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Norte argentino
A miles de metros en el Norte
Pesos, dólares, euros y acaso maravedíes, rublos y rupias se han aliado para que los viajes al exterior sean hoy difíciles, si no imposibles, de emprender. Al mismo tiempo, nos han motivado a mirar fronteras adentro y planear maravillosas experiencias dentro de nuestras amplias fronteras.
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Por Guido Minerbi Fotografía por Carmen Silveira
Salta la Linda
Como anfitriones de una pareja de muy queridos amigos italianos planeamos una mini vacación que, de la llanura pampeana, nos llevaría hasta casi 4.600 metros de altura. Eso es algo fácil de lograr en nuestro Noroeste y -específicamente- en las provincias de Salta y Jujuy. Allí les hicimos descubrir una naturaleza salvaje e impactante, que nos dejó a los cuatro sin aliento (en muchos casos fue así…), panoramas deslumbrantes, gastronomía regional inimitable, vinos de excelencia, gente cálida y cordial y recorridos incomparables.
Volamos “low cost” a Salta y alquilamos un auto mediano en el aeropuerto. Por suerte en las “low cost” no se admite más que una valijita diminuta, porque el auto -japonés- tenía un baúl irrisorio donde nuestro equipaje cupo por milagro. Gracias al GPS llegamos al aparthotel que habíamos reservado, muy cerca del centro. Nos costó mucho desatascar el equipaje del baúl y subimos a refrescarnos en nuestras habitaciones; hacía mucho calor si bien era sólo noviembre. Caminamos hasta la plaza donde la hermosa Catedral y el antiguo Cabildo se observan de lejos. El centro, a la hora de la tradicional siesta, estaba desierto. La temperatura reinante había sugerido a los autóctonos prolongarla. Recalamos en una antigua confitería con mesitas de mármol blanco en la vereda, al costado de la plaza al reparo de altas y esbeltas palmeras. Un sonido, ensordecedor por momentos, nos rodeó mientras unas apetitosas empanadas y una cerveza artesanal bien helada nos revivieron. El mozo, que nos atendió sin la prisa que impone Buenos Aires, nos dio charla y aclaró que el barullo se debía a miles de cigarras. En ningún momento logramos verlas, pero nos sorprendieron el gran pico anaranjado y el vivo color del plumaje de un tucán encaramado a una de las ramas. Reconfortados por nuestra merienda, descubrimos en
La Catedral de Salta se insinúa, majestuosa, detrás de la arboleda de la plaza principal, poblada de sonoras cigarras.
la misma cuadra -protegida del fuerte sol por recovas- un pequeño museo donde se exhiben momias encontradas en la región cordillerana.
Estábamos cansados y mal dormidos: las “low cost” tienen unos horarios para insomnes y no para todos los gustos… Subimos a un taxi de un color entre berenjena y remolacha y rumbeamos hacia el hotel. Para la cena, la conserje (morocha de ojos verdes) nos recomendó un restaurante típico y no para turistas, donde -nos aseguró- no sólo comeríamos bien… Según ella quedaba cerquita, “acá nomás”, pero tuvimos que cruzar toda Salta la Linda para llegar a ese templo de platos típicos con varias salas y un gran patio bajo las estrellas. En cada uno de estos ámbitos músicos aficionados y profesionales se habían dado cita para tocar y cantar para sí mismos, sus amistades y quienes quisieran escucharlos. No se trató de un show organizado ni, tanto menos, de un “karaoke”; fue la suma de tantas peñas folclóricas donde reinó indiscutida su majestad, la samba. Fue una auténtica velada de peña que disfrutamos con los italianos hasta que decidimos irnos bien pasada la medianoche: nuestro plan exigía arrancar muy temprano el día siguiente. “Temprano” es un eufemismo; los despertadores sonaron puntuales a las seis, pero sólo dejamos Salta cerca de las once, tras visitar el notable Museo de Antropología, tanto por su moderna arquitectura como por sus impactantes colecciones.
Camino a Cafayate
Llegaríamos a Cafayate a través de su maravillosa quebrada de dramáticas formaciones rocosas rojizas, punteadas por matorrales verdes muy espinosos y característicos algarrobos: un panorama ideal para fotógrafos que nos obligó a realizar varias paradas. Camino bien pavimentado, tránsito casi inexistente y un sol resplandeciente y abrasador potenciaron la experiencia. Merendamos debajo de un añoso algarrobo para descansar y respiramos a todo pulmón el aire diáfano “de altura”: ¡de los 1.152 m de Salta habíamos trepado ya a 1.700 m!
Los “bichos de llanura” como nosotros y los boloñeses que viven rodeados de muy bajas colinas, sienten la altura y necesitan adaptarse. Llegamos a nuestro hotel donde honramos el ritual de la siestita. Nuestros amigos acababan de recorrer Mendoza y por eso decidimos obviar la tradicional visita a una bodega. Alrededor de la plaza principal disfrutamos de locales rebosantes de productos regionales, y consultamos dónde saborear empanadas
locales y probar el tan mentado vino patero. Pedimos una jarra en un restaurante con un puñado de mesas. Las empanadas aparecieron junto con una ridícula jarrita, aparentemente “enana” para dos parejas. Nos quejamos con el mozo por tanta avaricia, pero acabamos dándole toda la razón. El patero, espeso, muy dulce y delicioso, es muy, pero muy muy, “subidor”: la jarrita enana alcanzó para que luego nos costara levantarnos. Las empanadas estuvieron bien pero la “comida casera” del menú nos convenció de que en nuestras casas se puede comer mucho mejor…
De Salta a Jujuy
Arrancamos temprano, esta vez respetando los despertadores: nos esperaba un trecho muy largo. Debíamos retornar a Salta capital para dirigirnos luego hacia Jujuy -la “Tacita de Plata”- y la Quebrada de Humahuaca. Nos detuvimos para comer algo y tomar mucho líquido. Altura, aire reseco y cierta polvareda nos habían deshidratado. Teníamos planeado pernoctar en Tilcara por dos noches. Dejamos Purmamarca a nuestra izquierda sin entrar a recorrerla y seguimos manejando. Ya en Tilcara recorrimos el pueblo, paseamos, y finalmente
Arriba: Una de las inquietantes máscaras que se atesoran en el museo.
En la otra página, desde arriba: La Quebrada de Purmamarca, íntima y muy fértil; etapa obligada: formación rocosa en la Quebrada de Cafayate, conocida como “Garganta del Diablo”.
decidimos cenar en un gran restaurante donde -obviamente- experimentamos las excelentes empanadas jujeñas y nos castigamos con platos típicos. Nuestro amigo itálico pidió corderito al asador pero, visto tamaño de sus costillas, pensamos que se trataba de su bisabuelo, cuando no de un pequeño dinosaurio… Aun así, le pareció muy sabroso. Los demás elegimos un delicioso picante de pollo, cazuela de cerdo y queso de cabra. Nada de vino esa noche: optamos por refrescante cerveza local. En el restaurante, claramente dedicado a captar turismo internacional se oían francés, alemán, varios acentos de inglés, portugués y español de la madrepatria. Un conjunto folclórico muy profesional circulaba de mesa en mesa con sus quenas, charangos, erkes, bombos, cajas y guitarras, pero sin la espontaneidad de la peña
salteña. Hubo sambas y carnavalitos, pero nos estremecimos ante versiones “folclorizadas” de “clásicos” como “El Cóndor Pasa” y “Puente sobre Aguas Turbulentas” a la Simon & Garfunkel… No faltó un penoso “Yesterday” de los cabelludos Liverpoolenses. Si hubieran notado la presencia de italianos, seguramente habrían interpretado “O Sole Mio” o “Funiculí-Funiculá” a la quebradeña…
Ya ninguno de los cuatro viajeros somos criaturas y por eso acatamos las sanas recomendaciones de nuestros médicos de cabecera porteño y boloñés, consultados sobre cómo evitar, o acotar los efectos del apunamiento o soroche, puesto que rozaríamos los 4.600 metros sobre el nivel del mar. Desayunamos con café con leche y medialunas recién hechas y crujientes. Nuestros amigos, italianos purasangre, comentaron que el café no cumplía plenamente con los requisitos de calidad peninsular. En Italia hay un culto por el mejor “espresso”, que tiene que alcanzar niveles de excelencia.
La serranía del Hornocal
Cargamos nafta, siempre más cara que en Buenos Aires, y antes de salir del hotel bajamos dos tazas de mate de coca cada uno. No somos entendidos, pero podemos afirmar que fue menos que delicioso. Parece un mate cocido a base de una yerba de calidad mediocre, mezclada en partes iguales con gramilla seca. Lo tragamos como se traga un remedio y no experimentamos efecto beneficioso alguno en el momento. Llegamos a los 3.012 m. de Humahuaca, tras disfrutar y asombrarnos de los cambiantes panoramas de la quebrada jujeña, gigantesca si se la compara con su lejana prima de Cafayate. En ésta el horizonte se desdibuja a lo lejos, mientras que en la de Cafayate la mirada se detiene en formaciones rocosas impactantes y cercanas, de tonalidades rojizomoradas. De Humahuaca en más el camino se hizo muy sinuoso y cada vez más empinado. Obedeciendo al médico porteño, colocamos hojas de coca entre las mejillas y los molares,
Arriba: Cerca ya de la ciudad de Cafayate, las montañas enmarcan extensos viñedos que traen a la memoria el mejor Torrontés.
En la otra página: Insólito paisaje de las Salinas Grandes, con lo que parece un exótico y gigantesco iglú esquimal, rodeado de hielo y no de sal.
para chupar su jugo sin masticarlas. Nos acostumbramos al sabor, que comenzó a agradarnos, y sentimos por primera vez que así, en forma concentrada, “ayudaban”.
Llegamos al mirador de la Serranía del Hornocal, encaramado a 4.350 m de altura frente a la obra maestra de la naturaleza que se conoce come Cerro de los Catorce Colores, con más de 4.700 m. de altura. Salvo un fugaz dolorcito de cabeza, que amainó al rato, nos extasiamos ante la policromía de la montaña que los vientos erosionan hace milenios. La coca que mascamos evidentemente nos dio sustento. Nos desplazamos muy despacio porque, al movernos rápido, se nos aceleraba mucho el pulso. Aquí también hallamos una Babel de idiomas, principalmente europeos con una nutrida participación chino-nipona. Regresamos a Tilcara previa visita a Humahuaca, complicada por sus callecitas tan angostas y frecuentemente contramano que se oponían a nuestro paso. Mate y hojas de coca nos quitaron el hambre y regre
samos a Tilcara sin probar bocado, disfrutando de paisajes que, al regreso, iluminados por el sol rasante del atardecer, se nos hicieron del todo diferentes. Salimos del hotel tras reparadora ducha, siempre en cámara lenta, en pos de un buen restaurante. Un turista canadiense que se nos cruzó nos recomendó uno, según él de muy alta gama. Se trataba de “Arumi - Cocina de Autor”. Repleto, pero nuestra suerte quiso que una mesa para cuatro hubiera sido reservada pero jamás ocupada. Nos atendió el dueño, quien nos aconsejó sabiamente. No recordamos exactamente qué más comió cada uno, pero hubo un plato absolutamente inolvidable: enormes pinchos con un descomunal paralelepípedo de quesillo de cabra empanado y frito, tan generoso, que nos costó (¡es un decir!) terminar con él… Si no estamos equivocados, lo acompañaba un delicioso dulce de cayote que contrastaba con su dulzor el sabor intenso del quesillo. Un espléndido Tannat se sumó la nada frugal cena, que coronamos con un quesillo en lonjas, acompañado por dulce de cuaresmillo y nueces: ¡una delicadeza!
Las Salinas Grandes y Purmamarca
La mañana siguiente partiríamos al alba hacia las Salinas Grandes, tras pasar por Purmamarca. En la estación de servicio -único lugar abierto a esa hora temprana- desayunamos y, cuales viejos “lobos de mar” (es decir: “de montaña”), llenamos nuestros termos con mate de coca, ya que pronto rondaríamos los 4.600 m. Enfilamos hacia las salinas por la excelente ruta que lleva al Paso de Jama hacia Chile. No bien la ruta serpenteante empezó a trepar paramos para tomar nuestra dosis de mate de coca, que nos resultó poco “interesante” como el día anterior. Nos pusimos nuevamente en marcha, hojas de coca entre cachete y encía, y divisamos lejanas cumbres nevadas. De pronto, el camino dejó de ser tortuoso y ante nosotros se abrió un amplio valle árido, típico de la puna jujeña. A lo lejos, se divisaba un paisaje aparentemente nevado y relativamente chato. No era nieve, sino sal blanquísima, enceguecedora, en una especie de lago seco de cloruro de sodio, vestigio de un mar -el Océano Pacífico- que había ido dejando atrás grandes lagos que un sol candente había convertido en un mar de sal. Ése fue el único momento del viaje en que tuvimos frío, mucho frío, y nos abrigamos para protegernos también del viento arrachado que barría las salinas. Por suerte habíamos tenido la precaución de llevar anteojos oscuros, porque tanta blancura en pleno sol hería los ojos.
Una emprendedora mujer corpulenta, edad incalculable, ataviada a la “andina”, cobraba un tanto a los turistas para sacarse fotos y “selfies” con ella y su llama (¿o sería una vicuña?). Admiramos ese paisaje surreal e insólito para todos nosotros y volvimos al auto, tras pasear por ese suelo que crujía bajo nuestras suelas. Conscientes de la distancia que deberíamos recorrer hasta regresar a Purmamarca, hicimos cola ante el único baño disponible en ese desierto de sal. Descubrimos así que el mate de coca no sólo es bueno para la altura, sino que tiene destacables propiedades diuréticas…
Y ahí sí -“dulcis in fundo” (lo dulce al final)- como decían en la Roma de Julio César y Cicerón, volvimos a Purmamarca tras atravesar su breve quebrada, hermosa por ser notablemente fértil y verde. Quedaba poco tiempo: debíamos recorrer una discreta distancia hasta Salta y regresar al aeropuerto. Purmamarca, al ser domingo, estaba repleta de gente, turistas y no. Su plaza -ocupada por incontables puestos de artesanías, productos regionales y una variedad de artículos- era una sinfonía de colores, objetos de madera, ropa, ponchos, mantas y sombreros. Gracias al día templado, había una cantidad de mesas en las veredas, todas ocupadas. Sería una casualidad, pero ese día las calles del pequeño pueblo quebradeño rebosaban de visitantes nórdicos y germanos, mezclados a gran cantidad de argentinos. Trepamos al mirador para admirar el Cerro de los Siete Colores, la mayor atracción para quien inicia allí su recorrido hacia Jujuy, Humahuaca y La Quiaca.
Habíamos llegado de Buenos Aires un miércoles a media tarde y sólo pasamos tres días completos en Salta y Jujuy. Eran ya las catorce y saldríamos para la etapa final del viaje. En menos de cuatro intensos días, habíamos hecho “nuestro” un asombroso rincón de nuestro país y del mundo. No podemos hacer más que recomendar enfáticamente a otros repetir y ampliar nuestro itinerario mágico por tierras donde es altamente probable toparse, inesperadamente, con la mismísima Pachamama.
Arriba: El multicolor mercado artesanal que se adueña de toda la plaza de Purmamarca, en Jujuy, es un imán para los turistas.