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ahí va el capitán beto por el espacio... | carlos piegari

Ahí va el Capitán Beto por el espacio…[1]

Carlos Piegari

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t 72 Los viajes a través del espacio y el tiempo y las máquinas para realizarlos son dos cosas diferentes. He estudiado con cierta diligencia el tema de los viajes entre dimensiones, algo más complejo que un vuelo low cost entre Barcelona y Amsterdan (¿recuerdan cuando aún, desde todos los aeropuertos del mundo, despegaban millones de aviones por día?), y he llegadoy llegado a la conclusión de que la mayoría, si obtuvo algún éxito mensurable científicamente, fue por pura casualidad. Casi todos estos ingenios fueron construidos con menos pericia que la de un electricista conectando una caja de fusibles que, inexorablemente, estallará en dos días, electrocutando al abuelo e incendiando nuestra casa hasta los cimientos.

Cuando se trata de analizar el tema del desplazamiento de los seres humanos entre coordenadas y extensiones más allá de la lógica de las agencias de turismo (¿y todavía se acuerdan como era aquello de comprar un tour en crucero a Disneyworld?), los científicos abruman con decenas de teorías que condicionan la circulación de un sujeto o un objeto a una determinada temporalidad. La velocidad para devorar espacio, o sea producir movimiento, se verifica en función del tiempo en una ecuación que determina las equivalencias matemáticas entre distancias sobre segundos.

Las máquinas del tiempo definen que tanto tardamos en propulsarnos, fugarnos al fin y al cabo, de un lugar a otro dentro del universo de nuestro deseo, el combustible que las pone en marcha sobre la autopista del espacio es la ansiedad de la insatisfacción perpetua. Son prótesis que nos han permitido circular a través de nuestros sueños de evasión de la mundanidad cotidiana.

Stephen King escribió su novela Christine en 1983, es un relato sobre un automóvil poseído por fuerzas paranormales que cambia el

destino patético de un joven perdedor (casi todos nosotros y nosotras) y lo transforma en lo que podríamos definir como un ganador exitoso (lo que casi todos nosotros y nosotras seguramente ya no lograremos ser). El automóvil llamado Christine es una máquina cinemática que produce alteraciones vitales, su magia logra mutaciones que podrían trasladar a cualquiera desde una zona de conflicto a otra de confort. Pedazo de ilusión espacial, hoy reducida a la juerga de caminar hasta el balcón del piso calzando mascarilla para bebernos un Mojito de gel alcohólico.

Si bien existen testimonios históricos que se remontan hasta unos cien años a. C. con las baterías de Bagdad, unos jarrones que habrían funcionado como pilas eléctricas, y la computadora analógica de Anticitera de los griegos, es a mediados del siglo XIX cuando detona el furor por los artilugios que superan las barreras convencionales del movimiento, y no nos referimos a automóviles, trenes o aeroplanos, sino a máquinas que serían capaces de licuar las limitaciones de velocidad y desplazamiento a través del espacio que la cinemática física convencional nos permite racionalizar.

He seleccionado tres ejemplos fundacionales de esta tecnología exótica de la trayectoria espacial que la NASA, seguramente, no tuvo en cuenta. Siguiendo un orden cronológico comienzo con el Historioscopio de Eugene Mouton, un francés que hacia 1883, once años antes que H.G.Wells, describe un “time viewer”, aparato visor del tiempo que resulta ser no mucho más que un telescopio eléctrico sin amplificación de audio que nos concedería movernos a través del espacio histórico como si nos subiéramos a un autobús cósmico manejado por Eric Hobsbawm.

Por el contrario en 1887 el Anacronópete del español Enrique Gaspar y Rimbau representa una morfología mucho más compleja. El artilugio es definido como un locomóvil, un símil del arca de Noé pero sin quilla. El vehículo es una estructura rectangular, una construcción similar a una pequeña vivienda o almacén, con puerta de entrada y bodega. Según el madrileño en sus ángulos se elevan cuatro tubos similares a trompetas con bocas retorcidas como trabucos arqueados. Las caras de ese poliedro tenían discos de cristal con potentes instrumentos ópticos que facultaban a los viajeros contemplar el paisaje conforme t 73

se trasladaban hasta la construcción de las pirámides en Egipto o el ajusticiamiento de Juana de Arco en Francia.

Sin embargo habrá que esperar hasta 1895 cuando H. G. Wells deslumbre con su espléndida Máquina del tiempo. El británico comparte con Julio Verne la fascinación por la tecnología de la locomoción que se expande velozmente a fines del siglo XIX. Pero Wells no se la juega a fondo, elude una descripción muy detallada de su vehículo. Según él tenía partes de níquel, de marfil, cristal de roca, un asiento para el piloto y una palanca de mando. Hubo que esperar varios años hasta que las producciones cinematográficas le adicionaran antenas parabólicas, bombillas valvulares, piezas de bronce y faros similares a las lentes de Fresnel, concéntricas y súper potentes al mejor estilo steam punk.

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Hoja de ruta a través de las formas a priori de la percepción

Las máquinas que hemos citado, de cierta manera, son justificadas por Einstein cuando plantea un continuo de espacio-tiempo donde se suma una cuarta dimensión (la temporal precisamente) que trasciende la geometría euclidiana tridimensional. Pero ya antes Kant consideró que el espacio era la única posibilidad de la experiencia, la ineludible condición por la cual a través de nuestros sentidos podemos acceder a lo que está allí afuera.

Entonces según Kant si nos subimos a una nave temporal despegaríamos desde nuestra jaula subjetiva hacia los otros y las cosas. Se me hace que corremos un serio peligro, lo advierte el Capitán Beto en la memorable canción de Spinetta cuando en pleno vuelo espacial se pregunta: “¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo? … ¿Dónde habrá una ciudad en la que alguien silbe un tango? ¿Dónde están, dónde están los camiones de basura, mi vieja y el café?... Si esto sigue así como así, ni una triste sombra quedará…”.

Tal vez no sea prudente asomarse más allá del barrio porque, como le sucedió al Capitán Beto, sin brújula ni radio jamás podríamos regresar al planeta de nosotros mismos.

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El hombre del monumento

Héctor Ruiz Rivas

Un hombre vive muy cerca de un monumento histórico de fama mundial. Siempre ve pasar visitantes en gran número, pero él nunca ha ido a verlo. Se asoma por su ventana y ve pasar a la gente, entusiasmada y decidida. Al cabo de un tiempo, viendo a la muchedumbre dirigirse hacia el monumento, con camisetas a rayas, corbatas de colores, zapatos de correr firmes y bien atados, comienza a picarle el gusanillo de la curiosidad. Un día se le ocurre parar a uno de los visitantes en el camino de regreso para preguntarle cómo es. Otro día para a otro y le pide más detalles. Después, cada día interroga a uno diferente, que le da su descripción del lugar. Con esta información, el hombre va creándose una idea cada vez más precisa, aunque a veces discordante, sobre el monumento; tanto así, que hay momentos en que se pregunta si sus informantes no lo estarán engañando y le describen más lo que ellos imaginan que la realidad de lo que han visto. Llega incluso a concebir que se haya difundido su caso entre los visitantes y se haya transformado en moneda corriente, en la comidilla del momento, y que figure en las guías turísticas como una curiosidad enmarcada en el cuadro arrinconado de una página.

Algunos visitantes ponen tanto ardor en su relato y lo ven tan reflejado en el rostro del hombre, que lo instan a visitar por sí mismo el monumento, para salir de dudas, “pour être fixé” le dice un turista francés, “to be in the picture”, le dice un australiano. Todos son unánimes en que la visita no será en vano y que no podrá decepcionarse de su decisión.

Pero él hombre no se mueve de casa y se conforma con barajar la información y las descripciones que ha ido recopilando. Tanto imagina la maravilla del lugar, sus recovecos más íntimos, sus atractivos más insólitos, solo accesible a unos cuantos, que abriga siempre el temor de que el lugar no resulte ser como él cree. Como posee cierta

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