Premios literarios

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Premio Nacional de las Letras 2017

Rosa Montero

El jurado ha galardonado a la escritora por “su larga

trayectoria novelística, periodística y ensayística, en la que ha demostrado brillantes actitudes literarias, y por la creación de un universo personal, cuya temática refleja sus compromisos vitales y existenciales, que ha sido calificado como la ética de la esperanza”

Rosa Montero nació en Madrid y estudió periodismo y psicología. Colaboró con grupos de teatro independiente, como Canon o Tábano, a la vez que empezaba a publicar en diversos medios informativos (Fotogramas, Pueblo, Posible). Desde finales de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical durante 1980-1981. En 1978 ganó el Premio Manuel del Arco de Entrevistas, en 1980 el Premio Nacional de Periodismo para reportajes y artículos literarios y en 2005 el Premio de la Asociación de la Prensa de Madrid a toda una vida profesional. Colaboró con grupos de teatro independiente, como Canon o Tábano, a la vez que empezaba a publicar en diversos medios informativos (Fotogramas, Pueblo, Posible). Desde finales de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical durante 1980-1981. A lo largo de su vida ha hecho más de 2000 entrevistas (al Ayatolá Jomeini, Yassir Arafat, Olof Palme, Indira Gandhi, Richard Nixon, Julio Cortázar o Malala, entre muchos otros) En 1978 ganó el Premio Mundo de Entrevistas, en 1980 el Premio Nacional de Periodismo para reportajes y artículos literarios y en 2005 el Premio de la Asociación de la Prensa de Madrid a toda una vida profesional. Ha publicado catorce novelas. La última La carne.


En un turbulento siglo XII, Leola, campesina adolescente, desnuda a un guerrero muerto en un campo de batalla y se viste con sus ropas de hierro, para protegerse bajo un disfraz viril. Así comienza el vertiginoso y emocionante relato de su vida, una peripecia existencial que no es solo la de Leola sino también la nuestra, porque esta novela de aventuras con ingredientes fantásticos nos está hablando en realidad del mundo actual y de lo que todos somos. Historia del Rey Transparente es un insólito viaje a una Edad Media desconocida que se huele y se siente sobre la piel, es una fábula que conmueve por su grandeza épica, es uno de esos libros que no se leen, sino que se viven. Original y poderosa, la novela de Rosa Montero tiene esa fuerza desbordante de los libros llamados a convertirse en clásicos.

Cuando Rosa Montero leyó el maravilloso diario que Marie Curie comenzó tras la muerte de su esposo, y que se incluye al final de este libro, sintió que la historia de esa mujer fascinante que se enfrentó a su época le llenaba la cabeza de ideas y emociones. La ridícula idea de no volver a verte nació de ese incendio de palabras, de ese vertiginoso torbellino. Al hilo de la extraordinaria trayectoria de Curie, Rosa Montero construye una narración a medio camino entre el recuerdo personal y la memoria de todos, entre el análisis de nuestra época y la evocación íntima. Son páginas que hablan de la superación del dolor, de las relaciones entre hombres y mujeres, del esplendor del sexo, de la buena muerte y de la bella vida, de la ciencia y de la ignorancia, de la fuerza salvadora de la literatura y de la sabiduría de quienes aprenden a disfrutar de la existencia con plenitud y con ligereza. Vivo, libérrimo y original, este libro inclasificable incluye fotos, remembranzas, amistades y anécdotas que transmiten el primitivo placer de escuchar buenas historias. Un texto auténtico, emocionante y cómplice que te atrapará desde sus primeras páginas.


Historia del Rey Transparente

Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. He visto en mi vida cosas maravillosas. He hecho en mi vida cosas maravillosas. Durante algún tiempo, el mundo fue un milagro. Luego regresó la oscuridad. La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste contra la puerta. Un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse trizas. Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada. Vienen a por nosotras. Las Buenas Mujeres rezan. Yo escribo. Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento más orgullosa; y aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy constituyen mi única arma. La tinta retiembla en el tintero con los golpes, también ella asustada. Su superficie se riza como la de un pequeño lago tenebroso. Pero luego se aquieta extrañamente. Levanto la cabeza esperando un envite que no llega. El ariete ha parado. Las Perfectas también han detenido el zumbido de sus oraciones. ¿Acaso han logrado acceder al castillo los cruzados? Me creía preparada para este momento pero no lo estoy: la sangre se me esconde en las venas más hondas. Palidezco, toda yo entumecida por los fríos del miedo. Pero no, no han entrado: hubiéramos oído el estruendo de la puerta al desgajarse, el derrumbe de los sacos de arena con que la reforzamos, los pasos presurosos de los depredadores al subir la escalera. Las Buenas Mujeres escuchan. Yo también. Tintinean los hombres de hierro bajo las troneras de nuestra fortaleza. Se retiran. Sí, se están retirando. Al sol le falta muy poco para ocultarse y deben de preferir celebrar su victoria a la luz del día. No necesitan apresurarse: nosotras no podemos escapar y no existe nadie que pueda ayudarnos. Dios nos ha concedido una noche más. Una larga noche. Tengo todas las velas de la despensa a mi disposición, puesto que ya no las vamos a necesitar. Enciendo una, enciendo tres, enciendo cinco. El cuarto se ilumina con hermosos resplandores de palacio. ¡Y pensar que nos hemos pasado todo el invierno a oscuras para no gastarlas! Las Buenas Mujeres vuelven a bisbisear sus Padrenuestros. Yo mojo la pluma en la tinta quieta. Me tiembla tanto la mano que desencadeno una marejada. Me recuerdo arando el campo con mi padre y mi hermano, hace tanto tiempo que parece otra vida. La primavera aprieta, el verano se precipita sobre nosotros y estamos muy retrasados con la siembra; este año no sólo hemos tenido que labrar primero los campos del Señor, como es habitual, sino también reparar los fosos de su castillo, hacer acopio de víveres y agua en los torreones, cepillar los poderosos bridones de combate y limpiar de maleza las explanadas frente a la fortaleza, para evitar que puedan emboscarse los arqueros enemigos. Estamos nuevamente en guerra, y el señor de Abuny, nuestro amo, vasallo del conde de Gevaudan, que a su vez es vasallo del Rey de Aragón, combate contra las tropas del Rey de Francia. Mi hermano y yo nos apretamos contra el arnés y tiramos con todas nuestras fuerzas del arado, mientras padre hunde en el suelo pedregoso nuestra preciada reja, esa cuchilla de metal que nos costó once libras, más de lo que ganamos en cinco años, y que constituye nuestro mayor tesoro. Las traíllas de esparto trenzado se hunden en la carne, aunque nos hemos puesto un peto de fieltro para protegernos. El sol está muy alto sobre nuestras cabezas, próximo ya al cenit de la hora sexta. Al tirar del arado tengo que hundir la cabeza entre los hombros y miro al suelo: resecos terrones amarillos y un calor de cazuela. La sangre se me agolpa en las sienes y me mareo. Empujo y empujo, pero no avanzamos. Nuestros jadeos quedan silenciados por los alaridos y los gritos agónicos de los combatientes: en el campo de al lado, muy cerca de nosotros, está la guerra. Desde hace tres días, cuatrocientos caballeros combaten entre sí en una pelea desesperada. Llegan todas las mañanas, al amanecer, ansiosos de matarse, y durante todo el día se hieren y se tajan con sus espadas terribles mientras el sol camina por el arco del cielo. Luego, al atardecer, se marchan tambaleantes a comer y a dormir, dispuestos a regresar a la jornada siguiente. Día tras día, mientras nosotros arañamos la piel ingrata de la tierra, ellos riegan el campo vecino con su sangre. […]


EL ARTE DE FINGIR DOLOR

La ridícula idea de no volver a verte

Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar viviendo algo muy grande. Hace muchos años, el periodista Iñaki Gabilondo me dijo en una entrevista que la muerte de su primera mujer, que falleció muy joven y de cáncer, había sido muy dura, sí, pero también lo más trascendental que le había ocurrido. Sus palabras me impresionaron: de hecho, las recuerdo aún, aunque tengo una confusa memoria de mosquito. Entonces creí comprender bien lo que quería decir; pero después de experimentarlo lo he entendido mejor. No todo es horrible en la muerte, aunque parezca mentira (me asombro al escucharme decir esto). Pero éste no es un libro sobre la muerte. En realidad no sé bien qué es, o qué será. Aquí lo tengo ahora, en la punta de mis dedos, apenas unas líneas en una tableta, un cúmulo de células electrónicas aún indeterminadas que podrían ser abortadas muy fácilmente. Los libros nacen de un germen ínfimo, un huevecillo minúsculo, una frase, una imagen, una intuición; y crecen como zigotos, orgánicamente, célula a célula, diferenciándose en tejidos y estructuras cada vez más complejas, hasta llegar a convertirse en una criatura completa y a menudo inesperada. Te confieso que tengo una idea de lo que quiero hacer con este texto, pero ¿se mantendrá el proyecto hasta el final o aparecerá cualquier otra cosa? Me siento como ese pastor del viejo chiste que está tallando distraídamente un trozo de madera con su navaja, y que cuando un paseante le pregunta, «¿Qué figura está haciendo?», contesta: «Pues, si sale con barbas, san Antón; y, si no, la Purísima Concepción.» Una imagen sagrada, en cualquier caso. La santa de este libro es Marie Curie. Siempre me resultó una mujer fascinante, cosa que por otra parte le ocurre a casi todo el mundo, porque es un personaje anómalo y romántico que parece más grande que la vida. Una polaca espectacular que fue capaz de ganar dos premios Nobel, uno de Física en 1903 junto con su marido, Pierre Curie, y otro de Química, en 1911, en solitario. De hecho, en toda la historia de los Nobel sólo ha habido otras tres personas que obtuvieron dos galardones, Linus Pauling, Frederick Sanger y John Bardeen, y sólo Pauling lo hizo en dos categorías distintas, como Marie. Pero Linus se llevó un premio de Química y otro de la Paz, y hay que reconocer que este último vale bastante menos (como es sabido, hasta se lo dieron a Kissinger). O sea que Madame Curie permanece imbatible. Además Marie descubrió y midió la radiactividad, esa propiedad aterradora de la Naturaleza, fulgurantes rayos sobrehumanos que curan y que matan, que achicharran La ridícula idea de no volver a verte tumores cancerosos en la radioterapia o calcinan cuerpos tras una deflagración atómica. Suyo es también el hallazgo del polonio y el radio, dos elementos mucho más activos que el uranio. El polonio, el primero que encontró (por eso lo bautizó con el nombre de su país), quedó muy pronto oscurecido por la relevancia del radio, aunque últimamente se ha puesto de moda como una eficiente manera de asesinar: recordemos la terrible muerte del ex espía ruso Alexander Litvinenko, en 2006, tras ingerir polonio 210, o el polémico caso de Arafat (otro Nobel de la Paz alucinante). De modo que hasta esas siniestras aplicaciones llegó la blanca mano de Marie Curie. Pero, para bien o para mal, esa fuerza devastadora está en la misma base de la construcción del siglo XX y probablemente también del XXI. Vivimos tiempos radiactivos […]


Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el fin de año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Tras denunciar el caso a la policía, Lucía emprende la búsqueda por su cuenta, acompañada de dos personajes singulares: Adrián, un turbador muchacho de 21 años y Fortuna, un viejo anarquista de ochenta, antiguo torero y pistolero con Durruti. Esta es la historia de un misterio que pugna por desvelarse: el de la desaparición de Ramón, pero también el del sentido de la existencia.

Una noche de ópera, Soledad contrata a un gigoló para que la acompañe a la función y así poder dar celos a un ex amante. Pero un suceso violento e imprevisto lo complica todo y marca el inicio de una relación inquietante, volcánica y tal vez peligrosa. Ella tiene sesenta años; el gigoló, treinta y dos. Desde el humor, pero también desde la rabia y la desesperación de quien se rebela contra los estragos del tiempo, el relato de la vida de Soledad se entreteje con las historias de los escritores malditos de la exposición que está organizando para la Biblioteca Nacional. ‘La carne’ es una novela audaz y sorprendente, la más libre y personal de las que ha escrito Rosa Montero. Una intriga emocional que nos habla del paso del tiempo, del miedo a la muerte, del fracaso pero también de la esperanza, de la necesidad de amar y de la gloriosa tiranía del sexo, de la vida entendida como un lance fugaz en el que devorar o ser devorado.


La hija del caníbal

La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios. He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. Y así, cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas. Al principio ni siquiera me di cuenta de que estaba sucediendo algo fuera de lo normal. Era el 28 de diciembre y Ramón y yo nos íbamos a pasar el fin de año a Viena. Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos. Ya habíamos pasado el control de pasaportes y estábamos en la sala de embarque, esperando la salida de nuestro vuelo, cuando a Ramón se le ocurrió ir al servicio. Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía de plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca, que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto a los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcito del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase justo cuando estábamos esperando el embarque. Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta metros de mi asiento. De modo que me lo tomé con calma y sólo le pedí dos veces que no se retrasara: —No tardes, ¿eh?. No tardes. Le miré mientras cruzaba la sala: alto pero rollizo, demasiado redondeado por en medio, sobrado de nalgas y barriga, con la coronilla algo pelona asomando entre un lecho de cabellos castaños y finos. No era feo: era blando. Cuando lo conocí, diez años atrás, estaba más delgado, y yo aproveché la apariencia de enjundia que le daban los huesos para creer que su blandura interior era pura sensibilidad. De estas confusiones irreparables están hechas las cuatro quintas partes de las parejas. Con el tiempo le fue engordando el culo y el aburrimiento, y cuando ya apenas si podíamos estar juntos una hora sin desencajarnos la mandíbula a bostezos, se nos ocurrió casarnos para ver si así la cosa mejoraba. Pero a decir verdad no mejoró. Me entretuve pensando en todo esto mientras contemplaba el batir de la puerta de los urinarios, si bien lo pensaba sin pensar, quiero decir sin ponerle mucho interés a lo pensado, sino dejando resbalar la cabeza de aquí para allá. Y así, pensaba en Ramón, y en que tenía que hablar con el ilustrador de mi último cuento para decirle que cambiara los bocetos del Burrito Hablador porque parecía más bien una Vaquita Vociferante, y en que estaba empezando a sentir hambre. Pensé en ir a ver la Venus de Willendorf en Viena, y la imagen de esa estatuilla oronda me trajo de nuevo a la cabeza a Ramón, que tardaba demasiado, como siempre. Del servicio de caballeros entraban y salían de cuando en cuando los caballeros, todos más diligentes que mi marido. Ese muchacho que ahora empujaba la puerta, por ejemplo, había entrado mucho después que Ramón. Empecé a odiar a Ramón, como tantas veces. Era un odio normal, doméstico, tedioso. Ahora un chaqueta roja sacaba de los urinarios a un viejo medio calvo que iba en silla de ruedas. Dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos. Muchos viejos, sí, pero sobre todo muchísimas viejas. Ancianas sarmentosas y matusalénicas atrapadas por la edad en el encierro de sus sillas y trasladadas de acá para allá como un paquete: en los ascensores las colocan de cara a la pared y ellas contemplan estoicamente el lienzo de metal durante todo el viaje. Pero, por otro lado, son ancianas triunfadoras que han vencido a la muerte, a los maridos, a las penurias probables de su pasada vida; viejas viajeras, zascandiles, supersónicas, que están en un aeropuerto porque van de acá para allá como cohetes y que probablemente se sienten encantadas de ser transportadas por un chaqueta roja; […]


La carne

La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor. Esa madrugada de octubre, sin embargo, Soledad estaba mucho más furiosa que aturdida. Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio. Las neuronas se funden, la razón se rinde a la obcecación y sólo cabe un pensamiento en la cabeza: venganza, venganza, venganza. Bueno, tal vez quepan un pensamiento y un sentimiento: venganza y dolor, venganza y mucho dolor. Imposible pensar en acostarse en ese estado, aunque a las nueve de la mañana tenía una cita muy importante en la Biblioteca. Pero en esas condiciones de incendio mental la cama sólo agravaba la situación. La oscuridad de las noches estaba llena de monstruos, en efecto, como Soledad temía y sospechaba en la niñez; y los ogros se llamaban obsesiones. Soltó un suspiro que sonó como un rugido y volvió a pinchar en el enlace. La página se abrió de nuevo, un diseño elegante en gris y malva. Buscó la pestaña que decía «Galería» y entró. Aparecieron los tres primeros chicos en la pantalla; una foto de cada uno y una descripción sucinta, el nombre, la edad, la altura, el peso, el color de cabello y de ojos, la condición física. Atlética. Todos decían atlética, incluso aquellos que se veían un poco pasados de peso. En la primera foto casi todos estaban vestidos; pero si pinchabas en las imágenes salían dos o tres instantáneas más de cada hombre, por lo general alguna con el pecho descubierto y la cintura del pantalón más bien caída, dejando ver un tenso y tentador palmo de piel bajo el ombligo. Un par de ellos, más arriesgados, aparecían desnudos de cuerpo entero, aunque, eso sí, tumbados boca abajo y entre sombras, mostrando tan sólo la cúpula perfecta de las nalgas. En conjunto eran fotos bastante buenas, hechas con cierto gusto. Se notaba que se trataba de una página cara. ParaComplacerALaMujer.com. Eran escorts, gigolós. Prostitutos. El servicio mínimo, dos horas, costaba trescientos euros, hotel incluido. Las mujeres perdiendo, como siempre, rumió Soledad: los putos eran más caros que las putas. Volvió a repasar la galería con cuidado. Había cuarenta y nueve hombres, la inmensa mayoría en la treintena, unos cuantos en la veintena, dos o tres de más de cuarenta años. Varios negros. No se podía decir que los chicos fueran feos; de hecho, casi todos respondían al patrón convencional de varón joven, fuerte y de facciones regulares. Pero, salvo uno o dos, no le gustaban. Los más guapos le parecían modelos de plástico, retocados y relamidos, sin expresión ni personalidad. Y a los menos agraciados les veía una tremenda cara de brutos. Claro que Soledad siempre había sido difícil de contentar: su deseo era exigente, tiquismiquis y tiránico. En cualquier caso, ahora ni siquiera tenía que desear al gigoló. Sólo estaba buscando a alguien con un aspecto arrebatador. Un acompañante espectacular que le hiciera sentir celos a Mario. O por lo menos, si no celos, que viera que ella se las arreglaba muy bien sin él. Imaginó por un instante la escena en la ópera. Por ejemplo: ella entrando en el Teatro Real acompañada por el bombón y coincidiendo con Mario y su mujer en el vestíbulo; y ella serena, liviana, impertérrita, dejando caer sobre su antiguo amante una ojeada helada y altiva; desde luego le iba a ser difícil mirar desde arriba a alguien que medía diez centímetros más que ella, pero, en su imaginación, Soledad conseguía cuadrar a la perfección esa geometría del desprecio. Y otro ejemplo: ella sentada en el patio de butacas, él incrustado aburridamente con su mujer dos filas más atrás: y Soledad dedicada por entero al chico guapísimo, toda sonrisas y luz en los ojos, la perfecta estampa de la felicidad. Le diría al escort que le pasara de cuando en cuando el brazo por los hombros, que mostrara cariño, todo muy sutil, sin darse ni siquiera un beso, la insinuación elegante de la carne escocía mucho más. ¡O por ejemplo! ¿Y si, al entrar o salir, se topaban de frente y no había más remedio que saludarse? ¿Y si, en su nerviosismo, Mario le presentaba a su esposa? A su esposa embarazada. Con una pequeña cosa en la barriga. Pequeña todavía, inapreciable en el perfil de esa mujer joven y quizá guapa, pero palpitando ahí dentro, esa pequeña cosa llena de vida aferrada con sus uñitas transparentes a la placenta o a las tumefactas paredes del útero o a donde demonios fuera que se agarraran las pequeñas cosas. […]


Gabi es una niña algo especial, que no se siente a gusto con sus diez hermanos ni con sus compañeros de colegio. Por eso, su juego favorito consiste en inventarse un mundo sólo para ella. Allí tiene un nombre secreto, Balbalú, y la personalidad de una verdadera heroína que recorre los rincones cotidianos de su barrio transformados en geografías fantásticas. Hasta que un día, refugiada con más ahínco en sus ensoñaciones, Gabi provoca un cataclismo y se ve prisionera en un mundo en el que todo es posible: los objetos y animales poseen el don de la palabra y las aventuras, peligros y sobresaltos se suceden a una velocidad vertiginosa.

«Dejar de leer es la muerte instantánea. Sería como vivir en un mundo sin oxígeno.» Al acercarnos a algunas de sus lecturas preferidas, Rosa Montero nos sumerge en un mundo literario propio, íntimo y universal a un tiempo, formado por grandes historias, héroes valientes, monstruos memorables, jóvenes misteriosos o malvados geniales. En su original recorrido por grandes títulos de la literatura mundial como Las mil y una noches, La Regenta, El corazón de las tinieblas, Lolita o Frankenstein, nos descubre relatos desconocidos, biografías sobrecogedoras y autores excéntricos. El irrefrenable el amor por la literatura que contienen sus palabras es tan contagioso que este libro, que recoge textos publicados en El País entre 1998 y 2010, se convertirá para muchos en una guía de lectura esencial, alejada de convencionalismos y capaz ofrecer pistas al recién llegado pero también al más avezado lector.


El nido de los sueños

Ésta es una historia sobre los otros mundos que hay detrás del mundo que conocemos. Gabi es una niña imaginativa, pero vive a disgusto consigo misma. Se siente incomprendida por sus padres, hermanos y compañeros de colegio. Más aún: se siente poco querida. Enfadada y furiosa, Gabi desea que todos desaparezcan... Pero hay que tener mucho cuidado con los deseos, porque a veces se cumplen y son terribles. La realidad de Gabi se hace trizas y la niña se encuentra de repente en otro mundo paralelo, en un país extraordinario en el que las sillas hablan, las pelotas de tenis pueden ser animales feroces y las reglas de la vida se transforman. Con fino humor, burbujeante imaginación y maestría narrativa, Rosa Montero hace vivir a su protagonista una serie de vertiginosas aventuras que la conducirán de regreso a su realidad cotidiana, esto es, al punto de partida, pero convertida en una Gabi más sabia y más feliz.

Gabi llevaba muchísimo tiempo escondida detrás de un árbol seco. Ya no sentía ninguna excitación, ni el delicioso miedo a que te pillen: estaba harta de ese juego tan tonto. Salió de su escondite y se sacudió las rodillas, manchadas de tierra. –¡Miguel, Virginia, Diego! –gritó un poco irritada. El aburrimiento siempre la ponía de mal humor–. ¿Dónde os habéis metido? Miró alrededor: no se veía ni la menor señal de sus hermanos. Junto al río aún quedaban algunas personas, pero el pinar estaba mucho más vacío que cuando Gabi se escondió tras el árbol. […]


El amor de mi vida

Unas palabras previas En una de las muchas entrevistas que le hicieron tras ganar el Nobel, el gran Vargas Llosa dijo: «Lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer». Exacto, qué bien dicho. Es una de esas frases sencillas y certeras que iluminan el mundo y te permiten entender mejor tu propia vida. ¿Qué hubiera sido de mí sin la lectura? No puedo concebirlo: incluso dudo de que siguiera siendo humana. Sin libros, tal vez hubiera sido un marsupial o un paquidermo, pongo por caso. Quiero decir que me es tan difícil imaginarme sin leer como imaginarme transmutada en hipopótama. En su precioso libro Letraheridos, la escritora Nuria Amat propone un juego para literatos: si, por un maldito capricho del destino, tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca más, ¿qué escogerías? Sin duda se trata de una disyuntiva muy cruel; la mayoría de los novelistas hemos empezado a escribir de niños y la escritura forma parte de la estructura básica de nuestra personalidad. Es una especie de esqueleto exógeno que nos permite mantenernos de pie; de hecho, creo que muchos sentimos que, de no escribir, nos volveríamos locos, nos haríamos pedazos, nos descoseríamos en informes fragmentos. Teniendo en cuenta todo esto, parecería que la respuesta es fácil de deducir, ¿no es así? Pues se equivocan. He planteado esta interesante cuestión a más de un centenar de autores de diversos países, y sólo he encontrado a dos que hayan escogido seguir escribiendo. Los demás, yo incluida, hemos elegido sin ninguna duda poder seguir leyendo. Porque la mudez puede acarrear la indecible soledad y el agudo sufrimiento de la locura, pero dejar de leer es la muerte instantánea. Sería como vivir en un mundo sin oxígeno. Siempre me ha dado pena la gente que no lee, y no ya porque sean más incultos, que sin duda lo son; o porque estén más indefensos y sean menos libres, que también, sino, sobre todo, porque viven muchísimo menos. La gran tragedia de los seres humanos es haber venido al mundo llenos de ansias de vivir y estar condenados a una existencia efímera. Las vidas son siempre mucho más pequeñas que nuestros sueños; incluso la vida del hombre o la mujer más grandes es infinitamente más estrecha que sus deseos. La vida nos aprieta en las axilas, como un traje mal hecho. Por eso necesitamos leer, e ir al teatro o al cine. Necesitamos vivirnos a lo ancho en otras existencias, para compensar la finitud. Y no hay vida virtual más poderosa ni más hipnotizante que la que nos ofrece la literatura. Estoy convencida de que a todos los humanos nos aguarda en algún rincón del mundo el libro que sería perfecto para nosotros, la lectura que nos abriría las puertas de ese mundo maravilloso que es la literatura. De modo que aquellos a quienes no les gusta la lectura sólo serían individuos que aún no han tenido la suerte de encontrar su precioso libro-llave personal. Verán, yo creo mucho más en esta predestinación que en la amorosa. En realidad me es bastante difícil confiar en la existencia de una media naranja sentimental, de un alma gemela que ande pululando por ahí a la espera de que un día nos tropecemos. Pero en los libros, ah, eso sí: en los libros sí creo. En el susurro embriagador de las buenas novelas. En las historias que parecen estar escritas sólo para mí. Porque, cuando nos gusta un libro, siempre nos parece que sus páginas nos hablan directamente al corazón, que sus palabras son nuestras y sólo nuestras. Y en alguna medida es cierto que es así, porque al leer completamos la obra, la interpretamos, la enriquecemos con nuestra necesidad y nuestra pasión. No hay dos lecturas iguales. Ahora bien: aunque la experiencia de la lectura sea única, lo cierto es que gracias a los libros nos hermanamos. Cuando, yendo en el metro o en un avión, veo a alguien ensimismado en una novela que a mí me ha gustado, siento una instantánea afinidad con esa persona. ¡De algún modo me encuentro dentro de su cabeza y de sus emociones! Yo también he estado allí y he vivido lo que él o ella está viviendo. Gracias a los libros compartimos nuestros sentimientos, aprendemos de los demás y nos sentimos acompañados no sólo en nuestra pequeña existencia, sino en algo mucho más general, mucho más grande que nosotros, algo que nos engloba a través del tiempo y del espacio. ¿No es prodigioso poder vibrar con las palabras de alguien que lleva muerto un siglo, por ejemplo? Cuánta esperanza hay en el acto de leer. La esperanza de poder entender a otro ser humano. De sumarte a su fugaz trayecto por la vida. Para mí los libros son verdaderos talismanes. Me parece que, si tengo algo a mano para leer, puedo ser capaz de aguantar casi todo. Son un antídoto para el dolor, un calmante para la desesperación, un excitante contra el aburrimiento. […]


Premio Planeta 2017

Javier Sierra Nació en Teruel (1971) Es el único autor español contemporáneo que ha logrado situar sus novelas en el top ten de los libros más vendidos en los Estados Unidos. Sus obras se traducen a más de cuarenta idiomas y son fuente de inspiración para muchos lectores que buscan algo más que entretenimiento en un relato de intriga. Formado en el mundo del periodismo –fue cofundador de la revista mensual Año Cero en 1990, director de la revista Más Allá de la Ciencia durante siete años, además de presentador y director de espacios en radio y televisión en España-, ahora invierte su tiempo en investigar arcanos de la Historia y escribir sobre ellos. Si algo destaca en la biografía de este escritor es su precocidad. Se adentró en el mundo de la comunicación con apenas doce años cuando se puso al frente de un programa de radio semanal para una audiencia infantil en su ciudad natal. En esa época ya había escrito sus primeros artículos y relatos, aunque su ingreso en la prensa escrita no se produciría hasta los dieciséis. Con diecinueve –y sus estudios de periodismo recién iniciados en Madrid- participó en la fundación de la revista mensual de divulgación Año Cero, y a los veinticuatro ya daba a imprenta su primer libro. Está casado, tiene dos hijos y se encuentra trabajando –a la vez- en sus próximos tres libros.


El fuego invisible

A menudo subestimamos el poder de las palabras. Son éstas una herramienta tan cotidiana, tan inherente a la naturaleza humana, que apenas nos damos cuenta de que una sola de ellas puede alterar nuestro destino tanto como un terremoto, una guerra o una enfermedad. Al igual que sucede en esa clase de catástrofes, el efecto transformador de una voz resulta imposible de prever. En el curso de una vida es poco probable que nadie escape a su influencia. Por eso nos conviene estar preparados. En cualquier instante —hoy, mañana o el año que viene— una mera sucesión de letras pronunciadas en el momento oportuno transformará nuestra existencia para siempre. Lo mío, por cierto, son esa clase de voces. Son los «abracadabra», «ábrete sésamo», «te quiero», «Fiat Lux», «adiós» o «eureka» que cambian vidas y épocas enteras disfrazados a veces de nombres propios o de términos tan comunes que en otras bocas parecerían vulgares. Suena extraño. Me hago cargo. Pero sé muy bien de lo que hablo. Yo soy lo que podría definirse como un «experto en palabras». Un profesional. Al menos eso dice mi currículo y el hecho de haberme convertido en el profesor de Lingüística más joven del colegio de la Santa e Indivisible Trinidad de la Reina Isabel, más conocido en Dublín como el Trinity College. He organizado ponencias en nombre de tan prestigiosa institución dentro y fuera de Irlanda. He escrito artículos en enciclopedias e incluso he abarrotado aulas dando conferencias sobre ellas. Por eso me obsesionan. Me llamo David Salas y, aunque ahora quizá eso no importe demasiado, tengo treinta años recién cumplidos, me gusta el deporte y la sensación de que, con esfuerzo, puedo llegar a superar mis límites. Pertenezco al club de remo de mi universidad, uno de los más antiguos del mundo, y desciendo de una familia acomodada. Supongo, pues, que con estos dones debería estar satisfecho con mi vida. Sin embargo, ahora mismo, me siento algo confundido. Hace tiempo que estudio la etimología de ciertos términos, sobre todo desde que sufrí en carne propia su poder. Y es que exactamente eso —el sentirme empujado por la fuerza arrebatadora de un sustantivo— fue lo que me ocurrió cuando Susan Peacock, la omnipresente directora de estudios del Trinity, se aproximó a mí la última mañana del curso 2009-2010 y me soltó a bocajarro «aquello» mientras apuraba un café en la sala de profesores. Su pregunta fue el verdadero origen de esta peripecia. —¿Y si te fueras un par de semanas a España, David? Quizá debería explicar antes que Susan Peacock era una dama seria, circunspecta, que no levantaba más de metro y medio del suelo y que rara vez hablaba por hablar. Si decía algo, había que prestarle atención. «¿A España?» —Madrid —precisó sin que alcanzara a preguntarle. En aquel instante, lo juro, algo se removió en mi interior. En estos casos ocurre siempre. Así funciona la señal que nos alerta de la presencia de una palabra especial. Cuando la reconocemos, miles de neuronas se agitan a la vez en nuestro cerebro. España tuvo justo ese efecto. Ese lejano viernes estaba a las puertas de las vacaciones de verano. Había terminado de poner orden a las montañas de papeles y notas con las que había lidiado para culminar mi tesis, ya no se veía ningún alumno en el campus, y estaba recorriendo los edificios de humanidades en busca de mis efectos personales antes de dar por zanjado el trimestre. Quizá por eso la propuesta de Susan Peacock me sobresaltó. La doctora Peacock era entonces mi jefa más inmediata y la docente más respetada del claustro. Aunque doblaba en edad a casi todos los profesores, se había ganado nuestra confianza y respeto a fuerza de preguntas oportunas, consejos administrativos deslizados en el momento adecuado y paseos por los jardines llenos de sabias recomendaciones académicas. Susan se había convertido en el oráculo de Delfos del Trinity College, nuestra sibila particular. Aquel 30 de julio, tormentoso y fresco, la doctora Peacock pareció liberar su interrogante sin una intención especial, como si España acabara de cruzársele por la cabeza. Me dio la impresión de que había levantado sus ojos grises del suelo y nombró ese rincón del mapa sin ser del todo consciente de lo que estaba invocando. —Necesitas divertirte un poco, David —añadió muy seria. […]


Premio Cervantes 2017 Sergio Ramírez Nació en Masatepe, Masaya, Nicaragua, el 5 de agosto de 1942. Escritor, periodista, político y abogado nicaragüense, fue vicepresidente de Nicaragua durante los años 1985-1990. En 1959 ingresa en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de León y un año después funda la revista experimental literaria «Ventana», encabezando el movimiento literario del mismo nombre junto a Fernando Gordillo. En 1964 se gradúa como doctor en Derecho, recibiendo la Medalla de Oro como mejor estudiante de su promoción. En 1968 y 1976 es elegido secretario general de la Confederación de Universidades Centroamericanas (CSUCA), con sede en Costa Rica. Sergio Ramírez inicia su carrera literaria como escritor de cuentos: «El estudiante» (1960) y tres años después publica una recopilación de «Cuentos». En 1970 aparece su primera novela, Tiempo de fulgor, alternando, hasta hoy día, la narrativa con el ensayo y el periodismo. Como editor, funda en 1978 la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) en San José (Costa Rica) y en 1982 la editorial Nueva Nicaragua. Desde 1999 da clases en diferentes universidades de EE.UU., México, Perú, España y Chile.


Asesinatos y narcotráfico, policías y cárteles. Nadie es inocente. El inspector Dolores Morales y el subinspector Bert Dixon, antiguos guerrilleros y miembros del Departamento de Narcóticos de la policía nicaragüense, investigan la desaparición de una mujer. Las únicas pistas son un yate abandonado en la costa, sospechoso de transportar drogas, un libro quemado y una camiseta ensangrentada. El caso se agravará tras la aparición de varios cadáveres, entre ellos el del principal testigo. En una Managua caótica y ardiente los protagonistas tendrán que enfrentarse con valentía y humor, no sólo a los poderosos cárteles de Cali y de Sinaloa, sino a antiguos compañeros de insurrección que se han adaptado mejor a los tiempos y han traicionado sus viejos ideales.

El inspector Dolores Morales está dado de baja en la Policía Nacional desde hace años y ahora trabaja como investigador privado. La mayoría de sus casos son adulterios de una clientela de pocos recursos. Pero un encargo va a sacarlo de la rutina: la desaparición de la hija de un millonario. Pronto el caso se revela como la punta de un iceberg en el que toman forma la corrupción y el abuso de poder que subyace en el discurso revolucionario de la Nicaragua contemporánea.


El cielo llora por mí

1. Adiós Reina del Cielo La ventana de la oficina del inspector Dolores Morales en el tercer piso del edificio de la Policía Nacional en Plaza del Sol, ocupado por la Dirección de Investigación de Drogas, permanecía siempre abierta porque el aparato de aire acondicionado no funcionaba desde hacía siglos. No la cerraba ni cuando llovía, y la cortina de cretona, recogida en un extremo, era un guindajo apelmazado de humedad y polvo. Aquel edificio, un cubo de aluminio y vidrio que antes de la revolución había sido sede de una compañía de seguros, no tenía más que una novedad, una modesta pirámide de acrílico transparente mandada a colocar en la azotea por el primer comisionado César Augusto Canda, que como afiliado a la Fraternidad Esotérica de los Rosacruces creía en las virtudes del magnetismo biológico. En un rincón de la oficina, bastante lejos del escritorio metálico, brillaba la pantalla de la computadora, que más bien parecía estorbar en la habitación mal provista, y en las paredes colgaban de manera dispersas fotos de mediano formato: una escuadra de guerrilleros flacos, barbudos y mal armados, el inspector Morales uno de ellos; policías de civil alrededor de una mesa en celebración de algún cumpleaños, chocando sus vasos, el inspector Morales también uno de ellos; otra en que recibía la imposición de sus insignias de grado, y otra en la que saludaba al jefe de la DEA para el área de Centroamérica y el Caribe, en visita a Nicaragua. Se acercó a la ventana con el teléfono portátil pegado al oído. El número seguía ocupado. Abajo, en el patio de estacionamiento, cantaban voces desafinadas entre un reventar de cohetes que estallaban en volutas leves en el cielo. Había pasado el mediodía, y la corona de la Virgen de Fátima relumbraba bajo el sol de la canícula que ya llegaba a su fin, mientras la imagen, en peregrinaje por toda Nicaragua, avanzaba entre dos vallas de policías, el anda adornada con flores de Júpiter en hombros de los oficiales, hombres y mujeres, de la plana mayor. Los sones de la marcha festiva, ejecutada por la banda militar, llegaban distantes, como si el aire cálido los dispersara igual que el humo del incensario que movía lentamente el capellán, voluminoso como un ropero de tres cuerpos bajo su capa pluvial de color violeta con arneses dorados, abriendo paso a la procesión. El inspector Morales sabía que abajo estaban notando su falta, y desistió de seguir intentando la llamada. Se puso la camisa del uniforme, porque debido al calor prefería trabajar en camiseta, una camiseta verde olivo, y salió al pasillo desierto donde sólo encontró a doña Sofía. Todos, oficiales, policías de línea, agentes de investigación, secretarias, ordenanzas, afanadoras, estaban abajo junto a sus jefes recibiendo a la Virgen Peregrina, salvo doña Sofía Smith, su vecina en el barrio El Edén. Desatendida del bullicio de afuera, seguía limpiando las baldosas con un lampazo empapado en un desinfectante turquesa de olor dulzón que sólo se usa, sabrá Dios por qué, en las cárceles y en los cuarteles. Al pasar el inspector Morales a su lado se puso en posición de firme, asiendo el mango del lampazo como si fuera un fusil, una costumbre heredada de los viejos tiempos, cuando era dueña de un fusil de verdad, un viejo BZ checo, de los que llamaban “matamachos”, y la policía se llamaba Policía Sandinista. Y no ocultó su desdén. Temprano había dejado sobre el escritorio del inspector Morales un memorándum, escrito con lápiz de grafito en el revés de una esquela de requerimiento de abastos de oficina, que decía: Asunto: Actividad religiosa. A: Compañero Artemio. He recibido una citación para comparecer al recibimiento de la Virgen de Fátima, pero no cuenten con mi presencia. Me da vergüenza que compañeros revolucionarios se presten a una farsantería. Aún seguía llamándolo con el seudónimo Artemio, bajo el que lo conociera en la resistencia urbana cuando ella misma prestaba servicios de correo clandestino. Entraron juntos a la nueva Policía Sandinista a la caída de Somoza en 1979, y como su hijo único José Ernesto, de seudónimo William, había caído en combate en El Dorado en los días de la insurrección de los barrios orientales de Managua, siempre había subido a las tarimas de los actos de cada aniversario de la fundación de la policía con las otras madres de héroes y mártires, todas enlutadas cargando en el regazo el retrato enmarcado de sus hijos[…]


Ya nadie llora por mí

1.Huevos rancheros a la diabla El venerable Lada había pasado del azul celeste al azul de Prusia al salir del taller donde operaron milagros en la carrocería, agujereada por las balas en el atentado de tantos años atrás, donde perdiera la vida Lord Dixon. Dichosamente el motor no sufrió los impactos, y aquel viernes de agosto el valiente carrito enfilaba airoso hacia el sur por la carretera a Masaya, al volante el inspector Dolores Morales. Las estructuras metálicas de los árboles de la vida mandados a sembrar por la primera dama poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda, violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa alzándose entre la maraña de rótulos comerciales. Siguiendo las indicaciones del mapa que llevaba en el asiento de al lado, tomó hacia el oeste por la pista Jean Paul Genie en la rotonda de Galerías Santo Domingo, y luego, a la altura del Club Terraza, enrumbó otra vez al sur por el antiguo camino de Las Viudas, dejando atrás el hotel Barceló y el colegio Centroamérica de los jesuitas. El camino, ahora pavimentado pero en malas condiciones, ascendía serpenteando hacia las primeras estribaciones de la sierra de Managua. Poco antes de alcanzar el reparto Intermezzo del Bosque se abría una trocha destinada a ser pronto una carretera en toda regla, marcada en el mapa con una gruesa línea roja: unos cinco kilómetros más de recorrido entre árboles añosos derribados por las motosierras encima de los despojos de los viejos cafetales, también arrasados de raíz, cedros, genízaros, guanacastes y caobos que mostraban sus muñones rojizos. Las aplanadoras emparejaban terrazas donde iban a alzarse mansiones amuralladas, y no era difícil advertir que los corrales, las pulperías y las viviendas de bajareque que aún se asomaban a la trocha estaban destinados a desaparecer ante el avance triunfal de las orugas de los tractores. Una equis señalaba en el mapa el punto de destino. Al lado del portón de acceso había una garita con vidrios a prueba de balas, y junto a la garita un jeep Wrangler con dos hombres a bordo, uno al volante, y al lado otro que cargaba una ametralladora Uzi como quien acuna una muñeca; uno más dentro de la garita, y dos frente al portón. No alcanzaban a disimular su catadura de muchachos de barriada a pesar de sus trajes grises color rata y las corbatas de poliéster bien anudadas en los cuellos tiesos de almidón, que debían escocerles la piel. Usaban, además, los mismos zapatos, tan pesados como si fueran ortopédicos. El que parecía ser el jefe descendió del jeep, y con un movimiento giratorio de la mano le indicó que bajara el vidrio de la ventanilla. La manigueta no funcionaba, así que el inspector Morales procedió a abrir la puerta, y entonces entró el ruido de las podadoras, empecinadas en rasurar la grama de los extensos campos al otro lado del muro, y junto con el ruido el olor a la savia de los tallos aventados en lluvia menuda. El hombre usaba anteojos oscuros de un tinte impenetrable. Llevaba el pelo rasurado al rape, y detrás de la oreja la serpentina del audífono. Bajo el faldón del saco se entreveía la pistola automática enfundada en una cartuchera de nailon. El agente Smith de The Matrix en persona. Le pidió la cédula de identidad con seca cortesía, la fotografió usando su teléfono celular, y, luego de devolvérsela, él mismo le adhirió en la pechera de la camisa, del lado del corazón, un sticker con unos círculos concéntricos. Era la contraseña del día para los visitantes, pero más parecía una diana para guiar la puntería. El de la garita recibió la orden de activar el portón eléctrico, que se descorrió sin ruido, y el Wrangler se puso en marcha delante del Lada. Todo era como en los torneos de golf de la televisión por cable en que jugaba Tiger Woods: suaves colinas perdiéndose en la distancia, la grama como un paño de billar salpicada de árboles trasplantados con grúas; y bajo el sol de aquella mañana de agosto, una laguna artificial que espejeaba a lo lejos. El asfalto de la vereda era suave […]


Tres voces femeninas nos relatan la vida dramática de una mujer que eligió el oficio maldito de escribir en una sociedad cerrada y provinciana. Tres voces, tres maneras de concebir la vida, la amistad y el amor, pero todas con un denominador común: contarnos quién fue la deseada y envidiada Amanda Solano. Estas voces, cada una con su propio registro, nos devolverán a la Costa Rica de la primera mitad del siglo pasado, y así descubriremos a un personaje marcado por su belleza y su genio, por su desafiante sentido de la libertad, y por la mayor de sus debilidades: los hombres. En una convulsa época en que a las mujeres les era denegada la elección de sus opciones en la vida, a Amanda Solano no le quedó otro camino que el exilio, dentro y fuera de su propio país. Sergio Ramírez asume el reto de poner voz a tres personajes femeninos dispares, y lo hace con un estilo sencillo y emotivo que nos hará cómplices de la historia de esta mujer singular que vivió de su leyenda y murió sintiéndose olvidada por todos. Aún hoy, su tumba sigue marcada apenas por un número.

El juez y su Conciencia, la sin par Mireya y el tragafuegos Luzbel, el Duende que Camina hacia el trono de la calavera, el petimetre y el diablo, el último combate del minimosca Gavilán, la suerte del exguerrillero Trinidad, alias «el Comandante»... En Flores oscuras, cada personaje batalla contra sus propios conflictos y esconde sus propios secretos. A medio camino entre la crónica periodística y el cuento, Sergio Ramírez se asoma a los misterios del alma humana en doce sorprendentes relatos llenos de colores vivos y negras sombras.


La fiesta de los ángeles

La fugitiva

Los restos mortales de Amanda Solano, exhumados del Panteón Francés de San Joaquín en la Ciudad de México, donde murió el domingo 8 de julio de 1956, llegaron al Aeropuerto Internacional del Coco el viernes 16 de junio de 1961 a las 3.50 de la tarde, con retraso de una hora, a bordo de un avión carguero cuatrimotor DC-4 de la línea de bandera nacional Lacsa, consignados en el manifiesto número AA172-500, según consta en los archivos de la Dirección General de Aduanas correspondientes a ese año. En el mismo manifiesto figuran mercaderías diversas con destino a almacenes y agencias comerciales de San José, Cartago y Alajuela, entre ellas fardos de textiles de diversa textura y color, llantas y neumáticos de caucho para camiones y tractores agrícolas, balas de sacos de yute para empacar café de exportación, barriles de urea y otros fertilizantes, bebidas espirituosas (tequila) en cartones de doce botellas c/u; rollos de alambre de púas de medio quintal c/u; bultos con muestras de medicamentos sin valor comercial; así como también sacos de lona conteniendo latas de películas destinadas a los circuitos de exhibición, cajones de flores confeccionadas en tela y papel crepé y otras artesanías de cerámica, madera y latón, lo mismo que cajas de libros educativos y recreativos, y paquetes de revistas de modas y variedades. De acuerdo a la crónica publicada en la tercera página del diario La Nación del día siguiente, suscrita por el reportero Romano Minguella Cortés, el ataúd color borgoña, provisto de maniguetas metálicas, y adornado en la parte superior de la tapa con un crucifijo también metálico, llegó resguardado en un cajón de tablas de pino sin cepillar, y fue bajado por medio de un montacargas frente al hangar de los almacenes fiscales de la Aduana. Una vez descuadernado el cajón por medio de una barreta, y llenados y sellados los documentos de rigor por delegados de la propia Aduana y del Ministerio de Sanidad, el ataúd fue entregado al licenciado Fausto Bernazzi Sotela, secretario privado del presidente de la República, y conducido por miembros de la Guardia Civil a la carroza fúnebre de la Funeraria Polini, un Chevrolet Impala color blanco, modelo 1960, que aguardaba en la rampa. A las 4.40 de la tarde, bajo una tenue llovizna, y mientras el cielo tendía a cerrarse, la carroza, seguida de una caravana formada por unos cuantos automóviles, se dirigió hacia San José, con destino a la capilla de las Ánimas, situada en la avenida 10, lugar habitual de celebración de los oficios fúnebres dada su conveniente cercanía con el conjunto de cementerios de la ciudad. Allí aguardaba el acompañamiento presidido por la primera dama, Olga de Benedictis de Echandi, esposa del presidente Mario Echandi Jiménez (1958-1962), y el responso, que se inició a las 5.30, estuvo a cargo del párroco titular, padre Cipriano Chacón Cornejo. Minguella, único periodista presente en el aeropuerto a la llegada del cadáver, acompañó la caravana a bordo de su motocicleta y da noticia del funeral hasta su conclusión en el Cementerio General, así como de los asistentes al mismo, entre los que se cuentan familiares, antiguas amigas y compañeras de colegio de Amanda, algunas con sus esposos, y unos cuantos escritores contemporáneos suyos. No figura el nombre de Claudio Zamora Solano, su único hijo, que para entonces tenía veinte años de edad, ni el de Horacio Zamora Moss, desde hacía muchos años divorciado de ella. El sepelio se realizó pasadas las seis de la tarde y fue apresurado, porque eran ya más amenazantes las señales de lluvia en medio de la creciente oscuridad, y la única fotografía que ilustra la crónica de La Nación, tomada por el propio Minguella, muestra un abigarrado conjunto de paraguas, congregados alrededor de la fosa abierta[…]


Adán y Eva A Napoleón López Villalta

Flores oscuras

Esa tarde de febrero salió de su casa decidido a tener una conversación con su Conciencia, y por eso mismo la invitó a tomar una cerveza. Ella, que leía echada en el sofá, dejó el número de Vanidades que tenía entre sus manos, y lo siguió tal como estaba, limpia de maquillaje, vestida con una blusa de algodón sin mangas, un bluyín de perneras cortas que dejaba libres las pantorrillas, y sandalias plateadas. Era uno de esos viejos barrios residenciales del sur de Managua, invadido con lentitud pero con eficacia por pequeños centros comerciales construidos de manera improvisada en los baldíos, sus cubículos rentados a tiendas de cosméticos y lavanderías, farmacias y boutiques de ropa, mientras las casas de los años sesenta y setenta del siglo anterior iban siendo abandonadas para convertirse en farmacias, pizzerías, restaurantes y bares, sin que faltaran las funerarias. De modo que sólo tenían que caminar unas pocas cuadras para llegar al bar preferido suyo, surgido en las entrañas de una de aquellas residencias abandonadas por sus dueños, que se habían ido a vivir más arriba, siempre hacia el sur, en lo que eran las primeras estribaciones de la sierra, donde los tractores seguían derribando los plantíos de café para dar paso a las nuevas urbanizaciones amuralladas. Ya nadie hubiera podido reconocer el local como un hogar de clase media, abatidas las paredes y todo puesto a media luz, la acera tomada para asentar en ella parte de las mesas bajo un toldo a rayas desflecado por el viento y agobiado de polvo. El rótulo mostraba el nombre del bar, Adán y Eva, y su emblema era una manzana que, al iluminarse de noche con luces de neón, saltaba por todo el tablero. Frank, el propietario, que llevaba el pelo entrecano recogido en una cola de caballo, y que por las noches era también el guitarrista, se hallaba de guardia detrás del mostrador y lo saludó de lejos mientras pasaban a sentarse en un rincón del fondo. Era temprano aún, y las mesas se encontraban vacías. La clientela solía aglomerarse sólo después de las cinco de la tarde, una vez salido todo el mundo de las oficinas cercanas, públicas y comerciales, y de los bancos, que es cuando empezaba la happy hour decretada por Frank, dos tragos al precio de uno, siempre que se tratara de licores nacionales. Se sentó frente a su Conciencia, grácil y esbelta gracias a la calistenia aeróbica de cada mañana en el gimnasio Ilusiones, lo que le permitía vestirse como una muchacha. Acababa de cumplir los cincuenta, igual que acababa de cumplirlos él, y más que quitarse la edad se sentía orgullosa de sus años bien llevados. Nuestro amigo pidió una cerveza. De su mismo vaso le daría de beber a ella algunos sorbos. No iba a incitarla a ningún exceso, porque debía tenerla sobria frente a él, desde luego que necesitaba de sus consejos. Vos y yo tenemos que hablar muy en serio, le dijo, apenas se habían sentado. Ella sólo se arregló un poco el pelo cortado a la garzón, y lo miró a los ojos sin decir palabra. Trajeron la cerveza, sal y limón. Frank había vivido en México, donde regentaba también un bar en la colonia Condesa del Distrito Federal, y conservaba aquella costumbre de servir la cerveza con sal y limón. Pasaron un rato en silencio. Ella hacía dibujos con la uña sobre el tablero de la mesa de pino barnizada de verde. Te traje aquí para hacerte una consulta, dijo él. Pero no me vas a tener a boca seca, dijo ella, prometiste darme unos sorbos de tu vaso, ya te acabaste la cerveza, y nada. De modo que él hizo un gesto resignado y llamó al mesero de corbatín negro, que vino en seguida. Vos estás tomando Corona, pero a mí que me traiga una Victoria. […]


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