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Los antimascarillas del siglo XX y otros obstáculos de
El rechazo al uso de mascarillas durante la pandemia de COVID-19 también estuvo presente un siglo antes, durante la pandemia de la gripe española. Al igual que los antivacunas del siglo XIX, los antimascarillas denunciaban que la obligación de usarlas violaba sus libertades individuales, pero además veían su uso como una amenaza contra la masculinidad.
La situación de San Francisco
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El desarrollo de la pandemia en San Francisco resultó tristemente familiar, tanto por el desarrollo de los acontecimientos como por la respuesta de la población. El 10 de octubre de 1918, William Charles Hassler, doctor jefe de sanidad de San Francisco, advertía sobre la expansión y el peligro de los contagios de gripe en la costa este de los Estados Unidos, advirtiendo sobre el contagio directo por estornudos y la tos. Tan solo una semana después, San Francisco tenía 1654 casos, que aumentaron a 7000 a final del mes en la ciudad y 60000 en el estado.
De recomendar mantener la distancia social y autoconfinarse, siendo los primeros en país en hacerlo, se pasó a cerrar colegios, iglesias, bares y negocios el 18 de octubre. Cuatro días después se obligó a usar mascarillas en público que cubrieran boca y nariz. Entonces se castigaba con multas que aumentaban entre 5 y 100$ (equivalentes a unos 87-1800$ actuales) o encarcelamiento de 10 días. Dado que las farmacias quedaron desabastecidas, se solicitaron donaciones de ropa y voluntarios para coser mascarillas. A pesar de ello, las cárceles estaban llenas y los policías debían hacer horas extras en los fines de semana y por la noche. Incluso entre quienes llevaban mascarillas, los problemas eran los mismos que un siglo después: quienes no se tapaban la nariz o la boca, quienes se les empañaba las gafas, etc. Entre los hombres se consideraba un complemento femenino que les impedía escupir y toser descuidadamente.
El éxito conseguido a finales del mes despertó el interés de otras ciudades, que deseaban conocer las medidas tomadas. Las restricciones fueron relajándose, permitiendo reuniones y la reapertura gradual de teatros, iglesias y colegios. La obligación de usar mascarillas se mantuvo una semana más. Sintiendo la victoria sobre la enfermedad, el 21 de noviembre la gente celebró fiestas y pisoteó las mascarillas, mientras los medios declaraban que la pandemia había prácticamente finalizado, aunque advirtiendo mantener la precaución hasta que su desaparición fuera completa. Otras ciudades fueron teniendo la misma reacción, con fiestas y una avalancha de compras navideñas prematuras.
Una decisión prematura Un rechazo interesado
Desgraciadamente, habían cantado victoria demasiado pronto. Aunque los casos se habían reducido drásticamente, aún eran numerosos. En este momento cuando los intereses ajenos a la salud entorpecieron la batalla contra la enfermedad. En primer lugar, los empresarios del entorno del alcalde consideraban que las restricciones disminuían el atractivo de San Francisco, que ya había sufrido un duro golpe tras el terremoto de 1906. Además, la Navidad estaba a la vuelta de la esquina y temían que si el público debía usar mascarillas, iba a preferir quedarse en casa.
La unidad creada para combatir un enemigo común comenzó a resquebrajarse. Mientras las enfermeras y la archidiócesis católica favorecían el uso de mascarillas, los empresarios argumentaban que los contagios se habían mantenido estables y que en otras ciudades sin restricciones no había empeorado la situación. Mientras tanto, en un par de semanas los contagios se habían decuplicado.
En vez de luchar contra el virus, se comenzó una batalla contra el aparente control de Hassler y del alcalde James Rolph Jr., quienes abogaban por el uso de mascarillas a pesar de su oposición. El doctor incluso recibió cartas amenazantes y una bomba en su oficina. Aunque Rolph prefería no imponer su uso, el drástico aumento de contagios provocó que el 12 de enero solicitara la cooperación voluntaria para contener la enfermedad mediante el uso de mascarillas. La misma razón motivo su obligación el 17 de enero. Por una parte, estaba la oposición de los comerciantes, que deseaban el beneficio económico, pero por otra estaba quienes deseaban poder político. El desconocimiento del agente patógeno y los resultados contradictorios sobre el uso de mascarillas sembraron la desconfianza en los datos científicos, especialmente porque se dudaba si su uso podía ser lo suficientemente extendido en la comunidad para obtener los resultados deseados. Los lectores de periódicos mandaban cartas destacando la ignorancia y desfachatez de los médicos, recordándoles que hacía apenas 20 años recomendaban alejarse del aire viciado y que con las mascarillas eso ya no les resultaba un problema. Incluso en lugares como Tucson los tribunales consideraron inválida la obligación de llevar mascarillas puesto que los niños estaban exentos de usarlas en los colegios.
Mientras tanto, no solo surgían ciudadanos indignados por lo que valoraban como una imposición, sino también supuestas curas de la gripe y la neumonía, como espolvorear polvo de azufre en los zapatos o beber tres veces al día zumo de cebolla cruda.
El 20 de enero se reunió la liga antimascarillas de San Francisco, donde se eligió a sus principales componentes, mayoritariamente mujeres, varias de ellas exitosas sufragistas. Este grupo tenía conexiones y tratos de favor con el republicano Patrick Henry McCarthy, anterior alcalde de la ciudad que intentó repetidamente recuperar su posición, sin ningún éxito. Es por ello que uno de los objetivos de la liga era
provocar la dimisión de Rolph, quien permanecería como alcalde hasta 1931. Su lucha también se dirigía contra la policía, cuyas acciones se visualizaban como inconstitucionales. El rechazo del doctor Wilfred H. Kellogg, secretario de la junta de salud estatal, a las medidas de Hassler, que consideraba inefectivas al compararlas con la situación en otras ciudades con medidas más laxas, azuzó más si cabe a sus opositores.
El 27 de enero se manifestaron cientos de opositores para rechazar la obligación de llevar mascarillas, pero el alcalde aseguró que eran los únicos que exigían su interrupción. Hassler añadió que la vigencia del cierre de los colegios se veía influida por aquellos padres que los consideraban una guardería en donde dejar a los niños, aunque estuviesen enfermos. Por ello, algunas participantes de la liga, que también pertenecían a la Liga de Derechos Paternos de América, protestaron contra las pruebas médicas a los niños en los colegios, pues interfería en sus derechos como padres.
Al día siguiente, el alcalde declaró que la enfermedad estaba bajo control y que el próximo viernes de enero la situación volvería a la normalidad.
Medidas en España
Hay claves que se repiten en cualquier época y lugar, aunque España tuvo algunas particularidades. La epidemia fue declarada oficialmente por primera vez en Valladolid. Aunque no era una opción deseada por los comerciantes, que se beneficiaban por aquel entonces
de las fiestas de San Isidro, los médicos presionaron para que se declarara, pues si morían en servicio, el estado no ofrecería una pensión a sus viudas.
A diferencia de en los Estados Unidos, en España las iglesias se negaron a cesar las misas, donde grandes números de fieles se reunían para repetir la jaculatoria Pro tempore pestilentia. Los teatros, cafeterías, iglesias, el congreso, el senado, el correo, los viajeros, sus equipajes y los vagones de tren y tranvía se desinfectaron se desinfectaron con creolina o aceite fenólico, aunque se cuestionara su efectividad. Se prohibió escupir en la calle, que se limpiaba con lejía. También se recomendó limpiar la boca y los orificios nasales con agua oxigenada o una mezcla de aceite y mentol, además de descansar, mantener una dieta sana y las medidas habituales ya comentadas.
De cualquier forma, la impotencia de los médicos no infundía confianza. Trataban los síntomas con codeína, salicilatos y quinina. Si desarrollaban neumonía, se le administraba intramuscular o intravenosamente soluciones coloidales de plata o platino, digitálicos, adrenalina o aceite de alcanfor. Incluso se acudía a tratamientos obsoletos, como la sangría, o experimentales, como vacunas con pneumococos, streptococo y bacilo de Pfeiffer (Haemophilus influenzae).
Esto no evitó que los hospitales se saturaran y que los pueblos quedaran inatendidos, pues sus médicos morían y solo algunos eran reemplazados por estudiantes voluntarios. Se realizaron funerales en masa, evitando las largas ceremonias y hacer sonar el toque de difuntos, pues infundiría el pánico.