Situaciones artísticas latinoamericanas 1

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Situaciones artísticas latinoamericanas . _ 1a.ed. _ San José , C.R: TEOR/ética, 2005. 176 p. ; 27.9 x 21.5 cm ISBN 9968-899-18-6

1. Arte latinoamericano. 2. Arte moderno _ siglo XXI. 3. Arte _ Crítica. I. Título.


SITUACIONES artĂ­sticas latinoamericanas

GETTY Foundation, Los Angeles


Virginia Perez Ratton

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CRÍTICA DE LA CRISIS DE LA CRÍTICA EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22 Gabriel Peluffo Linari LA OPCIÓN DEL CONCEPTUALISMO: ¿UN “ISMO” MÁS O UNA “TÁCTICA DE SENTIDO”? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Maricarmen Ramírez

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UNA FAMILIA DE LOS LEVES. ABSTRACCIÓN Y CORPORALIDAD EN SEIS ARTISTAS VENEZOLANOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 María Elena Ramos LEER A LAM: COSMOVISIÓN AFROCUBANA Y OCCIDENTE JUDEO-CRISTIANO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desiderio Navarro LA HISTORIA A CONTRAPELO. MODELOS VISUALES Y TEÓRICOS PARA EL ANÁLISIS DE LA FOTOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA EN AMÉRICA LATINA . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Antonio Molina APUNTES SOBRE ARTE ARGENTINO PRE Y POST 2001 LA PUESTA EN JUEGO DE LA CRISIS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Inés Katzenstein

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UNA ÉTICA OBTENIDA POR SU SUSPENSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 Cuauhtémoc Medina 14 ENTRADAS PARA EL ARTE BRASILEÑO CONTEMPORÁNEO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116 Ivo Mesquita


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SITUACIONES ARTÍSTICAS LATINOAMERICANAS I Este libro inicia otra etapa en el proyecto editorial de TEOR/éTica. La presente compilación, de nueve conferencias sobre diversos aspectos de la producción visual de Latinoamérica, dictadas en la sede durante el año 2004, conforma el primer volumen de una nueva colección de publicaciones teóricas que serán realizadas a lo largo de tres años gracias al apoyo de la Fundación Getty, de Los Angeles, California. La misma atiende a una voluntad de ampliar nuestro ámbito editorial hacia la investigación, más allá de los catálogos que se han editado desde 1999. En efecto, hasta este año, con fondos propios y mediante el aporte de fundaciones y organismos internacionales, ha sido posible mantener Publicaciones TEOR/éTica: una colección aun en proceso, de alrededor de treinta catálogos, brochures y algunos DVD´s, documentando tanto las muestras realizadas en la sede de San José y en el espacio público local, como algunas de las participaciones nacionales o regionales en bienales internacionales. A esto sumaremos entre el 2005 y el 2007, varios fascículos monográficos sobre artistas centroamericanos. Uno de los objetivos principales que se ha propuesto TEOR/éTica, ha sido el de estudiar y dar a conocer las prácticas artísticas de la región centroamericana, una región con límites permeables, que se desborda hacia el Caribe, hacia el norte e incluso hasta Europa. Exposiciones, proyectos curatoriales, participaciones internacionales, pero sobre todo la generación de pensamiento crítico y documentación, son parte de las estrategias necesarias para ello. El documento, la referencia, el texto crítico, la imagen impresa o visualizable digitalmente, que permitan la consulta y el estudio, son esenciales en este proceso, como lo es el estadio si-

guiente: la distribución y circulación de la información. Hasta hace poco, la documentación sobre el arte realizado en América Central era muy limitada, sobre todo en cuanto a las prácticas más recientes, pero además, el material existente prácticamente no ha circulado fuera del ámbito mismo de su producción –academias, universidades, galerías locales, estudios– y por tanto ha sido poco accesible. En este sentido, se ha preparado un proyecto editorial que será financiado en su mayor parte por la Fundación Getty, y que incluirá memorias y compilaciones como la presente, pero también investigaciones sobre figuras históricas o artistas vivos centroamericanos poco difundidos, trabajos académicos sobre temas específicos, y análisis exhaustivos de los últimos veinte años en la práctica artística regional. TEOR/éTica busca colaborar en establecer puentes y crear vínculos desde el istmo con el mundo, pero particularmente con el resto de América Latina, con las visitas de intelectuales y profesionales del arte, así como a través del intercambio de publicaciones y otros materiales con instituciones afines. Las inacabables discusiones que han tenido lugar desde hace años en relación a lo latinoamericano, a la “identidad” del arte producido en Latinoamérica, a los pro y contra de la categorización totalizante de “arte latinoamericano”, siempre desembocan en la evidencia de nuestra mutua ignorancia del “ser” del vecino, con lo cual, también su “hacer” nos es desconocido. Solo es posible que nos entendamos al hablar de arte latinoamericano, o de las particularidades

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de las prácticas que se dan y los discursos que se articulan en Latinoamérica, si nos conocemos entre nosotros mismos, y si este conocimiento, en lugar de darse a través de los centros como intermediarios, se puede lograr de manera directa. Es preciso pues crear el punto de encuentro en un Sur que se replantee a sí mismo y a sus relaciones con el Norte, pues ni el Sur ni el Norte, ni el centro y la periferia son nociones absolutas, y sus imbricaciones e interdependencias son evidentes. Ya Gerardo Mosquera había planteado esta situación en términos del diálogo sur-sur: no estamos inventando nada, simplemente estamos recargando la pluma en el tintero, ya que es necesario recordar y refrescar las intenciones constantemente. Y el diálogo se establece con el encuentro, y el conocimiento ocurre con el diálogo. Es así, pues, desde 1999, en un afán de estimular la generación de pensamiento crítico a lo interno y ofrecer condiciones para la articulación de discursos que de manera dispersa se estaban conformando en Centroamérica, que se han realizado conferencias, talleres o tertulias quincenales alrededor de diversos temas o de exposiciones de artistas de la región y de fuera de ella. La intención inicial se dirigía a la producción centroamericana, siendo al mismo tiempo la más cercana y menos conocida, y a sus relaciones con el ámbito internacional, pero luego fue ampliándose espontáneamente hacia otros temas y otras regiones, en un espíritu de apertura de ventanas al conocimiento del otro, que es lo único que nos dará las claves para su comprensión. TEOR/éTica organizó además un simposio regional en mayo de 2000, y publicó el volumen Temas Centrales, con la memoria del evento. A lo largo de los años ha invitado a varios estudiosos del arte y curadores a impartir charlas y realizar investigaciones en el archivo, y siempre ha incluido un encuentro o un taller con los artistas que exponen en su espacio, de manera a facilitar vínculos entre ellos y la comunidad artística local. Al tiempo de haber iniciado

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estos encuentros, fue evidente un desconocimiento de ciertas figuras y movimientos referenciales de América Latina por parte de artistas, estudiantes, y amantes del arte del medio, así como una carencia en el conocimiento del aparato crítico que se ha separado hace mucho tiempo del análisis de carácter literario y que ha incorporado la filosofía, el psicoanálisis, las teorías post-coloniales, y otras disciplinas. Estas constataciones fueron el detonante para la organización de este primer ciclo de conferencias, bajo el título Situaciones Artísticas Latinoamericanas I, que de marzo a noviembre de 2004 reunió a nueve curadores, intelectuales o críticos de Latinoamérica. Estas presentaciones fueron articuladas de diversas formas alrededor del arte de nuestra América, ya sea para permitir un mayor acceso a estas figuras o movimientos referenciales, o bien para presentar facetas desconocidas o poco investigadas del desarrollo artístico de un país o región, o para discurrir sobre temas más generales pero sobre ejemplos específicos latinoamericanos. Cada participante presentó libremente un tema que le interesara particularmente, o que estuviera desarrollando paralelamente, de manera a aprovechar lo que la pasión y el interés puede comunicar a un público. Quisiera agradecer a Desiderio, a Ticio, a Juan Antonio, a Maricarmen, a Gabriel, a Cuauhtémoc, a Inés, a Ivo y a María Elena por responder a nuestra invitación, por su entusiasmo en participar y por su aporte a este ciclo. Quisiera reiterar el agradecimiento de TEOR/éTica a la Fundación Getty, así como a las instituciones y personas que hicieron posible tanto el desarrollo del ciclo como esta publicación. Virginia Pérez-Ratton Junio 2005


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Introducción Aunque operen hoy con perfiles bajos, ciertos conceptos _tales como “arte”, “emancipación”, “aura” o “identidad”_ han sobrevivido sucesivos decretos de defunción y aún se encuentran incordiando o animando el escenario recién estrenado. Con una mirada puesta en el arte de América Latina _aunque no detenida en él_ este artículo supone la necesidad que tiene hoy la crítica cultural de revisar algunas de esas ideas porfiadas. En pos de tal empresa busca analizar determinados desafíos que presentan ellas y las posibilidades contestatarias que se le abren ante una realidad apática. El texto parte de tres paradojas enredadas entre sí y concluye con el viejo tema del aura, tomado como un caso ilustrativo de una figura reacia que amerita ser reconsiderada. Tres paradojas La primera paradoja afecta el discurrir del arte moderno, perturbado por un profundo conflicto: tanto privilegia la autonomía del lenguaje como se muestra responsable de la emancipación universal. Esta contradicción entre la forma (separada de la historia) y los contenidos (comprometidos con ella), simultáneamente ha generado tensiones fecundas y conducido a callejones sin salida. La autorreferencia, emblema de la modernidad estética, obliga al arte a volverse sobre sí y dedicarse al funcionamiento de sus propios signos, mientras que la redentora promesa ilustrada lo fuerza a descentrarse, ocuparse de la realidad, actuar sobre ella y cambiarla. La tensión entre la soberanía del lenguaje _que genera la distancia del aura_ y las urgencias de la historia _aceleradas en pos de la gran utopía ilustrada_ consti-

tuye un resorte fundamental del dinamismo moderno, pero también actúa como un motivo constante de culpa y desasosiego. Por una parte, esta oposición se vuelve un escollo permanente para un pensamiento que no admite incoherencias y pretende explicar y resolverlo todo; por otra, deviene fuente de figuras potentes que, aunque antagónicas entre sí, conforman el núcleo de los afanes modernos. Este texto utiliza como contradicción característica del arte moderno la que enfrenta, por un lado, la idea de aura,1 que expresa el distanciamiento y la autonomía de la forma estética y, por otro, el concepto de utopía, que recoge el desafío emancipador y vanguardista. La segunda paradoja (o la segunda serie de paradojas) involucra la empresa contemporánea y se origina en un confuso movimiento suyo: nuestro tiempo impugna los fundamentos heredados pero, en cuanto aún no ha podido establecer un soporte propio, vacila si no se apoya en ellos. La contemporaneidad quiere rematar una vieja empresa ilustrada: la de terminar de disolver los núcleos metafísicos que lastran su derrotero (fundamento, identidad, origen, totalidad, etc.). Pero no olvida que esos duros meollos significan también los recaudos de su estabilidad, los mojones de sentido que han trazado los rumbos de aquel derrotero. Por eso, la crítica contemporánea asume de una manera programática esa maniobra doble de conservación y destrucción, de pertenencia y extrañamiento, que moviliza la memoria (y por ende la cultura); maniobra equívoca, fructífera, que azuza, confunde y anima el devenir y la comprensión de las culturas actuales. También otra cuestión que será tratada en este texto se relaciona con la misma maniobra: la constante

* Este texto se basa en la ponencia del autor titulada Los parpadeos del aura. La misma fue presentada en el III Simposio “Diálogos Iberoamericanos” realizado en Valencia en marzo de 2000 por la Consejería de Cultura, Educación y Ciencias de la Generalitat Valenciana. 1 Se toma el término “aura” empleado por Walter Benjamin en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos Interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973.

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confusión entre las jugadas disidentes y las posturas oficiales exige malabarismos a una crítica que no puede ser enunciada desde fuera de un terreno ilimitado: el propio pensamiento acerca de la posmodernidad es parte de la posmodernidad; en cierto sentido, toda crítica es hoy una autocrítica. La tercera paradoja surge del hecho de que el arte periférico, específicamente el producido en América Latina, se origina en prácticas de apropiación, copia y transgresión de los modelos metropolitanos; tales prácticas suponen, por ende, tanto la asimilación como la distorsión de los paradigmas centrales. Ambas operaciones son cumplidas a través de intrincados mecanismos retóricos que ayudan a replantear los conceptos de origen y fundamento, de universalidad, de identidad y simulacro. Superpuestas entre sí, estas tres grandes fuentes de antagonismos generan un espacio confuso y tenso. Ubicado en su centro _si lo tuviere esa escena ambigua_ el pensamiento crítico debe sacar provecho de sus aporías e intenta hacerlo a través de estrategias ambivalentes, reposicionamientos y negociaciones. Negociaciones Quizá, al sentirse eximidos hoy de la misión de revelar una verdad primera o última, ciertos graves conceptos de origen ilustrado logren adquirir la agilidad que requiere una nueva escena. Y puedan, así, reposicionarse con mayor facilidad en lugares estratégicos de esa escena demasiado complicada. Es por eso que términos como “identidad”, “diferencia” o “emancipación”, adquieren nuevas posibilidades: la de desencastrarse de sus esquemas binarios y la de asumir sus indecisiones e incertidumbres, sus incompatibilidades, sus costados oscuros y sus enigmas. Entonces pueden negociar mejor en torno a los sentidos que actúan en un escenario determinado por la rentabilidad compulsiva de la globalización. Estas negociaciones tienen una dirección política: pretenden recobrar cierto espesor crítico en el medio de un contexto nivelado por la performatividad mercantil. Y tienen, obviamente, fuertes implicancias retóricas: constituyen maniobras formales, movilizan tropos, rodeos y equívocos, utilizan recursos, lances de lenguaje. Ahora bien, estas operaciones tienen mucho que ver con los ministerios del arte. A menudo, la desconstrucción debe echar mano de las oblicuas razones de la forma sensible para imaginar totalidades no clausuradas, sentidos no satisfechos. Es que el arte no pretende _y si lo pretendió 2

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alguna vez ha renunciado hoy a esta empresa_ transparentar la realidad ni resolver los conflictos de la historia. Y en cuanto trabaja desde el rodeo de la falta, puede acercar argumentos elocuentes a la hora de discutir una metafísica de la presencia. De modo que si los ámbitos del arte, como en general los culturales, se ven invadidos hoy por conceptos extranjeros, a veces terminan éstos legitimados por las razones extrañas que rigen en aquellos. Elogio (y mentís) de la paradoja Pero volvamos a las paradojas. Según queda enunciado, este artículo pretende complejizar las cuestiones que le ocupan trenzando contradicciones derivadas de la modernidad, la contemporaneidad y la condición periférica (específicamente la latinoamericana). Ahora bien, estas contradicciones no sólo pertenecen a horizontes conceptuales diferentes sino que alcanzan sentidos distintos. La diferencia del arte latinoamericano se afirma a partir de las discrepancias que mantiene éste con las señales del centro. El pensamiento contemporáneo saca provecho de sus propios disloques. Ya se sabe que ciertas tendencias desconstructivas de la crítica actual no sólo reconocen la antinomia sino que a veces hacen de ella un instrumento útil para desestabilizar la fijeza de los grandes conceptos, poner en jaque su carácter esencial y desplegar sus dilemas sin pretender descifrarlos: celebrándolos casi como un principio confuso que complejiza la lectura de una realidad a punto de desvanecerse.2 Pero para el pensamiento moderno la paradoja significa un escollo serio. El problema principal de la modernidad es justamente su no asumido carácter paradójico: su ilustrada pretensión de resolver las oposiciones, su porfiada voluntad de explicar y comprenderlo todo. Las contradicciones de la modernidad se originan, en gran parte, en la vocación de autonomía. El proceso de diferenciación que caracteriza el gran impulso moderno culmina en separaciones y divergencias. Es que, dado que tal proceso va discerniendo en base a un registro dicotómico, entonces las fuerzas que animan el escenario de la modernidad acaban ordenadas binariamente en términos antagónicos: forma vrs. contenido, arte vrs. vida, cultura vrs. sociedad, lenguaje vrs. realidad, etc. Según la gran promesa moderna, tales oposiciones habrían de ser felizmente conciliadas a lo largo de una historia consciente y hacendosa. Pero en cuanto el voto moderno no termina de cumplirse (como no se cumple ninguna profecía utópica) y en cuanto no termina de clausurarse el sentido, ni de aliviarse la tribulación de la diferencia, ni de encastrar la cosa con la silueta de su nombre, ni de

Fredric Jameson trabaja la diferencia entre la contradicción moderna y la antinomia posmoderna en Las semillas del tiempo, Madrid, Editorial Trotta, 2000, pp. 17 y ss.


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satisfacerse, plena, la sociedad; en cuanto esto ocurre o no ocurre aquello, entonces la disyunción moderna se convierte en paradoja. En dilema irresoluble en los términos lógico dialécticos que argumentan el pensar moderno. Por eso, aunque el mito ilustrado haya abierto un prolífico espacio de confrontaciones, reflexiones y análisis, también ha promovido disyunciones irreparables y enunciaciones maniqueas y ha desembocado en callejones sin salida. En los terrenos del arte, la autonomía de lo estético produce una escisión definitiva entre la retraída comarca de las formas, por un lado, y el espacio de la realidad nombrada, por otro. La autorreferencia, insignia de la modernidad estética, obliga al arte a centrarse en el engranaje de sus propios signos. Pero, simultáneamente, la utopía moderna lo fuerza a desprenderse de sí para dar cuenta de las cosas y, aun, cambiarlas. Esta tensión entre la inmanencia del lenguaje y las urgencias de lo real (de la historia, de la existencia...) constituye el núcleo de los afanes modernos: de sus mejores productos y sus dilemas mayores. Los siguientes títulos se referirán a ciertas figuras paradójicas de la modernidad y los desafíos que plantean ellas. Y lo harán confrontándolas, mezclándolas casi siempre, con las otras paradojas que enlazan entrecortadamente los temas de este texto.

Los otros mapas En los ámbitos del arte latinoamericano, la principal consecuencia que tiene la gran aporía moderna es el enfrentamiento entre lo universal y lo particular: entre los arrogantes modelos de la metrópolis y las sumisas versiones o las insolentes apropiaciones de las márgenes. La dialéctica centro-periferia, encargada de esta cuestión espinosa, si bien ha aportado argumentos fecundos y contribuido a impulsar el debate, ha terminado muchas veces por empantanarse. Detenido en su naturaleza de mero reverso de lo central, lo periférico se convierte en su “espalda negra” o su falta: en el otro de la identidad occidental. Mientras la hegemonía cultural suponga la administración del sentido, las cifras de la periferia serán transcriptas siempre desde el lugar del centro. Y así enunciada desde afuera, aquélla será entendida no como lo diferente sino como lo adulterado. Y sólo podrá adquirir legitimidad asumiendo la posición del forastero, de quien ha quedado fuera del centro y es identificado en cuanto ejemplar exótico que satisface la necesidad occidental de alteridad. Pero el mismo término “occidental” ha devenido una metáfora de poder más allá de las

analogías cartográficas que estaban en su origen; de hecho, en el paisaje global, más que concentrarse, las decisiones políticas se diseminan: el poder ya no se localiza en estados nacionales sino que se propala a través de una retícula planetaria tramada por circuitos multinacionales y sistemas tecnológicos de comunicación. Esta uniformada urdimbre involucra obviamente los terrenos del símbolo: sus mallas trenzan los haceres culturales con las convincentes razones de la performatividad del capitalismo posindustrial. El mapamundi global estorba el uso de estrategias basadas en la polaridad absoluta adentro-afuera. Es difícil divisar un más allá de esta extensión ilimitada. Es difícil marcar un centro e imaginar las confines y los márgenes de este horizonte demasiado vasto que no permite divisar un exterior. “Simplemente [dice Burgin] no existe un estar fuera de las instituciones en la sociedad occidental contemporánea”.3 Por eso, no resulta ventajoso al arte latinoamericano interiorizar un modelo de identidades basado en el binomio centro-periferia, cuyos términos se hallan trabados en una oposición definitiva y esencial. Y no le conviene hacerlo porque ese registro tiende a reproducir la asimetría del vínculo y a legitimar la exclusión que resulta de él: lo periférico significa lo intruso, lo que ha sido expulsado o crecido extramuros y lucha porque su habla, remedada de la lengua “occidental”, sea reconocida por las instituciones del centro. Y éstas se muestran encantadas de hacerlo porque cada vez más dependen de esa otra voz, distinta, distante. La mercantilización cultural del capitalismo contemporáneo exige que éste renueve sus productos alimentándose de alteridades: lo auténtico y lo original, lo étnico, lo popular, son explotados comercialmente detrás de los pasos de una cultura que avanza celebrando la impureza, la hibridez y el pastiche. No siempre, por eso, irrumpir en los circuitos del centro, o ser aceptado en ellos, significa un triunfo de la alteridad. A menudo se sostiene que, dado que la dominación cultural se basa en la supresión del otro haciéndolo invisible y acallando su voz, entonces la resistencia de ciertas formas del arte subalterno debería basarse en la lucha por ocupar un lugar ostensible en las vitrinas metropolitanas. En contra de esta posición, teóricos como Connor afirman que la economía global depende cada vez más de formas mercantiles visibles; es decir, de la publicidad y “cada vez menos del intercambio de bienes reales e incluso de servicios. Bajo estas circunstancias, la visibilidad y autopropaganda se han convertido en una exigencia del mercado más que en un modo de

3 Víctor Burgin, The End of Art Theory, Londres, Macmillan, 1986, p. 192. 4 Steven Connor, Cultura Postmoderna. Introducción a las Teorías de la Contemporaneidad, Madrid, Akal, 1996, p. 141.

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liberación”.4 Baudrillard califica como “obscena” la visibilidad desmesurada promovida por “el éxtasis de la comunicación”. “La obscenidad [dice] comienza precisamente donde ya no hay más espectáculo, más escena, cuando todo se convierte en transparencia y visibilidad inmediata, cuando todo está expuesto a la luz... inexorable de la comunicación”.5 De modo que, aunque luchar por hacer visibles y audibles las expresiones diversas corresponda a estrategias que busquen poner en escena la diferencia, también puede significar la aceptación complaciente de las reglas del juego hegemónico. “La marginalidad [escribe Stuart Hall] “se ha vuelto un espacio productivo”6. Por eso, la autoafirmación y el potencial de disenso del arte latinoamericano no dependen tanto de la conquista de los terrenos metropolitanos por parte de sus producciones o de la graciosa aceptación que haga el centro de ellas: dependen de complicados procesos de construcción de subjetividades, de diversas estrategias de lenguaje, de apuestas de sentido apoyadas en la memoria (particular, global) y abiertas a la experiencia (universal, local). Dependen de transacciones, negociaciones, desplazamientos y forcejeos jugados sobre el horizonte de lo hegemónico y formulados a partir de demandas propias. Dependen, en fin, de intentos de contestar, desde cualquier sitio, los estereotipos oficiales de la cultura del consumo y el espectáculo. Así, ya no es relevante que las diversas posiciones sean enunciadas desde tal o cual lugar de un sistema supuestamente conformado por un foco irradiante de poder y por suburbios retirados; lo importante es que ellas, localizadas a lo ancho de una superficie geográficamente indiferenciada, sean capaces de abrir o preservar espacios de disenso y crítica, de poesía. Las formas alternativas del arte contemporáneo _las que afirman sus identidades propias o levantan propuestas progresistas_ son aquellas que, independientemente de su emplazamiento topográfico, se muestran capaces de desobedecer el curso estandarizado de códigos regidos por la mercantalización global de la cultura. Encarar el (no) lugar del enigma y el decir del silencio; hurgar los rebordes del pliegue, sin intentar desdoblarlo; recuperar el espesor de la memoria, sin buscar agotarla; pueden llegar a constituir gestos más radicales y transgresores que la denuncia o la exposición de la diferencia. Es que la puesta en escena de la disidencia es fácilmente expoliable por un sistema omnívoro que se nutre de toda disparidad y que reutiliza el antagonismo como combustible, acicate o antídoto. Y que, para hacerlo, debe no sofocar la divergencia sino administrarla:

domesticarla en términos de consumo fácil y renta segura. Desprovisto de sus aristas, sus dobles fondos y sus tapujos, desnudo, transparentado, el conflicto es obscenamente exhibido _en escaparates, pantallas o discursos oficiales_ como una anécdota neutral, sustraída a cualquier posibilidad de práctica: más allá del alcance del último afán.

La planicie La actual confusión de diversos ámbitos (mercantiles, culturales, políticos, sociales, estatales), bien explotada en su rentabilidad por el capitalismo, asume obviamente modalidades históricas particulares. El escenario abierto en el Cono Sur americano luego de derrocadas las dictaduras militares (escenario básicamente conformado por Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay) se encuentra marcado de manera específica por la racionalidad instrumental y acumulativa del mercado y, consecuentemente, por la frivolidad de los nuevos imperativos publicitarios. Por una parte, la rearticulación del poder ha exigido diversas maniobras ideológicas tendientes a enmascarar la continuidad de grandes intereses y valores gestados durante las dictaduras. Por otra, la comercialización de la imagen promueve que aquellas maniobras sean formuladas según el guión publicitario obvio y espectacular demandado por la “mediatización” de la política. A pesar de la crispación de una historia sacudida por crisis demasiado graves, la complicidad política-mercado promueve representaciones fofas, carentes de tensión y de riesgo, desvinculadas de una memoria alerta, descargadas de inquietudes y de sueños. Nelly Richard dice que el discurso de la “transición”, orientado a reintegrar lo diverso y lo plural a la serialidad niveladora del consenso y del mercado, convierte el espacio político en una planicie monótona, carente de relieve y de contraste. Una superficie regida por nuevos “mecanismos, procedimientos y resultados que hablan el lenguaje resignado de la calculabilidad para servir mejor la nueva ecuación del realismo democrático”. Y sostiene, a continuación, que “el ‘centro’ ya no (es concebible) siquiera como punto intermedio que debe controlar los amenazantes desequilibrios de posiciones extremas, sino como difuso, vasto y equilibrado territorio donde reina, casi sin contrariedades, lo mediano: lo que se ajusta (...) a la regla de no desordenar las filas, de no salirse del libreto, de no perder la compostura del orden democrático, hoy reducido a una sintaxis liviana de arreglos contractuales despejada de toda sombra de malestar o indignación”.7

5 Jean Baudrillard, “El éxtasis de la comunicación”, en Hal Foster y otros, La Post-Modernidad, Barcelona, Kairós, 1985, p. 130. 6 En Connor, ob. cit., p. 142 7 Nelly Richard, Residuos y Metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición), Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 1998, p. 222

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Las formas críticas del arte latinoamericano buscan perturbar este paisaje conciliado con recursos de utilería mediática. Ya no pretenden denunciar directamente la represión, esquivar la censura o desmentir las figuras retrógradas y los sentidos unívocos del discurso oficial; ahora quieren sobresaltar los clisés de la “transición” e inquietar las burocráticas certezas de un pacto social uniformado por los designios de la rentabilidad y los modelos de la información mediática. Reivindican para ello el desorden del deseo y los enredos de la palabra: los enredos del silencio, que es a través de la falta como mejor habla el arte. Las figuras de la transición des-dramatizan los hechos registrándolos en clave de guión mediático y según narrativas políticamente rentables. No soslayan la injusticia social, la corrupción ni la violencia; no niegan la presencia de formas subculturales (indígenas, rurales, contrahegemónicas): presentan los hechos, pero lo hacen mediados por la publicidad, configurados para el mejor consumo. Así, el conflicto se vuelve evento, materia simplificada de noticiero, crónica o reportaje. O índice movilizador de encuestas políticas. Ante esta situación, no basta que los artistas representen el drama (que había sido negado por la dictadura): en materia de representaciones la cultura mediática tiene todas las de ganar. Por eso, las acciones transgresoras consisten en desorientar el significado establecido, alterar el orden de los mojones que aquietan (y cierran) el contorno social. La retórica tiene acá una función política fundamental: a través de movimientos de tropos (de estrategias poéticas diversas y de figuras cruzadas) los artistas, posicionados en sitios distintos del escenario social, pueden discutir la folklorización de la diferencia y la simplificación de la memoria y pueden delatar el fingido sosiego de la historia y subrayar la contingencia de su curso enrevesado. Menciono un caso estratégico. Cuando cayeron las dictaduras en el Cono Sur Latinoamericano, una de las tareas fundamentales que encararon los artistas críticos fue la de oponer un modelo activo de memoria a las operaciones encubridoras de la historia oficial: la posibilidad de procesar el duelo y resignificar socialmente el drama constituía la tarea más radical en términos de propuesta artística y más útil en registro político. Pero, sobre el filo ya del nuevo siglo-milenio, se advirtió que la construcción de la historia, desde lo cultural, requería no sólo trabajar la memoria sino hacerlo en función de porvenir; en clave de recordar el futuro, quizá. Para una región atascada, desesperanzada, se vuelve difícil imaginar el mañana con entusiasmo. Y el arte tiene acá una

posibilidad interesante presentada por su inclinación utópica y su don profético. Desde ellos puede aportar su vasta experiencia en presagiar y anticipar; en adelantarse a fabular otro tiempo desde la oscura intensidad del deseo o el miedo, desde las figuras de la memoria o las razones del delirio o el sueño. Obviamente, esta apuesta augural no significa una promesa: pre-decir mediante el lenguaje poético no garantiza un lugar ideal: sólo avala la fuerza de la mirada lanzada hacia adelante. Cuestiones La acción de las estrategias recién citadas supone pluralidad de fuerzas. A pesar de las coincidencias que invoca la hegemonía, la sociedad no puede autorrepresentarse en forma completa y única porque existen diversas identidades que la imaginan desde memorias y proyectos desiguales, enfrentados a veces. Tal multiplicidad es responsable de azares y fluctuaciones: promueve disputas en torno al sentido y desemboca en continuas refriegas que complican y enriquecen la lectura de los hechos e impiden la clausura de cualquier interpretación total. La pluralidad supone, pues, la ausencia de fundamentos universales. Pero, si quiere ser invocada requiere otros sostenes que la avalen. Así, el descrédito de la razón metafísica pone en aprietos al pensamiento contemporáneo, que pierde el resguardo de las certezas y el cobijo de las totalidades. Hay otra complicación que acarrea aquel descrédito a este pensamiento: la propia realidad de los hechos abordados se muestra hoy vacilante. Y esta incertidumbre, como la anterior, repercute enseguida sobre los ámbitos del arte (es imposible concebir el arte actual como un metalenguaje que revela, aunque fuere en forma cifrada y oscura, una verdad descifrable). En medio de tal zozobra, este artículo identifica dos cuestiones básicas. La primera tiene que ver con la necesidad de encontrar un suelo firme y de articular políticamente proyectos jugados en un tiempo que descree de fundamentos y universales. La segunda atañe al sentido diferente que tiene hoy la crítica de lo real en un presente en el cual las cosas se encuentran cada vez más sustituidas por sus propias sombras. Ambas cuestiones, que serán tratadas bajo los títulos siguientes, revelan de nuevo la necesidad de recolocar conceptos que parecían haber sido dados de baja (universalismo, emancipación, aura, utopía, etc.). Desprovistos de recaudos trascendentales, estos conceptos recobrados sirven más para complejizar el análisis que para revelar verdades finales.

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La querella de los universales La impugnación de los fundamentos universales ha fomentado la apertura de una escena propicia a la diversidad y la emergencia de nuevos sujetos sociales e identidades culturales. Pero también alentó el surgimiento de tendencias que terminan sustancializando el momento de lo particular y trabando los mecanismos de la cohesión social. Al celebrar en abstracto el momento de lo diverso, estas tendencias promueven la dispersión y atomización de las demandas minoritarias, comunitarias o sectoriales. E impulsan el hecho de que los nuevos sujetos se constituyan al margen de un proyecto de conjunto y terminen, una vez más, excluidos y discriminados. Fiel a su breve tradición, el guión contemporáneo vacila. Es verdad, por un lado, que los programas de emancipación particular han movilizado la sociedad civil con sus demandas sectoriales. Pero también es cierto, por otro, que el hecho de esencializar la diversidad puede llevar a neutralizarla y puede, además, constituir ocasión de nuevos sectarismos y autoritarismos varios. La necesidad de replantear sobre bases más complejas, la relación entre las particularidades y los universales exige concebir ambos términos no como referentes autónomos ni como momentos de una relación bipolar sino como fuerzas variables cuyo interjuego moviliza negociaciones y supone reposicionamientos, avances y retrocesos, conflictos no siempre resueltos, soluciones provisionales, inesperadas. Pero la escena confusa, fecunda, en donde actúan esas fuerzas requiere la mediación de políticas culturales, instancias públicas ubicadas por encima de las lógicas sectoriales. Estas mediaciones deben no sólo garantizar la diversidad sino propulsar condiciones aptas para la confrontación intercultural; y deben alentar la posibilidad de que el derecho de las identidades coexista con miradas de conjunto. Miradas que permitan construir proyectos compartidos por encima del inmediatismo de las demandas particulares y que puedan coordinar discursos y prácticas disgregadas sin sustantivizar la totalidad ni arriesgar las diferencias.

Mimetismos En los ámbitos del arte, la modernidad adquiere su formulación definitiva con el abandono de una estética referencialista de la representación y la conquista de su autonomía formal: autosuficiente, coronada de aura, la forma se repliega sobre sí y deviene principio regulador de una esfera propia. Pero el formalismo alumbra sólo una cara de la modernidad; la otra, la opuesta, está ilu-

minada por la utopía. Si el arte se aparta de la realidad, lo hace para tomar impulso y regresar fortalecido con las razones del lenguaje. Ambos momentos, el de la autosuficiencia y el de la utopía son hostigados por la crítica de la modernidad. Pero aunque fuere a regañadientes, esta misma crítica termina por convocarlos, intentando neutralizar previamente sus pasados esencialistas y sus compromisos trascendentales. Lash sostiene que si el régimen de significación de la modernidad se define por la diferenciación entre símbolo y realidad, el de la posmodernidad se caracteriza por la des-diferenciación entre ambas instancias. Invadida por avalanchas de representaciones que suplantan a los referentes, la “realidad” está cada vez menos compuesta por objetos y hechos reales que por significantes.8 Por eso, si la modernidad artística, preocupada por preservar la autonomía de su esfera, se centra en la (auto)reflexión sobre el lenguaje, el arte actual, enfrentado a un mundo de simulacros, vuelve la mirada, ansioso, para verificar la densidad del mundo real desde el fondo de la caverna globalizada. Al artista actual ya no le interesan tanto los dispositivos de la ficción como el llamado avieso de lo real; antes que revisar constantemente el funcionamiento del lenguaje, ahora intenta horadar la red de imágenes que envuelve el paisaje exterior o su recuerdo. Y surge, por momentos, un arte visceral y directo, obsceno a veces, aparentemente literal en sus referencias demasiado crudas. Pero el resorte de la representación actual es diferente al del verismo clásico: la realidad invocada ahora ya no es concebida como un principio saludable y entero que pueda ser interpretado, sino como una conjetura; la sospecha de un fraude, a veces; la puesta en escena de un enigma, en el mejor de los casos (un enigma que gira, obsesivo, en torno a la falta de lo real). La llamada “des-diferenciación” contemporánea presenta consecuencias importantes que vuelven a desembocar en la cuestión de las posibilidades críticas del arte. Por un lado, provoca la pérdida de la autonomía de lo artístico: desalojado de un espacio propio que lo separaba de lo social y lo encumbraba sobre la cultura de masas; fuera de sí, el arte ha perdido soberanía y arriesgado privilegios. Pero, por otro lado, esa misma “desdiferenciación” implica el colapso de las grandes utopías: cuestionada la omnipotencia del símbolo, declinan sus facultades emancipadoras. Por último, en los revueltos ámbitos de una cultura regida por la lógica del simulacro, lo disidente y lo trasgresor también se han des-diferenciado.

8 Scott Lash, Sociología del Posmodernismo, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1997, pp. 34 y ss.

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Es que, tanto en los terrenos de la teoría como en los de la producción del arte, el desvanecimiento de las fronteras desorienta un curso trazado en términos cartográficos. Mimetizadas a veces en pleno campo adversario, las fuerzas hegemónicas intercambian posiciones con las disidentes según las reglas de un convenio poco claro. Toda cultura, y muy específicamente la moderna, se mueve impulsada por un juego de tensiones entre sus aspectos conservadores y sus impulsos transgresores; la disputa entre las posturas de quienes Weber llama “profetas” (vanguardistas) y “sacerdotes” (ortodoxos), se vuelve un dispositivo movilizador de la modernidad. Ahora bien, el movimiento des-diferenciador de la posmodernidad tiende a confundir ambos polos. La masificación de formas de arte tradicionalmente reservadas a élites ilustradas y el predominio generalizado del momento de la divulgación sobre el de la producción, así como la utilización de recursos contestatarios por parte de la cultura hegemónica, dificultan detectar a los profetas posmodernos. La cultura del simulacro, dice Connor, “permite que una obra subversiva sea, también, la forma oficial del capitalismo posmoderno”.9 Y esta ambigüedad confunde los lugares y desdibuja el perfil de las vanguardias. Eagleton piensa que la ambivalencia actual se origina en el hecho de que, aunque una parte suya sea culturalmente transgresora, el posmodernismo termina actuando conservadoramente en lo económico: cuestiona los fundamentos del capitalismo avanzado pero ayuda a reproducir su lógica material. Por eso, “el posmodernismo es radical en tanto desafía un sistema que todavía necesita valores absolutos, fundamentos metafísicos y sujetos autoidénticos” [pero] “lo que pasa por el nivel de la ideología no siempre pasa por el nivel del mercado: ...el sistema tiene necesidad del sujeto autónomo en la corte judicial o en el colegio electoral, (pero esta figura) tiene poca utilidad para él en los medios o los shopping centers”.10 Esta ambivalencia, que tiene como bisagra el mercado, dota de gran flexibilidad al sistema y le permite adaptarse a los desafíos más dispares y aun salir fortalecido de controversias y embates. Entonces, ¿cómo contestar un modelo cultural que _omnívoro, ubicuo, proteico_ puede nutrirse de la discrepancia, ocupar el lugar de enfrente, asumir la forma adversaria? ¿Desde dónde impugnar un sistema que, por haber arrasado todas las fronteras y mezclado todos los ámbitos, ya no permite divisar un más allá de sí? La desconstrucción de ciertos conceptos, si bien no ofrece una solución definitiva, sí abre posibilidades de no

clausurar la cuestión y complejizar sus desenlaces, que pueden ser muchos (o pueden no ser tales). Si los simulacros de la modernidad contemporánea permiten a ésta alimentarse de la oposición y oficializar la disidencia, los equívocos recursos de la desconstrucción posibilitan a las posiciones críticas reasumir en provecho propio las paradojas ineludibles de su tiempo y reutilizar ciertos conceptos vueltos sospechosos por sus prontuarios sustancialistas.

La lejanía revocada Volvamos al concepto de “aura”, cuya refutación responde a un impulso democratizador: el de anular las fronteras entre arte culto, masivo y popular. Las notas de universalidad, autosuficiencia y trascendencia que invisten de aura las obras superiores del arte erudito, crean una distancia de resplandeciente deseo en torno a ellas, las fetichizan y las vuelven plenas de sentido, únicas y cerradas. La reproducción mecánica disuelve la radiante aureola de los productos de la alta cultura, contamina saludablemente sus reductos exclusivos y los abre a la recepción colectiva y la hibridez generalizada. A partir de estos supuestos, la impugnación del aura busca explorar el potencial progresista de la cultura de masas y promover tanto el enriquecimiento de las culturas populares en sus cruces con ella como el crecimiento de las culturas eruditas a partir de su contacto con acontecimientos ordinarios y cotidianos. Básicamente desde Kant, la estética es responsable de establecer una brecha entre el objeto y su contemplación; de marcar una distancia que aísle la forma y abra un lugar para lo bello. Es a partir de esa distancia que se produce un conflicto entre la forma y el contenido del arte, uno de los temas centrales de la modernidad estética. Walter Benjamin no encara dialéctica, modernamente, ese conflicto: intenta un nuevo concepto de estética. opuesto a aquella tradición hegeliano-kantiana que autonomiza la obra de arte. Para trabajar el tema del aura, Benjamin parte de aquel concepto de distancia pero termina desplazándolo: “Para Benjamin [dice Guidieri] esa distancia, antes de manifestarse en la relación de la mirada al objeto, se encuentra encarnada en el objeto en sí, que sintetiza su propia genealogía: su origen [...] lo que, notémoslo, no es propiamente kantiano...” Testigo de su propio origen, el objeto deviene reliquia, y en cuanto tal genera un poder fantasmagórico que equivale al del fetiche trabajado por Marx.11 La fetichización de las obras de arte _es decir el escamoteo de su origen y el olvido de sus condiciones materiales_ es la consecuen-

9 Steven Connor, ob. cit., p. 141. 10 Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, Buenos Aires, Paidós, 1997, pp. 195 y 196. 11 Remo Guideieri, El museo y sus fetiches. Crónica de lo neutro y de la aureola, Madrid, Edit. Tecnos S.A., 1997, p. 55.

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cia de ese desvío que separa su forma y la aísla de sus condiciones históricas concretas. Esta visión de la estética es, obviamente, incompatible con la idea de autonomía formal: la distancia debe ser anulada. Y debe ser sacrificada el aura, aunque esta inmolación consterne, por momentos, a su autor y le cause perplejidades. Pero no hay otra salida para Benjamin: la pérdida del aura tiene un alcance revolucionario y es, por ello, indispensable. Anulada el aura, “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)”,12 cancelada su distancia por la serialidad que promueve la técnica, las masas pueden reapropiarse de objetos que circulaban más allá de su alcance, y ese gesto tiene un sentido emancipatorio: una de las caras de la modernidad (el aura) es borrada para recalcar la otra (la utopía). Así, según Benjamin, la reproducibilidad técnica de la obra artística “modifica la relación de la masa con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin”.13 Ahora bien, la desaforada escala que ha adquirido en las últimas décadas la sobreproducción mercantil de bienes culturales ha terminado por desmentir gran parte de las optimistas predicciones benjaminianas. Es innegable, por un lado, que la “vulgarización” de la alta cultura ha presentado formidables resultados al fomentar la emergencia de fecundas aleaciones transculturales. Pero, no es menos evidente, por otro, que el desborde de los mercados globales sobre el ámbito de la cultura, ocurrido en la era de reproducción electrónica, más que impulsar la producción artística de las mayorías y universalizar el acceso a la información, ha promovido tan extendida manipulación de las formas y precipitado tan descontrolada saturación de las significaciones que resulta difícil pensar hoy en la apropiación de la cultura por públicos socialmente estructurados. Es justo reconocer que, al lado de su esperanzada creencia en el papel emancipador de la reproducción técnica _especialmente la del cine_ el propio Benjamin no pudo evitar las desazones por el desvanecimiento del aura ni esquivar ciertos presentimientos oscuros acerca de la masificación de la cultura. Schmucler, que realiza una lectura a contrapelo de “La obra de arte en la época...” subraya el cambio radical entre la ilusión que anima el prefacio y las incerdumbres que ensombrecen la conclusión de ese texto complejo. En el prólogo Benjamin exalta las posibilidades socialmente trasformadoras del arte, mientras que en el epílogo, masas y técnica regresan aureolando la más siniestra obra de arte (se refiere a los rituales fascistas de la guerra). Y

sostiene que el “consternante” final del texto deja entrever que, “a la potencia revolucionaria de la cámara, responde una práctica cinematográfica que aprovecha el fascismo; al papel mesiánico de las masas, se superponen masas que se autocontemplan en el narcisismo viril de la guerra; ante la pérdida del aura del actor que permitiría que todos fueran actores, aparecen los políticos que “actúan” para la gente a través de mecanismos y de donde [cita a Benjamin] salen vencedores el dictador y la estrella de cine. Entonces, “Benjamin atraviesa sus miedos y posterga la posibilidad de un nuevo arte: (lo cita) mientras sea el capital el que dé en él el tono, no podrá adjudicársele al cine actual otro mérito revolucionario que el de apoyar una crítica revolucionaria de las concepciones que hemos heredado sobre el arte”.14 Pero, aun fuera de los ámbitos oscurecidos por la amenaza fascista, ni los más cándidos análisis concluirían que la reproducibilidad masiva ha promovido la democratización cultural. Y el desencuentro entre ambos términos tiende a crecer. Los tiempos posmodernos coinciden con el régimen de acumulación capitalista conocido como “pos-fordismo”, en cuyo contexto una proporción cada vez mayor de todo lo producido está conformada por bienes y servicios culturales. “La cultura posmoderna [sostiene Lash] estimula el consumo de bienes entendidos más como ‘valores de signo’ que como valores de uso”. Y este fenómeno se encuentra promovido por la emergencia de una nueva fracción de la burguesía fundada en el capital cultural. Son las nuevas clases medias yuppificadas, “con sus bases en la educación media y alta, en las finanzas, en la publicidad, el comercio y los intercambios internacionales, las que conforman el gran público de la cultura posmoderna”.15 En los ámbitos de la sociedad pos-industrial, entonces, el consumo de las masas coincide en gran parte con el de las elites: aquéllas, que tradicionalmente sólo requerían valores de uso en un nivel subsistencial, han incorporado en gran escala el consumo de servicios culturales. Y, escamoteos del poscolonialismo de por medio, esta tendencia equiparadora involucra los circuitos del Tercer Mundo, aunque el consumo obedezca allí (aquí) a otros principios (y a otros finales) y aunque la mezcla cultural de las masas y las élites tenga consecuencias propias y adquiera rasgos particulares. Es claro que siempre aquellos escamoteos pueden ser revertidos a través de otras maniobras que asuman el simulacro del aura y hagan que ésta brille, borrosamente, en otro lado. “Sobreactuando la herencia colonial de la copia [escribe Nelly Richard] la periferia latinoamericana usa el pastiche cultural como

12 Walter Benjamin, “La obra de arte…”, ob. cit., p. 24. 13 Ob. cit., p. 44.

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14 Héctor Scmucler, “La pérdida del aura: una nueva pobreza humana ”, en Nicolás Casullo (comp.), Sobre Walter Benjamin. Vanguardias, historia, estética y literatura. Una visión latinoamericana, Buenos Aires, Alianza Editorial/ Goethe Institut, 1993, pp. 246 y 247. 15 Scott Lash, Ob. cit., p. 40.


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sátira tercer-mundista de la fe primer-mundista en que el Modelo es depositario de la quintaesencia del Sentido; sobre todo hoy cuando el modelo es, post-auráticamente, la desacralización del modelo”. 16 La ilustración de las masas En 1968, en Apocalípticos e Integrados, una obra cuyo título sigue alertando sobre la tentación maniqueísta, Eco parte de Dight MacDonald para trabajar los conceptos de masscult y midcult. El primero designa el ámbito de la cultura de masas “de nivel inferior”, despreocupada de los valores de la alta cultura; el segundo, el espacio de la cultura de masas de “nivel medio-superior”, deseosa de ofrecer a su público productos privilegiados y difíciles: obras originales capaces de estimular experiencias inéditas sobre el modelo del gran arte universal. MacDonald resume así los procedimientos de la midcult: 1) adapta imágenes de las vanguardias para hacerlas comprensibles y disfrutables por un público mayor; 2) emplea tales procedimientos cuando ya son notorios, divulgados, consumados; 3) construye el mensaje como provocación de efectos; 4) lo vende como arte; 5) satisface al consumidor convenciéndolo de haber realizado un encuentro con la alta cultura. Aunque advierte acerca de las tendencias apocalípticas de MacDonald, Eco conviene en utilizar el término midcult, al que se refiere como un “desequilibrio en el cual la referencia culta emerge provocativamente, pero no es intencionada como citación: es pasada de contrabando como invención original...”17. Es decir, lo que hace la midcult es vender a un público deseoso de “elevación cultural” los destellos del aura, cancelando la distancia que ésta genera y tratando de eliminar los aspectos perturbadores que provoca. Ahora bien, lo que ha ocurrido en las tres últimas décadas es que, por los motivos rápidamente citados más arriba, la midcult, o el llamado “consumo posicional” (Hirsch), se ha propagado sobre la masscult hasta ocupar casi todo el indiferenciado espacio del público contemporáneo. Ante consumidores configurados a escala mundial como “culturalmente correctos”, el capitalismo especializado trata de enfatizar la seducción y conservar la alta calidad y ennoblecer el noble origen de los bienes y servicios culturales que ofrece en forma diferenciada. Se trata, pues, no de borrar el aura sino de administrarla según la lógica del mercado; es decir, la lógica del poder hegemónico mayor. Es cierto que esta operación (la de administrar el aura desde las razones de la especulación neoliberal) es contradictoria, pero ya sabemos que de contradicciones

vive el mercado. Y es contradictoria porque, entre otros motivos, la significación masiva posmoderna actúa más a través de los recursos fugaces y espectaculares del impacto que de los brillos dramáticos del sentido. Pero la incoherencia también surge de otra cuestión: se supone que los objetos se bañan de aura (y adquieren así el estatuto de “artísticos”) en cuanto devienen resultado excepcional de un acto de creación. Y ya se sabe que el sistema pos-industrial, que supone el desplazamiento del capitalismo de producción por el de consumo, privilegia el momento de la distribución sobre el de la producción. Consecuente con este modelo, la “democratización cultural” no promueve la creación de productos culturales por parte de sectores cada vez mayores sino la divulgación creciente de los mismos. Es decir, el gesto originario de creación y expresión, el instante poético, el que unge el objeto con las mercedes de la singularidad y el poder del deseo, no aparece en el guión de los mercados trasnacionales. Tampoco se muestra en sus escenarios: el momento imaginativo y crítico _así como el momento de la decisión_ no se encuentra por cierto a cargo de los sectores mayoritarios; ocurre, entre bastidores y sin tanto drama, a cargo de élites especializadas que diseñan profesional, calculadamente, el impacto que habrán de causar los productos culturales. Obviamente estas operaciones tienen muy poco que ver con aquel gesto íntimo, romántico, que turbaba la cotidianeidad de las cosas y las hacía resplandecer, esquivas, temblorosas de sentido. El débil resplandor del aura Dentro de este contexto, la reivindicación del aura podría significar una operación, en parte, crítica: tendería a recobrar un espesor dramático y una vena subversiva por debajo de los flujos tibios que promueve la sociedad de la información y a contramano de las tendencias aristocratizantes del concepto y de sus complicidades con la metafísica de las “Bellas Artes”. Quizá cabría plantear acá la desconstrucción del aura, como estrategia orientada a desorientar su curso y colocarla al mismo tiempo fuera de (o enfrente a) la trivialización posmoderna y ante (o más allá de) su desdén hacia la cultura de masas. Intentaría descentrarla de la identidad que mantiene consigo misma, embretarla entre su vocación totalizante y autoritaria, por un lado, y sus posibilidades de inquietar la experiencia ordinaria, por otro. Transida de contingencia, esta aura aturdida, titubeante, iluminaría entrecortadamente sus propias contradicciones y obligaría a posiciones cambiantes, a jugadas movilizadoras, inesperadas.

16 Nelly Richard, “Latinoamérica y la posmodernidad”, en Herlinghaus, Hermann y Walter, Mónica (edit.), Posmodernidad en la periferia. Enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural, Berlín, Langer Verlag, 1994, p. 219. 17 Umberto Eco, Apocalípticos e Integrados, Barcelona, 6ª edic., Lumen, 1981, p. 129.

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De hecho, el aura permanece. Y lo hace como recurso de marketing, en los terrenos de la cultura de masas; como sello de legitimidad, en los del arte ilustrado y como secreto poder de la forma en los reductos de las culturas indígenas y populares, donde la función expositiva de la imagen ha crecido sin poder desalojar sus misiones rituales. En cada uno de estos espacios, la desconstrucción del aura tiene sentidos y miras propios. En las extensas comarcas regidas por las industrias culturales, debería apoyarse en las posibilidades de reapropiación y transculturación por parte de los grandes públicos consumidores. En los ámbitos de la cultura erudita, la problematización de la autoridad aurática tendría que sobresaltar los fulgores canonizados por las Bellas Artes y sus circuitos renovados. En los parajes del arte popular, los intentos de conservar, cuestionar o renovar el aura se inscriben en el cuadro de las negociaciones y disputas en torno al sentido y de cara a la hegemonía. En todos los casos se trata de restaurar las posibilidades que tiene la empatía aurática asumiendo o refutando sus vínculos con un origen esencial que ha sido fetichizado. Posibilidades de instaurar un espacio para el silencio y el enigma, el pliegue, la densidad y el recodo íntimo que escapen al exhibicionismo obsceno de las vitrinas globales. Posibilidades, en fin, de precipitar juegos oscuros entre lo mismo y lo otro. Ya sabemos que Benjamin asocia el aura con la distancia, “pero el aura sólo crea la distancia para poder insinuar la intimidad de forma más efectiva [cita a

18 Terry Eagleton, Walter Benjamin. O hacia una crítica revolucionaria.

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Benjamin]: cuanto más profunda sea la lejanía que tenga que superar una mirada, más fuerte será la magia que emanará de ella. Al igual que en lo imaginario, tiene lugar en el aura un perturbador juego entre la intimidad y la condición del otro; y esto en ningún otro lugar está tan marcado como en la mercancía”, escribe Eagleton.18 Discutir esa marca, exponerla como cicatriz o como límite, demarcarla o remarcarla, puede abrir una alternativa para complejizar la retórica de la diferencia en un paisaje nivelado por la mercancía. Los conceptos de “vanguardia” y “utopía” pueden ser tratados en este mismo registro. Ambos se encuentran comprometidos con una visión triunfalista y mesiánica de la historia y lastrados por esencialismos y mitos fundacionales. Pero ambos son necesarios en un tiempo titubeante que, si bien reniega de la metafísica, aún no ha sabido renunciar a sus garantías ni renovar sus argumentos. El arte contemporáneo, aunque se declare antivanguardista y proclame su descreimento de las utopías _y aunque no aspire ya a redenciones universales ni invoque misiones salvíficas_, nunca ha dejado de sentirse vanguardista en sus impulsos más enérgicos, ni ha dejado de creer secretamente en su potencial transformador, ni abandonado todas sus ilusiones. La discusión de aquellos conceptos, más que erradicarlos, aspira por eso a tratarlos como vulnerables, contingentes y contradictorios exponentes de un tiempo incierto; como rémoras, a veces; como furtiva esperanza, casi siempre.


SITUACIONES

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CRÍTICA DE LA CRISIS DE LA CRÍTICA EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO

Gabriel Peluffo Linari


SITUACIONES

I. La región geográfica del Río de la Plata suele considerarse uno de los más fuertes polos de atracción de la migración europea hacia Sudamérica sobre finales del siglo XIX. El acceso a la modernidad de las capitales rioplatenses _al estar signada por una cultura de la inmigración extranjera y de la integración social bajo matrices nacionalistas_ ha facilitado el trasiego de modelos ideológicos europeos, tanto en la política como en el arte, a lo largo de una peculiar historia de reformulaciones y transferencias. Se trata de una zona que, geográficamente, ocupa uno de los lugares de articulación estratégica entre Sudamérica y Europa, tanto en lo político como en lo cultural. En lo político y comercial implicó _desde el siglo XVI cuando el Río de la Plata fue el canal de entrada al resto del continente_ una suerte de espacio pivote entre los centros monopólicos europeos y sus áreas de influencia en América Latina, especialmente la zona conformada por los dos grandes territorios de Argentina y Brasil. Ya a mediados del siglo XIX, la población indígena que no había sido eliminada, había sido sometida a la voluntad política de la nueva burguesía urbana. En cuanto al aspecto estrictamente cultural, desde finales del siglo XVIII el Río de la Plata estableció un nexo activo entre lo europeo de origen europeo y lo europeo de origen criollo, propiciando la rápida consolidación de una cultura urbana europeizada. Ahora bien, por estas mismas razones, en lo que atañe al arte _o de un modo más general, a la negociación centro/periferia con las ideas y las imágenes_, este enclave del mundo no ha dado productos claramente definibles dentro de lo que son los estereotipos indi-

genistas o “real-maravillosos”, con que los grandes centros del hemisferio norte han intentado conformar la noción de lo latinoamericano en el arte del siglo XX. El arrasamiento de culturas indígenas dispersas y la presencia de una fuerte intelectualidad de clase media urbana que reelaboró las pautas europeas en base a realidades locales específicas, dio lugar a una institucionalidad del arte que llegó a tener momentos de fuerte irradiación en el plano internacional, como sucedió por ejemplo con la pintura académica del uruguayo Juan Manuel Blanes en el siglo XIX, o, ya a mediados del siglo XX, con la escuela de Joaquín Torres García desde Montevideo y con el grupo concretista desde Buenos Aires. Torres García, al realizar aquella (in)versión cartográfica de 1936, cuando proclamó “nuestro norte es el sur”, desplazó el lugar de la mirada y del discurso del arte moderno desde el centro a la periferia, pero sin caer en el indigenismo, pues su problema no era un asunto de coyuntura histórica, sino un asunto de metafísica de la historia. Su pensamiento estaba referido a la “gran tradición” humanista-constructivista que, según esa doctrina, estaba presente tanto en la milenaria cultura prehispánica de América, como en la más remota tradición grecolatina del Mediterráneo. Pero desde la mirada europea, Torres García estaba abandonando, mediante este desplazamiento, los derroteros del arte moderno para dedicarse _como lo dice Michel Seuphor, su antiguo compañero de ruta_ a las artesanías aborígenes del Río de la Plata. En efecto, desde esa mirada, por el sólo hecho de radicarse en un rincón desconocido de Latinoamérica, Torres García abandonaba el campo de acción legitimante, y por lo tanto sólo podía desde entonces “copiar

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Sebastián Gaboto Primer plano del Río de la Plata, 1544

Joaquín Torres García Mapa de América invertido, 1936

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mal” el arte europeo de vanguardia. Como señala Gerardo Mosquera refiriéndose al caso del arte brasileño, el artista uruguayo, al igual que la paloma de Rafael Alberti que por ir al norte fue al sur, se equivocaba para bien, y esa “equivocación” está en la base de que sea una de las manifestaciones más interesantes, ricas y complejas del arte contemporáneo. Sin embargo, las relaciones actuales de poder que rigen el discurso de estas prácticas artísticas, impiden hablar tanto de América Latina como del Cono Sur con aquella confianza que depositó Torres García en el potencial subversivo y mesiánico de la geografía. Ni siquiera es posible definir en términos estrictamente territoriales o nacionales esta región al sur del sur, aunque podemos admitir que se trata, sí, de una zona atravesada por ciertos conflictos y proyectos que le han creado un vínculo histórico cada vez más complejo en los últimos 200 años. Esos conflictos van desde la Guerra de la Triple Alianza (1865-1867) que unió a Brasil, Argentina y Uruguay para aplastar a la República del Paraguay, hasta manifestaciones más recientes como fue el llamado “Plan Cóndor” (1973-1984) coordinado para la represión y el genocidio entre las dictaduras militares de Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay en los años setenta y parte del ochenta. Actualmente hay proyectos de inserción regional en el mundo global mediante acuerdos como los que se encuentran en curso a través del Mercosur, campo político-económico que no tiene todavía fronteras precisas. Los escenarios internacionales del arte contemporáneo _con sus complejos sistemas de códigos y de instrumentos de legitimación_ ofician como grandes imanes sobre la formación de los artistas en nuestros países, los cuales se ven rápidamente envueltos en la competitividad propia de un mercado global de ideas que premia el “éxito” individual. Por un lado, esto ha permitido al imaginario artístico latinoamericano reposicionarse en la escena internacional con independencia crítica dentro de los ámbitos hegemónicos, pero, por otro lado, aquéllos grandes imanes del sistema no dejan de perturbar _en cierto sentido_ el papel del artista en un plano estrictamente local, es decir, en la reconstrucción simbólica de las memorias devastadas por los gobiernos militares y por los efectos corrosivos de la desintegración social. Esta lenta reconstrucción _imprescindible para un acceso sin traumas de lo local en lo global_ pasa inexorablemente hoy día por establecer relaciones más dinámicas entre las prácticas políticas, artísticas e historiográficas regionales.


CRĂ?TICA DE LA CRISIS

Juan Manuel Blanes La Paraguaya, 1882 Detalle

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Luis Camnitzer De la serie La tortura uruguaya, 1982

Nelbia Romero Performance, 1993 San Borja, Departamento de Durazno, Uruguay

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En este sentido, es posible pensar en preguntas claves. Por ejemplo: ¿Cómo debe evaluarse esta evidente crisis de la antigua relación marital entre arte y contexto, entre arte y sentido del lugar, frente al predominio de una “lengua franca” internacional del arte en los circuitos legitimadores?. Nos queda el recurso de volver a separar contenido y forma, texto y habla, para reivindicar la expresión de asuntos culturales locales mediante un lenguaje admitido como pasaporte global para el tránsito de ideas. Pero recaer en un consuelo tan sencillo, recurriendo a una suerte de neoestructuralismo del lenguaje, no deja de acarrear serios problemas. ¿Cuál es el sentido último de la competencia personal en los circuitos internacionales del arte, cuando esa maquinaria parece alimentarse sólo a sí misma en una suerte de “autopía” (auto-utopía), encerrada en la teleología del propio sistema? Es claro que, para el artista, este problema no se resuelve eludiendo el desafío de esa competencia, ya que suele suceder que aquellas obras con una sólida trama conceptual que no logran insertarse en los circuitos globales (ya sea por contrariedades reales o por voluntad del propio artista), tampoco logran ser productivas de conocimiento y de cuestionamientos al status quo en sus respectivos contextos locales, más allá de que puedan resultar casos raros y estimulantes para el pensamiento académico. La pregunta que sigue es, entonces, si la existencia de una legitimación mundializada en el sistema del arte debe implicar, necesariamente, una renuncia a su poder de gestión local y regional en el imaginario de las sociedades periféricas. El hecho de que el artista viva hoy en un permanente vaivén entre la fluidez de los viajes y la dificultad de dar consistencia imaginaria a un lugar estable de referencia, provoca como reacción defensiva un estímulo a su potencial crítico para producir y mezclar memorias individuales y colectivas. Por lo tanto, la cuestión de que el arte asuma de manera abstracta los problemas universales del género, la sexualidad, el hambre, la violencia, la desolación individual en el urbanismo de la globalización y de la guerra, ¿le exime de todo compromiso con las necesidades concretas de contextos culturales específicos no necesariamente localizados en un determinado territorio? Esta pregunta cobra más vigor aún cuando observamos que hoy, más que nunca, esos contextos reclaman una producción artística que, aún no siendo legitimada por los centros de poder, sea capaz de reformular críticamente sus tramas sociales y simbólicas desmembradas. Una de las cuestiones que resultan particularmente interesantes, es el actual grado de capacidad crítica y de


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inserción social que el arte contemporáneo puede llegar a tener _ya no en los circuitos globales sino en los contextos de origen y devolución_, para articular lenguajes y para suturar tejidos sociales cuya urdimbre ha sido resentida o destruida. Cuando hablo de capacidad crítica per se, me refiero a la posibilidad del arte de manipular la duda como instrumento tanto de conocimiento como de orientación moral, sobre todo en sociedades periféricas enfrentadas a un orden mundial portador de la utopía realizada, de la cultura conformista del consumo, del salvífico capital financiero internacional y, por sobre todas las cosas, de la guerra económica y militar globalizada. Es bastante conocida la frase que Aldo Rico, tristemente célebre militar de la dictadura argentina, pronunció en 1987 resumiendo con claridad meridiana la ideología del poder enceguecido, que sólo pretende tener respuestas y carece de preguntas: “La duda _dijo_ es la jactancia de los intelectuales”. Lo cual no deja de ser una gran verdad. Esta desestima epistemológica hacia la actitud crítica de la duda es un lastre que no solamente se lo debemos a las dictaduras militares, sino a la instancia posterior de nuestras democracias débiles, cuya falta de respuestas a los problemas más acuciantes genera no sólo escepticismo político, sino un generalizado escepticismo antropológico y epistemológico al cual hemos arribado históricamente por una vía bien distinta a la del posmodernismo de la opulencia, cultivado por el discurso filosófico mainstream. Quisera entonces plantear una breve reflexión en torno a tres hipótesis sobre una crítica a esta crisis de la crítica en el ámbito de la cultura y el arte contemporáneo. Empezaré reiterando una pregunta: ¿Nuestras prácticas artísticas desde perspectivas periféricas, al estar solicitadas por la permanente esperanza de legitimación en la escena global, no tienden a perder sus particulares referentes éticos, históricos, territoriales, eclipsados por una retórica “universalista” del lenguaje? Es notorio incluso dentro del discurso académico una tendencia cada vez mayor al ensimismamiento, a la autovalidación, al autoconsumo y a la autoperpetuación, ya sin la expectativa de que el cuerpo cultural de un pensamiento crítico pueda ser el nexo vital entre la experiencia socializada y la experiencia personal de quien emite aquel discurso. Esta situación es trasladable al caso del arte, cada vez más cercado, como está, por el discurso autorreferente. “La propia crítica ha quedado incorporada a la industria de la cultura [señala Terry Eagleton] como parte

Luis Camnitzer The thought he had adjusted well (El pensamiento que había ajustado bien), c.1980 Instalación

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de las necesidades de cualquier gran proyecto empresarial”.1 Y también en esto, el arte parece compartir el destino de la crítica. ¿Hasta qué punto es posible, entonces, hablar de una “función crítica” en el arte actual, cuando ambos conceptos _el de arte y el de crítica_ aparecen devaluados en el marco de una esfera pública sometida, a través del mercado, a la lógica del consumo y del capital trasnacional? Sin embargo, el espacio del arte contemporáneo en América Latina parecería uno de los más apropiados para desarrollar formas contrautópicas respecto a este metadiscurso conformista que subyace en la lógica del consumo y de la globalización económica neoliberal, valiéndose de su formidable riqueza iconográfica y de su sólida asimilación política del arte conceptual. Desarrollaré a continuación, en torno al problema planteado, algunas reflexiones que lo miran desde distintos ángulos, de modo que mi discurso recurrirá a varios martillos para golpear sobre el mismo clavo.

Mario Sagradini Made in Uruguay, 1990 Instalación

1. La posibilidad de un arte crítico empieza por la creación de una infraestructura institucional que recoloque al artista como vínculo entre los diversos discursos locales y como articulador entre éstos y otras prácticas culturales que tienen su escenario a escala global. Entre los años ochenta y noventa, se opera en el arte producido en nuestros países un desplazamiento que va del discurso pontificador al discurso articulador, es decir, que va desde un mesianismo estético asociado a los grandes lineamientos de las narrativas políticas mundiales (el realismo social, el abstracto-expresionismo, la nueva figuración) hacia una reflexión micro-antropológica que trabaja con los contextos y particularismos buscando suturar la trama de los tejidos sociales colapsados. Esto produce también un desplazamiento de las posibilidades de crítica cultural del arte, ya que ellas se trasladan desde la representación de la política (típica de los años cincuenta y los sesenta que nutrieron el llamado realismo social o realismo crítico en las artes plásticas), a las políticas de la representación (un proceso de estrategias diversificadas en el arte que si bien se incuba en los años sesenta, en nuestros países encuentra campo fértil en las décadas de los ochenta y los noventa). Este tipo de desplazamiento tiene un doble sentido: por un lado implica un proceso en el que el arte vuelve a encarnarse en particularismos culturales, en estrategias de la memoria, en signos materiales de la vida cotidiana; pero por otro lado, su inscripción en el escenario global le obliga a operar con un alto grado de abstracción discursiva para ser legitimado. Lo que equivale a decir que el precio de esta abstracción discursiva ha sido, para nuestro arte contemporáneo, un desapego respecto a las operaciones sociales y culturales de afincamiento local que, paradójicamente, han sido a su vez el pasaporte para que ese arte fuera aceptado en el escenario global. Ahora bien, la posible persistencia y transformación de una dimensión crítica del arte en los países de la región al iniciarse este nuevo siglo, debería analizarse tomando en cuenta que ella no deriva solamente de la estructura del discurso artístico como lenguaje, y tampoco del valor intrínseco de sus significados. Más allá de la actualización informativa que cada artista necesita tener acerca de lo que se enseña, se piensa y se produce en el mundo del arte contemporáneo, es necesario reformular la estructura institucional a nivel local-regional para establecer un tejido activo entre prácticas políticas, artísticas e historiográficas. El curador latinoamericano, como mediador entre circuitos globales y locales, o entre circuitos locales y comunidades receptivas, tiene que tener

1 Terry Eagleton, La función de la crítica, Barcelona, Paidós, 1999, p. 121. Este párrafo constituye, a su vez, una cita de Hohendahl, Peter, “The Use Value of Contemporary and Future Literary Criticism”, New German Critique, Nº7, 1976, p. 7.

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Ana Tiscornia Era el Final de la tarde, 2000 Instalaciรณn (parcial)

Carlos Capelรกn Mapas y paisajes, 1992 Instalaciรณn (detalle)

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una ideología apoyada en aquellos tres campos (el de las prácticas artísticas, el de las políticas y el de los estudios historiográficos); porque la posibilidad de que el arte reincorpore los contenidos de crítica cultural que supo tener en los albores de la modernidad, requiere estrategias discursivas que necesariamente se enmarcan en políticas culturales, institucionalmente definidas desde los márgenes. Lo que desde el romanticismo del siglo XIX se llamó capacidad del arte de ser universal, de descubrir lo universal en lo particular, hoy lo podemos expresar de muchas otras maneras sin cambiar el lugar ni la figura del poder legitimante. Podemos, por ejemplo, hablar de las “potencialidades discursivas del arte en un plano trascultural”, lo cual quiere decir casi lo mismo pero con palabras teñidas por la jerga antropológica: significa hablar de un arte que permite múltiples lecturas y por lo tanto es capaz de actuar como un elemento intercultural efectivo. Pero el mapa de poder no cambia demasiado, ¿acaso se le exige o se le examina al arte de los países centrales esa capacidad intercultural? Occidente no admite modelos “otros” de modernización, y, con la experiencia que vivimos actualmente en el Medio Oriente, podemos decir que no admite tampoco otros modelos de tradición ni de creencias cuando ellos constituyen un obstáculo a su estructura expansiva de poder. La modernización occidental y cristiana impuesta por el aparato militar de este llamado “nuevo orden”, es una forma feroz de fundamentalismo colonialista, aunque pretende presentarse con el rostro salvífico de una cultura plural. Occidente (y dentro de esa noción nos referimos a sus grandes centros hegemónicos) escucha solamente aquéllas problemáticas particulares que quiere oír. Éstas son principalmente las que provienen de su propia “periferia interna”, de las culturas insertadas por procesos recientes de migración en los países centrales, culturas “otras” que suelen conquistar sus propios espacios de discursividad dentro del sistema. Esta sordera o escucha selectiva de Occidente se hace muy evidente, como es sabido, a nivel artístico y comisarial. El capital trasnacional y la globalización de los mercados financieros, están llevando a su máxima abstracción las categorías de dependencia e intercambio que había fundado el mercantilismo mas de cien años atrás. Ese grado de abstracción en el orden de las transacciones financieras va acompañado de una dislocación e invisibilidad de los actuales agentes mundiales de decisión y dominación. Los escenarios del arte no

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escapan a ese contexto de juegos virtuales, de modo que no solamente el lenguaje se volatiliza, sino que el artista queda enfrentado a un interlocutor genérico, desconocido e invisible. Es un artista que para ser legitimado debe buscar un lugar sin contexto, debe ganar un sitio en el “no lugar” de las bienales de arte y de las grandes performances del escenario internacional. La conquista de nuevos espacios de interlocución locales es ya un primer gesto crítico del arte contemporáneo en nuestros países, del mismo modo que lo es el debate en torno a la memoria social, ya que el lugar político de las prácticas de la memoria sigue siendo para nosotros un lugar local-nacional descolonizante y no un lugar deslocalizado, postnacional o postcolonial. 2. El acto por el cual los procesos de globalización succionan y licúan los contenidos localistas o particularistas en el arte, carece de mecanismos de reversión que le permitan convertirse, en los lugares o en los imaginarios culturales de origen, en una mayor comprensión de lo local-global. Vale decir: aquel plus epistemológico que se le pedía al arte periférico para que fuera universal, no se le devuelve como contrapartida útil, como aporte del mundo “global” a la construcción del tejido sociocultural a escala local. Esta es la plusvalía de la cultura global que, en el arte, se expresa bajo la forma de una enajenación por parte de las culturas periféricas a través del acto por el cual sus producciones simbólicas son o no legitimadas. Esa plusvalía es acumulativa y está al servicio de un mercado de arte que si bien es global y hegemónico habilita también _mediante las bienales y otros eventos_ escenarios periféricos encargados de balcanizar la demanda, segmentando geográfica y culturalmente la operación legitimadora de ese mercado. Cuando hablamos de mercado global del arte, no nos restringimos a las operaciones de tipo económico en torno a los artistas y sus obras, sino que nos referimos a un mercado como espacio abstracto _aunque se materializa físicamente_ donde se realizan transacciones de tipo simbólico, ya que del poder litúrgico de ese espacio se apropian intereses económicos, políticos y administrativos que propician los grandes eventos. La tan mentada heterogeneidad cultural se refiere a un fenómeno bien distinto del concepto de culturas diversas. Estas últimas se miden a escala local y tienen relación con las subculturas de etnias, clases, grupos, etc., mientras que la heterogeneidad cultural es un asunto geopolítico de mercado, ya que se mide según el tipo de


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participación diferencial y segmentada de los grupos de consumidores en un mercado internacional de mensajes. De acuerdo a esta fina distinción conceptual que le debemos al sociólogo chileno Joaquín Brunner,2 podemos decir que el arte contemporáneo latinoamericano, por estar sometido a los dictámenes del mercado bursátil de las ideas y lenguajes hegemónicos, opera desde la “heterogeneidad cultural”, mientras que, por otro lado, tiende a desarraigarse cada vez más de las “culturas diversas” que constituyeron su enclave original. Esto no ocurre solamente con el arte; ocurre con todos los procesos de aculturación global y de ósmosis interétnicas regionales, que propician aquello que los antropólogos todavía llaman “desarraigo”. Una manera de contrarrestar en parte esa poderosa succión desarticuladora que los escenarios del arte global producen sobre la relación artista-público, o artistacomunidad, en los escenarios locales y regionales, puede ser precisamente la construcción de una trama activa en nuestros países entre los espacios para la nueva producción artística, para la nueva producción de pensamiento crítico, y para la actividad de nuevos mercados, tanto de obras como de ideas. Claro que la vitalidad de esta trama no es sólo un problema local o regional, sino que su existencia y consolidación depende de las relaciones que esas instituciones establezcan entre sí, y de las relaciones de la región con el resto del mundo. La operatividad de los mercados regionales (ALCA, NAFTA, MERCOSUR...) como elementos de retén y redistribución de la plusvalía económica entre los intereses nacionales que los componen, es una estrategia aplicable también a la retención de la plusvalía cultural regional (versus mercado global), mediante la creación de una trama de instituciones que comprometa tanto a las iniciativas culturales privadas como a las políticas sociales y culturales estatales sin otro fin que dinamizar el criticismo de las prácticas artísticas. En este plano es necesario reivindicar políticamente las autonomías nacionales como ámbitos de decisión, capaces luego de generar tramas subregionales y tramas regionales de institucionalidad cultural con capacidad crítica. 3. El pensamiento posmoderno pudo haber ofrecido un salvavidas al sinsentido del arte contemporáneo mainstream en los años ochenta, pero esa función autoconsoladora y neutralizante de la razón crítica, no parece aplicable a la producción simbólica latinoamericana de las últimas décadas.

El posmodernismo europeo, al legitimar filosóficamente la crisis de la crítica y, sobre todo, la crisis del discurso metafísico, dejó al arte en condiciones de asumir su sinsentido, como si éste fuera una condición privilegiada del lenguaje. Sin embargo, ese status de vacuidad consoladora que puede reconocerse en buena parte del arte metropolitano, no es trasladable en forma directa al arte producido en Latinoamérica durante los últimos veinticinco años. La pervivencia hasta tiempos recientes de una dimensión crítica y socializadora del arte en estos países _dimensión alimentada por una particular utilización de las experiencias históricas de vanguardia_ ratifica la tradición de un arte de ideas en la región, imprimiendo fuerte vitalidad a ciertas formas del conceptualismo muy afincadas en prácticas sociales locales. La idea de que la obra de arte es una entelequia sin pecado concebida, que su socialización existe solamente después que esa obra es colocada en la escena internacional, y no antes, es una falacia que pertenece al mismo tipo de relacionamiento con el objeto que formula la lógica del mercado: un relacionamiento que sustituye la distancia crítica por la identificación ritual, dando lugar a un objeto-fetiche que oculta los procesos que le dieron sentido, los procesos de su construcción social, para exhibir solamente sus potencialidades simbólicas como futuro objeto de consumo. Desde este punto de vista, el “estado de ánimo posmoderno” europeo actúa en nuestros países propiciando una estrategia diversificada del discurso cultural en un momento en que ese tipo de discurso aparece como necesario no solamente para reconstruir la esfera institucional del arte, sino para reconstruir la complejidad de toda la “esfera pública” en una etapa crítica de las democracias nacionales. De ahí que ciertas formas del discurso “posmoderno” que a finales de los años ochenta nos llega a través del pensamiento académico y de la industria editorial referida al arte, termine nutriendo _a la inversa del papel esterilizante que cumple en la crítica cultural europea_ las estrategias de la crítica cultural en nuestra periferia, estimulando el nuevo relacionamiento entre prácticas políticas, artísticas e historiográficas. De lo dicho, se desprende que intento llamar la atención principalmente sobre tres aspectos en los que la esfera del arte se encuentra involucrada. En primer lugar la importancia de institucionalizar la producción y el pensamiento artístico regional creando ámbitos de mediación local con el mercado global de las ideas. En

2 José Joaquín Brunner, América Latina: Cultura y Modernidad, México, Grijalbo, 1992, pp. 73-121.

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segundo lugar propender a incentivar la diversidad cultural interna en nuestras colectividades nacionales, sin confundirla con la segmentación social del consumo de bienes culturales promovida por el mercado externo. En tercer lugar, estimular la apropiación crítica del pensamiento posmoderno mainstream utilizando como base de operaciones tanto la propia institucionalidad del arte ya existente como la posible de llevar a cabo dentro de un proyecto de estructura regional. II. En Uruguay durante la década del ochenta, pero sobre todo en la de los años noventa, se replantea con fuerza una obsesión colectiva en torno al debate de la identidad nacional. Un debate que integra un amplio espectro de identidades culturales en juego aspirantes a verse representadas en los nuevos espacios de poder, pero en el que, al mismo tiempo, predomina el intento por reconstruir el imaginario colectivo unitario y nacionalista ya perdido. Se vive así durante la segunda mitad de los ochenta y buena parte de la década de los noventa, una reinstalación institucional de las personas y los grupos que componían el sistema de poder antes de la dictadura. Se trata de una amplia operación social que abarca desde puestos laborales en entes estatales hasta cargos académicos universitarios; y que se corresponde, en el plano del arte, con el uso de la memoria en un sentido restringido y nostálgico. En él predomina el paradigma restauracionista y el objeto-fetiche inscripto en un sistema de arte re-institucionalizado. El artista uruguayo en general _dentro o fuera de fronteras territoriales_, hoy no invierte energías en atacar en forma directa a la institución arte como tal, sino que este tipo de cuestionamientos suele canalizarse a través de un juego retórico que pone a prueba de manera lúdica la tan mentada autonomía del arte, pero dentro de los marcos institucionales ofrecidos por el sistema. En correspondencia con esto, el eje discursivo del arte contemporáneo uruguayo en los últimos tiempos ha sido el de la memoria: la memoria social como cuerpo victimado, la reconstrucción de una memoria crítica, la reconfiguración de las fronteras entre memoria pública y privada, e incluso la negación irónica de la memoria colectiva, síndrome del parricidio cultural que constituyó uno de los legados más problemáticos del gobierno militar, ya que nos acostamos a dormir convencidos de que éramos todos intelectuales y al despertarnos diez años después, estábamos rodeados de juppies. El intelectual crítico es quien realmente necesita del cuerpo social de la memoria como parte sustancial de su

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proyecto epistemológico. El juppie, en cambio, no, porque _en el mejor de los casos_ lo que le interesa de esa memoria es la posibilidad de convertirla en objeto de distinción o de consumo, es decir, la posibilidad de fetichizar sus fragmentos para reificarlos como mercancías. Esto sin considerar una tercer manera de presentarse actualmente la memoria social, que es la contenida en los movimientos tanto chauvinistas, racistas como fundamentalistas, que hacen de la identidad-memoria una escritura sagrada, un texto único que por lo general legitima la negación del “otro”, obstaculizando por lo tanto las posibles aperturas interculturales puestas en juego por los procesos de mundialización. La acción combinada de las dictaduras del Cono Sur por un lado, y de una postmodernidad en ancas del capital trasnacional por el otro, barrió del imaginario uruguayo un haz de proyectos de futuro que había sido reconocido como horizonte compartido durante varias décadas atrás. Por lo tanto, la interpelación a la memoria es, hoy día en Uruguay _y en América Latina_, no solamente la convocatoria de un verbo colectivo conjugado en tiempo pasado, sino, sobre todo, la invocación de un antiguo proyecto de futuro perdido, es decir, la memoria de un futuro que nunca llegó y que tampoco logra ser imaginariamente recolocado en el debate político y cultural actual. Se trata entonces de construir memoria, pero no desde la contemplación nostálgica, sino desde el accionar de un presente fluido y riesgoso. Esta necesidad de inventar hoy lo que sería la “memoria colectiva del futuro”, sólo puede llevarse a cabo dentro de un proyecto político de país y de región, en cuyo interior la institución artística sea capaz de proveer su cuota específica de criticismo dinamizador. En la actualidad, hay artistas uruguayos que aún perteneciendo a las promociones emergentes no han abandonado totalmente el objeto o la imagen-fetiche tomada como reemplazo del vacío existente en la mnesis social, y hay otros que, por su parte, están buscando poner el acento en las posibles estrategias para la reconstrucción de una utopía crítica, más allá del problema del objeto-ícono y de sus diversas lecturas en el imaginario social. Haré referencia solamente a dos artistas contemporáneos cuya obra presenta nítidas referencias a los problemas anteriormente expuestos, y cuyas historias de vida, aunque bien diferentes, también resultan significativas de nuestra peripecia social. El primero de ellos resume un fuerte legado estético de índole metafísico todavía vigente, y lo hace mediante una meticulosa incursión en


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aspectos icónicos de la memoria social, con refinamiento casi musical. El segundo de ellos, en el que me detendré particularmente debido al amplio espectro de recursos que contiene su obra, es un caso excepcional de sincretismo de lenguajes y de reflexión crítica en torno a los tópicos de la memoria y el poder, descreído de toda metafísica esencialista. Ernesto Vila inició su formación artística en el Taller Torres García al finalizar la década de 1950, fue preso político en la década de 1970 en Uruguay cuando ya llevaba casi quince años de trabajo como artista, diez de ellos en Europa y Estados Unidos, reanudando después de la prisión sus actividades en París, hasta reinstalarse definitivamente en Montevideo en 1986. Vila ha logrado asumir en su obra ingredientes místicos y metafísicos propios del más puro abolengo torresgarciano, recogiendo elementos filtrados por la tradición pictórica italiana desde el siglo XIV y reformulándolos en términos técnicos y formales, de acuerdo a una visualidad contemporánea. La obra de Vila parece compartir con la de Torres García la idea de que el arte-objeto es sólo un intermediario entre la mirada y la memoria. Torres lo había dicho en 1914 con las palabras de Goethe: “La realidad no es más que símbolo”, y lo había reiterado de otra manera en sus conferencias sobre “La recuperación del objeto”, considerando a este último como intermediario entre la mirada y la idea abstracta, o platónica. Esa memoria o acervo acumulado de la tradición humanista occidental que obsesionó a Torres García, es una construcción cultural moderna que _según su doctrina constructivista_ no hace sino ocultar la existencia latente de una imagen original perdida, una imagen que debe ser cada vez vuelta a escribir a través del arte. De acuerdo a esta idea la memoria no revela, sino que oculta, y la mirada no desvela, sino que pregunta. Durante los años finales de su prisión, Ernesto Vila pudo retomar el trabajo utilizando materiales débiles y frágiles _fundamentalmente el papel_ ya que eran los únicos permitidos en la cárcel. Desde entonces su obra se ha constituido en una paciente metáfora de la fragilidad y la desaparición, tanto de las cosas más triviales como de las idealizaciones colectivas. Sin embargo, en términos estrictamente objetuales, no son reconocibles de inmediato las afinidades sutiles con la herencia doctrinaria de Torres García. Entre otras cosas porque Vila se cuestiona, sin alardes de hipercriticismo, los valores de una visualidad adquirida durante su formación en la doctrina torresgarciana, a la que incorpora elementos disonantes como objets trouvés y fragmentos de pequeñas historias,

Ernesto Vila Retrato de Alfredo de Simone, 1989

Ernesto Vila Memorias, 1999

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Ernesto Vila Retrato de Onetti y Juana de Ibarbourou, 2000 Transparencias, 2000

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poniendo a prueba la resistencia conceptual y la consistencia metafísica de aquella doctrina. Este artista, aún sin cuestionar la institución arte como tal, pretende ignorarla, trabajar en los márgenes como un acto de reemplazo, como un acto de soledad que se instala en el lugar de la solidaridad social perdida. Y permanece fiel al esencialismo esteticista de fuerte tradición torresgarciana que todavía pervive como una marca indeleble, no solamente en las prácticas artísticas, sino en el imaginario social montevideano. Vila proviene de la pintura y continúa apegado a ella. Cuando toma como medio el papel, el débil cartón con incrustaciones de desechos urbanos, u otros soportes fluidos y perecederos, cuestiona el concepto clásico de superficie pictórica excavando y descarnando el soporte tras la pesquisa de una imagen fugaz, a veces en el límite del desvanecimiento. Su obra se acerca a la del colombiano Oscar Muñoz pero Vila elude la poética estrictamente conceptual y recae permanentemente en la lírica pictórica de la que proviene. Si en sus procedimientos de materialización subyace una dimensión arqueológica vinculada al concepto de excavación, también hay una suerte de arqueología en sus procedimientos de simbolización, sobre todo cuando trabaja con fotografías de detenidos desaparecidos durante la dictadura militar vistos a través de las deformaciones del agua (no podemos olvidar la siniestra historia de los diez mil desaparecidos arrojados desde aviones al Río de la Plata). Sus siluetas de retratos, figuras y elementos pertenecientes a la memoria visual del Montevideo urbano, han sido extraídos e implantados en un “espacio otro”, rescatados del caos de la nueva visualidad mediática. En su obra discurren algunas siluetas reiteradas hasta el infinito (Carlos Gardel, José Gurvich _su maestro en pintura_, Pepe Schiaffino _el ídolo del fútbol uruguayo en 1950_, Alfredo De Simone, entre otras) flotando solitaria y solidariamente en el vacío. Este espacio de la memoria es un espacio plano, donde todas las cosas evocadas se encuentran a igual distancia del presente, donde el orden temporal es sustituido por un orden ritual, imbuido de connotaciones místicas y también morales. La mirada “quirúrgica” de Vila, una mirada que desentraña los objetos, da como resultado la melancolía de la imagen; y por lo tanto la melancolía de la pintura, que reconoce a través de estos fragmentos de mundo, su propia imposibilidad de representarlo.

La interpelación a la memoria es, para muchos, no solamente la convocatoria del pasado como tal, sino, sobre todo, la invocación de un antiguo proyecto de futuro perdido, es decir, la memoria de ese proyecto trunco que no logra. Una instalación titulada Ensalada rusa realizada en 1995 por el segundo artista al que haré referencia, Ricardo Lanzarini, contiene, entre otras cosas, un cartel iluminado en su perímetro a la manera de Broadway, cuyas luces se encienden y apagan alternativamente sin un orden visual, mientras el antiguo artefacto eléctrico que alterna los circuitos a gran distancia del cartel, emite un sonido estrepitoso en medio de la sala. Ese plano metálico contiene una frase de Lenin que data de 1923: “El comunismo es el socialismo más la electrificación de la URSS”, tomada allí como cuerpo textual de una utopía social perdida. Sin embargo el artista la rescata en el marco de una memoria autobiográfica, ya que esa frase era la única definición del comunismo que él había logrado conseguir en plena clandestinidad, operando contra la dictadura establecida en Uruguay, por boca de uno de sus compañeros de militancia. El lugar mnésico que define esta obra es un lugar estático, es el lugar de la verdad revelada, el lugar de la “explicación” metafórica necesaria para que la práctica política adquiriera sentido. La resonancia absurda que actualmente nos deja esa afirmación categórica, fuera de todo contexto, tiene como contrapartida su irónica vigencia como un fragmento aislado de las “sagradas escrituras” del siglo veinte. Poco más tarde, en una instalación que tituló Round, Lugar, Estrategia, Lanzarini procede a destrozar ese cartel mediante múltiples cortaduras efectuadas con máquina eléctrica de disco en un acto de incisión radical. La vieja relación entre escritura y cesura (entre escritura y dolor) que atraviesa la historia del nombrar moderno, adquiere en esta obra un sentido crítico de la memoria como acto de nombrar y de consagrar, para desplazarla hacia el acto de transformar y desacralizar. Simbólicamente, Lanzarini destroza el lugar estanco de la memoria y la utopía perdidas, para transformarlo en actitud, en estrategia. Ya no hay texto, y por lo tanto no hay tampoco espacio mnésico unitario, solamente un lugar definido por las estrategias de memorias dispersas. En esa nueva situación, cada uno de los pedazos de cartel continúa asimismo emitiendo su propia luz en una suerte de reproducción por parterogénesis. Lanzarini recurre a la partición multiplicadora de la “gran utopía”, para describir el vacío distópico del mundo

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Ricardo Lanzarini Round, lugar, estrategia, 1997 Instalación, Alianza Francesa, Montevideo

Ricardo Lanzarini Intervención urbana en monumento público, 1996 Montevideo

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actual. No es extraño que el fantasma lacaniano del “cuerpo en pedazos” sobrevuele una producción artística donde, como en este caso, se desvanecen y reconstruyen permanentemente diversos registros de identidad. Es una obra cuyo criticismo reutiliza elementos del “conceptualismo ideológico” latinoamericano incorporándolos a un lenguaje de estructura alegórica. A primera vista, con otra de sus obras que consiste en quinientos envases de comestible enlatado exhibidos piramidalmente, a la manera de un supermercado, Lanzarini evoca la obra de Andy Warhol y su célebre serie de las sopas Campbell. Pero si bien esta instalación puede leerse como un guiño posmoderno a la neovanguardia norteamericana de los sesentas, hay fuertes diferencias históricas e ideológicas detrás de esa fácil analogía. El Montevideo actual de la pobreza ha generado infinidad de “ollas populares” que Lanzarini recorre conviviendo con sus comensales. Esta obra compuesta de enlatados a la que tituló Industria Uruguaya encierra el gesto de “envasar la crisis” como objeto shoppinizado _ya que cada lata contiene guiso real proveniente de cada uno de los comedores que menciona la etiqueta_, convirtiendo al hambre en el único producto exportable de un país en crisis. Lanzarini invierte el sentido de la acumulación fetichista del objeto industrial para el consumo, mediante una evidente operación paródica. Los envases parecen iguales pero son todos distintos, no solamente porque fueron realizados artesanalmente _pues dibuja cada etiqueta en base a fotografías tomadas en los propios comedores populares_, sino porque sus contenidos reales son distintos (ningún guiso es igual al otro). La incorporación de imágenes con rostros de marginados sociales en la etiqueta “publicitaria” del producto, hace que la mirada paternalista del espectador clasemediano, consumidor de arte, se encuentre inesperadamente con la mirada del hombre sin trabajo consumidor de ollas populares. Es éste quien durante su comida frugal, desde las etiquetas del producto, mira a la sociedad opulenta. De ese modo, Lanzarini otorga un lugar en el mundo ficticio del consumo al nuevo hablante popular del hambre. La obra de Lanzarini incita a una reflexión sobre las relaciones entre capital alimentario y capital cultural, entre solidaridad y memoria de la comunidad, entre filantropía y marginalidad.


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Ricardo Lanzarini Industria uruguaya, 2003 Instalaciรณn IV Bienal de Mercosur, Porto Alegre

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III. Dice Lanzarini: En nuestros países el hambre y la utopía siempre estuvieron juntos. Por eso creo que se produce un colapso del sentido cuando pienso que mi obra puede dialogar con la de Warhol. En primer lugar él utiliza repetidas veces la serigrafía, la técnica seriada en el arte como en la industria. Mis etiquetas en cambio son hechas a mano una por una. Warhol hace la apología de una imagen ultra-elaborada como diseño y como gestalt pictórica. Mis enlatados en cambio carecen de diseño en sentido estricto y tienen el gesto de la pieza única (aunque acumuladas en grandes cantidades), con lo cual pretendo desplazarme en un movimiento de vaivén desde el centro del shopping hacia la marginalidad del arte, y desde la centralidad del arte a la marginalidad social de las ollas populares. Mi obra se concibe y se construye desde el descreimiento en esa “sopa ideal y global”, que quiere ocupar todas las góndolas del mundo.

Si el concepto de “arte ampliado” difundido desde los sesentas conllevaba el signo de una crítica a la institución arte y a sus limitaciones internas de orden disciplinario y de orden estético, el concepto de “crítica ampliada” que volvemos a reivindicar hoy para el arte, supone el ejercicio de la crítica cultural más allá de lo institucional específico del arte, supone su extensión a la esfera extraartística de lo social y lo político. Algo que estuvo ya presente en los sesentas en el Cono Sur, como es el caso del grupo argentino Tucumán Arde y otras acciones políticas de perfil conceptual-performativas. El artista es el que golpea contra los límites de la institución, pero es también el que utiliza esos límites inciertos para llevar a cabo prácticas artísticas colindantes con la práctica política. En este caso, se trata de una intervención realizada por Lanzarini en un monumento público en 1997, como denuncia de la corrupción política que en ese momento tomaba notoriedad y que afectaba a ciertos integrantes del partido representado por esa figura ecuestre, el bronce de uno de sus principales caudillos del siglo XIX. Esta intervención, que le costó a Lanzarini un juicio penal con procesamiento, más allá de ser un testimonio del amplio espectro que abarca su actividad como artista crítico, quiere poner a prueba el límite de la impunidad del arte cuando desafía al poder constituido, un asunto que si bien es antiguo ya en la peripecia del arte contemporáneo, adquiere un nuevo énfasis en el contexto de las frágiles circunstancias políticas latinoamericanas y en el contexto de poder que asumen las nuevas oligarquías locales tras la máscara inocente del pluralismo democrático.

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Aún en espacios como el de TEOR/éTica, en el que la presencia de analistas extranjeros dinamiza el intercambio “horizontal” tan necesario en el hemisferio Sur, gravita el fantasma de una escala de valores cuyos hábitos visuales y conceptuales están profundamente ligados a criterios de legitimación operados en los centros hegemónicos. Ese es un dato de la realidad mundial que debemos manejar estratégicamente en las diversas realidades locales. La permeabilidad cultural que ha sufrido y está sufriendo ese sistema hegemónico de legitimación de valores, ideas y lenguajes en el campo del arte, modifica las estrategias críticas y el posicionamiento del artista frente a las nuevas condiciones del poder. No es de extrañar que reivindiquemos un “arte crítico” que, independientemente de que sobrepase o no los límites de la institución arte, operará siempre en el campo restrictivo de la representación simbólica, no sólo porque es el campo histórico de las prácticas artísticas, sino porque, además, ese campo de representaciones es el que da sustento inter-subjetivo a los sistemas de poder en el mundo actual. Por eso la dimensión “crítica” del arte sólo tiene la posibilidad de adquirir sentido en la genealogía de las representaciones sociales, allí donde ellas se generan y donde su formalización puede ser cuestionada, destruida o transformada por la puesta en práctica del arte. En tal sentido, ésta última puede asimilarse a la actitud de “vigilancia” foucaultiana, ya que está en condiciones de hacer evidentes los mecanismos del olvido social y recrear permanentemente las preguntas sobre los procesos identitarios. Si bien es necesario reconocer el hecho cada vez más notable de que los escenarios pretendidamente plurales, diversificados, generados por las migraciones periféricas sobre las grandes concentraciones urbanas, están rígidamente controlados y circunscriptos por un sistema de poder rizomático que se extiende desde la escala local a la global, también es necesario admitir que ese sistema deja resquicios, que el mapa de poder está hoy sometido a múltiples fricciones y permeabilidades que propician nuevas estrategias en la crítica cultural, las cuales dejan para el arte no solamente una mayor posibilidad de autocrítica institucional, sino una más efectiva inscripción en el sistema localización/mundialización, funcionando como interferencia respecto a los discursos del poder global y como articulación respecto a los discursos de las diversidades culturales locales.


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LA OPCIÓN DEL CONCEPTUALISMO: ¿UN “ISMO” MÁS O UNA “TÁCTICA DE SENTIDO”? Maricarmen Ramírez


SITUACIONES

Introducción El Conceptualismo como estrategia curatorial frente a la globalización Al abordar el tema del Conceptualismo latinoamericano y sus variantes interpretativas, he considerado oportuno enmarcarlo dentro de una perspectiva particular: el de los retos que presenta la curaduría de exposiciones de arte latinoamericano en los Estados Unidos. Esta decisión se apoya en dos circunstancias concretas. Por un lado, habría que tomar en cuenta que mis investigaciones en torno a esta interpretación del Conceptualismo se dieron dentro del contexto de la curaduría realizada para varias exposiciones, entre ellas: Artistas Latinoamericanos del siglo XX (MoMA, 1993), Conceptualismo Global: Puntos de Origen (Queens Museum of Art, Nueva York, 1998), y recientemente, Utopías Invertidas: Las Vanguardias Artísticas en América Latina (MFAH, 2004). Entre éstas, Conceptualismo Global _que contó con un equipo internacional de once curadores representantes de las distintas regiones del planeta_ se propuso abordar el Conceptualismo como fenómeno global, surgido simultáneamente en diversos lugares del planeta. Entre éstos, a América Latina se le reconoció un importante rol como lugar de gestación de tendencias conceptuales. En segundo lugar, las propias circunstancias que facilitaron mi acercamiento con profundidad al tema en cuestión ponen en evidencia un fenómeno cada vez más insoslayable: la manera como la historia del arte latinoamericano, tanto del siglo XX como contemporáneo, está siendo escrita desde la curaduría y no desde los parámetros propiamente disciplinares y académicos de la historia del arte. En este contexto, exposiciones como Conceptualismo Global o Utopías Invertidas están llamadas a funcionar como textos o provocaciones discursivas donde simultáneamente se exponen, se plantean o se revisan tendencias y movimientos artísticos tanto del

pasado como del presente. Este fenómeno, característico de sociedades emergentes con grandes vacíos institucionales y programáticos, le imprime a la tarea curatorial un grado mayor de responsabilidad tanto ética como intelectual. La función discursiva que este tipo de exposiciones está llamado a desempeñar en nuestro medio, a su vez, se torna aún más crítica tanto en el contexto de la circulación del arte y los artistas que ha conllevado la globalización como su impacto sobre el campo del llamado “arte latinoamericano” que opera desde los centros de poder. En este caso, habría que considerar el fenómeno de la espectacularización de la cultura favorecido por la ideología neoliberal en su intercambio con el capital globalizado así como la función desempeñada por ciertas exposiciones de arte latinoamericano en ese contexto. Según se sabe, estas exposiciones han contribuido a instaurar una meta-narrativa del arte “latinoamericano” tanto en los centros de poder hegemónico como en nuestros países. Dicha metanarrativa se basa, por un lado, en una visión esencialista del arte latinoamericano; por el otro, en la relación de este arte ya sea con lo exótico y lo primitivo (1980s) o bien con las corrientes derivadas del Minimalismo o el propio Arte Conceptual (1990s). Dentro del panorama esbozado por la globalización, es evidente que el valor, tanto de estas exposiciones como de la meta-narrativa que las acompaña, radica en su función en cuanto capital simbólico; esta función, a su vez, se apoya, por un lado, en un aumento considerable del valor tanto económico como de fetiche del producto artístico; por el otro, en el potencial que conllevan las exposiciones para proyectar imágenes de identidad de grupos e individuos. Desde dicho punto de vista, debería aclararse, una vez más, que el problema principal en el

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cual estas exposiciones se enmarcan no es el problema de la identidad como tal, sino el problema de la legitimación, tanto de las élites promotoras como de los grupos o artistas que éstas promueven y/o sustentan; las exhibiciones son uno de los dos instrumentos principales _el segundo son los mercados de arte_ de los que se valen tales grupos para hacer valer agendas e intereses en la arena global. Tanto las condiciones que han promovido estas exposiciones como el legado de las mismas, nos han llevado a los curadores comprometidos con el área de lo latinomericano y/o contemporáneo a buscar estrategias ya sea para contrarrestar el efecto reductor de tales exposiciones o bien para generar nuevos paradigmas encaminados a cambiar las reglas del juego en lo concerniente a la presentación de los artistas latinoamericanos en los centros y circuitos del poder legitimador. Trátase de una tarea ardua, mientras el fenómeno expositivo se encuentre sólidamente apoyado por el conjunto bastante conocido: las élites latinoamericanas, las estructuras de mercado y las instituciones en el poder.

¿Por qué referir el conceptualismo? En términos generales, mi trabajo con el Conceptualismo latinoamericano se ha encaminado hacia la revisión curatorial de un craso estereotipo. Aquel que se limita a leer el Conceptualismo desde la óptica central. Miopía que, ignorando las manifestaciones habidas simultáneamente en otras regiones del planeta, sigue considerando como absoluto las propuestas anglo-americanas de los sesenta; ambas basadas en enfoques tautológicos, en marcos (meta)lingüísticos y en una raíz minimalista sine qua non. La participación _sin lugar a dudas, yo diría aportación_ de nuestros artistas latinoamericanos en el fenómeno conceptual se esboza como caso ejemplar, único en el retrospecto ponderado del siglo XX. Representa, quizás, el gran momento de ruptura del arte latinoamericano frente a los modelos metropolitanos. Además, implica un conjunto de tendencias surgido en consonancia con el internacionalismo y viene a consolidarse en pleno apogeo del fenómeno globalizante. Conceptualismo en América Latina Para abordar esta tendencia, habría que partir de un hecho fundamental: como todos los movimientos y tendencias de nuestro continente, el Conceptualismo en Latinoamérica no fue un fenómeno homogéneo ni de alcance continental. Desde la perspectiva curatorial, la complejidad y heterogeneidad de la región imposibilita cualquier consideración de desarrollos artísticos uni-

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formes, tanto a nivel regional como nacional. En efecto, tales condiciones abarcaron no una sino diversas historias y modos de Conceptualismo, las cuales corresponden no sólo a países sino a centros urbanos específicos dentro de dichos países (Rosario vs. Buenos Aires, São Paulo vs. Rio de Janeiro, Bogotá vs. Medellín vs. Cali). En la mayoría de los demás países, la tendencia florece casi siempre en las capitales: Caracas, Ciudad de México, Santiago, etc. El hecho de que ninguno de los artistas o grupos aquí considerados refrendara abiertamente el término conceptual sirve para destacar la autenticidad de los impulsos locales que originaron y nutrieron tales manifestaciones. Es oportuno dilucidar la riqueza de esta vertiente latinoamericana desde la perspectiva pertinente de las siguientes preguntas: ¿De qué modo se puede referir el retrospecto de un movimiento bajo el cuño globalizante del Conceptualismo cuando, en esencia, ninguno de sus autores jamás lo concibió en tales términos? ¿Es factible la postulación de versiones regionales o autónomas de lo que generalmente se ha considerado como un fenómeno del mainstream? De ser así, ¿qué rasgos particulares constituirían la especificidad de las nuestras versiones continentales?

Argumento Antes de ir más adelante, es necesario explicar el término Conceptualismo, por sí mismo y en el contexto de este ensayo. La compleja especificidad del Arte Conceptual no nos permite la gratuita consideración ya sea de un mero estilo o bien movimiento circunscrito a su época o circunstancia(s). A mi juicio, después de la revolución inicial llevada a cabo por los movimientos de la vanguardia histórica (Cubismo, Futurismo, Dadá particularmente), el Conceptualismo puede considerarse como el segundo gran salto del siglo XX en relación al entendimiento y la producción de arte. Al declarar obsoleto el status artístico (la estética y “lo bello” incluidos) _desde la preciosidad de la obra de arte autónoma (de herencia renacentista) hasta transferir la práctica artística de la estética en sí al territorio más elástico de la lingüística_, el Conceptualismo preparó el terreno para las más innovadoras y radicales formas de arte. Por ello, el fenómeno debe ser encarado como una crítica estrategia de antidiscursos, a partir de cuyas tácticas evasivas se traen a colación tanto la fetichización del arte y sus sistemas de producción como su distribución en sociedades del capitalismo tardío. Como tal, el Conceptualismo no se limita a un medio en particular, ya que puede aparecer en una enorme variedad de “manifestaciones” (in)formales, (in)materiales e, inclu-


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so, basadas en el objeto. Además, en cada caso, el énfasis en lo artístico cede preferencia por los procesos “estructurales” o “ideáticos” que se explayan más allá de la consideración meramente perceptual y/o formal. Por lo tanto, en lo que fue su modo más radical, el Conceptualismo debe ser leído (citando a Roberto Jacoby) como “una manera de pensar” sobre el arte en relación a la sociedad. Entender el Conceptualismo en tan amplios parámetros nos permite considerar la obra de estos artistas no más como reflejos, desvíos o réplicas del Arte Conceptual con base hegemónica central. Al contrario, permite verlos como respuestas locales/localizadas a las contradicciones provocadas por el fracaso de los proyectos de modernización al final de la segunda posguerra. En el caso nuestro, el fracaso de algunos alicientes sociopolíticos como el “desarrollismo”, de la Alianza para el Progreso, de los movimientos guerrilleros y estudiantiles, etc. En nuestro ámbito, la emergencia del Conceptualismo no sólo se da en forma paralela sino que, en muchos casos incluso, se anticipó en la teoría y en la praxis al advenimiento de tendencias y variantes expresivas. Los argumentos hasta aquí esbozados, se enmarcan y articulan a contrapelo de dos prejuicios incuestionables. En primer lugar, la inadecuación en la que prevalece un marco histórico bastante reductivo, auto-referencial, el cual, a pesar de una década de constante re-evaluación, sigue privilegiando a un pequeño grupo de tipo iconoclasta integrado por artistas americanos y británicos cuyo trabajo vino a la luz pública, al final de los sesenta, bajo la forma redundante de la proposición lingüística, ideática. En segundo lugar, el maniqueísmo producido en nuestros países por la crítica Marta Traba con la polarizada “tesis de resistencia” con la que denuncia las prácticas conceptuales como “manías importadas” cuya emergencia era reveladora del grado hasta el cual una parte de nuestros artistas “se había rendido” al imperialismo cultural norteamericano. Para empezar, con objeto de impugnar ambas perspectivas, argumento que, los procesos _dentro de los que surge el Conceptualismo_ no fueron de la exclusividad anglo-americana. Fueron, sin duda, tendencias que involucraron a otros artistas y productores culturales de otras latitudes para quienes la crisis ontológica del arte europeo (después de 1945) propició todo un marco de referencia creativa e impugnadora. De ese modo, el gran acierto de la muestra Conceptualismo Global fue el ser capaz de ejemplificar ese punto plural. Tal ha sido la posición de los artistas latinoamericanos; los cuales, debido a su legado colonial, durante siglos se han puesto en situación dialógica (siempre) con

las varias tradiciones artísticas, tanto de Europa como de los Estados Unidos. Por ello, tratándose de una vertiente oriunda de zonas no-hegemónicas, el trabajo de estos artistas se embreñó en un modelo de asimilación/conversión ampliamente guiado tanto por la dinámica interna como por las contradicciones del contexto local y, por algunos momentos, global. A resultas de este dialéctico intercambio, se generó una versión autónoma _una inversión, de hecho_ de importantes principios del Modernismo tanto europeo como norteamericano. El modelo de inversión propuesto para la interpretación del Conceptualismo es, por lo tanto, un estratagema teórico que nos permite ilustrar, de manera dialéctica, dicha autonomía. Como segundo punto, postulo que, al hacerse de la política y de la ideología el punto-de-partida con el cual cuestionar radicalmente al arte-como-institución, los conceptualistas latinoamericanos produjeron algunas de las más creativas respuestas en nuestro siglo a la cuestión de la función del arte: levantada por Marcel Duchamp desde la práctica o de pensadores como Peter Bürger (vía Adorno) desde la teoría vanguardista. Desde ese ángulo y con claridad, los nuestros anticiparon las manifestaciones posteriores de grupos feministas, gays o de la nueva izquierda artística politizada de los setenta. Para entenderse los orígenes de nuestro Conceptualismo en esos términos, habrá que merodear por las complejas articulaciones entre las tendencias centrales y las “necesidades ex/céntricas” locales; ruda interrelación, sin duda, cuya dialéctica implica en un circuito recíproco de intercambio artístico y cultural.

Contexto La mayoría de los artistas que se dedicaron a algún modo de conceptualismo maduraron en medio del desarrollismo de la posguerra (1950-1970) que nutrió la ilusión de un papel de una América Latina emancipada en el orden del Primer Mundo. La promesa del desarrollismo fue particularmente significativa para Argentina y Brasil, dos países integrados en su mayoría por una importante mezcla de razas. A diferencia del resto de los países latinoamericanos (salvo México), Argentina y Brasil participaron de la vanguardia internacional de los años 20, y contribuyeron con paradigmas de gran originalidad a este movimiento. Sumado a esto, dicho legado se tradujo en la emergencia de movimientos vanguardistas con “calidad de exportación” en las décadas de 1940 y 1950. El Grupo Madí de Argentina, así como los movimientos de poesía y artes visuales concretas en Brasil fueron experiencias racionales vinculadas tanto al boom desarrollista de la posguerra como a los por tanto tiempo perseguidos

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sueños de modernización. A la par de este impulso actualizador estuvo la creación de una infraestructura cultural cuyo objetivo fue el de respaldar y promover el arte contemporáneo. Por ejemplo, en 1951 se estableció la Bienal de San Pablo y en 1958 en Buenos Aires se inauguró el centro vanguardista más representativo de dicho periodo, el Instituto Torcuato di Tella. Además, estas instituciones, levantando la bandera del internacionalismo, entraron de manera temprana en un circuito activo de intercambio artístico y cultural con los Estados unidos, particularmente con Nueva York. Esto explica, por lo menos de forma parcial, la razón por la que el conceptualismo, como la forma de arte más desafiante, floreció tan tempranamente en Argentina y Brasil. Y también explica por qué, al menos al inicio, otros países de la región _carentes de proyectos culturales y sociales similares_ permanecieron un tanto indiferentes al giro conceptualista hasta bien entrados los años 80 o los 90. Aún antes del final de la primera mitad de la década, la adversidad política frenó el optimismo de la generación desarrollista. Entre 1964 y 1976 seis de los países más importantes de América del Sur tuvieron gobiernos militares, incluyendo a Brasil, Argentina, Uruguay, Perú y Chile. Estos regímenes autoritarios no sólo abolieron los derechos y privilegios de la democracia burguesa sino que también institucionalizaron la tortura, la represión y la censura. Todos los artistas aquí mencionados experimentaron el autoritarismo, tanto en sus formas sicológicas como materiales, en exilios externos o internos. Los orígenes de esta conciencia vanguardista antiartística se puede rastrear hasta la mitad y finales de la década de 1950, cuando diversos grupos e individuos, en diferentes países de la región, empezaron a cuestionar la función del objeto artístico y el sistema de circulación y distribución en las sociedades periféricas. A diferencia de los Estados Unidos _donde el minimalismo preparó el terreno para la emergencia del arte conceptual_, en América Latina el paso del objeto al arte basado en las ideas originó un despliegue de fuentes cimentadas en el informalismo, el pop y formas de abstracción geométrica. La repulsión anti-institucional heredada del informalismo, por ejemplo, le sirvió de impulso a la serie iconoclasta Vivo Dito (1962-1965) del argentino Alberto Grecco. Esta serie consistía de performances extemporáneas en las calles de Madrid, Roma y Florencia donde Grecco, de una manera que anticipó los “certificados de arte” de Piero Manzoni, firmaba su nombre en personas y objetos o trazaba círculos de tiza alrededor de éstos, convirtiéndolos así en “obras de arte vivientes”. En Brasil, las obras Popcretas (1964-1967) de

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Waldemar Cordeiro Dólar, 1966 Lentejuelas metálicas y clavos sobre madera 79.5 x 70 cm Colección Paula y Alexandre Azevedo, Rio de Janeiro

Waldemar Cordeiro Autorretrato probabilístico, 1967 Fotomontaje con retrato y palabras sobre vidrio de 3 mm colocado sobre planos paralelos, con una base de madera pintada de negro 34.5 x 29.5 x 31 cm Colección de Familia Cordeiro, Sao Paulo


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Waldemar Cordeiro sintetizaban las preocupaciones formales y funcionales en objetos ensamblados en los que la idea era ya más importante que el objeto mismo.

Especificidad del Conceptualismo en AL Sin embargo, a pesar de la heterogeneidad de las prácticas conceptuales latinoamericanas, es posible identificar una serie de rasgos comunes a todas estas prácticas. En primer lugar, un fuerte perfil ideológico y ético contrapone estas prácticas al modelo americano según el cual “la ausencia de la realidad en el arte es, precisamente, la realidad del arte”. Desde sus manifestaciones iniciales, el Conceptualismo en nuestros países transgredió los límites del principio auto-referencial que predominó en el caso norteamericano, llevándolo, pues, a una reinterpretación de las estructuras socio-políticas en las cuales estaba inscrito. Para tales productores, la búsqueda de estrategias antidiscursivas para hacer arte “no era más la preocupación de un grupo proveniente de una élite aislada, sino un asunto cultural de largo alcance, de gran amplitud, tendiente hacia la acción colectiva”. Por lo tanto, mientras los artistas norteamericanos _haciendo eco de la frase de Kosuth: “la ausencia de realidad en el arte, es precisamente la realidad del arte”_ dirigían su crítica al mundo artístico institucionalizado, los latinoamericanos, gran parte de ellos al menos, hicieron de la esfera pública su blanco preferencial. De ese modo, las obras no sólo pretendían operar a nivel ideológico, sino que la ideología se convirtió, en sí misma, en la “identidad material” básica de su propuesta conceptual. En esos términos, el “conceptualismo ideológico”, como lo observó Simón Marchán Fiz en 1972, no es “una mera fuerza productiva sino social”; en otras palabras, es aquella que no se conforma con la investigación de sus propias condiciones recurrentes (tautología) y busca, por ello, la transformación activa del mundo a través de la especificidad del arte. La substitución de la naturaleza discursiva del arte por su función cognitiva queda implícita en esta transformación, la cual permitió, a grupos tales como Tucumán Arte, “el postular el fenómeno estético como una acción positiva y real, con el potencial de modificar el contexto que lo generó”. Traducido esto al ámbito político de 1968, la noción de Arte Conceptual como vehículo de entendimiento y planteo de “lo real” orilló a que este grupo abandonara la estética en favor de “una acción colectiva violenta”. Desde su perspectiva, la violencia se había convertido en “una acción creadora de nuevos contenidos”. Una posición similar quedó implícita en la comparación hecha por Luis Camnitzer entre los medios y

estrategias de ese antiarte y las tácticas guerrilleras urbanas. A su juicio, ambas comparten un objetivo común: “comunicar el mensaje y al mismo tiempo, a través del proceso, cambiar las condiciones en las cuales el público se encuentra”. Cabe señalar aquí que los trabajos iniciales de estos artistas se adelantaron, de hecho, a ciertas formas de conceptualismo político, desarrollado en los setenta y los ochenta entre otros movimientos comprometidos (feministas o multiculturales) en los países centrales. El compromiso activo con “lo real” característico de las prácticas conceptuales en América Latina también fue responsable por su segundo rasgo distintivo. Me refiero a su paradójica relación con el principio fundamental del arte conceptual británico o estadounidense: la idea de “desmaterialización” del objeto artístico y su sustitución por la proposición lingüística o analítica. La táctica de mayor confrontación consistió, al contrario, en la “recuperación del objeto”, ya fuera por medio de “readymades asistidos” o producidos en masa, los cuales fungían de vehículos para el programa conceptual. Dicha producción se postula en contra del principio absoluto de una hipotética disolución promovida por la llamada “desmaterialización” (Lippard vía Masotta vía El Lissitzky) que caracteriza a una gran parte de las tácticas conceptuales norteamericanas. Ello implicó la utilización del ready-made en su forma original o “asistida” como mero “paquete para comunicar ideas” (Camnitzer). En teoría, esto conlleva tanto un cuestionamiento como una activación de las facultades semióticas del objeto con el fin de producir significados relativos a la posición del objeto dentro de un contexto o circuito social más abarcador. Por medio de esta interrelación dialéctica nutrida de elementos de “lo real”, los artistas buscaron una “proximidad participativa” con el espectador. Otra táctica a considerarse fue la referente al acercamiento perceptual-cognitivo que desplaza el énfasis del objeto artístico-en-sí a la plena participación (corporal, táctil, visual, etc.) del espectador en la acción misma propuesta por la obra. Este tipo de propuesta presupone que “los sentidos son órganos sociales” mediante los cuales el individuo se relaciona con el mundo. Este tipo de táctica tiende a transformar la manera como el participante/receptor reacciona frente a situaciones específicas. Situaciones lúdicas, mecánicas o críticas que recrean su lugar en la esfera socio-política. La tercera táctica concierne al uso que los latinoamericanos hicieron de las teorías de la información y de la comunicación, con objeto de investigar mecanismos por medio de los cuales los significados son transmitidos a sus receptores. El denominado “Arte de los medios”,

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Luis Camnitzer Ejecución, 1970 Espejo roto por bala, con título impreso y resina epóxica 35 cm diam. Colección del artista, Nueva York

Arthur Barrio Trapo ensangrentado, c.1969 Oleo en tela amarrada con cuerda 11 x 24 x 20 cm Colección Joao Sattamini, en préstamo al Museo de Arte Contemporáneo de la Prefectura de Niteroi

ejemplificado por Fashion Fictions del argentino Eduardo Costa precursoramente desde mediados de los sesenta, se apodera de estructuras de los medios de comunicación para producir obras donde el medio se convierte en el mensaje mismo y único de la obra. Es, sin duda, el único ejemplo palpable de abolición del objeto _arte noobjetual, en cierta medida “desmaterializado”_ en el contexto latinoamericano (única en su postulación). Búsqueda de una forma ideal para comunicar contenidos políticos, subversivos, ya que éstos se dan sólo en la conciencia del receptor. Por paradójica que parezca, la idea de un arte comunicacional de gran alcance viene a ser un rasgo fundamental de estas prácticas latinoamericanas desde sus inicios. Dentro de él se destaca el esfuerzo consciente ya sea por hacer que contracirculen mensajes o bien por comunicar nuevos valores al público. Esto se contrapone al modelo (central) que Stephen Melville ha caracterizado como “telepático”, puesto en reacia evidencia por su nodisponibilidad y por su resistencia ostensiva para generar una audiencia. La necesidad que hubo en sustituir el concepto de “telepatía” por pathos (contaminación) o pathia (participación). Más allá de las aspiraciones telepáticas del modelo “telepático” nuestros artistas buscaron contaminar su producción con sistemas alternos de comunicación plenamente participatorios. En muchos casos, su asimilación de teorías de la comunicación y la recepción los llevaron a anclar sus prácticas en las matrices vernáculas de sus contextos locales. Desde este punto de vista, se anticiparon, una vez más, a desenvolvimientos metropolitanos tales como el análisis de las audiencias introducido posteriormente por los artistas conceptuales norteamericanos. Con este marco de interpretación en mente, me propongo discutir a continuación algunos ejemplos paradigmáticos del conceptualismo latinoamericano. Propuestas conceptuales La selección de artistas y trabajos se ha circunscrito al período inicial (1960-1973) de las manifestaciones conceptuales que llegan hasta nuestros días. Se enfoca en prácticas que surgieron en los principales centros urbanos ejemplificados por Buenos Aires, Rosario, Río de Janeiro, con escasas referencias a Bogotá, Ciudad de México y comunidades de artistas latinoamericanos residentes en los Estados Unidos y Europa.

Victor Grippo Analogía 1, 1976

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Eduardo Costa Fashion Fictions # 1, 1966-69 Utilería dorada, fotografías, texto, revistas como Vogue (New York, 1968), Harper’s Bazaar (New York, 1968), y Caballero (Mexico City, 1969) 50.8 x 50.8 x 10.2 cm Colección del artista, Buenos Aires

Antonio Dias Oppressor/Oppressed, 1968 Madera, formica, césped sintético, linóleo Colección del artista

Lygia Clark Guantes sensoriales, 1968 Guantes diversos en varios tamaños y texturas Asociación Cultural “El Mundo de Lygia Clark”, Rio de Janeiro

Victor Grippo Construcción de un horno popular para hacer pan, 1972 Foto Documentación

Eduardo Favario Obra clausurada, 1968 Fotos de la acción y de la redada de policía durante el Ciclo de Arte Experimental, Rosario Archivos Graciela Carnevale, Rosario

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Sensorialidad interactiva En la obra de Lygia Clark, el cuerpo no es una entidad actuante en sí propia (en términos performativos) sino el vehículo para una compleja dialéctica entre artista y participante, cuyo propósito culminante es siempre el de provocar una transformación de la conciencia. De ese modo, la noción de pathía o participación alcanza una dimensión crítica asociable a la necesidad de transformar de manera activa la ética del campo socio-político. Por un lado, al considerar cuerpo y sentidos como materia prima para la propuesta conceptual, Lygia Clark abrió las posibilidades de establecer un puente sobre las dicotomías entre mente y cuerpo, las cuales plagaron al arte occidental desde el Renacimiento. Tal opción hubiera sido impensable en el contexto norteamericano en donde todavía se debate el legado de la ortodoxia puritana. Por el otro, las nociones de una participación tanto sensorial como semántica abrieron brechas hacia la investigación de una sensorialidad interactiva con la cual cimentar prácticas conceptuales. Las obras se basan en una noción específica sobre “la reconstitución del cuerpo” y su nexo sensorial tanto con el individuo como con la sociedad. Camisa de-fuerza y Máscara-abismo consisten en una malla o estructura enmascarada propuesta para que el participante se la ponga. En cada caso, sin embargo, la interacción del espectador con el objeto se torna imprescindible. Este último no sólo cobra vida a través de la interacción directa del participante con él, sino que la suma de objeto más acción es lo que en última instancia constituye a vivência (el tipo de propuesta de un anti-arte viviente); algo que Lygia postuló como siendo uno de los objetivos principales de su obra. Para ambos, Hélio y Lygia, este tipo interactivo entre el público y el objeto se torna esencial para aquello que el crítico Mário Pedrosa llamó “el ejercicio experimental de la libertad”.

Desplazamientos del lenguaje

Lygia Clark

Máscara-abismo, 1968 Máscara de cedazo con pesos y bolsas plásticas Tamaños variables Diálogo de manos, 1966 Liga de hule de cinta Moebius, de una secuencia fotográfica de cuatro impresiones 40 x 50 cm c/u aprox. Caminando, 1963 De una secuencia fotográfica de seis impresiones 30 x 50 cm c/u aprox. Asociación Cultural “El Mundo de Lygia Clark”, Rio de Janeiro

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El rechazo del canon auto-referencial llevado a cabo por los latinoamericanos en ninguna parte se halla más pronunciado que en las formas lingüísticas en las que basaron sus propuestas artísticas conceptuales. A pesar de su consideración del lenguaje como factor determinante para el entendimiento de la realidad, sólo muy pocos de sus artistas se vieron circunscritos, en exclusividad, a las propiedades empíricas del lenguaje. La mayoría escogió, en cambio, el valerse del texto como mero apoyo para la comunicación de nuevas axiologías. De acuerdo a dichos valores, el artista _mero “administrador que clasifica” los resultados de un programa


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León Ferrari El cuadro escrito, 1964-65 De la serie El Cuadro escrito Tinta sobre papel 67 x 48 cm Colección del artista, Buenos Aires

Antonio Dias Historia, 1968 Tierra en bolsa plástica con Letraset 50 x 50 x 7 cm Daros Latin America AG, Zürich

Antonio Dias To the Police, 1968 Piedras en bronce con tarjetas metálicas 15 cm diam. aprox. Daros Latin America AG, Zurich

textual preestablecido_ es substituido. En su enfoque burocrático al arte quintaesencial de “cuello blanco” inherente al Mundo Administrado en que vivimos, dicha suplantación recae en un artista que opera ya sea como “codificador” o bien como “organizador” de mensajes. Por lo tanto, el positivismo de tipo wittgensteiniano así como la “muerte del autor” propuesta por Robbe-Grillé para caracterizar las prácticas metropolitanas, ambas no sólo están ausentes de la producción conceptualista latinoamericana que se basa en el lenguaje sino que sus premisas sufren una reconsideración. Esto es, son revaloradas a través de la (re)inserción del sujeto social activo dentro del circuito comunicacional. Trascendiendo el nivel teórico y lírico incrustados en la raíz profunda de la propuesta, la textura-textual del poeta-dibujante conceptual (H. Olea) se anticipa verbalmente tanto a las tautologías de Kosuth como visual y conceptualmente a aquellas “Pinturas Escritas” por Yoko Ono (1962), que lo preceden en dos años. En contraposición a esto, las pinturas y objetos de Antonio Dias (n. 1944) en base a “palabras” (Historia, 1968-1973) integran tanto el lenguaje como el campo visual en una matriz estructural similar a la empleada por Sol Lewitt en sus Structures de 1961-1962. Al colocarse palabras _ya sea en forma tanto de “titulares” como de “inscripciones”_ sobre un emparrillado pintado, Antonio Dias pone en tela de juicio la función de la pintura como pintura, operando así en un espacio ambiguo para la comunicación semántica. La pintura se convierte, entonces y en palabras de Hélio Oiticica, en un “objeto transicional”: esto es, en un vehículo que plantea el problema de la significación. El potencial de esta operación anti-pintura es intensificado por Antonio Dias a través de palabras con carga ideológica, tales como “continente libre” o “hambre”, y aún más por el uso de retruécanos, palíndromos en cuyo juego de palabras las relaciones jerárquicas son abolidas. Además, en la mayor parte de sus pinturas seriales falta la última cuadrícula. Este rasgo _posteriormente desarrollado por Antonio Dias en los teoremas visuales que constituyen_ alude “al desajuste entre arte y sociedad”, una preocupación en el meollo de las investigaciones acerca del arte-como-institución. Por lo tanto, allí donde las relaciones que Sol Lewitt establece entre los campos visuales y verbales refuerzan la primacía de lo visual, en el caso del brasileño se ven desintegradas en el vínculo estructural palabras/imágenes/sociedad. Propuestas de Antonio Manuel como O corpo é a obra (El cuerpo es la obra, 1970), pueden ser vistas incluso como si se trataran de una formulación inicial de

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la estrategia de inserción a nivel de los circuitos de información pública bajo el control del estado. El aspecto de mayor importancia en la propuesta conceptual de Antonio Manuel, por otra parte, es la reafirmación del cierne irreductible de la subjetividad humana. En su gesto performático, el artista se valió de su propio cuerpo desnudo para insertarse, con él, en una situación institucional: el Salón Nacional de Arte Moderno en el MAM de Río de Janeiro, en 1970. Su objetivo era el de denunciar _bajo la sombra de la supervisión castrense_ la sordidez de su manipulación tanto en lo estructural como en lo ideológico. Según la observación de Mário Pedrosa, el acto transgresor de Antonio Manuel _haciendo eco en el legado tanto de Lygia como de Hélio_ viene a afirmar, en última instancia, el valor de la autenticidad como un meollo irreductible del individuo y su arma más valiosa contra cualquier sistema de control, el del arte incluido.

Espacio/Visión/Percepción Tanto la función estructural como las cualidades inherentes del espacio, ya sea en sí propias o en su relación con la individualidad del sujeto, se tornan algo esencial en los primeros trabajos de Cildo Meireles (n.1948) que son paralelos al desarrollo de su serie Inserções (Inserciones). Art Physics: 30 km. of Extended Line (La física del arte: 30 kms. de línea tendida, 1969) y Geographic Mutations: The Rio-São Paulo Border (Mutaciones geográficas: la frontera entre Río y São Paulo, 1969) son obras que se involucran con el espacio y la geografía a modo de “constructor” tanto perceptuales como ideológicos y cuyas “reales coordenadas” demandan la íntegra participación del espectador. Mutaciones geográficas amplía la línea de investigación duchampiana hasta llevarla a una exploración del vínculo del individuo con su espacio físico. La obra consiste en un maletín de cuero que contiene mapas del Brasil, cuerdas y demás herramientas de medida topográfica. Su objetivo es el incitar al observador para que use los instrumentos indicados para con ellos transformar la geografía física del país, cambiando de posición las montañas, aumentando o disminuyendo las distancias entre puntos o bien alterando las fronteras. El resultado de dichas operaciones ha sido guardado en un maletín a la manera de las valises de Marcel Duchamp. No obstante, en cada caso la proposición es llevada a su dimensión ética: aquella que le faculta al individuo el cambio o la alteración de los límites físicos que lo atan. En la obra de Meireles, la función del espacio se liga también a ideas de escala (la relación del individuo con el espacio que lo circunscribe) y de lo físico (el volumen o la masa). En Eureka/Blindhotland,

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Antonio Caro

Colombia/Coca Cola, 1976 Esmalte sobre lata Colección Museo de Arte Moderno, Bogotá Todo está muy caro, 1978 Homenaje a Manuel Quintin Lame,1979 Tinta sobre cartón Colección del artista.


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otra de sus notables instalaciones de aquella década, lo visual da paso a la “ciega realidad” que sólo se comunica vía tacto, semejanza y peso a través de la experiencia de la densidad. La operación que efectúa esta propuesta se basa en el “campo estructural” donde el espectador lleva a cabo la experiencia de la obra, no por medio de la vista sino a través de la realidad háptica en cuyo toque se procesa la experiencia sensorial. De hecho, cada una de estas 300 pelotas de goma semejantes, desparramadas sobre el suelo, involucran tanto una masa diferente cuanto pesos diversos. Puntos marcantes de las versiones o variantes latinoamericanas La noción de que el arte podría trastocar completamente su mero “valor de uso” en un tipo más activo de “valor comunicacional” coloca a estas prácticas en un módulo diferente de registro que no se vincula más con los parámetros filosóficos en los que siempre se condujo; esto es, ni a la estética ni a la esfera autónoma del arte. En tales circunstancias, el arte cesa de ser arte hasta poder emerger desdoblándose en una especie de “experiencia límite” más afín con las más diversas prácticas socioculturales o antropológicas. Por otra parte, puesto que dicha transformación se liga a un proyecto etnosocio-político, difiere a su vez, substancialmente, de la idea del artista como etnógrafo que vino a popularizarse con el multiculturalismo. Según ilustran los casos del vasto grupo argentino, el precio para transpasar tal “umbral” implicó en un punto-sin-regreso. Muchos artistas involucrados en experiencias conceptuales radicales abandonaron el arte tomando otros derroteros, yendo incluso a los modos de arte más tradicionales. Otros continuaron produciendo al margen del establishment artístico, revitalizado, que prácticamente los obliteró. El resto siguió luchando contra las propias consideraciones éticas, la pureza de sus “burbujas artísticas”, cápsulas autocríticas (casi autoreferentes) en las cuales se vieron atrapados sin la posibilidad de actuar de una manera más amplia o efectiva. Aunque dicha situación no fuera asunto exclusivo de las prácticas latinoamericanas, fue aquí, en esta región, donde inobjetablemente el impacto hizo más mella. Ello fue debido al énfasis que nuestros artistas pusieron en el puente sobre el vacío real, abismo comunicacional que los separaba de sus sociedades y comunidades. Hasta hoy, éstas siguen siendo las mismas paradojas que infestan, de manera anodina, las abstracciones actuales de estas tendencias. En efecto, las diversas prácticas de base no-objetual _aunque apoyadas en todo tipo de obje-

Antonio Manuel Urnas quentes, 1968 Wood, sealing wax, tape, and photographs Collection of the artist

Cildo Meireles Inserciones en circuitos ideológicos: Proyecto Coca-Cola, 1970-75 Botellas de Coca-Cola y mensajes en calcomanías serigrafiadas Colección del artista, Rio de Janeiro

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tos y medios tradicionales como la pintura_ han llegado a convertirse en meros ejercicios de estilo conceptual. Según lo previsto por Marta Traba, el Conceptualismo era y fue escasamente entendido por el público. Forzados a depender, para su sobrevivencia, de la gran precariedad de la infraestructura cultural existente, los conceptualistas, los nuestros inclusive, jamás entraron al mercado a través de esta práctica específica. En este sentido, la afirmación hecha retrospectivamente por Benjamin Buchloh es pertinente. Él escribe sobre la “ingenuidad crítica” con la que los artistas conceptuales del mainstream creyeron píamente en la “ilusión de que la transformación de la obra de arte (en una intervención tanto lingüística como textual) obligatoriamente crearía un mayor número de lectores, incluso una más amplia práctica de politización cultural”. La misma aseveración puede mantenerse como válida para nuestros conceptualistas. La gran diferencia reside en el modo en que los latinoamericanos, previendo esta limitación desde sus inicios, actuaron desde temprano para moldear sus prácticas bajo el potencial ideológico y comunicacional, emanado de su propio atisbo de “lo conceptual”. En esos términos, nuestro Conceptualismo tuvo como punto-de-partida una total reconfiguración de tales experiencias y se fue traduciendo en lo que hoy podemos llamar, parafraseando a Oiticica, en tácticas para vivir de adversidad. Específicamente, esta estrategia a largo plazo fue lo que salvó al Conceptualismo latinoamericano del tautológico y estéril callejón-sin-salida en que cayeron tanto los ingleses como los norteamericanos. Un academicismo instituido, en final de cuentas, por medio de operaciones previsibles, redundantes y desgastadas a corto plazo, en cuyos ejemplos se gestó lo que se conoce de manera estereotipada como el modelo original del Arte Conceptual. Cabe entonces un cuestionamiento final; la pregunta se hace imprescindible: de no haber existido regímenes autoritarios, ¿habría el Conceptualismo alcanzado los contornos nítidos que lo identifican en América Latina en toda su originalidad e incuestionable actividad precursora? Se puede argumentar que el destino de este movimiento fue el mismo en el mundo entero. No obstante, en nuestro continente, el paso del autoritarismo a la democracia dejó una huella invisible muy particular en tales experiencias, casi un vacío, con el cual se cortaron por lo sano, de modo significativo, las más radicales pesquisas que se habían iniciado. A pesar de los

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cortes ex-abrupto de estas limitaciones históricas, desde sus orígenes, el Conceptualismo en Latinoamérica se fue destacando de los hipotéticos modelos centrales, hasta descollar como uno de los más brillantes capítulos nuestros en la historia del arte del siglo XX. En otras palabras, el modelo táctico propuesto no es sino una lucha desatada en todos los frentes posibles con el propósito de generar significados en un mundo regido por la más abismal insignificancia.

Cildo Meireles Monumento-totem al preso político, homenaje a Tiradentes, Belo Horizonte, 1970 Picota de madera, tela, termómetro clínico, diez gallinas vivas, combustible y fuego Foto documento de la “acción a escondidas” Colección del artista, Río de Janeiro


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UNA FAMILIA DE LOS LEVES. ABSTRACCIÓN Y CORPORALIDAD EN SEIS ARTISTAS VENEZOLANOS

María Elena Ramos


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He elegido seis artistas que presentan entre sí amplias diferencias y también algunas afinidades significativas. Son ellos Jesús Soto, Alejandro Otero, Gego, Antonieta Sosa, Víctor Lucena y Magdalena Fernández. Las diferencias se plantearán tácitamente al dedicar una reflexión al carácter de cada una de estas obras. Las afinidades las hago más patentes a continuación, dando cuenta de por qué los reuní en un mismo corpus y por qué creo que forman parte, si no exactamente de una tradición (la tradición constructiva es válida pero sería del todo insuficiente), sí de lo que prefiero llamar una de las familias diacrónicas esenciales en el arte venezolano. Todos los artistas presentados son afines en su espíritu de abstracción; en un claro interés por el espacio no ya como contenedor sino como problema en sí mismo; en el uso de formas matemáticas y geométricas capaces de trascenderse por una parte hacia formas de la tactilidad y la sensorialidad y, por otra, hacia postulados ideales; por la interrelación frecuente en ellos entre los rigores constructivos y las fuerzas de la experiencia fenoménica. Todos ellos necesitan del orden y la razón, ya vengan de la modernidad constructiva como Soto y Otero, o de la arquitectura y el diseño como Gego, Lucena o Fernandez. Pero en todos los casos ese orden parece resultar insuficiente. No es sólo Antonieta Sosa, quien proviene del estudio de la psicología, la que se interesa por la tactilidad en la obra o por el trasvase permanente entre la retícula y el organismo fluyente. Todos ellos son en realidad afines al tema, cada uno desde sus énfasis propios y desde sus diversos modos de dar cuerpo a la obra. El único considerado cinético entre estos artistas es Soto, pero los seis son sensibles, en mayor o menor

medida, al movimiento humano y así a la estructuración de obras que no son sólo espaciales sino que necesitan existir en la temporalidad, como notamos cuando el público traspasa un Penetrable de Soto o la Reticulárea de Gego, cuando se detiene en la urbe para mirar cómo el viento y la luz van moviendo las aspas de un Delta Solar de Otero, cuando entra a las instalaciones de Fernández o cuando toca en la obra de Lucena las consistencias del hierro, la madera, el papel o el cristal para constatar sus propias sensaciones hápticas frente a la materialidad de los objetos. O cuando, como en el caso de Antonieta Sosa, es ella misma la que se mueve durante el tiempo de la acción corporal. Los seis son sensibles a la naturaleza. No la representan, no la transcriben directamente. En algunos casos se confiesan interesados en romper la representación, pero la presencia de lo natural está en su obra, así la luz y la vibración del aire, así la inmensidad de nuestro territorio, así la fuerza de las aguas, así los modos del crecimiento orgánico, así la atención otorgada al movimiento del animal. Siendo claro en ellos el interés por un arte-concepto, un arte mental en vínculo con el conocimiento, en ninguna de estas obras la fuerza intelectual “pesa” sobre lo sensible. Prevalece en ellos el hacer artístico, la condición sensorial de lo visible y un espíritu de ligereza que, para completar la idea de parentesco diacrónico al que antes me referí, llamaré ahora “una familia de los leves”. Jesús Soto. Casi sin materia Es posible ver la obra de Jesús Soto como eslabón en una larga cadena en que el espíritu moderno se remonta: la ruptura de la perspectiva central; el impresionismo lumi-

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noso; los cambios radicales entre la figura y el fondo; la retícula ordenadora de la abstracción constructiva. Y ese Mondrian en cuya obra se consideró fracaso que aquel máximo de quietud que pretendía en sus ortogonales se volviera inestabilidad y vibración inesperada. Soto supo hacer, de aquella vibración no deseada de Mondrian, una idea feliz que inspiró su indagación hacia lo que el arte abstracto iba a tener de muy dinámico en el siglo XX _el Cinetismo_. Con Soto vibraron las obras y se movieron. Vibró el arte al mover los cuerpos y las visiones de su tiempo. Desde que empecé a conocer esta obra me sentí atraída por ciertas piezas en que la materia artística parecía tender a algo cada vez menos sólido, menos grávido, donde la sustancia material que compone necesariamente las artes plásticas parecía minimizada. El mejor calificativo era el de “inmaterial”. Para la clásica concepción científico-natural de la materia ésta es lo que llena el espacio, una realidad impenetrable, fundamentalmente compacta, constante. Soto juega a las transgresiones: en el terreno de la física permea aquella materia, antes “impenetrable”. En el terreno de la lógica, “viola” el antiguo principio de no contradicción, que dice que algo “no puede ser y no ser al mismo tiempo”. La obra no podría ser material e inmaterial a la vez. Pero Soto produce, con la plástica, una obra “casi sin” materia. Este hábito transgresor se percibe visualmente cuando, desde afuera de un Penetrable, observamos una persona (que es indiscutiblemente un cuerpo material, con volúmenes y perfiles) como si fuera un cuerpo abierto por sus bordes, disuelto y reverberante, irradiante de luz. Es la paradoja de un “cuerpo descorporizado”. Para Soto, más importante que lo estable, es lo lábil, lo mudable; más significativo que el antiguo concepto de masa, lo son los conceptos modernos de energía y de relaciones; más que de obra cerrada se trata aquí de “obra abierta”. Pero en el caso de la plástica, lo “inmaterial” se hace con materia, tangible, acotable. Una de las mayores riquezas entonces de la obra de Soto es la permanente tensión entre el ser físico de lo plástico, y su afán por alcanzar la idea pura. Algunas bases del lenguaje de Soto: Jesús Soto

Volumen virtual suspendido, 1979 Acrílico y metal 240 x 106 x 106 cm Instalación permanente Centro Banaven, Caracas Penetrable de Pampatar, 1971 Hierro y material P.V.C. translúcido Dimensiones variables Ex-colección Alfredo Boulton

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La línea. La línea es unidad estructural clave en esta obra. Está hecha con materia: hilos de nylon, cabillas, cuerdas, o pintadas en óleo sobre tela. La línea es elemento imprescindible de la geometría y la matemáticados bases del pensamiento abstracto, y así es unidad que sintetiza la necesidad de orden, de espacio-con-medida, precisión, finitud.


UNA FAMILIA DE LOS LEVES

Pero en Soto la línea, que es una unidad espacial, se vuelve también apertura: al movimiento y a la temporalidad. Y es fundamentalmente cuando las líneas se separan, se superponen con otras, se desencuentran, cuando se enroscan en “escrituras”, cuando son penetradas por un humano y ellas desdibujan los perfiles de su cuerpo, es entonces cuando la obra parece existir más: móvil y temporal, cinética y poéticamente. Además, sólo cuando las líneas se curvan, o se hacen diagonales unas a otras, se enroscan, rielan o brillan, sobreviene esa sensación de inmaterialidad que define el ser esencial de la obra de Soto.

La repetición. La línea no está sola. Si lo estuviera no se crearía el campo vibrátil, ni el movimiento. Su repetición es fuerza mayor de este lenguaje. Es en el encuentro entre las líneas que actúan como “forma” y las múltiples líneas de “fondo” donde la obra se nos presenta como más lábil e inestable.

Jesús Soto Tes negra, 1992 Acrílico, metal y madera 100 X 100 X 15 cm Colección Estudio 1

La Vibración. Característica de esta obra es la vibración. Tan leve que en muchos casos no se requiere siquiera del movimiento del espectador: basta con quedarnos quietos y mirar atentamente. Aquí protagoniza la luz, gracias a la cual aquella vibración se extiende. Soto hace, de lo frágil por naturaleza, como es el caso de la vibración, una fuerza permanente. La inestable vibración se convierte entonces en la más estable estructura de su lenguaje. El espacio como espacio-tiempo. Es en el arte musical y en el de la palabra, en tanto que gozan del carácter de “temporales”, donde mejor se ejemplifican las ideas de San Agustín en torno a la sucesión, al ciclo de los seres: a la muerte de lo uno como bien del todo. La finitud de lo temporal sería su perfecta realización. En las artes son medidas temporales: el compás musical, el verso poético, la toma cinematográfica, momentos llamados a existir, a pasar, a ser sucedidos por otros, para que la plenitud de la obra pueda lograrse. Las artes plásticas han sido llamadas “espaciales”. La percepción de la obra en su conjunto se realiza en el espacio… y de una vez. Pero la obra de Soto, aun de ineludible existencia en la extensión espacial, sabe incorporar también el tiempo. Hay que decir, más aún, que esta obra sólo se hace plena en el complejo espacio-tiempo. Que sólo en el transcurrir frente _o dentro_ de ella, o en el detenerse unos minutos ante ella observando su dinamismo finísimo…sólo así la obra se realiza para la percepción. Refiriéndose a sus tiempos iniciales, Soto me decía: “A mí me molestaba que la gente viera un cuadro, lo

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captara de una sola vez… y se fuera. No era como en la música. Como artista plástico me dejaba la sensación de lo incompleto”. Hizo, a lo largo de su vida, un verdadero aporte a este problema que le inquietaba. Fue dando motivo para la lentitud perceptiva. Hizo a las personas desplazarse, y a la obra vibrar. Produjo apariciones y desapariciones de las líneas en el espacio. Hizo una obra que no puede captarse de una sola vez. La obra así “dura” en la duración misma del ser que la completa. El espectador es “movido”: corporal, sensorial, espiritualmente. Es llamado a quedarse, a demorarse en lo visible. Un arte tal dejó de ser sólo espacial y se hizo afín a la música, asemejándose a cómo ésta “se hace obra” en nuestro propio transcurrir, en nuestra propia duración, y sólo allí. Es precisamente el demorarnos ante el arte lo que le da una de sus fuerzas mayores y uno de los más intensos poderes sobre nosotros. Pero es ante las obras que tienen más capas, para la sensación y para el Sentido, donde nos demoramos más lenta y gozosamente. Ellas permiten un tejido más rico de interpretaciones, no sólo de la obra sino de los distintos universos que se le aproximan. Nos demoramos allí más “dilatadamente”, en lo que esta palabra-doble implica: como extensión espacial y como alargamiento en el tiempo. Alejandro Otero y la pasión por el espacio Alejandro Otero no sólo indagó en los problemas del arte, fue inquieto por acercarse a problemas esenciales, particularmente los de su tiempo. Indagó en la naturaleza, la sociedad, la ciencia, la tecnología. Su obra estableció, como pocas, un diálogo permanente entre el espacio inmenso y el espacio ínfimo. Algunas mentes tienen ese privilegio: interesarse en el abierto y gran universo pero, a la vez, ser capaces de acercarse con el desparpajo y la sorpresa del niño a las cosas más cercanas, al minúsculo animal y las articulaciones de su anatomía, a destellos de la luz transformando algo insignificante. Las formas que Otero creó pueden parecer tan cotidianos y sensibles como un alicate o una espátula, un cuerpo humano o una montaña; y pueden parecer, a la misma vez, tan lejanos e inmensos como el espacio sideral. Gozándose en cosas tan concretas como una cafetera de la propia casa, inventó formas tan abstractas como esas otras Cafeteras, Potes y Cacerolas que pintó en los años 40 y que fue desnaturalizando en las décadas

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siguientes, hasta quedarse con una pocas líneas (sus Líneas Coloreadas sobre Fondo Blanco) o apenas con unas pinceladas y texturas, solas pero vibrantes en la plana tela. La época de Cafeteras, Botellas, Potes y Calaveras (desde 1946 en adelante) será momento clave para la comprensión de esta obra. Desde el objeto nítido y claro fue pasando por sucesivos grados de “alejamiento de objeto”, de “alejamiento de referencias”, en un desarrollo desde el mundo hasta la visión, desde lo concreto hasta lo esencial y abstracto. Ya no hay una nítida Cafetera o Cacerola recortada contra algún fondo accesorio a la figura central. Ya nada es accesorio, todo es protagonista: desde la pincelada hasta la línea; desde la forma precisa hasta la ruptura de esa forma, con la que quiebra tanto al objeto sólido como al concepto mismo de “forma naturalista”. Las obras urbanas de Alejandro Otero, de los años setenta en adelante, plantadas con fuerza sobre la tierra, apuntando con sus líneas a lo alto, son formas en que la inmensidad, la vastedad, se “concretan”. Pero son también zonas de acucioso detalle en el diseño de cada molino, cada aspa. Y son sorprendentes llamados para el público urbano, que va por las calles y se topa de improviso piezas enormes como monumentos, pero también palpitantes y cambiantes como seres. Estas Esculturas Cívicas quedaron en Venezuela, y en algunas ciudades del mundo _Washington, Venecia, Florencia, Bogotá_. Son obras que muestran los ritmos cambiantes de sus aspas al recibir los distintos ritmos de los vientos; que transforman sus colores con la luz que reciben sus superficies metálicas al ir cambiando las horas del día o las estaciones; que dejan sutiles evidencias de que está pasando el amanecer, el meridiano, la tarde; de que es verano, otoño, invierno. En este espacio de Otero ya no se trata de convocar sólo la energía o el ritmo del viento, sino, con conciencia de abstracción, la idea universal de energía, de ritmo, de movimiento, en su relación más amplia con planetas o células, con ciclos vitales de animales y plantas, con los cambios visibles del mundo en el tiempo-que-pasa, claves que se repiten, pues todo cambia y todo permanece. Otero construye así un espacio con el viento, la luz, el ritmo, como conceptos liberados de representación naturalista. Ni siquiera es posible, con las hélices de sus esculturas cívicas, medir la exacta velocidad de los vientos; ni el color que se refleja en su superficie es el color exacto de la fuente lumínica natural, esa atmósfera-ambiente en que se nutre la escultura en cada momento. Y ni


UNA FAMILIA DE LOS LEVES

Alejandro Otero Aurea, 1989 Serie Saludo al Siglo XXI Duratram en caja de luz 100 X 100 X 15 cm Colecciรณn Museo Alejandro Otero

Alejandro Otero Abra solar, 1981 Hierro estructural y acero inoxidable 164 x 426 cm Colecciรณn C.A. Metro de Caracas

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siquiera el metal es liso, porque el artista no quiere reflejar directamente la realidad del entorno como en espejo, sino que prefiere utilizar metal “cepillado”, para que se reciban tamizados los cambios lumínicos del ambiente, en un arte que no quiere copiar sino transponer, que no quiere hacer figura sino transfigurar. Conocí de cerca a Alejando Otero. Sé que era imposible que su concepción abstracta implicara rigidez ni determinismo. Su arte expresa al personaje: ciertamente lúcido y racional, investigador de Mondrian y el neoploasticismo, de la abstracción constructiva y de la línea pura. Así, podemos observar que sus búsquedas racionales _abstractas y geométricas_ lo llevaron a una estructura artística caracterizada por la articulación: la llamada “buena gestalt”, la geometría constructiva, la unidad como elemento de orden racional, la universalización. Pero Otero estuvo también conmovido por lo concreto, por los detalles particulares de la naturaleza y la vida. Abierto más allá de sus propios códigos, apasionado por Cezanne y por Picasso. Un hombre de intuiciones y de goces, y no sólo o no fundamentalmente, un buscador de certeza. Un “sensorialista” y no sólo un “abstracto”. Así, su obra está también muy marcada por lo inarticulado, la “gestalt libre”, la geometría imprevisible y personalizada, la conciencia de la diferencia y la multiplicidad. Otero hablaba con frecuencia de la importancia, vital para un artista, de conocer y alimentar sus propias “obsesiones fundamentales”. Viendo su obra ya cerrada me doy cuenta de que su obsesión esencial fue la de indagar en las estructuras de lo real. En ese buscar y hacer las estructuras, del mundo y del arte, Otero vivió las experiencias de: - “Cercar” el espacio, lo que implicaba poner atención en cada fragmento, dar valor a cada tramo, a cada intervalo entre las formas. - Des-naturalizar la apariencia del objeto. - Superar la base yacente, para lograr una pérdida del peso aparente del objeto. - Interesarse en la direccionalidad (para señalar el espacio, para extenderlo, para tender hacia lo no alcanzado). - Interesarse en la acción de la naturaleza: el cambio de la luz, del color y del viento sobre las cosas... el cambio del sonido sobre las cosas... Espíritu permanentemente investigador, Otero hace uso de la computadora hacia el final de su vida. Con la imagen cibernética tanto indaga como inventa. Indaga,

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pues estudia por dentro, por fuera y desde todos sus ángulos, las esculturas-estructuras que antes había creado. Inventa, pues hace nuevas formas gracias a la computadora, usada para el diseño espacial. Cerramos con la idea de que algunas de las Esculturas Cívicas de Otero, reposando sobre uno de sus vértices, acentúan el equilibrio precario. Otras, como Aguja Solar, señalan directamente al espacio sideral, el aire, el cielo. Ese estar fijas y a la vez “lanzadas al espacio”, es buena metáfora de la relación del hombre con la realidad que lo rodea: trata de conocerla y apropiarla, pero a la vez la piensa y la sueña… transformadoramente. La obra de arte, fija sobre la tierra, busca ir más allá y más alto: al cielo de la astronomía, pero también al de los dioses y al de los poetas. Gego, la abstracción como tejedura vivaz Queremos mencionar la palabra alegría, al aproximarnos a la obra de Gego. Ya Marta Traba había señalado ideas como serenidad, felicidad, belleza, en relación con lo que su trabajo moviliza, a lo que se siente ante él. Valores, por cierto, no siempre bien vistos por las teorías y críticas del siglo XX y, sin embargo, cuán acertados y orientadores en relación con esta obra. La creación de Gego parece existir y sostenerse por encima de cualquier radicalidad explícita. Como esos seres que parecen levitar unos centímetros sobre la aspereza del suelo, porque en realidad están siempre un poco mas allá de la inmediatez de las cosas, Gego y su obra, la una con su vivacidad, la otra con su vitalidad, nos llevan a la extraña comarca del arte sin ataduras, a un espacio que sólo puede existir lejano a los enunciados cortantes, a las convicciones absolutas, a los extremos radicales, e incluso a las posiciones rupturales consideradas como más libertarias. Sutilmente, sin embargo, la obra de Gego parecería haber asistido a una doble ruptura de las formas. Primeramente, ella es afín a la tradición abstracta del siglo XX, que ha producido algunos quiebres con el objeto de la realidad del mundo y con su representación; y que ha producido, plásticamente, la ruptura de la forma continua, de la forma de bulto, fragilizándola, haciendo más visible en ella sus esqueletos sostenedores, sus estructuras. Pero mientras los abstractos constructivos y cinéticos producen obras abiertas en las que aún se mantienen _más visibles o más virtuales y sugeridos_ los grandes modelos: el cuadrado, la esfera, el cubo, la repetición de líneas iguales para la constitución de planos “aireados”, Gego va mas allá y produce una ruptura a la ruptura de


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los abstractos: así, además de ser obra abierta, espacial y permeada por el espacio, estas formas van a dar la bienvenida a lo irregular. Gego logra, más aun, hacer de tal irregularidad una unidad esencial de su obra. Ella es arquitecto en su lejano origen profesional. Una arquitecto que creó un mundo _basado en las formas geométricas_ y lo hizo con sus propias manos, con pequeños y medianos instrumentos, con finos metales. Pero si la geometría es para la artista-arquitecto una forma de la razón, también deja abierta, para la artistaliberada, una permanente flexibilidad, un ánimo de ruptura con el rigor de la razón. Una vez escribí un pequeñísimo cuento, en relación con los Dibujos sin Papel, de Gego. Es éste:

Gego

Columna (reticulárea cuadrada), 1972 Alambres de acero inoxidable, canutillos metálicos, arandelas de hierro, plomada y nylon 350 x 130 x 130 cm Colección particular Cuerdas, 1972 Estructura aérea ambiental Nylon y tensores de hierro 180 x 175 x 220 cm Colección Centro Simón Bolívar, Parque Central, Caracas

Reticulárea (ambientación), 1969 Alambres de acero inoxidable, canutillos, nylon Medidas variables Colección Galería de Arte Nacional, Caracas

Había una vez un taller en que se creaban durante el día los cuadrados perfectos, los círculos; se buscaban las armonías, se ajustaban los ángulos, se fabricaban las estructuras, se ponía a todo el espacio un orden. Cada noche llegaba un duende de poderes imantados, tocaba suavemente aquí o allá y el cuadrado se estiraba o se achataba sin dejar nunca de ser cuadrado; el círculo se abría y sus líneas comenzaban a escapársele como una centrífuga; a la retícula se le abrían caminos de aire; el polvo metálico se esparcía o se concentraba; las verticales se abrían por la mitad, las formas jugaban a la flecha y el doblez. El espacio todo vibraba. También las paredes eran sitio de acción de ese duende, sobre ellas iba quedando una nueva escritura.

Gego va creando una obra que es a la vez armada con las manos y con la idea; desde la seriedad y desde el juego; con formas racionales que no evaden sin embargo al mundo sensible; con las líneas rectas de la abstracción pero con la permanente transformación y quiebre de esas líneas; con unas estructuras afines a las de la naturaleza pero que tampoco se parecen directamente a lo visible en ella. Gego practica un personalísimo modo de ir y venir. Un ir a la constitución idealista de las formas _a construir el mundo nuevo desde la idea_, y un venir a los hechos del mundo, a los modos en que la naturaleza genera cristales minerales, redes de araña, panales de abejas y otras formas orgánicas. Abstracción y naturaleza se entretejen aquí por las manos de la artista. Pero Gego no se vincula con el paisaje, la flor, el rostro humano, la figura animal sino que “hace crecer” obras de manera afín a como la naturaleza hace crecer sus formas: orgánicamente. Así, no es extraño que a veces sus obras nos recuerden, como en sus Chorros, las cascadas y el salpicado de los ríos; la lluvia que cae o la hierba que crece; los nidos o las lianas; la manera de crecimiento ordenado pero irregular de las redes de las arañas, como en algunas Reticuláreas; o el ritmo de las celdillas yuxta-

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puestas de un panal de abejas. O que sus geometrías, estructuradas pero imperfectas e irregulares, nos recuerden la visión microscópica de una célula o la visión telescópica del firmamento estrellado. Todo lo anterior conlleva un modo de ver y sentir lo que es de la naturaleza, pero no en sus apariencias directas y externas (a la manera del arte representativo o naturalista), sino en sus modos de crecimiento, articulaciones y estructuración, lo que implica, más que la preeminencia de la forma lograda, la significación de movimientos y tensiones gracias a los que esa forma final llega a alcanzarse. Si la telaraña es el producto de los modos del movimiento específico de una araña, y si la forma del firmamento estrellado es producto de las distancias, las rotaciones y traslaciones de los astros según un orden del universo, la forma de la Reticulárea de Gego, por ejemplo, es el producto de las decisiones creativas de la artista sobre las zonas de unión, la concentración o difusión de las fuerzas a lo largo de las estructuras, los movimientos de la mano artesana, la selección del tamaño de las uniones, de los grosores de las líneas y el alcance espacial de los triángulos. Y, muy especialmente, es el producto de la relación dinámica entre las líneas metálicas y el espacio vacío, que transita intensamente activo entre ellas. El canutillo de goma es el punto de unión de los triángulos, articulación básica en la creación de toda la red. Ese punto existe gracias a la técnica y la mano experta, al rigor de la concentración, al foco de la mirada, a la acción en lo inmediato. Pero la Reticulárea es también una expansión potencial, primeramente al ambiente todo que nos envuelve en la sala del museo y, sobre todo, es una proyección metafórica al espacio infinito, más allá de lo alcanzable por nuestro cuerpo y nuestros sentidos; más allá de lo directamente visible. Aquí, crear es también hacer crecer el sentimiento de infinitud. Gego va tejiendo una obra frágil y fuerte, con los leves pero resistentes materiales de la industria del siglo XX, materiales que da a la obra gran resistencia, pero, a la vez, permeabilidad y aligeramiento. Naturalmente aquí el triunfo no es el de los materiales sino el del espacio, que se libera y se expande gracias a aquella ligereza material, pero, sobre todo, gracias a aquella otra levedad: la del alma y las manos que dan existencia a las formas. La obra de Gego se acerca así a finísimas zonas del espíritu pero, a la vez, concentra un enorme disfrute en lo visible, en el goce más sensorial de lo que nos es cercano, tangible, posible.

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Antonieta Sosa. De la retícula al cuerpo Antonieta Sosa realiza una síntesis entre la herencia abstracto-constuctiva y la libertad orgánica y sensorial del cuerpo humano en proceso. De sus pinturas abstractas de los años sesenta, con cuadrículas y formas ilusorias de cubos geométricos, fue sintiendo a lo largo de los años que incluían la potencialidad de desplegarse, de llegar a ser lugares del mundo real donde ella pudiera existir y vibrar. En Del Cuerpo al vacío, instalación de los años ochenta, incluye esas antiguas pinturas y, enfrentado a ellas, un gran andamio es desplegado con sus barras negras en el espacio tridimensional del museo. Sosa recordaba el árbol de su infancia, en el que se trepaba con alegría, repensándolo ahora como árbol abstracto de Mondrian. Recordaba también al animal llamado “pereza”, que se movía muy lentamente en el árbol de yagrumo de su niñez. En Del cuerpo al vacío, instalación-performance, la artista se va desplazando como lo hacía aquel lento animal. Reuniendo abstracción constructiva con organismo biológico, el cuerpo del performance va ascendiendo lentamente por el andamio, trazando un recorrido _animal, humano, visceral_ a través de las líneas rectas de la estructura geométrica. Pero el espacio no es sólo visual _el de una forma moviente_, también es táctil y cenestésico. Y también es espacio auditivo, pues Sosa proyecta los resonadores de su voz: sonidos que van saliendo del estómago, del pecho, de la garganta, de la nariz, de la cabeza. Vemos como en esta secuencia de distintas épocas reunidas en una misma instalación la artista sintetizó sus pasiones: pintura y objeto, concepto y acción, línea de riguroso orden y movimiento corporal. Lo plano y lo espacial. Los actos de pensar y de fluir. La capacidad de abstraer y la de actuar. Con su arte a la vez constructivo, conceptual y corporal Antonieta Sosa va siguiendo: las transformaciones de su rostro a lo largo de las décadas (Antonieta vs. Antonieta); las texturas de su superficie (Mi piel); su medida tomada desde los ojos (Un Anto); su cuerpo y enseres habitando su casa en el tiempo, reconstituyendo así la espacialidad de su hogar en la sala del museo (exposición Cas(A)nto, Museo de Bellas Artes de Caracas, 1998); las consecuencias de su soledad, y así el video Las hormigas de mi cocina, del que comenta: “El solitario es el único que se puede dar un margen para que las hormigas vivan en su casa”; sus miedos, a los que se enfrenta con modos artísticos (¿Y por qué no?); la basura de su casa, que recoge en bolsitas para una serie de


UNA FAMILIA DE LOS LEVES

extraños collages fechados (El polvo de mi cuarto); las sillas como lugares de su directo vínculo anatómico y a la vez como austeros paralelepípedos abstracto-constructivos esenciales a lo largo de su trayectoria (Punto cero de la silla). Víctor Lucena, el trastocador Con sus formas geométricas, sus cicloides y esferas, las sensorialidades contradictorias en distintos materiales yuxtapuestos, Víctor Lucena va a indagar en los modos de hacer de los grandes maestros: de Ducio toma la hojilla de oro; de Piero della Francesca el concepto mismo de cuadro; de Velázquez lo que en el espacio está más allá, más lejos que los primeros objetos. Lucena va a crear la apariencia profunda colocando extraños marcos _¿desproporcionados? ¿deformes?_ y haciendo que el espectador los gire para que lo plano se haga profundo y el espacio abstracto se abra a la perspectiva del mundo. Lucena es un trastocador. Este hombre cultural duda a conciencia de la cultura, de los códigos heredados dentro de una tradición a la que ama y a la vez subvierte. A lo largo de los años su obra se ha ido constituyendo sobre la flexibilidad: de las figuras, del espacio, de la consistencia de las cosas, del cambio que ellas ofrecen a la vista y al tacto del perceptor. Si bien es ésta una flexibilidad de artista que juega libremente porque sabe y quiere jugar, que descoloca las usuales respuestas sensoriales y hurta las certezas intelectuales o empíricas, que se burla de las expectativas que la materia del mundo ofrece al hombre, también hay que decir que Lucena parte de la mayor seriedad del lenguaje: de la arquitectura, que es su saber básico, de la filosofía, a la que admira desde la orilla, de las distintas teorías sobre la percepción, a las que visita subrepticiamente desde el lado de la praxis. Se trata de un artista-arquitecto que hace de las grandes arquitecturas del mundo uno de los ejes de su obra. Sigue la riqueza del detalle, del material, de la moldura, del ángulo, de los perfiles, de la textura, del soporte, del empotramiento y las juntas. Pero va también a las grandes medidas, a la cúpula del panteón de Agripa, al templo de Salomón, al canon de Apolodoro de Damasco o de Mies Van der Rohe. Hace seguimiento a las relaciones del cuerpo humano con la edificación: el espacio de una brazada, el lento caminar por las rampas hasta la altura del templo, la dimensión del hombre condicionando su obra Espacios de felicidad, en la que se estrechan el cubo y la esfera, el afuera urbano y el silencio interior, la geometría centralizada y definidora y la dinámica de los miembros del público que transitan en su

Antonieta Sosa Estable-Inestable, 1965 Acrílico sobre tela 90 X 90 cms. Colección de la artista.

Antonieta Sosa Del cuerpo al vacío. Parte 2: Pereza Instalación con acción corporal Galería de Arte Nacional,1985 Museo de Bellas Artes, Caracas,1998

Victor Lucena Space Schock Dimension Zayin, 1995 Hierro, tensores de acero, vidrio negro, fibra de vidrio Cubo: 550 x 550 x 550 cm/ Esfera: 5.40 de diámetro Instalación: Terraza de Esculturas, Museo de Bellas Artes, Caracas

Victor Lucena Schock E.4E, 1991 Plexiglás y madera Dimensiones variables Proyecto La otra imagen, Museo de Bellas Artes.

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Maricarmen Ramírez

interior. Mucho importa por cierto en esta obra el ritmo mismo de la persona, el encuentro con su propia interioridad, la capacidad de estar a solas consigo mismo. Interesa particularmente en Lucena esa relación permanente entre la materia cercana a nuestra percepción y el diseño de mundos ideales más amplios _en su realidad y su proyección_ que cualquier contenedor visible y cualquier arquitectura posible. Esa doble mirada, a lo más interior del ser mismo y a la vez a lo más universal que lo trasciende, se materializa en el espacio intervenido: esfera y cubo, matriz y piel, interioridad y exterioridad como polaridades que conectan, al interior de su obra, el espacio más privado y el más público, la dimensión del alma y la del universo. Magdalena Fernández. El espacio, el vacío Magdalena Fernández es la más joven de estos artistas. Influida aún claramente por ciertos maestros _Gego, Bruno Munari, la tradición del diseño italiano, que estudia profesionalmente_, la sensibilidad de esta artista está dispuesta plenamente a los problemas de la espacialidad, de la necesidad de acotación y límite pero a la vez de la apertura potencial a lo que se nos sugiere como ilimitado. De las coordenadas del lugar pero a la vez de lo que muestra también cierta inasible densidad de lo vacío. Con materiales duros _como piedras, cartones y hierros_; o blandos como nylon, acrílicos transparentes, agua y luz; o proclives a lo virtual como el espejo, las telas de retroproyección, las esferas de vidrio y la fibra óptica, Fernández se muestra hondamente intuitiva en la constitución de un lenguaje que es ámbito afín tanto a los juegos de la razón como a los llamados del tacto y la visión, todo ello desde una fina sensibilidad ante la naturaleza y, de ella, a los elementos de apariencia más sutil: el aire, el reflejo de las ondas del agua, la luz.

Magdalena Fernández

1i993, 1993 Esferas de goma negra y nylon Dimensiones variables Proyecto Estructuras Sala Mendoza, Caracas

4i000, 2000 Esferas de vidrio, fibra óptica e iluminador Dimensiones variables Museo Alejandro Otero, Caracas

Las fotografías de las obras son cortesía de: Estudio 1, Museo Alejandro Otero, Fundación Gego y Museo de Bellas Artes, Caracas.

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SITUACIONES

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LEER A LAM: COSMOVISIÓN AFROCUBANA Y OCCIDENTE JUDEO-CRISTIANO * Desiderio Navarro


SITUACIONES

Even a superficial glance is sufficient to show that all the innumerable forms in which the life-urge of Nature manifests itself are subject to a fundamental law–one may call it an iron law of Nature–which compels the various species to keep within the definite limits of their own life-forms when propagating and multiplying their kind. Each animal mates only with one of its own species. The titmouse cohabits only with the titmouse, the finch with the finch, the stork with the stork, the field-mouse with the field-mouse, the house-mouse with the housemouse, the wolf with the she-wolf, etc. Deviations from this law take place only in exceptional circumstances. This happens especially under the compulsion of captivity, or when some other obstacle makes procreative intercourse impossible between individuals of the same species. But then Nature abhors such intercourse with all her might; and her protest is most clearly demonstrated by the fact that the hybrid is either sterile or the fecundity of its descendants is limited. In most cases hybrids and their progeny are denied the ordinary powers of resistance to disease or the natural means of defense against outer attack. HITLER, Mein Kampf, cap. “Race and people”

Y dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé simiente; árbol de fruto que dé fruto según su género, (...) Y dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie: y fue así. Génesis 1: 11, 24 Mis estatutos guardaréis. A tu animal no harás ayuntar para misturas; tu haza no sembrarás con mistura de semillas, y no te pondrás vestidos con mezcla de diversas cosas. Levítico 19: 19

“Las divergentes lecturas de la plástica de Wifredo Lam”. Bien podría ser ése el título de un trabajo investigativo que desde hace mucho tiempo resulta posible y necesario: el análisis, la tipologización y la evaluación de las numerosas y muy diferentes lecturas que críticos e historiadores del arte (entre otros) han realizado en la producción plástica del singular creador cubano. Pocas obras de la pintura contemporánea mundial han sido percibidas con tantos y tan diversos estilos de lectura: mítico, alegórico, simbólico, mimético, expresivo, estetizante... Pocas han sido sometidas a procedimientos interpretativos tan disímiles: desde las explicaciones biologistas (raciales), biografistas y psicologistas (la obra como expresión de un subconsciente individual o, más a menudo, de un inconsciente colectivo _negroafricano o humano-universal_) hasta las explicaciones gnoseologistas (la obra como reflejo de aspectos fenoménicos o esenciales de la realidad objetiva _cubana, antillana, americana o tropical_), pasando, entre otras, por las sociogenéticas (las menos frecuentes y articuladas) y las plástico-genéticas (la obra como receptora pasiva o activa de la influencia de otras obras plásticas _Picasso, el surrealismo, el arte africano_). Y lo que es más: fre-

cuentemente esos estilos de lectura y procedimientos interpretativos de suma heterogeneidad coexisten en el marco de un mismo trabajo crítico o histórico sobre la producción artística de Lam. El necesario estudio de las lecturas de la plástica de Lam tampoco podrá pasar por alto un hecho cuyo análisis nos parece la mejor introducción posible a nuestro trabajo. Se trata de que la interpretación de las obras del gran artista cubano ha sido, por lo regular, una lectura “atomista” de imágenes-símbolos sueltos, una actividad hermenéutica basada en una teoría de los símbolos que los ve como totalidades aisladas que no constituyen sistemas sobre la base de relaciones entre sus elementos discretos, sino _a lo sumo_ repertorios de tópicos cuya única relación es la de individuos que guardan un parentesco genético. La mayoría de las veces, los críticos e historiadores ven los significados de esas imágenessímbolos inconexas en las redundancias o excedentes de significado asociados a ellas en la tradición cultural gracias al funcionamiento anterior de las mismas en determinados procesos culturales _míticos, rituales, artísticos, etc. La aplicación de este proceder interpretativo a la obra de Lam tiene su más claro exponente en el exce-

* El presente trabajo, que obtuvo el Premio de Crítica de Artes Plásticas en el Salón UNEAC 1985, es una versión elaborada de una parte de la ponencia “Lam y Guillén: mundos comunicantes”, presentada en la Conferencia Internacional sobre Wifredo Lam (La Habana, 23-25 de mayo, 1984) y publicada en Sobre Wifredo Lam, La Habana, Letras Cubanas, 1986, pp. 138-163, así como, en traducción al ruso, en Latinskaia Amerika (Moscú), No. 7, julio de 1987, pp. 96-106.

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lente ensayo “Wifredo Lam y su obra vista a través de significados críticos”, escrito por Fernando Ortiz en 1950. Allí el célebre antropólogo y etnógrafo cubano, al examinar lo que llamó “símbolos zoomorfos”, vio “astas incisivas de toro” en los “innumerables cuernos que aparecen en las visiones de Lam” y las interpretó como “afirmación de masculinidad fuerte, impetuosa y penetrante”; y al examinar lo que denominó “símbolos mecánicos”, afirmó que la herradura “acaso evoca la ‘buena suerte’ o las brutales tropelías del azar” y que las tijeras son “como las de la Parca, que corta el hilo de la existencia”.1 Como puede verse en estos ejemplos, las imágenes son interpretadas simbólicamente, cada una en independencia de las otras, mediante la apelación a heterogéneos repertorios de tópicos culturales (las creencias populares, la mitología griega, la tradición iconológica occidental, etc.), y hasta con la ayuda adicional de mecanismos sinecdóquicos y metafóricos (así en el caso de los cuernos: cuerno/toro y cuerno/pene). Aquí estamos ante una lectura simbólica de los elementos figurativos, que, por su atomismo y su apego a las redundancias de la tradición cultural, resulta análoga a la lectura que de los elementos imaginales de la poesía martiana hizo Iván Schulman en su libro Símbolo y color en la obra de José Martí. Paradójica y sorprendentemente, a Ortiz se le escapó la incuestionable interpretabilidad de determinados elementos figurativos de la obra de Lam a la luz de redundancias iconográficas presentes en las fuentes tradicionales de la cultura religiosa cubana de origen yoruba, tan ampliamente conocidas por él. Cuando afirmó que Lam no pintaba “ni siquiera orichas”, que “su arte místico es anicónico”,2 el sabio cubano dio muestras de no haber visto en las obras de Lam lo que sí vio más tarde el crítico, también cubano, Edmundo Desnoes: la insistente presencia de Elegguá como “un símbolo plástico inquietante”, que “lo mismo asoma entre las hojas que sobre la cabeza de un personaje”.3 Y no es que Ortiz no advirtiera en las obras de Lam la repetida, casi constante presencia del correspondiente elemento figurativo (preiconográfico, podríamos decir, siguiendo a Panofsky): él mismo llama la atención sobre “una opaca esferilla con ojos luminosos, boca abierta y cuernos activos”, pero, subyugado por su propia interpretación antropológica de

la pintura de Lam, que la vinculaba a las superadas concepciones evolucionistas de Tylor y Robert Marett sobre el animismo y el animatismo, respectivamente, como primer estadio histórico _preteísta y preicónico_ de la religión y, por esa vía al “concepto indecible del misterioso mana” de las religiones de la Polinesia e incluso “a lo que los indocubanos significaban con la palabra zemi ”,4 no reconoce en esa figurilla el icono del orisha Elegguá y, por el contrario, la interpreta caprichosamente como un “signo animatista de la ultranza mítica”.5 Afirma categóricamente: “La pintura de Lam no es monoteísta, ni politeísta, ni siquiera panteísta; sus elementos religiosos son preteístas”. Y a través de varias páginas insiste en que la obra de Lam corresponde a una “fase teoplásmica” en la que aún no hay “ni mito siquiera; sólo mana, sólo un ‘no sé qué’”,6 o sea, sólo un indefinible poder sobrenatural impersonal. En cambio, Desnoes, que sí ve los Elegguás, cree que “cuando Lam recurre a los elementos de los cultos afrocubanos, nunca emplea sus símbolos en un sentido estricto”,7 es decir, que no se pueden interpretar los Elegguás con la ayuda de las redundancias mitológicas tradicionales. No sabemos en qué se basa Desnoes para negar esa interpretabilidad en los distintos casos que abarca esa generalización, pero, en lo que respecta al caso particular de los Elegguás, su inclusión en esa presunta regularidad sólo se debe a que Desnoes, a diferencia de Ortiz, no conoce a fondo esa tradición mitológica, lo cual se hace irónicamente evidente cuando, al exponer en qué consiste la supuesta mutación del sentido simbólico de Elegguá en la pintura de Lam, nos dice que “el Elegguá (...) ha dejado en su pintura de ser el dios que abre todas las puertas, para convertirse en un símbolo plástico inquietante: lo mismo asoma entre las hojas que sobre la cabeza de un personaje”, y que los Elegguás “con sus ojos de miedo (...) son notas burlonas o misteriosas en el mundo de Lam”.8 ¡Como si los rasgos supuestamente nuevos que él menciona no fueran precisamente características esenciales del orisha! Como si Elegguá fuera exclusivamente una divinidad propiciatoria y servicial y no un acompañante ambivalente, contradictorio, y también temible, burlón, o _como dice un oriki, o canto de alabanza, dedicado a él_ un “confundidor de hombres”, que “cambia lo correcto en incorrecto, lo incorrecto en

1 Fernando Ortiz, “Wifredo Lam y su obra vista a través de significados críticos”, La Habana, Ed. Ministerio de Educación, 1950. Citado según la reproducción de ese ensayo en: Antonio Núñez Jiménez, Wifredo Lam, La Habana, Letras Cubanas, 1982, pp. 19 y 21. 2 Ob. cit., p. 23. 3 Edmundo Desnoes, Lam: azul y negro, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963, p. 15. 4 Fernando Ortiz, ob. cit., pp. 25-26, 27. 5 Fernando Ortiz, ob. cit., p. 22. 6 Fernando Ortiz, ob. cit., p. 26. 7 Edmundo Desnoes, ibídem. 8 Edmundo Desnoes, ibídem.

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correcto”, tan inquietantemente capaz de todo tipo de maldades que ha sido identificado con el Diablo por misioneros de Europa y yorubas occidentalizados. Incompetente desde el punto de vista iconográfico es la lectura que de la misma figurilla ha ofrecido en su monografía sobre Lam el conocido investigador francés Max-Pol Fouchet, quien, por lo demás, confunde allí en dos ocasiones los chicherekú con los güijes: “Con frecuencia aparecen pequeñas criaturas cornudas, en las que nos sentimos inclinados a ver los cicirikúes (sic) _¿por qué no?_ capaces de llevarse a un niño hacia las aguas”.9 Entretanto, resulta fácilmente demostrable que la figurilla constituye una representación del orisha Elegguá. Por una parte, en muchas obras de Lam en que está presente la diminuta cabeza humanoide, redondeada, de ojos abiertos y aspecto embrionario, ésta aparece dentro de una cazuela (por ejemplo, en Presencia eterna, Belial, emperador de las moscas, Clarividencia, Babalú Ayé, Bodegón e Imagen), y el conjunto figurativo que se produce corresponde casi perfectamente a la imagen visual de las pequeñas esculturas empleadas en el culto a Elegguá y consistentes en una cabecita análoga de arcilla, piedra o cemento, colocada en una cazuela de barro. Por otra parte, el propio Lam identificó esa figurilla en el título de varias de las obras en que ella aparece (por ejemplo, los cuadros Ozun y Elegguá, Osun-Elegguá para Yemayá, Elegguá y Gallo con Elegguás, así como el plato en bronce titulado Elegguá). Por último, también él mismo, en una entrevista con Antonio Núñez Jiménez, al hablar sobre los orishas, señaló la intencionalidad, frecuencia y modelo icónico de la presencia de Eleggúa en su pintura: “A Eleguá, dios de los caminos, lo he utilizado mucho en mi pintura y se representa con una madrépora con ojos y dientes de caracoles”.10 Pero aún más asombroso nos parece que los estudiosos de la obra de Lam, casi siempre orientados hacia la búsqueda e interpretación de símbolos aislados, no hayan descubierto hasta la fecha la presencia del elemento iconográfico que constituye el símbolo más frecuente en su creación desde mediados de los años 50. Se trata de la imagen de un pájaro que se halla junto a la cabeza de innumerables “personajes” (así llama el propio Lam a sus figuras con cierto número de rasgos antropomorfos).

Unas veces aparece echado sobre la cabeza, otras parado sobre ella, y otras, las menos, en vuelo cerca de ella (casi siempre por encima de ella). En la abrumadora mayoría de los casos, el pájaro aparece unido anatómicamente a la cabeza por alguna parte de su propio cuerpo, o por una especie de cordón umbilical que sale de su cuerpo y entra en la parte superior de la cabeza del personaje (a veces en un ojo de éste), o de ambas maneras a la vez. A la cabeza del personaje está unido así, unas veces, un cuerpo completo de pájaro, y otras, sólo una cabeza y un cuello de pájaro (que, aunque muy estilizados en cuatro patrones básicos que se repiten, son reconocibles por referencia a las representaciones completas del pájaro en otras obras del artista). En más de una ocasión la presencia de esa combinación icónica da origen a títulos como El pájaro en la cabeza, Pájaro en la cabeza, Los pájaros en la cabeza, Cabeza con pájaro y Cabeza adornada con pájaro. Sobre la base del conocimiento de tradiciones míticas, rituales e iconográficas de origen yoruba, resulta posible afirmar que esa imagen insistente del pájaro unido anatómicamente, o sólo espacialmente, a la cabeza de los personajes no es otra cosa que una representación icónica del eiye ororo de la mitología yoruba, el orisha Osun de la santería cubana. Eiye ororo significa literalmente “pájaro de la cabeza”. Y según la muy autorizada información del Araba Ekó, uno de los principales babalaos de la tierra yoruba, con ese nombre se designa “el pájaro que, según los yorubas, Dios coloca en la cabeza del hombre o la mujer al nacer, como el emblema de la mente”.11 De ahí que exista en mitos y rituales un persistente igualamiento o asociación del pájaro con la cabeza como sede de la mente, el poder y el destino de una persona. Así ocurre en afirmaciones mitológicas de los textos de Ifá sobre los milagros que el orisha Osaín hacía con “cabezas” o pájaros. Así ocurre con el objeto ritual llamado ilé orí (casa de la cabeza), caja puntiaguda cubierta con caracoles (cauri) superpuestos que sugieren las plumas del eiye ororo, y también con el objeto ritual llamado osun, pieza privada de cada iniciado que muestra un pájaro de hierro sobre un disco y un cono invertido con campanitas o cascabeles, o sobre un círculo de otros pájaros más pequeños, y en la que se han colocado durante la ceremonia de iniciación, los mismos cuatros

9 Max-Pol Fouchet, Wifredo Lam, Barcelona, Ediciones Polígrafa, 1976, p. 201. 10 Antonio Núñez Jiménez, Wifredo Lam, La Habana, Letras Cubanas, 1982, p. 65. 11 Citado según: Robert Farris Thompson, Flash of the Spirit. African and Afro-American Art and Philosophy, Nueva York, Random House, 1983, p. 11.

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Belial, emperador de las moscas, 1948 Óleo sobre lienzo 216 x 200 cm Presencia eterna, 1945 Óleo sobre lienzo 217 x 197 cm Colección Museo de Arte de Rhode Island, Providence Clarividencia, 1950 Óleo sobre lienzo 230 x 240 cm

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materiales (de origen vegetal) que se introdujeron en las incisiones realizadas en la parte superior de la cabeza afeitada del iniciado. Y una demostración de que Lam conocía no sólo la representación iconográfica de Elegguá, sino también la figura central del osun, es precisamente el hecho de que dio los explícitos títulos de Ozun y Elegguá y Osun-Elegguá para Yemayá a dos cuadros en los que, junto a la figurilla humanoide ya estudiada, aparece la imagen de un pájaro (también la escultura en bronce titulada Osun representa un pájaro). Creemos que los hechos que acabamos de exponer, así como otros aquí no presentables por razones de espacio (por ejemplo, la interpretabilidad de la muy frecuente imagen de las púas a la luz de su presencia simbólica en los textos y ritos ligados a los orishas Babalú Ayé y Ogún), nos permiten afirmar que la lectura iconográfica de la plástica de Lam aún no ha agotado su objeto de estudio, y, más aún, que, probablemente, todavía le queda mucho de importante por descubrir en las obras del cubano. La lectura “atomista” de imágenes-símbolos inconexas mediante la apelación al conocimiento de las redundancias de la tradición cultural no peca cuando desarrolla el análisis iconográfico de las obras, sino cuando, ante los resultados de éste, olvida que no percibimos símbolos aislados, sino textos, conjuntos organizados de signos, y que las redundancias culturales nos dicen únicamente que ya alguna vez esos significados simbólicos fueron leídos en esas imágenes aisladas y no qué significan aquí y ahora los tejidos sígnicos estructurados en que figuran esas imágenes. En la siguiente parte de nuestro trabajo abordaremos la obra plástica de Lam precisamente desde la perspectiva que se interesa en la significación de esas estructuras sígnicas que son los textos figurativos. Para determinar la estructura del “universo imaginario” de Lam, examinaremos las relaciones que se establecen entre los signos figurativos presentes en sus obras. Creemos que este modo de proceder puede conducirnos a resultados objetivos que refuten o, por el contrario, confirmen y precisen ideas hasta ahora indemostradas a las que otros estudiosos de la obra de Lam han llegado por la subjetiva vía de la intuición. Al examinar el mundo presentado en la plástica de Lam a partir de 1942, se comprueba que está constituido por figuras que representan seres humanos o humanoides (en muchos títulos el autor los llama “mujer”, “hombre”, “muchacha”, “niños”, o con denominaciones como “novia”, “desposada”, “amigos”, “mercader”, “mago”, “vigía”, “guerrero”, “testigos”, “invitados”, “visitantes” o, con gran frecuencia, “personajes”), figuras que representan animales (en muchos títulos Lam los identi-


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fica como “gallo”, “pájaro”, “perro”, “lagarto”, “escolopendra”, “peces”, etc.), figuras que representan vegetación (en ciertos títulos el autor las llama “manigua”, “tamojal”, “maleza”, “jungla” o “bosque”), y, por último, figuras que representan orishas u otros seres divinos (en sus títulos el autor los identifica como Oggún Arere, Oyá, Babalú Ayé, Elegguá, Canaima, etc.). En la obra de Lam los signos figurativos que representan objetos de origen cultural, como el cuchillo, la flecha, la herradura, la silla, la lamparilla, la tijera y la rueda, sólo aparecen en muy contadas ocasiones. Pero lo que resulta aún más notable es que lo mismo ocurre con los pocos signos figurativos que representan elementos del reino inorgánico: un suelo más o menos liso y una luna de dudosa identidad (a veces parece más bien una máscara humana estilizada _como en La jungla_). Según Carpentier, Lam pasó, hacia el año 1941, del mundo “fijado” europeo al mundo americano “de simbiosis, de metamorfosis, de confusiones, de transformaciones vegetales y telúricas (...), donde cambiaban de curso los ríos” y podía verse “la rara montaña que el martillo del geólogo identificaba como una gigantesca mole de caracoles petrificados”.12 Pero lo cierto es que de telúrico hay muy poco o nada en sus obras: allí los elementos naturales y sus transformaciones están casi ausentes del todo. Y de esto se dio cuenta Fernando Ortiz, a pesar de que su búsqueda del animatismo en Lam debía inducirlo a tratar de hallar en él una pintura en la que “las fuerzas de la naturaleza (...) se representan, como aún se hace en las religiones más arcaicas del África, por simples piedras, minerales, palos y aguas”.13 Ortiz señala, con razón, que Lam no evoca de su patria villareña “los bravos oleajes de sus mares, los diluviales desbordamientos de sus ríos, los peligrosos tremedales de sus ciénagas, los imponentes resplandores de sus cañaverales ardiendo, ni las devastadoras furias de los huracanes”.14 Lo que caracteriza la abrumadora mayoría de las figuras que integran el mundo de Lam es la gran heterogeneidad de los elementos que las forman: no se trata simplemente de que en una figura animal se combinen partes de animales de distintas especies o de que en una figura vegetal se combinen partes de vegetales de distintas especies, sino también de que en una misma figura _humana, animal, vegetal o divina_ se reúnen partes procedentes de esos cuatro tipos de seres, o de tres o dos de ellos. Así podemos encontrar, por ejemplo, un personaje en el que se conjugan una cabeza humana, una cabeza de pájaro, púas, flores y una cabeza de Elegguá.

Un examen más detallado de las figuras permite comprobar que están formadas por un repertorio relativamente reducido de sub-unidades figurativas en muy variadas combinaciones. Esos elementos figurativos de reiterada presencia son ciertas partes del cuerpo humano (cabezas, bocas, cabelleras, mamas, manos o brazos enteros, caderas, nalgas, penes y testículos, y pies o piernas enteras); ciertas partes del cuerpo de diversos animales (cabezas _de caballo, de vaca y de pájaro_, cuernos _de toro_, crines, alas, rabos _de vaca y de caballo—, y patas con cascos o pezuñas); ciertas partes de diferentes plantas (tallos, hojas, frutos, púas y flores); y, por último, la cabeza de Elegguá. Así pues, las figuras que pueblan el mundo de Lam son seres vivos, y los elementos figurativos heterogéneos que las forman son fragmentos de seres vivos. Ya más de un autor ha señalado la presencia, en la obra de Lam, de “extraños seres animados que, sin perder su clara identidad vegetal, cobraban una movilidad de bestias y de hombres” (Carpentier), “(l)a fusión de animales, hombres y vegetales en la pintura de Lam” (Desnoes), y el “polimorfismo unitario” que “asocia lo vegetal y lo animal a lo humano” (Fouchet). Sin embargo, a todos ellos se les escapó la participación de lo divino en esas fusiones: la cabeza de Elegguá “anatómicamente” unida a seres humanos, animales y hasta plantas. Por otra parte, sólo Desnoes supo leer el significado de esas combinaciones. Según él, la idea artística de Lam es “unir hombres, animales y vegetales para dar la unidad de la vida criolla”.15 Así pues, Lam no presenta una visión del mundo, sino que refleja una supuesta esencia ontológica de la vida “criolla” o “antillana”. Pero, por debajo de esa ontologización y ese gnoseologismo interpretativo, puede verse que Desnoes ha captado la semántica de esas “simbiosis”: ellas significan la unidad de la vida. En efecto, en ellas se activan los rasgos semánticos comunes a los elementos figurativos “humano”, “animal”, “vegetal” y “divino”, y el archisema resultante, el núcleo semántico que surge en la intersección de los campos de significados de cada una de esas unidades semánticas básicas (Lotman), es “la vida”, “lo vivo”. Sin embargo, el crítico cubano no llega a ver que la unión anatómica directa de partes heterogéneas no es el único modo en que Lam pone en signos esa unidad, sino sólo uno entre otros que aquí presentaremos: la conexión por cordón, la ambigüedad, la rima plástica, la “rima de sentido” y la sustitución metafórica.

12 Alejo Carpentier, “Lam en Caracas” (1955). Citado según la reproducción de ese artículo en: Antonio Núnez Jiménez, Wifredo Lam, p. 125. 13 Fernando Ortiz, ob. cit., p. 24. 14 Fernando Ortiz, ob. cit., p. 33. 15 Edmundo Desnoes, ob. cit., p. 16.

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Ya al examinar la imagen del pájaro junto a la cabeza, hemos señalado en la obra de Lam la frecuente presencia de una especie de cordón umbilical que sale del cuerpo del pájaro y entra en la parte superior de la cabeza de un personaje. Pero en Lam ese cordón conecta no sólo pájaros con cabezas de personajes, sino también cabezas equinas, de pájaro y de Elegguá con cuerpos de personajes o de animales, así como a estos últimos entre sí. Al igual que la unión anatómica directa de partes heterogéneas, la conexión anatómica mediante cordón nos dice que los diversos seres divinos, humanos y animales son unibles, nos sugiere la unidad sustancial de esos seres vivos y, por esa vía, significa la unidad de la vida. Otro modo de significar esa unidad es la ambigüedad que Lam confiere a ciertos signos figurativos. En su obra ocurre en ocasiones que un mismo elemento preiconográfico pueda ser “leído” de dos maneras diferentes. Los rasgos formales de éste y el contexto en que se encuentra permiten esa doble interpretación. Tal es el caso de ciertos elementos preiconográficos que pueden ser interpretados como cuernos o como púas vegetales, como cabelleras humanas o como crines de caballo. Esa ambigüedad pone de relieve la analogía formal de las dos imágenes evocadas, y la equivalencia formal así establecida sugiere una equivalencia de significados. Así, los cuernos son como púas de plantas, y las púas de plantas son como cuernos. O sea, que la ambigüedad indica que lo vegetal, lo animal y lo humano son confundibles, y, por esa vía, también ella significa que la vida es una. Los tres restantes modos de significar la unidad de la vida son menos sencillos y más sutiles: sus “efectos de sentido” están basados en la transgresión de la diferencia entre paradigma y sintagma, en la proyección sobre el plano de las relaciones sintagmáticas (o sea, por contigüidad) de la equivalencia existente entre los miembros de una serie paradigmática (o sea, relacionados por asociación). Tal como en el lenguaje se pueden distinguir dos tipos de relaciones asociativas: según el sonido y según el sentido, también en la plástica se puede hablar de una paradigmática por analogía formal y una paradigmática por analogía de los significados (L. Marin). Haciendo coincidir en el gran sintagma de la obra elementos figurativos formalmente análogos y destacando su analogía formal mediante la elaboración plástica, Lam logra fuertes rimas visuales entre partes del cuerpo humano o de cuerpos de animales, de un lado, y partes de plantas, del otro. Y si en la poesía “la equivalencia de los sonidos, proyectada sobre la secuencia como principio constitutivo, implica inevitablemente la equivalencia semántica” (Jakobson), en la plástica las rimas también

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implican una equivalencia de significado entre los términos puestos en contigüidad sintagmática. Así ocurre en Lam con las rimas plásticas de piernas humanas y tallos de caña, de mamas humanas y frutas, de cuernos y púas vegetales; ellas establecen ecuaciones que podrían leerse así: las piernas son tallos del hombre, los tallos son piernas de las plantas, los senos son frutas del ser humano, y las frutas son senos de las plantas. He ahí una vez más, en esas igualdades, la idea de la unidad de la vida, significada con recursos específicamente plásticos. A falta de un mejor término, hemos decidido denominar provisionalmente “rima de sentido” el fenómeno que se produce en la pintura de Lam cuando en una misma figura como unidad sintagmática se combinan elementos figurativos de significados análogos: brazos y piernas humanos, patas de animales ungulados y alas, o, también, cabezas del dios Elegguá, cabezas humanas y cabezas de animales. La presencia del núcleo semántico común _el significado de “extremidad” o “parte superior de ser vivo”_ activa en esos elementos figurativos los rasgos semánticos diferenciales _“humano”, “animal” y “divino”_, pero la unión anatómica _en una misma figura_ de los elementos que “riman” semánticamente, también aquí da origen al archisema “vida”, que incluye todos los semas comunes a esos rasgos diferenciales activados. Resulta, pues, que la analogía y la contigüidad de una pierna humana y una pata de caballo también sugieren que la vida es una. Finalmente, la sustitución metafórica en Lam hace que unos elementos reemplacen a otros en la cadena sintagmática de la figura sobre la base de su analogía formal. Por ejemplo, en distintas ocasiones las lianas sustituyen a los cabellos, los rabos equinos a la cabellera humana, y las frutas a las mamas. Aquí estamos ante una especie de “rima plástica en ausencia”, por así decir, pero aquí también la equivalencia formal con el término sustituido implica una equivalencia de sentido. Las partes animales y vegetales pueden ocupar el lugar de los elementos humanos. Y esta reemplazabilidad es una manera más de significar la unidad de la vida. Hasta aquí nuestro análisis de los distintos mecanismos de constitución del sentido global en la obra de Lam. Ahora nos ocuparemos de un aspecto fundamental del universo semántico de Lam que tampoco había sido debidamente estudiado hasta ahora: el modo en que está presente lo humano en las “simbiosis” que pueblan ese mundo. La interrogante que se nos plantea es la siguiente: ¿sobre qué base se une lo humano en la obra de Lam a lo animal, lo vegetal y lo divino?


LEER A LAM

Uno de los rasgos comunes a la mayoría de sus personajes es la desnudez. Ella permite ver no sólo la piel de los cuerpos, sino también, en particular, los caracteres sexuales secundarios femeninos: las numerosas mamas y abultadas nalgas y caderas femeninas de las obras de Lam. La alta frecuencia de esos caracteres, junto con la abundancia no menor de los caracteres sexuales primarios masculinos _penes y testículos colgantes debajo de la boca de los personajes_, hacen que la sexualidad sea un elemento semántico básico de lo humano en esas “simbiosis”. La frecuente coexistencia de rasgos femeninos y masculinos en un mismo personaje activa la oposición masculino-femenino, pero, al mismo tiempo, pone de relieve la unidad semántica que integra ambos términos polares: la sexualidad. Por último, entre los elementos figurativos que representan partes del cuerpo humano también se destacan por su frecuencia los brazos y piernas, que se caracterizan por terminar en manos y pies anchos y largos (a menudo también muy gruesos), hechos para la actividad física (agarrar, golpear, caminar, etc.). Esas imágenes son portadoras de otro elemento semántico básico de lo humano en los productos de la combinatoria de Lam: la capacidad para la actividad física intensa, la energía física. Si examinamos con atención el conjunto de los elementos semánticos básicos que están asociados a lo humano en los personajes de Lam, o sea, la desnudez, la sexualidad y la energía física, no tardaremos en ver que todos ellos integran una unidad semántica superior: la corporalidad. Y he ahí la respuesta a la interrogante que se nos planteaba. En la obra de Lam lo humano se une a lo animal, lo vegetal y lo divino sobre la base de su corporalidad, sede y expresión de la vida que le es propia. Esta afirmación del hombre como cuerpo vivo, como materialidad y vitalidad corporales, confiere a la obra de Lam un carácter polémico respecto a la cultura oficial cristiana occidental, que durante siglos ha reprimido sistemáticamente la corporalidad humana y sólo la ha tolerado como sexualidad y trabajo alienados. Carpentier escribió que Lam, “partiendo de elementos muy sencillos, muy inmediatos (...) fue ascendiendo hacia el mito: hacia una mitología americana que le pertenece por entero”.16 Pero si es así, no es posible dejar de plantear y de responder una pregunta: ¿qué significa el mito presente en la obra de Lam? Lévi-Strauss dijo que “el objeto del mito es proporcionar un modelo lógico para resolver una contradicción”,17 y, por ejemplo, ha planteado que el mito de Edipo ofrece una suerte de instrumento lógico que permite tener un puente entre la

Ozun y Elegguá, 1962 Óleo sobre lienzo 93 x 74 cm Osun-elegguá para Yemayá, 1963 Óleo sobre lienzo 92 x 72 cm Colección Galería Krugier, Ginebra

16 Alejo Carpentier, ob. cit., p. 126. 17 Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural, La Habana, Instituto del Libro, 1970, p. 209.

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pregunta: “¿Se nace de uno solo, o bien de dos?” y la interrogante “¿Lo mismo nace de lo mismo o de lo otro?” En una primera aproximación, cabría decir que la obra plástica de Lam _la creada a partir de 1942_ constituye un intento de superar, mediante la lógica mitológica, una de las antinomias fundamentales de la existencia, una tentativa de resolver el problema “metafísico” encerrado en la pregunta: ¿lo vivo es uno, o es múltiple? Mostrando a los diversos seres vivos y sus diversas partes como unibles, conectables, confundibles, igualables y sustituibles entre sí, Lam hace entender que la multiplicidad de lo vivo constituye una unidad. Como todo mito, el de Lam se propone transformar el caos en un orden, en un cosmos. Se equivoca Desnoes cuando afirma que “el cubismo de Lam es expresión del caos antillano”.18 No sólo por esa mal puesta etiqueta de “cubismo” y esa inaceptable ontología del “mundo antillano” como caos “donde nada ha adquirido todavía suficiente vida individual para separarse del conjunto con perfiles nítidos”, sino también, y sobre todo, porque en la plástica de Lam, no hay un caos, sino otro orden. Un orden que no es el de la cosmología de la cultura oficial cristiana occidental y que no puede sino parecer un caos al ser contemplado desde el punto de vista de esta última. Sus personajes “híbridos” no son monstruos ctónicos, ni ningún otro tipo de fuerzas del caos: son habitantes de un cosmos que, a diferencia del creado en el Génesis judeo-cristiano, no conoce la división de lo vivo en seres hechos “según su género” y de tal manera que todos se multipliquen “según su especie” sin entrar en “misturas”. Un mundo en el que, si hubo un demiurgo, creó a dioses, hombres, animales y plantas de una misma materia, con un mismo soplo de vida, en un mismo día.

18 Edmundo Desnoes, ob. cit., p. 8.

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Elegguá Plato en bronce a la cera perdida 28 cm de diámetro 50 ejemplares numerados de 1 al 50 y 4 pruebas de artista


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LA HISTORIA A CONTRAPELO. MODELOS VISUALES Y TEÓRICOS PARA EL ANÁLISIS DE LA FOTOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA EN AMÉRICA LATINA

Juan Antonio Molina


SITUACIONES

En una fascinante simultaneidad, presente, pasado, futuro, se yuxtaponen; veo venir lo posible, muerto o vivo. Experimento el presente, soy (en tanto lucho y salvo que desfallezca) su presa y su dueño. Veo el pasado que se escapa. ¿Ante mí? ¿Detrás de mí? No lo sé. Y esto es la visión, conocimiento que penetra más allá de lo conocido. HENRI LEFEBVRE

1. Visión

Visión (Preludio VIII), uno de los más sugerentes ensayos de la Introducción a la modernidad, de Henri Lefebvre, describe el mar como una experiencia temporal y espacial insólita. Un espacio inmenso, envolvente, constituido o fragmentado en la sucesión constante de eventos efímeros. La metáfora, comparable en intensidad a la del “ángel de la historia” de Benjamin, alude a la modernidad, a la dialéctica y a la propia idea de tiempo histórico. A la situación del sujeto que de pronto está a merced de esta organicidad que lo rodea, esta inteligencia gigantesca que lo envuelve, consumiéndolo y rechazándolo al mismo tiempo. Y al sujeto sólo le queda buscar la solidez de lo real, como único punto de apoyo.1 Este ensayo de Lefebvre tiene las mismas características retóricas que Marshall Berman atribuye al discurso del Marx del Manifiesto comunista: “La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria […] la fuerza dramática altamente concentrada, el tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista…”2 y en general parece estar mostrando esa “visión evanescente” propia de lo que Berman considera el sello distintivo de la imaginación modernista. Ante esa evanescencia y fugacidad de lo real, una de las obsesiones del hombre moderno parece ser la búsqueda de un territorio de solidez. Pero ese punto de apoyo no lo encontraría en la realidad misma, sino en su doble artificial, en su reproducción simbólica, en su imagen. La fotografía podría haber ofrecido ese espacio mítico donde encontraría sustento una visión sólida de la realidad. Según Arlindo Machado, todo el mecanismo óptico de la cámara fotográfica se puso en función de

resolver el problema de la obtención automática de la perspectiva artificial. De esa manera (y gracias a la posibilidad técnica de fijar la imagen en un soporte fotosensible) se perpetuaba una ilusión de realidad que convertía a la imagen fotográfica en una especie de “ventana” al mundo exterior. La fotografía venía así a dar continuidad a un ideal figurativo que ya había sido consolidado por la pintura occidental, desde el siglo XV. Según Machado, este ideal figurativo resumía la ideología de la clase burguesa que comenzaba a conformarse durante el Renacimiento y para la cual, la representación del mundo debía reproducir sus ideales de control, de posesión y de centralidad, justificados por un orden racional, y marcados por la hegemonía de la visión.3 John Berger, a cuyas ideas parecen dar continuidad algunas de las tesis del teórico brasileño, define muy bien ese momento histórico para la pintura occidental, y lo define como un paradigma visual, “…un modo de ver el mundo, que venía determinado en último término por nuevas actitudes hacia la propiedad y el cambio…”.4 Según Berger, es en la pintura al óleo, que se desarrolla desde el siglo XV, donde esa visualidad encuentra su expresión original, iniciándose así una tradición que convierte al cuadro en vehículo para transmitir una visión de “exterioridad total”. Una primera pregunta a plantearse sería si esa visión de exterioridad es la que encuentra en la fotografía el mecanismo más propicio para consolidarse. De ser así, la imagen fotográfica aparecería como un objeto fuerte, sólidamente asentado en la conciencia del hombre occidental y en la tradición cultural que ha predominado en

1 Véase Henri Lefebvre, Introducción a la modernidad. Preludios, Madrid, Editorial Tecnos, 1971, pp. 120-123. 2 Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, La experiencia de la modernidad, México DF., Siglo XXI Editores, S.A. de C.V., 1992, p. 83. 3 Véase Arlindo Machado, A Ilusao Especular. Introducao a la fotografia, Sao Paulo, Editora Brasiliense, S.A., 1984. 4 John Berger et al., Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, S.A., 1975, p. 97.

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los últimos cinco siglos, mucho antes de que apareciera el primer daguerrotipo. Un objeto en el que se concretaría esa “dureza de lo real” que buscaba el hombre moderno. 2. La falsedad de la perspectiva En uno de sus ensayos sobre el realismo, George Lukács recuerda que Flaubert comentó en algún momento, a propósito de La educación sentimental: “Es demasiado verídica, y desde el punto de vista estético le falta la falsedad de la perspectiva”.5 Aquí el sentido en que se usa el término perspectiva es más figurado que figurativo. Obviamente se refiere al punto de vista, y da a entender que todo punto de vista es parcial y, en consecuencia, refutable. Lo interesante es que ese toque de “falsedad” es lo que Flaubert considera como imprescindible para completar la posibilidad estética de una obra, incluso de una obra realista. Para que una obra realista sea suficientemente efectiva en términos estéticos, tendría que dejar espacio para este elemento incómodo, casi intruso, y que sin embargo se ajusta perfectamente a la estructura de todo relato. La perspectiva aparecería entonces como una zona blanda dentro de la objetividad de la obra de arte. Sus principales atributos serían la subjetividad y la relatividad. Al hablar de la perspectiva en los términos de Arlindo Machado o Berger, he estado refiriéndome a un método objetivo, racional, científico, de organizar el espacio (o al menos el plano, en la ilusión de espacio) y por consiguiente, el modo en que dicho espacio será presentado a la mirada y será visualizado. Estoy hablando de una racionalización y una objetivación del espacio, pero estoy hablando de un espacio ilusorio, de un espacio ficticio, de un espacio representado. En ese sentido, la perspectiva es también falsa. Completando esta idea con las que se derivan del comentario de Flaubert, pudiéramos decir que en esa falsedad de la perspectiva renacentista radica su eficacia estética, que la perspectiva solamente tiene validez en términos de representación, es decir de simulación. La perspectiva deja de aparecérsenos entonces como un instrumento de la razón, y deviene un instrumento de la fantasía. ¿En qué sentido pudiéramos aceptar el valor cognoscitivo del sistema de la perspectiva, en tanto imitación y reconstrucción ficticia de las leyes naturales? Tal vez en el sentido que le da Nietzche a la relación arte naturaleza o incluso, conocimiento-naturaleza: el mundo como representación, es decir, como error.6 Quizás la prueba más fehaciente de esto sea precisamente que la

mayor parte de los analistas del tema reconozcan la imposibilidad de que se reproduzcan las condiciones reales de la visión humana por medio de las leyes de la perspectiva lineal. Finalmente, la perspectiva es solamente una manera de codificar lo que cierta subjetividad entiende como más cercano a las condiciones de la visión humana, pero nada más. En tanto código presupone en sus usuarios una cierta candidez, una credulidad y una cooperación, que es lo que nos hace pasar por alto el error, y sacar provecho de él. Por otra parte, ocurre que la cámara está ofreciendo una “visión” mucho más exhaustiva que la de los ojos. Una visión, cuya posibilidad estética depende de su contaminación por cierta subjetividad. Depende precisamente del error, para incorporarse a nuestro universo afectivo. Este sería un modo de revisar y criticar la excesiva confianza en la objetividad de las leyes de la perspectiva, y en consecuencia, en la objetividad de la fotografía como lenguaje que incorpora a sus códigos el sistema de la perspectiva. Pero hay otra posibilidad, también excitante. La de que se pongan en duda la importancia y la persistencia del modelo visual renacentista (supuestamente basado en el sistema de la perspectiva lineal) en la época de la modernidad industrial. En esa dirección es suficientemente ilustrativo el debate patrocinado por Dia Art Foundation, dentro de una serie de discusiones sobre cultura contemporánea, que se realizaron a partir de 1987 en Nueva York. Las conferencias que conciernen al presente tema fueron publicadas bajo el título Vision and Visuality (Editado por Hal Foster, New York, The New Press, 1999). Hay dos tesis particularmente interesantes en esta compilación: la que sustenta Jonathan Crary (“Modernizing Vision”) y la que defiende Martin Jay (“Scopic Regimes of Modernity”). Jonathan Crary plantea desde el inicio de su texto los dos objetivos básicos del mismo: articular el modelo visual de la cámara oscura en términos de su especificidad histórica, y sugerir cómo ese modelo colapsó a principios del siglo XIX.7 Crary localiza entre 1820-40 el proceso en el que el modelo visual renacentista fue desplazado por nuevas nociones acerca de la visión y el observador: [...] muy al principio del siglo XIX la cámara oscura colapsa como modelo para un observador y para el funcionamiento de la visión humana. Hay un profundo cambio en el modo en que el observador es descrito, figurado y colocado en la ciencia, la filosofía y las nuevas técnicas y prácticas de la visión[…]8

5 George Lukács, Problemas del realismo, México DF., Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 181. 6 Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Mestas Ediciones, 2002, pp. 41-42 y p. 50. 7 “De modo que [dice Jonathan Crary] si a fines del siglo XIX, el cine o la fotografía parecían invitar a la comparación formal con la cámara oscura, o si Marx,

Freud, Bergson y otros, se refirieron a ello, es dentro de un contexto social, cultural y científico, en el cual ya había ocurrido una profunda ruptura con las condiciones de visión presupuestas por este dispositivo…”. Jonathan Crary, “Modernizing Vision”, en Vision and Visuality, New York, Edited by Hal Foster, The New Press, 1999, p. 30. 8 Jonathan Crary, ob. cit, p. 31.

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LA HISTORIA A CONTRAPELO

Dando especial importancia a la ciencia de la fisiología, Jonathan Crary describe el surgimiento de una visión subjetiva que “…dotó al observador con una nueva productividad y autonomía perceptual”.9 Los ojos pasarían a ser un instrumento esencial en esa estructura funcional que era el cuerpo. La relatividad de la visión (y en consecuencia, la relatividad del conocimiento) haría aparecer como demasiado rígido el programa visual de la cámara oscura. Siguiendo la lógica que he planteado en este apartado, me atrevería a decir que no solamente aparece como demasiado rígido, sino como demasiado poco convincente en su pretensión de objetividad. Por otra parte, Crary señala que ni siquiera en los siglos anteriores al XIX el programa visual de la cámara oscura logró gozar de total hegemonía. Precisamente esta es la tesis que desarrolla Martin Jay en su texto, dirigido básicamente a demostrar la existencia de regímenes visuales alternativos al modelo de la perspectiva lineal renacentista. El régimen visual de la modernidad podría ser comprendido, según Jay, como un terreno de antagonismos, más que como un espacio donde convivirían armónicamente distintas teorías y prácticas visuales. De ahí esta noción de “subculturas visuales” que este autor introduce para demostrar la pluralidad de opciones dentro del régimen visual moderno. Martin Jay le otorga especial importancia a la pintura holandesa del siglo XVII, a la que considera como ejemplo de un modelo visual descriptivo (que contrapone a la narratividad de la pintura renacentista). Para ello se basa ampliamente en las tesis de Svetlana Alpers (The Art of Describing: Dutch Art in the Seventeenth Century, Chicago, University of Chicago Press, 1983) quien a su vez toma de George Lukács la distinción entre narración y descripción, para contraponer el arte del Renacimiento al arte holandés del siglo XVII. El modelo visual descriptivo, atribuido por Jay a la pintura holandesa, anticiparía la experiencia visual producida por la invención de la fotografía en el siglo XIX. La fragmentación, la inmediatez y la arbitrariedad de los marcos serían características a compartir por ambos regímenes visuales. La conclusión de Jay es que en el programa de la fotografía confluyen diversos modelos de visualidad, que responden a esa pluralidad cultural propia de la modernidad: El paralelo frecuentemente planteado entre la fotografía y la anti-perspectiva del arte impresionista, retomado por Aaron Scharf en sudiscusión de Degas, pudiera entonces ser exten-

dido para incluir el arte holandés del siglo XVII. Y si Peter Galassi tiene razón en Before Photography, existía también una tradición de pintura topográfica _bocetos paisajísticos de un fragmento de realidad_ que se resistió a la perspectiva cartesiana y así preparó el camino tanto para la fotografía como para el regreso impresionista al lienzo bidimensional[…]10

3. Signos de existencia Por lo que parece, esta noción de “modelo visual” tiene que ver con ciertas estrategias de organización de la realidad en la representación y de condicionamiento de la percepción, en relación, por una parte, con el conocimiento, y por otra, con las convenciones. En todo caso, los análisis y discusiones que he mencionado aquí parecen estar subrayando especialmente el lado convencional del modelo de la cámara oscura y cuestionando _a favor o en contra_ su coherencia con un modelo epistemológico. Esta tendencia podría alejar la atención de un aspecto no menos importante: las cualidades del signo fotográfico. No las cualidades físicas, sobre lo que volveremos después, sino sus cualidades pragmáticas, a las que sí alude en algún momento Arlindo Machado. Al respecto, encuentro particularmente atractivo el análisis que hace Jean-Marie Schaeffer,11 en tanto atribuye una dualidad al signo fotográfico: que oscilaría entre lo indicial y lo icónico. Esta es una definición mucho más compleja y completa del signo fotográfico, que muy fácilmente ha sido catalogado como índice o indicio, según la definición de Peirce: un signo que establece una relación de contigüidad con su referente. Schaeffer llama la atención sobre la cuestión de la analogía, tan crucial para el funcionamiento comunicativo de la fotografía. A fin de cuentas, la supuesta contigüidad entre signo y referente, no es más que una sugerencia derivada de la contigüidad (o simplemente cercanía) entre la cámara y lo fotografiado. De modo que es de la analogía de donde saca la foto su densidad iconográfica. Y probablemente es de la analogía de donde saca también su funcionalidad. Claro que el icono fotográfico está marcado por su peculiar circunstancia de origen, esa circunstancia en la que la cámara y lo fotografiado coincidieron. De modo que el icono resulta en una especie de prueba de esa coincidencia, mientras que la coincidencia le da cierto prestigio, cierta legitimidad nada desdeñable al icono. A esto se refiere Schaeffer cuando dice que el signo fotográfico es un icono indicial. En tanto icono, estaríamos hablando de lo que Peirce llama “un signo de

9 Ibid. 10 Martin Jay, “Scopic Regimes of Modernity”, en Vision and Visuality, ed. cit., p. 15. 11 Véase Jean-Marie Schaeffer, La imagen precaria. Del dispositivo fotográfico, Madrid, Cátedra, 1990.

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esencia”, es decir, en palabras de Schaeffer, un “signo que se basta a sí mismo”, pero ya hemos visto que esta autosuficiencia se pierde en la fotografía: el icono es “sometido” a la función indicial, deja de funcionar como un signo de esencia y se convierte en un signo “de existencia”.12 Un signo de existencia no es más que una evidencia, un síntoma, una prueba, una pista. Y estos términos se acomodan lo mismo en el lenguaje de la arqueología, que en el de la historiografía, en el de la medicina o en el de la policía. Esto es lo que permite a la fotografía colocarse tan coherentemente en lo que Carlo Ginzburg llama “el paradigma indiciario”,13 un modelo epistemológico que el historiador italiano localiza precisamente a fines del siglo XIX, en un contexto que permite la confluencia de distintas disciplinas y prácticas, científicas o no. Me atrevería a decir que la aceptación y el prestigio de la fotografía a fines del siglo XIX tal vez no sean tan evidentemente debidos a la pertinencia del modelo visual de la cámara oscura, pero sí muy posiblemente a su utilidad para muchas de estas prácticas que (como la medicina, la fisiognómica, la etnografía, la vigilancia policial, o la investigación artística) encontrarían en la fotografía el resumen de este paradigma indiciario. La fotografía vendría a absorber, tal vez como ninguna otra técnica de la época, las cualidades de este paradigma indiciario, en tanto actitud ante el conocimiento y en tanto método de investigación que privilegia al signo, al síntoma y a la evidencia como instrumentos para descifrar, interpretar o traducir un objeto. El objeto, e incluso el sujeto, fotografiado, se verían llevados a la condición de un texto, del cual se pretende recuperar el significado y, junto con éste, el valor. La fascinación por lo inteligible. El desarrollo de instrumentos para rescatar lo inteligible. La confirmación del conocimiento como deseo de lo inteligible. Quizás hasta ese punto podríamos forzar el concepto de paradigma indiciario planteado por Ginzburg. Y esto nos ayudaría a entender la perfecta articulación de la práctica fotográfica con el resto de las prácticas culturales, en un contexto donde lo visible era considerado “un mundo de huellas”.14

4. De la fotografía como objeto débil Al principio de este ensayo, la idea de que la fotografía funcionaba en la modernidad como un elemento de solidez en la relación con lo real me servía para caracterizar la fotografía postmoderna como un objeto débil. Y esta debilitación de la fotografía en la postmodernidad la veía como síntoma y consecuencia de un cambio en la relación de los sujetos con la realidad, y en particular, en su relación con la historia. Una primera rectificación a estas hipótesis se desprende de la comprobación de que ese elemento de debilidad, o esa tendencia a la debilitación de lo fotográfico, ha estado presente en la propia historia de la fotografía desde sus inicios. La tesis de la pluralidad de modelos visuales, previamente comentada, me interesa sobre todo para ayudar a entender que junto con una fotografía que se proponía como una entidad sólida, y que proveía de un enclave de solidez en la relación con la realidad, también se desarrolló una práctica que tendía en sentido contrario, puesto que su prioridad era probablemente, la conmoción, la subversión y la reconstrucción de la experiencia de realidad. Cuando hablo de una práctica que funciona sobre la base de perturbar la experiencia de lo real (de trastornar la conciencia que tiene el sujeto de la realidad, del objeto que observa y de sí mismo) estoy hablando de una práctica que prioriza el efecto estético. Desde ese punto de vista lo estético puede entenderse como un elemento de interferencia, que altera la supuesta claridad y fluidez de la relación sujeto-realidad. Con esto estoy haciendo una división (no necesariamente radical) entre un tipo de fotografía que aspira a ratificar la racionalidad de la relación sujeto-realidad, y otro tipo de fotografía que aspira a perturbar esa racionalidad, mediante un efecto estético. Ahora bien, ese efecto estético debería resultar de un esfuerzo, de un trabajo sobre la estructura misma de lo fotográfico. Debería realizarse un énfasis en algunas zonas clave del objeto fotográfico, para que el mismo se

12 La tesis de existencia recorre y unifica todo el análisis semiológico de la fotografía, en el libro de Jean-Marie Schaeffer. Se refiere “…al hecho de que la imagen fotográfica siempre es recibida como la señal de un acontecimiento real o de una entidad realmente existente (en el momento de la toma de la impresión) […] funciona por consiguiente como una verdadera implicación lógica que une la imagen a la existencia de aquello de lo que es imagen […] la tesis de la existencia no es más que la aceptación a priori de la validez del esquema de implicación para regular las relaciones entre la imagen fotográfica y su objeto de referencia…” Ver Jean-Marie Schaeffer, ob. cit., pp. 91-95. 13 Ver, de Carlo Ginzburg, Mitos , emblemas, indicios, Barcelona, Editorial Gedisa, 1994. Algunos de los ensayos de este libro fueron reeditados en Carlo ginzburg, Tentativas, Morelia, Facultad de Historia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2003. 14 “A principios del XIX, la huella no sólo era considerada como una efigie, un fetiche, una película que hubiese sido despegada de la superficie de un objeto material y depositada en otro lugar. Era ese objeto material que se había vuelto inteligible [cursivas del original]. Se suponía que la huella actuaba como la presencia manifiesta del sentido. Situada de forma extraña en la encrucijada de la ciencia y del espiritismo, la huella parecía participar del mismo modo, tanto de lo absoluto de la materia, como pregonaban los positivistas, como del orden de la pura inteligibilidad de los metafísicos…” Rosalind Krauss, “Tras las huellas de Nadar”, en Lo fotográ fico. Por una teoría de los desplazamientos, Barcelona, Gustavo Gili, S. A. 2002, p. 26.

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LA HISTORIA A CONTRAPELO

exhibiera, se autoenunciara como un objeto eminentemente estético. Por supuesto que un objeto cuya razón de ser es lo estético, un objeto que se autodefine como eminentemente estético, tiene muchas probabilidades de ser entendido como objeto artístico. Es decir, que junto con el énfasis en el aspecto estético, como finalidad y razón de ser de la foto, viene una sobrecarga de significado que especifica la aspiración del objeto a ser recibido y consumido como artístico. Como parte de esas operaciones dirigidas a especificar el consumo estético como prioritario, están precisamente el desvanecimiento de la huella (su pérdida de nitidez en el entramado sígnico de la foto) y el reblandecimiento del soporte (en principio, la pérdida de importancia del soporte en relación con el contexto). En el espacio artístico, básicamente el de la galería y el museo, la fotografía pasa por un proceso de legitimación que no depende ya del soporte, sino del espacio mismo, en tanto espacio institucional (parto de entender que la definición y legitimación de lo artístico es un proceso institucional, y por lo tanto atributivo). Es la pared de la galería, más que el papel fotográfico, lo que impregna a la foto de un valor y una autenticidad en cuanto obra de arte. Y es probablemente esa posibilidad la que está en el origen del paulatino e indetenible proceso de disolución de los soportes fotográficos, durante todo el siglo XX y hasta la fecha. Diría más bien que dicha disolución no afecta la legitimidad del objeto como artístico, aun cuando sí afecta su especificidad como fotografía, y que probablemente lo que hace es servir como un valor añadido a lo artístico. Junto con esa disolución de los soportes viene la constante excitación de las superficies. Entre las señales que emite el objeto fotográfico para ser entendido como artístico, está ese énfasis en la superficie, que sustituye con la realidad de la foto la ilusión de realidad de lo fotografiado (sostenida por el tema, es decir por la estructura sintáctica, narrativa y descriptiva de los signos gráficos). Para que un objeto fotográfico se entienda como artístico es también decisivo que llame la atención como objeto, que convierta su superficie en una señal (o un señuelo). Es decir, todas las técnicas que desde el siglo XIX estuvieron destinadas a trabajar, transformar o enfatizar la superficie de la fotografía, estaban paralelamente tratando de legitimar a la fotografía como obra de arte, y este proceso parece paralelo a una especie de marginación de las posibilidades analógicas del signo fotográfico, de su carácter indicial y de su valor como ratificación

del estado de realidad de lo fotografiado. Es interesante que Carlo Ginzburg (quien en su tesis sobre el paradigma indiciario parece conceder más importancia a la filología que a la fotografía) mencione el proceso de desmaterialización del texto, sometido a los efectos de la crítica textual: Primeramente fueron considerados como no pertinentes al texto todos los elementos ligados a la oralidad y a la gestualidad; después, también los elementos ligados al carácter físico de la escritura. El resultado de esta doble operación ha sido la progresiva desmaterialización del texto, poco a poco depurado de toda referencia sensible; si bien un soporte sensible es necesario para que el texto sobreviva[…]15

En la actualidad, la desmaterialización (incluso en el caso de la fotografía) puede ser vista como una forma paradójica de escritura, que incluso se “inscribe” en el contenido de la obra, en tanto lleva a sus extremos la llamada de atención sobre la materia y el soporte. Si el signo fotográfico es un índice que señala hacia su referente, en las prácticas artísticas se convierte en un índice que señala hacia su propia epidermis. Por su parte, quienes centran su atención en el contenido de la fotografía (es decir, de su referencialidad o su indicialidad) cooperan con la “transparencia” de la superficie fotográfica, lo que de alguna manera es la premisa para el realismo, o más exactamente, para el ilusionismo tan necesario para el funcionamiento de la fotografía a nivel social (doméstico y político, en su sentido etimológico, incluso). Está claro que no hay un paso de la transparencia a la opacidad, no hay un tránsito de una fotografía “fuerte” a una fotografía “débil”. Ambas opciones han convivido, han dialogado y han pugnado durante toda la historia de la fotografía. De modo que caracterizar como “débil” el lugar de la fotografía dentro de las prácticas artísticas postmodernas no aportaría mucho si no se subordina el planteamiento a un reconocimiento de los cambios que están ocurriendo al interior del propio campo artístico. Estoy proponiendo que frenemos la tendencia a explicar la fotografía contemporánea solamente como resultado de una evolución de lo fotográfico. Esta evolución, si existe más allá de la evidente evolución tecnológica, es más bien consecuencia y no causa de una serie de cambios provenientes del reacomodo de la fotografía dentro del sistema del arte, en las circunstancias de la cultura visual contemporánea.

15 Carlo Ginzburg, Tentativas, ed. cit., p. 118.

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Karla Solano Threshold, 2004 Foto-instalación expuesta en la Bienal de Shanghai. Fotografía digital, envoltura de una habitación de 570 x 600 x 270 cm

Esta es una cultura transnacional, pero también transdisciplinaria. Eso explica, por una parte, la profusión de procesos de mixtura, el aspecto sincrético con que se presenta lo fotográfico hoy día. Por otro lado explica también la dificultad para teorizar la fotografía estrictamente en términos de identidades nacionales o regionales. Incluso los discursos que enfatizan cuestiones políticas, identidades de género o étnicas, son percibidos con más facilidad como colaterales al medio, no como esenciales o definitorios del mismo. De ahí posiblemente la claridad con que se presenta a nuestros ojos el reposicionamiento de lo fotográfico ante temas que hasta hace un tiempo parecían definitivos: a saber, los problemas de identidad, la cuestión de la verosimilitud y la relación con la historia. Ante estos temas podemos apreciar otra forma de manifestarse el carácter débil de lo fotográfico, ya no en relación con la estructura formal y sígnica de la imagen, sino en relación con su estructura ideológica. 5. De construcciones y utopías. La experiencia latinoamericana

Manuel Piña De la Serie De construcciones y Utopías (Homenaje a Eduardo Muñoz), 2001- 02

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Pese a su carácter general, estas reflexiones resultan útiles para un análisis de la fotografía latinoamericana. El concepto de objeto débil es aplicable en este contexto, sobre todo si atendemos al modo en que se están relativizando las nociones de identidad, historia y verdad. Esta relatividad parece una alternativa a un discurso duro ante la historia y la función social de la imagen, que pareció predominar entre los años 60 y 80. Es una relatividad que alcanza también al objeto fotográfico, en principio afectando su estatuto semiótico, que parecía inalterable. Lo primero que se advierte es la tendencia a modificar las cualidades del signo fotográfico, bien debilitando su carácter indicial (por medio de cierta dislocación de la relación entre lo fotografiado y el aparato fotográfico) o bien debilitando su carácter icónico, por medio de la alteración de la relación de analogía. Lo primero conduce a un tipo de fotografía que no enuncia de inmediato la coincidencia entre la cámara y lo fotografiado. Hay como un lapso, una especie de dilatación espacio-temporal, entre la observación de la imagen y la atribución de un referente real. En el segundo caso, lo que resulta es una interferencia en los procesos de identificación, tanto de la imagen como de los referentes. Por otra parte, es notable la tendencia a trastornar la cualidad objetual del soporte fotográfico. El término “objeto débil” nos hace pensar en un soporte frágil, no porque sea más frágil que el papel, sino porque su fra-


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gilidad no ha estado asociada históricamente a la fotografía. Pensemos en el caso de una impresión sobre tela (por ejemplo, una impresión digital de Alexander Apóstol) o en la proyección de una transparencia (como en alguna instalación de Carlos Garaicoa o Miguel Río Branco), o simplemente en una fotocopia. Pero pensemos también en la reproducción de un still de video o en la reproducción de una fotografía, metodologías que pueden encontrarse, con distintas variantes, en las obras recientes de Eduardo Muñoz o Graciela Fuentes. Son prácticas que yo asocio al deseo de expandir los límites del documento fotográfico, perturbar su especificidad y poner en crisis su definición como medio autónomo. Muchas de estas obras consisten en la presentación de imágenes que incorporan la inconsistencia física a su significado. Es el caso de las impresiones digitales de Arturo Cuenca sobre acetato, con una inestabilidad visual producida por el énfasis retórico en el desenfoque de ciertas áreas de la foto. Cuenca fotografía dos veces el mismo asunto y en cada caso deja fuera de foco una zona diferente de la imagen. Luego superpone ambas impresiones, de modo que el espectador reconstruya la imagen final por un proceso de síntesis, facilitado por la transparencia del soporte. Un efecto similar se da en la instalación Espejo interior (1996) de Karla Solano, quien utiliza el recurso para proponer una reconstrucción del cuerpo femenino en tanto apariencia física y anatomía, intercalando su propio retrato desnudo entre una representación gráfica del sistema óseo humano y otro del sistema muscular. El extremo paradójico de estas estrategias de desmaterialización lo encontramos en el recurso de la cámara oscura, tanto en obras de Abelardo Morell, como en la serie Lima 01 (2001) de Pablo Hare y Philippe Gruenberg. Estos artistas han tomado numerosas fotos convirtiendo determinados espacios (generalmente habitaciones) en cámaras oscuras en las que se proyecta el espacio exterior. El resultado final es una foto convencional del espacio modificado por la proyección de la imagen invertida. Pero estas fotos parecen más bien la documentación de una investigación conceptual acerca de la cualidad especular (refractante, diría Arlindo Machado) de la fotografía, y sobre todo acerca de la fragilidad de los mecanismos básicos de construcción de lo fotográfico. En tales casos asistimos a la puesta en práctica de un discurso tautológico (fotografía de o sobre la fotografía) donde el tema (la fotografía, pero también el proceso para construirla) desplaza en importancia al objeto figurativo (la fotografía, pero también la documentación del proceso).

Aunque sea momentáneamente, la fotografía pasa a representar la descorporeización de lo fotográfico y en consecuencia, la pérdida (o al menos la precariedad) de esa ilusión de permanencia que dará finalmente la fijación de la imagen sobre el papel. Con esto asistimos a una nueva configuración temporal de lo fotográfico, que nos plantea la fotografía como evento efímero. Ya en su lectura de Heidegger, Gianni Vattimo encuentra la posibilidad de abrir el discurso “…en la dirección del carácter temporal y perecedero de la obra de arte…”, a partir del presupuesto de que la obra de arte es “…el único tipo de manufactura que registra el envejecimiento como un hecho positivo, que se inserta activamente en la determinación de nuevas posibilidades de sentido”.16 La fotografía, concebida como objeto que rescata las cosas del pasado, y que por lo tanto niega su envejecimiento y su muerte, es el tipo de arte que mayor resistencia parece ofrecer a este destino. De ahí la importancia (en tanto subversión de esa construcción metafísica de lo fotográfico) que tienen estas prácticas dirigidas al desvanecimiento de la inmutabilidad de la foto ante el paso del tiempo. Una obra típica de estos procedimientos es Deconstrucciones y utopías (2001-2002) de Manuel Piña. Esta es una serie de 16 fotografías colocadas en cuatro hileras de cuatro fotos que componen una especie de rectángulo en la pared. Cada una de las fotos remite a las demás (todas representan distintos ángulos de edificios de viviendas), sin embargo, la dimensión temporal que encierra cada relato es sustraída de la propia estructura del conjunto y otorgada más bien a la materia misma de las fotos, y a su soporte, sometidos a un proceso de paulatina transformación. Esto se logra al otorgar distintos grados de fijación a las imágenes, lo que provoca que continúen “envejeciendo” después de colocadas en el espacio de exhibición. En consecuencia, cada foto muestra un distinto grado de nitidez, en una escala que va desde medianamente identificable hasta totalmente oscura. Manuel Piña, realiza con esto una nueva versión de una obra presentada en la exposición El voluble rostro de la realidad. Siete fotógrafos cubanos (La Habana, 1996) que fue titulada De construcciones y utopías (homenaje a Eduardo Muñoz). La primera versión había estado basada en la apropiación, cita y manipulación de algunas fotografías pertenecientes a un ensayo fotográfico realizado por Eduardo Muñoz con el tema de la construcción de viviendas en La Habana, y su interrupción con el comienzo de la crisis económica, a raíz de la desaparición

16 Gianni Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura postmoderna, Barcelona, Gedisa, 1994, p. 59.

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del campo socialista. Todas las versiones de esta obra han estado girando en torno a la relación entre utopía social y sentimiento de frustración, pero también sobre el paralelo entre la decadencia de las cosas (los edificios dejados a medias, que quedaban como un momento inerte entre el proyecto y la ruina) y el envejecimiento de la propia fotografía. Como metáforas sobre la historia y sobre la posición precaria del documento ante la historia, estas obras coinciden con el trabajo que ha venido realizando Oscar Muñoz, especialmente en la serie de obras que ha titulado Narcisos, y que constan de distintas versiones, desde mediados de los 90 hasta la fecha. En principio, los Narcisos de Oscar Muñoz se atienen al esquema mitológico: la relación del yo con su imagen y la intermediación especular del agua. Son obras basadas en el autorretrato, que se comportan básicamente como instalaciones en las que el agua funciona igual como soporte de la imagen que como elemento que interviene en la imagen.17 El artista hace pasar polvo de carbón a través de un bastidor fotoserigráfico con su imagen, el cual sirve de filtro. El polvo de carbón ya tiene una cualidad de residuo en el momento en que atraviesa el tamiz, para ir a depositarse, bien directamente en el agua, retenida en una cubeta transparente, o bien en un papel que flota sobre dicha agua. En ambos casos estamos ante un simulacro de la impresión, donde el resultado final nunca es la fijación de la imagen. En la primera variante, el soporte es el agua, es decir, un soporte totalmente inestable, que no retiene de ningún modo la imagen “impresa”. Al final, es la evaporación del agua la que permite advertir la solidez de la materia gráfica, pero más bien como residuo o detritus. En el segundo caso, el papel, supuestamente más “sólido” está sometido sin embargo a la acción del agua, que irá reblandeciéndolo y corrompiéndolo. Es decir, que la imagen puede estar sometida, lo mismo a un proceso de envejecimiento y paulatina desintegración, que a un proceso de descomposición inmediata. Estas obras pueden ser presentadas con distintas estructuras, bien como instalaciones (las cubetas y todo lo demás), bien como impresiones (los papeles con los restos de la impresión). En cualquier caso, lo que prima es el elemento procesual, al que se asiste, en unos casos insertándose en su propia temporalidad, en otros casos intuyéndolo desde la evidencia que es el objeto gráfico colocado en la pared, o el remanente depositado en el fondo de la cubeta.

En términos iconográficos, el resultado es una distorsión y corrupción del retrato. Un resquebrajamiento de sus posibilidades icónicas e indiciales y, en consecuencia un reblandecimiento (una muerte metafórica) de la identidad del retratado. Tanto las obras de Oscar Muñoz como las de Manuel Piña enfatizan el trabajo sobre la cualidad material de la imagen, el debilitamiento de la imagen misma a consecuencia de la degeneración del soporte, una frustración de la posibilidad del documento para funcionar como monumento, y en general, un contenido ideológico que canaliza un escepticismo ante la verdad, la historia y los discursos. Una vez más asistimos a la colocación de la obra como referencia y documento de la obra misma. En general es un tipo de arte autocrítico, donde el objeto se niega a sí mismo y exhibe su decadencia. Entra en lo que Vattimo llama la “explosión de lo estético”, pues se resiste a la condición de inmutabilidad y permanencia, que parecía imprescindible para la legitimación institucional de lo artístico. En la medida que la imagen corrupta se problematiza a sí misma, está problematizando el ámbito institucional donde debería ser acogida como valor. Para Vattimo, la “explosión de la estética” se manifiesta sobre todo como esa tendencia del arte contemporáneo a fugarse de los límites institucionales. En el caso de las primeras vanguardias, mediante el planteamiento del arte como modelo cognoscitivo, instrumento de cuestionamiento de lo real y elemento de subversión social y política. En el caso de las neovanguardias, Vattimo enfatiza más la negación de los lugares tradicionalmente asignados a la experiencia estética: Ya no se tiende a que el arte quede suprimido en una futura sociedad revolucionaria; se intenta en cambio de alguna manera la experiencia inmediata de un arte como hecho estético integral […] la obra no apunta a alcanzar un éxito que le dé el derecho de colocarse dentro de un determinado ámbito de valores […] el éxito de la obra consiste fundamentalmente más bien en hacer problemático dicho ámbito, en superar sus confines, por lo menos momentáneamente. En esta perspectiva, uno de los criterios de valoración de la obra de arte parece ser en primer lugar la capacidad que tenga la obra de poner en discusión su propia condición […]18

En el tránsito de una variante a la otra, Vattimo da especial importancia a la incorporación de nuevos elementos técnicos, sobre todo aquellos que sostienen el carácter reproductivo del arte contemporáneo (donde la fotografía

17 María Iovino hace un análisis mucho más exhaustivo y confiable de la obra de Oscar Muñoz. Ver María Iovino, Oscar Muñoz. Volverse aire, Bogotá, Ediciones Eco, 2003. 18 Gianni Vattimo, ob. cit., p. 51.

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Foto Roberto Vargas

Oscar Muñoz Narcisos, Instalación en TEOR/éTica, 2003

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ocupa un lugar privilegiado). Entendiendo la importancia de la reproductividad para la integración de la experiencia estética en la sociedad contemporánea (que es esencialmente una sociedad de masas) Vattimo concluye: En esta perspectiva, el hecho de que el arte se salga de sus confines institucionales ya no se manifiesta exclusivamente y ni siquiera principalmente vinculado con la utopía de la reintegración (metafísica o revolucionaria) de la existencia, sino vinculado con el advenimiento de nuevas técnicas que de hecho permiten y hasta determinan una forma de generalización de lo estético. Con el advenimiento de la posibilidad de reproducir en el arte, no sólo las obras del pasado pierden su aureola […] sino que además nacen formas de arte en las que la reproductividad es constitutiva, como la fotografía y el cinematógrafo […]19

Al hablar de estos temas estoy sugiriendo que la fragilidad de los soportes no ha estado asociada históricamente a la fotografía. Ahora quiero invertir el planteamiento y decir que, al no estar incorporados a la tradición de la fotografía, estos soportes son frágiles en su historicidad. Pero especialmente me interesa resaltar otra forma de quebrantamiento de la historicidad de la fotografía, aquella que consiste en desacralizar la fotografía histórica. Para ello se pone en práctica otra variante de reproductividad, que no es necesariamente la que sugiere Vattimo (quien al fin y al cabo, se acerca al tema desde la perspectiva propuesta por Walter Benjamin en su clásico ensayo La obra de arte en la época de la reproductividad técnica). Estoy pensando no en la obra que simplemente se constituye como reproductiva, sino en aquella que además se exhibe como reproducción de sí misma o de otra obra, cargada de un valor histórico. Ahí es donde el tema de la obra de arte que se cuestiona o se niega a sí misma adquiere otras implicaciones. La obra de Manuel Piña, ya comentada, explota esa otra posibilidad, en tanto parte de la apropiación y cita de los originales de Eduardo Muñoz. Las versiones más actuales de esa pieza, parecen desprenderse de dichos originales, para acercarse a las obras de Bernd y Hilla Becher manteniéndose dentro de un esquema reproductivo en el que lo arqueológico parece yuxtaponerse a lo propiamente histórico. En el caso de Piña, estos procedimientos conservan un aire de sutil homenaje (de hecho, una distancia respetuosa) a los originales. En cambio, un artista como Marcos López pudiera servir para ejemplificar una actitud mucho más irreverente. Su obra Tomando sol en la te-

19 Gianni Vattimo, ob. cit., p. 52.

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rraza (2002), es una versión sarcástica de La buena fama durmiendo, de Manuel Alvarez Bravo. Ninguno de los cambios que hace Marcos López es insignificante. El más impactante y obvio es el de la sustitución de la modelo femenina por el modelo masculino. Sustitución más que evidente, puesto que se muestran los genitales del modelo, que ocupan prácticamente el centro de la composición, como si el tema de la foto fuera el pene y no el resto de la imagen. Lo más contundente de esa exhibición del pene es que rompe con estereotipos sexuales que han estado enclavados en la fotografía moderna, determinando la construcción de la figura femenina para la mirada masculina. Lo que hay aquí de lánguido exhibicionismo machista parece más bien una manera crítica de tentar o revertir la supuesta condición masculina del voyeur. Por otra parte, el pene aquí no es un estímulo para oscuras interpretaciones freudianas (no es un “falo”, en el sentido psicoanalítico del término), sino parte de una representación que parece atenerse a una lógica realista. Y esa lógica viene dirigida a poner en crisis el tradicional modelo sexista de la representación, al mismo tiempo que subvierte toda la estructura psicoanalítica, simbólica y trascendentalista que se le ha atribuido al surrealismo, no siempre de manera acertada. El mismo título está poniéndonos frente a una situación banal. Y nos presenta una escena que tiene incluso cierta vulgaridad. Todos los elementos colocados (igual que en una obra de teatro realista) tienen una funcionalidad concreta, no simbólica, en la situación construida. Los cigarrillos, las botellas de cerveza, o el cenicero, son objetos comunes en la escena representada. Al mismo tiempo todos estos objetos dan un tono local a toda la escena (como los nopales espinosos a la foto de Alvarez Bravo). Los suplementos del diario El Clarín, las etiquetas en las cervezas, la marca de cerillos, pudieran ser textos explícitamente colocados para redondear la ubicación espacio-temporal de lo fotografiado. Los códigos prosaicos con que Marcos López sustituye la “poética” de Alvarez Bravo ayudan a sustraer la foto original del nicho de valor en que la historia la ha colocado. Esta “actualización” es también una especie de vulgarización de un objeto cuyo valor histórico se confunde con el valor museológico. Mientras Piña y Oscar Muñoz se concentran en la corrupción de lo fotográfico, Marcos López implementa una corrupción de lo histórico y de los valores de originalidad e inmutabilidad asociados a la noción de obra maestra. En tal sentido, una pieza que resume las variantes hasta aquí mencionadas es el Che (2000) de Vik Muñiz.


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Vik Muñiz Che, after Alberto Korda, 2000 Dye Destruction Print 152.4 x 121.92 cm Cortesía del artista

Marcos López Tomando sol en la terraza, 2002 Impresión cromógena, coloreada a mano

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Marta María Pérez Bravo Sin título, 2004 De la serie Sueños y estigmas Impresión digital

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Ante todo esta obra es otro ejemplo de reproducción crítica de una imagen histórica, en este caso, de la famosa fotografía del Che Guevara, tomada por Alberto Korda. La irreverencia ante la presunción de monumento otorgada al original se advierte por el modo en que ha sido obstruida la relación entre signo y referente. Al “dibujar” o “construir” la imagen del Che con un caldo de frijoles que posteriormente fue fotografiado, el más inmediato referente de la foto es el propio caldo de frijoles. De hecho, otra sustancia inestable, débil y corruptible. Una sustancia que ha sido recontextualizada y refuncionalizada para adquirir cualidades gráficas inéditas. Como en la obra de Marcos López, aquí asistimos a otro ejemplo de perversión de la imagen histórica, por medio de una actualización cínica de sus contenidos. De una manera extrema, este icono es llevado a señalar las circunstancias actuales de la sociedad latinoamericana, en las que puede resultar mucho más imperativo lo comestible que lo ideológico.20 Aunque aparentemente autorreflexivas (en cierta forma, cada una asumiendo un modo particular de narcisismo) ninguna de las obras mencionadas (la de Piña, la de Oscar Muñoz, la de Marcos López o la de Vik Muñiz) permanece ajena al momento actual por el que atraviesan la cultura y las sociedades latinoamericanas. Más bien están demostrando la factibilidad de la utilización de lo histórico como recurso para una referencia elíptica al presente. Y sobre todo, ponen en evidencia la necesidad y la posibilidad de que las referencias a la historia desde la fotografía pasen por las referencias a la historia de la fotografía. En tal contexto, hablar de la fotografía como objeto débil obliga a atender al comportamiento de la práctica fotográfica respecto a su propia tradición y a su propia historia, y respecto a las expectativas que la tradición ha consolidado socialmente hacia la fotografía. Entender la fotografía como una práctica cultural significa entender que cada imagen nos remite, no sólo al círculo de relaciones entre la creación, la circulación y el consumo de los significados, sino a un ámbito ideológico que es inherente y definitorio de la fotografía misma y de la circunstancia en que se hace la fotografía y en la que se mira la fotografía, al menos desde la perspectiva de la cultura occidental. El surgimiento de la fotografía trajo asociado un cambio en la manera de percibir la realidad, pero también en la manera de relacionarse con el dispositivo técnico que es la propia fotografía. Desde el punto de vista técnico, la fotografía no ha sido solamente un instrumento puesto en función de extender las capacidades productivas y

reproductivas de la cultura, sino también un instrumento de interpretación de dichas capacidades. Todo instrumento de interpretación contiene los mecanismos para interpretarse a sí mismo, todo lenguaje tiene la capacidad de autoenunciarse. Diría incluso que toda interpretación realizada mediante un instrumento constituye también (al menos potencialmente) una interpretación del instrumento mismo. Esa interpretación sería histórica, es decir, experimentaría cambios en la medida que cambien también el marco ideológico y las circunstancias históricas y culturales en que se ubica. Pero hay elementos asociados el origen y la práctica de la fotografía que siguen persistiendo y predeterminando en gran medida su ubicación dentro de la cultura contemporánea. Estos elementos se resumen en ese arquetipo figurativo en el que se corporeiza la mirada del sujeto moderno, arquetipo que se concreta y se refuerza como valor en la noción de documento. A lo largo de estas páginas he pretendido hacer una crítica, o al menos resumir los modos en que la fotografía contemporánea latinoamericana critica la concepción excesivamente estática de lo documental y la mitificación de lo figurativo. Sin embargo, eso no significa proponer a priori la desaparición del documento en la fotografía actual de América Latina. De hecho, he preferido catalogar las prácticas más experimentales como una especie de “nuevo documentalismo”, cuya particularidad estaría en dirigir la atención sobre realidades no del todo legitimadas, sobre discursos e ideologías alternativos y sobre sujetos habitualmente marginados. Esto estaría implicando además el replanteamiento del tema de las identidades, pues al tradicional afán por representar los signos de las identidades colectivas (nacionales o regionales) se contrapondría una configuración de identidades individuales. En todo caso, cuando el nuevo documentalismo acude al tema de las identidades de grupos (étnicas o sexuales, por ejemplo) lo hace desde una perspectiva también débil, en tanto asume su inestabilidad, su fragilidad y su heterogeneidad. Gran parte de la fotografía latinoamericana contemporánea acude a una reconstrucción elíptica de la identidad de los sujetos y de la circunstancia en que dicha identidad es perfilada. Podemos advertirlo en la obra de Mauricio Alejo, quien en su serie Aeropuerto (1999) plantea la identidad del sujeto como una ausencia forzada por los mecanismos de vigilancia y control. Igualmente en las obras de Eduardo Muñoz o Graciela Fuentes, quienes desde sus particulares experiencias migratorias muestran el perfil vago y confuso que adquieren las iden-

20 Para un más complejo análisis de esta foto se hace imprescindible la lectura del ensayo “El otro rostro del Che. La imagen latinoamericana para el siglo XXI”, de Iván de la Nuez, en Mapas abiertos. Fotografía latinoamericana (1991-2002), Barcelona / Madrid, Lunwerg Editores y Fundación Telefónica, 2003, pp. 281-289.

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tidades reconstruidas por la memoria. Víctor Vázquez, Eugenia Vargas o Marta María Pérez, entre otros fotógrafos, estarían postulando el cuerpo como habitat de identidades frágiles y vulnerables. Muchos de los fotógrafos latinoamericanos están jugando con los paradigmas de sexualidad que difunden los medios de masas, convirtiendo así sus obras en esquemas de identidades sexuales ambiguas. Mientras tanto, otros estarían socavando los estereotipos etnográficos con que se han construido los discursos sobre identidades de grupos marginados. Este tipo de prácticas parece partir de una conciencia de la naturaleza discursiva de las identidades. La identidad –al contrario de lo que se ha planteado, sobre todo en relación con la función social de la fotografía latinoamericana_ no es algo que se refleje o se defienda; es una noción que se constituye como relato en el ámbito del discurso. No es algo que se represente; está en la representación misma, formando parte de la cualidad discursiva que adquiere la representación en una circunstancia comunicativa determinada. 6. La historia a contrapelo Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de el en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo. WALTER BENJAMÍN

Cuando Raquel Tibol escribió la introducción al catálogo del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, propuso, más que una caracterización de la producción fotográfica en cuestión, un modelo de lo que debería ser la fotografía latinoamericana, para ser fotografía y para ser latinoamericana. Ese breve texto (y la exposición que acompañó al Coloquio) ha sido una referencia obligada, sobre todo para entender cuáles eran los esquemas ideológicos desde los que se evaluaría la fotografía latinoamericana durante varias décadas. La participación de Raquel Tibol en ese proyecto fue también significativa porque representaba la legitimación de la práctica fotográfica por parte de la crítica y la historia del arte. Sin embargo, es evidente que la autoridad del discurso crítico estaba más en función de proponer una ética que de aportar a una teoría de la fotografía en Latinoamérica.

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El esfuerzo por construir un modelo ético para la fotografía latinoamericana, tiene un antecedente, menos citado, pero mucho más significativo, en el trabajo de Edmundo Desnoes. Sobre todo en un ensayo verdaderamente ambicioso como el que se publicó en el libro Para verte mejor América Latina, acompañando las fotografías de Paolo Gasparini (México, Siglo XXI Editores, primera edición 1972, segunda ed. 1983). Tanto ese ensayo (que tiene todas las características de un manifiesto, y también el tono “vagamente apocalíptico” que dice Berman) como La imagen fotográfica del subdesarrollo formulan una crítica de los usos de la imagen en las sociedades latinoamericanas (con la salvedad de la sociedad cubana, que por esas fechas era mayoritariamente considerada un modelo viable en términos sociales y culturales). Desde esos discursos se presenta la fotografía como incorporada a un mecanismo de enajenación colectiva. Un mecanismo dirigido a crear una masa de sujetos consumidores, que están colocados al margen de la relidad. Estar al margen de la realidad en este caso significaría varias cosas: estar al margen de la imagen (puesto que es la imagen lo que ratifica la realidad como real), es decir, estar al margen de la representación, acceder a la representación solamente como consumidores y no como propietarios (ya en este nivel, términos como “creadores” o incluso “productores” resultarían insuficientes). Estar al margen de la realidad implica también acceder a lo real solamente de manera mediatizada, ilusoria, engañosa, en última instancia. Pero sobre todo, estar al margen de lo real debe ser entendido como estar al margen de la historia. Desnoes está hablando en su ensayo de sujetos que no tienen la posibilidad de construir, narrar, representar su propia versión de la historia. Que están incapacitados, por lo tanto, para entenderse como sujetos históricos. Pasa por alto que la eficiencia de la fotografía dentro de este aparato de enajenación se debe a la capacidad persuasiva del realismo. Y sin embargo, propone usar esa capacidad persuasiva para socavar el sistema, para denunciar sus perversiones. La fotografía realista (propagandista en última instancia) debería servir de vehículo para introducirse en la historia, para revertir (simbólicamente al menos) las relaciones de poder. Ni Raquel Tibol ni Edmundo Desnoes plantearon la posibilidad de subvertir la cualidad persuasiva de la foto, de restarle credibilidad, o de jugar con los límites entre credibilidad y ficción. Esto hubiera llevado el análisis al campo de lo estético (o a lo que el propio Desnoes llama


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Mauricio Alejo De la serie Aeropuerto, 1999

Gerardo Montiel El vรณmito De la serie Ex Tenebris, 2002 Impresiรณn cromรณgena

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“la ridícula mansión del arte”21), cuando de hecho, como ya he mencionado, lo que interesaba era mantenerse dentro de los límites de la ética. Cualquier análisis suficientemente desprejuiciado de la fotografía contemporánea latinoamericana demostraría que mediante la fotografía no realista se están abriendo puertas alternativas para una nueva relación entre los sujetos y la historia. Como ya he sugerido antes, estas relaciones alternativas con la historia se dan básicamente mediante la construcción de historias alternativas. Pero también mediante la legitimación de sujetos alternativos, no necesariamente colectivos, que son definidos (o más bien indefinidos) como sujetos débiles. Si en su estudio sobre la muerte del arte, Gianni Vattimo –a quien inevitablemente conduce el concepto de fotografía como objeto débil_ introduce el término de explosión de lo estético; de su análisis sobre el fin de la modernidad podemos deducir una especie de explosión de la historia, que es también explosión de lo real, y explosión de las identidades. De esta explosión surgiría el “dialecto” como paradigma de la diversidad y de la marginalidad en el lenguaje. Y también como evidencia de un nuevo proyecto de emancipación, que Vattimo explica a partir del “…compendioso efecto de desarraigo que acompaña al primer efecto de identificación”.22 El panorama de la fotografía contemporánea en América Latina es un muy buen ejemplo de cómo se comporta este sistema de dialectos en el espacio artístico. Una expansión del campo lingüístico. Un escepticismo y una irreverencia hacia lo histórico. Una aceptación _y a veces una multiplicación casi festiva_ de la pluralidad y

fugacidad de lo real. Una amplificación de lo local, que termina resultando en un efecto de deslocalización. Una construcción precaria de identidades que oscilan entre la autoafirmación y la autonegación. Y sobre todo, una renuncia a exhibirse como cuerpo homogéneo, sólido y estable. En esas condiciones, si la fotografía puede abrir puertas para la participación en la historia, lo hace renunciando a la vocación mesiánica que se le quiso atribuir a la imagen en otros momentos. Ya no se siente tanto el deber de redimir al sujeto ante una historicidad que lo rebasa (como el mar de Lefebvre), sino más bien la necesidad de llevar dicha historicidad a la escala de los sujetos, aunque en ese esfuerzo se trabaje sobre la base de fragmentos, residuos e incluso desechos. De todas formas, ésta puede ser otra manera de pasar a contrapelo el cepillo a la historia. De hecho, toda esa reversión de lo histórico, que propicia la postmodernidad, responde a ese reclamo que es esencialmente moderno. Un reclamo que hereda la fotografía desde sus inicios. Tal vez, si una posibilidad inédita puede ser atribuida a la foto, no es tanto la de reflejar con fidelidad (por demás sospechosa) la realidad exterior, como la de evidenciar, de manera crítica, las estructuras ocultas de lo real, sus zonas blandas, discontinuas e inestables. El fotógrafo contemporáneo puede seguir haciendo suya la duda de Lefebvre: ¿Estoy en el sueño, en lo imaginario, en lo más duro de lo real? Ya no lo sé.

21 “Tal vez nos detuvimos demasiado en la ridícula mansión del arte (con mayúscula), sea porque vivimos mucho tiempo en esa ilusión o fuera porque consideramos que goza de un vicioso prestigio circular”. Edmundo Desnoes, ob. cit., p. 75. De ese militante rechazo por “el arte” hace gala también el texto de Raquel Tibol. Solamente así se entiende que dé tanta importancia a las palabras de Tina Modotti: “Siempre que se emplean las palabras Arte o artista con [sic] relación a mi trabajo fotográfico, recibo una impresión desagradable…” A propósito de este “manifiesto” de Tina, Raquel Tibol concluye: “…no todos los fotógrafos activos hoy en América Latina suscribirían este manifiesto […] pero el hecho de que un buen número de ellos podría hacerlo nos lleva a suponer como preponderante la obra fotográfica con valoración o elocuencia crítica que contribuye a expresar el ser latinoamericano…” Véase Hecho en Latinoamérica, México D.F., Consejo Mexicano de Fotografía, 1978, pp. 18-19. 22 “Si, en fin de cuentas, hablo mi dialecto en un mundo de dialectos, seré también consciente de que no es la única lengua, sino cabalmente un dialecto más entre otros muchos. Si profeso mi sistema de valores _religiosos, estéticos, políticos, étnicos_ en este mundo de culturas plurales, tendré también una conciencia aguda de la historicidad, contingencia, limitación de todos estos sistemas, comenzando por el mío […] Vivir en este mundo múltiple significa hacer experiencia de la libertad entendida como oscilación continua entre pertenencia y desasimiento”. Véase Gianni Vattimo, “Postmodernidad. ¿Una sociedad transparente?”, en G. Vattimo y otros, En torno a la postmodernidad, Barcelona, Anthropos, 1991, pp. 9-19.

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APUNTES SOBRE ARTE ARGENTINO PRE Y POST 2001 LA PUESTA EN JUEGO DE LA CRISIS

Inés Katzenstein


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A fines de diciembre de 2001, cuando la crisis Argentina estalló, yo estaba viviendo en Nueva York. Vi la desbordante manifestación popular ocupando las calles del centro de Buenos Aires y la violencia que se generó después, dejando 30 muertos, en una mínima pantallita de computadora, que transmitía borrosamente las noticias de un canal argentino. La oscuridad de las imágenes aumentaba el dramatismo de los eventos y era un símbolo de que me estaba perdiendo uno de los acontecimientos históricos que marcarían el cambio de siglo. Después de esas jornadas, habría algo sobre mi país, sobre mi generación, que no entendería del todo. En ese momento tampoco sabía _en el sentido de conocimiento a través de la experiencia_ de qué manera estaba cambiando la producción artística de mi país. Ya reinstalada en Buenos Aires, ese cambio en el arte es, de algún modo, lo que estoy intentando dilucidar a través de estos apuntes. El arte que había surgido en Argentina durante los años noventa fue un fenómeno polémico, que aún no ha sido analizado con el cuidado que la complejidad del asunto merece. En términos generales, fue un arte estigmatizado con el calificativo “light”, es decir, como un arte no comprometido, condescendiente, superficial, obsesionado por producir objetos _cuadros, esculturas_ de una belleza rara y marginal. El grupo de artistas que terminó siendo paradigmático de la década fue el asociado al programa de exposiciones del Centro Cultural Ricardo Rojas (alias “el Rojas”) curado por el artista y ex periodista

Jorge Gumier Maier en una sala dependiente de la Universidad de Buenos Aires. Esa galería, que se inauguró en 1989 con una performance del mítico actor under Batato Barea, logró transformarse en un espacio clave porque desde allí, a través de lo que Gumier Maier definió como “un modelo curatorial doméstico”, “una coartada de coleccionista pobre y antojadizo”,1 se fue consolidando una ideología artística que se transformó en lo más representativo, influyente y sintomático de la década. Si quisiéramos sintetizar esta ideología diríamos: que el arte promovido desde el Rojas rechazaba los modelos de obra y de artista que empezaban a desprenderse de los centros artísticos internacionales instituyéndose como lingua franca; que oponiéndose a la intelectualización inherente al neo-conceptualismo, Gumier Maier impulsó una defensa de la “sensibilidad” y el “gusto”; oponiéndose al arte político, la tendencia se definió como anti-instrumental; oponiéndose a la profesionalización del campo artístico, los artistas se afirmaron como figuras marginales, “inspiradas”. La figura paradigmática que dominó el período, impulsada desde la curaduría de Gumier Maier en el Rojas, fue la del artista como un freak aislado en la singularidad de su mundo personal, produciendo pacientemente y sin pretensiones aparentes un objeto que se iba a valorar por su rareza, su ingenuidad, y su preciosismo kitsch.2 El artista aparecía como portador de una sensibilidad

1 Jorge Gumier Maier, El Tao del Arte, Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, 1997. 2 Este no fue, sin dudas, el modelo exclusivo de artista que Gumier Maier propuso en el Rojas. La programación de la galería fue sorprendentemente diversa.

Sin embargo, el que describo es el modelo privilegiado de artista promovido por el Rojas y su entorno; tal vez mas un mito que una realidad concreta, pero que debido a la ausencia de escuelas o lideres alternativos, acabó impregnando el discurso de la mayoría de los artistas de toda una generación.

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Inés Katzenstein

Jorge Gumier Maier Sin título, 1992 Acrílico sobre madera 130 x 120 cm

Marcelo Pombo Tormenta con dos árboles, 2000 Esmalte sobre madera 70 x 100 cm

opuesta a toda instrumentalización, opuesta a los clichés de lo correcto (y especialmente de lo “políticamente correcto”), de lo maduro; un artista enamorado del gusto proletario y dedicado a los placeres semiartesanales del arte. En su mayoría, los artistas que emergieron durante esos años explicaban el origen y el sentido de sus obras apelando a preferencias personales, recurriendo a un tipo de anécdota autobiográfica en la que el hincapié estaba puesto en la expresión del gusto o el carácter. Asimismo, hubo un énfasis muy marcado en la importancia de los procesos técnicos de las obras, en general manuales; un énfasis comprobable tanto en la esmerada materialidad de los objetos como en la insistente descripción de los laboriosos procesos de construcción de la obra por parte de sus autores. Marginalidad o pobreza, individualidad, juventud, artesanado, belleza: en los inicios de la década estos fueron los valores más apreciados entre el círculo de artistas que terminaron definiendo el período e influenciando el discurso de generaciones posteriores. El escritor Ernesto Montequín agrega algunos términos a la definición de los noventa, cuando señala: “Curiosamente, o no tanto, en esta época de certezas institucionales, de fortalecimiento de las redes de validación del arte, de paulatina consolidación y poder de identidades marginadas, surge y se afianza un grupo de artistas que reivindican la fragilidad, la parsimonia y la inocencia, a sabiendas de que ninguna amenaza real impedirá la plena expansión de sus subjetividades”.3 Pero fue la resistencia a inmiscuirse en lo político a través de la obra la que apareció como la característica más curiosa de este período del arte argentino. En una década en la cual se indultó a los militares implicados en el terrorismo de Estado (1976-83), mientras el modelo neo-liberal se implementaba del modo más violento generándose la situación de pobreza que actualmente sufre el país, los artistas más importantes trabajaron, salvo excepciones, por fuera de las coordenadas explícitas de lo político. Pablo Suárez, protagonista de la vanguardia política de los sesenta y partícipe fundamental del arte de los noventa, afirmaba en 1994: “hay una sensación de fatalidad, de frustración asumida. No hay proyecto, pero es como si esa imposibilidad del proyecto valorara el gesto individual... un gesto es mucho más económico para demostrar cierta imposibilidad de mover con la obra las cosas hacia un determinado lado”. Durante el paso de los noventa al 2000, desde Nueva York, empezaba a enterarme de cómo iba transformán-

3 Ernesto Montequín, “Estertores de una estética, Minutas de un observador distante”, Buenos Aires, 2003.

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ca del espacio público, y dejando que la urgencia de situaciones sociales o políticas actúe como motor o espacio de la producción estética. El grupo Duplus, un colectivo argentino que se dedica a analizar estas cuestiones, propone entonces que hoy “sólo puede empezar a haber arte cuando la institución ha sido abandonada”. Y postula que en lugar de fundarse en la noción de obra de arte, las nuevas prácticas se fundan en un “agenciamiento estético” que:

Omar Schiliro Sin título,1993 Lámparas y palanganas de plástico 127 cm altura x 63 cm diámetro

dose la escena artística argentina a medida que la crisis social y económica del país se profundizaba. La noticia más habitual era que habían empezado a proliferar los colectivos de artistas, y que éstos estaban operando directamente en un espacio público cada vez más convulsionado. Simultáneamente, el cambio de década empezaba a plantearse en términos de una polaridad insalvable y excluyente: el diagnóstico más fuerte respecto a las transformaciones que sufrió el arte argentino en los últimos cinco años indicaba que las estrategias, discursos y obras que habían dominado los noventa habrían sido reemplazadas por el paradigma opuesto. A partir de fines de la década, con la agudización de la crisis social y el creciente descreimiento en el Estado y la clase política, el modelo del artista que había dominado los noventa habría quedado invalidado y sus obras (fundamentalmente objetuales) deslegitimadas como “arte para artistas”, dando espacio a formas de trabajo colaborativas e interdisciplinarias en donde el artista no se definiera como un sujeto arrojado a su propia imaginación y obsesión creadora sino como el integrante de un grupo o comunidad, de una red porosa de saberes y de intercambios. Los intereses de los artistas, entonces, habrían pasado de la historia del arte, del museo, al plano de lo real, haciéndose hincapié en modos de intervención críti-

[…] va más allá de la discriminación convenida entre un sujeto autor, un objeto obra de arte y un sujeto público. Es decir que, en primer lugar, el sujeto no produce voluntariamente un objeto para un público, sino que es parte y se constituye en esa praxis. Luego, la práctica estética específica pasa a ser el proceso y la experiencia, antes que la forma imagen u objeto resultante. Incluso puede definirse como resistencia a producir producto. No se trata, pues, de un arte participativo, sino de un arte de participación: una práctica de este tipo no pretende hacer participar a otros, sino permitir a los participantes (llamémoslos, en principio, artistas) involucrarse en una experiencia socio-política dada. Tampoco hay, entonces, mensaje para un público sino, en todo caso, intensificación de procesos de identificación, de conformación subjetiva. Por último, diríamos que las “técnicas” y los “estilos” artísticos emergen de la situación, no de una actividadproyectual autoral, ni se dirimen según los criterios de valor de la obra de arte contemporánea. Se distinguen de la aplicación de un saber especializado. Incluso pueden ser voluntariamente anacrónicos o no-originales.4

Estos cambios de eje tuvieron consecuencias específicas. En primer lugar, se pusieron en foco nuevas genealogías: si en los noventa se postulaba que las obras ligadas al Rojas de algún modo revisitaban ciertas propuestas “formalistas” del arte concreto de los años 40 (ciertas geometrías excéntricas, cierta idea de lo periférico, ciertos juegos con el marco de la obra, cierta idea de lo político como un contenido encriptado en la forma), ahora, con la irrupción de lo público como centro de la escena, se fetichizaron determinados artistas y prácticas de la década del sesenta que en su momento quebraron con los límites institucionales del campo del arte, proponiendo acciones colectivas destinadas a trastocar situaciones sociales, como fue la hoy mítica obra informacional de 1968 Tucumán Arde, por ejemplo. Otra de las consecuencias de estos cambios de eje fue la siguiente: si durante los años noventa el “arte argentino” había sido difícil de encuadrar con relación al panorama internacional del arte; difícil, incluso, de “exportar”, por estar basado en la peculiar sofisticación de un grupo de iniciados y por demostrarse tan

4 Duplus, Presentación leída en arteBA, Buenos Aires, 2004.

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Inés Katzenstein

resistente a dejarse atrapar por cualquier construcción discursiva que intentara interpretarlo o instrumentalizarlo, a través de su nueva cara política, el arte argentino se prestaba a ser leído contextualmente y a ser, paradójicamente, un arte con potencial interlocución internacional. La paradoja radicaría en que justamente las manifestaciones de arte más politizadas y más claramente alineadas con la protesta antiglobal son las que terminan disfrutando de los beneficios de la globalización: participando en muestras internacionales, viajando, siendo traducidos, etc. Algunos de los grupos que surgieron en esos años son el Grupo de Arte Callejero (GAC), cuyo trabajo más fuerte, desde 1997, consiste en una apropiación crítica de la señalización vial como parte de “escarches” que apuntan a señalar la presencia de un genocida en el espacio público;5 el grupo Arde Arte, por sus acciones en manifestaciones como “Vete y vete”; y el Taller Serigrafía Popular, conocido como TPS, que a partir de la crisis del 2001 empezó a trabajar en la Asamblea del barrio de San Telmo y cuyo modus operandi consiste en participar de marchas y manifestaciones con una mesa de serigrafía con la que imprimen sobre las remeras de los manifestantes una o más “imágenes” que son realizadas especialmente para la comunicar una idea acerca de la coyuntura política. Quiebres, continuidades He planteado, entonces, cómo se fue construyendo una polaridad entre décadas y coyunturas políticas. Sin embargo, en esta presentación me gustaría adelantar un argumento que intenta cuestionar el diagnóstico que opone un paradigma al otro, que los presenta como polos opuestos e irreconciliables. La idea sería intentar pensar los cambios que se produjeron en los últimos años en el país y en el arte argentino, concentrándose en proyectos de autogestión que por sus características específicas nos sirven para reflexionar sobre el sentido del cambio que se produjo con la crisis pero también sobre posibles continuidades entre un momento histórico y el otro. Me referiré hoy a la producción del grupo de arquitectos M777 y al espacio de arte y editorial de poesía Belleza y Felicidad como ejemplos que demuestran la existencia de maneras de la acción política que se nutren de lo bello, del placer o del juego, y contradicen entonces la idea de que con la entrada en la crisis se dio una ruptura radical entre “frivolidad” y “compromiso”. Pero antes de presentar el trabajo de estos grupos voy a hacer un breve desvío para presentar algunas ideas

producidas por el Colectivo Situaciones, un grupo de activistas y politólogos de Buenos Aires que se dedica a trabajar en el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) del barrio de Solano y que está produciendo uno de los cuerpos de investigación teórica sobre la situación argentina más interesantes, tanto por sus contenidos como por sus metodologías. Operando desde fuera de toda institución partidaria o universitaria, desde diciembre de 2001 el llamado Colectivo Situaciones publicó cuatro libros que dan cuenta del nuevo panorama político de la Argentina. Son un grupo autónomo cuyos miembros se definen apelando a la figura del “militante de investigación”; una figura que describe “una nueva forma del compromiso” que consistiría en investigar sin objetualizar, investigar como “un enamorado”. Este militante de investigación sería distinto al militante político clásico ya que no lucharía por la toma del poder sino por poner en “juego procesos de producción de sociabilidad o de valores”.6 ¿Por qué introducir a este otro grupo? Porque leyendo sus textos aparece un claro paralelismo entre los términos que describen lo que ellos llaman un “nuevo paisaje socio-cultural” y los términos del nuevo paisaje que se fue configurando en el campo del arte argentino actual. Entre los diversos conceptos comunes, voy a referirme solamente a uno que me parece central y es la idea de la “autonomía organizativa y autonomía de pensamiento”, detectada por el Colectivo Situaciones en el “nuevo protagonismo social” argentino: en las asambleas barriales, en los diversos emprendimientos productivos y solidarios de los desocupados, en el movimiento piquetero, en el “club del trueque”, en las formas de trabajo y organización que surgieron con la agudización de la crisis, que existen al costado del Estado y que se basan en lo que ellos llaman la “autogestión de recursos y saberes”. Durante los últimos años, en Argentina, esta “autonomía organizativa y de pensamiento” parece haberse transformado en una condición o en un elemento fundamental, me atrevo a decir, para la creación artística. La existencia de proyectos autogestionados, que existen por fuera de la legitimación o el apoyo de museos, galerías, fundaciones, becas o universidades, es decir, por fuera de los canales habituales de producción de valor (los canales que en Argentina se consolidaron institucionalmente durante los años noventa), es quizás la novedad más destacable, y los proyectos producidos en estas condiciones son quizás los más productivos, dinámicos y complejos con relación a los modos en que se vinculan con su contexto. En los proyectos en que me

5 Los escarches son prácticas que subrayan públicamente la falta de justicia formal en la Argentina. 6 Colectivo Situaciones, “Sobre el método”, 2002, reimpreso en Pasos para huir del trabajo al hacer, Verlag der Buchhandlung Walter Konig/Interzona, 2003.

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M 777 (Mauricio Corbalán, Gustavo Dieguez, Lucas Gilardi, Daniel Goldaracena y Pio Torroja; colaborador: Santiago Costa) Inundación, 2003. Proyección de escenarios de catástrofes en la Ciudad de Buenos Aires.

M 777 (Mauricio Corbalán, Gustavo Diéguez, Lucas Gilardi y Pio Torroja) Luxury provider, Herramientas de autodiseño.

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Belleza y Felicidad Festival de música en la sede de Belleza y Felicidad, Barrio de Villa Fiorito, Buenos Aires Trastienda de la sede Sala de la Galería

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voy a detener, a esta idea de autonomía se le suma una característica que creo fundamental para asociar las experiencias colectivas actuales con el hedonismo del arte argentino de los noventa. Esta es, la idea de la práctica artística como práctica de goce, de fiesta o de juego. Casos: M777 y Belleza y Felicidad Formado por un grupo de jóvenes arquitectos, M777 surgió en los últimos años como una de las manifestaciones más claras y optimistas de la crisis de la arquitectura argentina. Trabajando tanto por fuera del mercado profesional (es decir, de los estudios de arquitectura que trabajan ofreciendo sus servicios a un cliente) como de la universidad; mitad “cultura de pandilla” y mitad grupo de estudios de alta teoría, M777 opera creando juegos sociales a través de los cuales se discuten problemas urbanos. Constituidos como una formación colectiva que podría describirse, en términos de Simmel, como una combinación de “familia extendida, sociedad secreta y pequeña comunidad” los M777 resumen su filosofía apelando a “la protección del placer en tiempos violentos”. Desde esta situación de exterioridad respecto a las instituciones que organizan la disciplina arquitectónica, los procesos y modos de pensar de este grupo de arquitectos se empezaron a acercar a los procesos y circuitos artísticos, asociándose con artistas individuales o grupos para diferentes proyectos. Hay varios puntos que me interesan en la forma de trabajo de este grupo y que son cruciales para entender eso que los M777 llaman “la protección del placer en tiempos violentos”. Por un lado, a nivel general, es destacable la decisión del grupo de no insertarse en los circuitos institucionales y de legitimación habituales; circuitos que en el caso de la arquitectura argentina, por los modos de trabajo que implican, tienden a generar un círculo vicioso de dependencia económica, modos de trabajo insatisfactorios y frustración creativa. La independencia _una cierta marginalidad inclu_ so es defendida por los integrantes de M777 como una condición de trabajo “no alienado”. Por otro lado, me interesa que la práctica del grupo esté basada en la experimentación con su saber teórico y arquitectónico activado en relación a un contexto de crisis del Estado y la Ciudadanía, pues pareciera que fuese justamente en esos espacios de reclamo y de deseo abiertos por el estallido de la crisis social que se podría activar la posibilidad de reconstruir y proteger el juego social. Para ejemplificar: uno de los trabajos del grupo se denomina Inundación y consiste en un juego de mesa (un “juego de rol”) a través del cual se debaten soluciones

para el problema de las inundaciones en la ciudad de Buenos Aires. Lo que le interesa al grupo a través de este juego es proponer una nueva forma de discusión “sociable y civilizada” y un modelo de negociación política en el que las jerarquías, la idea de expertise y la expresión del “yo” queden suspendidas transitoriamente, y poniendo en funcionamiento la capacidad de cada uno de los participantes de representar y de actuar en relación con reglas en pos de objetivos comunes. El juego Inundación sería en este sentido una puesta en ejercicio lúdica de las capacidades cívicas de los individuos. A partir de este juego M777 creó otro, titulado Luxury provider, que consiste en un sistema de auto-diseño. Este juego fue creado cuando al grupo se le acercó una clienta _una señora separada con dos hijos grandes_ que quería una casa en un country club. La propuesta de M777 fue que la familia participara en un juego a través del cual negociarían entre ellos sus deseos y necesidades, con el objeto de evitar “que la arquitectura decida sobre la situación familiar”. El juego incluyó una etapa de encuestas sobre gustos, estilos y formas de uso, así como el diseño de un sistema de piezas con las cuales cada uno de los integrantes de la familia iba organizando sus propios espacios en el tablero hipotético del juego. Una vez más, Luxury Provider es un sistema de do it yourself que aspira a anular las jerarquías entre el arquitecto experto y el cliente / usuario. La figura del arquitecto como autor queda disuelta y aparece la figura del cliente como arquitecto autodidacto o del arquitecto como aquel que provee metodologías para que el cliente llegue a conclusiones él mismo acerca de cómo quiere vivir. Los M777 dicen: “No nos interesa la casa como objeto en sí mismo. Nos interesan los protocolos para habitar el espacio más que la forma en sí.” El caso de Belleza y Felicidad, un centro de arte organizado por artistas, es más paradigmático y polémico que el de M777 porque es un proyecto que proviene del campo del arte y específicamente de las filas del Centro Rojas. Este centro de arte, que fue originalmente “casa de regalos”, y que hoy funciona como galería de arte, venta de libros y de artículos para pintores, además de ser sala de conciertos de rock, está dirigido por Fernanda Laguna, artista y poeta que expuso individualmente en el Rojas en 1994. Desde un principio, el nombre Belleza y Felicidad pareciera provenir de las apelaciones (tristes) a lo feliz y lo bello que de algún modo encarnaba el Rojas, e incluso han expuesto en Belleza varios de los artistas asociados a la estética de los noventa, como el propio Gumier Maier, que después de años sin exponer, tuvo una exposición individual en la galería.

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Al igual que el Rojas, Belleza y Felicidad promueve y expone estéticas marginales y festivas: arte de proletarios, militantes, de artistas demasiado jóvenes o demasiado viejos para entrar en el circuito establecido; grupos de música popular, eventos de gay y lesbianas, etc. En esta simpatía por lo marginal, pareciera una continuación directa del paradigma de los noventa. Pero las manifestaciones de esta marginalidad parecen haber cambiado radicalmente y el escepticismo político de los noventa pareciera haber sido reemplazado por una suerte de ebullición solidaria: si a principio de los noventa, en el Rojas, lo que aparecía como marginal era la obra hiperdecorativa de una minoría gay, ahora, después de la crisis, en Belleza y Felicidad lo que se volvió más importante es el centro cultural como dispositivo de encuentro e intercambio entre esos mundos ajenos y hasta contrapuestos: en las salas se presenta la obra de Gumier Maier, símbolo del “arte light” y después los dibujos de Kosteki, uno de los manifestantes muertos a manos de la policía en 2002. Por otro lado, prácticamente sin capital, Laguna inició la editorial de poesía Belleza y Felicidad, y después fue partícipe, junto al poeta Washington Cucurto, de la creación de la editorial Eloísa Cartonera. Esta editorial de poesía ha lanzado unos veinte títulos de autores argentinos y latinoamericanos jóvenes y consagrados como César Aira, Leónidas Lamborghini o Sergio Bizzio, produciendo los libros a través de un sistema de intercambio de capital social que consiste en comprar cartón a cartoneros a 1,50 pesos el kilo _en lugar del precio de mercado de 0,30 centavos el kilo_, para hacer las tapas de los libros, que son realizados íntegramente (cortados, pintados, impresos y armados) a cargo de un llamado “dream team cartonero”. Sobre Eloísa Cartonera escribió el peruano Rodrigo Quijano: “Entre los muchos fenómenos que emergieron con la crisis, el interés por el dato social y sus redes de solidaridad y supervivencia popular no sólo marcaron el imaginario artístico, sino que también trazaron la ruta en el desarrollo directo de proyectos cuyo trabajo de recuperación simbólica y reciclaje hizo del intercambio vivencial callejero un argumento estético y una herramienta crítica cultural. Del contacto con el trabajo cotidiano de los cartoneros de Buenos Aires, en estos artistas el perfil de lo popular relegitima una radicalidad asociada al activismo de redes sociales, a la vez que hace propios los contornos y el lenguaje de lo emergente y lo incontenible de una otra Argentina que acaso venía hace rato empujando de abajo”.8 Además, Belleza y Felicidad abrió una “sucursal” en el ba-

rrio pobre de Villa Fiorito, donde dan clases de pinturas, y están abriendo un comedor infantil y organizan conciertos. Enormes diferencias separan al intelectualismo de M777 del ánimo un poco adolescentoide de Belleza y Felicidad. Más precisamente, existen enormes diferencias en los modos que conciben la democratización u horizontalidad de las prácticas estéticas y políticas. Los juegos y protocolos creados por M777 es cierto que todavía funcionan como juegos de elite, pero actualmente están trabajando con la Secretaria de Planeamiento Urbano de la Ciudad de Buenos Aires para poner a jugar Inundación a influyentes economistas, geógrafos, representates de ONGs, del Banco Mundial y de la Municipalidad. Para M777, a través de sus juegos de urbanidad, se trata de romper jerarquías, pensar nuevas metodologías de pensamiento político e inaugurar nuevos espacios para el debate, a través del ejercicio del “placer social”. Por su parte, Belleza y Felicidad trabaja con un modelo más cercano al asistencialismo, basado en la idea de que, como dice Fernanda Laguna, “los pobres no solo quieren comer, también quieren lo que quieren los ricos: ropa, cosas bellas, arte. No hay que pensar en la masa sino en los individuos”. Así, para la feria de galerías de Buenos Aires arteBA, Belleza y Felicidad presentó una caja de cartón firmada por un cartonero, que Laguna había comprado a 1,50 pesos y vendió a 70 pesos, con los cuales el cartonero se compró una campera y un par de zapatillas nuevas. Pero a pesar de estas diferencias, lo que me interesa subrayar es, fundamentalmente, una nueva actitud: con la crisis total del sistema clásico del trabajo y de la representación política que se dio en Argentina, en medio de una situación que podría considerarse una situación de escasez, los integrantes del M777 aluden a un “advenimiento de los recursos al campo de la imaginación”. Es lo que ellos llaman “invención de mundos desde la nada”. Lo importante es que la práctica alegre y a la vez comprometida de estos grupos se opone deliberadamente a la idea de víctima del sistema y a la idea de lo socialmente comprometido como triste. Las ideas de juego, de goce, entonces, son enarboladas por estos grupos como estrategias para contrarrestar la tendencia a la esterilidad y al resentimiento generado por las situaciones de exclusión. A través de los juegos sociales o del asistencialismo lúdico-artístico, estos grupos quiebran entonces el estado de escepticismo de la década del noventa. Y al mismo tiempo quiebran la oposición entre un arte político y un arte del placer.

8 Rodrigo Quijano, “Cumbia Cartonera la Mais Endiablada”. http://www.eloisacartonera.com.ar/eloisa/arteba.html

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UNA ÉTICA OBTENIDA POR SU SUSPENSIÓN

Cuauhtémoc Medina


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Así como la integración comercial trae consigo complejas disputas sobre los estándares legales, comerciales e higiénicos, la circulación global del arte complica los ya de por sí endemoniados dilemas políticos y éticos de la cultura contemporánea. Sabemos cómo el arte de lo que una vez fuera la periferia tiende a adquirir (o, en todo caso, a imitar) los estándares del mercado y la producción del centro, mientras que, a la vez, su llegada trae nuevos criterios estéticos, políticos o históricos al funcionamiento del establishment de la crítica y museos de la metrópoli. No debería sorprendernos el hecho de que las premisas o estatutos acerca de política y ética del arte tiendan a ser cuestionados de forma similar una vez que los participantes de ámbitos artísticos diferentes nos integramos en un mismo circuito cultural. Así, de la misma manera que el triunfo aparente de la ideología de libre mercado oculta nuevas formas de proteccionismo bajo argumentos ecológicos y de derechos humanos, la edad de la cultura global puede atestiguar la erección de nuevas barreras culturales invisibles alrededor de dilemas éticos específicos que, de no advertirse, podrían desempeñarse como medios para interrumpir la redefinición de la política en el arte actual. Porque, en realidad, es irónico el hecho de que las mismas razones éticas que anteriormente permitieron a los artistas del sur el acceso a los circuitos mundiales, son las que ahora algunos de estos artistas ponen en entredicho. En gran parte, este es un asunto debido al regionalismo de las normas de práctica, pero también tiene que ver con los límites del gusto. Mientras que muchas de las batallas legales y políticas en los centros de Europa y

Norteamérica en las décadas del 80 y 90, y particularmente las guerras culturales de esa época en los Estados Unidos, establecieron una suerte de código de la representación cultural y social en el arte que, entre otras cosas, criticaba equivocadamente aquellas prácticas que no respetaban la noción de auto-representación y control cultural de todo otro grupo subalterno, dichos discursos no pasaban de ser académicos (cuando no retóricos) en lugares como América Latina, donde la crítica cultural y social sigue siendo en esencia uno de los privilegios de la élite de clase media, espacio visitado por la emergencia de lo subalterno. Con frecuencia, lo que en el norte se toma por descontado alrededor de temas como feminismo, multiculturalismo y hasta asuntos basados en nociones de “decencia”, no es igual para los practicantes o profesionales culturales que se enfrentan a entornos públicos diferentes y condiciones históricosociales más feroces. Detrás de este tema no se encuentra tanto una cuestión de relativismo sino más bien una historia política diferente, aceptando que es la política la que define qué se acepta y se tolera en el arte. El hecho es que muchas de las recientes formas de arte provenientes de la periferia ya no satisfacen los anhelos utópicos ni buscan la aprobación de las buenas conciencias de sus consumidores liberales del norte y del sur, ni tampoco sugieren la promesa (o amenaza) de una forma más conveniente de práctica política redentora. En estas obras, la conciencia política no viene empacada como producto mesiánico; de hecho, uno de sus rasgos característicos es la marcada invocación política pero sin señales del concepto de compromiso. A cambio, de un

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modo u otro, muchas de estas acciones comparten una visión desoladora de la responsabilidad histórica que les corresponde, así no se limitan a denunciar o criticar situaciones sociales específicas sino que parecen incapaces de tratar temas de injusticia social sin contaminarse de la misma. Dentro de un contexto en el que la simple representación abofetea a la complacencia o a la condescendencia, y dentro de un arte global volcado hacia una estética de lo real, parecen creer que la crítica no puede ser tal si no interpreta también cierto nivel de injusticia. Porque el poder, la injusticia, la violencia y las desigualdades sociales también pueden ser tratadas con toda la franqueza neoconceptual de las estrategias postduchampianas. De este proceso surge, casi orgánicamente, una paradoja. Las prácticas o ejercicios radicales que en el pasado se protegían con su propia marginalidad y aislamiento dentro de fronteras nacionales o circuitos culturales particulares, y que potenciaban ese radicalismo en parte gracias al hecho de que se circunscribían a un medio social específico, y que además tenían la ventaja de tratar con un circuito cultural éticamente insensible, ahora se encuentran expuestas a nuevos tipos de examen global que evalúa su legitimidad en tanto productos culturales. Los métodos de estas prácticas para aproximarse a lo real, y para hacerlo socialmente pertinente y actual, tienden _consciente o inconscientemente_ a entrar en conflicto con las formas habituales de la crítica. Incluso a veces estas prácticas nacen de la intención de convertirse en una ofensa al confrontar al espectador con la angustiante tarea de calcular si la obra de arte es más o menos perturbadora _en términos morales_ que su referente. Porque, de hecho, también asumen que el mundo del arte y quienes participan de este son materia prima de la producción social. 1. Cuando los medios no tienen fines De cualquier modo, una vez que abandona su lugar de origen, lo que es éticamente adecuado en una práctica cultural determinada ya no puede ser barrido bajo la alfombra del relativismo. Sobre todo si el arte al que nos referimos cobró importancia en el ámbito global por sus consideraciones éticas y políticas. El artista (y esto incluye, obviamente, al compañero de ruta crítico y curador) de la periferia ya no pueden ya disipar el cuestionamiento de sus decisiones estéticas y políticas sobre la base de una coartada de contexto, en otras palabras, con el subterfugio de que determinadas condiciones de explotación social, violencia o atraso cul-

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tural, merecían una violencia equivalente de parte del campo cultural. Indistintamente de la importancia que tuvieran en cierto punto, dichas explicaciones (racionalizaciones, si se quiere) se vuelven obsoletas como resultado de esa fuerza masiva de descontextualización (y de recontextualización) a la que llamamos “globalización”. Por decir algo, si el arte de un lugar como la ciudad de México adquiere una cierta reputación global sobre la base del estereotipo de su habilidad para reflejar las condiciones de crisis y anomia que se viven en los márgenes del capitalismo, entonces las condiciones locales dejan ya de proveerle una justificación moral. Pues ese propio “éxito” transforma alquímicamente las categorías de la argumentación: lo que hasta un cierto momento aparecía en nuestros argumentos como el socorrido “contexto”, se convierte desvergonzadamente en el medio de propaganda de un cierto tipo de cultura en el mercado cultural. A manera de ejemplo, a principios del 2002, la curadora e historiadora del arte venezolana Cecilia Fajardo organizó una pequeña serie de conferencias en torno al tema de la ética y el arte global en la feria ARCO de Madrid. Fajardo le planteó a los participantes una serie de temas polémicos relacionados con la ética de la representación social y cultural: cómo se representa o se incorpora al otro en el arte contemporáneo, cuáles son los límites adecuados para la apropiación cultural, cómo prevenir la neutralización de la diferencia a manos del curador o la institución, etc. Sobra decir que todas estas interrogantes provenían del mismo paradigma ético, deconstructivo y postcolonial, derivado en su esencia a partir de la elaboración teórica de Emmanuel Levinas acerca de la “alteridad radical” y su intento de desarrollar una no-relación no-cognitiva, no-hegemónica con el otro; teorización que implícitamente pretendía superar la violencia que Levinas había identificado en toda la política hegeliana del reconocimiento. Es seguro que, en lo que respecta a dicha tradición, una obra como las acciones remuneradas que el artista mexicano-español Santiago Sierra viene montando desde 1998, no tiene otro destino que ser acusada como perversión. Parecería imposible aceptar la manera en que un artista en la desdichada América Latina desarrolla una obra fundada en la aplicación mimética de una diversidad de estructuras de explotación y exclusión. De modo explícito en su presentación del simposio, Cecilia Fajardo sugirió que la obra de Sierra (y las palabras de sus defensores) se justificaban de manera oportunista en términos de sus fines políticos.


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¿Es posible _escribe Cecilia Fajardo_ afirmar que “el fin justifica los medios”? Aquí podemos mencionar a Santiago Sierra (México), en tanto su práctica artística refleja en ocasiones (sic) las mismas relaciones de poder que pretende transgredir. […] Medina describe la obra de Sierra como “el (ab)uso artístico de una condición de abuso”.1

¿Hasta dónde es pertinente esta discusión con respecto a la obra de Sierra? ¿O es que acaso nos encontramos ante la proyección de una “justificación” que quisiera mitigar la incomodidad que sentimos ante la obra de Sierra? Ciertamente, la búsqueda de un cálculo moral es una característica central de los discursos que procederemos a analizar. Como vimos, Cecilia Fajardo asume que las acciones de Sierra traen una suerte de justificación o, para ser exactos, una especie de economía que prometiera la obtención de un “bien” derivado de la inversión en un poco de maldad. Cuando alude a la lógica jesuítica de la obra de Sierra, Fajardo describe su violencia simbólica como una especie de “costo” de un bien moral superior. De hecho, Fajardo llega incluso a sugerir que la relación mimética de Sierra con el poder es meramente ocasional, destinado a jugar sólo “a veces” con el orden moral, y no un rasgo permanente de su práctica artística. Otros críticos son menos elegantes, en particular aquellos que eligen la Internet para dar rienda suelta a su furia contra el artista español. Por ejemplo, en julio del 2003, Jerome du Bois se encargó de darle un “poco de corrección” al “progreso constante y nauseabundo en la carrera de Santiago Sierra” en un artículo iracundo publicado en artnewsonline.com.2 En medio de denuncias personales infundadas que, por ejemplo, presentan al artista como un “pequeño conquistador”, a saber, un “español clase media” que supuestamente “ha vivido por años en México como un pequeño dios de pacotilla” (cuando en realidad en una época vivió en uno de los barrios más pobres de México D.F. y trabajó lavando platos), du Bois acusa a Sierra de ser apenas el resultado de una combinación de codicia, desprecio y sadismo. Ya que más allá de la repugnancia que le generan las acciones del artista, para du Bois el gran pecado de Sierra es su incapacidad para convertir sus ganancias en una causa filantrópica:

Santiago Sierra Persona diciendo una frase New Street, Birmingham, UK., febrero 2002 Foto Cortesía Galerie Peter Klichmann, Zurich

Dijo, “sé que solamente hago arte y el capitalismo es muy grande para cambiarlo”. Y dice odiar el capitalismo (¿cómo el de Cuba y México?) porque “está matando personas en todo el planeta”.

1 Arco noticias, No. 25, otoño 2002, p. 27. 2 Jerome du Bois, “Santiago Sierra: the little conquistador”, en http://www.artnewsonline.com/currentarticle.cfm?type=feature&art_id=1335

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Santiago Sierra 11 personas remuneradas para aprender una frase Casa de la Cultura de Zinacantán, México, marzo 2001 Foto Cortesía Galerie Peter Klichmann, Zurich

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Muy bien. El arte que hace Sierra termina convirtiéndose en docu-mentos cuyo precio unitario es de, digamos, US$8.000. Por esacantidad de dinero, más el costo de envío y entrega, Santiago Sierra podría enviar dos generadores multiusos _Cuisinarts gigantes improvisados_ a Malí y así liberar a cientos de personas, principalmente mujeres, de trabajos físicos literalmente demoledores, liberarlos también de la pobreza y la ignorancia _simplemente a causa de tiempo perdido.3

De la misma manera, en el 2001, en un texto virulento publicado también en la Internet, Franklin Einspruch, “director del Miami Art Exchange.com”, invitaba al público a ir al PS1 en Nueva York y destruir los mo-nitores de televisión que transmitían la obra de Sierra. Esta invitación al vandalismo venía acompañada de un razonamiento moral pasmoso: La pena de muerte _escribe Einspruch_ se ha definido como el asesinato de personas para demostrar que el asesinato de personas está mal. La obra de Sierra es similar en cuanto le paga a personas para que realicen acciones inútiles y así demostrar que está mal pagarle a las personas para que realicen acciones inútiles. Ambos son fallas lógicas, pero la pena de muerte es un intento de solución social, mientras que la obra de Sierra, en el mejor de los casos, apenas puede sumarse al problema contra el que se manifiesta. De modo que es más fácil justificar la pena de muerte que el arte de Sierra.4

En los diferentes ámbitos, institucional y contracultural, se pide lo mismo: que la obra de Sierra se pueda fundar en justificaciones morales o políticas. Se exige, por lo tanto, una lógica de el-fin-justifica-los-medios que le confiera un propósito a la serie de acciones cuyo elemento común es la representación estética de diferentes formas de injusticia. Lo curioso de esas formulaciones tan dispares es la suposición de que una justificación moral o política tendría que ser parte lógica de la estructura de la obra de Sierra. Funcionalidad acerca de la que no se provee evidencia, y que por consiguiente genera la sospecha de que las acciones de Sierra son en realidad un juego sádico con la muerte. Lo que en ninguno de esos discursos se plantea siquiera es la posibilidad de que esta obra no gane nada, ni estética ni políticamente, al ser percibida como habitada de una justificación. Pero, ¿será que las acciones de Sierra invocan una justificación como esa? ¿Acaso ganan algo al ser percibidas como acciones habitadas por una economía moral? ¿Acaso

sería mejor discutirlas prescindiendo de la suposición de la estructura de un fin social? 2. Palabras remuneradas Debido a la manera en que transgrede decididamente las normas asumidas de la representación social, y el decoro de las discusiones multiculturales, una obra particular de Santiago Sierra resume, en mi opinión, las dificultades éticas de su práctica. Plantea, de hecho, un reto muy directo a la ética de la distancia y la no-interferencia con respecto al “otro” cultural y social. En marzo del 2001, Santiago Sierra fue a Zinacantán, un pueblo ubicado en el estado de Chiapas, México, para producir una obra. La elección de locación no pudo estar más cargada: Zinacantán es un pueblo maya tzotzil situado en la misma región, las tierras altas de Chiapas, en la que el 1° de enero de 1994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se levantó en armas contra el gobierno mexicano y el proceso de integración del capitalismo globalizador. Como bien se conoce, el levantamiento zapatista se convirtió en sinónimo de los cambios y desafíos de la política radical en los 90. Para empezar, los zapatistas representan el cambio de la anticuada estrategia guevarista latinoamericana, que predicaba la búsqueda de la revolución socialista por medio de focos de revoluciones campesinas desde la periferia, hacia una política de resistencia indígena contemporánea en contra tanto del carácter excluyente del Estado Nación como del proceso explotador y “occidentalizante” de la globalización capitalista. Desde 1994 en adelante, Chiapas será el sinónimo de los niveles extremos de pobreza y exclusión que el capitalismo colonial genera entre las comunidades indígenas del mundo, y a la vez de la esperanza que surge de formas nuevas de movilización social que, a contrapelo de las suposiciones del “fin de la historia”, enfrentarían la hegemonía de la ideología de las democracias de mercado neoliberales. Santiago Sierra no fue a Chiapas como un “turista revolucionario”, como sarcásticamente llama la contrainsurgencia mexicana a los muchos intelectuales, activistas y visitantes que han viajado a la ciudad de San Cristóbal de las Casas y vecindades en la última década para involucrarse (o ser testigos) en la lucha de los mayas contra el capitalismo tardío. De hecho, el trabajo que realizó entre los indígenas de Chiapas es bastante claro en cuanto a no incluir ni un rastro de militancia

3 Ibid. 4 Franklin Einspruch: “Pushing over four Monitors: a proposal for PS1”, en: http://www.miamiartexchange.com/pages/2001/02/05_einspruch.html No deja de

ser gracioso que, durante una conversación pública sostenida en el CCS en el Bard College en enero del 2002, el crítico David Levi Strauss expresó un argumento pertinente cuando sugirió que las obras basadas en la trasgresión y la provocación _como la de Sierra_ corrían el riesgo de todo trabajo cuya base sea la provocación, que es la de sugerir en cierto punto la posibilidad de cometer un asesinato.

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política determinada, y es político precisamente porque se niega a hacer la más mínima alusión a cualquier forma de redención. Todo lo contrario: Sierra llevó una videocámara para filmar una acción que no sólo describe sino que pone en escena el bien conocido proceso de imposición del lenguaje dominador; no obstante, esta vez mediado (o hasta podríamos atrevernos a decir mitigado) por el intercambio monetario. En colaboración con el centro cultural local, la denominada “Casa de la cultura” de Zinacantán, Sierra contrató a once mujeres indígenas tzotzil-zinacantán que se sentaron en el patio de dicha casa vistiendo su indumentaria tradicional. Se les pagó 20 pesos, alrededor de dos dólares norteamericanos, para que aprendieran a pronunciar una frase en español frente a la cámara. Ciertamente, para mujeres con frecuencia sometidas a las peores formas de explotación esto debió parecer dinero fácil. Sólo tenían que escuchar al instructor y luego pronunciar una frase auto-referencial que escondía una traición: “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro”. Comparada con otras acciones de Santiago Sierra, la de Zinacantán es única en términos iconográficos y temáticos. Sin duda, carece del valor de impacto espectacular de la serie polémica en la que le pagó a desempleados en Cuba y México, o a prostitutas heroinómanas en España, para tatuarles la espalda con una delgada línea indeleble y minimalista. A la vez, ésta se encuentra entre las pocas obras de Sierra en las que la representación de algunas de las condiciones del contexto social de sus temas se muestra a los espectadores. Vestidas con sus coloridos trajes tradicionales tejidos a mano, que desde la Colonia identifican a las mujeres de los diferentes pueblos y etnias en las tierras altas mayas, el aspecto de estas mujeres y de la miseria del centro de cultura local se muestra a los espectadores como para comunicar detalles específicos de las condiciones de marginalidad y pobreza de Zinacantán. Lejos de explorar un conjunto de operaciones que respetaran la diferencia cultural, Sierra pone en escena el instante mismo de sometimiento social inherente a las relaciones salariales que elimina toda distancia con los indígenas. Se puede argumentar que con 11 Personas remuneradas para aprender una frase (2001), Sierra lleva un paso más allá su vocabulario visual conceptual-minimalista y, voluntaria o involuntariamente, hace referencia a una tradición muy diferente: la de la fotografía mexicana documental (o peor aún, “indigenista”). Claramente alejado del enfoque social abierto de gran parte de la obra de Sierra, herencia del discurso universalista de la tradición marxista, anar-

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quista y socialista _Sierra parte de la suposición de que sus acciones hablan de los excluidos y desposeídos en general por medio de una muestra de individuos subalternos_ aquí la identidad codificada de sus mujeres sentadas/intérpretes anula la alusión sociológica misma. La especificidad étnica y la cultural no es sólo el “móvil” de la obra: es en realidad su materia y su condición real de posibilidad. Lo que hace que esta y otras obras de Sierra sean tan convulsivas es que, de forma deliberada, el artista activa un mecanismo que sugiere la anulación de la autonomía de sus intérpretes. De hecho, Sierra los coloca en una posición de falta de control radical, como destinatarios de un sistema social completamente alienado de su soberanía. La auto-referencialidad de la frase que se le enseña a las mujeres tzotzil es traicionera porque deja a los participantes completamente perplejos con respecto a su significado. Ahora, esto implica una, si se quiere, transgresión metodológica “menor”. Si la oración “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro” aparentemente explica la acción que vemos precisamente mientras ocurre, como si cumpliera con las estructuras clásicas de transparencia del arte conceptual, e incluso sus antecedentes como La caja con el ruido que ella produce (1961) de Robert Morris. Esta literalidad se transforma en el trabajo de Sierra en una expresión de opacidad, ya que esta vez la enunciación está a cargo de once mujeres indígenas escogidas precisamente por su ignorancia del idioma que se les requiere utilizar. Para decirlo de otro modo, una articulación “performativa” clásica, del tipo que Austin señaló para el pensamiento moderno, queda empañada por la diferencia, pues el “yo” de la oración pronunciada es anulado por la barrera lingüística. Indudablemente, la estructura que Sierra pone en escena no es una situación imaginaria, sino sinécdoque de la estructura colonial existente. Desde el mismo momento en que los exploradores españoles y portugueses exigían en latín a los pobladores de “las Indias” someterse al catolicismo, ser indígena en América se define por la coerción para participar de los contratos sociales y culturales planteados en la lengua del colonizador. No obstante, si la acción de Sierra implica la tautología de una paradoja lingüística, la forma en que maneja el tema de la relación entre la imposición cultural y la modernización también es artificiosa. Este límite lingüístico se traduce en la obra como género. El hecho de que las intérpretes fueran mujeres se debe sencillamente a que la probabilidad de que fueran monolingües era mayor, ya


UNA ÉTICA OBTENIDA

que no participan del mercado de la mano de obra ni del comercio. Su problema no era sólo la explotación laboral, sino algo peor, explotación laboral fuera del mismo mercado laboral. Una marginalización social y económica doble, como lo afirmó Santiago Sierra el año pasado en una entrevista con la curadora Rosa Martínez: En general, suelo centrarme en las personas que están abajo, pues las situaciones laborales extremas explican muy bien todas las demás. Desde ese punto de vista, la mujer suele estar abajo y por eso aparece tanto en mi trabajo. Cuando pagué dos dólares a unas indias tzotziles por decir una frase, lo que yo buscaba eran indios tzotziles, sin importarme el sexo, pero que no supieran una palabra de español. Los hombres son los que salen al exterior, a vender sus productos o a lo que sea, así que suelen hablar algo de español para manejarse, y ellas se quedan en la tierra o en casa, currando sin saber una palabra de la lengua externa. Por eso lo hice con ellas. Yo quería hablar precisamente de eso, de cómo funciona la dominación idiomática. Si allí no hablas español, no puedes salir de tu casa ni cambiar tu papel en la sociedad.5

De manera diferente a la mayoría de sus acciones remuneradas, en las que Sierra emplea el poder de coacción del salario para involucrar a personas desempleadas o empobrecidas por la economía de mercado, aún cuando suceda en la Cuba pseudo-socialista, en esta obra Sierra intentaba ofrecer a once mujeres indígenas la inusual oportunidad de participar de la economía de mercado, subrayando de esta manera su miseria. Ciertamente, la pretensión de Sierra podría ser un tanto excesiva: estas mujeres, marginadas de los flujos principales del intercambio, no están del todo excluidas de la economía monetaria. Pero ciertamente su participación deriva también de su exclusión. Es probable que ellas aceptaran el pago como si pidieran limosna a los turistas que les toman fotos, vendiendo su imagen “por nada” para ser forzadas a interpretar un papel en el sistema simbólico de los espectadores. En este caso, esa proyección resulta peor aun, pues sus imágenes pasan a tener un rol en la red del arte contemporáneo de Occidente, donde esta obra circula en el mercado “ético” del arte, como producto de una periferia oportunamente llamada “casa de la cultura”. Espero que quede claro que no hay coartada para la operación de la obra: no hay ni meta, ni función, ni tarea ulterior que le otorgue significación a la operación; no hay ni una sola alusión a ninguna meta política estratégica que salvaguarde un trabajo que consiste eminentemente

en mostrar una relación de poder modificada. De hecho, pareciera que la condición más importante para que una pieza como esta sea posible es que carezca de justificación moral, política o cultural. En realidad, la obra en sí misma es una aplicación de una serie de condiciones sociales que funcionan porque no hay un filtro moral para el proceso. Estaría bien definir este tipo de obra como una que ofrece la experiencia de suspensión de la moral, pero que a su vez activa un proceso de interrogación ética. 3. Los sospechosos de siempre A pesar del rol central que tiene en el debate de la ética de la obra de arte contemporánea, la obra de Sierra no es la única que funciona a partir de una relativa suspensión de la ética. Pertenece a un conjunto de proyectos artísticos, con frecuencia ubicados entre artistas latinoamericanos que, aunque con diferencias, comparten el mismo principio de indiferencia moral activa, al punto de que uno de sus principales resultados sea ofrecer una experiencia del derrumbe de una norma aparentemente aceptada. De forma similar a la obra de Sierra, estos otros trabajos ponen en su lugar relaciones sociales y humanas desiguales. Aunque su relación con el contexto social no sea necesariamente el resultado de una búsqueda basada en el mimetismo de condiciones sociales, sí comparten la suposición de que la crítica contemporánea debería alcanzarse a través de cierto nivel de amoralidad. Un examen rápido de tres de estas prácticas cínicas/críticas sugiere que conciben su compromiso como la prueba de una relación o contacto excesivo, ya sea del artista con otros individuos, o entre el público y los “otros”: Desde hace ya varios años, el artista venezolano Javier Téllez interviene instituciones psiquiátricas, en una América Latina periférica, para producir una serie de proyectos que en general incluyen acciones provocativas en las que participan los internos. A menudo Téllez decide trabajar con instituciones terriblemente pobres que añaden pobreza al problema psicológico de los pacientes, y con frecuencia, su procedimiento es provocar una experiencia anti-psiquiátrica colectiva. Por ejemplo, en el año 2002 colaboró con la Sala Mendoza para montar una intervención carnavalesca en un hospital psiquiátrico de Caracas: Usted está aquí (2002). Inspirado en las pelotas blandas multicolores que la gente compra como juguetes para sus gatos, creó una pelota de casi dos metros de diámetro y la metió dentro de la institución. Naturalmente, el evento causó gran con-

5 Rosa Martínez, “Entrevista a Santiago Sierra”, en Santiago Sierra. Pabellón de España. 50a Bienal de Venecia, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores,

2003, p. 197.

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Javier Téllez You Are Here, 2002 Video-instalación Mendoza, Caracas. Dimensiones del salón: 6 x 6 m Daros Collection, Switzerland.

Foto Cuauhtémoc Medina

Carlos Amorales Flames maquiladora, 2002 Foto de la instalación en la South London Gallery

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moción entre los internos, quienes corrieron tras la enorme pelota por los corredores y jardines del hospital, en un momento inusitado de éxtasis social. La acción/ceremonia, que Téllez percibe también como una especie de terapia, llegó al clímax cuando una mujer tuvo un acting out con el objeto: se desvistió ante la pelota gigante y le pegaba mientras la llamaba “papá”. En el 2002, con la pieza Flames maquiladora, Carlos Amorales instaló un taller en diversas salas de exhibición en Europa destinadas a producir botines de cuero para luchadores. Partiendo de un argumento crítico sobre la explotación de las fábricas de calzado deportivo en el mundo, Amorales proveía a la audiencia materiales y herramientas para que le ayudaran a fabricar el producto. Bajo el eslogan “trabajen para divertirse, trabajen para mí”, Amorales colocó al público de arte en relación metafórica con el trabajo barato, poniéndolo a trabajar en una mercancía que tenía el fin explícito de producirle ganancias al artista. A pesar del tono festivo de la obra, ésta tenía elementos comunes con la obra de Sierra en el sentido de convertir el espacio de exhibición en el territorio de indiferencia hacia el genérico. Por último, hay que mencionar la manera en que la obra reciente de Teresa Margolles pasó de las operaciones góticas de la estética de la muerte del grupo SEMEFO de principios de los 90, a acciones cada vez más evanescentes o abstractas que, sin embargo, se formulan para exponer al público a un contacto excesivo con sustancias que han estado en contacto con cadáveres. Muchas de estas obras han involucrado la invasión juguetona del espacio y hasta del cuerpo del espectador con agua o vapor que previamente ha sido utilizada para lavar cuerpos en el servicio forense de la ciudad de México, o incluso el uso de grasa humana como medio de intervención artística. Frecuentemente, Margolles crea trampas conceptuales que, bajo la apariencia de generar ambientaciones artísticas, amenazan al espectador con el fantasma de la contaminación corporal. Por ejemplo, en el año 2003 al final de un festival de performance en el centro X-Teresa de la ciudad de México, Margolles expuso al público a una lluvia de burbujas de jabón hechas con agua utilizada para lavar los cuerpos de personas asesinadas. Este rocío de burbujas (En el aire, 2003), como es característico en muchas de las obras de Margolles, involucraba tanto a miembros del mundo artístico de México perfectamente conscientes del origen de las sustancias que ella utiliza, con un público más inocente que sólo se entera de qué ha debido enfrentar hasta después de verse expuesto a ellos.


UNA ÉTICA OBTENIDA

Teresa Margolles Grumo sobre la piel, 2001 Documentación de una acción en Barcelona Foto Cortesía Galerie Peter Klichmann, Zurich

Sin duda, todos estos trabajos se caracterizan por la transgresión de límites éticos determinados, al someter a artistas, público y grupos específicos a una sobreexposición riesgosa y al contacto excesivo. Todos, sin embargo, sugieren que dichas violaciones son indispensables, porque de otro modo sería imposible la comunicación o la reflexión. Si bien ninguna de estas obras pretende la corrección o neutralidad política, todas insinúan de alguna manera que los dilemas producidos por la modalidad de la relación que presentan, con todo y su agresividad, son necesarios o, si se quiere, mejores que el silencio cómodo que resulta precisamente de su evasión. Pero a la vez, ninguna de estas estrategias artísticas espera establecerse sobre una idea de justicia. Todo lo contrario, es más o menos explícito que todas ellas involucran un cierto comercio con lo in-ético. No obstante, también parece que esta clase de acciones contiene ciertos límites auto-impuestos, propios de la condición estética. Como obras de arte, estas acciones poseen fronteras internas específicas y/o momentos de neutralización. Aunque ubicadas en un límite ético provisional, redefinen este mismo límite sin la intención de negarlo. Para comprender el drama interno de tal negociación artística, vale la pena repasar la única vez que Teresa Margolles utilizó un cuerpo humano vivo como el lugar para su obra. Para Grumos en la piel (2001), Margolles convenció a un hombre en Barcelona a untarse grasa humana en el cuerpo. Si bien el hombre en cuestión está en plena conciencia de sus actos, Margolles sintió que esta obra sugería un camino que ella prefería no explorar. Como lo dijo la propia artista, era como si hubiera sumado su miseria a la miseria del intérprete. De hecho, como ella, una artista que convirtió el manejo de los restos humanos en su especialidad, admitió una vez: “con los vivos es peor.” 4. Una ética interrumpida

Teresa Margolles En el aire, 2003 Documentación de una acción en la ciudad de México

De formas más o menos refinadas, y motivados en gran medida por razones políticas, todas estas acciones, muchas de ellas creadas por artistas que transitan entre la periferia y el centro, tienden a sugerir que la estructura moral del arte contemporáneo ha dejado de ser estable. La moral de respeto y no-intervención (ilustrada ya por la cultura de masas en la leyenda al final de la película Monsters Inc.: NINGÚN MONSTRUO FUE MALTRATADO EN LA FILMACIÓN DE ESTA PELÍCULA6) atraviesa una crisis. A la vez, nuevas formas de pensamiento moral y político, como la ética de fidelidad y compromiso de Alain Badiou someten a la ética cuasi

6 “NO MONSTERS WERE HARMED IN THE MAKING OF THIS MOTION PICTURE.”) Monsters Inc. (EE.UU., 2001) Dirigida por Peter Docter y David Silverman. Producida por Disney-Pixar. 92 minutos. 7 Alan Badiou, Ethics. An Essay on the Understanding of Evil, Traducción e introducción de Peter Hallward, London-Nueva York, Verso, 2001, p. 22. 8 Ibid. p. 2-3.

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religiosa levinasiana de otredad absoluta a una crítica sistemática,7 a tal punto que la acusan de discurso vago que sólo lleva a la negación del pensamiento.8 Tengo claro que este tipo de casos no puede definir su esfera ética por adelantado: se trata de medios artísticos que no pueden pensar o proponer nada más que en el momento de la práctica. Al renunciar a la pureza, pero sin buscar un culto vanguardista por el mal, asumen que la ética no puede ser explorada si no es por medio de cierta suspensión de los estándares morales aceptados, en especial los estándares culturales. Si se me permite plantearlo de este modo, derogan la ley para que se cuestione la posición comprometida e insostenible de la ética en el mundo contemporáneo. En el caso de Santiago Sierra, es obvio que la fuerza motora de su obra es la necesidad de mantenerse fiel a la idea moderna de libertad, que implica el recuerdo de liberación. La negatividad brutal y no amortiguada de sus obras y acciones traza el negativo de todo un catálogo de aspiraciones modernas no solamente perdidas, si no también prácticamente borradas de la memoria: la libertad de tránsito sin la interferencia del Estado, la búsqueda de la liberación de la coacción económica, y aún la libertad de la propia creación y construcción cultural. La obra de Sierra obtiene su energía a partir de describir la libertad moderna en negativo. Un diseño que, a veces, adopta la apariencia de una monstruosidad total: la visión de una obra de arte “orgánica” que refleje fielmente los valores de la época. Si Stendhal inauguró la modernidad al describir la obra de arte como “una promesa de felicidad”, Santiago Sierra se ha ocupado de mostrarla como la infelicidad alcanzada. Sin embargo, es probable que el elemento más impactante de la obra de Sierra sea que no hay nada de anormal en él, salvo el hecho de que ha desintegrado la aureola de pureza moral humanista que se asociaba al quehacer artístico. De hecho, y como él mismo insiste, el límite de sus acciones es el límite que impone la ley. Sierra afirma categóricamente que él nunca infringe ninguna norma. Todo lo contrario, son el resultado de la aplicación fiel de las normas de la sociedad:

9 Santiago Sierra. Pabellón de España. 50a Bienal de Venecia. p. 189.

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No infrinjo ninguna norma. Ninguna norma natural, no vuelo y no respiro bajo el agua, como ningún ser humano, ya que mis límites son los del sistema capitalista. El complejo de culpabilidad es nuestra manera de comunicarnos con las reglas que habitan nuestra cabeza _es cuando nos exigen que las cumplamos. Es una forma interna de castigo. La ley se relaciona con nosotros a través de la imposición de castigo o de trabajo, que viene a ser lo mismo, y todo eso que está entre la regla o norma y nosotros. La ley está ahí para que la cumplamos y se cumple sin que haya posibilidad de quebrantarla.9

En el proceso de someter a prueba el significado de la heteronimia, Sierra demuestra que la cultura y el arte no son, ni mucho menos, un santuario ético o político: por el contrario, cada una de sus obras aumentan de algún modo nuestra conciencia acerca de cuán profundo puede hundirse el sistema cultural. Porque, más allá de graficar la pasividad de sus intérpretes/empleados, Sierra también ha demostrado la enajenación perfecta del espectador. Cada uno de sus trabajos es, en realidad, una evidencia de la desidia de la cultura. Ninguna obra describe esto tan bien como la acción realizada en Birmingham en febrero del 2002, Persona diciendo una frase, cuando Sierra pagó cinco libras a un mendigo para que pronunciara una frase que no dejaba duda de la sublime inequidad de los intercambios entre los que funcionan estas obras sin ética: “Mi participación en este proyecto puede generar beneficios de 70 mil dólares. Yo estoy cobrando 5 libras”. Paradójicamente, es en este proceso doloroso de auto-concientización donde (quizás) se ubica el momento éticamente positivo de la obra de Sierra. Sus obras tienen la peculiaridad de, al menos, sugerir que el espectador todavía cuenta con sensibilidad. Dadas las premisas de las acciones de Sierra, esta conciencia _que haya sensibilidad en nuestra pasividad_ es una forma de optimismo.


SITUACIONES

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14 ENTRADAS PARA EL ARTE BRASILEÑO CONTEMPORÁNEO

Ivo Mesquita


SITUACIONES

La secuencia de reproducciones siguiente es una selección realizada a partir de un conjunto de 240 imágenes que fueron presentadas como un slide show en TEOR/éTica en octubre del 2004. El objetivo de esa presentación fue de ofrecer al público costarricense un repertorio de producciones en diversas áreas de la cultura visual (artes plásticas, cine, fotografía, arquitectura, diseño, teatro y danza), que constituyen referencias importantes en la formación de una visualidad contemporánea en el Brasil, y que informan, entre otras tantas, sobre las prácticas artísticas del país hoy. No se trataba de trazar una perspectiva histórica sistematizada _las imágenes cubrían un período entre 1955 y 1980_ sino de revelar una sensibilidad específica brasileña y mapear ciertas cuestiones, temas y procedimientos constantes,

que posibilitan una aproximación y entendimiento de esa materia. Las “entradas” son una especie de sumario de los temas abordados en aquella oportunidad, sin la intención de definir categorías, modelos o referencias finales y totalizantes. Como en un proceso de curaduría, los escogimientos fueron hechos también a partir del gusto personal y de la subjetividad del autor, y se basan sobre un amplio espectro de posibilidades, donde se mezclan historia, imaginario, experiencias vividas y humor, además de considerar las expectativas de conocimiento, en este caso, del lector.

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Ivo Mesquita

AEROPUERTOS

Rio de Janeiro, Parque do Flamengo Foto: Marcel Gautherot (1910-1996) Colecci처n Instituto Moreira Salles, Rio de Janeiro

S찾o Paulo, Centro Foto: Cristiano Mascaro (1944) Colecci처n del artista, S찾o Paulo

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14 ENTRADAS

ANTROPOFAGIA

El rey de la Vela (1937), de Oswald de Andrade (189-1954) Encenação: José Celso Martinez Corrêa Grupo Oficina, São Paulo, 1967

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Ivo Mesquita

ARQUITECTURA

Brasilia, Congreso Nacional, 1957-59 Arquitecto: Oscar Niemayer (1909) Foto: Marcel Gautherot (1910-1996) Colecciรณn Instituto Moreira Salles, Rio de Janeiro

ARTE CONCRETO

Waldemar Cordeiro (1925-1973) Idea Visible, 1956 Tinta y massa sobre madera 100 x 100 cm Colecciรณn Adolfo Leirner, Sรฃo Paulo

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14 ENTRADAS

ARTE NEO-CONCRETO

Lygia Clark (1920-1988) Mรกquina animal (Bicho), 1962 Aluminio 55 x 65 cm Colecciรณn Adolfo Leirner, Sรฃo Paulo

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Ivo Mesquita

BIENAL DE SÃO PAULO

Guernica, de Pablo Picasso en la II Bienal de São Paulo con el grupo de monitores, en 1953. Foto: Archivo Wanda Svevo/Fundación Bienal de São Paulo

CARNAVAL

Lygia Pape (1929-2004) El Divisor, 1968 Tejido

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14 ENTRADAS

CUERPO

Antonio Manuel (1947) El cuerpo es la obra, 1970 Performance Museo de Arte Moderno, Rio de Janeiro

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Ivo Mesquita

DROGAS

Mira Schendel (1919-1988) Droguitas, c. 1966 Papel maché japonés 40 x 20 x 20 cm Colección Ada Schendel Bento, São Paulo

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14 ENTRADAS

ECONOMÍA

Cildo Meireles (1948) Inserciones en circuitos ideológicos, Proyecto Cédula, 1973 Sello sobre dinero

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Ivo Mesquita

HUMOR

Nelson Leirner (1932) Homenaje a Fontana II, 1967 Tejido y zipper 180 x 125 cm Colecciรณn Pinacoteca del Estado, Sรฃo Paulo

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14 ENTRADAS

LITERATURA

Mira Schendel (1919-1988) Objeto gráfico, 1967 Grafito y letraset sobre papel de arroz 100 x 100 cm Colección Luís Diederichsen Villares, São Paulo

POPULAR/ERUDITO

Gilvan Samico (1928) La lucha de los años, 1968 Xilografía 75 x 45 cm

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Ivo Mesquita

PLAYA

Helio Oiticica (1937-1980) The Eden plan: exercise for creleisure and circulation, 1969 Guache e hidrogrรกfica sobre papel Colecciรณn Proyecto Helio Oiticica, Rio de Janeiro

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SITUACIONES

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Translations

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LATIN AMERICAN ARTISTIC SITUATIONS I This book initiates another stage in the editorial project of TEOR/éTica. As a compilation of nine lectures given in 2004 on diverse aspects of the visual production of Latin America, it is the first volume of a new collection of theoretical publications which will be published during three years through the generous support of the Getty Foundation, Los Angeles, California. This responds to the will of expanding our editorial field from the catalogues published since 1999 towards research issues and compilations. Up to 2005, with our own funding and through the support of several funds and international organisations, it has been possible to maintain Publicaciones TEOR/éTica: a collection still in process, of catalogues, brochures and some DVD´s, that have documented both the exhibitions in our venue or in the local public space, as well as some of the national or regional participations in international biennales. To this we will add between 2005 and 2007, a series of monographic fascicules on contemporary central American artists. In fact, one of the main objectives TEOR/éTica has put forth, has been the study and dissemination of the artistic practices of the Central American region, a region with permeable limits, which overflows towards the Caribbean, the North and even to Europe. Exhibitions, curatorial projects, international participations, but most of all critical thought generation and documentation, are part of the necessary strategies to fulfil this objective. The document, the reference, the critical essay, the image, printed or digitally accessible, that will allow consultation and research, are all essential in this process, but also the following step: the distribution and circulation of information. Until recently, material on art production in Central America was very limited, particularly in relation to the recent practices, and the existing one practically did not circulate outside the context of its production–universities, the academy, local galleries and studios–and thus was not readily accessible. In this sense, an editorial project has been planned that will be funded mostly through the generous support of the Getty Foundation, and that will include compilations like the present one, but also studies on certain Central American historical figures and contemporary artists who have not had much exposure, academic research projects on specific topics and analysis of the last twenty years in the regional artistic practice. TEOR/éTica seeks to create bridges and links from the isthmus with the rest of the world, but particularly with Latin America, through the visit of scholars and art professionals from the area, but also through the exchange of publications and other material with like-institutions. The unending discussions that have taken place for years in relation to the “identity” of art produced in Latin America, to the pro and con of the totalising category of “latin-american art” , always end up in the evidence of our mutual ignorance of the “being” of our neighbour, with which, of course, his “doing” is also unknown to us. The understanding of each other, when speaking about Latin American art, or about the particularities of given practices and articulating discourses is only possible if we know each other and if this knowledge is established in a direct way, instead of being the side product of encounters that take place in the centers as intermediaries. So it is necessary to create these meeting points within a South that not only restates itself but also its relations with the North, as the South or the North, the centre or the periphery are no longer absolute notions, and their mutual implications and intertwining are evident. Gerardo Mosquera had already stat-

ed this situation in terms of a necessary south-south dialogue, so we are not inventing anything. We are only recharging the ink in our pen as it is necessary to remember and refresh intentions constantly. And meeting stimulates dialogue, and knowledge is a result of dialogue. So since 1999, and seeking to stimulate internal critical thought and offer conditions for the articulation of discourses that, however disperse, were emerging in Central America, a series of lectures, workshops or bi-monthly informal gatherings have taken place, around various current issues or about exhibitions of artists from the region or elsewhere. The initial intention was directed towards the production of Central America, as it was the closest but at the same time, the farthest, and to its relations with the rest of the world. However, this expanded spontaneously towards other themes and regions, in a spirit of openness to the knowledge of the other, which is the only key to its understanding. TEOR/éTica also organised a regional symposium in 2000, and published the volume Temas Centrales, with the memoir of the meeting. Through the years, several art critics, scholars and curators have been invited to give lectures or to research in the archive, and we have always included a workshop or an encounter with the artists that have shown in the space, as a means of facilitating links with the local artistic community. Some time after these activities, it became evident that there was a lack of information about certain referential figures or movements of Latin America on the part of local artists, students and art lovers, as well as about the critical structures that has long left the literary-oriented analysis and has incorporated philosophy, psychoanalysis, post-colonial theory and other disciplines. This situation was one of the reasons in organising this first cycle of lectures, under the title Latin American Artistic Situations I and which, from March to November 2004, presented nine curators, scholars or critics from Latin America. These presentations were articulated in several ways around the art of our America, either to allow for a better access to these referential figures or movements, to present lesser known aspects of the artistic development of a country or a region, or to approach more general issues from the specific Latin American examples. Each participant presented freely a topic that interested them particularly, or that they were developing in a parallel way, so as to take advantage of what passion and interest can convey to a public. I would like to thank Desiderio, Ticio, Juan Antonio, Maricarmen, Gabriel, Inés, Cuauhtémoc, María Elena and Ivo for accepting our invitation, for their enthusiasm and for their valuable contributions to this cycle and this publication. I would like to reiterate TEOR/éTica´s gratitude to the Getty Foundation, as well as to the institutions and persons that made possible the organization of this cycle and this publication. Virginia Pérez-Ratton Junio 2005

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TROUBLED AURAS* By Ticio Escobar Introduction Although currently keeping a low profile, certain concepts–such as “art”, “emancipation”, “aura” or “identity”–have survived continuous death certificates and are still upsetting or animating a brand new stage. Keeping its gaze on Latin American Art–yet not confined to it, this essay assumes cultural criticism’s current need to review some of those persistent ideas. With that objective, it aims at analyzing some specific challenges presented by them and the counter-arguing possibilities confronting an apathetic reality. This text departs from three intertwined paradoxes and concludes with the old issue of the aura, approached as an illustrating case of a reticent concept that deserves to be reconsidered. Three Paradoxes The first paradox affects the existence of modern art, troubled by a deep conflict: it privileges the language autonomy as much as it shows itself responsible for universal emancipation. This contradiction between form (separated from history) and the contents (committed to it) has simultaneously generated fertile tensions and led to dead-ends. Selfreference, the emblem of aesthetic modernity, forces art to turn on itself and endeavour to the workings of its own signs, while the redemptive illustrated promise forces it to be disjointed, to work on reality, to act on it and change it. The tension between the sovereignty of language–which generates the distance from the aura–and the urgencies of history–accelerated in search of the great illustrated utopia–constitutes a fundamental springboard for modern dynamism, but it also acts as constant motive of guilt and restlessness. On the one hand, this opposition becomes a permanent obstacle for a way of thinking that admits no incoherencies and intends to explain and solve everything. On the other hand, it becomes a source of powerful concepts, which, though opposing one another, constitute the nucleus of modern endeavours. This text employs as a contradictory characteristic of modern art the one which opposes the idea of aura,1 expressing the separation and the autonomy of the aesthetic form, to the concept of utopia, which preserves the emancipating, avant-garde challenge. The second paradox (or the second set of paradoxes) involves the contemporary project and originates in one of its confused movements: the way our time refutes the inherited foundations but, yet unable to establish its own support, it falters if it can not lean on them. The present times want to bring to an end an old illustrated enterprise: to complete the dissolution of the metaphysical nuclei that burden its way (fundament, identity, origin, stability, etc.). Nevertheless, it does not forget that such hard clusters also mean the collection of its stability, the guides of sense that trace the direction along the road. For that reason, contemporary criticism assumes pragmatically that double movement of conservation and destruction, of belonging and estrangement, which mobilises memory (and therefore culture), an equivocal but fruitful manoeuvre that pushes, confuses and animates the destiny and the understanding of current cultures. Another issue that will also be discussed in this text is related to the same manoeuvre: the constant confusion between the dissident moves and official positions demands juggling from a criticism which cannot be enunciated from outside an unlimited area: the thought about post-modernism is itself part of postmodernism. In a certain sense, every current criticism is self-criticism. The third paradox emerges from the fact that peripheral art, specifically the one produced in Latin America, is brought on by practices of appropriation, copy and transgression of the metropolitan models.

Such practices, thus, imply both the assimilation as well as the distortion of the central paradigms. Both operations are accomplished through intricate rhetoric mechanisms that help to restate the concepts of origin and foundation, universality, identity and simulacrum. Set over one another, these three sources of antagonisms produce a confused and tense space. Placed at its centre–if such an ambiguous scene had one–critical thinking must take advantage of its doubts, and it and it tries to do so by means of ambivalent strategies, re-positioning and negotiations. Negotiations Perhaps, upon feeling exempted of the mission to reveal a first or an ultimate truth, certain grave concepts from an illustrated origin may acquire the agility required by a new scenario. And in this way, they could re-position themselves with a greater facility in strategic places of that too complicated scene. That explains why such terms as “identity,” “difference,” or “emancipation,” acquire new possibilities: to liberate themselves from their binary schemes, and to assume their indecisions and uncertainties, their incompatibilities, their dark sides and their enigmas. Then they are able to negotiate better with the senses that act on the stage determined by the compulsive profitability of globalization. These negotiations have a political orientation: they intend to recover certain critical volume in the middle of a context leveled by market performance. In addition, they obviously have strong rhetorical implications: they constitute formal strategies, they move tropes, detours and mistakes, they use language’s resources and devices. On the other hand, these operations have a large relation to the instances of art. Frequently, deconstruction needs to employ the oblique reasons of the sensible forms in order to imagine totalities that are not closed, unsatisfied senses. Indeed, art does not intend to make reality transparent nor to resolve history’s conflicts, and if it once intended it, it has by now quit that enterprise. Furthermore, as it works from the detour of the lack, it can approach eloquent arguments when discussing a metaphysics of the presence. Therefore, if the field of art, as it generally happens to the cultural ones, is currently invaded by foreign concepts, sometimes they end up being legitimated by the strange reasons that rule those concepts. Praise (and denial) of the paradox But let us go back to paradoxes. As it is enunciated, this article intends to delve in the complexity of its subject matters by intertwining contradictions derived from modernity, contemporaneity, and their peripheral condition (specifically Latin American). On the other hand, these contradictions not only belong to different conceptual views, but also reach different meanings. Latin American Art’s difference is affirmed from its disagreements with the signals coming from the centre. Contemporary thought takes advantage of its own dislocations. It is well known that certain deconstructive ideas from current criticism not only recognize antinomy, but also sometimes make it a useful instrument to destabilize the fixed quality of the great concepts, to question their essential character, and to unfold its dilemmas without pretending to solve them; rather celebrating them almost as a confusing principle that complicates the reading of a reality that is about to vanish.2 For modern thought, however, the paradox represents a serious obstacle. The main problem of modernity is precisely its not-assumed paradoxical character: its illustrated pretension to solve oppositions, its stubborn will to explain and understand everything. The contradictions of modernity originate, greatly, from the vocation of autonomy. The differentiation process that characterizes the great modern impulse cul-

* This text is based on the author’s conference titled Los parpadeos del aura, which was presented in the III Symposium “Diálogos Iberoamericanos” held in Valencia in March of

2000 by the Generalitat Valenciana’s Culture, Education and Science Council. 1 The term “aura” is taken from the one used by Walter Benjamin in “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica,” in Discursos Interrumpidos I (Madrid: Taurus, 1973). 2 Fredric Jameson works on the difference between modern contradiction and post-modern antinomy in Las semillas del tiempo (Madrid: Trotta Publishing House, 2000), pp. 17

and following.

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minates in separations and divergences. Indeed, since such process goes on discerning on the basis of a dichotomist register, then the forces that animate the modernity stage end up being organized in a binary order in antagonistic terms: form vs. content, art vs. life, culture vs. society, language vs. reality, etc. According to the great modern promise, such oppositions will eventually be happily reconciled along a conscious and industrious history. But when this modern vow remains unfulfilled (as no utopian prophecy becomes true), when its meaning remains in action, when the tribulation of the difference remains uncomforted, or the object remains embedded in the silhouette of its name, or when society remains fully dissatisfied; when this happens or that fails to happen, modern disjunction becomes a paradox. It becomes an unsolvable dilemma in the logical dialectical terms that sustain modern thought. Thus, although the illustrated myth has opened a prolific space for confrontations, meditations and analysis, it has also promoted irreparable disjunctions and Manichean statements, and it has led to dead ends. In the fields of art, the autonomy of the aesthetic produces a definitive division between the retiring world of shapes, on one side, and on the other the space of the named reality. Self-reference, the insignia of modern aesthetics, forces art to focus on the machinery of its own signs. However, modern utopia simultaneously forces it to detach from itself in order to render account of things and even to change them. This tension between the immanency of language and the urgencies of reality (of history, of existence…) constitute the nucleus of modern endeavours, of its best products and biggest dilemmas. The following titles will refer to certain paradoxical figures of modernity and the challenges posed by them. This will be done by confronting them, by almost always mixing them with other paradoxes that discontinuously touch on the topics of this text.

The Other Maps In the worlds of Latin American art, the main consequence from the great modern doubt is the confrontation between the universal and the particular; between the arrogant models of the metropolis and the submissive versions, or the insolent taking over of marginal models. The centre-periphery dialectics, in charge of this thorny issue, in spite of having contributed with fertile arguments and having prompted debate, has many times ended up stagnant. Stopped on its nature of merely being the reverse of the central, the peripheral becomes its “black back” or its fault: in “the other” of Western-world identity. As long as the cultural hegemony supposes the administration of sense, the codes of the peripheral will always be transcribed from the central place. And thus enunciated from outside, it will be understood not as what is different but as what has been adulterated. It will only gain legitimacy by assuming the position of the foreigner, of the one who has been left out of the centre and is identified as an exotic specimen that satisfies the Western need for “the other.” Nevertheless, the same term “Western” has become a metaphor of power beyond the cartographic analogies which were part of its origin; in fact, in the global landscape, rather than concentrating, the political decisions become disperse: power is no longer located in the national states, but is instead spread through a planetary retina crafted by multinational circuits and technological communication systems. This uniform scheme obviously involves the fields of the symbol: its network weave cultural endeavours with the convincing reasons of the performance capacity of post-industrial capitalism. The world map hinders the use of strategies based on the absolute inside-outside polarity. It is difficult to see beyond this limited extension. It is difficult to mark the centre and to imagine the end and the margins of this too-wide horizon that does not allow us to see a exterior world. “Simply [Burgin says] there is no being out of the institution

in western contemporary society.”3 Therefore, it is not advantageous for Latin American Art to internalize an identity model based on the binomial centre-periphery, whose terms are stuck on a definite and essential opposition. And it is not convenient to do it because that register tends to reproduce the asymmetry of the bond and to legitimate the exclusion resulting from it: the peripheral means the intruder, what has been expelled or has grown outside the walls, and it struggles to have its speech, an imitation of the “Western” language, recognized by the central institutions. These institutions are happy to do it, because they increasingly depend on that different, distant, other voice. Contemporary capitalism’s cultural commercialization demands it to renew its products by feeding itself with what is foreign: what is authentic and original, what is ethnic, what is popular, all are commercially exploited walking of the steps of a culture that celebrates impurity, hybridism and pastiche. Therefore, to break through the circuits of the centre or to be accepted by them does not always mean a triumph of alterity. It is usually claimed that, since cultural domination is based on the suppression of the other by making them invisible and silencing their voice, then the resistance efforts from certain kinds of sub-alternative art should be based on the struggle to occupy an ostensible place in the metropolitan shop windows. Contradicting this position, theorist such as Connor claim that global economy increasingly depends on visible commercial forms; that is, on advertising and “less and less on the exchange of real goods, and even services.” Under these circumstances, visibility and selfadvertising have become a demand from the market rather than a way of liberation.”4 Baudrillard qualifies as “obscene” the excessive visibility promoted by “the ecstasy of communication.” “The obscenity [he says] begins precisely where there is no more show, no more scene, when everything becomes transparency and immediate visibility, when everything is exposed to the... inexorable light of communication.”5 In this way, although the struggle to make diverse expressions visible and audible corresponds to strategies that try to put the difference on stage, this can also mean the passive acceptance of the hegemonic rules of the game. “Marginality [writes Stuart Hall] has become a productive space.”6 Therefore, self-affirmation and the power to dissent of Latin American Art’s do not depend on the conquest of the metropolitan territories by its productions or on the gracious acceptance that the centre grants them. They depend on complicated processes of subjectivity construction; on diverse language strategies; on betting on meaning supported by memory (particular, global) and open to experience (universal, local). They depend on transactions, negotiations, displacements, and struggles carried out on the landscape of hegemony, and formulated from its own demands. They depend, ultimately, on attempts from various points, to reply to the official stereotypes of the culture of consumption and show business. Thus, it is no longer relevant that the diverse positions be enunciated from this or that place in a system supposedly conformed by an irradiating focus of the power by far-away suburbs. What is important is that these positions, located all over a geographically undetermined surface, be capable of opening and preserving spaces for dissention and criticism, even poetry. The alternative manifestations of contemporary art, the ones that affirm their own identities or raise progress-oriented proposals, are those that, regardless of their topographical placement, are capable of disobeying the standardized course of codes ruled by the global commercialization of culture. Therefore, to face the (non) place of the enigma and the discourse of silence; to pry into the borders of the fold without trying to unfold it; to recover the thickness of memory without aiming at exhausting it; all of these may turn out to be more radical and transgressing gestures than the denunciation or the exposition of the difference. This

3 Víctor Burgin, The End of Art Theory (London: Macmillan, 1986), p. 192. 4 Steven Connor, Cultura Postmoderna. Introducción a las Teorías de la Contemporaneidad (Madrid: Akal, 1996), p. 141. 5 Jean Baudrillard, “El éxtasis de la comunicación,” in Hal Foster et al, La Post-Modernidad (Barcelona: Kairós, 1985), p.130. 6 In Connor, op. cit., p. 142.

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is so because the staging of dissention is easily exploitable by an omnivorous system that feeds on every disparity and re-utilizes antagonism as fuel, spur or antidote. In order to do this, the system should not suffocate the divergence but administrate it, that is, domesticate it in terms of an easy consumption and a safe income. Deprived of its edges, its false bottoms, and its deceits, naked and transparent, the conflict is obscenely exhibited, in showcases, screens and official speeches as a neutral anecdote, deprived of any possibility of practice beyond the scope of the ultimate endeavour.

The Plateau The current confusion of different domains (commercial, cultural, political, social, official), well-exploited for its profitability by capitalism, obviously assumes some particular historical modalities. The open scene in South America after the overthrowing of military dictatorships (a scenario basically formed by Argentina, Brazil, Chile, Paraguay and Uruguay) is specifically marked by the market’s instrumental and accumulative rationality and, consequently, by the frivolousness of the new advertising priorities. On the one hand, the re-articulation of power has demanded diverse ideological moves tending to mask the continuity of great interests and values created during the dictatorships. On the other hand, the commercialization of the image promotes that those maneuvers be formulated according to the obvious and spectacular advertising script demanded by the mediatised politics. In spite of the stress of a historical period shaken by excessively serious crises, the political-economic complicity promotes flaccid representations, lacking tension and risk, disconnected from an alert memory, deprived of concerns and dreams. Nelly Richard says that the “transition” discourse, oriented to re-integrate what is diverse and plural to the levelling seriality of consensus and market production, turns the political space into a monotonous plateau lacking contrast and elevations. A surface ruled by new “mechanisms, procedures and results that speak the conformist language of calculability to better serve the new equation of the democratic realism.” And she goes on to explain that “the ‘centre’ is (no longer conceivable) even as an intermediate point that must control the threatening imbalances of extreme positions, but rather as a diffuse, vast and balanced territory where the average reigns, almost unchallenged; it is what conforms to (…) the rule of keeping the ranks aligned, of not departing from the script, of keeping the poise of the democratic order, which is today reduced to a light syntax of contract arrangements, free from any shadow of discomfort and indignation.”7 The critical expressions of Latin American Art try to perturb this agreeable landscape with of media-based resources. They no longer intend to directly denounce repression, to skip censorship, or expose retrograde figures and the univocal meanings of the official discourse. Now they want to highlight the clichés of “transition” and perturb the bureaucratic certainties of a social pact uniformed by the schemes of profitability and the media-dominated information models. With this aim, they vindicate the disorder of desire and the entanglements of the word, the entanglements of silence, since art speaks better through the absence. The transition figures eliminate the drama from the facts, by recording them in a code of mediating script and following politically profitable narratives. They do not overlook social injustice, corruption or violence, nor do they deny the presence of sub-cultural forms (indigenous, rural, counter-hegemonic). They present the facts, but they do so mediated by advertising, configured for a better consumption. In this way, the conflict becomes an event, a simplified material for the news show, the report, the story. Or an index that motivates political surveys. Confronted with this situation, it is not enough that artists represent drama (which had been denied by the dictatorship), since when it comes to representations, the mediatic culture has all the odds to win. For this

reason, transgressing actions consist of disorienting the established meaning, the order of the sign-posts that ease (and enclose) the social surroundings. Here, rhetoric has a fundamental political function: by means of moving tropes (of diverse poetic strategies, and of crisscrossing figures), the artists, positioned in different places of the social stage, can discuss the folk-labeling of the difference and the simplification of memory, can expose the fake calmness of history and underline the contingence of its intricate course. I mention a strategic case. When some South American dictatorships fell down, one of the fundamental tasks that critical artists faced was to oppose an active model of memory to the concealing operations of the official story: the most radical task in terms of artistic proposal and the most useful in the political record. However, on the verge of the new millennium, it was adverted that the construction of history, from a cultural stand, required not only to work on memory, but to do it in terms of times to come; aiming at recalling the future, perhaps. For a region that was stuck and hopeless, it becomes difficult to imagine the future enthusiastically. And art has an interesting possibility here, through its utopian inclination and its gift for prophecy. From these, art is able to contribute its vast experience in anticipating and foreseeing, in advancing the imagination of another time from the dark intensity of desire or fear, from the figures of memory, or from the reasons of delirium and dream. Obviously, this augural proposal does not mean a promise: foreseeing through poetic language does not guarantee an ideal place: it only validates the strength of a gaze directed forward. Questions The action of the above mentioned strategies implicate a plurality of forces. In spite of the coincidences invoked by hegemony, society cannot represent itself completely and uniquely, as there are diverse identities that imagine it from unequal, sometimes contentious, memories and projects. Such multiplicity is responsible for random acts and fluctuations: it promotes disputes around sense and ends up in ongoing struggles which complicate and enrich the reading of the facts and prevent the closing of any total interpretation. Hence, plurality supposes the absence of universal fundaments. If, however, it wants to be invoked, it requires other supports to validate it. Thus, the discredit of the metaphysical reason troubles contemporary thought, which loses the protection of certainties and the shelter of totalities. There is a further complication brought about by this discredit: today, the reality of the facts itself appears unsteady. And this uncertainty, as well as the previous one, immediately affects art environments (it is impossible to think of current art as a meta-language that reveals a decipherable truth, even in a dark, encrypted way). Amidst such uneasiness, this essay identifies two basic questions. The first one deals with the need to find firm ground and to politically articulate projects carried out in a time that does not believe in fundaments and universals. The second one deals with the different meaning the critique of the real currently has, in a present in which things are increasingly being substituted by their own shadows. Both questions, which will be dealt with in the following sections, reveal again the need to re-locate concepts that seemed to have been dismissed (universality, emancipation, aura, utopia, etc). Deprived from transcendental meaning, these recovered concepts are more useful in the complexity of an analysis that in revealing ultimate truths.

The dispute of the universals The impugnation of the universal foundations has prompted the opening of a scene appropriate to diversity and to the emergence of new social subjects and cultural identities. However, it has also encouraged tendencies that end up substantiating the moment of the particular and blocking the mechanisms of social cohesion. By celebrating in abstract

7 Nelly Richard, Residuos y Metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 1998), p. 222.

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the moment of diversity, these tendencies promote dispersion and atomization of those demands from minorities, communities or small sectors. They also lead the new subjects to define themselves outside a group project, thus ending up again excluded and discriminated against. Faithful to its brief tradition, the contemporary script falters. On the one hand, it is true that the programs of particular emancipation have mobilized civil society with their small-sector demands. On the other hand, it is also true that the fact of making diversity essential can lead to neutralize it and, in addition, it can also give way to new sectarianisms and several authoritarisms. The urge to restate the relationship between particularities and universalities on more complex bases requires conceiving both terms neither as autonomous references nor as moments of a bipolar relation, but as variable forces whose interplay mobilizes negotiations and supposes repeated re-positioning, advances and retreats, unsolved conflicts, and provisional, unexpected solutions. Nevertheless, the confused and fertile scene where these forces act requires the mediation of cultural policies; of public instances located above small-sector logics. These mediations must not only guarantee but also impulse optimal conditions for inter-cultural confrontation; they must also stimulate the possibility for the rights of the identities to coexist with group views. These views must permit the construction of shared projects above the limited interests of particular demands, must be able to coordinate discourses and non-gregarious practices without enthroning the totality or putting differences at risk.

Mimesis Inside the art contexts, modernity acquires its definite formulation by abandoning a referential aesthetic of representation and conquering of its formal autonomy: self-sufficient, crowned with aura, the form folds over itself and becomes the regulating principle of a sphere of its own. However, formalism illuminates only one side of modernity; the opposite side is illuminated by utopia. If art moves away from reality, it does so in order to gain momentum and come back strengthened by the reasons of language. Both moments, self-sufficiency and utopia, are hounded by the criticism of modernity. However, even grudgingly, this same criticism ends up appealing to them, trying to previously neutralize their essentialist pasts and transcendental commitments. Lash claims that if modernity’s system of significance is defined by the differentiation between symbol and reality, post-modernity’s system is characterized by the de-differentiation between both instances. Flooded by representations that impersonate the referents, “reality” is decreasingly composed by objects and real facts, and increasingly by significants.8 Hence, if artistic modernity, concerned about the preservation of the autonomy of its sphere, bases itself in (self) reflection about language, contemporary art, confronted by a world of simulacra, gazes anxiously to verify the density of the real world from the bottom of the globalized cavern. The artist of the present is no longer interested so much in fiction devices as he is in the twisted re-calling of the real. Instead of constantly revising the functionings of language, he tries to permeate the network of images that wraps the external landscape or its memory. And at times, a visceral and direct art emerges, sometimes obscene, apparently literal in its crude references. Nevertheless, the springboard of current representation is different from classic verism: the reality being invoked now is not conceived as a healthy and total principle which can be interpreted, but as a speculation; sometimes as the suspicion of a fraud. At best, the staging of an enigma (an enigma that spins obsessively around the absence of the real). The so-called contemporary “de-differentiation” produces important consequences that lead again to the issue of the critical possibilities of art. On the one hand, it provokes the loss of autonomy of what is artistic: removed from a space of its own that separated it from the social and elevated it over mass culture. Out of itself, art has lost sovereignty

and has imperiled privileges. However, on the other hand, such “de-differentiation” implies the collapse of the great utopias: as the symbol’s omnipotence is under question, its emancipating faculties decline. Finally, in the upset environments of a culture ruled by the logic of the simulacrum, dissidence and transgression have also been de-differentiated. Indeed, in the fields of theory as well as in the fields of art production, the erasing of borderlines confuses a course traced in cartographic terms. Sometimes camouflaged inside the adverse territory of the enemy, the hegemonic forces exchange positions with the dissidents powers according to the rules of an unclear agreement. Every culture, and very specifically the modern one, moves under a tension game between their conservative aspects and their transgressing impulses; the dispute between the positions of those that Weber calls “prophets” (avant-garde) and “priests” (orthodox) becomes a mobilization device for modernity. Nevertheless, the de-differentiating movement of postmodernity tends to confuse both poles. The massification of art forms traditionally reserved to the illustrated elites, and the predomination of the moment of divulgation over the moment of production, together with the use of counteracting resources by the hegemonic culture, make it difficult to detect the post-modern prophets. The culture of simulacrum, says Connor, “allows a subversive work to be also the official form of post-modern capitalism.”9 And this ambiguity confuses places and blurs the profile of the avant-garde movements. Eagleton thinks that the current ambivalence is originated in the fact that post-modernism ends up acting conservatively in the economic aspect, although one of its parts is culturally transgressing. It challenges the fundaments of advanced capitalism, and yet it contributes to reproduce its material logic. Therefore, “post-modernism is radical as it challenges a system that still needs absolute values, metaphysic fundaments and self-identical subjects”… [but] “what goes through the level of ideology does not always go through the market level: ...the system needs the autonomous subject in the court of justice or the electoral college, (but this figure…) has little utility for the system in the media or in the shopping centres.”10 This ambivalence, where the market acts as a hinge, gives great flexibility to the system and allows it to adapt to the most uneven challenges and even to come up strengthened out of controversies and difficulties. Therefore, how can we reply to a cultural model that–omnivorous, ubiquitous, protean–can feed on discrepancy, place itself at the front, assume the shape of the adversary? What basis can we have to impeach a system that, after having destroyed all the frontiers and mixed up all the environments, does not allow to see beyond itself? The de-construction of certain concepts, although it does not offer a definitive solution, it certainly opens possibilities of not cancelling the question and extending the complexity of its endings, which may be many (or which may not be so). If the simulacra of contemporary modernity allow it to feed from the opposition and to make dissidence official, the equivocal resources of de-construction make it possible for critical positions to, for its own benefit, reassume the unavoidable paradoxes of its time and to reuse certain concepts which have become suspicious in their substantial handbooks

Revoked Distance Let us go back to the concept of “aura,” whose refutation is the result of a democratizing impulse: the impulse to erase the borders between high art, massive art and popular art. The features of universality, selfsufficiency and transcendence which grant an aura to the superior works of high art, create a distance of glowing desire around them, turn them into fetishes and transform them into meaningful, unique and closed works. The mechanical reproduction dissolves the radiant aureole of the high-culture products, healthily contaminates its exclusive bastion and opens them up to collective reception and generalized hybridization. From these suppositions, the questioning the aura seeks to

8 Scott Lash, Sociología del Posmodernismo (Buenos Aires: Amorrortu editores, 1997), pp. 34 and following. 9 Steven Connor, op. cit., p.141. 10 Terry Eagleton, The illusions of post-modernism (Buenos Aires: Paidós, 1997), pp. 195 and 196.

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explore the progressive potential of mass culture and promote both the enrichment of popular culture as they intersect, and the growth of high culture from its contact with ordinary and daily events. Basically since Kant, aesthetics are responsible for establishing a gap between the object and its contemplation; for marking a distance that would isolate the form and open a space for beauty. It is from this distance that a conflict between art’s form and content is produced, which is one of the central issues concerning aesthetic modernity. Walter Benjamin does not face that conflict in a dialectic, modern way: he rehearses a new concept for aesthetics, opposed to that HegelianKantian tradition that gives autonomy to the work of art. To work on the issue of the aura, Benjamin starts from the concept of distance but ends up displacing it: “For Benjamin,” says Guidieri, “that distance, before manifesting itself in the relation of the gaze to the object, is incarnated in the object itself, which synthesizes its own genealogy: its origin”... “which, by the way, is not exactly Kantian…” As a witness of its own origin, the object becomes a relic, and as a relic generates a ghostly power equivalent to that of the fetish as analyzed by Marx.”11 The fetishisation of the art works, in other words robbing its origin and ignoring its material conditions, is the consequence of that deviation that separates its form and that isolates it from its concrete historical conditions. This vision of aesthetics is, obviously, incompatible with the idea of formal autonomy: the distance must be annulled. And the aura must be sacrificed, although this immolation may briefly concern its author, causing perplexities. However, there is no other exit for Benjamin: the loss of the aura has a revolutionary impact and is thus, essential. Once the aura, “the unrepeatable manifestation of a distance (even as near as it may be),”12 has been annulled, and distance cancelled by the seriality promoted by technique, the masses may re-appropriate the objects that circulated beyond their reach. This gesture has an emancipatory effect: one of the faces of modernity (the aura) is erased to emphasize on the other (utopia). Therefore, according to Benjamin, the technical reproducibility of the art work “modifies the relationship of the mass with art. From being retrograde, in front of, for example, a Picasso, becomes progressive when facing, for example, a Chaplin.”13 Nevertheless, the exaggerated scale of the market’s overproduction of cultural goods acquired in the last decades, has ended up refuting several of Benjamin’s optimistic predictions. It is undeniable that, on one side, the “vulgarization” of high culture has presented formidable results as it promoted the emergence of fertile transcultural alliances. However, it is not less evident, on the other, that the overflowing of global markets on the cultural environments, which took place in the age of electronic reproduction, instead of prompting the artistic production for the majorities and making information universally accessible, has promoted such a widely extended manipulation of the forms and precipitated such an uncontrolled saturation of meanings, that it is difficult today to think about the appropriation of culture by socially-structured audiences. It is fair to recognize that, beside its hopeful belief in the emancipating role of technical reproduction–particularly the film industry’s–Benjamin himself could not avoid the disappointments caused by the fading of the aura, nor escape certain dark forebodings about the massification of culture. Schmucler, who makes a contrary reading of the “The art work in the age…” underlines the radical change between the illusion that animates the preface, and the uncertainties that darken the conclusion of that complex text. In the prologue, Benjamin exalts the socially transforming possibilities of art; while in the epilogue,

masses and technique return putting an aura on the most sinister work of art (he means the fascist rituals of war). And he claims that the “consternating” end of the text obliquely says that “to the revolutionary power of the camera, there responds a cinematographic practice of which fascism takes advantage; over the messianic role of the masses there is a posing of masses which contemplate themselves in the manly narcissism of war; facing the loss of the aura of the actor who would make possible that everybody were actors, there appear the politicians who “perform” for the people through mechanisms, and from which [quoting Benjamin] the dictator and the movie star are the winners. Therefore, “Benjamin goes through his fears and delays the possibility of a new art: (quoting him) as long as it is the capital the one who gives it the tone, it will not be possible to find in current film-making another revolutionary merit but the merit of supporting a revolutionary criticism of the concepts we have inherited about art. ”14 However, even out of the environments darkened by the fascist threat, not even the most naive analysis would conclude that massive reproducibility has promoted cultural democratization. Furthermore, the disagreement between both terms tends to grow. Post-modern times coincide with the regime of capitalistic accumulation known as “post-fordism,” in whose context an increasing proportion of everything produced is constituted by cultural goods and services. “Post-modern culture [maintains Lash] stimulates the consumption of goods understood more as ‘values of sign’ than as values of use.” And this phenomenon is promoted by the rise of a new fraction of the bourgeoisie founded on the cultural capital. It is the new yuppified middle classes, “with their bases on middle and higher education, finance, advertising, commerce, and international exchange, which constitute the big audience of postmodern culture.”15 In the environments of post-industrial society, then, mass consumption coincides greatly with consumption by the elites: the formers, which traditionally only required values of use on a survival level, have incorporated the consumption of cultural goods on a large scale. And, post-colonialism’s tricks involved, this levelling tendency reaches the circuits of the Third World, although its consumption is the result there (here) of other principles (and other ends) and regardless of the cultural mixing of masses and elites having consequences of its own and acquiring particular features. It is clear that, always, all these tricks may be reverted by means of other maneuvers that would assume the simulacra of the aura, and make it shine, blurredly, somewhere else. “Overacting the colonial inheritance of the copy [writes Nelly Richard] Latin American periphery uses the cultural pastiche as a thirdworld satire of the third-world’s faith in the Model as the depositary of the quintessence of Sense; particularly today when the model is, postauratically, the desecrating of the model.”16 The illustration of the masses In 1968, in Apocalyptic and Integrated, a work whose title still warns us about the temptation of Manicheism, Eco starts from Dwight MacDonald to work on the concepts of masscult and midcult. The first designates the environment of mass culture “of a lower level,” unconcerned about the values of high culture; the second, the space of mass culture of “middle-superior level,” eager to offer its audience privileged and difficult products: original works able to stimulate hitherto unknown experiences following the model of great universal art. MacDonald summarizes the midcult procedures as follows: 1) it adapts avant-garde images to make them understandable and enjoyable by a larger audience; 2) it uses such procedures only when already renowned or consum-

11 Remo Guidieri, El museo y sus fetiches. Crónica de lo neutro y de la aureola (Madrid: Editorial Tecnos, 1997), p. 55. 12 Walter Benjamin, “La obra de arte…”, op. cit., p. 24. 13 Op. cit., p. 44. 14 Héctor Scmucler, “La pérdida del aura: una nueva pobreza humana ,” in Nicolás Casullo (compag.), Sobre Walter Benjamin. Vanguardias, historia, estética y literatura. Una visión latinoamericana (Buenos Aires: Alianza Editorial/ Goethe Institut, 1993), pp. 246-247. 15 Scott Lash, op. cit., p. 40. 16 Nelly Richard, “Latinoamérica y la posmodernidad,” in Hermann Herlinghaus and Mónica Walter (ed.), Posmodernidad en la periferia. Enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural (Berlín: Langer Verlag, 1994), p. 219.

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mated; 3) it constructs the message as a provocation of effects; 4) it sells the product as art; 5) it satisfies the consumer by convincing him that he has had an encounter with high culture. Although warning us about MacDonald’s apocalyptic tendencies, Eco agrees to use the term midcult as an unbalance from which cultured reference emerges provocatively, but it is not intentional as a quotation: it is smuggled as an original invention...”17 In other words, what the midcult does is to sell the flashes of aura to an audience that is hungry for “cultural elevation,” by erasing the distance that the aura produces, and by trying to eliminate the perturbing aspects that it may involve. In fact, what has happened in the three last decades is that, by the briefly aforementioned reasons, the midcult, or the so called “positional consumption” (Hirsch), has been spread over the masscult to the extent of almost covering all the non-differing space of the contemporary audiences. Before consumers configured as “culturally correct” on a worldwide scale, the specialized capitalism tries to emphasize seduction and preserve high quality, while ennobling the genteel origin of the goods and services that it offers in its singular way. Thus, its purpose is not to erase the aura but to administrate it according to the logic of the market, in other words, the logic of the greatest hegemonic power. It is true that this operation (the administration of the aura based on the reasons of neo-liberal speculation) is contradictory, but we already know that the market lives on contradictions. And it is contradictory because, among other reasons, post-modern massive significance acts more through the brief and spectacular resources of the impact than through the dramatic glow of sense. However, incoherence also emerges from another issue: supposedly, objects are covered by the aura (and thus they acquire the status of “artistic”) as they become the exceptional result of an act of creation. And it is also well-known that the post-industrial model, which implies the substitution of the capitalism of production by the capitalism of consumption, favours the distribution moment over the production moment. Following this model, “cultural democratization” does not promote the creation of cultural products by increasingly larger sections, but the increasing divulgation of these products. In other words, the original gesture of creation and expression, the poetic instant that anoints the object with the grace of singularity and the power of desire, does not appear in the script of the transnational markets. Neither does it show on their stages: the imaginative and critical moment–as well as the decision moment–it is certainly not in the hands of the majority sections. It occurs backstage and with less drama, under the command of the specialized elites that design professionally and in a calculating way the impact those cultural products will cause. Obviously these operations have very little to do with that intimate, romantic gesture that used to perturb the day-today aspect of things and that used to make them shine, unattainable, trembling with sense. The Weak Shine of the Aura In this context, the recuperation of the aura could mean a partially critical operation: it would tend to recover the dramatic denseness and subversive vein under the tepid flows promoted by the information society and a against the grain of the aristocratic-making tendencies of the concept and its complicity with the metaphysics of “Fine Arts.” It may be fit to state here the deconstruction of the aura as an strategy oriented to disorient its course and to put it at the same time out of (or in front of the post-modern trivialization and before (or beyond) its disdain for mass culture. It would try to de-center it of the identity it keeps

with itself, place it between its totalitarian and authoritarian vocation, on one side, and its possibilities to destabilize the ordinary experience, on the other. Crossed by contingency, this confused, hesitating aura would falteringly illuminate its own contradictions, and would force changeable positions and unexpected, activity-inducing moves. As a matter of fact, the aura remains. And it does so as a marketing resource in the grounds of mass culture; as a seal of legitimacy, in the grounds of illustrated art and as a secret power of the form in the reduced territories of indigenous and popular cultures, where the manifested function of the image has grown without being able to evict its ritual missions. In each of these spaces, the deconstruction of the aura has its own senses and aims. In the wide spaces ruled by the cultural industries, the aura should support itself on the possibilities of reappropriation and trans-culturization by the great consumer audiences. In the environments of high culture, the troubling of the auratic authority would have to enhance the luminosities canonized by the Fine-Arts and its renovated circuits. In the regions of popular art, the attempts to preserve, question or renew the aura are placed in the negotiations and disputes around meaning and in the face of hegemony. In any case, this has to do with restoring the possibilities held by the auratic empathy, by assuming or refusing its links with an essential origin that has been turned into a fetish. It has to do with possibilities to establish a space for silence or the enigma, the folds, the density, and the intimate corner that may escape the obscene exhibitionism of the global showcases. On the whole, it has to do with possibilities to precipitate dark games between the same and the other. We already know that Benjamin associates the aura to distance, “but the aura only creates the distance to be able to insinuate the intimacy more effectively [quoting Benjamin]: the deeper the distance that a look has to overcome, the stronger the magic that will emanate from it. As in imagination, a perturbing game between intimacy and the condition of “the other” takes place in the aura. And nowhere is it so evident as in the merchandise,” writes Eagleton.18 To discuss that mark, to expose it a scar or as a limit, to limit it or to enhance it may open up an alternative to deepen the rhetoric of the difference in a landscape levelled by the merchandize. The concepts of “avant-garde” and “utopia” can be dealt with in this same register. Both are committed to a triumphant and messianic vision of history and weighed down by essentialist ideas and foundation myths. Nevertheless, both are necessary in a hesitating time that, even when it denies metaphysics, has not yet been able neither to renounce its guarantees nor to renew its arguments. Contemporary art, although it declares itself anti-avant-garde and proclaims its unbelief in utopias–and though it no longer aspires to any universal redemptions nor does it invoke any saving missions–, has never stopped feeling avant-garde in its most energetic impulses, nor has it stopped secretly believing in its transforming power, nor has it abandoned all its illusions. The discussion of those concepts, rather than eradicating them, consequently aspires to treat them as vulnerable, contingent and contradictory representatives of an uncertain time, as rudders sometimes; almost always, as a furtive hope.

17 Umberto Eco, Apocalípticos e Integrados (Barcelona: Lumen, 6ª edition, 1981), p. 129. 18 Terry Eagleton, Walter Benjamin. O hacia una crítica revolucionaria (Madrid: Cátedra, Colección Teorema, 1998), p. 71.

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A CRITICISM OF THE CRISIS IN CRITICISM IN CONTEMPORARY ART By Gabriel Peluffo Linari I. The Argentine geographical region called Río de la Plata is frequently considered one of the strongest poles of attraction for the European migration to South America, which took place at the end of the 19th century. The access to modernity enjoyed by the capital cities along the Rio de la Plata, signed by a culture of foreign immigration and by nationally generated social integration–has facilitated the transit of European ideological models, in politics as much as in art, throughout a peculiar history of re-formulations and transfers. This is a zone that, geographically, is strategically located between South America and Europe, in the political world as well as in the cultural sphere. In the commercial and political aspect, this implied– from the 16th century when the Río de la Plata was the entrance to the rest of the continent–a sort of pivotal space between the European urban centers and their respective areas of influence in Latin America, especially the region encompassed by the two great territories Argentina and Brazil. By the mid-19th century, the indigenous population that had not been killed off had been forced to accept the political domination of the new urban bourgeoisie. Regarding the strictly cultural aspect, since the end of the 17th century the Río de la Plata established an active connection between what was considered European from a European origin, and what was European from a criollo1 origin, which prompted the rapid consolidation of an urban European-influenced culture. Nevertheless, in what pertains to art, or in a more general way, to the negotiation center/periphery with images and ideas, these same characteristics caused that this region has not produced clearly-defined products within the indigenous-related stereotypes, also called “magical realism,” to which the great cities in the northern hemisphere have tried to reduce the concept of what is Latin American in twentieth-century art. The destruction of disperse indigenous cultures, and the presence of a strong middle-class intellectual element that re-established the European canons based on specific local realities, brought forth an institutionalisation of art that achieved moments of strong influence in the international scene. This happened, for example, with the academic painting of the Uruguayan artist Juan Manuel Blanes in the 19th century; also, during the mid-twentieth century, with the Montevideo-based Joaquín TorresGarcía’s school and the concretism group in Buenos Aires. When Torres-García, performed that cartographic (in)version in 1936, proclaiming “our North is the South,” he displaced modern art’s lookout point from the center to the periphery, yet without indulging in indigenism, as his problem was not a matter of historical coordinates, but a matter of the metaphysics of history. His thought referred to the great humanistic-constructivist tradition which, according to that doctrine, was present as much in the millenary pre-Columbian culture of America, as in the farthest Greco-Latin tradition of the Mediterranean. However, from the European perspective, by that shifting in focus Torres-García was abandoning the routes of modern art to dedicate himself to–as Michel Seuphor, his old travelling companion, tells–the aborigine handicrafts of the Río de la Plata. Indeed, from that perspective and merely by the act of settling down in some unknown corner of Latin America, Torres-García was abandoning the legitimating field of action. Since then, therefore, he could only “wrongly” copy European

avant-garde art. As Gerardo Mosquera points out, referring to the case of Brazilian Art, the Uruguayan artist, just like Rafael Alberti’s pigeon that mistook the South for the North, was mistakenly doing good; and that “mistake” lies at the basis of his work’s being one of the most interesting, rich and complex expressions in contemporary art. Nevertheless, the current relations of power that rule over the discourse of those artistic practices do not allow us to talk as much about Latin America as about its southernmost regions, with that confidence given by Torres-García to the subversive and messianic power of geography. This region, south of the south, is not even definable in strictly territorial or national terms, although we may admit that in fact, it is an area crossed by certain conflicts and projects which have created within it an increasingly complex historic link in the last 200 years. Those conflicts go from the Triple Alliance War (1865-1867), which brought together Brazil, Argentina and Uruguay to smash the Republic of Paraguay, to more recent manifestations such as the so-called “Condor Plan” (1973-1984) designed for repression and genocide by the military dictatorships of Chile, Argentina, Uruguay, Brazil and Paraguay in the seventies and part of the eighties. Currently, there are projects of regional insertion in the global world by means of treaties such as the ones being discussed through the common-market project Mercosur, a political-economical field that still has no precise borderlines. The international stages for contemporary art–with their complex code systems and legitimating instruments–work as huge magnetos over the education process of artists in our countries, who quickly find themselves immersed in the competition that characterises a global market of ideas that rewards individual “success.” On the one hand, this has allowed the Latin American artistic imaginary to re-position itself in the international scene with critical independence within the hegemonic environments. However, on the other hand those great magnetos of the system do not stop perturbing–somehow–the role of the artist in a strictly local sense, that is, in the symbolic reconstruction of the memories devastated by the military and by the corroding effects of social disintegration. This slow reconstruction–essential for the local to have a traumaless access to the global–processes, unavoidably must go through the establishing of more dynamic relations between the regional political, artistic and history-graphical practices. In this sense, it is possible to think of key questions. For example: How must this evident crisis of the ancient marital relation between art and context, between art and sense of place, be evaluated in the face of the predominance of an international “lingua franca” of art in legitimating circles? We are left with the resource of once again separating content and form, text and speech, to re-vindicate the expression of local and cultural matters by means of a language accepted as a global passport for the transit of ideas. But to fall into such a simplistic consolation, by means of employing a sort of neo-structuralism of language, still does imply serious problems. What is the ultimate sense of personal competing in the international circuits of art, when that machinery seems to feed only itself in a sort of “autopia” (auto-utopia), imprisoned in the teleology of the same system? It is clear that, for the artist, this problem is not resolved by evading the challenge of competition, as it commonly happens that those works with a solid conceptual structure, and that have no success accessing the global circuits (either due to real difficulties or to the artist’s own decision); are neither successful in producing knowledge or

1“Criollo” refers to the Latin American-born Spaniard culture in The Americas (Translator’s note).

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questioning the status quo in their respective local contexts, beyond perhaps being rare and stimulating cases for the academic thought. The next question is, then, if the existence of a worldwide legitimisation in the art system must necessarily imply a renunciation of its local and regional power in the imagination of the peripheral societies. The fact that the artist lives today in a permanent oscillation, between the fluidity of travelling and the difficulty of giving imaginary consistency to a stable point of reference, causes, as defensive reaction, a stimulus to its critical power to produce and blend individual and collective memories. Therefore, considering the issue that art abstractly assumes universal problems of gender, sexuality, hunger, violence, the individual desolation in the urban world of globalization and war; does this issue excuse art from any commitment to the concrete needs of specific cultural contexts, not necessarily localized in a specific territory? This question acquires more relevance when we observe that today, more than ever, these contexts claim for themselves an artistic production that, even not being legitimated by the centers of power, can be able to critically re-formulate its broken and symbolic constructions. Among the particularly interesting questions is the current degree of critical capacity and social insertion that contemporary art may achieve–no longer in the global circuits but in the context of origin and devolution–, to articulate languages and to stitch back social tissues whose structure has been damaged or destroyed. When I talk about critical capacity per se, I mean the possibility of art to manipulate doubt as an instrument of both knowledge and moral orientation, particularly in the peripheral societies confronting a world order that has enthroned the achieved utopia of conformist consumerism culture, the saviour-like international financial capital, and above anything else, the globalized economic and military war. It is fairly well-known the phrase said by Aldo Rico, infamous member of the military in the Argentine dictatorship, in 1987, summarizing with total clarity the ideology of the blind power that believes it only has answers and lacks questions: “Doubting–he said–is the boasting of the intellectuals.” Which is still a big truth. This epistemological derision of the critical power of doubt is a burden that we must blame not only on the military dictatorship, but also on the following performance of our weak democracies, whose lack of answers to the most pressing problems produces not only political skepticism, but also a generalized anthropological and epistemological skepticism to which we have arrived by a way that is very different from the postmodernism of opulence, maintained by the mainstream political discourse. I would like therefore to present a brief commentary around three hypotheses about a criticism to this crisis of criticism in the environment of culture and contemporary art. I will begin by underlining a question: being called by the permanent hope of legitimisation in the global stage, do our artistic practices not tend to lose their particular ethical, historical, and territorial referents, which become eclipsed by a universal rhetoric of language? It is noticeable, even within the academic discourse, the existence of a growing tendency towards self-dwelling, self-validation, self-consuming, and self-perpetuating, no longer with the expectancy that the cultural body of a critical thought may be the crucial link between the socialized experience and the personal experience of the one who expresses it. This situation can be seen in the case of art, now increasingly enclosed in a self-referential discourse. “Criticism itself has been incorpora-

ted into the industry of culture–says Terry Eagleton–as part of the necessities of any big company project;”2 also in this sense, art seems to share the destiny of criticism. Until what point, then, is it possible to talk of a “critical function” in modern art, when both concepts–art and criticism–are devaluated within the frame of a public sphere that is submitted, through the market, to the logic of consumerism and transnational capital? However, the space of contemporary art in Latin America would seem one of the most appropriate to develop counter-utopian forms regarding this conformist meta-discourse that underlies the logic of consumerism and economic globalization, making use of its formidable iconographic riches and its solid political assimilation of conceptual art. Next I will present some commentaries on the issue, some thoughts that observe it from different angles; therefore, my discourse will be using different hammers to hit the same nail. 1. The possibility of a critical art begins by creating an institutional infrastructure that re-positions the artist as a link between the diverse local discourses and as an articulator between these and other cultural practices that act on a global scale. Between the decades of the eighties and nineties, the art produced in our countries undergoes a displacing that went from the pontifical to the articulating discourse. This means that it went from messianic aesthetics associated to the great outlines of the global political creeds (social realism, abstract-expressionism, the new figuration) towards a new micro-anthropological reflection that works with the contexts and particularities, looking to suture the fabric of the social tissues that had collapsed. This also produces a displacement of the possibilities of cultural criticism of art, since they move from the representation of politics (typical of the decades of the fifties and sixties that raised the socalled social realism or critical realism in the visual arts), to the politics of representation (a process of diversified strategies in art that, even if it started in the sixties, in our countries found a fertile ground in the eighties and nineties). This kind of displacement has a double meaning: on the one hand it implies a process in which art once again climbs on cultural particularities, in strategies of memory, in material signs of the day to day life; but on the other hand, its inscription in the global scene forces it to act with a high level of discourse abstraction in order to be legitimized. This means that the price of that discourse abstraction has been, for our contemporary art, a dis-attachment regarding social and cultural operations of local settlement that, paradoxically, have also been the passport for that art to be accepted in the global scene. Nevertheless, the possible persistence and transformation of a critical dimension of art in the countries of the region as this new century begins, should be analysed taking into consideration that it not only derives from the structure of the artistic discourse as language, nor from the intrinsic value of its meaning. Beyond the informative update that every artist needs to have about what is shown, thought and produced in the world of contemporary art, it is necessary to reformulate the institutional structure on a local-regional level in order to establish an interacting weaving of artistic, historiographical and political practices. The Latin American curator, as a mediator between global and local circuits, or between local circuits and receptive communities, must have an ideology that is supported by those three fields (art practices, politics and historiographical studies); because the possibility that art may re-incor-

2 Terry Eagleton, La función de la crítica (Barcelona: Paidós, 1999), p. 121. Este párrafo constituye, a su vez, una cita de Peter Hohendahl, “The Use Value of

Contemporary and Future Literary Criticism”, New German Critique, No. 7 (1976): 7.

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porate the contents of cultural criticism that it enjoyed in the dawn of modernity requires discoursive strategies that are necessarily framed by cultural policies, institutionally defined from the margins. What was called, since the romanticism of the 19th century, art’s capacity to be universal, to discover the universal in the particular, today can be conveyed in many other ways without changing the place nor the figure of the legitimizing power. For example, we may talk about the “discoursive potentials of art in a transcultural context,” which means almost the same but in words tinted by anthropological jargon: it means to talk about an art that allows for multiple readings, and is therefore able to act as an effective intercultural element. But the map of power does not change much: is that intercultural capacity required from or analysed in the art of the central countries? The western world does not admit “other” modernisation models, and with the experience we currently undergo in the Middle East, we may say that it neither admits other models of tradition nor beliefs when they become an obstacle for its expansive power structure. The modernisation, western and so-called Christian, imposed by the military machinery of this so-called “new order,” is a ferocious manifestation of colonialist fundamentalism, although it intends to present itself with the saving facade of a pluralistic culture. The western world (and with this notion we refer to its great hegemonic centers) only hears those particular issues to which it wants to listen. These are mainly the ones that come from its own “inner periphery,” of the cultures affected by recent processes of immigration to the central countries, cultures of “the other” that normally attain their own spaces of discourse within the system. This deafness or selective listening of the western word becomes very evident, as it is well known, at the artistic and curatorial level. The transnational capital and the globalization of the financial markets are taking the categories of dependency and exchange, founded more than a hundred years ago by mercantilism, to their maximum abstraction. This degree of abstraction in the order of financial transactions goes in hand with a displacement and invisibility of the current worldwide agents of decision and domination. The sceneries of art do not escape this concept of virtual games, in such a way that it is not only the language that becomes volatile, but the artist is left facing a generic, unknown and invisible interlocutor. Now he is an artist that, in order to be legitimized, must look for a place without a context; must earn a place in the “non-place” of the art biennales and the great performances of the international scene. The conquest of new local spaces for dialoguing is in fact a first critical gesture of contemporary art in our countries, in the same way that the debate around social memory, since the political place of the practices of memory is still for us a local-national place, de-colonizing and not a place de-localized, post-national or postcolonial. 2. The act that enables globalization processes to suck and liquefy the local or particular content of art lacks reversion mechanisms that will allow it, in the places or in the original cultural imagination, to turn into a greater understanding of the local-global issue. That is to say that that epistemological plus that was required of peripheral art in order to consider it universal, is not returned as a useful counteract, as a contribution from the global world to the construction of the socio-cultural tissue on a local scale. This is the added value of the global culture that, in art, is expressed in the shape of alienation of the peripheral cultures through the act that would legitimate or not their symbolic productions. This added value is accumulative and is at

the service of an art market that, although global and hegemonic, by means of biennials and other events, also enables the operation of peripheral scenarios which divide the demand, culturally and geographically segmenting the legitimizing operation of that market. When we talk about the global market of art, we are not restricting ourselves to economical operations around the artists and their works. We actually mean a market as an abstract space–although it becomes physical–where symbolic transactions take place, since the economical, political, and administrative interests propitiated by the great events take over the liturgical power of that space. The so talked-about cultural heterogeneity refers to a phenomenon quite different from the concept of diverse cultures. The latter are measured on a local scale and are related to the subcultures (ethnical minorities, groups, classes), while cultural heterogeneity is a geopolitical market issue, since it is measured by the type of differential participation and is separated from the groups of consumers in an international market of messages Following this fine conceptual distinction that we owe to the Chilean sociologist Joaquín Brunner,3 we can say that contemporary Latin American Art, as it is submitted to the orders of the stock market of hegemonic ideas and languages, acts from the “cultural heterogeneity,” while on the other hand it tends to increasingly uproot itself from the “diverse cultures” that used to be its original ground. This does not happen only with art, it happens with all the processes of global a-culturization and of regional inter-ethnical osmosis, which produces what anthropologist still call “uprooting.” A way to partially counteract this powerful dismembering suction that the sceneries of global art produce over the artist-audience relation, or artist-community, in the local and regional sceneries, may be precisely the construction of an active network in our countries between the spaces for the new artistic production, for the new production of critical thinking, and for the activity of new markets of both works and ideas. Of course, the vitality of this network is not only a regional or local problem, but also its existence and consolidation depend on the relation that these institutions may establish among themselves, and on the relations of the region with the rest of the world. The operability of the regional markets (ALCA, NAFTA, MER-COSUR...), as retaining and re-distributing elements for the economic added values among the national interests that compose them, is a strategy also applicable to the retention of the cultural and regional value added (versus the global market), by means of the creation of a network of institutions that includes both the private cultural initiatives as well as the state’s social and cultural policies with no other objective than the activation of the critical power of artistic practices. On this level, it is necessary to politically re-vindicate national autonomies as environments of decision, later able to generate sub regional and regional networks of cultural institutionalism with a critical capacity. 3. Postmodern thinking might have offered a lifesaver to the nonsense of mainstream contemporary art in the eighties decade, but that self-consoling function, neutralizing critical reason, does not seem applicable to the Latin American symbolic production of the last decades. European postmodernism, by philosophically legitimizing the crisis of criticism, and above all the crisis of the metaphysical discourse, enabled art to assume its nonsense, as if this were a privileged condition of language. However, that status of consoling vacuity that may be recognized in a great deal of metropolitan art, can not apply directly to

3 José Joaquín Brunner, América Latina: Cultura y Modernidad (México: Grijalbo, 1992), pp. 73-121.

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the art produced in Latin America during the last twenty-five years. The resilience until recent times of a critical and socializing dimension of art in these countries–a dimension fed by a particular use of the avant-garde historical experiences–confirms the tradition of an art of ideas in the region, giving a strong vitality to certain forms of conceptualism strongly rooted in local social practices. The idea that the work of art is an entelechy of immaculate conception, that its socialization exists only after that work is placed in the international scene and not before, is a fallacy that belongs to the same type of relation with the object formulated by the market’s logic: a relation that substitutes critical distance for ritual identification, thus producing a fetish-object that hides the processes that gave it sense, the processes of social construction, to only exhibit its symbolic powers as a future object of consumption. From that point of view, the European “postmodern mood” acts in our countries by propitiating a diversified strategy of the cultural discourse at a moment in which that kind of discourse appears as necessary not only to re-construct the institutional sphere of art, but also to re-construct the complexity of all the “public sphere” in a critical stage of the national democracies. Therefore, certain forms of the “postmodern” that, at the end of the eighties decade, came from academic studies and from the editorial industry of art publications, ends up–instead of the sterilizing role it carries out in European cultural criticism–feeding the strategies of the cultural criticism in our periphery, stimulating the new relation between political, artistic and historiographical practices. From what we have said, it is clear that I am trying to call attention mainly to three aspects in which the sphere of art is involved. First, the importance of institutionalizing the production and the regional artistic thought by means of creating environments of local mediation with the global market of ideas. Second, to tend to promote internal cultural diversity in our national collectivities, without confusing it with the social segmentation of the consumption of cultural goods promoted by the external market. Third, to stimulate the critical taking over of mainstream postmodern thought, operating from the existing institutionality of art itself, as well as one which could be carried out inside a project of regional structure. II. In Uruguay during the eighties decade, but mostly in the nineties, a strong collective obsession was redefined regarding the debate of national identity. This is a debate that includes a wide range of cultural identities in action, each one wanting to see itself represented in the new spaces of power. However, at this time there was also a predominant intention to rebuild the uniting, national collective imagination that had been lost. Thus, during the second half of the eighties and a great part of the nineties, there was an institutional reinstallation of the people and the groups that composed the system of power before the dictatorship. It was a wide social operation that went from working posts in state entities, to academic positions at universities. At the artistic level, it corresponded to the use of memory in a restricted and nostalgic sense. In this period the restoration paradigm was predominant, and the object-fetish was part of a system of re-institutionalized art system. The Uruguayan artist in general–inside or outside territorial frontiers–, today does not invest energy in a direct attack the institution of art per se; instead, that kind of issue is usually directed towards a rhetorical

game that playfully tests the often-mentioned art autonomy, but inside the institutional frames offered by the system. In correspondence, the discoursive axis of Uruguayan contemporary art of recent times has been the one pertaining memory: social memory as a victimized body, the reconstruction of a critical memory, the reconfiguration of the frontiers between the public and the private memory, and even the ironic denial of collective memory, a syndrome of the cultural parricide that was one of the more problematic consequences of the military government, since we went to sleep convinced that we all were intellectuals, and ten years later we woke-up to find ourselves surrounded by yuppies. The critical intellectual is the one who really needs the social body of memory as a substantial part of his epistemological project. The yuppie, on the contrary, doesn’t, since–in the best of cases–what interests him about that memory is the possibility to transform it in an object of distinction or consumption; this means the possibility to make fetishes of its fragments to remake them as merchandise. This without considering a third way for social memory to present itself, the way it is contained in the movements, chauvinistic, racist and fundamentalist, which make of memory-identity a scared scripture, a unique text that generally legitimates the negation of “the other,” thus hindering the possible intercultural openings brought about by the global processes. The combined action of the dictatorships in the “Cono Sur”4 on the one hand, and of a postmodernity mounted on the transnational capital on the other hand, swept away from Uruguayan imagination a series of projects for the future which had been recognized as a shared horizon during many decades in the past. Therefore, in current Uruguay–and Latin America–, the appeal to memory is not only the appeal to a collective verb conjugated in past tense, but also and above all the invocation of an ancient project of a lost future. That is, the memory of a future that never arrived and that neither can achieve an imaginary re-location in the current political and cultural debate. It is then about building up memory, but not from a nostalgic contemplation but from the action of a fluent and risky present. This need to invent what today would be the “collective memory of the future” may be accomplished inside a country’s or a region’s political project within which the art institution may be able to provide its specific quota of energizing criticism. There are currently Uruguayan artists that, although they are part of the emerging movements, have not yet abandoned the object or image-fetish used to fill the existing gap in the social mnesis; and there are others whose objective is to accentuate the possible strategies for reconstruction of a critical utopia, beyond the problem of the object-icon and its diverse readings in the social imagination. I shall mention only two contemporary artists whose work shows clear references to the previously mentioned problems, and whose life stories, although very different, are also meaningful examples of our social vicissitudes. The first one summarizes a strong aesthetical legacy of a metaphysical quality that is still meaningful, and he does so by means of a meticulous analysis of the iconic aspects of social memory, with a refinement that is almost musical. The second one, whose work I shall comment further due to the wide rage of resources contained in his work, is an exceptional case of language syncretism and critical thought around the topics of memory and power, disbelieving any essentialist metaphysics.

4 The “Cono Sur” refers to the southernmost part of South America, basically comprising Argentina, Chile, and Uruguay (Translator´s note).

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Ernesto Vila started his art education in the Torres-García Workshop at the end of the fifties’ decade. He was a political prisoner in the seventies in Uruguay after almost fifteen years of work as an artist, ten of them in Europe and United States. After his imprisonment he restarted his work in Paris, until he went back to settle in Montevideo for good in 1986. Vila has achieved in his work the inclusion of mystical ingredients characteristic of the purest Torres Garcia school, collecting elements that have been filtered by the Italian painting tradition of the fourteenth century and reformulating them in formal and technical terms in agreement with a contemporary point of view. Vila’s work seems to share one element with Torres-García: the idea that the object-art is just an intermediary between sight and memory. Torres had said it in 1914 with the words of Goethe’s: “Reality is but a symbol,” and had reiterated it in another way in his conferences about “the recuperation of the object,” considering the object as an intermediary between the gaze and the abstract, or platonic, idea. That memory or accumulated heritage from the western humanistic tradition that obsessed Torres-García is a modern cultural construction which–according to its constructivist doctrine–does nothing but hide the latent existence of a lost, original image, an image that must every time be written again through art. According to this idea, memory does not reveal, but hides instead; and sight does not reveal, but rather asks. During the final years of his imprisonment, Ernesto Vila was able to work again, using weak and fragile materials–basically paper–, since those were the only ones allowed in prison. Since then, his work has become a patient metaphor of the fragility and evanescence of both the most trivial things as well as of the collective idealizations. Nevertheless, in strictly object-related terms, the subtle affinities with the doctrinarian inheritance from Torres-García are not immediately recognizable. Among other ideas, due to the fact that, without a hypercritical boasting, Vila questions the values of a visual capacity acquired during his becoming an artist through the Torres-Garcia doctrine, to which he adds dissonant elements as objets trouvés and fragments of small stories, testing the conceptual resistance and the metaphysical consistency of that doctrine. Vila, even without questioning the art institution itself, intends to ignore it, to work in the margins as an act of substitution, as an act of loneliness taking place in the site of the lost social solidarity, and remains loyal to the aesthetic essentialism of the strong Torres-Garcia that still survives as an indelible mark, not only in the artistic practices, but also in the Montevidean social imagination. Vila comes from painting and is still attached to it. When he uses paper as his medium, the weak cardboard with incrustations of urban detritus, or other fluent and perishable supports, he is questioning the classic concept of painting surface by excavating and opening the flesh of the support, looking for the clues of an escaping image, sometimes on the edge of dissolving. His work comes closer to the one made by the Colombian artist Oscar Muñoz; but Vila avoids strictly conceptual poetics and permanently goes back to the pictorial lyricism of his origins. If in his procedures of materialization there is an underlying archaeological dimension linked to the concept of excavation, there is also a sort of archaeology in his procedures of symbolization, mostly when he works with photographies of the desaparecidos5 of the military dicta-

5 The arrested, murdered and thus “disappeared” victims (Translator´s note).

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torship, seen through the distortion of water (we cannot forget the sinister history of the ten thousand desaparecidos whose bodies were thrown from airplanes into the Río de la Plata). His silhouettes of portraits, shapes and elements that belong to the visual memory of urban Montevideo, have been taken and implanted in an “alter”-space, rescued from the chaos of the new media-based vision. In his work some silhouettes are reiterated to infinity (Carlos Gardel, José Gurvich–his painting master–, Pepe Schiaffino–the Uruguayan soccer idol in1950–, and Alfredo De Simone, among others) floating in solitarily in a solidary void. This space of the memory is a flat area, where everything that has been evoked is at the same distance from the present, where chronological order is substituted by a ritual order, full of mystical and moral connotations. Vila “chirurgical” gaze, which cuts open the mystery of the objects, results in the melancholy of the image; and therefore the melancholy of the painting, which through these fragments of the world, acknowledges his own impossibility of representing it. The addressing of memory is, for many, not only the calling of the past per se, but above all the invocation of an old project of lost future, that is, the memory of that truncated and unfulfilled project. An installation titled Russian Salad made in 1995 by the second artist I’d like to mention, Ricardo Lanzarini, includes, among other things, a signboard in lights around its perimeter, Broadway-style. Its lights turn on and off alternatively with no visual order, while the old electric appliance that controls the flashing, far from the signboard, produces a grating sound in the middle of the room. This metallic surface shows a 1923 quotation by Lenin: “Communism is socialism plus the electrification of the USSR,” here taken as the textual body of a lost social utopia. However, the artist rescues this phrase within the frame of an autobiographical memory, since while in sheer clandestine work against the Uruguayan dictatorship, that quote was the only definition of communism that he had been able to obtain, orally, from one of his militant fellow men. The mnesiac place that defines this work is a static place, the place of the revealed truth, the place of the metaphorical “explanation,” necessary for political practices to acquire meaning. The absurd resonance left at present by that categorical affirmation, outside of any context, has its counterpart its ironic validity as a fragment isolated from the “holy scriptures” of the twentieth century. A little later, in an installation hat he named Round, Place, Strategy, Lanzarini goes on to destroy that signboard by means of multiple cuts made with an electric round saw, in an act of radical incision. The old relationship between writing and lacerating (between writing and pain) that runs through the history of modern enunciation, in this work gains a critical sense of memory as the act of enunciating and consecrating, to transform it into the act of transforming and desecrating. Symbolically, Lanzarini thrashes the stagnant place of the lost memory and the lost utopia, in order to transform them in attitude, in strategy. There is no text, and therefore there is no unifying mnesiac space, solely a place defined by the strategies of disperse memories. In this new situation, each of the signboard’s pieces continues to emit its own light, as a kind of reproduction by parthenogenesis. Lanzarini recurs to the multiplying partition of the “great utopia,” to describe the dystopian void of the current world. It is not strange that the Lacanian ghost of “the body in pieces” floats over an artistic production where, as in this case, several different registers of identity disap-


pear and are reconstructed. It is a work whose criticism recycles elements from Latin American “ideological conceptualism,” integrating them into a language of allegoric structure. At first sight, by means of another work that consists of exhibiting a pyramid of five hundred cans of food, as in a super market, Lanzarini recalls Andy Warhol’s celebrated Campbell’s soup series. However, even if this installation may be read as a post modernist wink to the American sixties’ avant-garde movements, there are strong differences in history and ideology behind that easy analogy. Current poverty-stricken Montevideo has produced countless “ollas populares”6 which Lanzarini visits, mingling with the diners. This work composed by canned goods, which he called “Uruguayan industry,” encloses the gesture of “canning the crisis” as a made-for-shopping object, since each can contains real stew from each of the soup kitchens mentioned on the label. This makes hunger the only export product of a country in crisis. Lanzarini inverts the sense of fetishistic accumulation of industrial product for consumption, by means of an evident parodic operation. The cans look similar but each one is unique, not only because they were handcrafted–the labels, in fact, are made based on photographs taken at the soup kitchens–, but also because their real content is also unique (no stew is similar to another). The presentation of images showing the faces of the socially-marginalized on the “advertising” label of the product makes the paternalistic gaze of the middle-class audience, the art consumers, suddenly meet the eyes of the unemployed person who consumes the “olla popular.” The latter is the one who, from the can’s label, looks at the opulent society. In that way, Lanzarini provides the popular speaker of hunger with a place in the fictitious world of consumerism. Lanzarini’s work provokes a reflection on the relations between the food capital and the cultural capital; between solidarity and a memory of the community; between philanthropy and marginality. Says Lanzarini: In our countries hunger and utopia were always together. That is why I believe sense collapses when I think that my work may be able to dialogue with Warhol’s. First, he repeatedly uses serigraphy, a serial technique used in both art and the industry. My labels, on the contrary, are handmade one by one. Warhol makes the apology of an ultra-elaborated image as design, and as pictorial gestalt. My canned works, quite differently, lack a design in the strict sense and possess the gesture of the unique piece (even if it is accumulated in large quantities), with which I intend to move in an oscillatory motion from the middle of the shopping centre to the margins of art, and from art’s centrality to the social marginality of the “ollas populares.” My work is conceived and constructed from the lack of faith in that “ideal and global soup” that seeks to fill up all the display shelves in the world.

If the concept of “extended art,” spread through the sixties, implied the sign of a criticism to art as an institution and to its inner limitations of disciplinary and aesthetical order, the concept of “extended criticism” that today we re-vindicate for art, implies the practice of cultural criticism beyond what is specifically institutional in art, it implies its extension to the extra-artistic sphere of the social and political aspect, which is something that was already present in the sixties in the Cono Sur, as in the case of the Argentine group Tucumán Arde and other political actions with a conceptual-performing profile.

The artist is the one that bangs on the limits of the institution, but he is also the one who uses those uncertain boundaries to carry out artistic practices that border on political practices. In this case, it is an intervention made by Lanzarini in a public monument in 1997, denouncing the political corruption that was, at the moment, gaining notoriety and which affected certain members of the party represented by that equestrian figure, a bronze image of one of its main leaders from the 19th century. This intervention, which caused Lanzarini to be taken to court and prosecuted, is, beyond being a testimony of the wide specter that encompasses his activity as a critical artist, aiming at probing the limits of art’s impunity when it defies the official powers. This is an issue that, even as it is old in the developing of contemporary art, acquires thus a new emphasis within the context of the fragile political circumstances in Latin America, and within the context of power that the new local oligarchies take behind the innocent mask of democratic pluralism. III. Even in spaces such as the one provided by TEOR/éTica, in which the interchange of foreign analysts activates the “horizontal” exchange, so necessary in the Southern Hemisphere, looms the ghost of a scale of values whose visual and conceptual are deeply linked to legitimating criteria produced in the hegemonic centers. This is a fact from the world’s reality that we must handle strategically in the diverse local realities. The cultural permeability process undergone by this hegemonic system of legitimization of values, ideas, and languages in the art field, modifies the critical strategies and the positioning of the artist in front of the new conditions of power. It is not surprising then that we re-vindicate a “critical art” which, independently from its overcoming or not the limits of the art institution, will always operate within the restrictive field of symbolic representation, not only because it is the historical field of the artistic practices, but also because that field of representations is the inter-subjective support for the systems of power in the current world. This is why the “critical” dimension of art only has the possibility of acquiring sense in the genealogy of social representations, there where they are generated and where their formalization may be questioned, destroyed or transformed by the action of art. In that sense, this action may be assimilated to the attitude of foucaultian “vigilance,” since art has the power to evidence the mechanisms of social oblivion and to permanently reformulate the questions on identity processes. It is indeed necessary to recognize the increasingly outstanding fact that the scenarios supposedly pluralistic, diversified, and generated by the peripheral migrations to the large urban centres, are rigidly controlled and surrounded by a rizomatic power system extending from the local scale to the global one. Nevertheless, it is also necessary to admit that that system leaves cracks, that the map of power is affected by several frictions and permeability that prompt new strategies in cultural criticism, which not only offer art a larger possibility of institutional self-criticism, but also a more effective inscription in the localization/globalization system, working as an interference regarding the global power discourses and as an articulation regarding the discourses of the local cultural diversities.

6 Soup kitchens: food dispensers for the poor, usually state-sponsored (Translator’s note).

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THE OPTION OF CONCEPTUALISM: ONE MORE “ISM” OR A “TACTIC OF SENSE”? by Maricarmen Ramírez Introducction Conceptualism as a curatorial strategy against globalization While dealing with the topic of Latin American conceptualism and its interpretation variations, I have thought it pertinent to place it within a particular context: the challenges presented by the curating of Latin American exhibitions in the United States. This decision is based on two concrete circumstances. On one hand, it would be necessary to take into consideration that my research on this interpretation of conceptualism occurred within the context of the curating made for several exhibitions, including Latin American Artists of the 20th century, (MoMA, 1993); Global Conceptualism: points of origin, (Queens Museum of Art, New York, 1998); and recently, Inverted Utopias: the Art Vanguards in Latin America, (MFAH, 2004). Among these, Global Conceptualismwhich had an international team of eleven curators representing different regions of the planet-, intended to focus on conceptualism as a global phenomenon, which arose simultaneously in several places of the planet. Among these, Latin America was recognized as an important place for the generation of conceptual tendencies. Secondly, the very circumstances that facilitated my in depth approach to this topic are an evidence of an increasingly undeniable phenomenon: the way the history of Latin American art, from the 20th century as well as contemporary, is being written from the point of view of curating and not from parameters related properly to the discipline and the academy of the history of art. Within this context, exhibitions such as Global Conceptualism or Inverted Utopias are called to work as texts or discoursive provocations where tendencies and art movements, from the past as well as the present, are simultaneously exposed, stated, or revised. This phenomenon, characteristic of emerging societies with large institutional and programming gaps, gives the curatorial work a larger degree of responsibility, ethical as well as intellectual. In turn, the discoursive function that this kind of exhibitions is called to perform in our social environment becomes even more critical, both in the context of circulation of art and the artists, brought about by globalization, and in the impact on the field of what is called “Latin American art,” operating from the centres of power. In this case, it would be necessary to consider the phenomenon of spectacularization of culture, favoured by the neo-liberal ideology in its exchange with the globalized capital, as well as the role of certain exhibitions of Latin American art within that context. It is well known that that these exhibitions have contributed to install a meta-narrative of “Latin American art” in the centres of hegemonic power as well as in our countries. This meta-narrative is based, on one hand, on an essentialist vision of Latin American art ; on the other, on its relation to either the exotic and primitive (the 1980’s) or to the currents derived from minimalism or conceptual art itself ( the 1990’s). Within the outlook brought about by globalization, it is evident that the value, of both these exhibitions as well as the meta-narrative that goes with them, resides in their functioning as symbolic capital; this role, in turn, is supported on one side by a considerable increase of the economic value as well as the fetish value of the artistic product. On the other side, by the implicit potential these exhibitions have to project images of the identity of groups and individuals. From this point of view, it should be made clear, once again, that the main problem surrounding these exhibitions is not the problem of identity itself, but the problem of legitimation, both of the promoting elites as well as of the groups or artists that these elites promote and/or support. Exhibitions are one of the two main instruments – the art markets are the second- used by such groups in order to validate their agendas and interests in the global arena. Both the conditions that have promoted these exhibitions as their legacy have lead us, as curators committed to the Latin American and/or contemporary domain, to search for strategies to counteract the reductive effect these exhibitions have, or to generate new paradigms to change the rules of the game regarding the introduction of Latin American artists in the centres and circuits of the legitimating power. This is hard work, for as long as the phenomenon of exhibitions remains

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solidly supported by that well-known group: the Latin American elites, the market structures, and the institutions in power.

Why refer to conceptualism? In general terms, my work with Latin American conceptualism has been oriented towards the curatorital revision of a gross stereotype: the one that limits itself to read conceptualism from the central perspective. This a nearsightedness that, ignoring the simultaneous manifestations appearing in other regions of the planet, still considers the AngloAmerican proposals of the 60’s as definite, both based on tautological approaches and (meta)linguistic frames, and stemming from a sine qua non minimalist root. The participation-I would say contribution, without any doubt-of our Latin American artists in the conceptual phenomenon appears as an exemplary case, which is unique within a pondered retrospective view of the 20th century. It represents, perhaps the most important rupture of Latin American art from the metropolitan models. In addition, it implies a group of tendencies born in agreement with the internationalization, and becomes consolidated in the heyday of the globalization phenomenon. Conceptualism in Latin America To analyze this tendency, it is necessary to start from a fundamental fact: as it is the case of every other movement and tendency in our continent. Conceptualism in Latin America was neither a homogenous phenomenon nor did it have a continental scope. From a curatorial perspective the complexity and heterogeneity of this region makes it impossible to consider uniform artistic developments, either at a regional or a national level. Indeed, such conditions encompassed not one but many histories and manners of Conceptualism, corresponding not only to countries but to specific urban centres within those countries (Rosario vs. Buenos Aires, São Paulo vs. Rio de Janeiro, Bogotá, Medellín, Cali…). In the majority of the other countries, this tendency usually blooms in the capitals: Caracas, Mexico City, Santiago, etc. The fact that none of the artists o groups mentioned here openly adopted the term “conceptual” is useful to underline the authenticity of the local impulses that originated and nourished such manifestations. It is timely to dilucidate the richness of these Latin American movements from the pertinent perspective of the following questions: How can we refer retrospectively to a movement under the globalizing mint of Conceptualism when, essentially, none of the artists in that movement ever conceived it in those terms? Can it be possible to determine regional or autonomous versions of what has generally been considered as a mainstream phenomenon? If so, what particular features would then conform the specificity of our continent’s versions?

Thesis Before we go any further, it is necessary to explain the term conceptualism in itself and within the context of this essay. The complex specificity of Conceptual Art does not allow a gratuitous consideration of either a mere style nor of a movement circumscribed to its time or circumstance(s). In my view, after the revolution undertaken by the movements of the historical avant-gardes (Cubism, Futurism, Dadaism, basically), Conceptualism can be considered as the second great leap of the 20th century in relation to understanding and producing art. Upon declaring the artistic status as obsolete, (aesthetics and “beauty” included)–from the preciousness of the autonomous art work (inherited from the Renaissance) to the transfer of the artistic practice from aesthetics itself to the more elastic ground of linguisticsConceptualism laid the road for the more innovative and radical art forms. Therefore, the phenomenon must be faced as a critical strategy of anti-discourses, whose evasive tactics bring forth the issue the fetishization of art and its systems of production, as well as its distribution in late-capitalism societies. By itself, conceptualism is not limited to a particular medium, since it may appear in a huge variety of (in)material and (in)formal “manifestations,” even based on the object. In addition, in every case the emphasis on the artistic quality loses ground next to a preference for the “idea-based” or “structural” processes that expand beyond the merely perceptual and/or formal consideration. Therefore, in what was its most radical manner, Conceptualism must be read (quoting Roberto Jacoby) as “a way of thinking” about art in relation to society.


Understanding conceptualism in such wide terms allows us to consider the work of these artists no longer as reflections, detours or replications of central hegemonic conceptual art. On the contrary, it allows us to see them as local/localized answers to the contradictions caused by the failure of the projects of modernization at the end of the second post-war period. Such contradictions would be, in our case, the failure of socio-political initiatives such as the development-oriented treaty Alianza para el Progreso (Alliance for progress); and of the student and guerrilla movements, among others. In our environment, the emergence of conceptualism not only occurs at the same time as the appearance of new tendencies and manners of expression, but precedes them in many cases. The statements briefly presented so far move within and against the grain of two undeniable prejudices. First, the inadequacy in which such a extremely reductive, self-referential theoretical frame of thought prevails, which, in spite of a decade of constant re-evaluation, keeps privileging a small iconoclastic group integrated by American and British artists whose work appeared in public at the end of the 60’s, under the redundant form of a linguistic and idea-based proposition. Secondly, the Manichaeism brought forth in our countries by the critic Marta Traba with her polarized “thesis of resistance” with which she denounces the conceptual practices as “imported manias” whose emergence supposedly revealed to what extent our artists “had surrendered” to the American cultural imperialism. To start, aiming at refuting both points of view, I argue that the processes–within which conceptualism appears-were not exclusively AngloAmerican. They were, without doubt, tendencies that involved other artists and cultural producers of other regions, for whom the ontological crisis of European art (after 1945) propitiated a whole frame of creative and denouncing reference. In this way, the great achievement of the exhibition Global Conceptualism was being capable of exemplifying that plural fact. Such has been the position of Latin American artists, who, due to their colonial legacy, have for centuries placed themselves in a dialogical position (always) in relation to the various artistic traditions, from Europe as well as from the united States. Hence, as a tendency coming from non-hegemonic regions, the work of these artists concentrated on a model of assimilation/conversion fully guided by an internal dynamic as well as by the contradictions of the local, sometimes global, context. As a result of this dialectic exchange, there appeared an autonomous version-in fact, an inversion-of some important principles of Modernism, both European as well as North-American. The model of inversion proposed for the interpretation of conceptualism is, therefore, a theoretical scheme that allows us to illustrate, in a dialectical way, that autonomy. As a second point, I state that by making politics and ideology the starting point to radically question art-as-institution, the Latin American conceptualists produced some of the most creative answers in our century for the question of the function of art, raised by Marcel Duchamp from the practice of art, and by thinkers as Peter Bürger (following Adorno) from the avant-garde theory. From that angle, and with clarity, our artists foreshadowed the later manifestations of feminist and gayrights groups, or of the artistic new-left of the 70’s. To understand the origins of our Conceptualism in those terms, one must wander around the complex articulations between the central tendencies and the local ex/centric needs. This is a rough inter-relation, certainly, whose dialectics imply a reciprocal circuit of cultural and artistic exchange.

Context The majority of the artists who engaged modes of Conceptualism came of age in the midst of the post-war developing movements(1950–70), which nurtured the illusion of an emancipated role for Latin America in the First-World order. The promise of the development movement was particularly relevant for Argentina and Brazil, two countries largely constituted by broad racial mixtures. Unlike many other Latin American countries (with the exception of Mexico), Argentina and Brazil had participated of the international avant-garde movements in the 1920’s, by supplying highly original paradigms. Furthermore, that legacy became the emergence of the “export-quality” vanguard movements in the 1940’s and 1950’s. Argentina’s Grupo Madí as well as the Concrete visual arts and poetry movements in Brazil were rational experiences linked to the post-war development-oriented boom and the long-sought dreams of

modernization. Accompanying this actualizing impulse, there was the creation of a cultural infrastructure to support and promote contemporary art. In 1951, for instance, the São Paulo Biennale was established, and Buenos Aires saw the opening of the most important avant-garde centre of the period, the Instituto Torcuato di Tella, in 1958. Furthermore, these institutions, wielding the banner of internationalism, early entered an active circuit of cultural and artistic exchange with the United States, particularly New York. This fact partly explains why conceptualism, as the most defiant form of art, thrived early on in Argentina and Brazil. And why, at least initially, other countries of the region-lacking similar sociocultural projects-remained somewhat indifferent to the conceptual shift until well into the 1980’s or 90’s. Even before the first half of the decade was over, political adversity cut short the optimism of the development-oriented generation. Between 1964 and 1976, six major countries in South America fell under military rule, including Brazil, Argentina, Uruguay, Peru and Chile. Authoritarian regimes not only abolished the rights and privileges of bourgeois democracy but also institutionalized torture, repression and censorship. All of the artists discussed here experienced authoritarianism, in its psychological and material manifestations, either as internal or external exiles. The origins of this anti-artistic avant-garde consciousness can be traced back to the mid-to-late 1950’s when a number of groups and individuals, in different countries of the region, began to question the function of the artistic object and its systems of circulation and distribution in non-central societies. Unlike the United States-where minimalism provided the grounds for the emergence of conceptual art; in Latin America, the passage from object to idea-based art originated through a wide array of sources grounded in Informalism, Pop art, and modes of geometric abstraction-. The anti-institutional revulsion inherited from Informalism, for instance, served as the impulse for the Argentinean Alberto Greco’s iconoclastic Vivo Dito series (1962-1965). The latter consisted of extemporaneous performances in the streets of Madrid, Rome, and Florence where Greco, in a manner that foreshadowed Piero Manzoni’s “art certificates,” either signed his name on people and objects or marked chalk circles around them, thereby turning them into “living works of art.” In Brazil Waldemar Cordeiro’s Popcrete works,(1964-67), synthesized formal and functional concerns into assembled objects where the idea was already more important than the object itself.

Specificity of conceptualism in Latin America Nevertheless, in spite of the heterogeneity of Latin American conceptual practices, it is possible to identify a series of common features among all of them. In the first place, a strong ideological and ethical profile contrasts with the American model, which states that “the absence of reality in art is, precisely, the reality of art.” From its initial manifestations, conceptualism in our countries crossed the limits of the self-referential principle that predominated in the case of North America, thus taking it to a re-interpretation of the socio-political structures in which it was inscribed. For such artists, the search for anti-discourse tactics to create art “was no longer the worry of a prominent group from an isolated elite, but rather a far-reaching, broad cultural issue that tended towards collective action.” Therefore, while North American artists-following Kosuth’s dictum: “the absence of reality in art is, precisely, the reality of art”-aimed their criticism at the institutionalized art world, the Latin Americans, at least a large number of them, made the public sphere their target. In this way the works intended not only to operate on an ideological level, but also ideology became, in itself, the basic “material identity” of their conceptual proposal. In those terms, the “ideological conceptualism,” as Simón Marchán-Fiz had noted in 1972, is not “a force that is not merely productive, but actually social;” in other words, it is that one that does not conform to the research of its own recurrent conditions (tautology) and therefore looks for the active transformation of the world through the specificity of art. The substitution of the discursive nature of art by its cognitive function remains implicit in this transformation, which permitted to such groups as Tucumán Arde, “to postulate the aesthetic phenomenon as a positive and real action, with the potential to modify the context that generated it.” Taking this to the political moment of 1968, the notion of con-

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ceptual art as a vehicle to understand and state “what is real” prompted this group to abandon aesthetics in favour of a “collective violent action.” From their perspective, violence had become “an action that creates new contents.” A similar position remained implicit in the comparison made by Luis Camnitzer between the means and strategies of that anti-art, and the urban-guerrilla tactics. In his view, both share a common objective: “to communicate the message and at the same time, through the process, to change the conditions in which the audience finds itself.” It is relevant to signal here that the initial works by these artists in fact preceded certain forms of political conceptualism, among other politically-charged movements (feminist or multicultural) developed in the 70’s and 80’s in the central countries. The active commitment to “what is real,” which characterized conceptual practices in Latin America, was also responsible for its second defining feature. I mean its paradoxical relation with the fundamental principle of British or American art: the idea of “de-materialization” of the art work and its substitution by the analytical or linguistic proposal. Contrarily to this, its strongest tactic of confrontation was the “recuperation of the object,” either by means of “assisted ready-mades” or mass-produced objects, which worked as vehicles for the conceptual program and were exemplified by Victor Grippo’s Analogía (1976); and Oppressor/Oppressed (1968) by Antonio Dias. This production takes a stand against the absolute principle of a hypothetical dissolution promoted by the so-called “de-materialization” (Lippard via Masotta via El Lissitzky) which characterizes a great part of the North American conceptual tactics. This implied the use of the ready-made in its original or assisted form, as a mere “package to communicate ideas” (Camnitzer). In theory, this implies a questioning as well as an activation of the semiotic capacities of the object, in order to produce meanings that are relative to the position of the object within a further-reaching social context or circuit. Through this dialectic inter-relation, nourished by elements from “the real,” artists looked for a “participative proximity” with the audience. Another tactic deserving consideration was the cognitive-perceptual approach that shifts the emphasis on the art object itself to the full participation (corporal, tactile, visual, etc.) of the audience in the action itself proposed by the work. This kind of proposal presupposes that “the senses are social organs,” through which the individual relates to the world. This kind of tactic tends to transform the way the participant/receptor reacts before specific situations: pleasurable, mechanical or critical situations that re-create their place in the sociopolitical sphere. The third tactic deals with the use that Latin Americans made of the theories of information and communication, with the intention of researching mechanisms through which meaning is transmitted to receptors. The art called “Art of the media,” exemplified by Fashion Fictions by Eduardo Costa, an Argentinian artist ahead of his time from the midsixties, taking over structures from the media to produce works where the medium becomes the same and only message of the work. This is, undoubtedly, the only tangible example of the abolition of the object-the non-object art, de-materialized to a certain extent-within the Latin American context, unique in its proposal. This was a search for an ideal form to communicate political and subversive content, as these only exist in the receptor’s consciousness. However paradoxical this may seem, the idea of a wide-range communicational art becomes a fundamental feature of these Latin American practices from their beginning. A conscious effort for he counter-circulation of messages is underlined, as well as the communication of new values to the public. This opposes the (central) model that Stephen Melville has called “telepathic,” forcefully exposed by its unavailability and by its ostensive resistance to generate an audience. There was a need to substitute the concept of “telepathy” for pathos (contamination) or pathia (participation). Beyond the telepathic aspirations of such a model, our artists intended to contaminate their production with highly participative alternate systems. In many cases, their assimilations of theories of communication and reception prompted them to anchor their practices in the vernacular matrixes of their local contexts. From this point of view, once again they anticipated metropolitan developments such as audience analysis, introduced later by North American conceptual artists.

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With this frame for interpretation in mind, I now intend to discuss some paradigmatic examples of Latin American conceptualism. Conceptual proposals The selection of artists and works has been limited to the initial period (1960-1973) of the conceptual manifestations that continued to our days. It focuses on practices that arose in the main urban centres, mostly Buenos Aires, Rosario, Rio de Janeiro, with scant references to Bogotá, Mexico City and the communities of Latin American artists residing in the U.S.A. and Europe.

Interactive Sensoriality In Lygia Clark’s work the body is not an acting entity by itself (in performative terms), but instead the vehicle for a complex dialectical process between artist and participant, with the main purpose of transforming consciousness. In this way, the notion of pathia or participation reaches a critical dimension that can be associated to the need to actively transform the ethics of the socio-political domain. On one hand, by considering body and senses as raw material for the conceptual proposal, Lygia Clark opened up the possibilities of bridging across the dichotomies between mind and body, which plagued western art since the Renaissance. Such an option would have been unthinkable within the North American context, where there is still a debate on the legacy of the puritan orthodoxy. On the other hand, the notions of a participation both sensorial and semantic broke through into the research of an interactive sensoriality upon which conceptual practices could be solidly built. Clark’s works Straightjacket (1969); and Mask-Abyss (1968) are based on a specific notion about “the re-constitution of the body” and its sensorial nexus both with the individual as with society. Straightjacket and Mask-Abyss consist of a mesh or masked structure to be worn by the participant. In each case, however, the interaction of the spectator with the object becomes essential. The latter not only becomes alive through its direct interaction with the participant, but also the addition of the object plus action is what on the whole constitutes â vivencia (the kind of proposal of a living anti-art); this is something Lygia stated as one of the main objectives of her work. For both artists, Helio and Lygia, this interactive quality between audience and object becomes essential for what the critic Mario Pedroza has called “the experimental exercise of freedom.” Language shiftings The rejection of the self-referential canon by the Latin American artists is nowhere as pronounced as it is in the linguistic concepts on which they based their conceptual art proposals. Although considering language as a determining factor in understanding reality, only a few of these artists were exclusively circumscribed to the empirical properties of language. The majority instead chose to use the text as a mere support to communicate new axiologies. According to those values, the artist–a mere “administrator who classifies” the results of a pre-established textual programme-is substituted. In its bureaucratic focus on the quintessential “white collar” art, inherent to the Administrated World in which we live, such a substitution falls on an artist that operates, either as a “codifier” or as an “organizer of messages.” Therefore, the Wittgenstein-like positivism, as well as the “death of the author” proposed by Robbe-Grillet to characterize metropolitan practices, are both not only absent from the Latin American conceptualist production based on language, but their premises suffer a reconsideration; that is, they are re-appraised through the (re)insertion of the active social subject within the communication circuit. Transcending the theoretical and lyrical level immersed in the proposal’s deep root, the textual-texture of the conceptual poet-draftsman (H. Olea) verbally approaches the tautologies of Kosuth as well as, in visual and conceptual terms, those “Written Paintings” by Yoko Ono (1962), which preceded him by two years. Opposing this, the paintings and objects by Antonio Dias (born in 1944) based on “words” (History, 1968-1973 and To the Police, 1968) integrate language as well as the visual field in a structural matrix similar to the one employed by Sol Lewitt in his Structures from 19611962 (The Unfinished Monument, 1969). By placing words–either as “headlines” or as “inscriptions”-over a painted grilled surface, Antonio


Diaz questions the function of painting as painting, thus operating in an ambiguous space for semantic communication. Painting then becomes, in the words of Hélio Oiticica, a “transitional object;” that is, in a vehicle that poses the problem of signification. The potential of this antipainting operation is intensified by Antonio Dias by means of words that possess an ideological charge, such as “free continent” or “hunger,” and even more by the use of puns, palindromes where hierarchical relations are abolished (Antonio Dias: the word “GOD” close to its inversion “DOG” in The Hardest Way, 1970). In addition, in the great majority of his serial paintings the last square is missing. This trait-later developed by Antonio Dias in the visual theorems they actually become (The Illustration of Art, 1972-1976)-refers to “the disagreement between art and society” and a concern at the core of the research on art-as-aninstitution. Therefore, there where relations established by Sol Lewitt between the visual and verbal fields reinforce the primacy of the visual, in the case of the Brazilian artist they become disintegrated in the structural link words/images/society. Proposals by Antonio Manuel as O corpo é a obra (The body is the work, 1970), may even be seen as an initial formulation of the insertion strategy at the level of public information circuits controlled by the State. On the other hand, the most important aspect in Antonio Manuel’s conceptual proposal is the re-affirmation of the irreductible condition of human subjectivity. In his performative gesture, the artist took advantage used his own naked body to become inserted with it in an institutional situation: the National Salon of Modern Art at the MAM of Rio de Janeiro, in 1970. His objective was to denounce–in the shadow of the military vigilance-the sordidness of its manipulation in both the structural and ideological spheres. According to Mário Pedrosa, Antonio Manuel’s act of transgression-echoing both Lygia’s and Helio’s legacies-ultimately affirms the value of authenticity as an irreductible core of the individual and as his most valuable weapon against any system of control, including art.

Space/Vision/Perception Both the structural function and the inherent qualities of space, either in themselves or in their relation to the subject’s individuality, become something essential in the first works by Cildo Meireles (b.1948) which are parallel to the development of his series Inserções (Insertions); Art Physics: 30 km. of Extended Line, (1969); and Geographic Mutations: The Rio-São Paulo Border (1969); are works that become involved with space and geography as “constructs,” both perceptual as well as ideological, and whose “real coordinates” require a full participation from the spectator. Cildo’s Geographic Mutations broadens the line of Duchampian research towards an exploration of the link between the individual and his physical space. The work consists of a leather bag that contains maps of Brazil, ropes, and other topographical-measuring instruments. Its objective is to prompt the spectator to use those instruments to transform the geography of the country, moving the mountains from their positions, increasing or reducing the distances between points, or altering borders. The result of those operations has been kept in a bag, as Marcel Duchamp’s valises. Nevertheless, in each case the proposal is elevated to its ethical dimension: the one that allows the individual to change or alter the physical limits that enclose him. In Meireles’ work, the function of space is also linked to ideas of scale (the individual’s relation with the space surrounding him) and of the physical (the volume or the mass). In Eureka/Blindhotland, another of his notable installations from that decade, the visual aspect gives way to the “blind reality” that only communicates by tact, similarity and weight through the experience of density. The operation that performs this proposal is based on the “structural field” where the spectator carries out the experience of the work, not by means of vision, but through the haptic reality where sensorial reality is processed. In fact, each of these 300 similar-looking rubber balls, spread all over the floor, includes a different mass as well as diverse weights.

Defining points in the Latin American versions or variations The notion that art may completely change its mere “value of use” into a more active “communication value” places these practices in a different register, no longer linked to the philosophical parameters in which it evolved; that is, no longer attached to aesthetics nor to the autonomous sphere of art. In such circumstances, art ceases to be art until it can emerge unfolding as a sort of “limit experience” closer to the most diverse socio-cultural or anthropological practices. On the other hand, as such a transformation is related to an ethnic-socio-political project, it substantially differs, in turn, with the idea of the artist as ethnographer, which became popular with Multiculturalism. As the examples of the vast Argentine group show, the price of trespassing such a “threshold” implied a point of no return. Many artists involved in radical conceptual experiences abandoned art for other fields, or even went to the most traditional art expressions. Others kept producing on the margin of a renewed art Establishment, which practically erased them. The rest kept struggling against their own ethical considerations, the purity of their “art bubbles,” self-critique capsules (almost selfreferential) in which they found themselves trapped without the possibility to act in a broader or more effective way. Although such a situation was not a exclusive matter of Latin American practices, it was unquestionably in this region where the impact had a stronger incidence. This happened because of the emphasis our artists placed on the bridge over the real vacuum, a communication abyss separating them from their societies and their communities. Until today, these are the same paradoxes that annoyingly infest the current abstractions of these tendencies. Indeed, the diverse non-object based practices-although sustained upon all kinds of objects and traditional media such as painting-have become mere conceptual-style exercices. As Marta Traba predicted it, Conceptualism was hardly understood by the public. As the conceptualists were forced to depend on the precarious existing cultural infrastructure to survive, the conceptualists, even our own, never entered the market through this specific practice. In this sense, the affirmation retrospectively made by Benjamin Buchloh is pertinent. He wrote about the “critical naïveté” with which mainstream conceptual artists innocently believed in the “illusion that the transformation of the artwork (into a linguistic as well as textual intervention) obligatorily would create a larger number of readers, even a wider practice of cultural politization.” The same affirmation could be considered valid for our conceptualists. The great difference is found in the way Latin American artists, foreseeing this limitation from the beginning, acted early on to shape their practices under the communicational and ideological potential emerging from their own view of “the conceptual.” In these terms, our Conceptualism has as its starting point a total reconfiguration of those experiences and eventually became what today we might call, paraphrasing Oiticica, tactics to live off adversity. Specifically, this strategy was, in the long run, what saved Latin American conceptualism from the sterile, tautological dead-end in which both the English and the North American artists fell. An academicism, ultimately instituted by means of predictable, redundant and worn-out short-term operations, upon whose examples was constructed what is stereotypically known as the original model of Conceptual Art. It is fitting to state a final, unavoidable question: if the authoritarian regimes had not existed, would conceptualism have reached the clearly defined features that identify it in Latin America with all its originality and precursory activity? It may be argued that the destiny of this movement was the same all over the world. Nevertheless, in our continent, the movement from authoritarianism to democracy left an invisible, yet very particular trace in those experiences, almost a void, with which the most radical probes that had been initiated were cut off from the root. In spite of the abrupt cuts from these historical limitations, since it began, conceptualism in Latin America gradually separated itself from the hypothetical central models, until it became on of our most brilliant chapters in the history of twentieth-century art. In other words, the tactical model proposed is nothing but a struggle in all possible fronts, aiming at generating meanings in a world governed by the most abysmal insignificance.

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A FAMILY OF LIGHTNESS ABSTRACTION AND CORPORALITY By María Elena Ramos

IN SIX

VENEZUELAN

ARTISTS

I have chosen six artists which present vast differences among them, and also some significant affinities. They are Jesús Soto, Alejandro Otero, Gego, Antonieta Sosa, Víctor Lucena, and Magdalena Fernández. Their differences will be tacitly exposed as we endeavour in a reflexive analysis of these works’ character. The affinities I shall point out as follows, by explaining the reason for gathering them in a single body of work, and why I believe they are part, if not exactly of a tradition (the constructive tradition is valid, but here it would be absolutely insufficient), of what I would rather call one of the essential diachronic families in Venezuelan Art. All these artists are alike in their spirit of abstraction; in their clear interest towards space, no longer as container but as a problem unto itself; in the use of mathematical and geometrical shapes able to transcend themselves towards tactile forms and sensorial qualities on one hand, and, on the other, towards ideal postulates; in their frequent inter-relation between constructive rigor and the powers of the phenomenon experience. All of them need order and reason, whether they come from constructive modernity, as Soto and Otero, or from architecture and design as Gego, Lucena, or Fernandez. However, in every case this order seems to be insufficient. It is not only Antonieta Sosa, who comes from a psychology-study background, who is interested in tactility in the work or in the permanent outpouring between the reticular structure and the flowing organism. All of them are actually alike to the topic, each one from their own emphases and from their diverse ways of shaping their work. The only artist among them who is considered cinetic is Soto, but the six of them are sensitive, in different degrees, to human movement and thus to the structuring of works that are not only spatial, but which also need to exist in time, as we notice when the public crosses into a Penetrable by Soto or the Reticulárea by Gego; when it stops in the city to watch the way the wind and the light move the windmill-blades of Otero’s Delta Solar; when it enters the installations by Fernández; or when it touches, through Lucena’s work, the consistencies of iron, wood, paper, or crystal, in order to probe its own haptic sensations before the materiality of objects. Or when, as in the case of Antonieta Sosa, it is she who moves during the time of the corporeal action. The six are sensitive to nature. They don’t represent it, they don’t transcribe it directly. In some instances, they admit an interest in upsetting representation, but the natural world is present in their works: the light and the vibration of air, the vastness of our territory, the power of water flowing, the organic growth, the attention paid to animal movement. Although the interest they have in a concept-art is clear, in a mental art linked to knowledge, in none of these works the intellectual power weighs over sensitivity. The artistic endeavour is prevalent in their creation of art, in the sensorial condition of the visible, as is a spirit of lightness which, in order to complete the idea of diachronic relation Id mentioned, I will now call “a family of lightness.” Jesús Soto. Almost without matter It is possible to see the work of Jesús Soto as a link in a long chain modern spirit goes back to: the rupture of central perspective; the luminous impressionism; the radical changes between the figure and the background; the organizing reticular structure of constructive abstraction. And also that Mondrian which was considered a failure, because the extreme quietness he pretended in his orthogonal lines became in fact instability and unexpected vibration. Soto was able to conform, from Mondrian’s unwanted vibration, a happy idea that inspired his research towards what conferred dynamism to 20th century abstract:

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Cinetism. With Soto, the works vibrated and moved. Art vibrated as it moved the bodies and the visions of its time. Since I started to get to know this work I felt attracted by certain pieces in which the art matter seemed to tend towards something increasingly less solid, less gravid, where the material substance that necessarily composes visual arts seemed minimized. The best description was the term “immaterial.” For the classic scientific-natural conception of matter, it is what fills up the space, an impenetrable reality, fundamentally compact, constant. Soto plays with transgressions: in the realm of physics he invades this matter, formerly “impenetrable.” In the realm of logic, he “violates” the old principle of non-contradiction, which says “something cannot be and not be at the same time.” The work was not supposed to be both material and immaterial. Nevertheless, Soto produces, through visual art, a work “almost without” matter. This transgressing habit is visually perceived when, from outside a Penetrable, we observe a person (who is undoubtedly a material body, with volumes and profiles) as if it were a body open at the borders, dissolved and glittering, irradiating light. It is the paradox of a “de-corporalized body.” For Soto, more important than the stable, is the mutable, more significant than the former concept of mass are the modern concepts of energy and relations; it is more about “open work” than about limited, closed work. Nevertheless, in the case of visual arts, the “immaterial” is made with matter, it is tangible, collectable. Thus one of the greatest riches of Soto’s work is the permanent tension between the physical being of the plastic work and its eagerness to reach the pure idea. Some bases of Soto’s language:

Line. The line is the key structural unity in this work. It is made with matter: nylon threads, cabillas (pin rails), rope, or painted in oil over cloth. The line is an essential element of geometry and mathematics, two bases of abstract thinking; it is then a unity that synthesises the need for order, for a space within boundaries, of precision and finitude. However, in Soto the line, which is a spatial unit, also becomes an opening to both movement and temporality. And it is basically when the lines separate, overlap, diverge, when they twist in “writings,” when they are penetrated by a human and they blur the profile of his body, it is there when the work seems to exist even more: moving and temporal, cinetically and poetically. In addition, only when the lines bend or move diagonally from one another, when they curl, shine or glitter, does it occur that feeling of immateriality that defines the essential being of Soto’s work. Repetition. The line is not alone. If it were, there would not exist the vibrating field or the movement. Its repetition is a major power in this language. It is in the meeting of the lines that act as “shape” and the multiple “background” lines where the work is shown as mutable and unstable. Vibration. A main characteristic of this work is vibration. It is so slight that in several instances the viewer’s movement is not even needed: it is enough to remain still and observe attentively. Here, light is the protagonist, from which vibration extends. Soto turns what is fragile by nature, as is vibration, into a permanent power. The unstable vibration is transformed into the most stable structure of his language. Space as time-space. The ideas of St. Augustus around succession, on the cycle of living beings, about the death of the one as a the good for the total, where the finitude of the temporary becomes its per-


fect achievement, are best exemplified in the art fields of music and word, in as much as they enjoy the characteristic of being “temporary.” In the arts, temporary measures are musical timing, poetic verse, a cinematographic take; these are moments that must exist briefly, and then pass, so the plenitude of the whole work can be achieved. Visual arts have been called “spatial.” The perception of the work in its wholeness is performed in this space... and at once. However, Soto’s work, even inevitably existing in a spatial extension, also manages to include time. Moreover, it must be said that this work is only fully achieved in the complexity of time-space. Only in the act of remaining before or inside it; or of stopping for some minutes before it, observing its extremely fine dynamism...only thus is the perception of the work fulfilled. Regarding his beginnings, Soto would tell me: “I was bothered by people looking at a picture and perceiving it at once....and then leaving. It wasn’t as in music. As a visual artist I was left with a feeling of incompleteness.” Throughout his life, Soto contributed largely to this question that worried him. He provided a reason for slow perception. He made people move, and made the work vibrate. He achieved appearances and disappearances of the lines in space. He made a work that cannot be fully perceived as once. In this way, the work “lasts” in the duration of the being that completes it. The viewer is “moved:” physically, sensuously, and spiritually. The viewer is invited to stay, to remain within the visible. Such an art stopped being only spatial and built affinities with music, in the way music “becomes a work” in our own being there, in our own duration, and only there. It is precisely the act of lingering before art what gives it one of its greatest strength, and one of the most intense powers over us. However, it is before the works with more layers for the sensation and The Sense where we linger more slowly and more joyously. They allow for a richer weaving of interpretations, not only of the work itself but also of the diverse universes that approach it. We linger there in a more “expanded” way, in what this double-meaning word implies: as a spatial extension and as a lengthening of time. Alejandro Otero and the passion for space Not only did Alejandro Otero probe art’s problems, but he was also restless in his approach to essential problems, particularly those of his times. He studied nature, society, science and technology. Few artists established such a permanent dialogue between the immense space and the minimum space. Some minds enjoy that privilege: having an interest in the wide open universe and yet, at the same time, being able to approach, with the nonchalance and the amazement of a child, the closest things, such as tiny animal and their anatomical articulations or the sparkling of light through which the insignificant is transformed. The shapes created by Otero may seem as common and everyday objects, such as pliers, a spatula, a human body or a mountain, but at the same time they may appear as far away and immense as the outer space. Finding joy in concrete objects as a kettle in his own home, he invented such abstract shapes as those other Cafeteras, Potes and Cacerolas (Kettles, Jars and Saucepans) he painted in the 40’s, and which he gradually separated from their original nature through the following decades, until he kept just a few lines (his Líneas coloreadas sobre Fondo Blanco) [Coloured Lines on a White Background]; or just a few brush strokes and textures, alone but vibrating on the flat canvas. The period of Cafeteras, Botellas, Potes and Calaveras [Kettles, Bottles, Jars and Skulls] (from 1946 on) was a key moment to understand this work. From the clearly defined object, he went through successive degrees of “distancing from the object,” of “distancing from references,” in a developing process from the world to the vision, from

the concrete to the essential and the abstract. There is no longer a clearly defined Kettle or Pot as a central figure outlined against an accessory background. Nothing is accessory any more, everything is protagonist: from the brush stroke to the line; from the precise shape to the rupture of that shape, breaking the solid object as well as the mere concept of “naturalistic shape.” From the 70’s on, Alejandro Otero’s urban works, firmly standing on the ground, with their lines pointing upwards, are shapes in which the immensity, the vastness, becomes “concrete.” Nevertheless, they are areas of careful detail in the design of every windmill, every blade. And they are surprising appeals to the urban audience, who goes by the street and suddenly meets such objects, enormous as monuments, but also throbbing and evolving as living beings. These Esculturas Cívicas [Civic Sculptures] remained in Venezuela and in some other cities abroad-Washington, Venice, Florence, Bogotá. They are works that show their blades’ changing rhythms upon receiving different beats from the winds; which transform their colours with the light their metallic surfaces receive as the day goes by, or as seasons change; which leave subtle evidences of the passing of dawn, noon, afternoon; evidences that summer, autumn or winter has arrived. In Otero’s space, matter is no longer an appeal to the energy or the rhythm of the wind, but also, with a consciousness of abstraction, to the universal idea of energy, or rhythm, or movement, in their widest relation with planets or cells, with visible changes of the world in the time-that-flows, keys that repeat themselves as everything changes and everything remains. Thus, Otero constructs a space with wind, light, rhythm, as concepts liberated of a naturalistic representation. It is not even possible, with the helixes of his civic sculptures, to measure the exact speed of the wind. Neither is the colour reflected on their surface the exact colour of the natural light source, that environmentatmosphere from which the sculpture continuously feeds. Not even the metal is smooth, because the artist does not want to reflect the reality of the surroundings as in a mirror, but instead he prefers to use the “brushed” metal, so the metal surface can receive filtered light changes from the environment, in a form of art that does not want to copy but transpose, that does not want to make a figure but to transfigure. I knew Alejandro Otero closely. I know it was impossible that his abstract conception could imply rigidity or determinism. His art expresses the character: certainly lucid and rational, a researcher of Mondrian and of neoplasticism, of the constructive abstraction and the pure line. In this way, we can observe that his rational searching-abstract and geometrical-lead him to an artistic structure characterized by articulation: the structure called “good gestalt,” the constructive geometry, the unit as element of a rational order, of a universal value. However, Otero was also moved by what is concrete, by the details which are particular to nature and life. Open beyond his own codes, passionate about Cézanne and Picasso, he was a man of intuitions and pleasures, not only, or not fundamentally, a searcher of certainties. A “sensorialist,” and not just an “abstract.” Hence, his work is also greatly influenced by what is inarticulate, the “free gestalt,” the unpredictable and personalized geometry, the consciousness of difference and multiplicity. Otero used to speak frequently of the importance, vital for an artist, of knowing and feeding his own “fundamental obsessions.” As I see his body of work, now complete, I realize his essential obsession was to probe the structures of the real. In that process of searching and creating structures of the world and of art, Otero lived the experiences of: - “Fencing” space, which implied paying attention to each fragment, giving value to each section and interval between the shapes worth - De-naturalizing the appearance of the object - Overcoming the lying basis, in order to achieve a loss of the apparent weight of the object

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- Becoming interested in the sense of direction (to signal the space, to extend it, to tend towards the unreachable - Becoming interested in nature’s actions: the changes in light, color and wind over things, and the change of sound over things As a permanently-researching spirit, Otero uses the computer towards the end of his life. With the cybernetic image he probes as much as he invents. He probes, as he studies from the inside, the outside and from every angle, the structure-sculptures he had created before. He invents, since he makes new forms through the use of the computer for the spatial design. We close with the idea that some of Otero’s Civic Sculptures, resting over one of their vortexes, stress a precarious balance. Others, such as Aguja Solar (Solar Needle), directly signal to outer space, to the air, to the sky. That condition of being fixed and yet “thrown up to the space” is a good metaphor of the relation of men with reality surrounding him: he tries to apprehend it and appropriate it, but at the same time he thinks it and he dreams it...in a transforming way. The work of art, fixed on the ground, aims at going beyond and higher: to the sky of astronomy, but also to the heavens of gods and poets. Gego, the abstraction as lively waiving We want to say the word “happiness,” as we approach Gego’s work. Marta Traba has already pointed out such ideas as serenity, happiness, and beauty in relation to what Gego’s work moves in people, what is felt before it. These values, by the way, have not always been well regarded by the theories and criticism of the twentieth century; nevertheless, how right and helpful they are in relation to her work. Gego’s creation seems to exist and be sustained over any explicit radical position. Like those beings that seem to levitate some centimeters over the roughness of the ground, since they are actually a little beyond the immediate character of things, Gego and her work-one with her liveliness, the other with her vitality-, take us to the strange realm of art without ties, to a space that can only exist far from the sharp enunciates, the absolute convictions, the radical extremes, and even the rupturing positions considered as more liberal. However, in a subtle way Gego’s work seems to have undergone a double rupture of the shapes. First she is close to the abstract tradition of the twentieth century, which has produced some breaking between the object of the world’s reality and its representation; and which has produced, in a visual sense, the rupture of the continuous forms, of the bulk form, making it fragile, making more visible its inner structures, its skeletal support. But while constructive and cinetic abstract constructivists produce open works in which the great models remain–more visible or more virtual and suggested-: the square, the sphere, the cube, the repetition of similar lines for the construction of “airy” plans, Gego goes beyond and produces a rupture of abstraction: in this way, besides being an open work, spatial and penetrated by space, these shapes will welcome irregularity. Gego succeeds, even more, at making this irregularity an essential unit in his work. She is an architect in her distant professional origin. An architect that created a world–based on geometrical shapes-and formed it with her own hands, with small and medium-sized instruments, with fine metals. But if geometry is for the artist-architect a way of reasoning, it also leaves an opening for the liberated-artist, of a permanent flexibility and an intention of rupture with the rigors of reason. Once I wrote a very brief story in relation to Gego’s Dibujos Sin Papel (Drawings without paper), and here it is: Once upon a time there was a workshop where, during the day, perfect squares and circles were created; harmonies were searched, angles were adjusted, structures were made, and order was given to all the space.

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Every night, a gnome with magnetic powers arrived and touched softly here and there; the circle would open and the square would stretch up or bend down while never stopping being a square; the circle would open and its lines would escape as a centrifuge; air passages would open in the reticular structure; the metallic dust would spread or gather, the vertical lines would split in the middle, the shapes would playfully become arrows or fold themselves; and the whole space would vibrate. The walls were also playground for the gnome, as a new writing would remain on them.

Gego eventually creates a work that is both composed by the hands and the idea; from seriousness and from play; with rational shapes that nevertheless do not evade from the world of the senses; with the straight lines of abstraction but permanently transforming and breaking them; with structures similar to nature but that nevertheless do not appear directly visible. Gego practices a very personal way of coming and going. A going to the idealistic constitution of the shapes –to construct the world from the idea-, and a returning to the facts of the world, to the ways in which nature generates mineral crystals, spider webs, beehives, and other organic shapes. Abstraction and nature are intertwined here by the hands of the artist. But Gego does not attach herself to the landscape, the flower, the human face, or the animal figure. Instead, she “makes the works grow” in a manner alike to nature’s making its shapes grow: organically. In this way, it is not strange that her works, such as Chorros (Water Springs) remind us of cascades and the splashing of rivers; of the falling rain or the growing grass; of nests and vines; of the organized but irregular growth of spider webs–as in her work Reticuláreas (Reticular/areas)-; or the rhythm of the cell structure in a bee hive. Or that her geometry concepts, structured but imperfect and irregular, remind us of the microscopic vision of a cell or the telescopic vision of the starry sky. All this implies a way of seeing and feeling what nature really is, but not in its direct and external appearance (in the manner of naturalistic or representative art), rather, their ways of growing, of articulation and structural design. This implies, more than the pre-eminence of the achieved form, the signification of movements and tensions through which the form is finally reached. If the spider web is the product of the specific movement of a spider, and if the shape of the starry sky is a product of distance, of rotation and translation of the heavenly bodies according to the universe’s order, the form of Gego’s Reticulárea, for example, is the product of creative decisions of the artist over zones of union, the concentration and diffusion of the forces along the structures, the movements of craftsmanship, the selection of the size of the joints, of the width of the lines and the spatial scope of triangles. And, particulary, it is the product of the dynamic relation between the metallic lines and the empty space, intensively active among them. The rubber joint the linking point of the triangles, a basic articulation for the whole network. This point exists through the technique and the expert hand, the rigors of concentration, the focusing of the vision, to the action over what is immediate. However, the Reticulárea is also a potential expansion, first to the whole environment that surrounds us in a museum’s room, and, above all, it is a metaphorical projection to the infinite space, beyond what can be reached by our bodies and our senses; beyond what is directly visible. Here, creating is also making that feeling of infiniteness grow. Gego weaves a work which is at the same time fragile and strong, with the light but resistant materials of the twentieth century’s industry, materials that provide her work with a great resistance, but also permeability and lightness. Naturally, here the triumph does not belong to the materials but to the space, which is liberated and expanded thanks to this material lightness, but above all, to that other lightness: the one of the soul and the hands that give existence to the shapes. Thus Gego’s work comes closer to extremely fine areas of the spirit, but at the same time concentrates a huge enjoyment in what is visible, in the most sensual joy of what is close, tangible, and possible.


Antonieta Sosa. From the reticular structure to the body Antonieta Sosa makes a synthesis between the abstract-constructive inheritance and the organic and sensorial freedom of the human body in process. From her abstract paintings of the 60’s, with square-grill patterns and illusory geometrical cube-shapes, she started feeling through the years that they included the power to open up, to be places in the real world where she could exist and vibrate. In Del Cuerpo al Vacío (From Body to Void), an installation made in the eighties, she includes those old paintings and, confronting them, a large scaffolding with black bars on display in the museum’s three-dimensional space. Sosa remembered the tree of her childhood, where she would happily climb, now re-constructing it as Mondrian’s abstract tree. She also remembered the animal called “pereza” (sloth), which moved very slowly in the yagrumo tree of her childhood days. In Del Cuerpo al Vacío, which was actually an installation-performance, the artist moves the way that slow animal did. Reuniting constructive abstraction with a biological organism, the performing body slowly ascends up the scaffold, tracing a journey-animal, human, visceral-through the straight lines of the geometrical structure. However, the space is not only visual–that of a moving form-, it is also tactile and cinesthetic. It is also an auditive space, as Sosa projects the resonances of her voice: sounds that come from her stomach, from the chest, and the head: the throat, the nose. Let us see how in this sequence of different times reunited in a single installation, the artist synthesized her passions: painting and object, concept and action, a line of strict order and body movement. The plane and the space. The act of thinking and of flowing. The capacity to abstract and to act. With her art at once constructive, conceptual and corporal,Antonieta Sosa goes through the transformations of her face throughout the decades (Antonieta vs. Antonieta); the textures of her surface (Mi Piel) [My Skin]; her height measured from the eyes (Un Anto); her body and furniture inhabiting her house in time, thus re-configuring spatiality of her home in the museum space (the exhibit Cas(A)nto, Museum of Fine Arts of de Caracas, 1998); the consequences of her loneliness; and also the video Las Hormigas de Mi Cocina (The Ants in My Kitchen), about which she said: “The lonely one is the only one that can have a space for the ants to live in his house;” her fears, which she confronts by artistic means (¿Y Por Qué No?) [And why not?]; her home’s trash, which she collects in little bags to make a series of strange, date-recorded collages (El Polvo de Mi Cuarto) [My Room’s Dust]; the chairs as places of direct anatomical link and at the same time as austere and essential abstract-constructive parallelepipeds along their surface (Punto Cero de La Silla) [The Chair’s Ground Zero]. Víctor Lucena, the trickster With his geometrical shapes, his cycloids and spheres, the contradictory sensorial qualities in diverse over-imposed materials, Víctor Lucena researches the ways the great masters worked: from Ducio, he takes the golden leaf, from Piero della Francesca, the very concept of a painting, from Velázquez what is beyond the foreground objects, farther away in the space. Lucena will create an appearance of depth by pacing strange frames–disproportionate? deformed?-and making the viewer spin them to make flatness become depth and abstract space open to the perspective of the world. Lucena is an exchanger. This man of culture conscientiously doubts culture, doubts the inherited codes inside a tradition he loves and at the same time subverts. Throughout the years, his work has been constructed over flexibility: of the figure, of the space, of the consistency of things; of the change they offer to the vision and the feeling of the one who perceives them. While this is the artists’ flexibility that freely plays because he knows how and wants to play, who displaces the usual sensorial answers and steals the intellectual or empirical certainties, who

mocks the expectations that the world’s matter offers man, it must also be said that Lucena starts from the most serious parts of language: from architecture, which is his basic knowledge; from philosophy, that he admires from the borders; and from diverse theories about perception, which he carefully visits from the side of praxis. He is an architect-artist that assumes the world’s great architectural works as one of he axes of his work. He follows the richness of detail, of the material, of the mold, of the angle, of profiles, texture, and support, as well as the embedding and the fixtures. Yet he also goes to the greater dimensions of the dome of Agripa’s pantheon, of the Temple of Salomon, of the canon of Apollodorus of Damascus or of Mies Van der Rohe. He follows the relations of the human body with edification: the space of an arm’s length, the slow walking up the ramps up to the temple’s top; the dimension of man conditioned by his work Espacios de Felicidad [Spaces of Happiness], in which there is a narrowing of the cube and the sphere, the urban “outside” and the inner silence, the centralized and defining geometry, and the dynamic of the public walking inside it. Indeed, for this work the rhythm itself of the person is very important, the meeting with his own interiority, his capacity to be alone with himself. Particularly interesting in Lucena is the permanent relation between matter, closer to our perception, and the design of ideal worlds-both in their reality and their perception-larger than any visible container and any possible architecture. This double glance, to the innermost of the being itself and at the same time to what is most universal and transcending, becomes material in the intervened space: sphere and cube, matrix and skin, interiority and exteriority as polarities that connect, inside his work; the most private space and the most public, the dimension of the soul and that of the universe. Magdalena Fernández. The space, the emptiness Magdalena Fernández is the youngest of these artists. Still under the influence of certain masters–Gego, Bruno Munari, the tradition of Italian design, which she studies formally-the sensitivity of this artist is fully willing to deal with the problems of space qualities, of the need to register and limit, but also to the potential opening towards what is suggested to us as unlimited; to the coordinates of place but at the same time of what also shows a certain inapprehensible density of what is empty. With hard materials-such as stones, cardboard and iron-; or soft such as nylon, transparent acrylic, water and light; or inclined to the virtual image, such as mirrors, retro-projection screens, glass spheres, and optic fiber, Fernández appears as deeply intuitive in the constitution of a language that is a common environment to the games of reason as well as to the summoning of tact and vision; all of it starting from a fine sensitivity towards nature and, from it, before elements of a more subtle appearance: the air, the reflection of water waves, the light.

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Even a superficial glance is sufficient to show that all the innumerable forms in which the life-urge of Nature manifests itself are subject to a fundamental law– one may call it an iron law of Nature–which compels the various species to keep within the definite limits of their own life-forms when propagating and multiplying their kind. Each animal mates only with one of its own species. The titmouse cohabits only with the titmouse, the finch with the finch, the stork with the stork, the field-mouse with the field-mouse, the house-mouse with the house-mouse, the wolf with the she-wolf, etc. Deviations from this law take place only in exceptional circumstances. This happens especially under the compulsion of captivity, or when some other obstacle makes procreative intercourse impossible between individuals of the same species. But then Nature abhors such intercourse with all her might; and her protest is most clearly demonstrated by the fact that the hybrid is either sterile or the fecundity of its descendants is limited. In most cases hybrids and their progeny are denied the ordinary powers of resistance to disease or the natural means of defence against outer attack. ADOLPH HITLER: Mein Kampf, chapter: “Race and people”

TO READ LAM: AFRO-CUBAN COSMO-VISION AND THE JUDEO-CHRISTIAN WESTERN WORLD* By Desiderio Navarro Then God said, “Let the land produce vegetation, seed-bearing plants and trees on the land that bear fruit with seed in it, according to their various kinds.(...) And God said, “Let the land produce living creatures according to their kinds; livestock, creatures that move along the ground, and wild animals, each according to its kind,” and it was so. Genesis 1: 11-24 Keep my decrees. Do not mate different kinds of animals. Do not plant your field with two kinds of seed. Do not wear clothing woven of two kinds of material. Leviticus 19: 19

“The divergent readings of the plastic work of Wifredo Lam.” This could very well be the title for a research work that, since long time ago, is possible and necessary: the analysis, typology and evaluation of the numerous and very different readings that critics and art historians (among others) have made of the artistic production of this singular Cuban artist. Few works in worldwide contemporary painting have been perceived with so many and so diverse manners of interpretation: mythical, allegorical, symbolic, mimetic, expressive, aestheticising… Few have been subject to so many interpretative procedures of such dissimilitude: from the explanations based on biology (race), biography and psychology (the work as the expression of an individual subconscious, or more frequently, of a collective unconscious–African black or humanuniversal-) to gnoseological explanations (the work as a reflection of aspects of an objective reality–Cuban, Antillean, American,1 or Tropicalwhich are phenomenological or essential), including, among others, socio-genetic readings (the less frequent and less articulated ones) and the plastic-genetic (the work as passive or active receptor of the influence of other art works-Picasso, surrealism, African art-). And what is more: frequently these highly heterogeneous modalities of reading and interpretation procedures coexist in the framework of the same critical or historical work on Lam’s artistic production.

The necessary analysis of the readings of Lam’s work cannot overlook a fact whose analysis seems to be the best introduction for this essay. It is the fact that the interpretation of the works of the great Cuban artist has usually been an “atomist” reading of loose image/symbols, a hermeneutical activity based on a theory of symbols that considers them as isolated totalities which do not constitute systems on the basis of the relations of their discreet elements, but instead –if at allas repertoires of topics whose sole relation is sharing a similar origin. Most of the time, critics and historians see the meanings of those unconnected images/symbols in the redundancies or meaning surplus associated to them in the cultural tradition thanks to their previous working in specific cultural processes–mythical, ritual, artistic, etc. The application of this interpretation modality to Lam’s work has its clearest example in the excellent essay “Wifredo Lam y su obra vista a través de significados críticos”2, written by Fernando Ortiz in 1950. There, the famous Cuban anthropologist and ethnographer, upon examining what he called “zoomorphic symbols”, saw “the incisive staves of a bull” in the “countless horns that appear in Lam’s visions”, and he interpreted them as “the affirmation of a strong, impetuous and penetrating masculinity”; and upon examining what he called “mechanical symbols” claimed that the horse-shoe “might recall ‘good luck’ or the brutal charges of misfortune”, and that the scissors are as the Fates who cut the thread of life.”3 As it can be seen from these examples, the images are interpreted in a symbolic way, each one independently from the others, by appealing to a heterogeneous repertoire of cultural topics (popular beliefs, Greek mythology, the Western iconic tradition, etc.), and even with the additional help of metaphor and synecdoche mechanisms (as in the case of horns: horn/bull and horn/penis). Here, we have a symbolic reading of the figurative elements, which, due to their atomism and attachment to the redundancies of the cultural tradition, becomes analogous to the analysis that Ivan Schulman made of the marginal elements in the poetry of José Martí in the book Símbolo y color en la obra de José Martí (Symbol and Colour in the Work of José Martí). Paradoxically and surprisingly, Ortiz overlooked the undeniable interpretative value of some specific figurative elements in the work of Lam according to the iconographic redundancies which are present in the traditional sources of the Cuban religious culture of Yoruban origin, which Lam knew so deeply. When Ortiz claimed that Lam did not paint “even orishas”, that “his mystical art is un-iconic”,4 the Cuban sage evidenced not having seen in Lam’s works what later was perceived by another Cuban critic, Edmundo Desnoes: the insistent presence of Elegguá as “an unsettling visual symbol”, which “may appear among the leaves or equally on top of a character’s head.”5 This does not mean that Ortiz did not notice in Lam’s works the repeated, almost constant presence of the corresponding figurative element (we may call it preiconographic, following Panofsky): he actually calls attention to “an opaque small sphere with luminous eyes, open mouth and active horns.” Nevertheless, mystified by his own anthropologic interpretation of Lam’s paintings, linking them to the already surpassed evolutionistic ideas of Tylor and Robert Marett on animism and animatisms, respectively, as a first historical stage–pre-theistic and pre-iconic-of religion and, following that line of thought, to the “unspeakable concept of the mysterious mana” of the Polynesian religions and even “to what the Indo-Cubans meant by the word zemi”,6 Ortiz does not recognizes in this little figure the icon of the orisha Elegguá and instead capriciously

* This essay, which won the Prize of Fine-Art Criticism at UNEAC 1985, is an improved version of a part of the conference “Lam and Guillén: communicating worlds,” preseted at the International Conference on Wifredo Lam (Havana, May 23rd-25th , 1984) and published in the book On Wilfredo Lam (Havana: Letras Cubanas, 1986), pp. 138-163, as well as the Russian translation in Latinskaia Amerika , no. 7 (July 1987): 96-106. 1 In this text the notion of American is used to describe what is from the American continent, not the USA [Corrector’s note]. 2 “Wifredo Lam and his work seen through critical meanings” [Translator’s note]. 3 Fernando Ortiz, Wifredo Lam y su obra vista a través de significados críticos (Havana,: Ministerio de Educación, 1950). Quoted from Antonio Núñez-Jiménez, Wifredo Lam

(Havana: Letras Cubanas, 1982), pp. 19 and 21. 4 Ibid., p. 23. 5 Edmundo Desnoes, Lam: azul y negro (Havana: Editorial Nacional de Cuba, 1963), p. 15. 6 Fernando Ortiz, op. cit., pp. 27, 25-26.

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interprets it as an “animatist sign of the mythical extreme.”7 He categorically declares: “Lam’s paintings are neither monotheistic nor polytheistic; they are not even pantheistic. Its religious elements are pretheistic.” And throughout several pages, he insists that Lam’s work corresponds to a “theoplasmic phase” in which there is not yet “even the myth, just mana, an “I don’t know what,”8 that is, just an indefinable impersonal supernatural power. Instead, Desnoes, who does see the Elegguás, believes that “when Lam employs elements from Afro-Cuban cults, he never uses their symbols in a strict sense,”9 which means that the Elegguás cannot be interpreted on the support from the traditional mythological redundancies. We do not know what Denoes uses as basis to deny that possibility of interpretation in the different cases included in that generalization; nevertheless, regarding the particular case of the Elegguás, their inclusion in that supposed regularity is only due to the fact that Desnoes, unlike Ortiz, does not know this mythological tradition in depth, which becomes ironically evident when, while explaining what the alleged mutation of the symbolic sense of Elegguá consists of in the work of Lam, he tells us that “the Elegguá (...) in his paintings is no longer the god that opens all the doors, to become an unsettling artistic symbol: “it may appear among the leaves or equally on top of a character’s head”, and that the Elegguás “with their eyes of fear (...) are mocking or mysterious annotations in Lam’s world.”10 As if the supposedly new features that he mentions were not precisely essential characteristics of the orisha! As if Elegguá were exclusively a propiciating and servile divinity and not an ambivalent, contradictory companion, who is also fear-inspiring, mocking, or-as an oriki, a song in praise, calls it-a “trickster”, who “changes right into wrong, wrong into right,” so unnervingly capable of all kinds of evil that it has been identified with the devil by European missioners and Westernized Yorubas. The reading made by the well-known French researcher Max-Pol Fouchet in his brief thesis on Lam, about the same figure, is also incompetent from an iconographic point of view. He, by the way, twice mistakes the chicherekú with the güijes: “Frequently there appear little horned creatures, which we feel inclined to see as cicirikúes (sic)-why not?-capable of misleading a child to the waters.”11 Meanwhile, it is easy to prove that the small figure is a representation of the orisha Elegguá. On the one hand, in many of Lam’s works in which the small humanoid head is present, rounded, with open eyes and the look of an embryo, it appears inside a bowl (for example, in the works Presencia eterna; Belial, emperador de las mosca; Clarividencia;, Babalú Ayé; Bodegón; and Imagen), and thus the produced figurative group almost perfectly corresponds to the visual image of the little sculptures used in the cult to Elegguá, which consist of a similar little head made of clay, stone, or cement, placed in a clay bowl. On the other hand, Lam himself identified this little figure in the title of several of the works in whish it appears (for example, the works Ozun y Elegguá; Osun-Elegguá para Yemayá; Elegguá; and Gallo con Elegguás; as well as the bronze plate named Elegguá). Lastly, he also pointed out, in an interview with Antonio Núñez-Jiménez, while talking about orishas, the intentionality, frequency and iconic model of the presence of Eleggúa in his paintings: “I have used Elegguá, god of the roads, extensively in my paintings, and it is represented by a madrépora with eyes and teeth made of snails.”12

However, we find it even more amazing Lam scholars, almost always oriented towards the search and interpretation of isolated symbols, have not yet discovered the presence of the iconographic element that is the most frequent symbol in its creation since the mid-50’s. Mainly, the image of a bird located next to the head of several “characters” (as Lam himself calls his figures that show certain anthropomorphic features). Sometimes it appears lying on the head, other times standing on it, and in the lesser of cases, flying near to it (almost always flying over it). In the vast majority of cases, this bird appears anatomically linked to the head through some part of its body, or by a sort of umbilical cord that comes out of its body and enters the top of the character’s head (sometimes through an eye), or both ways together. The head of the character is hence linked sometimes to the whole bird’s body, or only to the bird’s head and neck (which, very personally designed in four basic repeated patterns, are nevertheless recognizable by referring to the depictions of the whole bird in other works by the artist). More than once, the presence of this iconic combination produces titles such as El pájaro en la cabeza (The bird on the head); Los pájaros en la cabeza (The birds on the head); Cabeza con pájaro (Head with bird); and Cabeza adornada con pájaro (Head decorated with bird). On the basis of knowledge of mythical, ritual and iconographic traditions of Yoruba origin, it is possible to affirm that this insistent image of the bird, anatomically or just spatially linked to the characters’ heads, is nothing but an iconographic representation of the eiye ororo from Yoruba mythology, the orisha Osun from Cuban santería. Eiye ororo literally means “bird of the head,” and according to the very respectable information provided by the Araba Ekó, one of the main babalaos in the Yoruba land, this name designates “the bird which, according to the Yorubas, god places in the head of men and women at birth, as a symbol of the mind.”13 This explains the existence, in myths and rituals, of a persistent analogy or association of the bird with the head as seat of the mind, power and destiny of a person. It happens so in mythological statements from the Ifá texts on the miracles that the orisha Osaín would do with “heads” or birds. It happens so also with the ritual object called ilé orí (house of the head), a pointed box covered by overlapping snails (cauri) suggesting the feathers of the eiye ororo, and also with the ritual object called osun, a private piece held by every initiate. This piece depicts an iron bird on a disc and an inverted cone with tiny bells, or over a circle made by smaller birds, and on which are placed, during the initiation ceremony, the same four materials (of vegetal origin) which had been placed in the incisions made on the top of the shaved head of the initiate. Proof that Lam knew only the iconographic representation of Elegguá, but also the central figure of the osun, is precisely the fact that he gave the explicit titles Ozun y Elegguá, and OsunElegguá para Yemayá, to two paintings in which, along with the humanoid figure mentioned before, there appears the image of a bird (the bronze sculpture called Osun also depicts a bird). We believe that these facts we have pointed out, in addition to others we cannot include here by reasons of space, (for example, the kind of interpretation of the very frequent image of the spikes according to their symbolic presence in the texts and rites related to the orishas Babalú Ayé and Ogún), allows to affirm that the iconographic reading of Lam’s work has not yet reached its limits of study, and that, even more, there is still much of importance to discover in his works. The “atomist”

7 Fernando Ortiz, op. cit., p. 22. 8 Fernando Ortiz, op. cit., p. 26 9 Edmundo Desnoes, ibídem. 10 Edmundo Desnoes, ibídem. 11 Max-Pol Fouchet, Wifredo Lam (Barcelona: Ediciones Polígrafa, 1976), p. 201. 12 Antonio Núñez Jiménez, Wifredo Lam (La Habana: Letras Cubanas, 1982), pp. 65. 13 Quoted from: Robert Farris Thompson, Flash of the Spirit. African and Afro-American Art and Philosophy (New York: Random House, 1983), p. 11.

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reading of unconnected images/symbols by means of appealing to the knowledge of redundancies from the cultural tradition is not wrong when it is used to develop the iconographic analysis of the works; but it is wrong when, facing its results, forgets that we do not perceive isolated symbols but texts, organized groups of signs, and that the cultural redundancies only tell us that sometime before these symbolic meanings were read in those isolated images and not what the structural sign weavings, of which those images are part, mean here and now. In the following section of this presentation we will deal with Lam’s work precisely from the perspective that focuses on the meaning of those sign structures that constitute figurative texts. In order to determine the structure of Lam’s “imaginary universe” we will examine the relations established between the figurative signs which are present in his works. We believe that this procedure may lead us to objective results that would refute, or confirm, ideas hitherto not proved to which other researchers on Lam’s work have arrived by the subjective means of intuition. Upon examining the world present in Lam’s work starting in 1942, one can see that it is constituted by figures representing human beings or humanoids (in many titles the artist calls them “woman”, “man”, “girl”, “children”, or by denominations such as “sweetheart”, “bride”, “friends”, merchant”, “wizard’, “watchman”, “warrior”, “witnesses”, “guests”, “visitors”, or very frequently, characters”), figures that represent animals (in many titles, Lam identifies them as “cock”, “bird”, “dog”, “lizard”, “centipede”, “fishes”, etc.), figures representing vegetation (in certain titles the artist calls them “manigua”, “tamojal”, “weeds”, “jungle” or “forest”), and lastly, figures that represent orishas or other divine beings (identified in their titles as Oggún Arere, Oyá, Babalú Ayé, Elegguá, Canaima, etc.). In Lam’s work, the figurative signs that represent objects of cultural origin, such as the knife, the arrow, the chair, the lamp, the scissors and the wheel, appear only very briefly. However, what is more remarkable is that the same situation occurs with the few figurative signs that represent elements of the inorganic world: a moreor-less flat ground and a moon of dubious identity (sometimes it looks more like a stylized human-face mask–as in La jungla). According to Carpentier, Lam went, around the year 1941, from the “fixed” European world to the American world of “symbiosis, metamorphosis, confusions, of vegetal and telluric transformations (...), where rivers change course” and one could see “the strange mountain that the hammer of the geologist identified as a gigantic mole of petrified snails.”14 However, the telluric element is very limited or inexistent in his works: the natural elements and their transformations are almost totally absent. This was noticed by Fernando Ortiz, although his search for animatisms in Lam should have induced him to try to find a painting in which “the forces of nature (...) are represented, as it is still done in the most archaic African religions, by simple stones, minerals, sticks, and water.”15 Ortiz rightfully points out that Lam does not evoke from his home village “the brave waves of the sea, the deluge-like overflowing of its rivers, the dangerous swamps, the imposing splendor of the burning sugar-cane fields, nor the devastating fury of the hurricanes.”16 A characteristic of the overwhelming majority of the figures that compose Lam’s world is the great heterogenic diversity in the elements that compose it: it is not just the fact that in an animal figure there is a combination of parts from different animal species, or that a vegetal figure mixes plant parts from other species, but also the fact that in a single figure-human, animal, vegetal o divine-there is a meeting of parts from those four kinds of beings, or of three or two of them. In this way we may find, for example, a character that combines a human head, a bird’s head, spikes, flowers, and a head of Elegguá.

A more detailed examination of the figures allows us to confirm that they are formed by a relatively reduced repertoire of figurative sub-units in varied combinations. The repeatedly present figurative elements are certain parts of the human body (heads, mouths, hair, breasts, hands or complete arms, hips, buttocks, penis and testicles, as well as feet and whole legs) certain animal body-parts (heads-of horses, cows, and birds-; horns–of bulls-; manes, wings, tails–of cows and horses-, and legs with hoofs or claws); certain parts of different plants (stems, leaves, fruits, thorns and flowers); and lastly, the head of Elegguá. Therefore, the figures that populate Lam’s world are live beings, and the heterogeneous figurative elements that compose them are also fragments of living beings. In Lam’s work, several authors have referred to the presence of “strange animated beings that, without losing their clear vegetal identity, gain a mobility characteristic of beasts and humans” (Carpentier), “the fusion of animals, men and plants in Lam’s paintings” (Desnoes), and the “unitarian polymorphism” that “associates what is vegetal and animal to what is human” (Fouchet). However, all of them overlooked the participation of the divine in those fusions: the head of Elegguá “anatomically” linked to human beings, animals and even plants. On the other hand, only Desnoes was capable of reading the sense of those combinations. He claims that Lam’s artistic idea is “to unite human, animal, and vegetal to give unity to the criollo existence.”17 Therefore, Lam does not present a vision of the world, but instead reflects a supposed ontological essence of the “criolla” or “Antillean” life. However, under that ontological and gnoseological interpretation it may be seen that Desnoes has grasped the semantics of those “symbioses”: they mean the unity of life. Indeed, in these symbioses there is an activation of the semantic features common to the figurative elements “human”, “animal”, “vegetal” and “divine”, and the el resulting archi-semic unit, the semantic nucleus that emerges in the intersection of the fields of meanings of each of these basic semantic units (Lotman), is “life”, “what is alive”. However, Desnoes does not come to perceive that the direct anatomic union of heterogeneous parts is not the only way in which Lam expresses in signs that unity, but rather only one among others that we mention here: the connection by a cord, the ambiguity, the “rhyming sense”, and the metaphoric substitution. We had already mentioned, upon examining the image of the bird next to the head, the presence in Lam’s work of a sort of umbilical cord coming out of the bird’s body and entering the top of another figure’s head. Nevertheless, in Lam that cord not only connects birds to the head of characters, but also the heads of horses and birds; and the head of Elegguá to bodies of figures or animals, as well as these last ones to one another. Just like the direct anatomical union of heterogeneous parts, the anatomical connection by means of a cord tells us that the diverse divine beings, human and animal are linkable, thus suggesting the substantial unity of these living beings, and, in that way, meaning the unity of life. Another way to signify that unity is the ambiguity conferred by Lam to certain figurative signs. In his work, sometimes the same pre-iconographic element might be “read” in two different ways. Its formal features and the context around it allow for that double interpretation. That is the case of certain pre-iconographic elements that can be interpreted as horns or as vegetal spikes, as well as others that may be human hair or horse manes. This ambiguity underlines the formal analogy of the two images recalled, and the formal equivalence thus established suggests an equivalence of meanings. In this way, the horns are like thorns, and thorns are like horns. This means that the ambiguity indicates that what is vegetal, animal and human are interchangeable, and thus, it means that life is One.

14 Alejo Carpentier, “Lam en Caracas” (1955). Quoted in Antonio Núnez Jiménez, Wifredo Lam, p. 125. 15 Fernando Ortiz, op cit., p. 24. 16 Fernando Ortiz, op cit., p. 33. 17 Edmundo Desnoes, op cit., p. 16.

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The remaining ways to signify life’s unity are less simple and more subtle: their “effects of sense” are based on the transgression of the difference between paradigm and syntagm, in the projection on the plane of syntagmatic relations (that is, by contiguity) of the existing equivalence between the members of a paradigmatic series (that is, related by association). In the same way that in language two types of relative associations can be distinguished, according to sound and according to sense, also in the visual arts it is possible to talk about a paradigm by formal analogy and a paradigm by analogy of meaning ( L.Marin). By setting a coincidence of figurative elements formally analogous in the great syntagms of the work, and underlining their formal analogy by means of plastic construction, Lam achieves the creation of strong visual rhymes between parts of the human body or animal bodies, on one side, and of parts of plants on the other. And if in poetry, “the equivalence of the sounds, projected over the sequence as a constitutive principle, unavoidably implies semantic equivalence” (Jakobson), in the visual arts rhyming may also imply an equivalence of meaning between the terms placed in a syntagmatic continuity. That is what happens in Lam’s work with the visual pairing of human legs and cane stems, human breasts and fruits, horns and thorns; this rhyming establishes equations that may be read thus: the legs are the stems of humans, the stems are the legs of the plants, breasts are fruits of the human being, and the fruits are the breasts of plants. Through those similarities we have, once again, the idea of life’s unity, signified by means of resources which are specifically visual. Lacking a better term, we have decided to provisionally denominate as “rhyme of sense” the phenomenon that is produced in the painting of Lam’s when in a single figure as a syntagmatic unit there is a combination of figurative elements of analogous meanings: human arms and legs; hoofed animals’ legs and wings; or also heads of the divinity Elegguá and of humans and animals. The presence of the common semantic nucleus-the meaning of “extremity” or “upper part of the living being”-activates in those figurative elements the distinctive semantic features-“human”, “animal” and “divine”-. However, the anatomical union in a single figure of the elements that “rhyme” semantically, also brings forth the archi-semic unit “life”, which includes all units of meaning common to those distinctive features that have been activated. The result is that the analogy and the contiguity of a human leg and a horse’s leg also suggest that life is One. Finally, the metaphorical substitution in Lam’s work leads some elements to replace others in the syntagmatic chain of the figure, on the basis of its formal analogy. For example, in several occasions vines substitute hair, horse tails replace human hair, and fruits substitute breasts. We therefore have a “plastic rhyme in absence”, let us say. However, here the formal equivalence with the substituted term implies an equivalence of meaning. The animal and vegetal parts may occupy the place of human elements. This possibility of substitution is another way yet to signify the unity of life. We complete here our analysis of the different mechanisms through which the global sense in Lam’s work is constituted. Now we will deal with a fundamental aspect in his semantic universe, which hadn’t been studied in depth until now either: how the human is present in the “symbioses” that populate this universe. The question to ask is the following: On what basis is the human element united to what is animal, vegetal, and divine, in Lam’s work? One of the features common to the majority of figures is nakedness. This allows us to appreciate not only their skin, but also, particularly, the female secondary sexual characteristics: the numerous breasts and protuberant buttocks and hips that Lam’s work shows. The frequent appearance of these characteristics, together with the no lesser abun-

dance of male primary sexual characteristics-penises and hanging testicles under the characters’ mouths-, show sexuality as a basic semantic element of what is human in those “symbioses.” The frequent coexistence of female and male features in a single character activates the opposition masculine-feminine, but at the same time underlines the semantic unit that integrates both polar terms: sexuality. Lastly, among the figurative elements that represent parts of the human body, legs and arms stand out frequently, characteristically ending in wide, large hands and feet (also usually thick), made for physical activity (grabbing, hitting, walking). These images imply another basic semantic element of what is human in Lam’s combinations: the capacity for intense physical activity and physical energy. If we closely examine the group of basic semantic elements that are associated to the human component in Lam’s characters; that is, nakedness, sexuality, and physical energy, we will quickly notice that all of them integrate a superior semantic unity: corporality. And here is then the answer to the question raised above. In Lam’s work what is human is united to what is animal, vegetal, and divine on the basis of its corporality, which is the place and expression of the life they possess. This statement of humankind as a living body, as corporal materiality and vitality, gives Lam’s work a polemic character in respect to the Western official Christian culture, which during centuries has systematically repressed human corporality and has only tolerated it as alienated sexuality and labour. Carpentier wrote that Lam, “starting from very simple elements, very immediate (...) rose towards a myth: towards an American mythology that entirely belongs to him.”18 However, if it is so, it is not possible to avoid asking and answering: what is the meaning of the myth present in Lam´s work? Lévi-Strauss said that “the object of myth is to provide a logical model to solve a contradiction,”19 and, for example, he has stated that the myth of Oedipus offers a logical instrument that allows us to build a bridge between the question “Are we born from one or from two?” and the question “Is the same born from the same or from the other?” At a first approach, it may be said that Lam’s work-the one produced from 1942 on-, constitutes an attempt to overcome by means of mythological logic, one of the fundamental antinomies in life, an attempt to solve the “metaphysical” problem enclosed in the question “Is the living one or is it multiple? By showing the diverse living beings and their diverse parts are able to be united, connected, mixed, and interchangeable, Lam implies that the multiplicity of the living constitutes a unity. Lam´s myth, like all myths, intends to transform chaos into order, a cosmos. Desnoes is wrong when he claims that “Lam’s cubism is an expression of the Antillean chaos.”20 He is wrong not only in misplacing that label of “cubism” and that unacceptable ontology of the “Antillean world” as chaos “where nothing has yet acquired enough individual life to separate from the group with a clear profile”, but also and above all because in Lam’s art there is not chaos but another order. An order that is not the cosmogony of the Western official Christian culture, and that can only appear as chaotic when seen from this culture’s perspective. His “hybrid” characters are not ctonic monsters, nor any other kind of power of chaos: they are inhabitants in a cosmos that, unlike the one in the Judean-Christian Genesis, does not know the division of live creatures in beings created “according to their genders”, in such a way that all of them multiply “according to their species” without delving in “mixtures.” This is a world in which, if there was a demiurge, it created gods, men, animals and plants from a single matter, with a single breath of life, in a single day.

18 Alejo Carpentier, op. cit., p. 126. 19 Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural (Havana: Instituto del Libro, 1970), p. 209. 20 Edmundo Desnoes, op. cit., p. 8.

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HISTORY AGAINST THE GRAIN: VISUAL AND THEORETICAL MODELS FOR THE ANALYSIS OF CONTEMPORARY PHOTOGRAPHY IN LATIN AMERICA By Juan Antonio Molina 1. Vision In a fascinating simultaneity, present, past, and future overlap; I see the possible arriving, dead or alive. I experience the present, I am (as long as I struggle and unless I faint) its prey and its master. I see the past running away. Before me? Behind me? I do not know. And this is the vision, the knowledge that penetrates beyond what is known. HENRI LEFEBVRE

Vision (Prelude VIII), one of the most suggestive essays from Introduction to Modernity, by Henri Lefebvre, describes the sea as a strange, temporary and spatial experience. An enveloping, immense space, constituted or fragmented in the constant succession of ephemeral events. This metaphor, as intense as Benjamin’s “angel of history,” refers to modernity, to dialectics, and to the idea itself of historical time. It refers to the situation of the individual that is suddenly at the mercy of this organic quality around him, this gigantic intelligence that wraps him, consuming and rejecting him at the same time. And the individual’s only resource is to look for the solidity of what is real, as the only axis of support.1 Lefebvre’s essay has the same rhetorical characteristics that Marshall Berman confers to Marx’s discourse in the Communist Manifesto: “The cosmic perspective and the visionary greatness (…) the densely concentrated dramatic force, the vaguely apocalyptic tone, the ambiguity in its point of view…”2. It seems in general to show that “evanescent vision,” part of what Berman considers the distinctive seal of modernist imagination. Before reality’s evanescence and fugacity, one of the obsessions of modern man seems to be the search for solid ground. Nevertheless, this support would not be found in reality itself, but in its artificial double, in its symbolic reproduction, in its image. Photography may have offered that mythical space where a solid vision of reality would find support. According to Arlindo Machado, the whole optical mechanism of the photographic camera was set to work in order to solve the problem of automatically obtaining an artificial perspective. In that way, (and thanks to the technical possibility of fixing the image on a photo-sensitive support), an illusion of reality was perpetuated, transforming the photographic image in a sort of “window” to the outside world. Thus, photography came to give continuity to a figurative ideal that had already been consolidated by western painting since the 15th century. According to Machado, this figurative ideal summarized the ideology of a bourgeois class which had originated during the Renaissance, and for whom the representation of the world should reproduce its ideals of control, possession, and centralism, justified by a rational order, and marked by the hegemony of vision.3 John Berger, whose ideas seem to be continued in some theories of the Brazilian scholar, provides a remarkable definition of that historical moment for western painting, and he defines it as a visual paradigm, “…a way to see the world, which ultimately had been determined by new attitudes towards property and change…”4 According to Berger, it is oil painting, developing since the 15th century, where this way of vision finds its original expression, which initiated the tradition of turning the painting into a vehicle to transmit a vision of “total exteriority.” The first question to ask would be if that vision of exteriority is the one that finds in photography the more appropriated mechanism to con-

solidate itself. If that were so, the photographic image would appear as a strong object, solidly engraved in the consciousness of western man, and in the cultural tradition which has predominated in the last five centuries, long before the first daguerreotype appeared. An object upon which that “hardness of reality,” searched by modern man, would become concrete. 2. The falseness of perspective In one of his essays on realism, George Lukács remembers that Flaubert sometime remarked, regarding The Sentimental Education: “It is too truthful, and from an aesthetical point of view it lacks the falseness of perspective.”5 Here, the term perspective is used in a sense that is more symbolic that figurative. Obviously, he refers to the point of view, and suggests that every such point of view is partial, and as a consequence, arguable. What is interesting is that hint of “falseness” that Flaubert considers essential to complete the aesthetic possibility of a work of art, even a realistic one. For a work to be sufficiently effective in aesthetic terms, it would have to leave space for that uncomfortable element, almost an intruder, and that nevertheless fits perfectly the structure of every story. Perspective would then appear as a soft area within the objectivity of the work of art. Its main attributes would be subjectivity and relativity. While mentioning perspective in the sense given by Arlindo Machado or Berger, I have been referring to an objective, rational, and scientific method of organizing space (or at least the plane, in the illusion of space) and therefore, the way this space will be presented to the eye and be visualized. I mean a rationalization and objectification of space, and yet I am talking about an illusory space, a fictitious space, a represented space. In this sense, perspective is also false. To finally link this idea with the ones derived from Flaubert’s comment, we could say that it is in the falseness of the renaissance perspective that its aesthetic efficacy is located, that is, that perspective only has validity in terms of representation, which means simulation. Perspective no longer appears as an instrument of reason and becomes an instrument of fantasy. In what sense could we accept the cognitive value of the perspective system, while it is the imitation and fictitious reconstruction of natural laws? Perhaps in the sense that Nietzche gave to the relation art/nature, or even knowledge/nature: the world as representation, that is, as error.6 The strongest evidence for this affirmation may actually be that the majority of analysts of this issue acknowledge the impossibility of reproducing human vision’s real conditions by means of the laws of linear perspective. Finally, perspective is just a way to encrypt what certain subjectivity understands as being nearer to the conditions of human vision, but nothing more. As a code, it pre-supposes of its users a certain naiveté, gullibility, and cooperation, which makes us overlook the error and take advantage of it. On the other hand, it happens that the camera is offering a “vision” much more exhaustive than the vision from the eyes: a vision whose aesthetic possibility depends on its contamination by a certain subjectivity. In fact, it depends on this error to become part of our affective universe. This would be a way to review and criticize an excessive trust in the objectivity of the laws of perspective and, as a consequence, in the objectivity of photography as a language that incorporates within its codes the system of perspective. There is, however, another possibility, also exciting: the possibility to doubt the importance and persistence of the renaissance visual model (supposedly based on the lineal-perspective system) in the age of industrial modernity. In this sense, the debate sponsored by the Dia Art Foundation, as part of a series of discussions on contemporary culture, which started

1 See Henry Lefebvre, Introducción a la modernidad. Preludios (Madrid: Editorial Tecnos, 1971), pp. 120-123. 2 Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (México D.F.: Siglo XXI Editores, 1992), p. 83. 3 See Arlindo Machado, A Ilusao Especular. Introducao a la fotografia (Sao Paulo: Editora Brasiliense, 1984). 4 John Berger et al., Modos de ver (Barcelona: Gustavo Gili, 1975), p. 97. 5 George Lukács, Problemas del realismo (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1966), p. 181. 6 Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano (Madrid: Mestas Ediciones, 2002), pp. 41-42 and 50.

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in 1987 in New York, is quite illuminating. Those conferences concerning our subject were published under the title Vision and Visuality (Hal Foster, ed. New York, The New Press, 1999). There are two particularly interesting theses in this compilation: the one supported by Jonathan Crary (“Modernizing Vision”), and the one championed by Martin Jay (“Scopic Regimes of Modernity”). From the beginning of his text, Jonathan Crary presents his two goals: to articulate the visual model of the camera obscura in terms of its historical singularity, and to explain the way this model collapsed at the beginning of the 19th century.7 Crary determines the period of 1820-40 as the moment when the process in which the renaissance visual model was displaced by new concepts of vision and observer. […] at the very beginning of the 19th century, the camera obscura collapses as a model for an observer and for the working of human vision. There is a deep change in the way the observer is described, imagined and placed in science, philosophy and the new techniques and practices of vision […]8 Giving special importance to the science of physiology, Jonathan Crary describes the rising of a subjective vision that “…provided the observer with a new productivity and perceptual autonomy.”9 The eyes would become an essential instrument in that functional structure that is the body. The relativity of vision (and consequently, the relativity of knowledge) would make the visual process of the camera obscura appear as excessively rigid. Following the process of thought I have elaborated so far, I would dare to add that not only it appears as too rigid, but also as too unconvincing in its pretension of objectivity. On the other hand, Crary points out that not even in the centuries previous to the 19th, did the visual program of the camera obscura enjoy total hegemony. This is precisely the thesis developed by Martin Jay in his text, which basically aims at demonstrating the existence of alternative visual domineering principles to the renaissance lineal-perspective model. The visual standard of modernity may be understood, according to Jay, as a ground for antagonistic tendencies, rather than as a space where different theories and visual practices could live in harmony. Thus the notion of “visual subcultures,” which this author introduces in order to demonstrate the plurality of options within the modern visual system. Martin Jay gives special importance to Dutch painting of the 17th century, which he considers an example of a visual descriptive model (which he opposes to the narrative model of Renaissance painting). He achieves this by largely basing himself on the theses of Svetlana Alpers (The Art of Describing: Dutch Art in the Seventeenth Century, Chicago, University of Chicago Press, 1983) who in turn takes from George Lukács the distinction between narration and description, to contrast Renaissance art to 17th century’s Dutch art. The descriptive visual model, which Jay attributes to Dutch painting, would anticipate the visual experience brought forth by the invention of photography in the 19th century. The frames’ fragmentation, immediateness, and arbitrariness would be characteristics shared by both visual models. Jay’s conclusion is that different models of vision coincide within the program of photography, as a respond to that plurality which characterizes modernity: The parallel frequently mentioned between photography and the anti-perspective of Impressionist art, revisited by Aaron Scharf in his discussion on Degas, might then be extended to include Dutch art of the 17th century.

And if Peter Galassi is right in Before Photography, there existed also a tradition of topographic painting–landscape sketches of a fragment of reality–that resisted the Cartesian perspective and thus paved the way for photography as well as the impressionist return to the bi-dimensional canvas […]10

3. Signs of existence Apparently, this notion of a “visual model” has to do with certain organization strategies of reality in representation, and of the way perception is conditioned, in relation to knowledge on one hand, and on to conventional views on the other. Either way, the analyses and discussions that I have mentioned seem to especially underline the conventional side of the camera obscura model and question–in favor of or against–its coherence with an epistemological model. This tendency may drive our attention away from an aspect that is not less important: the qualities of the photographic sign. This means not the physical qualities, which we will discuss elsewhere, but its pragmatic qualities, to which Arlindo Machado actually has referred. Regarding this topic, I find particularly attractive the analysis made by Jean-Marie Schaeffer,11 as it attributes a dual quality to the photographic sign: that it moves between what is indicial and what is iconic. This is a more complex and more complete definition of the photographic sign, which has too easily been catalogued as index or indicator, according to Peirce’s definition: a sign that establishes a relation of contiguity with its referent. Schaeffer calls attention to the matter of analogy, so crucial for photography to work as communication. On the whole, the supposed contiguity between sign and referent in nothing more than a suggestion derived from contiguity (or mere closeness) between the camera and what is photographed. Therefore, photography’s iconographic density comes from analogy. And probably it also obtains its functionality from analogy. It is clear that the photographic icon is marked by its peculiar circumstance of origin, that circumstance in which the camera coincided with what was photographed. In that way, the icon becomes a sort of evidence of that coincidence, while the coincidence gives the icon a certain prestige, a certain legitimacy worth having. Schaeffer refers to this when he says that the photographic sign is an indicial icon. By considering it an icon, we would be dealing with what Pierce calls “a sign of essence,” that is, in the words of Schaeffer, “a sign that is enough unto itself;” however, we have seen that this self-sufficiency is lost in photography: the icon is “submitted” to the indicial function, and it stops working as a sign of essence to become a sign of “existence.”12 A sign of existence is nothing more than a piece of evidence, a symptom, a proof, a clue. These terms fit as much into the language of archeology as in the language of historiography, medicine or police work. This is what allows photography to place itself so coherently in what Carlo Ginzburg has called “the indicator paradigm,”13 an epistemological model that the Italian historian locates precisely at the end of the 19th century, in a context that allows for the confluence of diverse disciplines and practices, scientific or otherwise. I dare say that the acceptance and prestige of photography at the end of the 19th century may not be so obviously due to the pertinence of the camera obscura visual model, but very probably to its being useful for many of these practices that (such as medicine, physiognomy, ethnography, police vigilance, or artistic research) would find in photography the summary of this indicator paradigm.

7 “Therefore–says Jonathan Crary—although at the end of the XIX century the cinema or photography seemed to invite a formal comparison to the camera obscura, and

although Marx, Freud, Bergson and others made references to it, it was within a social, cultural and scientific context in which there had already occurred a deep separation from the conditions of vision presupposed by this device…”. Jonathan Crary, “Modernizing Vision,” in.Vision and Visuality; ed. Hal Foster (New York: The New Press, 1999), p. 30. 8 Jonathan Crary, Op. Cit., p. 31. 9 Ibid. 10 Martin Jay, “Scopic Regimes of Modernity,” in Vision and Visuality, p. 15. 11 See Jean-Marie Schaeffer, La imagen precaria.del dispositivo fotográfico (Madrid: Cátedra, 1990). 12 The thesis of existence runs through and unifies all the semiological analysis of photography in the book by Jean-Marie Schaeffer. It mentions “…the fact that the photo

graphic image is always received as the sign of a real event or a really existing entity (at the moment the photo was taken) (…) therefore it works as a true logical implication that joins the image to the existence of that of which it is image (…) the thesis of existence in nothing but the acceptance a priori of the validity of the scheme of implication to regulate the relations between the photographic image and its object of reference…”. See Jean-Marie Schaeffer, Op. Cit., pp. 91-95. 13 See Carlo Ginzburg, Mitos , emblemas, indicios (Barcelona: Editorial Gedisa, 1994). Some of the essays in this book were re-edited by Carlo Ginzburg in Tentativas.(Morelia:

Facultad de Historia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2003).

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Photography would come to absorb, perhaps as no other technique of the times, the qualities of this indicator paradigm, as an attitude in front of knowledge, and as a method of research that privileges the sign, the symptom, and the evidence as instruments to decipher, interpret or translate an object. The object, and even the subject, once photographed would gain the status of a text, meant to recuperate meaning and, with it, value. The fascination for what is intelligible. The development of instruments to rescue what is intelligible. The confirmation of knowledge as a desire for what is intelligible. Perhaps up to that level we could force the concept of the indicator paradigm defined by Ginzburg. And this would help us understand the perfect articulation of the practice of photography and the rest of the cultural practices, in a context where what is visible was considered “...a world of traces.”14 4. On photography as a weak object At the beginning of this essay, the idea that photography works in modernity as an element of solidity in relation to reality was useful in characterizing postmodern photography as a weak object. Furthermore, I saw this weakening of photography in postmodernity as a symptom and consequence of a change in relation to the individuals with reality and, particularly, in their relation to history. An initial rectification to this hypothesis comes from verifying that this element of weakness, or that tendency towards the weakening of what is photographic, has been present in the history of photography itself since it began. The previously commented thesis of the plurality of visual models interests me mostly to help understand that along with the concept of photography as a solid entity, which provided a strong foothold in relation to reality, a practice was also developed towards the opposite direction, since its priority probably was commotion, subversion, and reconstruction of the experience of reality. When I mention a practice that works over the basis of disturbing the experience of reality (of altering the awareness of reality in the individual, of the object he observes and of himself) I refer to a practice that gives priority to the aesthetic effect. From this point of view, aesthetics can be understood as an element of interference, which alters the supposed clarity and fluidity of the relation individual-reality. With this I am performing a division (not necessarily radical) between a kind of photography that aspires to rectify the rationality of the relation individual-reality, and another kind of photography which aspires to disturb this rationality by means of an aesthetic effect. Nevertheless, that aesthetic effect should be the result of an effort, a work over the structure itself of what is photographic. An emphasis should be placed on some key areas of the photographic object, so it may exhibit itself, may proclaim itself as an eminently aesthetic object. Of course, such an object whose reason for being is its aesthetic value, an object which is self-defined as eminently aesthetic, has many probabilities of being understood as an artistic object. That means that along with the emphasis on the aesthetic aspect as the photograph’s ulterior end and reason for existing, there comes an overcharge of meaning which specifies the object’s aspiration to be received and consumed as artistic. As part of the operations directed to specify the aesthetic consumption as prioritary, there is precisely the evanescence of the print (its loss of clarity in the photograph’s weaving of signs) and the softening of the support (basically, the support’s loss of importance in relation to the context). In the artistic space, basically the gallery and the museum, photography undergoes a process of legitimating that does not depend anymore of the support, but rather on the space itself, as an institutional space (I speak from the understanding that the definition and legitima-

ting of what is artistic is an institutional process, and therefore attributive). It is the wall of the gallery, more than the photographic paper, what impregnates the photograph of value and authenticity as a work of art. And it is probably that possibility what underlies the origin of the progressive and unstoppable process of dissolution of the photographic supports throughout the 20th century, up to now. I would rather say that such dissolution does not affect the legitimating of the object as artistic, even if it does affect its specificity as photography, and that probably what it does is to serve as added value to its artistic quality. Together with this dissolution of the supports, there comes the constant exciting of the surfaces. Among the signals that the photographic object sends to be understood as artistic, there is that emphasis on the surface, which uses the reality of the photo to substitute the illusion of reality of what is photographed (supported by the topic, that is, by the syntactic, narrative, and descriptive structure of the graphic signs). For a photographic object to be understood as artistic it is also necessary that it calls attention as an object, that it makes of its surface a signal (or a decoy). That is, all the techniques that since the 19th century were meant to work, transform or emphasize the surface of photography, were simultaneously trying to legitimate photography as a work of art, and this process seems parallel to a sort of exclusion of the analogue possibilities of the photographic sign, of its indicative character and its value as ratification of the state of reality of what is photographed. It is interesting that Carlo Ginzburg (who in his thesis on the indicator paradigm seems to give more importance to philology than to photography) should mention the process of de-materialization of the text, under the effects of text criticism: First, all the elements linked to the oral and gesturing components were considered as not pertinent to the text; later, the elements linked to the physical character of writing were excluded. The result of this double operation has been the progressive de-materialization of the text, little by little cleaned of any sensorial reference; although a sensorial support is necessary for the text to survive […]15

Currently, this de-materialization (including the case of photography) may be seen as a paradoxical form of writing, which is even “inscribed” in the content of the work, as it takes to the extreme the calling of attention to matter and support. If the photographic sign is an index that points towards its referent, in the practice of art it becomes an index that points towards its own epidermis. On the other hand, those who focus their attention on the content of the photography (that is, its referential or individuality qualities) are cooperating with the “transparency” of the photographic surface. This is somehow the premise for realism, or more exactly, for illusionism, so necessary for the functioning of photography on a social level (domestic and political, even in its etymological sense). It is clear that there is no step from transparency to opacity; there is no transit from a “strong” photography to a “weak” photography. Both options have lived together, have dialogued, and have struggled throughout the whole history of photography. Therefore, describing as “weak” the place of photography within postmodern artistic practice would not contribute much, if this statement were not subordinated to an acknowledgement of the changes that are occurring inside the artistic field itself. I am proposing we stop the tendency to explain contemporary photography solely as the result of an evolution of what is photographic. This evolution, if it exist beyond the evident technological evolution, is rather a consequence and not the cause of a series of changes coming from the rearrangement of photography within the system of art, in the circumstances of the contemporary visual culture.

14 “At the beginning of the 19th century, the trace was not only considered as an effigy, a fetish, a film that might have been ripped off the surface of a material object and placed

somewhere else. It was this material which had become intelligible (italics in the original text). It was supposed that the trace acted as the manifest presence of sense. Strangely placed at the crossroads of science and spiritism, the trace seemed to be equally part of the absoluteness of the material world, as the positivists claimed, as of the pure intelligibility of the metaphysics...” Rosalind Krauss, “Tras las huellas de Nadar,” in Lo fotográfico. Por una teoría de los desplazamientos (Barcelona: Gustavo Gili, 2002), p. 26. 15 Carlo Ginzburg, Tentativas, p. 118.

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This is a trans-national culture, but it is also trans-disciplinary. That explains, on the one hand, the abundance of mixing processes, the syncretic aspect prevailing in what is currently presented as photographic. On the other hand, it also explains the difficulty to theorize photography strictly in terms of national or regional identities. Even the discourses that emphasize political maters and gender or ethnic identities are more easily perceived as collateral to the medium, not as an essential or defining element of it. It is probably due to this that the re-positioning of the photographic appears so clearly before topics that until some time ago seemed definite: identity problems, the issue of verisimilude, and the relation with history. In relation to them we can appreciate another way of the weak character of the photographic in manifesting itself, not any more in relation to the formal and signic structure of the image, but in relation with its ideological structure. 5. On constructions and utopias. The Latin American experience Despite their general character, these reflections can be useful for an analysis of Latin American photography. The concept of weak object is applicable within this context if we notice the way that notions of identity, history and truth are becoming relative. This relativity seems an alternative to a hard discourse facing history and the image’s social function which seemed to prevail between the decades of the 60’s and the 80’s. It is a relativity that also reaches the photographic object, in principle affecting its semiotic status, which had seemed inalterable. The first aspect to be noticed is the tendency to modify the qualities of the photographic sign, either by weakening its indicative character (by means of a certain dislocation of the relation between what is photographed and the photographic device), or by weakening its iconic character by means of altering the relation of analogy. The former case leads to a kind of photography that does not immediately declare the coincidence between the camera d what is photographed. There is something like a lapse, a kind of time-space distension between observing the image and attributing an actual referent to it. In the latter case, what results is an interference between the processes of identification of the image as well as of the referents. On the other hand, the tendency to overturn the object quality of the photographic support is noticeable. The term “weak object” makes us think of a fragile support, not because it is more fragile than the paper, but because its fragility has not been historically associated to photography. Let us consider the case of a print on cloth (for example, a digital impression by Alexander Apóstol) or the projection of a slide (as in an installation by Carlos Garaicoa o Miguel Río Branco), or simply a photocopy. But let us consider also the reproduction of a still image from a video, or in the reproduction of photography, methodologies that may be found in different variations in the recent works by Eduardo Muñoz or Graciela Fuentes. These are practices I associate to the desire to expand the limits of the photographic document, to perturb its specific identity and bring its definition as an autonomous medium to a critical stance. Several of these works consist of the presentation of images that incorporate physical inconsistency to their meaning. This is the case of the digital impressions on acetate by Arturo Cuenca, with a visual instability produced by the rhetorical emphasis in the un-focusing of certain areas of the photograph. Cuenca photographs the same image twice, and in each case he leaves a different area out of focus. He then superposes both impressions, in such a away to let the observer reconstruct the final image by a process of synthesis, facilitated by the transparence of the support. A similar effect occurs in the Karla Solano’s installation Espejo interior (Inner mirror) (1996), where she uses this device to propose a reconstruction of the female body as physical appearance and anatomy, by introducing her own nude portrait

between a graphic representation of the human skeleton and another one depicting the human muscular system. The paradoxical extreme of these strategies of de-materialization is found in the device of the camera obscura, in the works by Abelardo Morell, as well as in the series Lima 01 (2001) by Pablo Hare and Philippe Gruenberg. These artists have taken several photographs by turning specific spaces (usually house rooms) into cameras obscuras onto which the exterior space is projected. The final result is a conventional photograph of the modified space by the projection of the inverted image. Nevertheless, these photos actually seem documents from a conceptual research on the mirror quality (refracting, Arlindo Machado would say) of photography, and above all on the fragility of the basic mechanisms for the construction of photography. In such cases we witness the putting into practice of a tautological discourse (photography of or about photography) where the topic (photography, but also the process to construct it) becomes more important than the figurative object (photography, but also the documenting of the process). Although momentarily, photography goes on to represent the deembodiment of what is photographic and, consequently, the loss (or at least the lessening) of that illusion of permanence that will be finally rendered by the fixing of the image on the paper. Through this, we attend a new temporal configuration of what is photographic, which presents photography as an ephemeral event. In his comment on Heidegger, Gianni Vattimo has found the possibility of opening the discourse “…in the direction of the temporary and perishable character of the work of art…,” upon the assumption that the work of art is “…the only type of manufacturing that records aging as a positive fact, that includes itself within the determining of new possibilities for sense.”16 Photography, understood as an object that rescues objects from the past, and therefore denies its aging and death, is the type of art that seems to offer a greater resistance to this destiny. Thus the importance (as a subversion of that metaphysical construction of what is photographic) of those practices aimed at erasing the photograph’s immutability in the face of the passing of time. A typical work from this procedure is Manuel Piña’s Deconstrucciones y utopías (2001-2002). This is a 16-photography series lined in four rows of four photographs each, making up a rectangle on the wall. Each of the photographs refers to the others (as all of them represent different sides of housing buildings). However, the time dimension that each story encloses is subtracted from the whole structure of the group and actually given to the photographs’ own material and to its support, as they undergo a process of gradual transformation. This is achieved by giving different degrees of fixation to the images, which makes the continue to “age” after they have been placed in exhibition. As a consequence, each photograph shows a different degree of clarity, on a scale that goes from being partially identifiable to totally dark. Through this, Manuel Piña achieves a new version of a work presented in the exhibition called El voluble rostro de la realidad. Siete fotógrafos cubanos (The changing face of reality. Seven Cuban photographers) (Havana, 1996). His own work was titled De construcciones y utopías (homenaje a Eduardo Muñoz) (On constructions and utopias. A homage to Eduardo Muñoz). The first version had been based on appropriating, quoting and manipulating some works belonging to a photographic essay by Eduardo Muñoz on the topic of housing reconstruction in Havana, and its interruption when the economic crisis arrived after the communist bloc disappeared. All the versions of this work evolve around the relation between social utopia and a feeling of frustration, but also around the parallel between the decay of things (the buildings left half-constructed, which were left as a motionless moment between project and ruin) and the aging of the photograph itself.

16 Gianni Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura postmoderna (Barcelona: Gedisa, 1994), p. 59.

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As metaphors on history and the precarious position of the document in the face of history, these works coincide with the work that Oscar Muñoz has been producing, especially in the series of works that he has called Narcisos, and which consist of different versions, since the mid90’s until now. In principle, Narcisos by Oscar Muñoz follow the mythological scheme: the relation of the ego with its image and the mirrorlike mediation of water. These are works based on self-portrait, which basically behave as installations in which water works as much as a support for the image as an element that intervenes in it.17 The artist sieves coal dust through a photo-serigraphy screen print of his image, which works as a filter. The coal dust already has a residual-like quality at the moment it goes through the screen, to fall either on water in a transparent container, or on a sheet of paper floating on that water. In both cases we have a simulation of the impression, where the final result is never the fixing of the image. In the first case, the support is the water, which means a totally unstable support that cannot retain the “printed” image at all. At the end, it is the evaporation of the water which allows us to perceive the solidity of the graphic material, but more like a residual or a detritus. In the second case, the paper sheet, supposedly more solid, is nevertheless submitted to the action of water, which will soften and ruin it. This means that the image may be submitted to a process of aging and gradual disintegration, as well as to a process of immediate decomposing. These works may be presented with different structures, either as installations (the containers and other elements), or as impressions (the paper sheets with the rests of the impression). In any case, what is foremost is the process element being observed, sometimes becoming part of its own temporality, sometimes implying it from the evidence of the graphic object placed on the wall or the remnant lying on the bottom of the bucket. In iconographic terms, the result is a distortion and corruption of the portrait, a crack running through its iconic and indicative possibilities, and as a consequence a softening (a metaphorical death) of the portrayed person’s identity. The works of Oscar Muñoz as well as the ones by Manuel Piña, emphasize the working on the material quality of the image; the weakening of the image itself as a consequence of the degeneration of the support; a frustration of the possibility of the document to work as a monument and, in general, an ideological content that channels a skepticism in the face of truth, history, and the discourses. Once again we witness the placing of the work as reference and document of the work itself. In general, it is a kind of self-critical art, where the object denies itself and exhibits its decadence. It enters what Vattimo calls the “explosion of the aesthetical,” since it resists the condition of immutability and permanence, which seemed essential for the institutional legitimating of the artistic. Inasmuch as the corrupted image questions itself, it questions the institutional environment where it should be accepted as a value. For Vattimo, the “explosion of the aesthetical” is made manifest mostly in the tendency of contemporary art to escape from institutional boundaries. In the case of the first avant-garde movements, by means of understanding art as a cognitive model, a questioning instrument of reality and an element of social and political subversion. In the case o the newer avant-garde movements, Vattimo focuses more on the denying of the places traditionally assigned to the aesthetic experience: The tendency is no longer to suppress art in a future revolutionary society; instead it is somehow attempted to have the experience of art as an integral aesthetical fact (…) the work does not aim at reaching the success that may grant it the right to find a place within a certain value environment […] the success of the work fundamentally consists more of making this environment problematic, of overcoming its limits, at least momentarily. From this perspective, one of the criterion for valuing the work of art seems to be first of all the capacity that the work has to question its own condition […]18

In the transition from one view to the other, Vattimo gives special importance to the incorporation of new technical elements, mostly those that sustain the reproductive character of contemporary art (where photography has a privileged position). Understanding the importance of reproductivity for the integration of the aesthetic experience in contemporary society (essentially, a society of masses), Vattimo concludes: From this perspective, the fact that art comes out of its institutional boundaries is no longer solely nor principally linked to the utopia of re-integration (metaphysical or revolutionary) of existence, but instead linked to the arrival of new techniques that in fact allow and even determine a kind of generalization of the aesthetic. With the advent of the reproductive possibilities in art, not only do the works of the past lose their halo [...] but also forms of art are born in which the capacity for reproduction is part of their basic constitutive elements, as photography and cinematography […]19

In speaking of these aspects, I am suggesting that the fragility of the supports has not been historically linked to photography. Now I want to invert the idea and say that, as they are not incorporated to photography’s tradition, these supports are fragile in their historical condition. Furthermore, I am especially interested in underlining another way the historical condition of photography starts to break, the one that consists of desecrating historical photography. This happens by means of the practice of another variable of reproduction, which is not necessarily the one suggested by Vattimo (who ultimately approaches the subject from the perspective proposed by Walter Benjamin in its classic essay The work of art in the age of technical reproduction). I mean not the work that simply constitutes itself as reproductible, but the one that is also exhibited as a reproduction of itself or of another one, charged with a historical value. Here is where the topic of the work of art that questions or denies itself acquires other implications. The work of Manuel Piña, which we already discussed, exploits that other possibility as it is based on appropriating and quoting the original works by Eduardo Muñoz. The most recent versions of that work seem to separate themselves from those quoted originals and approach the works of Bernd & Hilla Becher, while remaining within a reproductive pattern in which the archeological component seems to juxtapose what is actually historical. In the case of Piña, these procedures keep a subtle air of homage towards the originals (in fact, a respectful distance). However, an artist as Marcos López may be an example of a much more irreverent attitude. His work Tomando sol en la terraza (Sunbathing on the terrace) (2002), is a sarcastic version of La buena fama durmiendo (The Good reputation sleeping), by Manuel Alvarez Bravo. None of the changes made by Marcos López is insignificant. The most impressive and obvious change is substituting the female model by a masculine one. This is a more than evident substitution, since the genitalia of the model are visible, practically occupying the centre of the composition, as if the topic of the photograph were the penis and not the rest of the image. The most powerful effect of that penile exhibition is the breaking of sexual stereotypes that have been dominant in modern photography, setting the construction of the female figure for the masculine look. However chauvinistic, the languid macho exhibitionism actually seems a critical device to tempt or revert the supposed masculine condition of the voyeur. On the other hand, the penis is not here a stimulus for obscure Freudian interpretations (it is not a phallus in the psychoanalytical sense of the term), but instead a part of a representation that seems to follow a realistic logic. This logic aims at producing a crisis in the traditional, sexist model of representation, while at the same time subverting the whole psychoanalytic, symbolic and transcendentalist structure that has been attributed to surrealism, not always correctly. The title itself puts us in front of a banal situation. Furthermore, it presents a

17 María Iovino makes a much more exhaustive and trustworthy analysis of the work of Oscar Muñoz in Volverse aire (Bogotá: Ediciones Eco, 2003). 18 Gianni Vattimo, Op. Cit., p. 51. 19 Gianni Vattimo, Op. Cit., p. 52.

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scene that even has a certain vulgarity. All the placed elements (as in a realistic stage play) have a concrete, not symbolic, functionality in the constructed situation. The cigarettes, the beer bottles or the ashtray, are common objects in the scene depicted. At the same time, all these objects give local colour to the scene (as the thorny cacti do to the photograph by Alvarez Bravo). The weekly sections of the newspaper El Clarín, the labels on the beer bottles, the brand of matches, all of them may be texts explicitly placed to round up the time-space location of what is photographed. The prosaic codes with which Marcos López substitutes Alvarez Bravo’s “poetics” help subtract the original photograph from the value niche where history has placed it. This “updating” is also a kind of vulgarization of an object whose historical value is confused with the museum value. While Piña and Oscar Muñoz concentrate in the corruption of the photographic object, Marcos López propitiates a corruption of the historical value and the values of originality and immutability associated to the concept of “masterpiece.” In that sense, a work that summarizes these variables we have mentioned is Che (2000) by Vik Muñiz. This work is first of all another example of critical reproduction of a historical image, in this case the famous photography of Che Guevara by Alberto Korda. The irreverence against the presumption of monument given to the original is noticed in the way the relation between sign and referent has been obstructed. By “drawing” or “constructing” the image of the Che with a bowl of bean soup that was subsequently photographed, the most immediate referent of the photo is the bean soup itself. In fact, another unstable, weak and corruptible substance: a substance that has been given a new context and a new function to make it gain hitherto-unknown graphic qualities. As in the work by Marcos Lopez, here we have another example of perversion of the historical image, by means of a cynical updating of its content. In an extreme manner, this icon is taken as a signpost for the current circumstances of Latin American society, where the edible seems more urgent than what is ideological.20 Although they appear to be self-referential (both, somehow, assuming a very particular kind of narcissism) none of the aforementioned works (the ones by Piña, Oscar Muñoz, Marcos López or Vik Muñiz) is outside the current conditions undergone by Latin American cultures and societies. On the contrary, they are demonstrating the feasibility of employing the historical content as a resource for an elliptical reference to the present. And above everything else, they expose the need, and the possibility, that photography’s references to history also pass through the history of photography. Within such a context, to speak of photography as a weak object forces to pay attention to the behavior of the practice of photography in regard to its own tradition and to its own history, and in regard to the expectations that tradition has socially towards photography. Understanding photography as a cultural practice means understanding that every image implies not only the circle of relations between creation, circulation and consumption of meanings, but also an ideological environment that is inherent and definitive to photography itself and to the circumstance in which photography is created and observed, at least from the perspective of western culture. The rise of photography is associated with a change in the way we perceive reality, but also in the way of relating to the technical device that is photography. From a technical point of view, photography has been more than just an instrument to widen the productive and reproductive capacities of culture, as it has also been an instrument to interpret those capacities. Every instrument of interpretation performed through an instrument contains the mechanisms to interpret itself, every language has the capacity of self-enunciation. I would even add that every interpretation made by means of an instrument also constitutes (at least potentially) an interpretation of the instrument itself.

Such an interpretation would be historical, which mean that it would experience changes as its ideological frame and its historical and cultural circumstances change too. Nevertheless, there are elements associated to the origin and the practice of photography that still persist and largely pre-determine its placement within contemporary culture. These elements are summarized in that figurative archetype in which the gaze of the modern subject takes body, an archetype that becomes concrete and reinforced as value in the notion of document. Throughout this essay I have intended to perform a piece of criticism, or at least present a summary of the ways that contemporary Latin American photography criticizes the excessively static concept of the documentary and the mythicization of the figurative. However, this does not mean to propose a priori the vanishing of the document in the current practice of Latin American photography. In fact, I have preferred to catalogue the most experimental practices as a kind of “new documentalism,” whose particularity would be to call attention to realities not altogether legitimated, to alternative discourses and ideologies, and to normally marginal issues. Furthermore, this would imply a restatement of the issue of identities, as the traditional urge to represent the sign of collective identities (national or regional) would be confronted with a configuration of individual identities. In any case, when the new documentalism approaches the subject of group identity (ethnic or sexual, for example) it does so from a perspective that is also weak inasmuch as it assumes its instability, fragility, and heterogeneity. A great deal of Latin American contemporary photography performs an elliptic reconstruction of the identity of the subjects and of the circumstance in which such an identity is defined. We can notice this in the work of Mauricio Alejo, who, in his series Aeropuerto (Airport) (1999), proposes the identity of the subject as an absence forced by the mechanisms of vigilance and control. Likewise, it is noticeable in the works by Eduardo Muñoz or Graciela Fuentes who, from their own migratory experiences, show the vague and confused profile acquired by the identities reconstructed through memory. Víctor Vázquez, Eugenia Vargas or Marta María Pérez, among other photographers, would be showing the body as a habitat of fragile and vulnerable identities. Several Latin American photographers are playing with the paradigms of sexuality spread by the mass media, thus transforming their works in patterns of ambiguous sexual identities. Meanwhile, other artists would be undermining the ethnographic stereotypes with which the discourses on the identity of marginal groups have been constructed. This kind of practices seems to come from an awareness of the discursive nature of identities. Identity–contrary to what has been proposed, mostly in relation to the social function of Latin American photography–is not something that is reflected or defended; it is a notion that becomes a narration in the field of discourse. It is not something that is represented; it exists in the representation itself, being a part of the discursive quality that the representation acquires in a determined communicative circumstance. 6. History against the grain Never is a document of culture proposed without its being also a document of barbarit. And in the same way it is not free from barbarity, neither is the process of transmission in which one moves to the other. That is why the historical materialist keeps a distance from it in as much as it is possible. He considers it as his responsibility to go against the grain of history. WALTER BENJAMÍN

When Raquel Tibol wrote the introduction for the catalogue of the First Latin American Colloquy on Photography, she proposed, rather than a

20 For a deeper analysis of this photograph, it is essential to read the essay “El otro rostro del Che. La imagen latinoamericana para el siglo XXI,” by Iván de la Nuez, in

Mapas abiertos. Fotografía latinoamericana 1991-2002 (Barcelona / Madrid: Lunwerg Editores y Fundación Telefónica, 2003), pp. 281-289.

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characterization of the photographic production in question, a model of what Latin American photography should be, in order to be photography and to be Latin American. This brief text (and the exhibition that was held with the colloquy) has become an essential referential basis, mostly to understand which ideological patterns would determine the way Latin American photography would be evaluated during several decades. The participation of Raquel Tibol in that project was also significant because it represented the legitimating of the photographic practice by the critics and art history. However, it is evident that the authority of the critical discourse was more related to proposing an ethical basis than of producing a theory of photography in Latin America. The effort to construct an ethical model for Latin American photography has a lesser quoted predecessor which is much more significant: the work done by Edmundo Desnoes, mostly in a very ambitious essay published in the book Para verte mejor América Latina, accompanying photographies by Paolo Gasparini (Mexico, Siglo XXI Editores, first edition 1972, second ed. 1983). That essay (which has all the characteristics of a manifesto, and also the “vaguely apocalyptic tone” mentioned by Berman), as well as the text La imagen fotográfica del subdesarrollo present a criticism of the uses of the image in Latin American societies (with the exception of the Cuban society, that at the time was considered a viable model in social and cultural terms). From those discourses, photography is shown as being pat of a mechanism of collective alienation; a mechanism aimed at creating a mass of consuming individuals, placed outside reality. Being outside reality in this case would mean several things: to be on the margin of the image (since it is the image what assures reality as real), that is, to be on the border of representation, to access representation only as consumers and not as owners (at this level, terms such as “creators” or even “producers” would not be enough). To be outside reality also implies to access reality in a way that is media-polluted, illusory, and ultimately deceitful. But above all, to be outside reality must be understood as being outside history. In his essay, Desnoes is talking about individuals that do not have the possibility of constructing, narrating, representing their own version of history. Individuals who are unable, therefore, to understand themselves as historical individuals. He overlooks the fact that the efficiency of photography within this alienation machine is due to the persuasive power of realism. And nevertheless, he proposes the use of that power to undermine the system, to denounce its perversities. Realistic photography (ultimately propaganda) should work as a vehicle to enter history, to (at least symbolically) revert the relations of power. Neither Raquel Tibol nor Edmundo Desnoes mentioned the possibility of subverting the persuasive quality of photography, of reducing its credibility, or of playing with the limits between credibility and fiction/ This would have taken the analysis to the field of aesthetics (or to what Desnoes himself has called “the ridiculous mansion of art”21), when in fact, as I have mentioned, what was meant was to stay within the limits of ethics. Any analysis of Latin American contemporary photography that is sufficiently free from prejudices would show that by means of non-realistic photography doors are being opened that offer a new relation between the individuals and history. As I have previously suggested, these alternative relations with history basically occur through the construction of alternative histories. Nevertheless, they also occur through the

legitimating of alternative subjects, not necessarily collective, which are defined (or rather non-defined) as weak subjects. Besides having introduced the term “explosion of the aesthetic” in his analysis on the death of art, Gianni Vattimo–to whom the concept of photography as weak object inevitably leads–allows us to deduct from his analysis on the end of modernity a sort of explosion of history, which is also an explosion of the concept of reality and of identities. From this explosion would come the “dialect” as paradigm of the diversity and marginality of language. And also as evidence of a new project of emancipation, which Vattimo explains from the basis of “…summarizing effect of not-belonging that comes with the first effect of identification.”22 The overview of contemporary photography in Latin America is a very good example of how this system of dialects behaves in the artistic space. A widening of the linguistic space. Skepticism and irreverence towards what is historic. An acceptance–and sometimes an almost festive multiplication–of the plurality and the fugacity of what is real. A widening of what is local, which eventually results in an effect of displacement. A precarious construction of identities that oscillate between self-affirmation and self-denial. And above all, a relinquishment to exhibit itself as a stable, solid and homogenous body. Under these conditions, if photography is able to open doors towards a participation in history, it dies so by relinquishing the messianic calling that at other times was meant for the image to have. We no longer feel the duty of redeeming the subject in the face of a historic condition that overpasses it (as Lefevbre’s sea), as much as the need to take this historical condition to the scale of the subject, even if by doing this effort we may work on fragments, residua and even debris. Anyway, this may be another way to go against the grain of history. In fact, all that revision of the historical component prompted by postmodernity answers to that complaint which is essentially modern. This is a complaint that photography inherited from its very beginning. Perhaps, if an unheard-of possibility may be attributed to the photo, it is not so much the possibility of reflecting with accuracy (which is dubious) an exterior reality as it is the possibility of critically evidencing the hidden structures of what is real, its soft, discontinuous and unstable areas. The contemporary photographer may continue doubting as Lefebvre: Am I in the dream, in the imaginary, in the hardest side of reality? I do not know anymore.

21 “Maybe we lingered for too long in the ridiculous mansion of Art (capitalized), either because we lived in that illusion for too long, or because we think it enjoys a vicious circular prestige.” Edmundo Desnoes, Op. Cit., p. 75. The text by Raquel Tibol also boasts that militant rejection of “the art.” That is the only way to understand her giving so much importance to the words of Tina Modotti: “Every time the words Art or artist are mentioned in relation to my photographic work, I get a disgusting impression...” Regarding this “manifesto” by Tina, Raquel Tibol concludes: “…not all the currently working photographs in Latin America would support this manifesto […] but the fact that a large number of them might do so leads us to suppose as preponderant the photographic work with appraisal or critical eloquence that contributes to express the Latin American state of being…” See Hecho en Latinoamérica (México D.F.: Consejo Mexicano de Fotografía, 1978), pp. 18-19. 22 “If, all in all, I speak my dialect in a world of dialects, I will also be aware that this is not the only language, but mainly one more dialect among many others. If I profess my system of values–religious, aesthetic, political, ethnical-in this world of plural cultures, I will also have a sharp consciousness of the historical value, contingence, and limitation of all these systems, starting with mine [...] Living in this multiple world means making an experience out of freedom understood as continuous oscillation between belon ging and losing grip.” See Gianni Vattimo, “Postmodernidad. ¿Una sociedad transparente?,” in G. Vattimo et al., En torno a la postmodernidad.

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NOTES ON ARGENTINE ART BEFORE AND AFTER 2001 THE CRISIS STARTS TO PLAY By Inés Katzenstein At the end of December 2001, when the Argentine crisis exploded, I was living in New York. On a very small computer’s screen that received the blurred broadcast from an Argentine news channel, I watched the overflowing popular marches filling downtown Buenos Aires, and the ensuing violence that erupted, which resulted in 30 deaths, the darkness of the images increased the drama of the events and it appeared a symbol showing me that I was missing one of the historical events that would mark the end of the century. After those days, there would be something about my country, about my generation, that I would not fully understand. At that moment, I did not know either–in terms of knowledge through experience–in what way my country’s artistic production was changing. Back and settled in Buenos Aires, it is that change what, somehow, I will try to make clear through these notes. The art that had emerged in Argentina during the nineties was a polemic phenomenon, which has not yet been analyzed as carefully as the issue’s complexity requires. In general terms, it was an art stigmatized by the adjective “light”, in other words, art that is uncommitted, condescending, superficial, obsessed with producing objects–paintings, sculptures–of a strange and marginal beauty. The group of artists that ended up being paradigmatic of that decade was associated to the exhibition program at the Ricardo Rojas Cultural Center (a.k.a. “the Rojas”) with the artist and former journalist Jorge Gumier-Maier as curator, at an independent space of the Universidad de Buenos Aires. That gallery, opened in 1989 with a performance by the mythical underground actor Batato Barea, became a key space, as from there, through what Gumier-Maier defined as “domestic curatorial model”, “an alibi for a poor and capricious collector,”1 an ideology of art started to take shape, later becoming the most representative, influential and symptomatic one of that decade. If we intended to summarize this ideology we would say that the art promoted at the Rojas rejected the models of artwork and artist that were beginning to come out from the international art centers, becoming a lingua franca; that by opposing the inherent intellectualization of neo-conceptualism, Gumier-Maier promoted a defense of “sensibility” and “taste”; opposing political art, the tendency was defined as anti-instrumental; by opposing the turning of the artistic field into a profession, artists affirmed themselves as marginal, “inspired” figures. The paradigmatic figure that dominated the period, promoted by Gumier-Maier’s curating at the Rojas, was that of the artist as a freak, isolated in the singularity of his personal world, patiently and seemingly without pretensions producing an object that would be valued by its rarity, its naïveté and its kitsch preciousness.2 The artist appeared as the bearer of a sensitivity opposed to any instrumentalization opposed to the clichés of correctness (and particularly of what is “politically correct”), of maturity; an artist who is in love with the proletarian taste and who is dedicated to semi-crafty pleasures of art. Most of the artists who emerged in those years used to explain the meaning and origin of their works by appealing to personal preferences, resorting to a kind of autobiographical anecdote in which the emphasis was on the expression of taste or character. In addition, there was a very marked emphasis on the importance of the work’s technical processes, generally manual; an emphasis evidenced by the object’s polished materiality as well as by the authors’ insisting description of the industrious construction processes of the art work. Marginality or poverty, individuality, youth, craftsmanship, beauty: at the beginning of the decade, these were the most appreciated values in the circle of artists who ended up defining the period and influencing the discourse of following generations. The writer Ernesto Montequin adds

some terms to the definition of the nineties, when he comments: “Curiously, or not so much, in this time of institutional certainties, of the strengthening of networks of art validation, of progressive consolidation and empowerment of marginal identities, a group of artists arises and takes root that re-vindicates fragility, thriftiness and innocence, knowing that no real threat will prevent the full expansion of their subjectivities.”3 However, it was the resistance to participate in politics through the art work what turned out to be the most curious characteristic of this period in Argentine art. In a decade when the military implicated in State-sponsored terrorism (1976-1983) were pardoned, while the neoliberal model was applied most violently, thus generating the situation of poverty currently affecting the country, the most important artists, with some exceptions, worked outside of the explicit coordinates of politics. Pablo Suarez, protagonist of the political avant-garde of the seventies and a fundamental participant of the art scene of the nineties, declared in 1994: “there is an assumed feeling of doom, of frustration. There is no project, but it is as if that project’s impossibility gave value to the individual gesture…a gesture is a more economical way to show a certain impossibility to move things to a certain side through the work of art.” From New York, during the transition from the nineties to the year 2000, I was starting to find out how the artistic Argentine scene was changing as the social and economical crisis of the country became deeper. The most common news was that there was an abundance of collective movements of art, and that they were directly operating in an increasingly more convulsed public space. Simultaneously, the shift of decades was starting to be defined in terms of an unavoidable and excluding polarity: the strongest diagnosis in relation to the transformations that Argentine art suffered in the last five years, indicated that the strategies, discourses, and art works that had dominated the nineties had most likely been replaced by the opposing paradigm. By the end of the decade, with the worsening of the social crisis and the increasing distrust in the State and the political class, the artist’s model that had dominated the nineties had most likely been invalidated, and its works (fundamentally object-based) been illegitimated as “art for artists,” thus leaving ground for collaborating and interdisciplinary work forms, where the artist would not be defined as a subject immersed in his own imagination and creative obsession, but as a member of a group or a community, of a porous network of knowledge and exchanges. The artists’ interests, therefore, must have passed from the history of art and the museum, to reality, emphasizing on ways of critical intervention of the public space, and allowing the urgency of social and political situations to act as the motor or the space of aesthetic production. The Duplus Group, an Argentine collaborative group dedicated to analyze these issues, proposes that today: […] art can only start to be when the institution has been abandoned.” And it proposes that instead of finding ground on the notion of the work of art, the new practices be grounded on an “aesthetical agency” that “goes beyond the discrimination agreed between a subject-author, an objetct-artwork and a subject-audience. In other words, the subject does not voluntarily produce an object for an audience, but rather he is part of, and is constituted in, such praxis. Then, the specific aesthetic practice becomes the process and the experience, rather than the resulting image-form or object. It may even be defined as a resistance to bring forth a product. It is not then a participative art, but an art of participation: an art of this kind does not intend to make others participate, but to allow the participants (let us call them, in principle, artists) to become involved in a given sociopolitical experience. Therefore, neither is there a message for an audience, but instead, in any case, an intensification of identification processes, of subjective con/formation. Finally, we could say that “techniques” and “styles” emerge from the situation, not from a author-projection activity, nor are they evaluated according to the criteria of value of the contemporary art work. They differ from the application of a specialized knowledge. They can even be deliberately anachronistic or unoriginal.4

1 Jorge Gumier Maier, El Tao del Arte (Buenos Aires: Centro Cultural Recoleta, 1997). 2 This was not, surely, the only model of the artist that Gumier-Maier proposed at the Rojas. The exhibition programs at the gallery were surprisingly diverse. Nevertheless,

the model I describe is the privileged model of artist promoted by the Rojas and its context; maybe more of a myth than a concrete reality, but which due to the absence of alternative schools and leaders , ended up impregnating the discourse of the majority of the artists in a whole generation. 3 Ernesto Montequín, Estertores de una estética, Minutas de un observador distante (Buenos Aires: 2003). 4 Duplus, reading presented at arteBA, Buenos Aires, 2004.

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These changes of route had specific consequences. First, new genealogies were set on focus: if the nineties assumed that the works related to the Rojas somehow revisited certain formalist proposals from the concrete art of the forties (certain eccentric geometries, a certain idea of the peripheral, a certain play with the frame of the work, a certain idea of the political as a concept encrypted in the shape), now, with the emergence of the public sphere as the center of the scene, certain artists and practices of the seventies became fetishized, those which in their time broke away from the institutional limits of the art field by proposing collective actions intended to disturb social situations, as was the currently mythical informational art work Tucuman Arde (Tucuman Burns) in 1968, for example. Another consequence of these changes of route was the following: if during the nineties “Argentine art” had been difficult to fit into the international artistic panorama; even difficult to “export”, based as it was on the peculiar sophistication of a group of initiates and because it showed to be so resistant to be trapped by any discourse construction that tried to interpret it or make an instrument of it; through its new political face, Argentine art was willing to be read in context and to be, paradoxically, an art with a prospective power of international interlocution. The paradox would be that precisely the most politicized art manifestations and the most clearly in line with anti-global protest are the ones that end up enjoying the benefits of globalization: participating in international exhibitions, traveling, being translated, etc. Among the groups that emerged in those years was the Grupo de Arte Callejero (GAC)5, whose strongest work since 1997 consists of a critical appropriation of traffic signals, as part of “escarches” that aim to signal the presence, in the public space, of someone guilty of genocide (the escarches are practices that publicly underline the lack of formal justice in Argentina). Another group was Arde Arte (Burn Art), for its manifestation actions such as “Vete y vete” (“Go away and go away”), and the Taller de Serigrafía Popular (Popular Silk-screening Workshop), known as TPS, which since the 2001 crisis, started to work in the Assembly of the San Telmo neighborhood, and whose modus operandi consists of participating in demonstrations and marches with a silk-screening table to print, on the participants’ t-shirts, one or more “images” specially made to communicate an idea concerning the political moment. Breaking points, continuities Having stated how the polarity between decades and political turning points was built, I would nevertheless like to mention in this presentation an argument that intends to question the diagnosis that opposes one paradigm to the other, presenting them as irreconcilable and opposite poles. The idea would be to try to analyze the changes that were produced in the last years in the country and in argentine art concentrating on self-managed projects, that due to their specific characteristics are useful to think about the meaning of the change produced by the crisis, but also about the possible continuities between one historical moment and the next. Today I will refer to the production of the architects’ group M777, and to the art space and poetry editor Belleza y Felicidad (Beauty and Happiness) as examples that demonstrate the existence of forms of political action that feed on beauty, on pleasure or on playing games, thus contradicting the idea that the crisis was accompanied by a radical rupture between “frivolity” and “political commitment”. But before presenting the work of these groups, I am going to take a brief detour to present some ideas produced by the Colectivo Situaciones (Situations Collective), a group of artists and political scientists from Buenos Aires dedicated to work for the Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) [Unemployed Workers Organization] from the Solano neighborhood, since it is producing one of the most interesting bodies of theoretical research of the Argentine situation, because of its content as well as of its methodologies. Operating outside of any party or university institution since December 2001, the

Colectivo Situaciones published four books that account for Argentina’s new political scene. They are an autonomous group whose members define themselves appealing to the figure of the “militant of research”, a figure that describes “a new form of commitment” that would consist of researching without objectualizing, researching like “someone in love.” This militant of research would be different from the classic political militant as he would not fight to overtake power, but to bring “sociability or value production processes” into action.6 Why should I present this group? Because by reading its texts a parallelism clearly appears between the terms that describe what its members call “a new socio-cultural landscape” and the terms of the new landscape that has been configurated in the sphere of current argentine art. Among the diverse common concepts, I will refer to one concept only, which I consider central, and it is the idea of “the organizing autonomy and the autonomy of thought” detected by Colectivo Situaciones in “the new Argentine social protagonism”: in neighbourhood assemblies, in diverse productive and solidarity-based initiatives of the unemployed, in the picketing movements, in the “bartering club”, in the ways of labor and organization that rose with the deepening of the crisis, which exist at the side of the State, and which are based on what they call “self-management of resources and knowledge.”7 During the last years, in Argentina, this “autonomy of organization and thought” seems to have been transformed into a fundamental condition or element, I daresay, for artistic creation. The existence of selfmanaged projects, which exist outside the legitimacy or the support of museums, galleries, foundations, scholarships or universities; in other words, outside the usual channels of value production (the channels that in Argentina were institutionally consolidated in the nineties), is probably the most remarkable new event, and the projects produced in these conditions are perhaps the most productive, dynamic and complex in relation to the ways in which they are linked to the context. And to this autonomy is added, in the projects to which I will refer, a characteristic that I believe is fundamental to associate today’s collective experiences to the hedonism of the Argentine art of the nineties. That is, the idea of the artistic practice as a practice of pleasure, of party or of game-playing. Cases: M777 and Belleza y Felicidad Composed by a group of young architects, M777 emerged in the last years as one of the clearest and most optimistic manifestations of the crisis in Argentine architecture. Working outside the professional market (that is, outside the architecture studios that work by offering their services to customers) as well as outside the university, half “gang culture” and half a group of high-theory studies, M777 operates by creating social games through which urban problems are discussed. Constituted as a collective formation that might be described, in Simmel’s terms, as a combination of “extended family, secret society and small community”, the members of M777’s summarize their philosophy by appealing to the “protection of pleasure in violent times”. From this situation of exteriority regarding the institutions that organize the architectural discipline, the processes and ways of thinking of this group of architects drew near to the artistic processes and circuits, associating to individual artists or groups for different projects. There are several points that interest me in the way this group works and which are crucial to understand what the M777 members call “the protection of pleasure in violent times”. On the one hand, at a general level, as I have said, the group’s decision of not inserting themselves in the traditional institutional and legitimating circuits is remarkable. In the case of Argentine architecture, these circuits, due to the ways of work they imply, tend to generate a vicious circle of economic dependency, unsatisfying ways of work, and creative frustration. Independence–even a certain marginality–is championed by the members of M777 as a condition of “non-alienated work”. On the other hand,

5 Street-Art Group (Translator’s note). 6 Colectivo Situaciones, Sobre el método, 2002, reprinted in Pasos para huir del trabajo al hacer, Verlag der Buchhandlung Walter Konig/Interzona, 2003. 7 Rodrigo Quijano, “Cumbia Cartonera la Mais Endiablada”, http://www.eloisacartonera.com.ar/eloisa/arteba.html

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I find it interesting that this group’s practice is based on experimentation, with their theory and architectonic knowledge activated in relation to a context of crisis in the State and the citizens, as it seems that it is precisely in such spaces of claiming and of desire, opened by the explosion of the social crisis, that the possibility to rebuild and protect the social game could be activated. For instance: one of the works of the group is named Inundación (Flood) and it consists of a board game (a “role-play”) through which some solutions to flood problems in Buenos Aires are debated. What interests the group about this game is the proposal of a new “sociable and civilized” way of discussion and a political negotiation model in which hierarchies, the idea of expertise and the expression of the “ego”, are transitorily suspended, and putting in action the capacity of each participant to represent and act according to rules pursuing common objectives. The Inundación game would be, in this sense, a game-playing performance of the civic capacities of the individuals. From this game, M777 created another one, named Luxury provider, which consists of a system of self-design. This game was created when a customer approached them–a woman separated from her husband, with to grown-up children–who wanted a house in a country club. The M777’s proposal was to have the family participate in a game through which they would negotiate their needs and wishes in order to avoid that “architecture decide about the family situation.” The game included a stage of surveys concerning preferences, styles and ways of using space, and the design of a system of pieces with which the members of the family would organize their own spaces on the hypothetical board game. Once again, Luxury Provider is a do it yourself system that aspires to eliminate hierarchies between the expert architect and client/user. The architect’s figure as author is dissolved and the figure of the client as a self-taught architect emerges; or of the architect as the one who provides methodologies for the client to arrive to his owns conclusions about how he wants to live. The M777’s say: “We are not interested in the house as an object itself. We are interested in the protocols to inhabit the space more than in the form itself.” The case of Belleza y Felicidad (Beauty and Happiness), an art center organized by artists, is more paradigmatic and polemic than M777 because it is a project coming from the art context, and specifically from the ranks of the Rojas Center. This art center, which originally was a “gift shop”, and today shelters an art gallery, book store, and painters’ supplies store, besides being a rock concert hall, is directed by Fernanda Laguna, artist and poet who had an individual exhibition at the Rojas in 1994. Since the beginning, the name, Belleza y Felicidad seemed to come from the (sad) appeals that to happiness and beauty that somehow the Rojas represented, and many artists associated to the aesthetic of nineties have exhibited at Belleza, as Gumier-Maier himself, who after many years without exhibiting, had an individual exhibition at the gallery. Just as the Rojas, Belleza y Felicidad promotes and exhibits marginal and festive aesthetics: art by proletarians, militants, artists either too young or too old to enter the established circuit, popular music groups, gay’s and lesbian’s events, etc. In this empathy for the marginal, the group would seem to be a direct continuity of the nineties’ paradigm. Nevertheless, the manifestations of this marginality seem to have radically changed, and the political skepticism of the nineties seems to have been replaced by a sort of solidary agitation: if at the Rojas, in the beginning of the nineties, what appeared as marginal was the hyperdecorative work of a gay minority, now, after the crisis, what has become more important at Belleza y Felicidad is the cultural center as a device for encounter and exchange between those alien and even contrasting worlds: Gumier-Maier’s work is presented in the galleries, a symbol of “light art”, followed by drawings by Kosteki, one of the demonstrators killed by the police in 2002.

On the other hand, practically without any capital, Laguna initiated the poetry publishing-house Belleza y Felicidad, and later on she was a participant, with the poet Washington Cucurto, in the creation of the Eloísa Cartonera publishing-house. This company has published about twenty titles of Argentine and Latin American young and iconic authors such as César Aira, Leónidas Lamborghini or Sergio Bizzio, producing the books by means of a capital social exchange system consisting of buying cardboard to cartoneros (street salvaged-cardboard dealers) for 1,50 pesos a kilo–instead of the market price of 0,30 cents a kilo–, to make the book-covers, which are solely made (cut, painted, printed, and assembled) by what they call a “cartonero dream team”. Talking about Eloísa Cartonera, the Peruvian Rodrigo Quijano wrote, “Among the many phenomena that emerged with the crisis, the interest for social data and its networks of popular solidarity and survival marked not just the artistic imaginary. They also pointed the way in the direct development of projects whose work of symbolic salvage and recycling made the street living exchange an aesthetic argument and a tool for cultural criticism. From the daily work contact with the cartoneros of Buenos Aires, in these artists the profile of the popular element re-legitimates a radical position associated to the activism of social networks, while appropriating the contours and the language of what is emerging and uncontainable of another Argentina that might have long been pushing its way out from below.”8 Furthermore, Belleza y Felicidad opened a “branch” in the depressed neighborhood called Villa Fiorito, where they give painting lessons, are opening a food dispenser for children, and also organize concerts. Enormous differences separate the intellectuality of M777 from the somehow adolescent-like spirit of Belleza y Felicidad. More precisely, there exist enormous differences in the ways they conceive the democratization or horizontality of the aesthetic and political practices. It is true that the games and protocols created by M777 still function as elite games, but they are currently working with the Urban Planning Bureau of the City of Buenos Aires to make influential economists, geographers, and representatives from NGOs, from the World Bank and from the City Council to play Inundación. For M777, through their urban games they are trying to break hierarchies, to come up with new methodologies of political thought and inaugurate new spaces for debating, through the exercise of “social pleasure”. On their part, Belleza y Felicidad works closer to a welfare-based model, based on the idea that, as Fernanda Laguna says, that “the poor not only want to eat, they also want what the rich have: clothes, beautiful things, art. We mustn’t think of mass but of individuals”. Therefore, at arteBA, the Buenos Aires galleries fair, Belleza y Felicidad presented a cardboard box signed by a cartonero, that Laguna had bought for 1,50 pesos, and was sold for 70 pesos, with which the cartonero bought a sport jacket and a new pair of trainers. But in spite of these differences, what I really want to stress is, fundamentally, a new attitude: with the total crisis of the classical work system and the political representation that occurred in Argentina, in the midst of a situation that could be considered of shortage, the M777 members refer to a “coming of resources into the field of imagination”. It is what they call “invention of worlds from nothingness.” What is important is that the happy and at the same time sociallycommitted practice of these groups deliberately opposes the idea of victim of the system and the idea that the socially-committed must be sad. The ideas of game, pleasure, thus, are raised as flags by these groups as strategies to counteract the tendency to sterility and resentment generated by situations of exclusion. Through social games, or through the artistic-playful welfare work, these groups then break through the state of skepticism from the nineties’ decade. And at the same time, they break through the opposition between a political art and an art of pleasure.

8 Rodrigo Quijano, “Cumbia Cartonera la Mais Endiablada”., http://www.eloisacartonera.com.ar/eloisa/arteba.html

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AN ETHICS ACHIEVED THROUGH ITS SUSPENSION By Cuauhtémoc Medina The same way market integration brings about complicated disputes on commercial, legal and hygienic standards, which determine the actual circulation of goods well after the national borders have been supposedly erased, the global circulation of art coming from the periphery complicates the already difficult political and ethical dilemmas of contemporary culture. We all know how the art from what used to be the periphery is bound to acquire (or, in any case, mimics) the standards of the market and production of the centre, while at the same time its arrival brings new aesthetic, politic or historical criteria into the working of the metropolitan critical and museum establishment. It should not come as a surprise that the assumptions about the politics and ethics of art tend to be similarly challenged once the participants from different art scenes found ourselves fused into a single cultural circuit. Then, similarly to the way the apparent triumph of the ideology of free market conceals new forms of protectionism based on ecological or human rights arguments, the age of global culture may witness the erection of new invisible cultural barriers around specific ethical predicaments, which if unchecked may in fact serve well as means to halt the redefinition of the political in current art. For in fact, there is an irony in the fact that the very same ethical reasons which previously gave artist from the south access to the global circuits are now being put into question by some of them. The issue is in great part a matter of the regionalism of norms of practice, but also translates in terms of the limits of taste. While many legal and political battles in the European and North American centres during the 1980s and 1990s, and in particular the cultural wars of the 1980s and 1990s in the USA, established a certain code of cultural and social representation in art, that among other things badly criticize those practices that did not respect the notion of self-representation and cultural control of subaltern groups of any kind, those discourses remained basically academic (if not, just hypothetical) in places like Latin America, where critique in artistic practice remained still one of the privileges of the middle class elite, and not an arena frequently occupied by the emergence of the subaltern. Frequently, issues and limits taken for granted in the north around feminism, multiculturalism and even concerns based on notions of “decency” are different for cultural practitioners dealing with different public arenas, and more brutal social and historical conditions. Behind this issue we do not find so much a question of relativism, but of a different political history, for it is politics that defines what is artistically allowed or tolerated. The fact is that many of the recent forms of art coming from the periphery are not anymore fulfilling the utopian longings nor seeking the approval of the good consciousness of their liberal consumers both in the north and the south, neither emerge suggesting the promise (or the threat) of a more expedient form redemptive political practice. In those works, political awareness is not packaged as a brand of the messianic, in fact one of their common characteristics is strongly invoke the political, without hint of a notion of commitment. In exchange of that, in one or another way, many of those actions share a bleak view of their historical responsibility, which involves that they do not restrict themselves to denounce or criticize specific social situations, but in fact seem to be unable to address the issues of injustice without yielding to a certain contamination from it. In a context where mere representation smacks complacency or patronizing, and in an global art context keen on an aesthetics of the real, they seem to believe that critique can not be such without enacting a certain degree of injustice. For power, injusti-

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ce, violence and social inequalities can also be addressed with a postduchampian neoconceptual bluntness. A paradox evolves quite naturally from this process. Radical practices that were formerly protected by their marginality and isolation within specific national borders or cultural circuits, that in fact gained radicalism partly due to the fact that they were circumscribed to a specific social milieu, and had the advantage of dealing with an ethically insensitive cultural circuit, lay now open to a new types of global scrutiny that assess their legitimacy as cultural products. Their methods of approaching the real, and making it socially relevant, consciously or unconsciously tend to conflict with the usual manners of critique. In fact, at times evolve from a deliberate intention of becoming an affront, by confronting the viewer with the disquieting task of measuring if the artwork is more or less morally convulsive than its referent. For, in fact, they also assume the artworld and its participants as a raw matter of social production. 1. When Means do not have Ends In any case, once it has abandoned its location of origins, what is ethically proper in a determinate cultural practice can not anymore be swept under a relativist carpet. Specially if the art we are referring to, became globally significant on the basis of its ethical and political predicament. Not anymore, the artist (and, it goes without saying, its fello-traveller critic and curator) of the periphery can deal with the questioning of their aesthetical and political choices on the basis of a contextual alibi, namely the way in which determinate conditions of social exploitation, violence or cultural delay, deserved an equally direct form of symbolic violence coming from the cultural field. No matter how important they were at one point, those explanations (or, if you want, rationalizations) become obsolete as a result of that massive de-contextualizing (and re-contextualizing) force called globalization. If, for instance, art from a place like Mexico city achieves a certain global recognition on the basis of the stereotype of its ability to reflect the conditions of crisis and social anomy as are lived in the margins of global capitalism, then the conditions of the locality stop to provide a moral justification for the work. For at that point, what we call “context” becomes the means of advertisement of a certain type of culture in the international market. Which, however, becomes now a possible means to exert a radical critique of global issues, which now attempts to match the violence of new contexts. Early in 2002, for instance, Venezuelan curator and art historian Cecilia Fajardo organized a small series of lectures on the issue of Ethics and global art at the ARCO fair in Madrid. Fajardo presented the participants with a series of polemical issues that referred to the ethics of social and cultural representation: how the other is represented or incorporated in contemporary art, which are the right limits for cultural appropiation, how to prevent the curator or institution from neutralizing difference, etc. It goes without saying that all of those questions derived from the same ethical paradigm, both deconstructive and postcolonial, which developed in great part from Emmanuel Levinas’s theorizing on “radical alterity,” and his intention of developing a non cognitive, non hegemonic, non relationship with the other, that implicitly wanted to move beyond the violence Levinas had found inscribed in any Hegelian politics of acknowledgement. To be sure, for that tradition a work like the remunerated actions Spanish-mexican artist Santiago Sierra has been staging since 1998, are bound to be indicted as a serious perversion. It would seem impossible to come to terms with the way an artist in wretched Latin America develops a work based on the mimetic application of a variety of structures of exploitation and exclusion?


Very explicitly, in her presentation of the symposium Cecilia Fajardo suggested that Sierra’s works (and the words of his advocates) were opportunistically justified in terms of their political ends: Is it possible-Cecilia Fajardo wrote-to claim that “ends justify the means”? Here we can mention Santiago Sierra (from Mexico), since his artistic practice sometimes [sic] reflects the very same power relationships he wants to transgress. […] Medina describes Sierra’s work as the “artistic (ab)use of a condition of abuse.”1

To which extent these line of discussion is pertinent to Sierra’s practice? Or are we before a projection of a “justification” that wishes to mitigate the discomfort we feel at Sierra’s work? The pursuit of a moral calculus is indeed a central feature of the discourses we will analyze. As we have seen, Cecilia Fajardo assumed that Sierra’s actions came with something like a justification, to be precise, an economics that promised to extract a “good” from the investment of a little evil. In her allusion to a Jesuit logic in Sierra’s work, Fajardo describes its symbolic violence as some kind of “cost” of a higher moral end. In fact, she goes as far as to suggest that Sierra’s mimetic relationship with power is merely occasional, bound to only “sometimes” play with our moral order, instead of being a permanent feature of his practice. Other critics are less elegant, in particular those writers who have chosen the internet to vent their rage at the Spanish artist. In July 2003, for instance, Jerome du Bois took on himself to bring “some correction” to the “steady, nauseating progress of Santiago Sierra’s career” in an enraged article published in artnewsoline.com.2 Amidst personal unfounded denunciations that, for instance, picture the artist as a “little conquistador” i. e. “working-class Spaniard” who supposedly “has lived like a little tin god in Mexico for many years” (while, in fact, at times had to survive washing dishes and lived in one of the poorest neighborhoods in Mexico city) this writer accused Sierra of being just the result of a combination of greed, contempt and sadism. For beyond his disgust for his actions in themselves, for du Bois the great sin of Sierra is to be unable to turn his profits to a philanthropic cause: He said, “I know that I am just making art and it [capitalism] is too big to change.” And he hates capitalism (you mean, like in Cuba and Mexico?) because “it’s killing people all over the world.”

Very well. His art-making results in documentation selling for, say, $8,000 apiece. For that amount of money, plus shipping and handling, Santiago Sierra could send two multi-purpose generators-giant makeshift Cuisinarts-to Mali, and liberate hundreds of people, mostly women, from lives of literally grinding physical labor, poverty, and ignorancesimply because of lost time.3 Similarly, in 2001 in a rabid text published again in the internet, Franklin Einspruch, “director of the Miami Art Exchange.com,” called the art audience to go to PS1 in New York to destroy the TV monitors that were screening the work of Sierra. This vandalic invitation was accompanied with a remarkable moral reasoning: The death penalty-Einspruch wrote-has been described as killing people to demonstrate that killing people is wrong. Sierra’s work is similar in that it pays people to do useless things to demonstrate that paying people to do useless things is wrong. Both are failures of logic, but the death penalty is an attempt at a social remedy, whereas Sierra’s work, at best, can only add to the problem it protests against. Thus it is easier to justify the death penalty than Sierra’s art.4

In those different instances, institutional and underground, a similar request is made: that Sierra’s work could be predicated on the basis of

a moral or political justification. There is, therefore, a demand of a means-ends logic, which could grant purpose to a series of actions whose element in common is the aesthetic enactment of different forms of injustice. The curious thing of all this judgments is that, no matter their anger, they implicitly suggest that the problem of Sierra’s actions lies more in their futility than the suffering they involve. A suggestion that nonetheless reveals itself merely rhetorical once the suspicion lurks that Sierra’s actions are in reality a sadistic game with death, which not only grant the artist a huge and corrupt profit, but also the worst kind of reward: a form of pleasure based on the suffering of the others. But, is it really the case that Sierra’s actions invoke a justification of sorts? Do they gain anything from being perceived as pregnant with a moral economy? Or they may better be discussed in the lack of the supposition of the structure of a social goal? 2. Paid words Because of they way it decisively violates the assumed standards of social representation, and the decorum of multicultural discussions, there is a particular work by Santiago Sierra which seems to me to summarize the ethical plight of his practice. In fact, for it poses a very direct challenge to the ethics of distance and non-interference with respect to the cultural and social “other.” On march 2001, Santiago Sierra, went to Zinancantán, a town located in the Mexican Southern State of Chiapas, to produce a work. Sierra’s choice of a location could not be more loaded: Zinancantán is a Tzotzil Mayan indian town located in the very same region, the Chiapas highland, where on the 1st of January 1994 the Zapatista National Liberation Army rose up on arms against the Mexican government and the process of integration of the global capitalist economy. As is well known, the Zapatista uprising became synonymous with the changes and challenges of radical politics in the 1990s. For start, the zapatistas represent the shift from old fashioned Che Guevara inspired politics in Latin America, which predicated the pursuit of the socialist revolution by means of focus “focuses” of peasant revolutions in the periphery, to a politics of contemporary Indian resistance against, both, the exclusionary character of the Nation State and of the exploitative and the westernizing process of capitalist globalization. From 1994 onwards, Chiapas became synonymous of the levels of extreme dispossession and exclusion that colonial capitalism produces among oppressed Indigenous communities around the world, and at the same time, of the hopes of new forms of social mobilization that, against the assumptions of “the end of history;” would confront the hegemony of the ideologies of neoliberal market/democracies. Santiago Sierra did not go to Chiapas as what, sarcastically, the Mexican counter-insurgency likes to describe as a “revolutionary tourist,” the many intellectuals, activists and visitors that during the last decade have made the trip to San Cristobal de las Casas city and its neighbour towns to get involved (or merely witness) the struggle of the Mayan Indians against late capitalism. In fact, the work he did among the Indians in Chiapas is specially clear in not involving a hint of a specific political militancy, for it remains political precisely because it refuses to make even the most discreet allusion to any hope of redemption. Quite the opposite: Sierra brought a video-camera to film an action which not only describes, but in fact enacts, the well known process of the imposition of the language of the dominator, however this time mediated (or, can we even dare to say, mitigated) through the mediation of monetary exchange. In collaboration with the local cultural center, the so called “House of Culture” of Zinacantan (“Casa de la cultu-

1 Arco noticias, no. 25 (Otoño 2002): 27. 2 Jerome du Bois, “Santiago Sierra: the little conquistador” (http://www.artnewsonline.com/currentarticle.cfm?type=feature&art_id=1335) 3 Ibid. 4 Franklin Einspruch, “Pushing over four Monitors: a proposal for PS1” (http://www.miamiartexchange.com/pages/2001/02/05_einspruch.html). Funnily enough, during a

public conversation we had at the CCS in Bard College in January 2002, David Levi Strauss voiced a related argument when suggesting that works based on “transgression” and “provocation” like Sierra’s involved the risk all work based on provocation, which is to at one point involve the suggestion of committing murder.

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ra”), Sierra hired eleven tzotzil-zinacantan indian women that took a seat in the house’s courtyard wearing their traditional Indian dresses. They were paid 20 pesos, which roughly made then two American dollars, to be instructed on spot to pronounce a phrase in Spanish before the video camera. To be sure, for women frequently subjected to the worst exploitation, this ought to have look as easy money for them. They simply had to follow an instructor and utter a phrase that was betrayingly self-referential: “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado yo ignoro,” that roughly translates as this: “I am being remunerated to say something which meaning I ignore.” In comparison to other Santiago Sierra’s actions, the Zinacantan action is iconographically and thematically unique. To be sure, it lacks the spectacular shock value of the polemical series where he paid unemployed men in Cuba and Mexico, or heroin addict prostitutes in Spain, to rent their backs for life to tattoo on them a sparse, minimalist, but anyhow indelible line of black ink under their skin. At the same time, this is among the few works by Sierra where the representation of the some of the conditions of the social context of his subjects are actually displayed to the viewers. Dressed in their traditional colourful hand woven dresses, that since the colonial age have identified the women of specific towns and ethnic origin in the Maya highlands, the appearance of these women and of the misery of local cultural center is displayed to the audience so as to communicate specific details of the conditions of marginality and poverty of the Zinacantan. Far from exploring a set of operations that would be respectful of cultural difference, Sierra enacts the very moment of social subjection of salary relationships, that breaks with the Indians any distance. One can even argue that the 11 People Paid to Learn a Phrase (2001) makes Sierra move beyond his conceptual-minimal visual vocabulary, to voluntarily or involuntarily allude to (or friction) a completely different tradition: that of documentary (or even worse, “indigenist”) Mexican photography. Differently from the open social focus of most of Sierra’s works, inherited from the universalistic discourse of the Marxist, anarchist and socialist tradition, which makes him set his actions under the assumption that he they speak of the excluded and disposed in general by means of a sample of subaltern individuals, here the codified identity of his sitters/performers overrides their purely sociological allusion. Ethnic and cultural specificity are not only a “motive” of the work: they are in fact its subject matter and its actual condition of possibility. What makes this and other works by Sierra so poignant is the fact that, on purpose, puts into motion a mechanism that suggests the cancellation of the autonomy of its performers. In fact, Sierra puts them into a position of radical lack of control, as recipients of a social system entirely alienated from their sovereignty. The self-referentiality of the phrase the tzotzil women are taught is treachery, because it leaves the participants entirely mystified on its meanings. Now, this involves a, if you want, “minor” methodological transgression. If the sentence “I am being taught to utter a phrase I don’t understand” apparently explains the action we witness at the same time it occurs with outmost precision, as if fulfilling the classical strictures of transparency of hardcore conceptual art (to give an example, like Robert Morris box with the noise of its own making) this literalness is in fact the expression of absolute opacity. For this time the utterance is being spelt by eleven Indian women that were chosen deliberately to lack command of the very same language they were being obliged to use. This is, to put it in another way, a classical “performative” utterance, of the kind Austin

pointed out for modern thought, that is marred by difference. A “performative” that, despite becomes true in its utterance, is in reality a vicious circle because the “I” of the sentence being spelled is effectively nullified. In general, I usually focus on the people that are at he bottom-extreme labour situations admirably account for the rest. In that respect, women are usually at the bottom; that is why they often appear in my work. When I pad dollars for some Tzotzil Indians to utter a sentenced, what I was looking for was Tzotzil Indians, regardless of their sex, but ones who didn’t know a word of Spanish. The men are the ones that go out to sell their wares or whatever, so they usually speak Spanish to get around, while the women stay on the land or at home where they work, without knowing a word in the external language. That’s why I got them to do it. That’s precisely what I wanted to talk about, about how language is used to dominate. There, if you don’t speak Spanish, you can’t leave the home of change your role in society.5

For sure, the structure that Sierra enacts is not an imaginary situation, but is a synechdoque of an existing colonial structure. Since the very moment that, according to Pope Alexander’s Chart, Spaniard and Portuguese explorers in the New World had to demand in Latin language the inhabitants of the “Indies” to subject to Catholicism before battling them, to be Indian in the Americas is in great part defined by being coerced into social and cultural contracts spelled into the language of the colonizer. However, if Sierra’s action involves the tautology of a linguistic paradox, it’s handling of the issue of the relationship between cultural imposition and modernization is also contrived. This linguistic limit translates in the piece as gender. If Sierra’s performers were women, it was simply because women were more likely to be monolingual, for they are located entirely out of the market of labour force and trade. Their plight was not only labour exploitation, but worse, labour exploitation beyond the reach of the labour market as such. A double social, and economical, marginalization, as Santiago Sierra put it clearly last year in an interview with curator Rosa Martínez: Differently from most of his remunerated actions, where Sierra uses the coercive power of salary to involve people unemployed or impoverished by the market economy, even when that occurs in pseudo-socialist Cuba, here he imposed eleven indigenous women a rare occasion to participate of the market economy, underlining their destitution. Like begging from the tourists that take photographs of them, selling their image for nothing brought this woman momentarily into the monetary system, at the same time where were, probably beyond their grasp, being forced into playing a certain role in the symbolic system of the viewers. Much worse, in the network of Western contemporary art. For this work is shipped to the global ethical market, as a fresh produce of a peripheral aptly called “house of culture.” I hope it would seem clear that no alibi accompanies the operation of the work: there is no higher goal, function or task that grants significance to the whole operation, no single allusion to a strategic of political goal safeguarding a task that consists mostly of displaying a modified relation of power. In fact, it may well be that the single most important condition of possibility of a piece like this is the lack of a moral, political or cultural justification behind it. Actually, the work alone is an application of a series of social conditions, that operate because there is no moral filter to the process. We would be right in describing a work like this as providing the experience of a practical suspension of morals, which however activates a process of moral questioning.

5 Rosa Martínez, “Entrevista a Santiago Sierra / Interview to Santiago Sierra,” in Santiago Sierra. Spanish Pavilion, 50th Venice Biennale (Madrid: Ministerio de Asuntos

Exteriores, 2003), p. 197.

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3. The usual suspects Although it has a special role in approaching this kind of issues, Sierra’s work is not unique operating through a relative suspension of ethics. There is in fact, to a whole series artistic projects, frequently located amongst Latin American artists that, no matter their many differences, share the same principle of moral active indifference, to the point that one of their main results is to offer an experience of the crumbling of an apparently universally accepted standard of ethical artistic practice. Similarly to Sierra’s, these works put into place deliberate unequal human and social relations. Although their relationship towards their social context might not be the result of a form of research based on the mimetism of social conditions, they nonetheless share the assumption that contemporary critique ought to be achieved through a certain level of amorality. A quick examination of three of those cynical/critical practices suggests that they conceive their engagement as the test of an excessive contact or relationship, either between the artist and other individuals, or between the audience and the “others” as transmitted through the work: For some years by know, Venezuelan artist Javier Tellez has been intervening psiquiatric institutions, in an outside Latin America, to produce a number projects which almost always include provocative actions done with the inmates. Very frequently, Tellez chooses to work with appallingly poor institutions that add poverty to the psychological plight of the patients. Increasingly, Tellez has been operating in terms of provoking an anti-psichiatric collective experience. For instance, in 2002 he collaborated with the Sala Mendoza to produce a carnavalesque intervention in a psiquiatric hospital in Caracas. Inspired in the ordinary multi-color soft balls that people buy for their cats to play and scratch, he had a big ball of around two meters high made, and introduced it into the institution. These caused an extraordinary agitation amongst the inmates, who run with the enormous ball all through the corridors and courtyards of the hospitals, in a rare moment of social ecstasy. The action/ceremony, that Tellez perceives also as some kind of therapy, had its climax when a woman had an acting out with the object, undressing herself before the ball, and hitting it then while calling it “daddy.” A few months ago he traveled to Mexico, to produce a work in the Fray Bernardino Hospital in association with Museo Carrillo Gil. Sensing the central performative role of politics in the country, Tellez supplied the inmates with materials to produce banners, old weapons and backlavas, provoking them to make a demonstration where they protested their lack of freedom. In 2002, Carlos Amorales installed in several venues in Europe, some sort of swetshop to produce red patented leather wrestler trainers. Departing from a critical argument about the exploitation in sports shoes factories around the world, Amorales provided the audience with materials and tools and made to help in the production of the merchandize. Under the slogan “Work for fun, work for me,” he put the art audiences in a metaphorical relationship with low paid labour, helping him to produce a piece that later on was going to help him make money. Despite its joyful character, the work had elements in common with many of Sierra’s works in terms of turning the white cube into a space of indifference towards generic work. Finally, we ought to mention the way the recent works by Teresa Margolles have turned from the gothic operations of the aesthetics of death of the SEMEFO group in the early 1990s, to an increasingly evanescent or abstract actions, that nonetheless are formulated to expose the audiences to a seemingly excessive contact with substances that have been in contact with corpses. Many of those works have involved

the playful invasion of the spectator’s space and even body, with water or steam that was used to wash people in the forensic service of Mexico city, or the usage of human fat as medium of site specific interventions. At times, Margolles creates conceptual traps, that under the guise of a form of environment art, in threaten the spectator with bodily contamination, for instance creating a rain of soap bubbles made with water used to wash bodies of people murdered in Mexico city, that was sprayed on top of the audience during the 2003 performance festival in Mexico city. Characteristically, Margolles’s actions involve both members of the Mexican artworld who are fully aware of the substances the artist applies on them, and unaware members of the audience that only later happen to discover the actual materiality of the work they experienced, subjecting them to the dread of their fear of pollution. No doubt, all of those works are characterized by a transgression of specific ethical limits, by subjecting artists, audiences and specific groups to a risky overexposure and excessive contact. All of them, somehow suggest that such violations are necessary, for otherwise communication or relationship would be impossible. Although no of them pretends to be politically neutral or correct, all of them somehow suggest that the dilemmas produced by the modality of relationship they provide, aggressive as they are, are ethically necessary, or if you want, better than the comfortable silence that would have derived from the avoidance of their field or subject. But, at the same time, none of those artistic strategies pretends to be established on the basis of an idea of justice. They are, on the contrary, more or less explicit in their involving a negotiation with the un-ethical. Nonetheless, a certain self-imposed limit tends to appear in them, partly derived from the aesthetic condition of these operations. Artworks still, those actions have specific internal limits and/or moments of neutralization. Although located at a provisional ethical limit, they redefine it without intending to negate it. In order to grasp the internal drama of such artistic negotiation, it is worth considering the only time where Teresa Margolles used a living human body as a site of her operations. For Grumos en la piel (On the skin) in 2001, Margolles convinced a man in Barcelona to rub human fat on his body. Although the man in question was fully aware of his actions, Margolles felt that this work suggested a path she did not feel right to explore. As the artist put it, it was as if she had added her own misery to the misery of the performer. Indeed, as Margolles, an artist who has made of the handling of human remains a speciality, said on that occasion, “it is worse with the living.” 4. Ethics interrupted In more or less refined ways, and more or less politically motivated acts, all those actions, many of them coming from artists that circulate between the periphery and the center, tend to suggest that the moral strictures of contemporary art are not anymore stable. The moral of respect and non-intervention (keep in mind the caption at the end of Monsters Inc.: “NO MONSTERS WERE HARMED IN THE MAKING OF THIS MOTION PICTURE”6) is undergoing a crisis. Ethical quests are not anymore defined solely by the subtle non-comunication of the confrontation with the face of alterity. At the same time new forms of moral and political thought, like Alain Badiou’s ethics of fidelity and commitment subject the Levinasian quasi-religious ethics of absolute otherness to a systematic critique,7 to the point of accusing it of being a vague discourse that only leads to the denial of thought.8 I am clear that cases such as the ones I have reviewed can’t define their ethical sphere in advance: being artistic means, in their case, that

6 Monsters Inc. (USA, 2001), Directed by Peter Docter and David Silverman, Produced by Disney-Pixar, 92 min. 7 Alan Badiou, Ethics. An Essay on the Understanding of Evil, trans. Peter Hallward (London-New York: Verso, 2001), p. 22. 8 Ibíd., pp. 2-3.

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they can’t think or propose anything but in the making of a moment of practice. By explicitly or implicitly relinquishing purity, but without pursuing an avant-gardiste cult of evil, they assume that ethics can’t be explored but through a certain suspension of assumed moral standards, specially the standards of culture. If you allow me to put it this way, they revoke the law so as to put into consideration the compromised and untenable position of ethics in the contemporary world. And, also, the compromised and untenable position of art making today, that can only be ethical inasmuch as it remains open to the violence of ethical demands. In Santiago Sierra’s case, it is obvious that the motor force of his work is the need to remain faithful to the modern notion of freedom, which involves the memory of liberation. The brutal unmitigated negativity of his works and actions traces in negative a whole catalog of modern aspirations that not only are lost, but in fact have been almost erased from the modern memory: the freedom of circulation without state interference, the pursuit of liberation from economic coercion, the pursuit of freedom of determination, even the freedom of cultural self fashioning. Sierra’s works draw their energy from the task of describing modern freedom in negative. A design that, at times, adopts the appearance of a true monstrosity: the mirage of an organic artwork that truly represents the values of the era. If Stendahl famously inaugurated modernity by describing the work of art as a promise of happiness, Santiago Sierra shows it as unhappiness realized. Probably, the most shocking element of Sierra’s work is that there is nothing abnormal about it, except the fact that he has undone the halo of humanist moral purity around the making of art. In fact, as he insists, the limit of his actions is the limit of the law. Sierra is adamant he never breaks any norm in his acts. Quite the contrary, they are the result of the faithful application of the standard rules of this society: I don’t infringe any norms. No natural norm, because I don’t fly and I don’t breathe under water, and, no human one either, as my limits are those of the capitalist system. The guilt complex is our way of communicating with the norm lodged in our own head-it’s when it demands our compliance. It’s an internalised form of punishment. The law relates to us through the imposition of punishment or work, which comes to the same thing, and that all there is between the norm and us. The law is there to be observed and is fulfilled without any chance of infringement.9

In the process of putting to test the meaning of heteronomy, Sierra shows that culture and art are by no means a political and ethical sanctuary: on the contrary, each of his works somehow enlarge our knowledge of how low can the cultural system actually sink. For, beyond charting the passivity of his performer/employees, Sierra has also demonstrated the perfect alienation of the spectator. For each work he does is, in fact, an evidence of the indolence of culture. No work describes this better than the action done in Birmingham in February 2002, when Sierra paid a beggar to utter a phrase that left no veil in the sublime inequality of exchanges among which this unethical works operates. Paradoxically, it is in this painful process of self-consciousness that (maybe) the ethically positive moment of Sierra’s work is located. For his works witness the suggestion that, indeed, there would need to be still sensibility in the spectator. Given the premises of Sierra’s actions, this realization, that our passivity is still sensible, is already optimist.

9 Santiago Sierra, in Santiago Sierra. Spanish Pavilion, 50th Venice Biennale, p. 189.

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14 ENTRIES FOR BRAZILIAN CONTEMPORARY ART By Ivo Mesquita The following group of reproductions is a selection done from a series of 240 images presented as a slide-show in TEOR/éTica in October 2004. The purpose of this presentation was to offer the Costa Rican public a repertoire of productions in various areas of the visual culture (visual arts, film making, photography, architecture, design, theatre and dance) than constitute important references in the formation of a contemporary visuality of and in Brazil, and that inform, among others, about the present artistic practices in the country. It was not about tracing a historical and systematic history-the images covered a period between 1955 and 1980–but of revealing a specific Brazilian sensibility and to map certain issues, themes and constant proceedings, that allow for an approach and understanding of that matter. The entries are a kind of index or outline of the themes presented on that occasion, without the intention of defining categories, models or final and totalizing references. As in a curatorial process, the selection was done from a personal perspective and taste, and from the author’s subjectiveness, based on a large spectrum of possibilities, where history mixes with the imaginary, lived experiences, humour, an in addition considerating the knowledge expectations, in this case, of the reader.


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Sobre los autores TICIO ESCOBAR (Paraguay) estudia y promueve diferentes manifestaciones de la cultura indígena, popular y urbana. Es fundador y director del Museo de Arte Indígena del Centro de Artes Visuales-Museo del Barro de Asunción. Desde 1999 se encuentra dirigiendo el programa “Identidades en Tránsito” promovido por la Fundación Rockefeller hasta el año 2004. Tiene publicados numerosos artículos en revistas y libros sobre arte latinoamericano. Entre sus libros publicados se destacan: Una interpretación de las artes visuales en el Paraguay (1982), El mito del arte y el mito del pueblo (1986), Misión: etnocidio (1988), Textos varios sobre Cultura, Transición y Modernidad (1992), La belleza de los otros (arte indígena del Paraguay) (1993), Sobre Cultura y Mercosur (1995), El arte en los tiempos globales (1997) La maldición de Nemur. Acerca del arte, el mito y el ritual de los indígenas ishir del Gran Chaco Paraguayo (1999). INÉS KATZENSTEIN (Argentina) es crítica de arte y actualmente se desempeña como Curadora en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Malba/Colección Costantini. En 2001, recibió un Master en Crítica de Arte en el Center for Curatorial Studies, Bard College, New York. Es editora de Listen. Here, Now, Argentine Art in the Sixties, Writings of the Avant Garde, publicado por el Museum of Modern Art, New York. En 2003 curó Liliana Porter: Fotografía y Ficción, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires. Ha escrito sobre arte contemporáneo en diversos diarios, revistas y catálogos internacionales. CUAUHTÉMOC MEDINA (México) es investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de Universidad Nacional Autónoma de México y Curador Asociado de Arte Latinoamericano en las Colecciones de la Galería Tate, en el Reino Unido. También es miembro de Teratoma A.C., un grupo independiente de críticos, curadores y antropólogos. Doctor en Historia y Teoría de Arte (PhD) por la Universidad de Essex en la Gran Bretaña. Entre sus publicaciones recientes pueden mencionarse: “Gerzso y el Gótico Indoamericano: Del Surrealismo Excéntrico al Modernismo Paralelo”, en Diana C. Dupont, El Riesgo de lo Abstracto: El modernismo mexicano y el arte de Gunther Gerzso (2003) y “Aduana/Customs”, en Rosa Martínez et. al., Santiago Sierra. Pabellón de España. 50a Bienal de Venecia (2003). Escribe con regularidad la columna quincenal “Ojo Breve” del periódico Reforma en la ciudad de México. IVO MESQUITA (Brasil) es curador e investigador independiente, residente en São Paulo, donde es responsable del Proyecto Octógono en la Pinacoteca del Estado y, desde 1996, Profesor visitante en el Centro de Estudios Curatoriales de Bard College, en Nueva York. Fue Director Técnico del Museo de Arte Moderno de São Paulo (2000-2002) y Curador Jefe de la Fundación de la Bienal de São Paulo (1999-2000). Sus últimos proyectos fueron Iñigo Manglano-Ovalle: Clima (Fundación “la Caixa”, Madrid, 2003), Insite 2000 (San Diego/ Tijuana), F[r]icciones (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2000) y el segmento Canadá & Estados Unidos en la exposición Roteiros de la 24ta. Bienal de São Paulo (1998). JUAN ANTONIO MOLINA (Cuba, reside en México) es crítico de arte y curador independiente. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Actualmente se desempeña como profesor en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Fue curador de la Bienal de La Habana y curador de la Fototeca Nacional de Cuba. Trabajó como investigador en el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo. Fue profesor en el Instituto de Cultura Casa Lam y Editor de Fisura, Revista de literatura y arte. Artículos suyos han aparecido publicados en Alquimia, Art Nexus, Arte cubano, Arte y Naturaleza, Atlántica Internacional, Encuadre, Extracámara, The Journal of Decorative and Propaganda Arts, Revista de Estudios

Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, Luna Córnea, Tierra adentro, entre otras revistas especializadas. DESIDERIO NAVARRO (Cuba) es investigador y crítico de literatura y arte. Desde mediados de la década de los 60, sus estudios y artículos sobre literatura, artes plásticas, estética y culturología han aparecido en diversas revistas culturales y antologías cubanas. Autor de Cultura y marxismo. Problemas y polémicas (1986), Ejercicios del criterio (1989) y de las antologías Cultura, ideología y sociedad (1975, 1983), Anatoli Lunacharski. Sobre cultura, arte y literatura (1981, 1985), Textos y contextos (1986, 1989), Patrice Pavis. El teatro y su recepción (1994), Iuri Lotman. La semiosfera (Madrid, 1996, 1998, 2000), Intertextualité (1997), Image –1. Teoría francesa y francófona del lenguaje visual y pictórico (2002), entre otras. Ha traducido de doce idiomas, más de trescientos textos teóricos sobre cultura, arte y literatura, publicados en Cuba, España y México. Es Director de la revista teórica Criterios (publicación por él fundada en 1972). MARI CARMEN RAMÍREZ (Puerto Rico, reside en Estados Unidos) es la curadora Wortham de Arte Latinoamericano y Directora del Centro Latinoamericano para las Artes de las Américas en el Museo de Bellas Artes de Houston, Texas. Fue curadora de arte latinoamericano del Museo de Arte Jack S. Blanton y catedrática asociada del Departamento de Arte e Historia de la Universidad de Texas en Austin y, previamente, Directora del Museo de Antropología, Historia y Arte de la Universidad de Puerto Rico. Recibió su doctorado en Historia del Arte en la Universidad de Chicago en 1989. Entre sus curadurías se cuentan: Utopías Invertidas: Vanguardia en el Arte de América Latina (2004, con Héctor Olea), Cuestionando la Línea: Gego (2002), Heterotopías: Medio siglo sin lugar, 1918-1968 (2000, con Héctor Olea), Conceptualismo Global (1999), Realinear la Visión: corrientes alternativas en el dibujo suramericano (con Edith A. Gibson), la sección latinoamericana de Universalis en la 23 Bienal de Sao Paulo, y La Escuela del Sur: el Taller Torres-García y su Legado (1990) (con Cecilia Buzio). MARÍA ELENA RAMOS (Venezuela) es investigadora de arte, curadora y docente universitaria. Estudios de Comunicación Social, con especialización en Lenguajes Audiovisuales, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas. Maestría y Doctorado en Filosofía, Universidad Simón Bolívar, Caracas. Es autora de publicaciones especializadas en artes visuales y estética. Miembro fundador de los museos Galería de Arte Nacional y Museo de Arte Popular de Petare. Presidente del Museo de Bellas Artes de Caracas (de l989 a 2001). GABRIEL PELUFFO LINARI (Uruguay) es director del Museo Blanes desde 1991, promoviendo desde entonces investigaciones y guiones museográficos sobre períodos y artistas nacionales, así como aproximar investigaciones académicas al ámbito museográfico, en eventos interdisciplinarios, como el reciente Como el Uruguay no hay (2000), Los Veinte: El Proyecto Uruguayo. Años locos: Arte y Diseño de un Imaginario: 1916-1934 (1999-2000) y La Mujer en el Novecientos (1997). Ha concebido asimismo las exposiciones Pedro Figari (1999); Cuneo-Michelena: un diálogo en dos trayectorias (1998); Dibujando los 60’ (1998); Encuentros Regionales de Arte (1993 y 1996): Miguel Angel Pareja-Germán Cabrera (1994); Realismo Social en el Arte Uruguayo (1992). Arquitecto, investigador en historia del arte nacional y latinoamericano, entre sus publicaciones se destacan: El paisaje a través del arte en el Uruguay (1995; Premio Nacional de Literatura, 1996) e Historia de la Pintura Uruguaya (1985-1999; Premio Nacional de Literatura 2001). Desde 1980 trabaja en investigación sobre historia del arte nacional y latinoamericano (siglos XIX y XX).

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