieron para mi cumpleaños hubo dos cosas rescatables. Una libretita espiralada. Una lapicera fuente. Con estos dos elementos decidí armar mi lista. Anoté cada uno de los nombres y a estos les asigné un número. Lorena fue el UNO. Y fue el uno porque su castidad me tenía podrido. Su permanente cara de culo había sobrepasado todos los límites que yo le podía aguantar. Además me dio mucha rabia que no me hubiese invitado a su fiesta de disfraces. Un palo vestido con trajecito sastre de la mañana a la noche. Una nena que cuando la mirás no sabés si va o viene. Lucía fue el DOS. Ella era otra de las que debía elegir sí o sí. Desde hacía un tiempo se venía haciendo la grande con todos, conmigo inclusive. Por ejemplo, cada vez que jugába-
mos al doctor la revisábamos y le hacíamos cosquillas como a cada paciente, ella empezaba a agitarse. Hacía un sonido como de gato agonizante. Se ponía en maestra sabelotodo y nos explicaba que lo que le agarraba es algo normal en las chicas de su edad. Que en cuanto te empiezan a salir las tetas, te agitás por cualquier cosa. Entonces aprovechaba para levantarse la remera y nos mostraba. Y era cierto. Le estaban saliendo. Lorena en esas oportunidades, si es que estaba con nosotros, aprovechaba a tocárselas como quien toca algo muy delicado. Pero a último momento se las apretaba con las uñas y se las dejaba todas marcadas. Lucía no se quejaba. Ni gritaba. Solo gemía. Se burlaba por el retraso en el desarrollo que tenía nuestra compañera de juegos. En parte fue por eso que también la elegí. Mi hermana fue el TRES. A mi hermana la elegí solo por elegirla. A lo mejor por ser mi hermana. Para engrosar un poco la lista. Y nada más que para recordarle que yo era el más grande de los dos. Se tenía que dar cuenta que el que mandaba era yo. Más todavía desde que había cumplido los quince. Lorena. Lucía. Mi hermana. Durante un buen tiempo fui diagramando el modus operandi de mi ataque. Quería que todo saliese perfecto. Que nadie me pudiese andar señalando con el dedo como responsable de haberles hecho algo malo a las enlistadas. Debía hacer las cosas bien para no dejar cabos sueltos. Debía actuar sin errores. Tanto había repasado el plan mentalmente que, como suele suceder en algunos casos, el desenlace fue inesperado.
Sonó el timbre de casa. No me quedó otra que atender porque estaba solo. Hola, Lorena. Sí, mi hermana está en la pieza. Entrá que te acompaño. La acompañé. La encerré. La amenacé para que permaneciera lo más quieta posible y con la boca cerrada. Hice lo que tenía que hacer. Lorena me miraba. No dijo una sola palabra hasta que di por finalizada mi tarea. Todo pasó muy rápido. Demasiado. No tuve tiempo de sentir placer. Ni remordimiento. Nada. Ahora me puedo ir. Sí, claro. No pensarás que también te quiero tener para mí. Esto no es un secuestro. Qué te pensás, ¿que soy un animal? Se fue tal cual había entrado. Sin una sola mueca en la cara. A lo mejor, un poco más saltones los ojos. Es probable que tuviese ganas de llorar pero se las aguantaba. Esa es la corta historia con Lorena. Cuando se lo hice a Lucía la cosa fue diferente. Yo estaba mucho más tranquilo. En parte ya sabía de qué manera iba a reaccionar ella pero solo en parte, siempre algo queda al azar. En este segundo caso el tema fue al revés. Fui yo quien fue a su casa. Un día que sus padres no estaban. Toqué timbre con la excusa de buscar a mi hermana que, por supuesto sabía, no estaba en ese lugar. De esta manera me fue más fácil abordarla. La modificación en el lugar me proporcionaba una cuota extra de adrenalina que me llenaba de brío y me ensanchaba todas las venas del cuerpo. La sangre corría de manera desesperada co-
mo si le llevara vida a una bestia salvaje. Porque en ese momento yo era una bestia salvaje. Lucía terminó aceptando de muy mal modo mi forma de actuar. Gritó. Me maldijo. Pude dominarla agarrándola de las muñecas para que no me pegara un par de manotazos. La forma en que se desarrollaron los acontecimientos hizo que con ella sí tuviera problemas posteriormente. Durante un buen tiempo me recriminó lo que le había hecho. Qué eso no se le hace a una nena, me recriminaba, la muy zorra. Y remarcaba la palabra nena como si la dijese en mayúscula. Y yo le decía, ahora sos una nena y ayer eras una mujer. Dejate de joder, Lucía. Ya pasó. Olvidate. No te vas a morir por lo que te hice. Y ella que no; que no se le pasó, que no podía superar el mal momento que le había hecho vivir, que así no podía seguir viviendo y muchas más cosas por el estilo. Decía que lloraba todos los días por lo mismo. Hasta me llegó a culpar porque soñaba con el tema. Por suerte a estas escenas me las hacía a mí solo. Nunca delante de terceros. Pero la cuestión terminó pasando a mayores cuando le contó todo a la madre. Como teníamos confianza de vecinos, –nuestras familias se conocían de toda la vida– la señora entró un buen día sin golpear. Ni bien la vi ingresar me di cuenta que venía dispuesta a todo. Me refugié en la cocina. Mi papá tomaba vino y miraba algo en la tele. Las mujeres de la casa no se encontraban presentes vaya a saber uno por qué. La madre de Lucía fue directamente al grano y empezó a recriminarle a mi papá: cómo yo le podía
haber hecho “eso” a su hija. Después de escucharla un buen rato, se ve que mi viejo se hinchó un poco las pelotas, y la mandó a la mierda. Entonces si estás tan segura y te parece apropiado, andá y hacé la denuncia en la comisaría. Ahora dejame de joder que quiero chupar tranquilo. La madre de Lucía se fue puteando al aire y dejó la puerta de calle abierta. Sin que me lo ordenaran fui y la cerré. Me senté a la mesa junto a mi papá quien no me dijo nada. Pero cada tanto me miraba de costado. A mí se me hacía que se le dibujaba una sonrisa en los labios. En el fondo estoy seguro de que estaba de acuerdo con lo que supuestamente yo había hecho. A Lucía la tenía por una compadrita. Igual no me preguntó si era o no verdad. Creo que no le fue necesario. Lorena. Lucía. Mi hermana. Me quedaba trabajar solo con uno de los nombres para cumplir con el objetivo de completar los ataques de toda la lista que había conformado en su momento. TRES. Mi hermana. Ocho años. Casi nueve. Un poco arrogante. Poco disciplinada. Muy calzonuda de mamá. Si bien la tenía todos los días al alcance de la mano, me era difícil determinar cuándo pegar el zarpazo. Luego de pensarlo lo suficiente entendí que lo mejor sería actuar un día en el que hubiese la mayor cantidad de gente posible. Una fiesta era lo ideal. La fiesta de navidad sería la ideal y así lo decidí. La tradición familiar marcaba que nosotros éramos los anfitriones de la noche mencionada. Como nos juntábamos parientes de todos lados, algunos venían de lugares remotos, la jornada y los festejos se iniciaban con
una mateada mañanera debajo del nogal que para esa fecha siempre cuenta con un follaje frondoso. Por lo general eran las mujeres del grupo las que alargaban aquella ceremonia. Los hombres rápidamente pasaban al licor o a la caña. Según algunos de míos tíos, yo ya tenía edad suficiente como para mojar los labios en bebida alcohólica, cosa que me encargué de hacer tantas veces como pude o me lo propusieron. Con el correr de las horas la reunión se fue poblando de personajes de todas las edades. Se podría decir que allí convivían desde el recién nacido hasta quién aguardaba el número de Dios para ser el próximo muerto. Entre los arribados aparecieron varias primas de polleras cortas que me hicieron sentir calor por todo el cuerpo. Las más desenvueltas te agarraban a propósito bien fuerte y te apretujaban contra las tetas. Todo a propósito para hacerte calentar. Lo peor era que lo conseguían. Lorena. Lucía. Mi hermana. A eso del mediodía me encontraba un poco mareado. Debe ser la presión decía tío Carlitos y se codearon con mi padre cuando notaron mi desarreglo al caminar. Esa fue la primera vez que sentí las mieles del alcoholismo. Comenzaron a servir los bocadillos y los aperitivos más fuertes. Convidá con algo a los muchachos, me indicó mi padre. Allí me paré. Tambaleé. Fui el hazmerreír por un instante. Sí, debe ser la presión. Pero no hay nada de qué preocuparse. Ustedes quédense tranquilos. Me encargaré
yo mismo en persona de que no les falte nada. Todos festejaron mi ocurrencia. No sé cómo hice, pero traje de un solo viaje una fuente llena de sanguchitos y otra de vasos con vino blanco helado. De ninguna manera. Al vino no me lo tomo antes de que alguien lo pruebe. Faltaría que me metan veneno y me caguen matando en esta fiesta de mierda, gritó Carlitos. A ver pibe, dame una mano o mejor dicho dame una boca y probate el blanquito. El tío era todo un capo. Entendía a la perfección por dónde venía la mano. Tomé uno. Luego otro. Y otro sorbo más y no quedaba nada en el vaso. Este me parece que no tenía nada raro. Querés que te pruebe otro. No, querido, mejor me voy a arriesgar. Sos peor que tu padre. Peor que una esponja sos. Se propuso un brindis. A mí me llenaron un vaso con coca y me dio un poco de rabia, pero me la aguanté. Brindemos todos por la felicidad en voz alta y en secreto, cada uno, por lo que más desee, propuso alguien. Unas veinte manos se levantaron y produjeron el sonido de una pequeña explosión sin que se rompiera nada. Mi brindis secreto me llevó a recordar el objetivo que me había propuesto para la fiesta. Lorena. Lucía. Mi hermana. Agarré las bandejas vacías. Me alejé poniendo mi plan en marcha. No me fue difícil descubrir por dónde andaba mi hermana. Lo que sí me resultó complicadísimo fue poder apartarla del juego que estaba practicando con todos los otros nenes y llevarla a un lugar más discreto. Cuando creí que no lograría mi objetivo, pensé en pedirle ayuda
al tío Carlitos. Pero después lo pensé un poco mejor y decidí que mejor no. Mejor actuar solo así no quedaba ningún testigo directo. Estaba convencido que el tumulto me favorecería. En el peor de los casos podría alegar que había sido otro. Diría que habían sido esos parientes de Córdoba que habían aparecido a último momento que, además de que casi nadie los conocía, eran bastante más grandes que nosotros. Igual me quedó la sensación de que si lo hubiese hablado anteriormente con el tío, él se hubiese prendido. Yo sé que le gustan todas estas cosas. Por este y otro motivo su mujer siempre lo termina retando delante de la gente al grito se su muletilla predilecta: “callate, que vos sos un degenerado”. Finalmente tuve que arreglar una especie de coima con mi hermana y le prometí que le daría cincuenta pesos si me acompañaba a nuestro escondite secreto por unos minutos. Andá vos primero. No quiero que nos vean juntos. Lorena. Lucía. Mi hermana. Cuando la vi doblar y meterse en el pasillito que queda detrás del limonero. Me levanté de la silla. Caminé acomodándome los pantalones. Me metí la mano en los huevos a propósito para que me mirara una de mis primas más grandes. Cuando pasé a su lado le dije: “si querés jugamos al doctor”. El vino o algo me habían dado unas ínfulas desconocidas que amé de inmediato. Me sentía poderoso. Grande. Hombre. Quiero. Me contestó ella. Largándome un aliento a chicle y cigarrillo que me convirtieron en un bebé de pecho en un pestañeo. Qué ganas de tomarme un trago, le dije girando un poco la cabeza para mirarla a los ojos antes de dejarla atrás.
Te lo preparo y te espero, lindo. No me tardo. Agregué ya sin mirarla. Lorena. Lucía. Mi hermana. Una rabia me fue abrazando a cada paso que daba. Llegué hasta el árbol de referencia, lo rodeé y me metí en el pasadizo que se formaba entre el tapial del vecino y las plantaciones de arbustos de casa. Corrí la chapa que cerraba el medio del camino dividiéndolo en dos y quedé del lado de adentro de lo que nosotros llamábamos el escondite secreto. Allí la tenía a mi hermana toda para mí. Acomodando no se qué. Agachada entre la mesita y la silla se le veía todo el culo. Bien desarrollado, lindo, para la edad. Se lo miré bien mirado. Respiré hondo un par de veces y me largué a iniciar con decisión lo que tanto venía esperando. Lorena. Lucía. Mi hermana. La agarré fuerte del brazo. Se sorprendió. Creo que no se había dado cuenta de que ya había entrado. La tiré al suelo. Le hice lo mismo que a sus otras dos amigas. Con más tranquilidad. La tranquilidad que da la experiencia. Pero más violentamente. Teniendo la suficiente calma como para poder sentir el placer del momento. Recién cuando acabé pude mirarla a los ojos. Estaba roja. La respiración entrecortada. No decía ninguna palabra. Revoleó la silla y se fue luego de traspasar la chapa que nos servía de puerta. Lorena. Lucía. Mi hermana. Tanto escándalo, pensaba yo a todo esto. Si lo único que le dije fue que Papá Noel no existe. Que Papá Noel son los padres.
por Hugo A. Ramos Gambier MADRUGADA, LUNES 11 DE JUNIO DE 2001
En el subsuelo de la futura estación Tronador, extensión de la línea B de Subterráneos de Buenos Aires, a catorce metros debajo de la Avenida Triunvirato, Gómez y Fuentes discutían sobre la desaparición de un obrero. De pie sobre arcillosa tosca, a unos tres o cuatro metros de la punta del andén, miraban la boca del túnel. Más allá, la inmensa negrura llevaba hacía la también futura estación Los Incas. —Le digo que hay algo en este túnel de mierda, don Fuentes ―dijo Gómez—. No sé qué es, pero hay algo que no me gusta; lo presiento. —Siempre se sentía incómodo en el túnel; el albañil oriundo de Salta, tenía arraigado sus creencias ancestrales, el sagrado respeto por la tierra, la Pachamama. —¿Y cuándo dice usted que desapareció el santiagueño? —dijo Fuentes, el calvo capataz, pasándose los dedos por la perfecta y recortada barba candado. —Hace como cuatro horas. Salió de acá para Los Incas, y nunca llegó. Entonces, parece que los obreros de Los Incas salieron a buscarlo. Y lo único que encontraron fue el casco de seguridad tirado en el barro, y la linterna encendida.
—Imposible. Todos sabemos que no hay salidas entre las dos estaciones, todavía no se cavaron las de emergencia. —Hay algo en el túnel, don Fuentes. Le digo que hay algo. —El obrero besó un relicario de la Pachamama que colgaba de su cuello—. Hay que respetar a la Pachamama. —Déjese de macanas, Gómez. ¿No creerá en fantasmas y esas boludeces, usted? Déjese de supersticiones, tendría que haberlas dejado allá, en Salta. —Vea, don Fuentes, le digo que estamos cavando muy profundo, y la Pachamama esconde sus secretos. —¡Basta de pavadas, hombre! Seguramente, ese santiagueño se mamó y ahora está durmiendo la siesta a un costado del túnel. Los otros le habrán pasado por al lado varias veces y ni lo vieron. —Soy consciente de que al Santiago le gusta el agua sucia. Pero le aseguro, don Fuentes, que en horario de trabajo no prueba una sola gota de nada que tenga alcohol. —Vamos, Gómez, no joda. Los dos sabemos muy bien que el santiagueño se pone en pedo con solo mirar el envase. No perdamos más tiempo, organicemos dos patrullas de búsqueda, una a cada lado del túnel. Vamos a rastrillar hasta juntarnos en el medio. —¿No habría que llamar a la policía? —¿La policía? —dijo Fuentes con sarcasmo—. Se nos van a reír en la cara, la policía. Juntemos a los hombres y vayamos a buscarlo ¿Quiénes están de guardia? —Y estábamos el Santiago, el mono Tapia, Gonzalito y yo. —Bien, vaya a buscar a Tapia y a González. Traigan radios y linternas.
—Enseguida, don Fuentes. También traigo las botas para lluvia y las capas, todavía siguen las filtraciones y es un barrial en buena parte del túnel. —Dele nomás, lo espero acá. Y traiga un equipo para mí. Mientras, voy llamando a Los Incas, para que me pasen la lista de guardia. Gómez fue en busca de sus compañeros. Los encontró tomando mates en la superficie. Fuentes, radio en mano, a punto de llamar a la otra estación, miró hacia la negrura del túnel: no veía náda más allá de un par de pasos. No había viento ni sonido, ni nada. La atmósfera, totalmente quieta, parecía esperar. La pachamama, se dijo el capataz mirando a la nada. Estos indiecitos del norte se creen cualquier cosa. Gómez y sus compañeros cargaron los equipos para ingresar al túnel. Fuentes subió al andén para vestirse. —Ya me comuniqué con Los Incas. De aquel lado, Talavera, Fresedo, Salinas y el monchito Paredes van a venir revisando. Nosotros caminemos los cuatro en línea, uno a cada lado contra la pared y dos por el medio. —Bien —dijo Gómez—. Si le parece, capataz, vamos así como estamos. —Miró a Fuentes, que asintió, y siguió—: Vos Tapia, andá por la derecha que yo voy por la otra pared y vos, Gonzalito, te vas por el medio con don Fuentes. Los cuatro bajaron del andén, encendieron las linternas y se internaron en el túnel. Avanzaron unos metros, y Gómez empezó a darse vuelta cada dos o tres pasos: la estación que dejaban atrás se hacía más y más chiquita, como la luz de una
vela que se va apagando. Así, hasta que tomaron la curva, y la estación desapareció por completo. Ahora caminaban paralelo a avenida Los Incas, pero a veinte metros de profundidad. El aire se enrarecía, el ambiente se volvía húmedo, frío. Los pobres focos de las linternas iluminaban las paredes de arcilla y tosca, donde apenas se distinguían las vetas. Era como transitar un mundo enterrado hacía mucho, muchísimo tiempo. —Esperen —dijo el capataz—. Apaguen un momento las linternas. Los hombres hicieron caso. —No se ve na’, don Fuentes —dijo el mono Tapia. —Es justamente lo que quería ver —dijo el capataz, con entusiasmo—, la nada. —Estamos en el estómago de la Pachamama —susurró Gómez con respeto, y volvió a besar el relicario. —No diga boludeces, Gómez —chillo el capataz—. Me va asustar a los hombres con esas historias. —Ustedes, los porteños, no respetan nada —se quejó el salteño—. Estos túneles de mierda son heridas en las entrañas de la tierra, ¿no lo ve? La Pachamama así como te da también te quita y castiga sin piedad a quienes la ofenden. Fuentes volvió a encender la linterna y apuntó a la cara del salteño. —¡Uy! —dijo moviendo la otra mano—. Mire como tiemblo. Gómez y los otros dos lo miraron en silencio. —Sigamos —dijo el capataz. El salteño besó el relicario. —El borrachín no debe estar muy lejos —dijo Fuentes.
Avanzaron unos cincuenta metros y se detuvieron al escuchar un ruido. Era como el paso de un vehículo de un lado al otro por encima de sus cabezas. Un pequeño temblor, y cayeron unas piedritas de tosca. Dieron un par de pasos más y volvieron a escuchar el mismo ruido, pero más cerca. —Deben de ser los camiones que van para el puerto —dijo Fuentes. Los demás no abrieron la boca. Siguieron caminando, alumbrando hacia todos lados. Cada tanto, pegaban gritos secos en la oscuridad, llamando al santiagueño. Gritos que las paredes del túnel absorbían. Y esperaban que la oscuridad absoluta les devolviera una respuesta de auxilio. Aunque lo único que escuchaban eran otra vez los mismos ruidos de antes. —Hay algo en el túnel, don Fuentes. —Volvió a la carga el salteño. —Termine con esas macanas. El ruido es la onda que viene bajando por las capas de tierra. Y González largó una puteada: —La puta que lo remilparió, me enterré en el agua. Habían llegado a la zona de las filtraciones. Avanzaron por el lodazal, de unos treinta centímetros. —¡Qué olor a mierda! —dijo el mono Tapia. —Es el caño maestro de cloacas que corre por Los Incas —aclaró Fuentes—. No sé por qué se rompe tan seguido. Acá no hay raíces ni nada. Habría que invertir unos pesos y colocar un tubo de acero, si no vamos a tener problemas de filtraciones muy seguido. En una
construcción nueva, no sería buena prensa para el gobierno. —¡Puaj! —se quejó Gonzalito dando arcadas—. Por el olor, parece que hubieran cagado elefantes. —¡Allá, a lo lejos, se ven un par de luces, don Fuentes —dijo Gómez. —Deben ser los muchachos de Los Incas. ¡Vienen rápido estos boludos! Les dije que revisen despacio, que no se apuren. —Y llamó por radio—. ¡Atento, Talavera! ¿Me copia? Cambio. —Se dio vuelta y gritó—: Gómez, hágale señas con la linterna. —¡Lo copio, don Fuentes! —se escuchó la voz de Talavera—. Cambio. —¡Le dije que vengan despacio! Cambio. —¡Sí, don Fuentes, todavía no bajamos, estamos esperando al monchito que fue al baño! El silencio recorrió las miradas del capataz y sus hombres. ―¿Me copió, don Fuentes? Ahora bajamos, ahí viene el monchito, le cayeron mal los mates. Jeje. —¡Copiado! —dijo, tosco, el capataz—. Cambio y fuera. Se alumbraron a las caras, unos a otros, y luego miraron hacia las dos pequeñas luces que apenas brillaban a lo lejos. —Ese debe de ser el Santiago —dijo Tapia—. ¡Santiago! ¿Sos vo’, culiao? Las dos luces, parpadearon juntas a lo lejos por un instante, y desaparecieron. —Vamos —dijo Fuentes—, a lo mejor está descompuesto y no puede ni hablar, el borrachín.
—Pero… ¿esas luces? —dijo Gómez, nervioso, transpirando—. ¿No era que habían encontrado la linterna del Santiago? —Qué sé yo. Vamos hasta allá y vemos. Los cuatro hombres continuaron avanzando por el túnel. Lo único que se escuchaba era el chapoteo del agua y el barro de arcilla en sus botas. Unos cuantos metros más adelante, se detuvieron ante el ruido: venía como de adentro de las paredes del túnel. Ahora se escuchaba mucho más fuerte, igual que el galope de una tropilla que venía subiendo por la pared izquierda, cruzaba de lado por el techo, bajaba por la pared derecha y se detenía debajo de ellos cuatro. González había seguido el movimiento con la linterna y ahora alumbraba el agua a sus pies. Una gran cantidad de tierra y tosca se desprendió del techo y las paredes. —¡Me voy a la mierda! —gritó Gonzalito. Y salió corriendo para la estación, salpicando el agua colorada. —¡Volvé, cagón! —le gritó el mono Tapia—. ¿Adónde vas? ¡Vení, culiao! —¡La puta madre! —A Gonzalito se le cayó la linterna y se paró en seco en medio del túnel. Los otros lo alumbraron, y vieron que el agua burbujeaba como salsa de tomates. Los globos eran cada vez más grandes. Se escuchó el ruido de una enorme sopapa. El túnel se desagotó de golpe, y lo que quedó burbujeando fue un barro putrefacto y resbaladizo: Gonzalito se hundió hasta la cintura. El terror le desencajó la cara salpicada de barro. El pobre quedó paralizado, esforzándose por gritar. Y… el barro se lo tragó. De un solo bocado, se lo tragó.
—¡Corra, don Fuentes! —dijo Gómez, en un grito desesperado—. ¡CORRAN, CARAJO! Los tres dispararon por el barro, sin voltear ni un instante la vista. Corrieron hasta que le aflojaron las piernas. —No doy más —dijo, sin aire, el capataz. Se detuvieron a mitad de camino entre las dos estaciones. Ahora solo se escuchaba el galope de sus corazones. —No puedo ni respirar —dijo Fuentes, apoyándose en Gómez. —Espere, don Fuentes. —Gómez metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un paquetito—. Tome. —¿Qué me da? —Hojas de coca —dijo el salteño—. Mastique, le va hacer bien. Con los muchachos coqueamos para aguantar tantas horas acá abajo. —Pasame un par, che negro —le pidió el mono—. ¿Qué carajo pasó allá atrás? —No sé, Tapia —dijo Fuentes, más calmado—. No sé, puede que se haya formado una grieta y se tragó toda el agua. —Y a Gonzalito también —completó el cordobés. —Sí, y a Gonzalito también —dijo el capataz, compungido—. ¡Pobre, Gonzalito! —Esos ruidos no eran de camiones, don Fuentes —dijo Gómez—. No me venga con eso de la propagación del sonido y esas teorías. Acá hay otra cosa, yo lo dije desde un principio. Hay algo en este túnel de mierda que no me gusta, y la Pachamama está enojada. ¡Anda rugiendo que la dejemos en paz! —¿Ahora me va a venir con que la tierra está viva? —dijo Fuentes—. Nos va a tragar a todos, ¿no?
—¡Claro que está viva! Es un ente que se transforma, evoluciona ¿O de dónde cree que salimos usted y yo? ¿De dónde cree que salió todo? —dijo el salteño, mientras el mono Tapia escuchaba y daba unos pasos escudriñando el techo y las paredes del túnel—. ¿No creerá usted en ese cuento de la iglesia, la creación del mundo en siete días, Adán y Eva, etcétera? —Me sorprende, usted, Gómez. Lo hacía un hombre creyente. ―¡Por supuesto! ―Se tocó el pecho, donde guardaba el relicario―. Lo soy. Ya había otros dioses mucho antes de que llegara el suyo, don Fuentes. Ambos se alumbraron a las caras. ―¡Acá hay un túnel! ―el grito del mono Tapia llegó desde lejos. ―¿Qué? ―¿Dónde? ―dijeron los dos alumbrando al cordobés. ―Acá, en la pared. Parece una ventilación o salida de emergencia, pero es un túnel. Uno bien redondito y extraño. ―No puede ser ―dijo Fuentes, extrañado―. A esta altura de la extensión, los planos no contemplan nada. Caminó por el barro hasta la boca del nuevo túnel. Gómez le siguió. ―¡Es un circulo perfecto! ―dijo el capataz―. Yo diría de unos dos metros de diámetro. ―¿Quién lo habrá hecho? ―dijo Gómez―. Hay ahí unas marcas extrañas. No tenemos este tipo de diamante: nosotros no anduvinos excavando por ahí, eso se lo firmo acá mismo. ―No tengo idea de quién lo hizo ―dijo Tapia―, pero viene un aire fresquito. Seguro que el culiao de Sal-
cedo se fue por acá. Vamos y vemos si podemos pedir ayuda para Gonzalito, aunque creo que ya es demasiado tarde. Los tres se metieron en el túnel recién descubierto, que estaba medio metro arriba del lodazal de arcilla. Inspeccionaron el interior con las linternas: era circular, con unas marcas en las paredes, como rasgado. ―Por lo menos está limpito —dijo Tapia—. Ya me cansé de caminar por el barro. ―Vamos, busquemos a Salcedo y salgamos de este agujero ―dijo Fuentes―. Según mis cálculos, la salida debe de estar a la altura de la calle Superí. Avanzaron unos cuantos metros hasta que un chirrido los paralizó. Y otra vez oyeron un galope. Y los atropelló un fuerte olor como a perro mojado. ―¡La puta madre! ―dijo Tapia corriendo hacia atrás―. ¡Volvamos! Cuando llegó a donde debería encontrar la entrada, no pudo dar con ella. ―¡Está sellada! ―gritó―. ¡La entrada no está! ―Iba de un lado para el otro, escarbando las paredes―. ¡Desapareció! ¿QUÉ CARAJO PASA ACÁ? Dio la vuelta y corrió hacia sus compañeros que le alumbraban de lejos. ―¡Acá hay otro túnel! ―gritó Tapia, como un loco encerrado―. ¿Cómo no lo vimos antes? Introdujo medio cuerpo para investigar. Oyó algo como una estampida y un chirrido agudo avanzando hacia él. Y el nuevo túnel se lo tragó. Las linternas de Gómez y Fuentes iluminaron las botas embarradas, lo último que pudieron ver del mono Tapia. Y los gritos, los horrendos gritos del mono perdiéndose en el otro túnel se les metieron en los oídos.
―¡Huyamos! ―Dijo Fuentes― ¡Corra, Gómez, corra! ―¡Dele, don Fuentes! Algo se acerca por detrás. Algo, como una estampida de caballos venía pisándoles los talones, casi los alcanzaba. Los dos corrían agitados, las linternas alumbraban aquí y allá en la desesperada huida. Gómez iba delante del capataz y más atrás venía el galope, un chirrido aterrador. Fuentes sintió que le faltaba el aire y que el corazón le iba a estallar. También sintió que lo agarraban de las botas. Cayó, y la linterna quedó apuntándole la cara. Gómez volteó, y descubrió el horror en la mirada del capataz. No lo podía creer: algo arrastraba a Fuentes hacia el interior del túnel. En la absoluta negrura, los gritos se ahogaban junto al galope. ―¡Piedad, Pachamama! ―suplicó el salteño, y emprendió una loca carrera tratando de salvar su vida. Encontró otro túnel, se desvió, y corrió y corrió como nunca había corrido en su vida. Se acordó de cuando era chango y corría la geografía de Salta. Otro túnel. Se desvió. Y luego, otro, y otro y otro más. Ya no sabía en cuántos túneles se había metido, ni cuánto había corrido. Lo único que sabía era que se había perdido en un laberinto interminable. Se detuvo en una bifurcación: lo rodeaban las bocas de varios túneles. Y ahí sintió de golpe todo el cansancio. Su corazón, a punto de estallar. La luz de la linterna fue languideciendo, igual que la esperanza de Gómez de franquear aquel infierno.
―¡Basta!―gritó (o creyó gritar), de rodillas en la absoluta negrura. Y en susurro, con el relicario entre sus manos, pegado a los labios, rogó―: Me entrego. Soy tuyo, Pachamama: Soy parte de ti, y vuelvo a tus entrañas. Entonces, a lo lejos, percibió un temblor in crescendo, rápido, furioso. Y cerró los ojos y apretó con fuerza los dientes; y oyó venir de todas partes el galope.
Aráoz había estado deshabitado por un par de meses antes de que Ferrero se mudara. El piso de dos ambientes no era gran cosa, pero para su situación –recién separado y a un paso de la miseria si no organizaba sus asuntos– era más de lo que podía pedir. Lo había alquilado por “dos con cincuenta” como le comentaba a los amigos del café, y mientras no tuviera un peso, ahí se quedaba. El departamento tenía una cocina minúscula, inmunda en realidad, pero con un poco de lavandina podía andar… el baño igual. “Hay que hacer de tripas corazón, Daniel” se repetía Ferrero cada noche, antes de enfrentar el colchón sobre la cama vieja, la radio que aullaba a lo lejos y la desolación de las paredes descascaradas. EL DEPARTAMENTO SOBRE LA CALLE
Y aquella, como las primeras siete noches que había pasado allí, en su departamento de divorciado, se desplomó sobre el lecho y se durmió. Ferrero era un tipo común. Se levantaba cada mañana con el chillido de un despertador demoledor que lo arrancaba de la cama con pocas ganas. Se duchaba en el minúsculo cubículo de que hacía las veces de ducha y
bidet y, después de tragar un mate amargo, pateaba seis cuadras hasta el subte para partir al trabajo, una mensajería de medio pelo que, por el momento, era su único ingreso. Y a eso de las ocho y media de la noche, después de un día con poco para recordar, volvía a cruzar el umbral de Aráoz, prendía la radio, calentaba unos tallarines y, otra vez, se desplomaba sobre la cama. Lo que Ferrero no sabía, cada vez que cerraba los ojos e ingresaba en su limbo personal, era que no estaba solo en el departamento. Y que cada vez que sus párpados se sellaban como el secreto mejor guardado, la silla junto a su cama crujía. Una mujer vestida de negro y de pelo plateado se ubicaba allí sin decir palabra, observándolo sin mover un pelo durante aquellas ocho horas en las que Ferrero dormía, ajeno a su entorno, y así, cuando el sol arañaba el balcón, la mujer se incorporaba, se acercaba a su oído y susurraba algo que solo Ferrero escuchaba. Aquella mañana, Ferrero, como las últimas ocho que había transcurrido en aquel lugar, se levantó con el alarido del reloj, se bañó y, antes de salir, tomó un papel y anotó rápidamente algo que rondaba en su cabeza desde que abrió los ojos. Luego salió de su casa y solo fue hasta que llegó a la puerta de entrada del edificio que notó a la policía. “La encontraron degollada” decía la mujer del tercero “hache” a la jubilada del cuarto “ce”; “nadie escuchó nada” agregaba el encargado del lugar. Así Ferrero se enteró que Judith, la vecina del segundo “be” había sido asesinada durante la noche. “Parece que tenía llave, porque el tipo entró y salió sin forzar nada”
repetía el oficial de policía a su superior. El edificio se revolucionó con la muerte de Judith. Ferrero se la había cruzado un par de veces en el ascensor, una cuarentona voluptuosa que trabajaba vendiendo cosméticos a domicilio. No habían cruzado más que un puñado de palabras, pero suficientes para que la muerte de la mujer, su vecina, le impactara. Tanto así que aquella noche, cuando Ferrero volvió a su hogar, lo sintió más frío, más sórdido y solitario, como si una energía oscura revoloteara en el aire. Sin ánimo de comer, se desplomó sobre la cama y se abandonó al sueño. La silla, entonces, crujió. La mujer era oscura, un aura negra invadía el dormitorio apenas se hacía presente. Aparecía cuando Ferrero cerraba los ojos y se sumergía en tierras de Morfeo… aparecía como una maldición que se arrastra hace siglos y nada se sabe de ella… era como una presencia que sofocaba el ambiente y absorbía hasta la última gota de aire. El lugar se volvía, primero caliente como una tarde de verano en Microcentro y luego, la temperatura bajaba bruscamente. Y la mujer se pasaba las horas observando, desde la silla, a Ferrero y justo cuando el sol comenzaba a asomar en el balcón, se acercaba al hombre dormido, susurraba algo a su oído y desaparecía. Ajeno a los sucesos de la noche, Ferrero se despertaba cada vez más cansado, entraba al baño casi sin abrir los ojos y recién a mitad de la ducha empezaba a reaccionar. No solo se notaba terriblemente agotado sino que además descubría, bajo el agua, moretones que no lograba descifrar de dónde habían salido. ¿Se había golpeado? No encontraba explicación para los lamparones
azulgrana que descubría en las mañanas. Pero abandonaba el enigma de los golpes apenas terminaba el baño y se adentraba en la mecánica de la rutina diaria. Así, antes de salir de casa y casi como si se le hubiera hecho costumbre, todas las mañanas, tomaba el mismo papel que había dejado sobre su mesa de luz, anotaba algo, y partía rumbo al trabajo. Para su sorpresa, la policía continuaba en la entrada. La muerte de Judith había alterado a todos los vecinos que, ahora, discutían acalorados con la policía. El encargado estaba a los gritos. “Dos asesinatos en veinticuatro horas y la policía no hace nada”. Ferrero, al escuchar, se acercó a la muchedumbre. “Es Teresa, la jubilada del sexto “be”, apareció ahorcada esta mañana” le informó una de las vecinas a Ferrero. Daniel sintió que le bajaba la presión. “¿Dos muertes en el edificio?”. Por algún motivo aquel día no pudo ir a trabajar. Como un autómata, regresó a su departamento y se encerró mirando el techo desde la desolación del colchón viejo. Dos de sus vecinos habían aparecido muertos en menos de dos días, ¿había un asesino en el edificio? Un escalofrío lento le recorrió el cuerpo. Ferrero supuso que debió de haberse quedado dormido, porque el resto del día se volvió una laguna. Y cuando la penumbra invadió la habitación notó que las horas habían desaparecido ante sus ojos sin ningún tipo de registro por su parte. ¿Había estado doce horas tirado en la cama sin moverse? Las horas habían volado. Se incorporó, tomó un mate y volvió a la cama, luego, nuevamente y como si se hubiera sumergido en un sopor
que lo poseía, volvió a quedarse dormido. Y la silla volvió a crujir. La mujer estaba sentada junto a la cama. Sus ojos eran como dos cavidades vacías que, aún en aquella inmensa oscuridad, parecían refulgir como brasas calientes. Ferrero, ajeno a su suerte, dormía como si fuera la última vez. La mujer, por su parte, susurraba a su oído palabras que solo ella podía descifrar. Ferrero roncaba, gemía, se acomodaba sobre la sábana gastada y murmuraba alguna palabra inteligible. El sol de la mañana avanzó sobre las primeras baldosas del balcón. La mujer se incorporó, se acercó a Ferrero una vez más, y le acarició la frente con parsimonia. Luego, desapareció. El hombre se levantó sobresaltado, transpirado, sentía como si hubiera dormido mil años. La boca pastosa, la remera pegada al cuerpo, los oídos zumbando… Se incorporó y caminó semidormido hacia el baño. Prendió la ducha y se perdió bajo el agua. Recién ahí pudo despabilarse. Estaba agotado. Lo notó cuando terminó el baño y se detuvo un momento ante el espejo. Dos surcos profundos bajo los ojos, ¿qué le estaba pasando? Ferrero se lavó la cara una vez más, esta vez con agua helada. No lograba despabilarse del todo. Luego, y con el cuerpo inexplicablemente dolorido, se arrastró fuera del departamento y esperó el ascensor que lo llevara a la planta baja. —¿Se enteró, Daniel? —escuchó Ferrero desde atrás. Giró y se encontró con su vecina, la vieja del cuarto
“ce”—. Esta vez fue el turno del muchacho del quinto “hache” Lo encontraron esta mañana… ahorcado… Ferrero sintió que se mareaba. Unas náuseas que no pudo controlar se agolparon en la boca del estómago y, sin decir palabra, volvió sobre sus pasos. Buscó las llaves en el bolsillo del pantalón y, como atontado, abrió la puerta. Una vez en el interior de su hogar, Ferrero se apoyó sobre la puerta, agitado. Le faltaba el aire. Otra vez tenía la remera pegada al cuerpo, estaba empapado, sofocado. Trató de calmarse. Miró las palmas de sus manos, ¿cómo se las había lastimado así? Parecían quemaduras de soga. El día anterior no había salido de su casa, ¿dónde se había hecho esos terribles raspones? Daniel Ferrero sintió que le costaba moverse, pero con determinación y tratando de recuperar el aliento, caminó hasta su habitación. Allí, sobre la mesa de luz, la lista que había asaltado su cabeza cuando la vecina le dijo que había un tercer muerto en el edificio. Se sentó sobre la cama y el colchón pareció hundirse más que de costumbre. Levantó el papel. Sintió un leve temblor en el cuerpo, en las manos, la vista se le nubló por un momento. Respiró, casi no sentía el aire. Leyó la lista escrita por su propia mano, con su trazo característico y las “o” que nunca cerraba…nunca lo había hecho. “Judith del segundo be”, “Teresa del sexto b”, “Gutiérrez del quinto “hache” y…. se detuvo. Le pareció ver algo en el cuarto. Giró la cabeza, estaba solo. Pero el lugar que hasta ese entonces se había vuelto oscuro y caluroso había mutado en un frio gélido, escalofriante. Volvió al papel. ¿Por qué había escrito esto? ¿Cuándo? Volvió a leer la lista,
esta vez en voz alta, con una voz que casi no reconoció, ronca, débil… “Judith del segundo be”, “Teresa del sexto b”, “Gutiérrez del quinto “hache” y Ferrero del cuarto “be”. Ferrero del cuarto “be”. Lo que Daniel Ferrero vio segundos después de leer su nombre en aquella lista le causó la muerte de forma inmediata. La mujer de negro se apoderó de su alma en un soplido, Ferrero no pudo escapar. El corazón le falló de inmediato. Una víctima más del cuarto “be” de la calle Aráoz. Y serían… El cuerpo de Ferrero fue encontrado por la policía varios días después. A su lado, la lista con los tres vecinos asesinados fue lo que convenció a las autoridades de que Ferrero era el asesino de Aráoz. No supieron explicar los motivos. “Un loquito” dijeron… y cerraron el caso. El cuarto “be” de la calle Aráoz estuvo vacío varios meses antes de que se volviera a alquilar. El nuevo inquilino no podía imaginar que cuando cruzó el portal de aquel departamento estaba trazando su destino, su doloroso final. Aquella primera noche, cuando se entregó al sueño, la silla, a su lado, volvió a crujir.
AQUILES CAMINA POR LAS RUINAS.
No se molesta en quitarse los jirones de su camisa chamuscada. Las nubes bajas reflejan los incendios que colorean de rojo el cielo nocturno. Se pregunta si llegó tarde para evitar la muerte de su discípulo. A veces las llamas muestran sus ojos llorosos. Qué hizo, qué hizo, piensa. Detrás de él, una columna obscura conecta ese cielo rojizo con la tierra. Un trueno empuja su cuerpo, haciéndolo tropezar. Agitado, se sienta sobre un montón de escombros apretando las notas manuscritas de Fausto. Aquiles llora de impotencia, no se atreve todavía a leerlas, le queman en las manos. Las mira y recuerda, recuerda. Había sido en aquella tarde de septiembre cuando abrió la puerta y lo vio: envarado, la frente en alto, lleno de pasión. —Buenas tardes —le dijo él, inclinándose levemente en señal de respeto, pero con sigilo y ansiedad—. Lo busqué durante mucho tiempo. Sé que
usted es uno de los pocos que saben del así llamado “camino siniestro” dentro de la Secreta Orden. —Usted debe ser Fausto, ¿no es así? —le respondió él con voz calma y lo hizo pasar al patio que estaba al frente de su casa; no era prudente que se hablaran de estas cosas a viva voz y en la calle. Observó su gesto decidido y algo desafiante, el cuerpo atlético y la frente amplia que lo hacía parecer inteligente. —Sí, soy Fausto —extendió la mano. Aquiles le sonrió y le hizo un gesto de desaprobación. Le contestó incómodo: —Nosotros no podemos tocar a los legos. —Seguramente ya le informaron que vengo de otras órdenes secretas de las que fui expulsado —con-tinuó Fausto para ocultar su desliz. —Por supuesto. Nuestro Maestre me puso al tanto de todo antes de darle mi domicilio. A propósito, me llamo Aquiles. —Mucho gusto —dijo Fausto con otra inclinación. Fausto observó a su vez a quien iba a ser su mentor y guía, le pareció que distaba de la imagen del maestro que él esperaba: de baja estatura, grandes ojos azules, un poco excedido de peso y vestido como un oficinista. —Pase —dijo Aquiles señalando la construcción rodeada de algunos árboles. Caminaron por el sendero flanqueado de arbustos hasta que llegaron a la puerta que Aquiles abrió con ceremonia. Entraron a una habitación despojada. Aquiles, ya sentado frente a Fausto, separados por una pequeña pero sólida mesa de madera lo interrogó: —¿Conoce con exactitud qué es el Camino Siniestro? —Llegar a la comprensión del Universo mediante la
satisfacción total de los apetitos y del egoísmo más abyecto —recitó Fausto con énfasis, ojos abiertos, el puño en alto—. Sé qué es mucho más duro y empinado que la ascética tradicional, esto es, la búsqueda incesante de la Verdad por la virtud, Pero sé que es más rápido y quiero dar rienda suelta a todos mis deseos, aún los más oscuros. Tal como dijo William Blake: “El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría”. ¡Lo quiero todo y ya! — terminó de decir mirando hacia arriba, exaltado. —Nada es lo que parece —respondió enigmático Aquiles y dejó flotar que tenía cierta experiencia que no estaba dispuesto a compartir. —¿Comenzaremos hoy? —disparó Fausto, mientras con la mano se arreglaba, sin mucho éxito, el cabello rebelde y negro. —Dentro de un mes. Primero debe ser aceptado por la Secreta Orden y jurar de manera solemne su absoluto silencio. Nada de escribir, nada de hablar de lo que aprenda o sepa. Esa es la primera regla. Fausto asintió bajando los ojos y ladeando la cabeza entre la duda y la resignación. ¿Cumplirá?, se preguntó Aquiles. Luego de una charla más social, se despidieron con una leve inclinación de cabeza. Si se atreve a desobedecer la ley del silencio será el fin, pensó Aquiles y se sacudió ese pensamiento como si fuera un mal presagio. Pero sí, había desobedecido; escribió cada paso que lo llevó a “Lo Innombrable”. Desarruga el manuscrito y se alegra de no haberlo quemado como exigen las reglas. Sintió un dolor en las tripas cuando lo encontró sobre el escritorio en la enorme casa de Fausto.
Se recuesta sobre unas maderas con ese cansancio que se siente luego de correr y correr por horas. Cierra los ojos y queda dormido. Lo despierta el sol en la cara. Se trepa sobre una pared medio derruida y observa la ciudad: la columna oscura ha desaparecido. Aquí y allá brota humo de los incendios, que se van apagando. Suspira aliviado. Toma el manuscrito y lee: Hoy encontré por fin lo que buscaba, me aceptaron en la Secreta Orden del Nudo Infinito, los dueños del Destino. Podré hacer lo que desee sin consecuencias. Superaré a Aleister Crowley: ‘¡Haz lo que quieras, ésa es la ley!’ decía él. Pero sucumbió a la locura y al ostracismo. Me expulsaron de la Golden Dawn por seguir al pie de la letra la ley de Thelema. Espero que aquí, con los dueños del verdadero signi-ficado del Srivatsa llegue hasta el final. Ellos saben mover los hilos del Karma, hacer lo que desean sin consecuencias, los últimos del legado de la primera Diosa a la humanidad, el verdadero secreto de la Magia. Aquiles vuelve a recordar la pasión de Fausto para dominar cada detalle de rituales y sortilegios. En poco
tiempo pudo suspender su corazón y su respiración y quedar extático, como si estuviera muerto. Recuerda cómo hizo enmudecer al solo chasquido de sus dedos a todos los pájaros en ese atardecer de verano. Un día Aquiles lo llamó a Fausto y, en la misma habitación donde se conocieron, sentados frente a la misma mesa sólida de madera, le dijo: —Fausto, usted ya está listo para iniciar las tres ceremonias— y le alcanzó una lista escrita en lo que parecía un pergamino. Fausto, el discípulo, la tomó y leyó con avidez en voz alta: —Ceremonia de la tierra, Ceremonia del agua, Ceremonia del aire... —Falta el fuego —dijo con voz indignada. —Está prohibido —respondió Aquiles y le quitó la lista antes de que pudiera leer un poco más. Aquiles hizo una larga pausa y lo observó. —Está muy delgado —le dijo—. Deje de afeitarse la cabeza y de usar ropa negra. ¿No se da cuenta de que parece un loco? —Fausto agachó la cabeza—. Hasta que no cambie y se normalice, por así decirlo, suspen-deremos la Ceremonia de la Tierra. A Aquiles, el maestro, aún le quema la mirada que le clavó Fausto. Pasa unas páginas y sigue leyendo: La Ceremonia de la Tierra Hoy pude realizar la Ceremonia de la Tierra. El Maestro me dejó oficiarla desde el principio al fin.
Fuimos a unas cuevas remotas en Salta, una de las salamancas. Allí encontramos unas estatuillas muy bien elaboradas de oficiantes de otros tiempos. Fue muy difícil mantener el control, sobre todo cuando noté a aquel ser rojizo de dos metros de alto que me que sonreía desde la oscuridad: era capaz de aplastarme como a una cucaracha ante mi menor descuido. Pude recitar con calma los sortilegios adecuados. Y lo logré. Me entregó su secreto. Me sorprendió saber que él había sido uno de los orfebres de las estatuillas. Poderoso como es, está limitado a vivir en las cuevas oscuras. Ahora puedo obtener las riquezas de la tierra sin que nadie sospeche nada: un paso más hacia el control del Karma. El precio, uno de los oficiantes trans-formado para siempre en un ser poderoso pero esclavo. Aquiles cierra los ojos para recordar mejor. Él mismo había llegado solo hasta la Ceremonia del Agua: enamorar a cualquier mujer, abandonarla, ser olvidado, olvidarla. Tener el poder de la palabra, hechizar multitudes. Con eso y las riquezas de la Ceremonia de la Tierra, no necesitaba nada más. Pero no Fausto, él no.
Nunca creyó que Fausto la oficiara tan pronto, en meses en lugar de años. Busca en el manuscrito y lee: La Ceremonia del Agua El dos de febrero llegamos a las costas de Montevideo. La lluvia copiosa fue de buen augurio. La única luz era la de la ciudad, atenuada por el diluvio. Por allá en la playa Ramírez estaban los fieles de Iemanjá. Detuve todo movimiento de mi mente, el mar respondió calmando la tormenta. Inspiré hondo, el cielo se despejó, la luna iluminó la playa. Desde el fondo del océano me respondieron cien voces. Dije las palabras: todo el dolor del mundo se aglutinó en mi pecho; solo el control que me enseñó el Maestro evitó que cayera de rodillas para morir. Luego una mujer salió del mar. Apenas podía ver sus ojos bajo su cabellera oscura. Intuí su mueca irónica: ella conocía toda mi debilidad, yo solo era un hombre. Trató de seducirme; la luna iluminaba sus senos, sus muslos, sus caderas. Aun así terminé con el rito. Mientras ella se des-vanecía me dio el don que buscaba: ahora era el dueño de las emociones de los
otros, podría convencerlos de lo que quisiera, mi voz sería su voluntad. El maestro me dijo que la mujer fue un oficiante que no pasó la prueba y que todos creen que es Iemanjá. Él o ella imprime esos pensamientos para alimentarse de sus emociones y ritos. Es el vórtice de poder que sostiene nuestro poder y mantiene el equilibrio del Karma, el origen de nuestra Magia. En aquel momento sabía que Fausto seguiría y seguiría, que quería beberse todo el Universo, que lo quería TODO. Maldice una y otra vez el momento en que le dijo que sí aquel primer día. Aquiles deja de leer. —¿Por qué detenerme? —dijo Fausto. —Desde hace centurias nadie realiza la Ceremonia del Aire. —Es lo que deseo. —Entonces debemos prepararnos. —Aquiles recuerda su temblor ante su discípulo, ya era mucho más poderoso que él y conocía secretos que ni sabían que existían. Pero él era el Maestro, hasta el final. —Sí, Maestro. —respondió Fausto, siempre como en un desafío. Aquiles rememora que el ascenso a la montaña duró todo el día, y de su agotamiento al llegar a la cima. Prepararon el campamento en un reparo contra el viento. Al amanecer acompañó a Fausto hasta un risco desde
donde se arrojó con los brazos cruzados en el pecho. Quedó suspendido cabeza abajo e inmutable. Aunque su gorro de lana cayó al precipicio, recitó minuciosamente la Ceremonia del Aire. Luego se elevó hasta desaparecer. Volvió al campamento dos horas después con la ropa llena de escarcha y tiritando. Aquiles lo interrogó con la mirada mientras se él se calentaba las manos en la hoguera del vivac. Fausto dijo señalando el cielo: —Vi al planeta girar lentamente debajo mí. Puedo saber qué dice cada libro y conozco cualquier idioma. —Ahora sí llegué al final de camino con usted —dijo Aquiles mirando el fuego—. No tengo más que enseñarle. De todos mis discípulos es el que llegó más lejos. Bajaron por la montaña, en silencio. Aquiles da vuelta otra hoja. A lo lejos se escuchan las sirenas de las autobombas y de las ambulancias. Acomoda mejor su espalda dolorida, no puede dejar de leer: Lo innombrable Poco a poco vuelvo a la normalidad en la vida diaria, para que sean menos evidentes mis prácticas. Amigos, una pareja, la clásica peña de los jueves. Sin embargo no puedo volver a uno de mis pequeños placeres: el cine. El encierro, la oscuridad inicial, la pantalla hipnótica atraen en mí poderosas energías. Durante la función debo tener un máximo control para que
el espacio no se llene de las Fuerzas que compelen desde lo profundo de mi ser. Puedo estar en el origen de los acontecimientos y dominar muchos fenómenos. Mi atención y concentración impecables logran obtener cualquier cosa que deseo. Tengo el conocimiento jamás acumulado por ser humano alguno. Sin embargo se me niega el último arcano, el secreto escondido de los dioses: la Ceremonia del Fuego. Hablé con el Gran Maestre para que haga una excepción conmigo, pero fue inflexible. Busqué en toda la biblioteca de la Secreta Orden sin hallar rastro del tema. Quiero ser el único que sume la ¡inmortalidad! a todo lo que tengo. Quiero el poder de la vida y de la muerte. —¡Idiota! ¡No aprendió nada! Siempre se paga un precio, siempre, siempre. —Aquiles golpea con el manuscrito los escombros. El viento le vuela algunas páginas que recupera luego de una carrera. Agitado, acomoda las hojas. Se vuelve a sentar a la sombra para seguir leyendo: El Universo gira inmisericorde y trae siempre las respuestas. En una ciudad cercana, en la tarea
de levantar un edificio, descubrieron un templo en cuyo centro había una puerta de metal antiquísima enclavada en piedra. La traza es la del Srivatsa, símbolo de nuestra Secreta Orden, el Nudo Infinito: grandes estancias de paredes gruesas ahora caídas. Aún en ese estado de destrucción, se veían imponentes. En las noches, con la luna iluminando mi cara, soñaba con el lugar como había sido en otra época: los muros verticales hasta el cielo pintados de rojo, las advertencias escritas en alfabetos desconocidos, los sacerdotes haciendo sacrificios en los templos cercanos. Llegué con el crepúsculo. Había tierra volcada a ambos lados de la puerta, que parecía de hierro: simple, fuerte, muy vieja. Tenía dos hojas y estaba inclinada hacia atrás. La roca que habían dejado al descubierto las excavadoras era muy dura y de color blanco, suave al tacto. Todo en el centro del Nudo Infinito. Entonces supe a quién tenía que invocar en la Ceremonia del Fuego. Abrí la puerta esa misma noche. No voy a decir cómo ni qué tuve
que hacer, ni del esfuerzo inhumano que me costó. La luz surgió desde las entrañas. Debí haber sido prudente, sobre todo cuando en una de las paredes de esa cueva sin tiempos vi el retrato de un ser que hizo que mis templados sentidos se erizaran de miedo. Pero seguí avanzando a lo largo de un pasillo espacioso, apenas cubierto de polvo. Pasé junto a paredes de metal y de piedra, a través de estrechos espacios silenciosos. Al final de mi camino le podía robar a Lo Innombrable lo que me transformaría en un demiurgo. Sería el Maestro de los Maestros. Sería el ser más poderoso que jamás estuvo sobre la Tierra. Tenía que llegar hasta Eso sin que me detectara, poner mis manos sobre su cuerpo inmóvil y soñar su sueño conectándome con todos los inconscientes colectivos del Universo. Así podría deformar los hilos del Nudo como se me antojara. ¡Sería el dueño del Karma! Allá estaba; tenía que cruzar el último pasadizo tan estrecho como mi cuerpo para quedar enfrente de su informe cabeza dormida. Entré
silencioso. Pero me descubrió en un minúsculo descuido: olió mi incipiente terror. Se movió por el espacio de la cueva buscándome. Tuve que correr como un loco por ese laberinto hasta las paredes que aún formaban el Nudo. Eso me dio una pequeña protección. Cuando por fin salió, se irguió en la noche como un ávido Maelstrom y me di cuenta de que Nietzsche se equivocó cuando dijo que la esperanza era el mayor de los males. Pandora segu-ramente había cerrado la caja solo un momento antes de que Eso saliera. Durante eones esperó por el insaciable cuya curiosidad abra de nuevo el Sello donde los dioses la habían atrapado. Intenté volver a encarcelarla, pero cada vez que lo intento Eso intenta pasar a este mundo a través de mí. Si la dejo pasar me dará la inmortalidad pero la Tierra quedará destruida. Tomé algo de su poder para detenerla una horas aquí, a cambio está incendiando la ciudad. Aceptaré algo más para apagarlos pero eso significa quedar atrapado con Eso en el abismo.
Escribo todo esto desobedeciendo doblemente: por dejar rastro escrito del camino siniestro de la Secreta Orden y por querer efectuar la Ceremonia del Fuego. Es hora de llamar a Aquiles, quizás juntos podamos encerrarla de nuevo, aunque ya es tarde para mí. Aquiles apoya la cabeza en sus brazos, vencido. —Estúpido —murmura—. Usted fue tan estúpido, Fausto. Aquiles camina con precaución hacia la columna negra que vibra y crece. Siente las palmas de las manos sudadas y el corazón le late en los oídos. Por fin encuentra a Fausto que mira fascinado a Eso, lo Innombrable. —¡Fausto! —grita Aquiles. El discípulo gira para enfrentarlo. Se miran a los ojos como aquel día de primavera cuando se conocieron. Aquiles se aferra a una columna y mira cómo crece y crece esa vastedad oscura. Quiere correr pero no puede; Fausto lo sostiene con su poder y luego lo empuja hacia Lo Innombrable, paso a paso, sin piedad. Comprende, pero ya es tarde, que el Karma debía compensarse y que él, ¡Él! es el precio que exige el Srivatsa para reordenar los hilos del destino. Supo al momento que el manuscrito que había encontrado en realidad era la trampa para que acudiera a ayudar a su horroroso discípulo. Claro, cómo habría podido escribir la última parte estando frente a Lo
Innombrable. Qué tonto iluso había sido. Vio la risa socarrona de Fausto y su mirada llena de pasión descontrolada. Antes de ser tragado en la oscuridad de la oscuridad supo que su eterna permanencia en ese espanto haría que Lo Innombrable habitara para siempre en Fausto. Fueron todas las noches y luego de nuevo el día. Fausto se acomodó el cabello. Era inmortal, como el Universo.
CUANDO ABRIMOS LA PUERTA, ENCONTRAMOS a mi madre mordiendo al perro. Estaba prendida del lomo del animal, que todavía pataleaba en el aire, como si estuviera caminando. Era un Yorkshire terrier, un perro pequeño. Cuando nació apenas entraba en una mano. Mi madre había mordido todo su lomo, por la espina. El perro aún estaba consciente, aún pataleaba. Mi hermana empezó a gritar, se cayó de rodillas y se agarró la cabeza con las manos. Mi padre y yo intentamos separarlos, pero ya era tarde. Todavía recuerdo los ojos. Los ojos de mi madre,
inyectados en sangre, mirándonos desesperada, ansiosa. Pero los ojos del animal… Cuando me duermo a la noche todavía puedo verlos. Mientras mi padre forcejeaba para liberar la mandíbula de mi madre, tercamente cerrada. El perro todavía respiraba. Estaría en shock. Silbaba como silban los perros, un gemido agudo que sale de la garganta, un gemido que parte. Y los ojos. Los ojos inocentes de la criatura que no entiende qué está pasando. Que no entiende que eso que le pasa es la muerte inevitable. Todavía puedo verlos. Cuando lo trajimos a nuestra casa, hacía quince años, el perro entraba en la palma de la mano. Era un cachorro. Tuvo dificultades respiratorias, el veterinario dijo que estaba bien pero con un mal pronóstico. Mi madre lo salvó. Lo cuidó día y noche; lo mantuvo caliente, le dio leche condensada. El animal era tan pequeño que el peso de su cabeza lo hacía caer adentro del plato en el que le daban de comer. Vivió quince años. Hasta que mi madre le arruinó la espina con sus dientes. Mi hermana vomitaba la ensalada que recién había comido. El perro quedó en mis manos. Mi padre forcejeaba con mi madre, ¿Claudia qué te pasa? ¿Claudia, estás bien? Los ojos inyectados de sangre todavía estaban fijos en el perro, y los ojos del perro fijos en mí. Nos miramos durante unos segundos. Los últimos. Sus patas huesudas todavía se movían, y yo no entendía qué hacer. Tenía que hacer algo. Quizás todavía estaba a tiempo, quizás no era definitivo, quizás todavía podía salvarlo. Pero no podía hacer nada. Esta vez no. En el pasado lo habíamos salvado varias veces. La mayoría porque se había caído a la pileta y no podía salir. Nos dábamos cuenta porque no se escuchaban ladridos y el agua de la pileta se movía. El animal estaba nadando, moviendo las patas como las mueve ahora, mientras lo sostengo en mis manos, y me
doy cuenta de que no ve. Que está ciego. Que ya no va a volver a ver. Cuando caía a la pileta, alguien se tiraba al agua y lo rescataba heroicamente. A veces mi hermana y yo nos peleábamos. Que hay que mojarlo con agua caliente, que hay que envolverlo en una toalla. Una vez que lo rescaté lo llevé directo a la bañera y lo metí bajo el chorro de agua caliente. Hacía ese silbido, ese gemido de los perros. Mi hermana me tiraba de la remera, diciendo que lo envolviera en una toalla. Pero yo repetía, lo rescaté yo, yo tomo las decisiones. Era así, el que lo rescataba tomaba las decisiones. Pero todo era inútil. Una mentira. El perro se hubiera salvado igual, lo envolviéramos en una toalla o no, estaba fuera de peligro. Ahora no había salvación. La vida se le escapaba por las heridas. El pataleo cesó. Y el animal quedó duro. No pataleó más. Lo apoyé en el piso, de costado. Como si durmiera. Si no fuera por toda la sangre que había desparramado en el suelo. Mi madre estaba desaforada, forcejeando con mi padre. Mis manos estaban cubiertas de sangre. Mi hermana se había desmayado. Quince años. Tuvimos al perro durante quince años, y ahora se había acabado. Sabíamos que esto iba a ocurrir algún día. Que iba a morir. Pero no así. Tenía hipoglucemia. Estaba casi ciego por las cataratas. Un soplo en el corazón; la falla cardíaca había destruido su organismo pero aún podía vivir. Una vez, cuando volví del veterinario pensé en matarlo. Yo manejaba. Él estaba en el asiento de acompañante. De costado. Cuando llegué a la casa y lo vi en ese estado, a él, que siempre estaba tan lleno de vida, que disfrutaba tanto de sacar la cabeza por la ventana, pensé en matarlo. Estaba en ese estado tan deplorable. No podía soportarlo más. Hacía calor, pero corría un viento fresco, de primavera. No lo hice, claro. No hubiera podido hacerlo.
Mi madre finalmente se tranquilizó. Le pusimos el bozal, el chaleco, le dimos sus calmantes. Si hubiéramos hecho caso a los médicos, si le hubiéramos puesto el bozal y el chaleco siempre que la dejábamos sola, el perro aún seguiría con vida. Cuando mi hermana se recuperó, llevamos a mi madre a su habitación y la acostamos. Mi padre y yo le sacamos la ropa. Entre los dos la desvestimos. Por alguna razón, mi hermana se quedó afuera. Había visto desnuda a mi madre antes, hacía muchos años, en unas vacaciones. Teníamos una sola habitación. Yo era muy chico. Estaba durmiendo, y cuando desperté, la vi. Se estaba cambiando. En ese momento no me produjo nada, pero siempre lo recuerdo. Fue la primera mujer que vi desnuda. En ese momento mi madre tendría veintipico, mi edad ahora. Lo recuerdo como una foto. Tenía un cuerpo delgado y bien proporcionado. Era rubia, de ojos verdes. Era muy linda. Y bueno, dice mi padre mientras la desnudamos, uno no puede estar todo el tiempo. La sangre ensucia las sábanas, pero no importa. Ella tiene unos espasmos, pero se tranquiliza enseguida. Se queda dormida. En la poca luz que hay podemos ver su cara pigmentada por las petequias. Los vasos sanguíneos no resistieron la presión y estallaron. Es algo común en algunas familias, a mí también me pasa cuando vomito o hago fuerza excesiva. Luego de que acostáramos a mi madre, mi padre y yo nos sentamos en la cocina. Cuando murió mi abuela, apenas se inmutó. Esa vez dijo, Estoy muy triste, se limpió en los ojos lágrimas que no le vi, y se fue a trabajar. Pero con el perro, en cambio, estuvo llorando toda la noche mientras limpiábamos el enchastre. Le palmeé la espalda. No creo haberlo consolado en ninguna otra ocasión. Lloró toda la semana. No habló durante varios días. Tomamos turnos para cuidar a mi madre.
Para movilizarla al hospital teníamos que inyectarle los sedantes, ponerle el bozal y envolverla en el chaleco de fuerza. La cargábamos en el asiento trasero del auto. En el hospital la encerraban en una cámara especial con una pared de vidrio doble para hacerle estudios. Nosotros la veíamos recibir descargas de electroshock a través del cristal. Ella no nos veía. Se lanzaba contra las paredes mientras de nuestro lado dos personas en guardapolvos hacían anotaciones. Mi hermana contenía la angustia mejor que yo. No pude soportarlo. Sin darme cuenta, por la ansiedad, me arranqué toda la piel de alrededor de las uñas. Mi padre miraba con la cara pegada al cristal, no se movía ni siquiera cuando mi madre se golpeaba contra el vidrio como pidiéndole auxilio, que el dolor termine. Mi padre parecía una estatua. Los tratamientos los hacíamos tres veces por semana. La sometieron a radiación para neutralizar el tejido necrótico, para intentar contenerlo. Pedimos ayuda por las redes sociales para que nuestros conocidos donaran sangre. Es curioso lo que sucede cuando uno pide ayuda para este tipo de cosas. Mis amigos de toda la vida fueron los primeros en borrarme de sus vidas. Gente desconocida nos dio su apoyo incondicional, viajando desde casi el otro lado del país para hacer su aporte. También nos tildaron de mentirosos, me insultaron, dijeron que lo único que queríamos era dar lástima, llamar la atención, molestar. Algunos pedían que subiéramos fotos y videos de mi madre, porque no nos creían. Mi madre había perdido el pelo y la piel se le comenzó a chamuscar. Las fotos pronto se volvieron noticia y la noticia se viralizó. Mi padre a veces se iba durante la noche y no volvía hasta el día siguiente. Llegó a estar afuera casi dos o tres noches. Decía que no podía dormir. El médico había recomendado que siguiéramos con los hábitos y
rituales de siempre tanto como fuera posible. Nos explicó algunas cosas, pero ninguno entendió muy bien. Ninguno lo quiso entender verdaderamente. Aún era mi madre, pero había algo salvaje dentro de ella. Como la rabia, decía. Todos los hábitos que pudieran sostenerse, recalcó, para “anclar” a mi madre al lado humano, o la perderíamos. Perderíamos lo poco que quedaba de ella. Mi hermana se puso de pie, lo insultó y se fue. El médico no respondió, miró su carpeta y me dio una lista. Solución fisiológica o dextrosa a base de estreptoquinasa por 1 millón de unidades, única dosis. Aceno Cumarol 4mg/día. Antitetánica. Suero-antirrábico. Clonazepan 1mg/día. Me quedé con el papel en la mano, la letra era ininteligible, por supuesto. Me preguntó por mi padre, le dije que estaba en casa. Me preguntó cómo iba con el psicólogo, le dije que bien, aunque era mentira. Guardé la lista, salí del hospital y me senté con mi hermana, que fumaba un cigarrillo tras otro en la vereda del hospital. Pasaba gente llorando, gente preocupada, gente indiferente, y seguro alguno que estaría disimulando alegría también. Compramos comida en una rotisería. La gente que trabajaba ahí nos conocía desde que éramos chicos. No nos saludaron. Cuando llegamos, nos encontramos con la casa a oscuras. Entramos, el olor nos dio náuseas. Fui al pasillo que conecta toda la casa, era imposible respirar por el olor. Llamá a la policía. Fui al cuarto de mis padres, la puerta estaba cerrada. Intenté entrar, pero estaba trabada del otro lado. En el piso, una nota, escrita por mi padre. Perdón, los amo. Golpeé la puerta tan fuerte como pude pero no logré abrirla. Mi hermana volvió cuanto antes, no le mostré la nota, salté por la ventana y di la vuelta a la casa. Entre las rejas de la ventana de la habitación de mis padres vi el espectáculo. La habitación era un baño de
sangre, visible aún a la poca luz que entraba por la ventana. Mi madre había devorado a mi padre. Mi padre se había dejado devorar. La cabeza me latía con fuerza. Mi madre desgarraba el resto del cuerpo. Di unos golpes, esperando que el espectáculo se detuviera, pero solo llamé la atención de mi madre, que al lanzarse destrozó el vidrio que nos separaba, y empezó a mordisquear las rejas, intentando alcanzarme. El olor a sangre finalmente me hizo vomitar la poca bilis que había en mi estómago vacío, una sirena, luces, unos brazos me llevaron lejos. Una camilla, un respirador. Alguien me envolvió en una manta y me dijo que me tranquilizara, que respirara profundo, que estaba en shock, pero la imagen seguía pegada a mi retina, fija. Me lo explicaron más tarde. Mi padre había escrito la nota. Trabó la puerta y le sacó el bozal a mi madre. Debe haberse hecho algún corte para provocar el frenesí. Se dejó comer. Había habido otros casos en los que esto había sucedido. De gente que había pasado por esta situación, y que no podía soportar lo que le pasaba a la otra persona, a la que ya no reconocía. Al otro día, como si nada hubiera pasado, tuve que llevar a mi madre al hospital. Otra vez descargas eléctricas, radiación, extracción de tejidos. No reaccionaba como antes. Es que está gordita, dijo uno de los médicos riendo y el otro lo calló, señalándome. Les costó contener la risa mientras le daban descargas. La obra social nos cortó la suscripción. Para volver a casa la sedaban otra vez, y me ayudaban a cargarla en el auto. Cuando la veía dormida me hacía acordar a ella antes de todo esto. Qué difícil era ver su cara desfigurada con los ojos cerrados, durmiendo plácida como la niña que alguna vez fue. Después de dejarla en su habitación, busqué en uno de mis libros una foto vieja de ella y su hermano cuando apenas
eran niños. Los dos bien vestidos y muy abrigados. La foto estaba en sepia, pero se notaba que sus pieles eran rozagantes y sus ojos brillaban de alegría, sería el casamiento de alguien. Escuchá, sé que es difícil, pero no lo soporto más, no puedo pasar un minuto más en esa casa. ¿Me vas a dejar solo con mamá? No lo soporto más, Fer, me mudé a lo de Pablo. No podés hacerme esto, es muy injusto. Ya sabés que lo estábamos planeando. Pero ahora, justo ahora, me dejás solo con. Es que; nada, no puedo, perdón. El tejido muerto no se puede regenerar, mucho menos volver a la vida. Si está muerto está muerto. Lo único que podíamos hacer era retardar el proceso lo más posible. Si no la alimentábamos, el hambre y la desesperación la cruzarían al otro lado en pocos días, y ya nada quedaría de ella. Si la alimentábamos demasiado, el tejido necrótico avanzaría más rápido y sería incontenible. El médico me puso una mano en el hombro. Sé que es difícil, pero hay que pensar qué es lo mejor. Pero yo pensé que. Dijo algo más de trombos, de necrosis, de gangrena. De amputar. Levanté la vista a su cara y me pareció entender un doble sentido, una insinuación. Sé que era lo más humano, pero no pude. La otra opción era dejarla consumirse, pero era un proceso largo y doloroso. Ah, y necesito que nos hagas un favor. Me llevó junto a la ventana y me mostró la entrada. Afuera había manifestantes, tenían carteles, gritaban e insultaban al hospital. Qué les pasa. Creen que estamos experimentando con tu madre, necesito que los desmientas, para evitar mala reputación, problemas innecesarios. No sé qué podría hacer yo. Hablarles. ¿Ahora? Si es posible. Pero no entiendo, ¿quiénes son?, La mayoría son familiares de otras víctimas de la enfermedad, gente muy dolida, pero rencorosa,
no entienden que hacemos lo mejor que podemos, que los médicos también podemos fallar ¿Pero qué les digo? Que te estamos ayudando, ellos creen que somos el enemigo, pero no es así, inventan. Me llevan por un pasillo, después por otro, alguien me palmea la espalda, y de repente, el frío, la noche, gente mirándome, alguien que me dice a mis espaldas, dale, hablá. Me dicen algo más. No tengo micrófono, nadie me escucha. Eh, ellos están haciendo todo lo que pueden por la salud de mi madre (se me vienen a la mente las imágenes del electro shock, de la radiación), confiamos plenamente en ellos, y están haciendo todo lo que pueden por la salud de mi madre (de los médicos tajeando pedazos de carne). Estamos viendo progresos y las mejorías son notorias (un cartel que dice “ellxs también tienen derechos”), estamos... Algo me pega en la cabeza; una lata vacía caigo al suelo y la veo bien: una lata de ensalada de frutas, como las que solía comer durante los veranos con mi familia bajo un árbol de nísperos. El perro, todavía un cachorro, siempre quería subirse a nuestras piernas. Despierto en una camilla, tengo la cabeza con vendas. Un médico me dice algo, pero no le entiendo. Estoy atado de muñecas y pies a la camilla. Miro alrededor, trato de buscar una cara conocida, pero no reconozco a nadie. Alguien me pincha. ¿Dónde estoy? Soltame, soltame. La mujer pide ayuda. Se acercan personas de seguridad. También otros médicos. ¿Dónde está mi mamá?, Hijos de puta, sueltenmé. Otro pinchazo. Caigo de espaldas en la camilla, pierdo control de mi cuerpo, solo soy polvo flotando en el vacío. Es como si durmiera. Alguien dice, es positivo.
ESE VIERNES LA GORDA VOLVIÓ en sueños como lo hacía cada noche de los últimos tres meses. Mingo no encontraba la manera de sacársela de encima. La pesadilla se repetía idéntica: él usando brazos y piernas, le empujaba el cuerpo inerte y desnudo. Intentaba imponerle una distancia que, se notaba, ella no estaba dispuesta a darle. Vista de afuera, la escena podía confundirse con la de un forcejeo amoroso, ella lo abrazaba y él le agarraba los brazos, ¿la sostenía o buscaba liberarse de ella? De repente la Gorda abría los ojos, lo miraba fijo y hundía su cara en el cuello de él, después caían al vacío. Caían y caían hasta golpear las aguas del Río de la Plata. Era entonces cuando él se despertaba. Esta vez volvió a encontrarse en su cama agitado, apretando los puños, con los brazos y las piernas doloridas y en un charco de transpiración. Silvia, a su lado, lo sacudía ¿Qué te pasa, Mingo? Y él que nada, que lo dejara en paz, que volviera a dormirse. Ella giraba hacia la pared en un ritual que se repetía cada noche.
La Gorda había aparecido un domingo a la noche. Como hacía cada semana de sus últimos veinte años, esa mañana, había caminado hasta la estación y había comprado el mismo diario de siempre. Le gustaba recorrer el
pueblo que lo había alojado en un momento necesario, y que había cambiado bastante poco, cosa que él celebraba. Un taller mecánico en un pueblo chico fue la mejor solución. A la vuelta con el diario debajo del brazo, entró a la cocina, Silvia no estaba, conversaba con la vecina a través de la ligustrina que separaba las casas. No, si parecía pelotuda, ¿qué hacía? El mate ya tenía que estar listo y ella perdiendo el tiempo. Sabía perfectamente que él leía mientras ella cebaba. Se asomó por la puerta que daba al patio, las cortinas de plástico hicieron el ruido de siempre, asomó medio cuerpo, una mirada y volvió a meterse. Cuando la pava ya se calentaba al fuego, se sentó a la cabecera de la mesa a leer el diario. Se escucharon las ojotas de Silvia caminando a paso apurado. Disculpame, Mingo, dijo. Él ni la miró, seguía metido en su diario. Con el mate listo ella se sentó a cebarle, le había dado el primero cuando él, rígido, pálido, sin mover un músculo de la cara, se había quedado con la bombilla apenas rozándole los labios. ¿Qué pasa? insistió ella, dos veces. Él le devolvió un calláte ¿querés? Y siguió leyendo la nota: juicios, vuelos, ESMA, cómplices, civiles, las palabras se le mezclaban, no podía focalizar bien, todo se volvía difuso. Le dio el mate sin tomar a su mujer y se pasó las manos por los ojos. Releyó cada una de las palabras hasta el punto final de la nota. Hubo algo de alivio: de su nombre, ni el rastro. Tres meses habían pasado desde la primera visita de la Gorda y ahí estaba él, otra vez, un viernes a la madrugada sin poder dormir. Después de la pesadilla, se fue hasta el baño. Se lavó la cara, la imagen en el espejo le devolvía ojeras nuevas. Basta, boludo, la Gorda ya fue.
Enterrala de una vez. Salió del baño, fue hasta el living, el reloj daba las tres. Del portallaves que estaba junto a la puerta agarró las suyas. Fue a su habitación y se sentó en la cama. Su mesa de luz tenía un cajón que siempre se mantenía cerrado, solo había una llave que lo abría. La puso en la cerradura y giró. Levantó una especie de doble fondo que había hecho con papel madera, debajo había una hoja amarilla a fuerza del paso del tiempo. Estaba doblada en cuatro, quiso leerla una vez más. La Gorda encabezaba la lista, la había escrito después de haber empezado esa enumeración, le había hecho un lugar al principio. La Gorda La que ya no tenía dientes La de los pezones quemados La de la cesárea infectada La rubia La de las muñecas quebradas La colorada pecosa La que no tenía mechones de pelo La de la espalda quemada La del fémur al aire La de los cortes en la cara… Se había dedicado a enumerar los cuerpos sin nombre que habían pasado por sus manos. Solo había registrado a las mujeres. Contó cincuenta. Cincuenta mujeres en los dos meses que estuvo de servicio en ese lugar. El papel de su pasado volvió al fondo del cajón, se acostó. No quiso apagar la luz. A la mañana siguiente el dolor de cabeza le perforaba el cráneo. Se fue para el taller sin desayunar. En la
vereda, la vecina barría, él le dijo buen día, ella por toda respuesta hizo sonar más fuerte la escoba contra el piso, con bronca. Vieja de mierda, pensó él. Una vez al volante de su auto, salió arando. Estacionó en la entrada del taller. Por todo saludo apenas levantó la vista cuando pasó al lado de José. ¿Qué te pasa, Mingo? Qué caripela. Nada, me duele la cabeza, le contestó a su empleado. Eso dijo, dolor de cabeza, pero lo que pensó fue que lo que tenía en realidad era miedo. Puro miedo a que alguien lo nombrara, miedo a ir preso. Eso no va a pasar, se impuso a sí mismo, nadie me va a nombrar habiendo tantos peces gordos ¿Quién va a acordarse de mí? Ahora venía chequeando el diario todos los días, no, nadie se iba a acordar de él. Pero no había caso. No podía dejar de pensar que otra vez llegaría la noche. Aunque quisiera conjurar lo inevitable y fuera al bar a tomar una ginebra tras otra antes de irse a la casa, y saliera ya sin un pensamiento posible, sumergido en su nube etílica, cuando se durmiera la secuencia volvería a dispararse. Esa tarde las horas pasaron monótonas, enloquecedoras. A las seis se fue al bar. Dos conocidos jugaban al dominó. No, gracias, hoy paso, contestó cuando le ofrecieron ser de la partida. Se fue a la barra, iba a apostar por la ginebra, quizás se equivocara y su bebida preferida esta vez sí lo ayudaría a dejar de soñar de una buena vez. Uno tras otro, con cada vaso, aumentaba el sopor de la noche. Cuando ya no podía manejar su conciencia los recuerdos comenzaron a surgir, como burbujas en una olla llena de agua a punto de hervir. Primero pequeñas, dispersas, luego voluminosas, explosivas, inevitables. ¿Cuánto había hecho él para enderezar el país del que todos ahora disfrutaban? Y ahora tenía que convivir con ese miedo en las
tripas. Y con la Gorda. Las palabras de otro tiempo volvían como ecos: Mingo, nosotros nos sacrificamos por la Patria, nos ensuciamos las manos, ahora estamos en la sombra, pero ya nos van a reconocer lo que hacemos, vas a ver. Podía sentir las palmadas de su compañero en la espalda, como hacía tantos años, como tantas veces. Esos gestos que lo unían a otros, que lo convertían en alguien. No como insistía su padre, vos nunca vas a llegar a nada, lástima que un paro cardíaco se lo llevara antes de que Mingo pudiera contarle, antes de que sobraran los motivos para sentirse orgulloso. No tardó en encontrarse a alguien sentado a su derecha y un tiempo después, alguien a su izquierda. Empezó a hablar. Nunca me voy a olvidar de la Gorda. Qué hija de puta, no se quería soltar, el boludo del tordo le había errado en la cantidad, pentonaval le habían puesto a la droga, a la Gorda le dieron poco y se despertó, era brava, se agarró al parante del Electra, y ahí no más el Capitán me pegó el grito, “empújela, oficial, empujela” Y yo, empujé. Con la cabeza vencida sobre sus brazos cruzados, ya no dijo nada más. Al rato, un viejo lo sacudió. Gracias Mingo, vos sí que sos un patriota. Le hizo una venia y se fue. Mingo reaccionó apenas abriendo los ojos. Se bajó de la banqueta tambaleando, puso una mano en el bolsillo y con la otra se sostuvo de la barra, los billetes cayeron arrugados sobre el mostrador. Le costaba mantener el volante derecho, iba despacio, en zigzag. La noche oscura, nublada, vacía, era la única que lo acompañaba. O eso creía. Manejaba por la esquina de la plaza cuando escuchó un quejido, miró en el espejo retrovisor. Ahí estaba, imperturbable, con la boca partida, seca, desnuda, gorda. Basta, andate, hija de puta, me tenés podrido. Esa palabra fue mágica. Ella desapare-
ció dejando tras sí un rastro de putrefacción como él nunca había olido, penetrante, le ardía la nariz y le lloraban los ojos. La ventanilla baja era inútil, ni todo el aire del pueblo podía sacarle ese olor de encima. Envuelto en una nube propia de alcohol y podredumbre estacionó en la puerta de su casa, medio auto sobre la vereda. La llave no entraba en la cerradura que parecía haber achicado sus proporciones. En ese momento alguien abría del otro lado, vio alejarse a su mujer moviendo los labios. Ya desplomado en el sillón, escuchó como un eco, eso que en la infancia su madre repetía hasta el cansancio a su padre: vos y ese bar de mierda, me tenés cansada, hasta cuándo pensás seguir así, ahora el turno era de él, estaba harto de esas frases tan venidas de otro tiempo. No tuvo más remedio que hacer lo que tenía que hacer: con los pies firmes en el suelo y su mano derecha apoyada en el brazo del sillón, se paró, la tuvo enfrente. Los pelos de ella se le enredaron en las manos, la arrastró hacia la habitación, en la puerta ella intentó aferrarse al marco, resistiendo. La piña justo en el medio de la cara no resonó tanto como el ruido del cuerpo cayendo sobre las baldosas, ese mismo ruido que alguna vez creyó escuchar subiendo desde el Río de La Plata. Eran las tres de la tarde del día siguiente cuando Mingo se levantó con la cabeza a punto de estallarle, se tomó algo para el dolor. Silvia estaba acostada en la otra habitación de espaldas, de cara a la pared. Se acordaba vagamente de haberle pegado, quizás tendría que decir algo. No, era muy pronto para intentar excusas, fue hasta la puerta de calle. ¿Qué iba a hacer todo el domingo con ella? El bar era su única opción.
Unos y otros entraron y salieron, sentándose en las mesas y en la barra, arrimando vasos. Esta vez nadie se acercó a él. Se hizo la hora de cerrar, entre dos lo sacaron a la vereda. Sin recuerdo de un auto estacionado en la puerta, se largó a caminar las veinte cuadras que lo separaban de su casa. Llegó al paso a nivel, se detuvo cerca del cruce de vías, apoyado en un árbol quiso recuperar aire, le costaba respirar, a punto de recomenzar su marcha la vio. Del otro lado la Gorda caminaba hacia él, desnuda, enorme, esta vez sonreía, venía directo a su encuentro. Ya no tenía la boca partida, hablaba, movía los labios, lo llamaba, pronunciaba su nombre. La bocina del tren sonó tres veces. Él solo pensaba que esta vez iba a reconciliarse, explicarle que él hizo su trabajo, que fue un buen empleado, que tenía que dejarlo en paz. Se acercó, uno, dos, tres, pasos, uno más y ya podría decirle al oído todo lo que pensaba. A punto de tocarla, oyó una bocina que lo dejó sordo, el tren estaba demasiado cerca como para ensayar una huida.
ciudad de Buenos Aires un 22 de enero. Tenía quinientos veinte pesos y una mochila con ropa. Durmió unos días en la estación de Retiro, en los bancos de madera al final del andén. Entre los edificios gigantes y el enjambre de automóviles Benito se creía un insecto. Tenía la sensación de que iba a ser aplastado en cualquier momento. La segunda mañana en la ciudad, ayudó a una señora a subir sus bártulos a un taxi y consiguió un billete de veinte pesos. Le preguntó al canillita de la terminal de ómnibus dónde podía dormir. El hombre, que nunca salía de esa cucha de metal, le recomendó una pensión en Balvanera. Tenía un ojo de vidrio que lo miraba fijo. Benito no podía dejar de observarlo. Por más que se esforzaba en mirar las arrugas de la frente, su vista invariablemente terminaba en el ojo muerto. El hombre escribió en un cuaderno la dirección. “Preguntá por Olga”, le dijo arrancando el pedazo de papel. Benito leyó: Tucumán 1993. Quedó perplejo. Era el lugar y el año de su nacimiento. BENITO GÓMEZ LLEGÓ A LA
Llegó preguntando, observando la ciudad, admirado de su grandeza. Se quedó parado en la puerta pensando si convenía entrar. Miró hacia arriba. Un recortado cielo se
colaba entre los edificios. Suspiró, acalorado. Pensó en su pueblo, Mujer Muerta, en las extensiones del monte, en los animales salvajes. En la libertad. Benito, de cara redonda y morena, curtida por el sol. A duras penas, se mantuvo luego de la muerte de su abuelo cultivando un pedazo de tierra que arrendaba en el monte. Vendía el pimentón que producía a granel. De baja estatura, como casi todos los descendientes de los diaguitas, decidió venir a la capital del país poco después de perder la producción de pimientos de todo un año, cuando se secó la acequia. Portaba una tonada tucumana que le imprimía una instancia graciosa a sus palabras. Pero Benito Gómez era un hombre silencioso, de mirada huidiza, parecía luchar íntimamente con un Benito que quería explayarse y conversar, pero que no lograba imponerse. Miró a un lado y al otro de la calle y entró, no tenía nada que perder. Caminó por el pasillo oscuro hasta que se abrió a sus ojos un patio en el que convergían varias habitaciones. Miró hacia arriba. En el primer piso, los pasillos comunes oficiaban de balcones. Oyó música proveniente de algún lugar. El aspecto del edificio era de un gran deterioro, pero él había habitado en lugares con piso de tierra, así que era mejor de lo que esperaba. En la primera habitación de la derecha escuchó un televisor encendido. Golpeó dos veces. —¿Sí…? —preguntó una voz desde el interior. Benito se quedó callado. Una mujer de unos sesenta años se asomó a la puerta secándose las manos con un repasador. Le preguntó qué necesitaba. Él le comentó que venía de parte del diarero de la terminal de micros. Que buscaba una pieza para dormir. La mujer arrugó la frente,
como si no entendiera. “El hombre del ojo de vidrio” dijo sin pensar, luego se puso serio. —Ah sí, ya sé quién es. Pasá… La mujer se presentó como Olga. Le ofreció un cuarto por setenta pesos la noche, y si agregaba unos pesos más le guardaba algo de lo que le cocinaba al marido. Con buena predisposición le dio algunas indicaciones sobre cómo moverse en la ciudad y se ofreció a lavarle la ropa los fines de semana. La señora Olga le pareció una doña muy agradable. Era una mujer grandota, llevaba puesto un batón largo como los que usaba su abuela y ojotas de goma. Fue meticulosa con las preguntas personales. Quiso saber de su familia. De dónde venía, si tenía parientes en Buenos Aires. Benito le contó que estaba solo. Ella dejó bien en claro que no podía traer a nadie al cuarto. Ni mujeres ni parientes, mucho menos niños. Ni siquiera amigos. Él la escuchó atento y se pensó a sí mismo como un hombre sin mujer. Solo le bastó amar locamente a una mujer para que ella se marchara de Tucumán detrás de otro hombre. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Desde entonces, el color de la soledad fue tiñendo su vida. La pensión de Olga pronto se convirtió en su refugio. De día, Benito era invisible, pasaba desapercibido, pero cuando caía el sol, la ciudad parecía intoxicarse con una peligrosa dosis de agresividad y había algo en él que lo hacía un blanco fácil. Atraía el descontento, la frustración, el odio de la gente. De noche, Benito era mirado de otra manera. Nunca llegaba después de las diez de la noche. Se la rebuscaba como changarín, conseguía a duras penas pagar el cuarto y comer las sobras en los restoranes. A veces le
alcanzaba para la comida que Olga preparaba. Una noche esperaba su turno para la ducha, cuando del baño emergió una chica envuelta en vapor. Salió secándose la cabeza con una toalla. Se quedó parada en la puerta. Llevaba puesto un short diminuto y una remera corta que dejaba ver su ombligo redondo, agujereado por un piercing. La chica dejó de frotarse la cabeza. Benito intuyó una cara bonita detrás de esos pelos húmedos teñidos de rubio. Y no se equivocó. Mientras se peinaba los pelos con los dedos, en una dulce y tosca tonada paraguaya, ella preguntó: —¿Y vos quién sos? —Benito —Hola, Benito... Yo soy Estela Arce. ¿Y cuándo llegaste? Porque yo nunca te vi por acá. —Hace diez días —balbuceó tímido —¿Y de dónde sos vos, Benito? —dijo, mientras lo examinaba como a un objeto extraño. Doña Olga salió al patio. Al verla, Estela se puso nerviosa y desapareció por el pasillo del fondo. Benito, desconcertado, se quedó en silencio esperando su turno para entrar al baño. El sábado siguiente vio a Estela fumando en la esquina. Tenía puesto el mismo short de la otra vez y una camisa negra medio transparente. Benito no pudo evitar mirarle el culo cuando pasó a su lado. Ella se disculpó por haberse borrado el otro día, tuvo miedo de que la señora Olga la echara del cuarto si rompía las reglas. Hablaron de sus vidas, Benito le compró una Coca Cola que ella tomó del pico casi sin respirar. Estela le contó que había
venido a Buenos Aires hacía dos meses. Dijo que se vestía provocativa a propósito, pero que ella no era así. Que cuando veía un potencial cliente se le acercaba haciéndose la gata mimosa. “Eso y mostrar las tetas no falla”, sentenció confianzuda. También le dijo que, algunas veces, el miedo la hacía dudar si subir o no a los autos, pero que se guiaba por un sexto sentido heredado de su abuela. Algo así como un presentimiento. —Cuando quieras te hago un bucal —dijo, en pose de gata mimosa, apoyando las tetas en el brazo de Benito. Él se puso rojo y ella estalló en una carcajada. —¿Has visto? Te aseguro que no falla… —Lo miró a los ojos dando la última pitada al cigarrillo. Después se dio vuelta y tiró la colilla a la calle. Benito le envidió esa manera de desenvolverse, de aparentar una seguridad que no tenía. Quedaron en verse el domingo a las tres de la tarde, harían un tour por la ciudad. Pero ese domingo, Estela no apareció. Benito la esperó dos horas. Tampoco la vio en la pensión durante la semana. Preguntó a los que se cruzaba en el pasillo, nadie la había visto. Es más, parecía que Estela jamás hubiera vivido ahí. Le resultó extraño, ¿cómo alguien podía desaparecer así como así? Una noche, golpeó la puerta de la encargada de la pensión. Quería preguntar por Estela. Cuando doña Olga lo atendió, le preguntó si quería una porción de pastel de papas. Él le dijo que no había sido un buen día. La mujer, que hablaba mucho, no dejaba de quejarse de todo, del calor, de su marido y de que no le gustaba tirar la comida. Benito terminó en su cuarto, con un plato humeante de pastel de papas pero sin saber nada de Estela.
Al otro día amaneció descompuesto. Se levantó dos veces a vomitar durante la madrugada. Doña Olga le dio una pastilla para los vómitos y le hizo una sopa. Pero Benito se sentía cada vez peor. Fue al hospital. Espero durante horas en la guardia. Le dijeron que era un virus, que hiciera una dieta liviana. Benito pasó un día entero en cama sin ninguna mejoría. Doña Olga fue a verlo al día siguiente, su cara pareció desfigurarse cuando lo vio en esas condiciones. —No podes seguir así, querido —dijo—. Mi marido tiene un primo que es médico de Pami, te llevo. —Pero, doña, usted sabe que no tengo ahora para pagarle. —Bueno, no te preocupes por eso, —dijo ella— de alguna manera me lo voy a cobrar. Se sentía débil, dolorido, apenas podía mantenerse en pie. Lo último que Benito recuerda es que lo subieron a una camilla y lo llevaron por un pasillo al interior de un edificio. Vio la figura recortada de doña Olga, ella se quedó ahí parada. Tenía en la mirada la extrañeza de la nostalgia. Abrió los ojos, el lugar olía a desinfectante. Una semioscuridad envuelta en un silencio tétrico lo llenaba todo. Quiso moverse pero estaba atado de manos y pies a la cama. En la muñeca derecha tenía tatuada, bien grande, la letra B. No podía dejar de mirar ese tatuaje. Levantó el torso, alcanzó a ver una sala repleta de personas acostadas y tapadas hasta el cuello. Parecía que todos dormían. Recordó fragmentos de lo sucedido. Le hicieron análisis, estudios. Lo metieron en un aparato que se lo tragó por completo, el aparato giraba alrededor de su cuerpo. Era
como si hubiese estado varios días en ese lugar, algo mareado pero sin dolor. ¿Por qué lo habían atado? Giró la vista, una mujer joven al lado suyo también estaba atada. Parecía dormida. Amplió su visión a toda la sala y cayó en la cuenta de que todas las personas estaban atadas a las camas. Empezó a forcejear para zafarse de las riendas. La sábana que lo cubría se deslizó al piso. Quedó en completa desnudez. Luego de luchar por más de una hora, oyó que abrían la única puerta de acceso. Por instinto se quedó inmóvil en su cama ubicada casi al final de la sala. Una cabeza se asomó, echó un vistazo y volvió a cerrar. El corazón de Benito bombeaba tan fuerte que pensó que el sonido despertaría a todos. Logró calmarse. Miró a un lado y a otro. Se acomodó de costado, empezó a morder la rienda que sujetaba la mano derecha. Después de un largo rato, la rienda se aflojó. Con la mano libre pudo desatarse. Cuando bajó de la cama, ésta chirrió. El sonido retumbó en todo el lugar. Benito se agachó. Contó las camas: once personas además de él. Revisó a algunos, todos eran jóvenes. Todos estaban desnudos, atados y con el mismo tatuaje: la letra B en la muñeca derecha. Necesitaba ropa. Se asomó a una de las ventanas, era de madrugada, estaba en un tercer o cuarto piso. Volvió a su cama. Tomó la funda de la almohada y se la ató alrededor de la cintura. Ubicó la almohada como si fuera su cuerpo y la tapó con la sábana. Se acercó sigiloso a la única puerta de acceso. Accionó el picaporte y asomó la cabeza. Había un pasillo solitario y una especie de consultorio a la derecha. Salió al pasillo, este daba a una única escalera de acceso, escuchó pasos en la escalera, más abajo. Al retroceder, observó en la puerta de la sala el cartel con la letra B.
La puerta de lo que parecía ser un consultorio estaba entornada, la luz encendida. Se agachó, empujo la puerta y entró. Vio un segundo cuarto más atrás con las luces apagadas, pero con las ventanas abiertas. Comenzó a revisarlo. En un placard encontró una chaqueta y un pantalón verde como los que usan los enfermeros. Se los puso, le quedaban enormes. No encontró zapatos. Encontró una heladera chica que contenía botellas de agua y algo de comida. Comió restos de pollo con un hambre feroz, luego se arremangó la botamanga. Volvió al primer consultorio. Un pizarrón blanco ocupaba toda una pared, tenía varias hojas pegadas prolijamente con cinta. Eran listas. Listas con nombres y apellidos de personas. La primera decía Clase A, la segunda Clase B y Clase C. Algunos de esos nombres habían sido tachados con birome. En la lista B en el quinto lugar, leyó: Benito Gómez. Recordó que en su pueblo, las vacas eran marcadas a fuego con la inicial de la hacienda a la que pertenecían. Examinó su muñeca, repasó con su pulgar el tatuaje reciente. Al lado de cada nombre, algunas anotaciones. En la de él decía: Eco, Ecg, Rsm, Rx, laboratorio. Parecía que su nombre tenía, en todas un tilde de Ok. Además, una anotación al final: “B óptimo, quirófano 2, fecha: 3 de marzo 18 Hs. Post-cirugía: Sub1, sector 5”. Benito no recordaba qué día era. Caviló tozudamente sobre la clasificación ¿Por qué él era clase B? ¿Qué mierda era todo eso? Arriba del escritorio había varias carpetas, una de ellas con una etiqueta en la que se leía Sub1. También en esa carpeta existía una lista de personas, pero dividida en sectores. En esa lista los datos eran más específicos: edad, nacionalidad, peso. Le llamó la atención que en la lista abundaran los extranjeros: bolivianos, peruanos, paraguayos. A punto de irse, leyó:
Sector 3: Arce Estela, paraguaya, 19 años. Se le oprimió el corazón. No podía quedarse allí. Salió al pasillo, se asomó a la escalera. En la pared del pasillo había un plano de evacuación. “Usted está aquí” leyó. Era el segundo piso. Debía llegar a la planta baja. Advirtió en el plano una escalera al subsuelo. Las bajó en absoluto silencio. En el primer piso había un diagrama similar al segundo, solo que ahora la puerta tenía un cartel con la letra A. Siguió bajando, en la planta baja la escalera daba a un hall pequeño. A la derecha, veía la puerta de acceso al edificio. Un guardia de seguridad la custodiaba del lado de afuera. Todo estaba vacío y en silencio. El guardia se metió en una garita cerca de la entrada. Benito estudió la posibilidad de escapar en ese preciso momento. Solo debía pasar esa puerta de vidrio y correr con todas sus fuerzas, trepar las rejas y sería libre. Pero... ¿y si estaba cerrada con llave? Revisó las oficinas de la planta baja. Tomó un teléfono. No tenía a quién llamar. Se metió nuevamente en el hueco de la escalera cuando lo estremeció el ascensor en movimiento. Instintivamente bajó unos escalones. El ascensor subía del primero al segundo piso. Pronto se darían cuenta de que no estaba en su cama. Iba a escapar cuando escuchó un quejido, una especie de lamento que venía del subsuelo. Bajó cauteloso las escaleras, el frío de la cerámica lamía sus pies desnudos. En el subsuelo pasó por una recepción vacía. Fue deslizándose hacia el fondo, pegado a la pared. Otra vez los quejidos, eran varias voces, como las de un coro macabro. En una habitación oyó un televisor encendido. Al asomarse vio a un hombre roncando boca abajo. Por la
vestimenta era un enfermero. Escuchó, nítido, un sonido espeluznante y golpes metálicos. Llegó a un pasillo ancho en el que convergían celdas de cada lado. Un llanto angustioso se sintió desde algún rincón de ese sótano. A Benito se le erizó la piel. Un olor penetrante, ácido, lo hizo retroceder unos pasos. Era imposible respirar sin ahogarse. Se detuvo frente al pasillo apenas iluminado, lúgubre. Se tapó la nariz con la mano. En la penumbra, distinguió sombras que se movían entre los barrotes. Llevaban una especie de túnica blanca hasta las rodillas, parecían espectros. Deambulaban dentro de las celdas. Se acercó a la primera, en la que había tres sombras, y se sintió observado. Una de ellas, curiosamente alta y medio encorvada, arrastraba los pies. En ese momento, Benito vio el horror de aquel rostro humano. Estaba completamente rapado y una cicatriz le dividía la cabeza en dos, como si le hubiesen abierto la tapa de los sesos. Mortalmente pálido, tenía manchas de sangre seca desde la sien hasta su oído derecho. Sus ojos parecían mirar sin vida. De la boca abierta drenaban hilos de baba que desbordaban por las comisuras. Benito se estremeció. El hombre o lo que fuera chocó contra los barrotes de la celda sin siquiera poner las manos para amortiguar el golpe. Cuando su nariz crujió, exhaló profundo. El hedor del aliento llegó hasta Benito, que dio vuelta la cara, asqueado. Las otras dos figuras de la celda eran mujeres. Una de ellas, acostada en una camilla con suero, se quejaba dolorosamente. Benito movió la palma de su mano frente a los ojos del hombre, parecía no percibir el movimiento. —¡Ey! —susurró, poniéndose en puntas de pie. No escuchaba, no respondía a ningún estímulo. Las celdas no tenían cerradura, pero nadie osaba irse. Deam-
bulaban como zombis. El hombre se levantó la túnica. Metió la mano dentro de una especie de pañal. Benito miró al otro lado del pasillo. Había personas encadenadas en otra celda. Todas parecían tener el mismo procedimiento quirúrgico en la cabeza. Avanzó, nadie notó su presencia. Sus pies se mojaron, Benito miró al piso. Siguió el curso del líquido que venía de la segunda celda. En ella, una mujer parada y con los ojos cerrados. De entre sus piernas, la orina sanguinolenta bajaba a raudales. Benito esquivó el charco con repulsión y siguió adelante. En la última celda, una mujer completamente desnuda, parada en un rincón oscuro, se mecía. Emitía un sonido gutural. Benito entró a la celda. Cuando se acercó vio su espalda hecha jirones. Le habían sacado la piel en prolijas fetas. Estaba en carne viva. La tomó de la muñeca, observó el tatuaje con la letra A. Respiraba muy lento, como si le costara mantener el ritmo de la respiración. En su cabeza comenzaba a crecer el pelo. La costura del cráneo parecía estar cicatrizando. La mirada vacía era un hueco sin alma. Tenía otra cicatriz de unos diez centímetros en la ingle. Benito le examinó el ombligo y descubrió el agujero del piercing. Retrocedió espantado. Chocó con la pared de la celda. Le tomó unos minutos reponerse. Se acercó. La tomó de la cara. Le susurró su nombre al oído, pero Estela Arce ya no habitaba ese cuerpo. Benito se deslizó hacia afuera. Su corazón palpitaba agitado. Necesitaba comprender qué era ese lugar. Descubrió en la pared la lista de los que poblaban el sótano. A todos les habían hecho una lobo-
tomía cerebral. A Estela, además, le habían sacado las córneas, los óvulos, células madres y tejido. Entendió que la mantenían con vida porque aún conservaba órganos valiosos. Benito tambaleó, no pudo evitar caer al piso y vomitar. Escuchó movimientos. Se metió en la celda de Estela. Vio al enfermero salir de la oficina y dirigirse a las escaleras. Supo que tenía que irse. Estaba tenso, la adrenalina corría por sus venas a un ritmo feroz. Revisó todo el sótano. Al final había un cuarto de baño. Tenía una ventana alta que daba al exterior al ras del piso. Tomó una toalla y la envolvió en su puño. Se subió al inodoro y golpeó el vidrio hasta romperlo. Con mucho esfuerzo trepó y atravesó su pequeño cuerpo por el hueco de la ventana. Se tajeó el muslo con un pedazo de vidrio. Cuando se levantó del piso, sucio y sangrando, se encontró en un descuidado jardín trasero. Corrió hasta la medianera, trepó y saltó al otro lado. Corrió con todas sus fuerzas, dio la vuelta al predio. Cuando llegó al frente del edificio, vio la garita del guardia de seguridad. Más atrás, el edificio de dónde había escapado. Un cartel rodeado de coloridas flores anunciaba: “Centro de Altos Estudios Médicos”. No sabía dónde estaba, pero caminó alejándose de allí. Empezaba a amanecer en la ciudad. Horas después llegó a la pensión. Se desvaneció en el pasillo. Cuando despertó, estaba en una cama matrimonial, en un cuarto que no era el suyo. Vio a Doña Olga de espaldas a él. Respiró aliviado. Escuchó cuando ella hablaba por teléfono. “Sí, está aquí, vengan ya mismo. Y esta vez que no se les escape”. Benito intentó levantarse, cuando sintió el ruido de las cadenas que amarraban sus pies a la cama.
ASFIXIADA POR EL GAS… SE quedó dormida, dice el portero cuando le señalo con el mentón dos camilleros llevando un bulto dentro de una bolsa. La ambulancia está en la puerta en doble fila y con las balizas encendidas. El hall del edificio es un desfiladero de gente que, en su mayoría, nunca vi en mi vida. Supongo que son vecinos míos pero solo reconozco algunas caras. El muchacho del décimo A se acerca al portero y le pregunta quién es. Margarita, la del octavo A. El muchacho piensa y espera especificaciones. La embarazada, digo, y miro al portero que me confirma con un gesto. ¿Cómo fue?, pregunto. No sé, alguna pérdida en el calefactor de la habitación, calculo, dice Jaime. Estaba durmiendo con la puerta cerrada, agrega y va hacia la puerta de vidrio a darles una mano a los camilleros que atascaron las ruedas. Miro a los costados intentando identificar algún conocido que pueda ampliar la información. Nada. No conozco a nadie. Veo a la vieja del B pero no me acerco, no volví a hablarle desde la discusión en el pasillo. Hay gente llorando y otros que cuchichean con caras fruncidas. Todo es muy extraño. La mujer estaba de ocho meses. Me lo dijo ayer en el ascensor cuando notó mi mirada clavada
en su panza. Hacía tiempo que no la cruzaba. Pienso en la frase de Jaime, se quedó dormida. ¿Ese fue su pecado? Entonces recuerdo lo de anoche, ¿casualidad? Subo y decido escribir, escribir todo. Por las dudas. Ayer me la crucé cuando bajé a comprar un poco más de whisky. No iba a ir, con la media botella de vino podía tirar hasta hoy, pero cuando decidí quedarme ya estaba llamando al ascensor. Evidentemente tenía que pasar, tenía que encontrarme con la chica que –recién me entero– se llama Margarita, y que llevaba un crío hace ocho meses. Anoche, después del whisky, me costó dormir. Emir, esta vez, no se acostó a mis pies. Lo llamé, pero no pasó el umbral de la puerta y desde allí me observaba. Intenté acariciarlo pero maulló y se trepó al ropero. Me acosté mirando la ventana. Esperé la aparición del hombre oscuro y me inquietó no verlo. Podría evitar pasar por esto cerrando las persianas por completo, pero algo me impide hacerlo. Tengo que dejarla entreabierta. Tengo que saber si el tipo sigue ahí. Dormí unas horas hasta que una pesadilla me despertó: Estoy perdido. Voy caminando por Santa Fe y al cruzar Coronel Díaz, todo es bosque. Entro a un mundo de árboles con enormes copas y de troncos exageradamente anchos. Es de noche, no hay luna ni estrellas. El cielo son esas copas amenazantes y humo. Veo entre los intersticios del ramerío humo, humo negro. Siento el olor a quemado y supongo que parte del bosque se está prendiendo fuego. Después, una pequeña luz que cuelga de un cable ilumina la galería de una casa antigua en medio de la nada. O mejor dicho, en medio del bosque. Sin caminos, sin salida. Escucho una voz y me escondo tras un árbol. Me acerco despacio. En la galería hay una mujer
tirada, sus piernas están abiertas. A su lado hay una nena de unos seis, siete años, que canta y chapotea en el charco de sangre. Juega con una placenta, la patea. Después la tira para arriba y vuelve a agarrarla. Se mancha pero no le importa. Sus manitos, ensangrentadas, agarran al feto y lo mece. Le canta. Le canta y me mira. Me descubre. Me despierto. Durante la mañana no recordaba el sueño. Ahora sí. ¿El poder del pensamiento? Escribo. Escribo para no pensar. El caudal de imágenes deberá esfumarse al tiempo que la tinta se derrama en esta hoja. Miro por la ventana. Hoy no voy a bañarme, no tengo fuerzas. El hombre oscuro no está. Todavía falta un rato y seguro aparece. Espero poder dormir. Hace veinte días que duermo a cuentagotas. Ese hombre no me deja en paz. Abro la heladera y como la media milanesa que el lunes dejé en un platito. La como con la mano, parado, antes de cerrarla. Pongo la última cucharada del queso crema en un tarrito y lo coloco frente a los ojos de Emir. No sé qué le pasa a este bicho, retrocede y se ofende, como si le hubiese ofrecido veneno. Decido ir a acostarme, hoy no tomaré vino. Voy a la habitación y antes de encender la luz, lo descubro. Piso nueve del edificio de enfrente. La luz nocturna contornea su cuerpo en la habitación oscura. Otra vez allí. Me está mirando. Sus manos contienen un objeto frente a su pecho, no sé qué es. Es muy delgado, debe medir cerca de un metro noventa porque su cabeza casi toca el dintel de la ventana, que estimo tendrá dos metros de altura. Prefiero quitarme la ropa y acostarme a oscuras antes de cerrar las persianas. Yo también quiero ver qué hace. Me acuesto de costado para no perderlo de vista. Me siento vulnerable, otra vez Emir rechaza mi invitación y solo utiliza los pies de la cama
para pegar el salto y subirse al ropero desde donde me mira en posición alerta, con las patas delanteras erguidas y las traseras flexionadas, listas para dar el salto y echarse a correr (o a atacar). Está tenso, como olfateando una amenaza. Son las 06:20 hs. El hombre no está, Emir, en cambio, sigue mirándome como hace seis horas, velando mi sueño. Espero algún día poder ver la misteriosa sombra cuando se va (o cuando aparece). Hasta el momento sus apariciones son estáticas. Él me descubrió, estoy seguro. Sabe que lo vi todo y ahora me observa para amedrentarme, es una manera de vigilar mis movimientos. Estoy preso de sus ojos que no llego a distinguir. Pero no me levanté a escribir esto, se me vino en mente sin mi voluntad. Otra pesadilla acaba de despertarme y no quiero olvidarla: Voy caminando con mucho abrigo. Hace frío, está nevando. A medida que cruzo las calles la temperatura va en aumento. Ya no hay nieve y se asoma un sol tibio. Me saco de a poco el abrigo. En una esquina pasa un colectivo a toda velocidad. Me quedo mirando el recorrido que hace y creo que chocará en cualquier momento. Cuando vuelvo la vista enfrente, tras la calle, veo un hombre en llamas. Ya cansado de correr y pedir auxilio se arrodilla vencido y va a morir. Una nena baila alrededor y canta la canción de los bomberos. De repente se detiene, gira, y me descubre. Me despierto. Es la nena, la misma nena. Vuelvo a acostarme pero ya no duermo. Doy vueltas. Me levanto. Me lavo la cara y veo en el espejo un rostro desconocido. En el contestador tengo un mensaje de la farmacia; que me ponga al día con la deuda. Como unas galletitas húmedas que quedaron en el frasco, sin la tapa. Siento frío en el pecho. Traigo el
resto de ginebra que quedó en la mesa de luz y tomo un sorbo. Recupero fuerzas para ir a trabajar. Será un día eterno, tantas horas en esa casilla y con la nena sobre el lomo. Son las 20:34 hs. Ahora entiendo todo y no sé qué hacer. Escribo, es todo lo que se me ocurre por el momento. No es el poder del pensamiento, es el poder de la venganza. Nada que no está destinado al olvido será olvidado. Esa nena me las quiere hacer pagar. Pero quiero ordenar mi pensamiento y escribir las cosas como sucedieron. Retrocedo. Son las 19:34 hs. Llego del trabajo. No fue un buen día. Mi jefe me llamó la atención por ponerme quisquilloso con las autorizaciones a los auditores, que cómo no los dejé pasar, que si quiero perder el empleo. Claro que no. Hago mi trabajo. Los vi secretear en el auto como si tramaran algo, por eso no les levanté la barrera. Vuelvo pensando en no encontrarme con una tragedia en el hall del edificio. Nada. Por suerte no hay nadie, ni siquiera Jaime. Subo. Me preparo un mate después de sacarle el moho. Esa yerba debe tener unos cuantos días. Escucho la sirena que se acerca. Miro por la ventana de la cocina y la veo detenerse en la puerta del edificio. ¿Y ahora qué? Voy a buscar el apunte a la mesa de luz y leo el sueño de anoche. Espero una media hora y bajo. Jaime, desenfocado, me habla de maldiciones históricas y de reencarnaciones vengativas y que por las dudas llamará a un cura para bendecir cada departamento. Después retrocede y me dice que esta vez le tocó a Walter, el muchacho del décimo A, que se electrocutó en la ducha, murió quemado. No digo nada de mis sueños, pero Jaime sabe algo. Esta vez le tocó a Walter, dijo. Él sabe que hay un orden, un plan trazado, una serie.
Es la hora. El tipo debería estar allí. Voy a la habitación y sí, allí está, como cada día, riéndose de mí. Me molesta su quietud. ¿Hasta cuándo? Tengo que hacer algo, matarlo o mudarme. Le hago señas pero no se inmuta. Quiero aclarar todo de una vez. Tengo que hablar con él, decirle que sí, que yo vi cómo acuchillaba a una nena sobre la cama hace unos veinte días, que él no tuvo la precaución de cerrar por completo la ventana y que no alcanzó con que apagara la luz, eran nítidas las siluetas de ambos y esa cuchilla hundiéndose en el corazón de la chiquita. Pero que se quedara tranquilo, que yo no había hecho ninguna denuncia y que no la haría. Solo le pediría que dejara de vigilarme, que no me torturara más. Necesito tomarme un whisky y algo para dormir. Me acuesto. El hombre mira. No cierro la persiana, al menos así sé que está ahí, de algún modo sé que lo tengo controlado, que hay una calle de por medio y que no vendrá a mi puerta. Los ojos de Emir, en cambio... Son las 05:45 hs. Enciendo el televisor. Las pastillas ya no sirven cuando uno sabe que va a morir. Esta vez, en el sueño, un colectivo manejado por la nena me va a pisar. Yo corro pero no avanzo y el colectivo viene a toda velocidad. La nena maneja y la embarazada del octavo, el muchacho del décimo, mis dos padres y algunos tíos también fallecidos, son los pasajeros. Me despierto justo antes de que me pase por encima. Hoy me toca a mí, por eso no pienso salir. Los sueños anteriores fueron avisos, esa mocosa quería que yo supiera, que viviera la desesperación de saber con precisión mi fecha de partida. Esa es la peor tortura. Morir es una circunstancia previsible y natural, pero saber cuándo es ver derramar los últimos granos en el reloj de arena.
Llamo al trabajo y justifico licencia. No voy a pisar la calle. En la heladera solo hay dos porciones de pizzas, media cebolla, tres huevos y varios aderezos en la puerta, dos platos con migas, una botella con agua, y media botella de Gancia. No importa, tengo el número del delivery del supermercado, haré un encargo por teléfono. No me vendrá mal quedarme en casa. Cuando venga el delivery lo haré subir hasta acá, no voy a bajar. Ella está esperando que dé un paso en falso para dar el zarpazo. Podría cortarse la cadena del ascensor y caer y morir aplastado, o resbalar por las escaleras y desnucarme, o agitarme en la bajada y morir de un paro cardíaco, o lo que sea. Paso el día en el balcón tomando whisky y fumando. Tengo decidido enfrentar al hombre, esperar a que aparezca y llamarlo, hablar con él. Le haré señas para que cruce y venga, incluso asumiendo el riesgo de que quiera matarme. Necesito saber quién es la nena, que él me contacte con ella, pedirle explicaciones, que me deje en paz. Él la mató, no yo. El tipo no aparece, hoy no está. Es de noche y sigo en el balcón. No pienso en dormir, no voy a dormir. Seguiré acá, firme. Tocan el timbre, del otro lado del portero una voz dice ser el delivery, que disculpara que ayer no había podido venir, pero cómo saberlo. No pienso arriesgarme, podría ser cualquier criminal mandado por esa nena. Le digo que yo no pedí nada. Tres días van que burlo a mi propia muerte. Algunos artilugios me ayudan a mantenerme despierto. No más sueños, no más muertes. Paso las noches mirando la ventana del noveno piso de enfrente. El hombre no ha vuelto a aparecer. En su plan me quiere dormido, sino no se explica su desaparición repentina. No le daré el gusto.
No, al menos hasta confrontarlo. Durante el día tomo café, miro el canal de las noticias y camino cada vez que mi cuerpo pretende desvanecerse. Lo del café fue un golpe de suerte. Creo que ayer o anteayer tuve que acudir a la vecina porque no tenía más papel higiénico ni diarios. Con ella había discutido fuerte pero no tenía más remedio. No conozco a mucha gente acá, y menos el departamento donde viven. Además, quería saber si seguía viva o si tenía novedades de nuevas muertes. La vieja no abrió la puerta, estaba rara. Solo sacó una mano con una bolsa con un kilo de café, yerba, algunas galletitas y un tupper con asado que tenía en su heladera, además del papel higiénico. A veces me pica la barba. Casi caigo en el error de cortarla con la tijera. A tiempo me percaté del riesgo que eso conlleva, las armas las carga el diablo y mi mano quién sabe quién la maneja. Ahora miro la tijera que dejé sobre una mesita donde hay un portarretratos en el que estoy acariciando el vientre de esa asesina hija de mil putas. Un día la voy a matar... haber abortado así a mi hijita. No puedo sacarla de esa mesita. Ya me la voy a cruzar. Miro a cada rato pero nada, el tipo no aparece. Los rasgos de mi cara se van desdibujando cada vez que me la lavo. Tengo que hacerlo para evitar que mis ojos se cierren solos. Abro la canilla y dejo que corra el agua. Observo cómo el agua nace y muere en esos míseros centímetros que separan el pico de la canilla con la rejilla, donde desaparece. La vida de cada átomo que la conforma es intensa como la vida del hombre y se esfuma en partículas de segundos. Miro fuerte, quisiera dejar de pestañear, como Emir. No quiero tener ese defecto que apaga el mundo todo el tiempo. Quiero percibir cada átomo insignificante para que viva, al menos, en la retina de alguien, tan solo
sea por un segundo en el mundo. Pero no puedo, se me escapa, cuando quiero detenerme ya no está y en su lugar hay otro, otro átomo, que al querer atraparlo ya es tarde, un tercero ha ocupado ese lugar, y así…. Si pestañeo millones de átomos habrán muerto antes de existir, eso es trágico. No habrá ni un registro donde reclamar su existencia. Corro todos los muebles que tienen puntas, los saco del paso. Desenchufo todo para no acabar como el muchacho del décimo. Otra vez de día, ¿sábado?, ¿domingo? Paso las tardes en el sillón. La mirada de Emir me aturde, me persigue, me dice tantas cosas a la vez que no puedo ponerlas en orden. Podemos estar días enteros mirándonos. Busco penetrar esos ojos, desglosar ese universo misterioso y descubrir lo que esconde. Pero cuando estoy a punto de lograrlo me transformo en un ápice más de su retina y pierdo la brújula. Siento puntadas en el estómago y mis ojos, a cada rato, insisten, pero no, no los dejo ceder, me ensarto el índice y el mayor cada vez que intentan cerrarse, grito un poco y listo, camino en el balcón y este tipo que no aparece, me quedo parado, alguien golpea mis piernas con insistencia, detrás de las rodillas, espera verme caer, y dormirme. No le voy a dar ese gusto, me apoyo en la pared para no caerme y respiro el aire del balcón. Tengo los labios resecos, pero no seré el culpable de que esos átomos mueran en mi boca, no esta vez. El aire que corre acá arriba, eso sí me desvela, me hace bien, es aire libre, puro, nada malo puede venir de él. Estaba baldeando la vereda cuando cayó. Fue cerca de las siete de la mañana, andaba muy poca gente por la calle, casi nadie. Vi el momento del impacto. Estalló contra el cemento de la calle, mejor dicho, rebotó. Todavía
puedo sentir el ruido crujiente de los huesos partirse como nueces. Después se ríen cuando hablo de las maldiciones. En quince días murieron tres inquilinos de forma trágica. Recién con la tercera muerte pude convencer al consorcio de traer un cura para exorcizar los hogares. En cuanto a su gato, creo que se lo quedó la señora mayor del noveno B. Lo más raro fue lo del hombre oscuro. Parece ser, así me dijo un policía, que ese departamento estaba deshabitado desde que los dueños fueron presos por formar parte de una secta que ofrendaban niños al Señor.
—… ¿DÓNDE? APENAS SE REINCORPORA A la realidad, sabe que está en problemas, serios problemas. Está atontado, la cabeza le da vueltas como si la acabara de sacar de un lavarropas; su mente empieza a resquebrajarse mucho antes de que descubra que se encuentra en un cuartucho húmedo y maloliente, sujeto por las muñecas y los tobillos a una camilla, boca arriba, a merced de la parpadeante
luz de una lámpara suspendida que oscila de forma pendular. Sí, las cosas están mal, sin dudas. No tiene la cabeza sujeta ni la boca amordazada, no debe tenerlas, de lo contrario no sería capaz de observar… de observarse… Aún está vestido; quién sabe por qué esta revelación le contagia cierto alivio. Significa que al menos no lo han… Pero… Ahí es cuando sus confusos e histéricos ojos se topan con la desvencijada mesa de operaciones repleta de objetos perversos. Forcejea un poco intentando liberarse, pero es inútil; los amarres parecen infranqueables y están dispuestos de manera tal que aún y si decidiera romperse los huesos, no podría escapar. No, no puede hacerlo, está a mi entera disposición. Solo que aún no lo sabe; todavía no me ha visto. Lo noto, aún alberga cierta esperanza, pero al final, no le quedará nada; se lo habremos quitado todo. Y grita, grita a todo pulmón pidiendo una ayuda que no llegará nunca. —Grite todo lo que quiera, señor López, esa es la idea; bueno, en realidad la idea no es “cuanto usted quiera”, sino… En fin, buenas tardes para usted —no es de tarde ni de mañana, pero él ignora eso. Lo saludo y mi voz suena aterradora; esa es la forma en la que debo sonar—. Bienvenido a mi pequeño experimento. —¿Q… quién… sos? —esperanzas, claro. Por eso intenta sonar calmado… y falla terriblemente. Supongo que se ha dado cuenta de que puedo ver más allá de su fachada—. No creo… No creo que tengamos el gusto. Y no, no lo tiene. Él no me conoce, y en parte esto se debe a eso, a que de otra forma jamás me conocería. Yo en cambio sé todo sobre él. Sé que en su mente se encuentra haciendo una lista de posibles sospechosos a los cuales intenta ajustarles mi cara. ¿Soy el marido celoso de
su amante que por fin ha descubierto cuánto pesan los cuernos? ¿Soy alguien contratado por su mujer por el mismo motivo? ¿Soy ese socio al que estafó y llevó a la quiebra mientras su propio patrimonio se disparaba hacia las nubes? ¿Soy ese chico gordo al que molestaba en los baños del colegio? La lista se extiende indefinidamente y yo no soy nadie… Y lo soy todo… Sí, aquí lo tengo, sujeto a mis caprichos, o no; las decisiones que habré de tomar a partir de ahora no serán enteramente mías. Como dije antes, esto es solo un pequeño experimento. —No soy alguien importante, señor López —sus ojos se abren enormemente, se enfocan en mí, estudian mis detalles y no encuentra pista alguna que le sirva para tranquilizar su alma. Eso… eso debe ser aterrador—. Acá el importante es usted… o no. ¡El señor López! ¿Sabe? Podría haber elegido a Martínez, a Segovia, a González, daba igual… Y sin embargo, acá está usted. ¡El buen señor López! —camino hacia la mesa, tomo una sierra de mano; vuelvo a escuchar cómo forcejea—. Sé de sus sucios secretos tanto como de sus actos heroicos. Sé que transita por un matrimonio infeliz y que a veces se culpa por eso… ¿Y sabe qué? Sí, la culpa es suya… Por no hacer lo correcto, por no saber cerrar ciertas puertas, por tenerle miedo al futuro —me vuelvo hacia él, la sierra refulge bajo la luz parpadeante—. Pero no se haga usted problema. ¡Tampoco es que le quede mucho futuro! —A… amigo, yo… —su voz es trémula. Debería conmoverme, pero no lo hace. A decir verdad, no es a mí a quien debería conmover. Como bien he dicho, no soy nadie; solo una voz más, un simple ejecutor, una pieza en esta extraña maquinaria. —Tranquilo —suspiro. Ya estoy a su lado. Tomo su mano. Él intenta cerrar el puño, pero soy más fuerte que
su resistencia. Logro estirar su dedo meñique y apoyar sobre él los dientes de la herramienta—. Tranquilo, señor López. Nadie en la oficina se enterará de esto, ni siquiera esa secretaria suya con la que le gusta ponerse cariñoso. —¡Pará… vos… dejala a Laura en…! —su voz se apaga por un momento, el preciso momento en el que le secciono el meñique. El silencio dura un par de minutos, el shock inicial, supongo. Luego el grito de dolor inunda la sala—. ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHH!!! —¡Eso, grite, señor López! ¡Sáquelo todo de adentro! Un dedo menos, cuatro por delante —mi rostro es de piedra. No hay ni un ápice de placer en lo que hago. Esta es mi máscara, la peor de todas, la que hiela la sangre—. ¿Seguimos? Un par de dedos menos (o más, la perspectiva es distinta si sos la sierra o la mano) me confirman que la respuesta es afirmativa. Él grita, pero eso carece de sentido. ¿No es cierto? —Tiene usted otra mano, señor López, ¿qué haremos con ella, eh? —me cruzo de brazos. Camino alrededor de la camilla, lo abrumo con mi mirada que está cargada de malicia o totalmente vacía como dos pozos secos. El pobre infeliz gimotea. Nada, no siento nada, y el hombrecito aún se lamenta por lo perdido. Quizá piensa en todas las cosas que no hizo, en las que hizo y de las cuales se arrepiente. Voy hacia la mesa y tomo uno de esos machetes de carnicero—. Solo abra la mano, señor López, no se resista. ¿Seguimos? No obedece, por supuesto, todavía se cree capaz de aferrarse a cierto resabio de voluntad. Pero eso no me detiene, no puede detenerme, ¿verdad? Hago dos movimientos veloces, como si fuese un profesional, como si me hubieran creado para esto. Un planazo sobre ese puño
rebelde que ahora se abre instantáneamente; el segundo con el filo inclemente sobre esos dedos que vuelan como misiles blandos… dos de ellos se pierden bajo la camilla, un tercero queda colgado de una falange mal seccionada de manera chistosa; el índice y el pulgar moviéndose histéricamente como si buscaran a sus hermanos perdidos. —Bueno, los pies, señor López, deberíamos hacer algo con esos pies… Para que no estén celosos, ¿vio? —ni siquiera sé qué se supone que sea esto que ahora sostengo; es como… como una ganzúa, pero de punta muy fina; ideal para el trabajo que debo llevar a cabo—. ¡Llegó la pedicura, señora!— Mi voz se aflauta y me acerco con movimientos afeminados —vamos a levantar esas uñitas, señor López. ¡Opa! ¿Sigue la fiesta? ¡Que siga entonces! —¡No, no, no! —Las uñas son fáciles de arrancar, no requieren demasiado esfuerzo y al parecer producen un dolor indescriptible. Qué frágiles somos los seres humanos, ¿no?— ¡No… no… no…! La negación se estira como cuando uno usa un chicle para actividades “lúdicas”, para luego transformarse en un gemido arrastrado y asquerosamente patético. —Ahora probemos con esto —digo, tomando un frasco de vidrio transparente que contiene un líquido sospechoso. Antes de usarlo debo explicarle de qué se trata. Ahí se supone que está la gracia, ¿eh?—. Es ácido sulfúrico. Lo echaremos sobre su muslo derecho y veremos qué pasa. ¿Seguimos? —No, amigo, ¡no, por favor!, ¡por favor, escuchá, escuch…! —El líquido se derrama sobre la tela de su pantalón y se abre paso a través de la piel hasta llegar al hueso, y no se detiene ahí, claro, sigue su camino hasta alcanzar el metal herrumbrado de la camilla. Un olor un tanto
dulzón se eleva de esa falsa boca que acaba de nacer—. ¡AHHHHHH! ¡Dios! ¡Dios! ¡¡¡DIOS!!! ¿Qué hacés? ¡¿Qué es lo que querés?! Llora. No sé si lo hace por dolor, lo cual sería entendible y sumamente válido, o por la impotencia que le genera saberse a merced de alguien a quien nunca ha visto, con el que no sabe si alguna vez ha tenido un problema… y eso… Eso es válido también. —Dios no está acá, señor López, esto no es una iglesia. Tampoco está el Diablo, si es que acaso cree en él; esta es una pieza mugrienta, una de tantas que hay por ahí ahora, en todas partes, en cada barrio, ocultas de la “gente de bien”, construidas más allá de sus sueños de vidas rutinarias y falsa seguridad. Y no quiero nada, ya que quiere saber —me encojo de hombros. He tomado un bisturí y lo balanceo sobre su muslo izquierdo—. Ahora voy a clavarle esto, señor López. Preste atención, no se haga el distraído. Se lo clavaré y juguetearé un poco con su fémur. ¿Seguimos? —No… ¡No sigas, no, no, no, no…! —Más de ese llanto. ¿Aún no consigue conmover? Es decir, es un pobre hombre que está sufriendo. Aparentemente, eso no es tan importante como para detener toda esta locura—. ¡Te… te prometo… te prometo que voy a hacer cualquier cosa que me pidas… tengo… tengo… plata… y… no le contaré nada a nadie… vamos a estar bien entre nosotros y…. por fav…! Ahora siente mis dedos acariciándole el hueso desnudo. El llanto se vuelve histérico y coincide con el momento en que por fin acepta que tener esperanzas es algo inútil. Comprendo que a partir de este momento ya no habrá gritos… Tal vez eso sea bueno.
—Mire, ahora tengo este martillo —le informo mientras muestro la inmensa masa que debo sostener con ambas manos—. Voy a destrozarle los testículos con él, señor López. Adiós a Don Izquierdo y su compañero, Juan Carlos Derecho. No se lamente, hombre, no hay razón para sufrir por esto. Tampoco lo veo con muchas intenciones de tener hijos en el futuro, ¿verdad? Ya tiene más de cuarenta, por favor. ¡Qué tontería de mi parte! Sepa disculpar, a veces no mido lo que digo. Soy olvidadizo, ¿sabe? ¡Si ya se lo he dicho antes! ¡Usted no tiene futuro alguno! Como sea, ¿seguimos? Lo golpeo con todas mis fuerzas. Su pantalón se colorea de un rojo espeso. Lo escucho apretar los dientes, pero eso es todo. Unas lágrimas ruedan por sus ojos. Y no hay grito. No hay súplica. El señor López se ha ido muy lejos y frente a mí ha dejado un cascarón vacío… Casi poético, casi me recuerda al final de “El Principito” (qué libro triste, ahora que lo pienso, el niñito no vuelve a su planeta; se suicida cuando la nostalgia ya le ha podrido el alma entera). —Ahora voy a divertirme un poco con su cara, señor López —Nada, no hay respuesta. Me vuelvo hacia la mesa y tomo una pinza, luego camino hacia mi presa y lo tomo del rostro—. Bueno, voy a necesitar su colaboración en esto. A ver, abra un poco la boca —apenas hago fuerza sobre sus pómulos; él cede y me deja actuar a mis anchas—. ¡Eso es! ¡Buen chico, señor López! ¡Es usted el mejor de los pacientes! Ahora, déjeme que le cuente lo que el dentista hará por usted. El dentista soy yo, claro, y esta pinza es todo lo que necesito para hacerle el mejor de los tratamientos. ¿Conoce usted el chiste ese del dentista que cobraba “con dolor” doscientos pesos y “sin dolor” cincuenta? Una estupidez, pero es más o menos así. Tiene
gracia ahora, en contexto, de lo contrario… Ah, perdón, dispersiones, me pasa seguido. Volvamos, ¡uf! Lo que haré será arrancarle la dentadura con la pinza, de a una pieza por vez, sin apuro, tenemos todo el día —ya ni siquiera me mira. Me siento un tanto aliviado, hay un peso que se escurre de mis hombros. Me aplico a mi tarea. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Pero me aburro al llegar a los primeros molares. La sangre gotea por mis manos y hace dificultoso sostener la pinza—. Voy a limpiarme un poco las manos, señor López, esto es un verdadero desastre, ¿no le parece? —dejo la pinza en la mesa maldita y me quito la sangre con un trapo mugroso que huele a kerosene. Repaso las opciones que quedan. Un poco más, debo prolongar el espectáculo un poco más—. Lo veo triste. Podríamos volver al bisturí y dibujarle una hermosa sonrisa de payaso. ¿Conoce usted esa leyenda urbana? Seguramente que sí, todos la conocen. Es difícil de creer, pero demasiado fácil de hacerla real. Bueno, con usted sería algo curioso, como un alambre de púas, ¡un diente cada tanto! —Debería mostrarme más divertido de lo que parezco, pero francamente no quiero. Llegó el momento de preguntar nuevamente, claro—. ¿Seguimos? Nada. Un silencio sepulcral. Decir “de muerte” sería caer en lo obvio o adelantar demasiado de la trama. Prolepsis, así se llaman esas cosas. Solo queda un objeto por probar, y pareciera como si me gritara desde su lugar en la escena con esa voz átona que tienen las cosas inanimadas. Tomo el hacha de verdugo y la hago bailar en el aire un par de veces. Un zumbido como de mosca llena la ausencia que el señor López me convida. Creo que estamos llegando al inevitable final, al quid de la cuestión, al examen final sobre moral y buenas costumbres. Y me pregunto, como quien se pregunta por qué los pájaros vuelan,
¿es realmente un final inevitable? ¿Seguro lo es? El filo de la hoja apenas se posa sobre el cuello de la víctima como si fuera una mariposa mortal sobre una flor enferma; un hilillo de sangre nos confirma a ambos que el arma está más que capacitada como para cumplir con su trabajo y ser elegida la empleada del mes, del año, del siglo… —Bueno, llegó el momento de decapitarlo, señor López. Ahora puede usted perder la cabeza si quiere. ¡Qué chiste malo! Lo admito, lo admito —Aún… no lo sé, las esperanzas son fútiles, ya hemos aceptado eso (el señor López y yo en una suerte de “nosotros” exclusivo); este experimento lo ha probado desde un principio, pero—... Esto es como cuando no pudo cerrar ese negocio con los japoneses, ¿recuerda? Ahí también perdió usted la cabeza —río sin ganas—. ¿Lo ve? Precisamente así se siente cuando uno no tiene control sobre su vida, cuando todos los callejones convergen y uno se encuentra con el culo pegado a la pared. Aterrador, ¿no cree? Da para preguntarse: “¿realmente merezco esto?” Y no, señor López, usted no lo merece. Tal vez sea un poquito estúpido, un poquito sorete, pero no lo merece. Y entonces, ¿por qué pasan estas cosas, eh? No se desilusione, pero la respuesta es una sola: pasan porque pasan; por caprichos que no son suyos… Disculpe, no quería ponerme filosófico con usted, no le sirve a nadie, mucho menos a mí… Digo… ¿Seguimos? Entonces una reacción desde esa estructura hueca. Mínima, pero reacción al fin y al cabo, como una vela que ha caído en un charco de agua; brilla, sí, pero sabe que está a punto de extinguirse. El señor López clava su mirada en mí, le tiemblan los labios. Intenta decirme algo. Debo dejarlo hablar. Así deben darse las cosas.
—¿P… pogg qggé? —su voz es pastosa cuando escapa de esa boca desdentada; son letras unidas con torpeza y casi sin significado… algo quebrado—. ¿Pogg qggé me pgggeguntaás a cada gggato si seguís si… si no… pagggaste cuando… cuando te lo pedí, te supliqué…? ¡Bingo! ¡La pregunta del millón! ¡La columna que sostiene todo nuestro universo! Pienso en cuánto le ha tomado alcanzar el “Ombligo del Mundo” y me pregunto si a mí me hubiese llevado tanto. Por fin hemos llegado al momento en el que todas las verdades salen a la luz, en el que el gran misterio se revela, en el que la pesada cortina que nos separaba se cae. Mejor así, estoy sumamente cansado de toda esta mascarada. —¡Ay, señor López!, ¡¿qué no se ha dado cuenta todavía?! —el filo lo acaricia casi con un dejo de erotismo, la última caricia que habrá de recibir este pobre bastardo en su vida—. No es con usted con quien he estado compartiendo responsabilidades. El intercambio verbal… Bueno, ya casi no sé qué decir para hacerme el elocuente, la verdad. Pero como la gran revelación está aquí mismo, ¿para qué dilatar más la cosa? Mire bien, señor López, vamos, le concedo esa gracia. Mírelo, mire al hijo de puta que se ha estado ocultando entre las sombras todo este tiempo. —No… ¡No puede seggg! ¡Es imposible! —sí, ahora lo ve. Ahora hay furia además de terror en ese ser que se apaga—. ¡Vos! ¡Todo este tiempo! ¡Vos! —Bueno, no sea melodramático, señor López, son cosas que pasan. La vida es misteriosa. “En casa de herrero” y todas esas pelotudeces. Ya tuvo usted su momento. Ahora, le decimos adiós —levanto el hacha por última vez y hago la pregunta, también por última vez—. ¿Seguimos?
El silencio es la respuesta. El golpe seco de la cabeza al caer es un tanto chistoso y carente de poesía. Y vos mirás, te limitás a mirar como si eso te eximiera de toda culpa. Pero no… Sabés que hiciste mucho más que mirar. Fuiste vos todo el tiempo, tal y como dijo el pobre señor López. Te fui dando opciones, te consulté. Y siempre, siempre decidiste seguir adelante. En el fondo, todos son como vos, vos también querías esto. Siempre estuvo en tu cabeza ese deseo de matar, apareándose ahí con el miedo a ser descubierto… ¿Te conté de esa vez que alguien me dijo que la gente no mata a su vecino no porque esté mal sino por miedo a ir preso?... Bueno, esto es lo mismo… Esto te pareció seguro… Un crimen sin sentido, algo que nunca llegaría a saberse. Y acá está, esta era la oportunidad perfecta. Pobre señor López. Pudiste haberlo salvado, ¿sabés? Pudiste, no sé, dejar de leer o algo así… Preservarlo del dolor. Y no, no lo hiciste. ¿Sabés por qué no lo hiciste? Porque en tu interior, nada de esto importa. Claro, mañana será otro día, lo encontrarás todo en otra historia. ¿Qué sigue en tu lista, ser astronauta, pirata, elfo, mujer, hombre, perro? Pero… ¿Qué hay con esto? Bueno, te comento, esto se quedará con vos para siempre como un oscuro recordatorio de que en los rincones del alma humana, todos estamos ahogándonos en un charco de morbo y deseos turbios, de que vos, aunque le jures al espejo que sos una gran persona, estás lleno de necesidades que no podés satisfacer en la realidad. Felicidades, mi querido amigo lector, nos hemos encontrado en esta habitación oscura, nos hemos dejado llevar por el “placer estético”. Recordalo. Recordalo siempre que sostengas una historia nueva entre tus manos. Recordá que ya no estás impune, que vos sos el motor fundamental que mueve casi todas las piezas. Ese es un
poder extremadamente grande y no todos saben cómo manejarlo con responsabilidad. Te vuelvo a felicitar, lector, o te reto, no sé… Vos y yo hicimos lo que debía hacerse, hemos matado al pobre señor López.
AL BARRIO LE DECÍAN LA Siberia. Era un descampado con apenas tres o cuatro familias que se disputaban el dominio del lugar. Con el tiempo, el barrio se pobló de casas bajas, talleres mecánicos y asilos. Aunque nunca pudo sacarse esa sensación de barrio de mierda, de campo minado. Me habían trasladado a la seccional de la zona hacía apenas dos meses y como era el cumpleaños de tu mujer me pusieron a cubrir dos turnos, el tuyo y el mío. Yo no sé, Ocampo, si vos sabés todo lo que pasó aquella tarde en La Siberia. Lo que dijeron los diarios no tiene mucho que ver con la realidad. Los informes oficiales variaron al poco tiempo y se empezó a archivar todo. Decían que era lo mejor para evitar las réplicas. Pero el Purificador sigue acá. Yo sé que no lo ves, pero sabés que está porque su presencia es enorme. Aquella tarde hubo un llamado por ruidos molestos, una pavada de vecinos, me dijo el comisario. La cosa es que subimos al móvil con Barrientos y fuimos a ver. Qué tipo,
ahora se ríe. Es una risa silenciosa, de esas que te das cuenta porque mueve los hombros. Sabés que por las noches cuando logro dormir, me habla en el oído y me dice: despertate Vázquez, despertate. Y yo me despierto, qué le voy a hacer, no me va a dejar en paz hasta que consiga lo que quiere. La casa quedaba a unas seis cuadras de la seccional. Al principio nada. Encima era la hora de la siesta con un sol que rajaba la tierra y en pleno verano. Se podía escuchar hasta la rueda de una bicicleta. Toqué timbre. No volaba una mosca. En eso salió una vieja de la casa de al lado, tenía la expresión desencajada, aunque con estas mujeres que están todo el día solas nunca se sabe qué les pasa por la cabeza. Me dijo que desde hacía un par de horas que escuchaba gritos. Pero qué gritos, le dije yo, alguna pelea familiar, qué gritos si no se oye nada, le dije con cara de que no me rompa las pelotas porque a esta altura del partido, yo lo único en lo que pensaba era en irme a mi casa, abrir una birra y directo al sobre. No, me dijo la vieja, gritos de dolor. No va que terminó de decir la frase y escuché una voz de hombre decir: soy el Purificador y un grito. Qué es esa pelotudez, le dije a Barrientos que estaba parado al lado mío. Si al final fue mucho más vivo que yo Barrientos. Permiso, te agarro un pucho. Como te decía, una voz gritaba eso del Purificador y yo le digo, a ver capo, salí que lo conversamos afuera. Nada. Me acerqué, golpeé, me alejé, volví a golpear, timbre. Dos veces hasta que escuché ruido de vidrios rotos y alguien que se lamentaba, un masculino. Dale, abrí maestro, no compliquemos las cosas, dije en voz alta mientras los quejidos iban en aumento. Le dije a Barrientos que me ayude, pero el boludo estaba pálido como una hoja, se ve que a pesar de ser tan cabeza de termo estaba mucho más despierto que
yo para lo que vino después. Pero la puta madre, Barrientos, qué cagón resultaste ser, le dije. No teníamos una orden ni nada, así que vos sabes cómo es esto Ocampo, teníamos que esperar hasta que nos abrieran. Los quejidos por momentos se silenciaban, pero después volvían a aparecer. Adentro de la casa parecía haber varias personas. No esperé mucho más y miré la manija de la puerta, que estaba floja. Así que le pegué unos golpes y se salió al toque. Quedó un orificio de unos tres centímetros de circunferencia. Cuando miré por ahí, vi un tipo todo ensangrentado de pie y con las dos manos atadas al pasamano de una escalera. Le daban una puñalada atrás de la otra y el tipo se quedaba quietito, como con aceptación sabés, lo único que hacía era quejarse por los cuchillazos. Hay algo de salto al vacío en eso del dolor, donde lo racional le da paso a lo instintivo, como pasa con el miedo o el amor. Duele y gritás, sin intermediarios. Pero de eso no quiero hablar, Ocampo. Se ríe de nuevo. Todo le causa gracia. Ya te vas a dar cuenta por qué. Le hice señas a Barrientos para que se quede al lado mío y grité: policía, abran la puerta, carajo y nada. No quedó otra que forzarla. Para qué mierda, me pregunto, para qué la tiré abajo. El deber y todas esas gansadas. Entré y había una piba con un cuchillo en la mano, meta tajear al tipo. No sabés lo que era eso. Te juro, Ocampo, que era como si lo abominable del mundo se hubiera dado cita en ese living de 4 x 5. La piba me miró y me dijo con voz de hombre que era el Purificador y que nos fuéramos. Que tenía que terminar el trabajo con este y con la otra y señaló a una chica que estaba en un rincón, con la cabeza metida entre las piernas. La señalaba con la punta del cuchillo sin sacarme la vista de encima. Se me congeló el alma. No podría decir si era linda o no, solo que sus
piernas eran larguísimas y que el cuchillo parecía su extensión metálica. El tipo se desplomó, pero quedó colgado con las manos hacia atrás, desfigurado y lleno de sangre, con los ojos abiertos. La miré a la piba, que apenas tenía puesta una remera y una bombacha, y me volvió a decir que me fuera que ya terminaba. La otra lloraba en silencio. Parecía que se ahogaba. Y el olor, había olor a solvente y transpiración. No me lo olvido más. Te juro, Ocampo, en todos estos años de servicio nunca vi tanta sangre. Vos menos, que vas a ver si te hacés siempre el boludo. Había sangre en las cortinas y en las paredes. El pasamanos estaba todo salpicado y terminaba en un charco alrededor del tipo. En el piso, velas y vísceras de animales. Podías ver en la mesada de la cocina el termo con el mate y al lado un trapo ensangrentado. Dos presentes quebrados y mutilados en sí mismos. Tan sórdido como conmovedor. El tipo en ese momento todavía respiraba y tenía los ojos abiertos porque le habían sacado los párpados. Tenía un cartel colgado del cuello. Después me enteré que era una lista con nombres de otros miembros de la familia y que las dos pibas eran hermanas y el tipo, el padre. Viste, Ocampo, hay gente que la tiene jodida de verdad. Le dije a la piba que suelte el cuchillo y lo miré a Barrientos. Estaba espantado el pelotudo. Puteaba y rezaba. Vomitaba y rezaba. No lo pudo resistir y se rajó, me dejó solo, mientras yo le apuntaba a la piba, que me miraba fijo y repetía lo del Purificador. Las manos me empezaron a temblar desde ese momento. No sé si alguna vez te pasó, no, a vos qué te va a pasar, Ocampo, a vos no te pasó nunca una mierda. Las manos me temblaban como ahora, pero con el arma que apuntaba al medio de los ojos de la piba. Unos ojos fríos y a la vez calientes. Era como si el
Danubio se estuviera por abrir paso a hacia el Perito Moreno con una guadaña. Hasta que empezó a tirar cuchillazos al aire, amenazándome. Ahí reaccioné. No me preguntes cómo porque los movimientos fueron confusos, pero la terminé tirando al piso y la puse boca abajo. Podés creer que la piba trató de girar la cabeza a la fuerza para seguir mirándome. La agarré de la nuca y le aplasté la jeta contra el suelo. Supongo que te darás cuenta que lo tenés justo al lado tuyo, oliéndote la sangre como un perro. Los de Sistemas me contaron que esta gente tenía una página en Internet que hablaba de transmutaciones por medio de la purificación. Nada más había que registrarse, sacar un usuario y te ponías de acuerdo con las listas de nombres a purificar. Pero se ve que la limpieza bien entendida empieza por casa. Un quilombo de los grandes esa familia, no como la tuya. Al resto de los integrantes que estaban en la lista no los encontraron y la casa fue cerrada con toda la mierda adentro. Nadie quiso tocar nada con justa razón. Para ellos lo mejor era tapiar y olvidarse del asunto, porque los monstruos están tranquilos mientras no mires debajo de la cama. Lo que siguió después es de conocimiento público. A las pibas las internaron en un loquero, a mí me ofrecieron el retiro voluntario y lo agarré, un poco por este tema de los temblores y otro poco porque ya no podía dormir. Empecé a tomar todas y cada una de las líneas de colectivos hasta el final de su recorrido. Cada ramal de tren hasta la última estación, durante semanas. Dormía en los trayectos, sabés. Era de la única manera que podía hacerlo. Hay algo de estar en tránsito permanente que lo alivia a uno de las responsabilidades del estar y del hacer y eso es impagable. Pensé que con el tiempo todo se iba a acomodar. Pero me picó el bichito y quise salir a buscar
laburo. Nadie me daba trabajo porque apenas me sentaba en la entrevista, las manos me empezaban a temblar. Me aburría, no sabía qué hacer, vivía de la pensión. La página de internet no la pudieron bajar nunca y vos debés saber cómo es esto de estar solo. No, Ocampo, qué vas a saber, si tenés pibes y una mujer divina, no tenés la más puta idea lo que es estar solo. Se me volvió costumbre entrar a mirar, aunque te confieso que un poco me movía saber algo de la piba. Hasta que una noche de tantas en las que para variar no podía dormir, yo contaba las manchas de humedad en el cielorraso desde la cama y escuché el repiqueteo del teclado de la computadora en el comedor. Un calor raro me envolvía el cuerpo. A la altura de la cabeza en cambio, más específicamente de los ojos, había como una ruta fría, como un pica hielo que me perforaba por dentro. En el aire se sentía el olor al solvente y el sudor que había en la casa de La Siberia. Se me vino la mirada de la piba del cuchillo. Entonces lo vi por primera vez al Purificador. No podría definirlo como un hombre corriente. Más bien tenía algo de mujer, de hombre y de animal. Pero no tenía miedo, sabés. No sé por qué, pero podría decir que todo se había aflojado. Es que los nervios son como estar enfermo, como incubar alguna mierda. Cuando se declara ya está, sabés lo que tenés que hacer. En ese momento las manos me dejaron de temblar. Miré la pantalla y había una lista. Una lista negra como una bolsa de consorcio llena de nombres desconocidos. Excepto uno que resplandecía como el sol en el meridiano cuando se refleja en el agua. El tuyo, Ocampo. Y es el que tenés colgado del cuello. Debo haberme quedado dormido o desvanecido, porque amanecí en el piso empapado en transpiración. Y acá estamos. Vos, el Purificador y yo. Y bueno, ese día yo no tenía que estar en el turno.
Disculpame la desprolijidad del lugar, pero nadie tocó nada desde entonces, supongo que sabrás comprender. Si hasta debe estar petrificado el vómito de Barrientos con la sangre seca del tipo. ¿Te conté lo que pasó con Barrientos? Lo mandaron al psicólogo y al poco tiempo se pegó un tiro. Dejó una nota que decía: no puedo escucharlo más. No te vi en el velorio, Ocampo. Ni para dar un pésame servís. Dejá de quejarte y mirame. Es muy importante que entiendas que tus ojos son la ventana por donde te vamos a purificar, a sacar todo ese oportunismo podrido que llevás en el alma. Si no, te saco los párpados y a la mierda Ocampo, vos elegís. El Purificador me guía. Su voz rebota en mi caja craneana como un balón, dividiéndose en decenas de voces que me hablan en distintos idiomas y me dicen lo que tengo que hacer. Y a mí no me queda otra que obedecer, sabés. Una vez que terminemos voy a poder volver a dormir. Es lo que me prometió. Y bueno, Ocampo, lo lamento de verdad, mentira, no lo lamento nada, el que tendría que haber estado acá eras vos. Quedate quieto y ahora, mirame. Podés gritar.
JORGE SE CANSÓ DE VIVIR en el campo y se fue a Santo Antonio. Su madre quería que se quedara. —Vas a extrañar nuestro silencio —le dijo antes de salir. Era la primera vez que Jorge la dejaba sola en diez años.
... Santo Antonio tenía dos plazas, una iglesia, una parroquia, una terminal con cuatro andenes. También, en aquel tiempo, tenía un cine. Jorge había ido a vivir a la casa de su tío Miguel. Miguel era el hermano menor de su padre. ... —Dicen que ahí pasan cosas —dijo el electricista que vivía al lado de la casa de su tío. —¿Qué cosas? —preguntó Jorge. —Cómo decirte… hubo gente que sintió que le agarraban los tobillos, o que le tocaban el hombro y al darse vuelta, no veía a nadie. —¿Sí? —Sí, es que ahí mataron a un hombre hace unos años… El tipo estaba con la mujer de otro y el esposo se
enteró, fue al cine y lo degolló por atrás —El electricista se pasó el canto de la mano por el cuello—. Después de eso el cine estuvo cerrado. Igual, no te preocupes, los únicos que te pueden hacer algo son los vivos, no los muertos. —Y sí —dijo Jorge. —Además, el que anda debe ser el degollado, no el otro, que también murió, pero no en el cine; amaneció ahorcado frente a la iglesia dos días después —dijo el electricista y se rio—. Pero bueno, como te dije, en el cine buscan a alguien para laburar. —Es el edificio alto que está frente a la plaza, ¿no? —A la plaza principal, sí. —¿Y cuándo empezaría? —No sé. Andá y decile que vas de parte mía. —Listo —dijo Jorge. —Esta tarde le aviso. Tengo que pasar por ahí a cobrar un trabajo. —¿Y qué tendría que hacer? —Me dijo que es para cortar entradas. ... El dueño del cine estaba parado en la puerta junto a un chico de seis o siete años. Los dos estaban vestidos de la misma manera: traje marrón con corbata amarilla. —¿Sos indio vos? —le dijo el chico a Jorge apenas se acercó. El dueño se rio. —Uriel, mi hijo —dijo el dueño—. ¿Jorge? —Sí, Juan me dijo que vinie… —Sí, ayer me avisó. ¿Vos podrías comenzar hoy? Esta semana iba a ser la última del boludo que estaba an-
tes, pero recién me avisó que no viene. Uno le da todo… —dijo y lo miró. Jorge asintió. —Sí, vos sos indio —dijo Uriel. —¿Podés, entonces? Porque se estrena una de Olmedo y Porcel y se va a llenar —dijo el dueño. —No hay drama. —Así me gusta. Y vos, ¿sos mayor, no? —Sí, ya tengo veinte años. —Bien. Vení que te muestro un poco. —Sos indio —dijo Uriel. —Vos tenés que estar acá a las nueve menos cuarto, repasar los baños, tirar un poco de desodorante —dijo, y entraron—. Este es el hall principal. —Yo me vestí de indio en la escuela —dijo Uriel. Jorge le apoyó la mano en la cabeza. —Ey, no me despeines. ... El hall era redondo, tenía una maceta con una palmera en miniatura en el medio, y dos ceniceros de pie cerca de la entrada. El kiosco, la boletería, los baños y las escaleras desembocaban en ese hall. —Parado atrás de esta urna se cortan las entradas —dijo el dueño e hizo la mímica. Luego agarró la linterna que estaba encima y empujó la puerta. La sala estaba oscura y más fresca que el hall. —Quinientas butacas acá, doscientas cincuenta, arriba —La luz de la linterna desapareció en la oscuridad—. La semana pasada en el estreno de E.T. llenamos todas las funciones. Hasta pusimos sillas en los pasillos.
Y eso que estrenamos seis meses después que en Buenos Aires. Jorge hizo un silbido largo y finito. —Los indios hacen así —dijo Uriel, y comenzó a gritar y a tapar y destaparse la boca. El dueño volvió a reírse. —Vamos arriba —dijo. Al costado de la puerta principal estaban las escaleras. Subieron por la de la derecha. Llegaron a un descanso y el dueño se detuvo. —Acá están las llaves de luz y los fusibles. —Me da miedo esta oscuridad, papá. —No pasa nada, estoy yo —dijo y le dio la mano. El dueño alumbró la puerta. Tenía un cartel que decía: peligro. —El indio no nos va a hacer nada, ¿no, papá? —Si te portás mal, sí —dijo el dueño y alumbró una puerta que estaba enfrentada a la anterior. Entraron. A unos metros había una escalera más chica, de cinco o seis escalones. Jorge iba detrás de los dos. La luz que venía del hall ya no alcanzaba para iluminar nada. Antes de subir los escalones sintió que alguien venía detrás de él. Se dio vuelta pero no había nadie. Llegaron a la sala de arriba. También estaba oscura y fresca. —Te voy a pagar por semana. —Como quiera —dijo Jorge. El dueño apuntó la linterna al piso. —Acá está lleno de escalones, tenés que tener cuidado para acomodar a la gente. —¿No iba a cortar las entradas? —Sí… pero lo va a hacer Raulito nomás, y vos vas a acomodar... para que veas cómo es la cosa. La plata es
la misma —dijo el dueño y alumbró hacia una casilla que estaba al final de las butacas—. Aquella es la sala de máquinas. De nuevo alumbró el piso. —Volvamos. Jorge se quedó mirando la casilla. Estaba oscuro pero podía ver la pared blanca con las dos ventanitas negras. Antes de girar para volver, la luz de la sala de máquinas se encendió. Las ventanas le parecieron los ojos de un animal agazapado. Se dio vuelta para preguntarle al dueño si ya había llegado el que pasaba las películas, pero estaba solo. Apenas se veía el resplandor de la linterna alejándose por las escaleras. Comenzó a caminar para salir de la sala y de nuevo sintió que alguien iba detrás de él. Intentó apurar el paso pero la impresión de que lo seguían aumentó. Se agitó. Quizás era miedo. Pero no, él era de no tenerle miedo a nada. Llegó al hall. El dueño y Uriel estaban afuera. —¿Ya vino el que pasa las películas? —preguntó Jorge cuando salió. —No, ése viene recién a las nueve. Enseguida el dueño y su hijo se subieron al auto. —Chau, indio —gritó Uriel desde la ventanilla. Jorge ni lo miró y cruzó la calle. Faltaba media hora para que comenzara su primer día de trabajo. Se sentó en un banco de la plaza y miró el cine. Era alto, y tenía dos columnas a los costados. Se parecía a un león sin cabeza. ... La función incluía dos películas. Junto a la de Olmedo y Porcel daban una de karate. Se llamaba Muerte en Yulin. Jorge vio poco del principio, pero después, cuando
dejó de entrar gente, se paró al lado de la puerta para verla con tranquilidad. La película era china y encadenaba pelea tras pelea. Todas en lugares que a Jorge le parecieron insólitos. Barcos, cocinas de restaurantes, calles llenas de gente, playas de estacionamiento. Se trataba de unos hombres de trajes azules que querían instalar en Yulin un sistema de vigilancia y tenían una lista con todos los que se oponían y había que eliminar. Uno de los hombres de traje le hacía acordar a su padre. Su padre también tenía los ojos achinados, era bajo y flaco, aunque bastante más morocho que los hombres de la película. —¿Te gusta? —le preguntó el dueño al oído. —Más o menos —dijo y lo miró a la cara. —Vení afuera. Jorge salió atrás del dueño. —No te pago para que mires películas. Hay muchas cosas para hacer acá. ... Su tío estaba sentado en el patio. Eran las nueve de la mañana. —Miguel, tengo una buena noticia —dijo Jorge y se sentó en la silla que estaba frente a él—. Conseguí trabajo. El tío se quedó en silencio y asintió. —Lucía no quiere que te quedes más acá —dijo el tío. —Pero si vos me dijiste que me podía quedar todo el tiempo que quisiera. —Tenés que entender, te tiene miedo.
—¿Y a mí quién me entiende? No tengo dónde mierda ir ahora —dijo, se paró, tiró la silla al piso y entró a su pieza. ... —Viniste demasiado temprano hoy —le dijo el dueño, que seguía con el mismo traje marrón. —Tengo un problema. —No me digas que no vas a venir esta noche porque… —No, mi tío me echó de su casa —dijo Jorge. —¿Qué hiciste? —Su mujer… —Tema de polleras… —dijo el dueño. —Es otra cosa —dijo Jorge. —Bueno, no te preocupes, tengo el camarín del fondo. —¿Me haría ese favor? —Sí, me trabajás dos días gratis a la semana y listo. —¿Qué? —Bueno, uno, y me arreglás la vereda. ¿Sabés de albañilería, no? —Algo. —Perfecto —dijo el dueño. Jorge miró hacia afuera. La vereda tenía ondulaciones, remiendos y baldosas sueltas. —Mañana te traigo todo para que comiences. También sacá las matas que salieron contra la pared —dijo y señaló hacia afuera—. ¿Te quedás ya esta noche acá? —Y sí. —Bueno —dijo el dueño—. Ya que estás, bajame las películas del baúl del auto.
... —En esta foto soy como vos, mirá —dijo Uriel y se la dio. Parado delante de una pileta estaba Uriel. Tenía una pollera de tela marrón, el torso desnudo, una vincha con dos plumas de colores y las mejillas pintadas con líneas negras. Sonreía. Jorge tuvo ganas de hacerla un bollo. Pero se la devolvió. —Estoy parecido a vos, ¿no? Papá me hizo el traje —dijo Uriel. Jorge se dio vuelta para irse. Pero dio unos pasos y volvió. Lo agarró a Uriel del brazo con fuerza y lo levantó. Uriel quedó en punta de pies. Le dijo: pendejito de mierda, dejate de joder con lo del indio porque ni yo sé lo que soy capaz de hacer. Uriel lo miró y dijo que sí con la cabeza. Estaba a punto de llorar. —Y no le digas ni una palabra a tu papá porque si no él también liga, ¿sabés? —dijo y lo soltó. ... —Este es el camarín. Hay uno del otro lado pero está hecho bolsa —dijo el dueño. El lugar era chico y tenía forma triangular. El techo estaba descascarado y en una de las puntas había manchas verdes. —Te puse el velador porque acá no hay luz… Y puerta no vas a necesitar, acá no viene nadie —dijo el dueño—. ¿Sábanas tenés? —Si usted sabe que no tengo nada —dijo Jorge.
—Ahora te traigo una de casa. El dueño salió del camarín. Jorge se recostó en la cama con la luz prendida. Aunque el colchón parecía una chapa, se durmió. Soñó que cocinaba un perro y se lo comía entero, con la mano. Hasta que lo despertó una voz. Hablaba fuerte. ¿Seguís acá?, oyó. Jorge miró hacia afuera. Más allá de la puerta era todo negro. Cualquiera podría estar mirándolo desde ahí sin que él pudiera ver ni siquiera una silueta. Quedó inmóvil, como atado a la cama. ¿Todavía seguís acá?, oyó de nuevo. Unos segundos después asomó la cara del dueño. Lo miraba de manera extraña. —¿Te pasó algo? —le preguntó. —Nada, qué me va a pasar —dijo Jorge. —Vení, entonces, que ya son las nueve. ... Jorge despertó en una ciudad parecida a la que lo llevaba a pasear su padre cuando era chico. En la mano tenía una hoja con una lista de nombres. El suyo era el último. Dijo: no, dijo: no puede ser, y cuando se dio vuelta los hombres de traje azul estaban parados frente a él. Comenzó a correr. ¿Por qué estoy soñando esto?, se preguntó y siguió corriendo. Se subió a un edificio y los hombres de traje azul lo arrinconaron en la terraza. Del medio de ellos surgió su padre. No alguien parecido, su padre. Estaba con los ojos cerrados, igual que aquella siesta diez años atrás. Jorge le pidió que lo perdonara. Le rogó como nunca lo había hecho en su vida. El padre acercó su cara a la de él, abrió los ojos, lo miró, y le dijo: yo confiaba en vos, y los cerró de nuevo. Después retrocedió unos pasos y dio la orden para que lo mataran. Los
hombres de traje azul lo llevaron a Jorge hasta el borde de la terraza y lo empujaron. Jorge se sacudió y abrió los ojos. Enseguida sintió un ruido fuerte. Por unos segundos pensó que también había soñado ese ruido, que era parte de su muerte. Hasta que lo oyó de nuevo. Venía de la sala. Era un ruido metálico. Prendió el velador y la luz lo cegó. Se sintió más en la oscuridad que antes. También, de golpe, sintió frío. Miró su reloj: eran las cuatro de la madrugada. Y de nuevo el ruido. Sabía que salir de ese camarín era como taparse los ojos con fuerza, pero salió y espió por detrás de la pantalla y de nuevo, el mismo ruido, ahora más fuerte. Parecía que venía desde arriba. Salió al escenario y miró directamente hacia la sala de máquinas. Ese lugar lo había atraído desde el principio. La pared blanca de la casilla, las ventanas oscuras, silencio. De regreso al camarín se acostó y se puso a pensar en el ruido. Era como si tiraran al piso las latas en las que transportaban las películas. Yo confiaba en vos. Pasaron unos segundos y de nuevo el ruido. Otra vez se paró y salió del camarín al escenario. Ahora la luz de la sala de máquinas estaba prendida. Bajó, caminó por el pasillo, salió al hall. La luz tenue que venía de la calle apenas se filtraba por entre los carteles. Agarró la linterna. Cuando subía la escalera volvió a oír el ruido. Al llegar al descanso alumbró hacia la puerta que tenía el cartel de peligro. Debajo se había formado un charco. Abrió la otra puerta para ir a la sala de arriba y oyó de nuevo el ruido. Subió y sintió mucho más frío, como si estuviera en el medio del campo en pleno invierno. Miró hacia la sala de máquinas. La luz seguía prendida y además adentro una sombra se movía despacio, de un lado al otro. Subió los escalones del pasillo. Iba contra la pared, sin alumbrar a otro lado
que no fuera hacia delante, aunque la luz de la linterna era cada vez más baja y amarillenta. Y otra vez sintió que alguien lo perseguía, pero siguió avanzando a la misma velocidad para que esa sensación no aumentara. Le quedaban solo unos pasos para llegar a la sala de máquinas cuando la linterna dejó de alumbrar. Empezó a agitarse. Pasó por debajo de las dos ventanitas tanteando la pared y se frenó al lado de la puerta. Una de las máquinas pareció encenderse. Miró hacia la pantalla y nada. Le pegó con la palma de la mano a la puerta. Era de chapa y el ruido retumbó en toda la sala. Gritó: ¿quién está ahí? Inhalaba más de lo que exhalaba. Después empujó y la puerta se abrió. Miró hacia el interior, todo estaba en orden, las latas arriba de la silla, una encima de la otra, los proyectores apagados. Pero de repente oyó la voz de un chico. Venía desde el fondo. Papá se durmió, papá se durmió, repetía con un tono monocorde, como rezo. ¿Uriel?, preguntó Jorge y se inclinó para mirar por entre los proyectores. El chico estaba sentado arriba de una mesa y movía las piernas de manera suave. Tenía puestos unos zapatos blancos con medias tres cuartos y un pantaloncito gris. La misma ropa que usaba Jorge de chico. Papá se durmió, papá se durmió. La sala de máquinas estaba helada a un nivel insoportable. Jorge quiso avanzar para verle la cara, pero los pies le parecieron fijados al piso y se cayó de rodillas. Atrás, la puerta se cerró con un golpe seco, y la luz se apagó. Comenzó a respirar más lento, de manera normal. Incluso sintió alivio.
—NO ME DEJES. —SE PUSO de pie de un salto y me agarró la mano. Me gustaba pensar que su tacto era tenue pero chispeante; cuando me suplicaba, me encendía. Acepté que me siguiera, pero le advertí que Madre no podría verlo, ya nos había causado suficientes problemas. —Yo tampoco la quiero —empinó el rostro—. Tendríamos que hacer algo. —¿Algo como qué? Las paredes del corredor estaban pastosas y el empapelado con dibujos de palmeras brillaba. Había llovido sin parar durante días y había tenido que sellar los vidrios con cinta, pero la humedad igual se filtraba, se veían gotones colgando del techo. Un aroma grasoso y ácido, a pliegues de piel y compresas de salvia, irradiaba desde la habitación de Madre. Sus quejas eran una vibración continua, como el graznido de algo que resiste. Insistí para que se quedara en el umbral, pero Nino entró conmigo. Buscó el rincón de sombra junto al placarcito, desde donde podía verla solo si él quería. —Madre. Ella intentó incorporarse cuando escuchó mi voz pero parecía que el colchón la succionaba. Las sábanas tenían largos senderos rasgados que no toleraban más re-
miendos, como heridas de las que asomaban riñones de espuma naranja. La ayudé a sentarse, pesaba muchísimo para ser apenas un metro cincuenta de hueso. Tosió, la flema se escurrió por sus encías desnudas. —La bacinilla, Foscari —me dijo—. Me hago. —Qué asco —exclamó Nino a mis espaldas. Y aunque no lo veía, supe que meneaba la cabeza. Yo siempre había sentido su decepción en el centro de mi pecho, como una estaca oxidada. Me agaché para buscar la bacinilla bajo la cama. —Tiene que hacer —susurré—. Todos tenemos que hacer. —Ella me importa poco —dijo Nino—. El asco sos vos, que te olvidaste de todo. ¿Por qué no la limpiás con la mano, ya que estás? ¿O con la lengua? No le presté atención, Nino tenía una naturaleza muy rencorosa. Y no era tan difícil, Madre no olía tan mal ni era tan repugnante porque comía poco, cosas con miel y puré, básicamente y, cada tanto, yogur. Pero igual se quejaba cada vez que pedía la bacinilla. —Ay, ay, ay —decía. Pero yo había aprendido a distraer mi mente, Nino me había enseñado. Nos conocimos de mañana, él y yo. Madre dormía vuelta de costado contra la otra orilla de nuestra cama, roncaba suavemente, y me levanté tratando de no molestarla. Había escarcha en el jardín a pesar de que el invierno recién empezaba, aún no había amanecido. Nino me esperaba en la cocina. —Hola —saludó. Tenía un gorrito de lana con pompón, que se zarandeaba cuando hablaba y le tapaba las orejas, ojos muy grises y medias cortitas, también con pompones. Estaba sentado sobre la mesada moviendo las piernas. No sé
cómo habría entrado porque Madre trancaba las puertas varias veces (cinco cada puerta, en orden muy preciso) pero me alegró su presencia. Y aunque sentía curiosidad por saber de dónde venía y quién era, preferí no preguntarle, intuía que era sensible y enojón. Nos estrechamos las manos como señores. Él adoraba la leche tibia con canela, aunque solo para olerla hasta que se enfriaba, el pan con pasas y los duraznos; me pedía que los pusiera en el alféizar para ver cómo se iban pudriendo. Guardábamos las larvas que desgarraban la piel de la fruta en frascos que escondíamos bajo maderas sueltas del piso y pegábamos antenas y alas de insectos con cinta adhesiva en un cuadernito. Odió a Madre desde el principio. Ella tardó en descubrirnos y no lo habría hecho nunca si no fuera porque Nino no quería quedarse solo; decía que se descomponía. Estábamos en el jardín, bajo el árbol, del lado que daba al cantero y la pared, jugando con un pajarito. Ella se acercó tan sigilosamente que no nos dimos cuenta. —Foscari. —Fue lo único que dijo. Se tapó la boca con la mano y lloró y lloró sin que le saliera una palabra. —No entiende nada. —Nino se inclinó para susurrarme al oído—. Mejor no le digas. —¿Con quién hablabas, Foscari? Me di vuelta, asustado. Nino estaba justo frente a ella, la miraba desafiante; el pompón del gorro le caía entre los ojos. —Con nadie, Madre. Ella me miró muy fijo. Las lágrimas pararon de repente y se puso pálida. —Enterrá a ese pobre pájaro, lavate las manos. Te espero en el cuarto.
Nino me ayudó a sepultar al gorrioncito, me dijo que lo acomodáramos como una rayuela: un ala y la otra, la cabeza, una patita y la otra, el torso, las tripas. Marcamos el lugar del cielo para tallarle un monolito de madera. Nino pidió que no me lavara las manos. —Hagamos un pacto. Un pacto de para siempre —lamió la sangre de la punta de mis dedos y luego la de la palma y me pareció que su lengua era como una bolsa llena de cristales de mica. Sentí que mi cuerpo se ponía tenso, la sensación era agradable pero incómoda. —Ahora vos —ordenó. La sangre del gorrión era amarga y ligera, corrió fácil por mi garganta aunque venía mezclada con suciedad. Decidimos que la próxima vez la íbamos a exprimir y a poner en tacitas. Íbamos a usar servilletas, manteles y velas para armar un festín. Yo iba a vestir mis ropas de domingo. Madre esperaba sentada en el borde de la cama. Había sacado el cinto de papá, la única de sus cosas que no había tirado al fuego después de que quedó claro que él no volvería nunca. Había practicado contra el respaldo de una silla, me di cuenta porque la pana estaba marcada con líneas negras y porque ella estaba sudada y le costaba respirar. Nino me cuidó los días que siguieron, no sé cuántos en total, tuve que dormir boca abajo. Él juró que nunca la perdonaría. Me contó historias que me asombraban y me hacían reír, y así el dolor se me olvidaba como cuando uno toma agua después de una pesadilla. Me gustaba cuando Nino me besaba antes de dormir, y un día le confesé que la partecita blanda de sus orejas era muy bonita. Él sonrió y como siempre que pensaba mucho en algo
jugó con el pompón de su gorro, haciéndolo girar entre el índice y el pulgar. —¿Querés probarla? —Sí. Me prometió que ese sería mi regalo de cumpleaños. Madre se empezó a poner enferma de los pulmones después del episodio del gorrioncito y ya no salía, el jardín era solo nuestro. Inauguramos un diario que escondimos en una caja de metal y que enterramos en el cantero. Hacíamos dibujos, pegábamos plumas, uñas y hojas de diarios y revistas que juntábamos cuando Madre me mandaba a hacer compras. Teníamos un apartado especial con apuntes de cocina: Gorrión: entibiar sangre a fuego lento. Revolver con cuchara de madera, si no se vuelve muy ácida. Con esencia de vainilla y nuez moscada es buena para el invierno. La carne del lomo se pone dura, empaparla en leche y no poner al horno porque se seca. Gato: no usar cachorros de más de tres meses (son salvajes y la carne no es tan tierna). Que todavía se estén amamantando es lo mejor. Cocinar en pincho, a las brasas. Vivos. Perro: igual que los gatos, preferible usar cachorritos. Los cuartos traseros son deliciosos. Los menudos saben parecido a los de pollo y de rata, saltear con vino tinto. Cuando Madre ya no pudo salir de la cama, Nino y yo nos mudamos al living y ya no tuvimos que esconder ni el recetario ni las conservas de cada uno de nuestros banquetes. Nino había leído sobre el uso del formol en una enciclopedia que Madre había recibido de su madre, y nos fuimos volviendo expertos. Queríamos aprender a
embalsamar, pero no había nada acerca de eso en los libros de casa. Mientras, usábamos la heladera para preservar nuestras compotas y las íbamos degustando de a poco, a medida que inventábamos nuevas recetas. Tener nuestro lugar propio en el living hizo que muchos de los pequeños que recolectábamos (la mayoría de las calles pero a algunos nos animamos a robarlos de casas de vecinos) pasaran días junto a nosotros, porque tomarles cariño lo hacía todo más interesante. No era lo mismo guardarse algo en el cuerpo, quedarse para siempre algo que amábamos, que algo que no nos importaba. Y la mirada de los cachorros cuando los lastimábamos, como si no pudieran creerlo... La carne sabía distinto y los chillidos resonaban y nos estrujaban por dentro y ni siquiera había que tocarse para sentir placer. A la noche revivíamos todo eso en sueños y era como si nunca terminara. —Tengo una idea. —Nino me había seguido hasta el baño, se sentó sobre el inodoro cerrado y meció las piernas mientras me observaba limpiar la bacinilla. —Me imagino —yo ya conocía la voz que usaba cuando quería sugerirme algo que no me iba a agradar—. Me imagino: es acerca de Madre. Se acomodó el gorro y me mostró sus orejas: la que no tenía lóbulo pero también la intacta. —No vas a tener que esperar al próximo cumpleaños. —Me tentó. Él sabía muy bien, yo nunca necesité decírselo, que el día que cumplió su promesa de darme de probar su carnecita había sido el mejor de mi vida. Era primavera y pusimos la mesa en el jardín; como siempre que hacíamos algo especial, encendimos velas y sacamos la vajilla que Madre guardaba en el mueble con vitrina, los cubiertos de
plata y los vasos de cristal. Cuando salió la primera estrella, Nino se arrodilló delante de mí y con solemnidad se sacó el gorro, me lo dio para que lo tuviera mientras con los dedos de una mano tironeaba hacia abajo el lóbulo y con el cuchillo más afilado cortaba hasta llegar al cartílago. La comimos cruda, él me dio a mí en la boca, en la punta del tenedor la carnecita clavada parecía guardar recuerdos de haber estado viva hasta hacía segundos, y seguía palpitando. La sangre chorreaba espesa y con olor a hierba. Tuve un espasmo húmedo y engrudado, el primero que recuerdo. —Está bien, a ver, ¿cuál es el plan? —dije. Sequé la bacinilla, salí del baño. Nino se sujetó de mi ropa y fue detrás de mí, dando saltitos de felicidad pero cuidándose de que Madre no lo oyera. Decidimos esperar a que llegara el frío porque no queríamos que los vahos hicieran sospechar a los vecinos pero utilizamos esas semanas para experimentar con fuego y ácido. Era conmovedor ver cómo los gatitos y los perros trataban de escaparle a las llamas y no se entregaban ni aunque supieran que estaban perdidos. Llegamos a establecer una secuencia satisfactoria que empezaba con la punta de la cola y, luego del lomo, la panza y las orejas, terminaba en los ojos. Usábamos fósforos, goteros resistentes, hornallas e incluso una vez, directamente metimos uno al horno. Los gritos tenían algo que recordaba a la ópera, primero como una advertencia muy baja, luego se volvían súplicas y llegaban a un chillido de terror igual a los solos de las sopranos (a Madre le gustaba escuchar discos de pasta de las obras de Verdi), al final se iban extinguiendo entre gorgoteos hasta que los envolvían las flamas o hasta que el ácido los corroía por dentro. Grabá-
bamos todo el proceso y después lo volvíamos a escuchar tendidos en el pasto y mirando el cielo, abrazados, con los auriculares puestos. Lo hicimos en solsticio, como corresponde. Fui yo quien le ató las muñecas y los tobillos a la cama. Nino observaba y me iba dando indicaciones. —Más fuerte —decía—, más fuerte. Le puse un pañuelo bordado con sus iniciales, su preferido, bien adentro de la boca, tuve que aprovechar mientras Madre dormía porque a pesar de todo me perocupaba la fuerza de su mandíbula. Nino me dijo que alrededor del cuello le ajustara el cinto de mi padre. El extremo lo enrollé a un gancho en la pared, puesto ahí a martillazos. Contamos los días y registramos cada cosa en nuestro diario. Yo, acomodado a los pies de la cama para no perderme ningún detalle y Nino en el piso, junto al placarcito. El olor era nauseabundo, “guh, guh, guuuuh”, se quejaba Madre. Tironeó de las ataduras solo mientras duró su sorpresa pero llegó un momento, lo percibí con total claridad, en que entendió lo que ocurría y se quedó quieta. Me hubiera gustado tener una cámara porque no hay palabras para describir la belleza de la desesperación y la decadencia, el modo en que atrae a las moscas y le da hogar a sus larvas que se multiplican como geisers y cuando ya no caben, salen de la vagina a explorar el mundo. Las cucarachas prefieren las orejas y la boca, y a las ratas les apetecen las puntas de los dedos de los pies y, especialmente, los ojos. El proceso demoró más de lo que habíamos previsto, y nos aburrimos. La terminamos acomodando bajo el árbol, entre las raíces, en una pose de bailarina. Seguía siendo pesada, se quejó y se volvió a resistir a pesar de
que estaba más allá, que aquí. Nos propusimos sacarla después del invierno para ver cómo estaba y porque había cosas que solo ella podía darnos: - Un atrapa-sueños - Una lámpara de noche - Un felpudo para la puerta del jardín Necesitábamos los huesos pequeños de sus manos para que el viento los hiciera chasquear, un cráneo redondo donde poner velas de noche para alumbrar el camino y piel arrugada de cara de arpía para espantar a los curiosos y los enemigos. Pero antes de eso, y antes de que pudiéramos organizar la cena especial donde serviríamos la segunda y última carnecita del lóbulo de Nino, surgió algo mucho más interesante: una familia nueva en la cuadra, algo que no sucedía desde hacía tiempo, y el único hijo, Gero, más chico que yo, muy rubio, con sonrisa de dientes separados, y un poco tímido. Nino lo odió desde el principio. Yo no podía dejar de pensar en el pelo que bajaba por su nuca haciendo un camino dorado. Quería pasar mi nariz por ahí y luego rasparlo con mis dientes hasta sacarle sangre, deseaba meterlo dentro de mí. Pasé horas espiándolo desde las ramas altas del árbol, así aprendí su nombre y llegué a saber de memoria todos sus movimientos: tenía un perro labrador con el que jugaba a tirarle palos y pelotas. Iba y venía siempre con sus padres. —Voy ser su primer amigo. —Decidí un día. —Me vas a dejar. —Sentado en el cantero, Nino lucía triste, furioso, un poco enfermo.
—¿Qué? ¿Por qué decís eso? Vení. —Lo agarré de la mano y fuimos a buscar ropa. —¡No, Fos! —protestó mientras subíamos al altillo— ¡A mí me gusta eso que tenés puesto! —¿Esto? No voy a salir así, Nino. Esto es para estar acá con vos, solo para vos. Noté que sus ojos vigilantes y algo alarmados me recorrían mientras yo me bajaba los breteles y la seda quedaba acumulada como un ovillo transparente y rosado a mis pies; era el camisón de Madre que más me gustaba, fresco, igual que las caricias de Nino. Él se cruzó de brazos y me dio la espalda para que no pudiera ver que temblaba, pero yo me acerqué de puntillas y lo sostuve. Cuando lo besé, creí que mi cuerpo se inundaba de cosquillas fosforescentes. —Me pongo pantalones pero esta me la dejo, ¿sí? —Conduje sus dedos al borde calado de la prenda interior, también de Madre. Eso pareció reconfortarlo—. Ya probamos con pájaros, gatos y perros. —Lo miré a los ojos. Ahora era yo quien suplicaba. Todos los análisis de animales que había hecho a lo largo de mi carrera como gourmet fueron muy útiles, pero más ayudó la gorrita de béisbol, que me puse vuelta hacia atrás, y el hecho de que Gero estuviera tan solo. Tropecé con él cuando iba de camino a la plaza, era un día ventoso y nublado, de esos que parece que cae la noche justo después del mediodía. Ronin, así se llamaba su labrador, me husmeó con desconfianza y con interés, de seguro percibía rastros de Nino y de nuestras costumbres (los animales tienen un sexto sentido, dicen), aunque yo me había lavado las manos y el cuerpo con mucha dedicación. Le acaricié el lomo y detrás de las orejas, también la barbilla,
y el perro terminó moviendo la cola, aunque no me dio ni una sola lameteada. —Ronin… ¿es un nombre? —pregunté cuando ya nos habíamos acomodado en las hamacas. Por el horario y el frío, el arenero estaba desierto. —Un Ronin es un Samurai sin amo —explicó Gero y arrojó una rama con más fuerza de la que podía tener alguien con su esqueleto de pajarito. El perro dudó, nos observó: a él, luego a mí. Finalmente obedeció, aunque pareció que lo hacía de favor. Mientras corría miraba de costado para controlarme. —Pero si tiene amo —dije—: vos sos su amo. Gero pensó unos segundos y negó con la cabeza mientras reía. Tardé en invitarlo porque la idea me ponía muy nervioso; no podía dormir de cuánto lo necesitaba y cuánto pensaba en él, no hablaba de otra cosa que de sus muslos y su olor a peras. Nino me seguía a todas partes, como siempre, pero ya no me agarraba de la mano, ahora decía que si me tocaba se iba a descomponer porque yo estaba contaminado. No me ayudó a arreglar la casa, aunque se lo pedí de mil formas, me observó desde un rincón mientras yo trapeaba. Hacía días que había escondido las dos orejas bajo el gorro y apenas me dirigía la palabra. —¡Sos un caprichoso! —le grité—. Después no esperes que te comparta. —Era la primera vez que me enojaba con él y, aunque se cruzó de brazos y se mostró ofendido, no me preocupé por consolarlo. Gero vino una tarde de lluvia, no trajo a Ronin pero sí un pan y un sachet de leche. —Mi mamá dice que no se puede ir a la casa de amigos sin llevar algo de merienda —explicó. Por la forma en que miró el empapelado lleno de globos de hume-
dad y sucio de moho, me pareció que mentía. Pero yo estaba demasiado contento para irritarme por eso. Le mostré el altillo, donde guardaba algunos juguetes de la época en que papá todavía estaba, como un cubo Rubik al que le faltaban teclas y las damas y la Oca; el living con el estante de discos y las enciclopedias. Pero el jardín fue lo que más le gustó, salimos sin paraguas, garuaba y a él el barro no le hacía nada porque usaba botas de goma. Nino nos seguía a distancia, prudente como un gato que aprovecha cada sombra; hacía girar el pompón de su gorro entre el pulgar y el índice. El pasto estaba descuidado pero en el cantero habían brotado flores silvestres blancas y violetas. Las ramas del árbol eran fuertes, y Gero sugirió que pusiéramos una hamaca; solo necesitábamos soga gruesa o cadenas y una tabla. Lo dijo como al pasar, pero con entusiasmo, y sus palabras me hicieron tiritar de placer. Él confundió mi piel de gallina y, muy preocupado, me arrastró para adentro: —Vamos, a ver si te enfermás. No te podés enfermar, sos mi único amigo. Mientras Gero esperaba sentado en una silla, calenté la leche y puse el pan en una sartén; la cocina se llenó de aromas que casi había olvidado y que me dieron alegría. Agachado bajo la mesa, con las rodillas contra el pecho, Nino vigilaba. —¿Qué juego te gusta más? —preguntó Gero. —¿De los que tengo? —Sí, o no. De cualquiera. —No sé… ¿A vos cuál te gusta, Gero? —¿Qué te pasó en la oreja? Me di vuelta, lo miré sin saber qué responderle. —El otro día lo noté —dijo tocándose su propia oreja y señalándome—, te falta un pedacito. ¿Por eso te
ponés el gorro hasta abajo, para que no se vea? ¿Te avergüenza? Me encogí de hombros y fingí que controlaba las tostadas. En el primer cajón, el que estaba a la altura de mi panza, había cuchillos bien afilados. —Hice la gran Van Gogh. —¿La qué? Escuché la risita de Nino debajo de la mesa y sentí bronca, también nostalgia. Gero se había levantado y estaba pegado contra mi costado, tan cerca que sentía los retumbos de su corazón igual que si fueran míos. Sus dedos de uñas pálidas se estiraron con cuidado, como hacía yo cuando quería sacar un gatito de la teta de su madre, y se colaron debajo de mi gorro. Mi cuerpo húmedo palpitaba. —¿Significa que te la cortaste vos? —Lento, muy lento, tiró del pompón hasta sacarme el gorro. Miró mis dos orejas, la mutilada y la intacta, con expresión seria—. ¿Y después qué hiciste? —Yo… —Decile —me desafió Nino, soltando otra risita—. A ver si te animás. Decile. Abrí apenas el cajón, metí una mano. —Yo… —Fui tanteando, buscaba el mango grueso de la cuchilla dentada. —¿La guardaste, la tiraste? ¿Qué hiciste? Las piernas no me sostenían y sentía mis huesos como electrificados. La punta de mi lengua asomó para catar el aire, el olor a peras de Gero mezclado con el mío se clavó en mi frente y me hizo parpadear. Encontré el cuchillo. —No te animás —repitió Nino, pero esta vez se refería a otra cosa.
—¿Te dolió? —Gero pasó la yema del dedo por la cicatriz irregular y bordó de mi oreja. —¡Ah! —me estremecí. —Contame por qué lo hiciste, Foscari. —No te animás. No te animás. No te animás. Alcé la cuchilla, gritando algo que ni yo entendí y, cuando la bajé, la giré sin pensarlo y le di con el mango en el pómulo. Él se desplomó, más por la sorpresa que por el golpe. Se agarró la cara, que por suerte se hinchó pero no sangraba (el olor rojo, a frutas maduras habría sido irresistible), y me miró con una desilusión y un horror que yo no sabía que existían. Volví a gritar. Me puse en cuatro patas y me abalancé sobre él y le grité, lo escupí, le grité. Gero salió corriendo, lo oí tropezar varias veces, creo que tiró algo por el camino, un cuadro, una mesita, no sé. Dejó la puerta abierta. Yo quedé de rodillas, lloraba y chillaba como un cachorro que no esperaba que lo lastimasen. Cuando ya no pude más de cansancio y tristeza, apoyé la frente contra el piso y pensé por qué mejor no usaba la cuchilla conmigo mismo. Pero Nino había salido de abajo de la mesa. De puntillas se acercó, me abrazó muy fuerte. —Shhh —me consoló. —No me dejes —le pedí.
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