Sólo una luz de agua (muestra)

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Sólo una luz de agua Francisco de Asís y Giotto

Pab lo Mon t oya

Tragaluz editores Medellín - Colombia 2009


Sólo una luz de agua, 2009 © Pablo Montoya, 2009 © Tragaluz Editores SAS., 2009 Medellín - Colombia www.tragaluzeditores.com Primera edición, 2009 Primera reimpresión, 2013 Autor: Pablo Montoya Edición y diseño: Tragaluz editores SAS. Imágenes: Fragmentos extraídos de la obra de Giotto di Bondone, ubicada en la galería de frescos de la Basílica Superior de Asís. Impresión: Artes y letras SAS. ISBN 978-958-8562-00-1 Impreso en Medellín, Colombia Printed in Medellín, Colombia Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.


Contenido Pr贸logo 9

S贸lo una luz de agua 17

Posfacio 95

El autor 105



A Sara



Pr贸logo

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El mundo poético de Francisco de Asís está inundado de música. Desde el primer período en que fue un fervoroso combatiente de la cruz, hasta el último en que su vida fue un rapto de misticismo, Francisco amó la música. Es ella la que modela el “Cántico de las criaturas”. Francisco es el primero de los grandes poetas medievales que continuaba lo que el poeta músico griego hizo en la época de las tragedias. Música y poesía unidas porque no de otro modo se podía revelar el misterio humano. Pero en las escenas que pintó Giotto sobre Francisco lo que prima es el silencio. Un silencio que no es más que una máscara del tiempo. El efecto, en este sentido, es paradójico. Y digo paradójico porque hay muchedumbres en estas pinturas. Hay campanas y carillones y órganos que el observador puede imaginar con el oído. Hay debates 13


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intelectuales, prédicas del sentimiento, exclamaciones de sorpresa favorecidas por los milagros, llanto ante la muerte repentina, murmullos de animales, gritos de monstruos que salen de las pesadillas. La lengua árabe también suena con frenesí y el latín en vano intenta suavizarla. En estos veintiocho frescos de Giotto está el lenguaje incomprensible de los muertos, el bullicio de las romerías, el viento de la primavera, el borboteo del agua en el peñasco, el sol que rechina en la estación del estío, las ofertas y las demandas de comerciantes nómadas. Está la voz de Dios que es clara pero indefinible. Y la voz del demonio que tiene similares cadencias. En estos frescos palpita no sólo una vida, sino una época con todas sus particularidades. Las herejías y los dogmas, las cruzadas y las hambrunas, las sedas y el oro, los atuendos y los lechos, el vino y el semen, la magnificencia de los ricos de la Iglesia y la miseria secular de los campesinos. Todo esto Giotto lo ha detenido en los muros. Y su detención colorida, así tenga como referente una vida 14


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tumultuosa que se narra, provoca en nuestros ojos el buscado goce del silencio. Decir Giotto y Francisco de Asís es decir pintura y poesía abrazadas en uno de los períodos más trascendentales de la historia del arte. Aquí el poema y el color se trazan para acercarse a los hombres. Y es un acercamiento que, al producirse en el ojo que observa, causa inevitablemente un deslizamiento hacia Dios. No importa que quien mire sea ateo o gnóstico. Si es sensible, comprenderá que Giotto transmite una unánime aunque escurridiza certeza de Dios. Por ello, Francisco y Giotto no despiertan en mí la plenitud de los estados divinos de una época ida. Lo que hacen brotar de mi mirada es la profunda nostalgia de Dios. Yo, hombre del siglo XXI, conocedor del hongo en el cielo y de los campos de destrucción humana, de la manipulación genética y la manipulación publicitaria, víctima de los genocidios y cómplice del exterminio de la naturaleza. Yo, que he asistido a la sistemática masacre de los dioses y de los hombres, a la consumación del mal, no tengo 15


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otro camino, al observar estas pinturas, que sentir cómo mi soledad se acrecienta todavía más. Pero si no es Dios el que nos habla en Giotto, ¿quién es entonces? Es, creo, el impulso donde las manos, las del pintor y las del poeta, definen el fundamento del hombre. Y lo fundamental del hombre no corresponde a Dios. Corresponde especialmente a lo humano. Y, sobre todo, al diálogo que ambos establecen. Quien mira las escenas sobre Francisco, siente el contorno de esas frágiles verdades que definen la vida de los hombres. La fe, el sufrimiento y la muerte. Las sensaciones del abrazo, del beso y de la caricia. Y Dios respira, entre estos actos que moldean la existencia, a la vez amplia y maltrechamente. Porque Dios, en este Giotto de la juventud, no es más que la representación de una humanidad ansiosa de verdades más poéticas que religiosas. Éste y no otro es el milagro que representa Giotto para mí. Pablo Montoya

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Nota del editor: al final de cada texto se encuentra el t铆tulo de la pintura que inspir贸 al autor.


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Francisco está ataviado de

sedas. Sus calzas finas provienen de los mercados de Nápoles. Un bonete cubre apenas el pelo rojizo. Sus ojos son tan diáfanos como un cristal tocado por la lluvia. El joven es proclive a las canciones de amor entonadas bajo balcones surcados de hiedras. Y el entusiasmo lo embarga ante las trifulcas que las tabernas forman cuando la aurora se insinúa bajo los umbrales. Pero ahora, a su lado, hay letrados con gestos previsibles. Ellos extienden las manos para matizar una idea en la que Dios es una chispa excesivamente luminosa. Exponen el sofisma de la plena existencia con fatigantes declinaciones del verbo. Equilibran la tautología de la guerra y del odio para justificarlos siempre. El discurso de los eruditos 23


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se fragua en ondulaciones más de confirmación que de duda. Y las moradas, levantadas a modo de escenario de pieza de teatro, respiran una atmósfera de credos y códigos pergeñados en los instantes más sublimes del terror y del éxtasis. El pensamiento es compacto como una roca, así todo lo que lo circunda sea delicuescente. Horadar tal solidez, para ellos, es penetrar el dominio de una divinidad justa pero tiránica. Entre el grupo sapiente hay un hombre de facciones melifluas. Tiene una barbucha de chivo que guarda similitud con ciertas alegorías de ensalmos brujos. Su oficio es una gama de cuestiones turbias. El dinero en él fluctúa como el pálpito de un agónico batracio. Gusta de las jornadas del juego y concurre a los aposentos de las meretrices donde es usual declamar estrofas escritas por monjes disipados. El hombre algo estudió de las leyes que rigen las palabras en la plaza y las formas espléndidas de la bóveda celeste. Pero abandonó las ambiciones de la métrica para dedicarse a pesar oro y plata. Él ama el ruido nocturno de esas mediciones mezquinas. Y sabe, por ello mismo, que todo lo suyo es lejano a los 24


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miramientos de Dios. Siente, además, que su cuerpo es una prueba de que la vida transcurre imparable. Una vida trajinada entre rezos y secreciones. Entre flagelaciones y caricias. Entre besos a pieles ocultas y loas a presencias invisibles. Con el paso de los años, el hombre se ha aferrado a la costumbre del solaz que comparte con sus servidores más imberbes. Placeres clandestinos que paga con monedas o paños en las ferias trashumantes. La simpleza de hoy es quizás una manifestación del cansancio de sus años. Tal vez una manera del arrepentimiento. Como muchos en Asís, él cree en el miedo que antecede a la muerte, en los escollos de la culpa, en una postrera posibilidad de redención. Le asalta entonces, al verlo, un súbito deseo de abrazar a Francisco. Se despoja de la capa y la extiende en la callejuela. Los letrados algo dicen en su ir y venir intermitente. Pero el hombre ve los ojos del joven y halla una revelación. Su mirada alucinante, piensa, es una dádiva que jamás será gustada por nadie. Homenaje de un hombre simple 25


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Entre ellos hay un humilla-

do de Lombardía. Un antiguo seguidor de Arnaldo de Brescia, el frenético. Otro, que proviene de Lyon, se hace llamar dulce paupérrimo, y dice haber escuchado la voz de Dios proferida contra los obispos más untuosos. Otro, dueño de un temblor en las manos, cuando el vino irradia su cabeza, despotrica contra las jerarquías de la Iglesia y sus misterios. Ese bautismo solemne acompasado por músicas de bronce. Esa penitencia pública deambulando entre los terciopelos. Esa eucaristía de vinos que produce flatulencias en los minutos del descanso. Hay uno más que es diestro en la escritura. Y otro que, en sus sueños, ansía ágapes y tapices majestuosos. Y aquel otro que 40


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en el ascenso del crepúsculo, con dedos femeniles, toca el laúd y al cantar adquiere atisbos de bufón. Todos permanecen prosternados bajo la mirada de Francisco. Sus testas están rapadas al modo de una vieja usanza militar. La caspa y el piojo forcejean en los cabellos incipientes. Usan hábitos desteñidos para cubrir sus cuerpos de pértiga. Calzan un cuero proscrito de Damasco. Y sus pieles, endurecidas por el repudio al almidón, huelen a rancia sequedad. Sobre ellos los arcos están vestidos de islámicas geometrías. La bendición del pontífice se traza en el aire. En su movimiento paralizado hay un deje de repetido acto de fe. La cruz sobresale entre las estolas blanquísimas. Y el púrpura es el matiz propicio para recordar un antiguo crimen. La confirmación de la orden

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El monte Alvernia os-

tenta el relieve de un verano impostergable. Sobre las vertientes, y paralizados en sus ramajes de ceniza, pocos árboles se levantan. Nada en el aire está sujeto a la movilidad. Los insectos se han sumido en un sopor como si padecieran una inexplicable condena. El cielo muestra un asombro azul tan insistente que desconoce toda interpretación. Abajo, incrustada en los pliegues del muro, una flor se inclina. Dos recintos, marcados con la cruz, delimitan la extensión del milagro. Sus fachadas son estrechas, y profundos los interiores como corresponde a los sitios propios para albergar los sueños. León, el confidente, está distante del sol que respira como una 66


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enajenación portentosa sobre la tierra. En sus rezos pondera, una vez más, la razón para acceder a Dios. Francisco, en cambio, recibe de rodillas las huellas del martirio. Y así como acontece en la cotidianidad, algo similar sucede en esta escena. Que mientras alguien golpea el surco de la piedra con la pica, otro, a su lado, acaricia un fruto y derrama su blanca savia sobre él. Acodado en esa revelación fragmentada de las cosas, Francisco dice una palabra. Una exclamación expectante. Una interrogación entusiasta. El dolor que ya empieza a ser gozo. El placer de la carne que de súbito se manifiesta como una felicidad extrema. Un ay. Un solo ay que nombra más que todas las oraciones dichas por León. Un ay que es confuso debido a su hiperbólica luminosidad. Las llagas, en todo caso, ya supuran como pétalos abiertos en la piel de Francisco. Y surge esta flor que se recuesta lánguida sobre una de las grietas. Y que, solitaria en su corto esplendor, adquiere el contorno de una exaltación que decae inevitablemente. La estigmatización 67


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Francisco ha muerto.

Su figura, extendida sobre un trozo de madera, es la consumación de un sueño. Besar las heridas de las piernas, rociar con lágrimas su ropaje, orar como si el resuello fuera un hipo sostenido, es velar para que ese sueño se convierta en fuego. Y la llama subsista en medio de la universal devastación. Un hombre sin vida es un cuerpo extraño. Una ausencia perentoria. La corrupción que avanza y se mezcla a la tierra en su resurrección intermitente. Un signo que se recuesta en el polvo para asumir el olvido. Los estigmas, que produjeron estupor, ya son secos territorios. Pedazos de una geografía desdibujada donde temblor no hay. Francisco ha muerto. Y alrededor de su mortaja, 68


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oliente a paja, a almizcle y a benjuí, las preces son el aliento y el incienso. Hay un murmullo en el que el latín intenta aplastar los giros rústicos de Umbría. Llanto en las monótonas oraciones de la Iglesia. Humo que sale de largos cuelmos. Dios, arriba, es invisible. Pero sus mensajeros tienen un exuberante plumaje de oro. Y sus atuendos se ven rojos. Tan rojos como la sangre que aún es necesario verter. La muerte del santo

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el autor Pa b lo Mo ntoya Barrancabermeja 1963. Escritor y profesor de Literatura de la Universidad de Antioquia. Libros publicados: Novela: La sed del ojo (2004). Lejos de Roma (2008). Los derrotados (2012). Cuento: Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica (1997), Habitantes (1999), Razia (2001), Réquiem por un fantasma (2006). Poesía: Cuaderno de París (2006), Trazos (2007), Poemas ilustrados. Viajeros (2011). Ensayo: Música de pájaros (2005). Novela histórica en Colombia 1988-2008 (2009). Un Robinson cercano, diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX (2013). 107


S贸lo una luz de agua editado por Tragaluz editores se termin贸 de imprimir en Artes y letras SAS. en noviembre de 2013 Medell铆n - Colombia



A finales del siglo XIII, Giotto, artista precursor del Renacimiento italiano, pintó veintiocho frescos inspirado en la vida de san Francisco de Asís. En este libro, Pablo Montoya contempla la mudez de esas imágenes y la recrea en palabras. Una prosa breve y poética, acompañada con un detalle de cada pintura, cuenta la historia de Francisco, un hombre que encontró la divinidad cruzándose con el dolor, la miseria, el sufrimiento, el gozo y la belleza. “Pero si no es Dios el que nos habla en Giotto, ¿quién es entonces? Es, creo, el impulso donde las manos, las del pintor y las del poeta, definen el fundamento del hombre. Y lo fundamental del hombre no corresponde a Dios. Corresponde especialmente a lo humano. Y, sobre todo, al diálogo que ambos establecen”. Pablo Montoya


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