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Los antivacunas del siglo XIX
La estupidez es como la primera ley de la termodinámica: en mentes aisladas, no se crea ni se destruye, solo se transforma. Por eso, al igual que el terraplanismo no es una creencia reciente, tampoco es la oposición a las vacunas. Antes del éxito de Edward Jenner en 1796 con la vacunación, ya había oposición al método anterior de inmunización, la variolación. A pesar de desarrollarse un método más seguro, el rechazo no desapareció.
En el Reino Unido, país natal de Jenner, el parlamento aprobó en 1840 la prohibición de la variolación y la vacunación gratuita de los pobres y proscritos. En 1853, la hizo obligatoria para los niños de hasta tres meses, bajo multa de 20 chelines o pena de prisión para los padres que no colaboraran. En 1867, la obligación se extendió hasta los 14 años, con penas acumulativas para quien se opusiera. Desde 1853 hubo protestas en varias ciudades, con la Liga Antivacunación de Londres como núcleo para sus opositores. John Gibbs publicó un panfleto de 64 en 1864 donde criticaba el ataque a sus libertades médicas. La ley de 1867 tuvo mayor resistencia, ya que criticaban que limitaba su libertad personal, por lo que se fundó la Liga Antivacunación Obligatoria. Su presidente publicó en el National AntiCompulsory Vaccination Reporter una serie de siete puntos donde decía que el parlamento había invertido su función de proteger los derechos de los hombres al entorpecer el derecho paterno de proteger a sus hijos, considerándolo un ataque a la libertad y criminalizando la buena salud.
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Los antivacunas defendían que el saneamiento era suficiente para contener la enfermedad y percibían que la vacunación contaminaba irreversiblemente su cuerpo sano. Desde el punto de vista cristiano, la Biblia (Levítico 26:25; Mateo 10:37, 39) defendía que Dios protegía a quien cumplía su voluntad y castigaba a quien le desobedecía, por lo que ser buen cristiano era protección suficiente. Además, protegerse contra un futuro castigo divino no hacía más que reconocer la culpa. Este rechazo religioso estaba presente con la variolación, ya que condenaba a los que morían al considerarlos suicidas.
La inconformidad se tradujo en múltiples revistas antivacunas en las siguientes décadas y en la expansión del movimiento por Europa. Cuando las condenas no servían, lo hacía un golpe de realidad. En 1872, en Estocolmo, este rechazo se manifestó en una vacunación de poco más del 40% de la población, en contraste con el 90% de Suecia. En 1874, una epidemia consiguió cambiar la opinión pública. En 1885, en Leicester, una protesta antivacunas atrajo a 100 000 personas. Por ello, una comisión real decidió valorar la situación y en 1896 recomendó la vacunación, aunque eliminando las condenas acumulativas, aplicándose en la ley de 1898. Esta ley añadía la necesidad de obtener un certificado para los objetores de conciencia.
En Estados Unidos, las vacunaciones a principios del siglo XIX controlaron los brotes de viruela, por lo que cayeron en desuso. Sin embargo, debido a la susceptibilidad de la población, en la década de 1870 resurgió como una epidemia. Cuando los estados decidieron promulgar leyes que obligaran a vacunar, se encontraron con la resistencia de los grupos antivacunas. En 1879 se fundó la Sociedad Antivacunación de América después de la visita del líder antivacunas británico a Nueva York el año anterior. Le siguieron las ligas correspondientes de Nueva Inglaterra de 1882 y de Nueva York de 1885. Las batallas legales, políticas y sus panfletos consiguieron rechazar la vacunación obligatoria en California, Illinois, Indiana, Minnesota, Utah, Virginia Occidental y Wisconsin, pero eso no detuvo las batallas contra las autoridades de salud pública.
A principios del siglo XX, cuando la viruela estaba mejor controlada, los antivacunas atribuían el triunfo a las medidas de saneamiento porque otras enfermedades sin vacunas habían disminuido su frecuencia y gravedad. Añadían que en las protestas, que reducían las vacunaciones, también morían menos por la viruela, aunque ignoraban a quienes se habían vacunado de forma tardía. También defendían que la vacuna no solo no evitaba la enfermedad, sino que la provocaba. Los médicos fueron el objetivo de sus críticas, ya que aseguraban que promover las vacunas les enriquecía.
No obstante, los movimientos antivacunas fueron reduciéndose con las décadas, llegando a mínimos con la vacunación de la poliomielitis en 1955. Ni siquiera el incidente Cutter, donde la presencia de virus “vivo” mató a 5 niños y paralizó a otros 51, afectó a su impacto. Este apoyo no se tambalearía hasta la polémica con la vacuna de la tos ferina a mediados de los años 70 y el documental DTP: Vaccination Roulette (1982).