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cuenta hacia adelante y atrás | daniel seguer
from N10 ESPACIO
t 80 aparentemente incontrolable, y tras la sacudida permaneció agarrado a lo más próximo, en un reposo fingido como con el que engaña la calma antes de la tormenta. Y así, al cabo de un tiempo que no sabría decir, se sintió relativamente seguro una vez más.
Las personas que acudieron al espectáculo emitían todo tipo de insinuaciones sonoras que desvelaban sus miedos y preocupaciones acordes. Entre ellas estaba su padre, Pepe el Cortina de humo. Un hombre distante con los conocidos, tanto como el brazo que extendía para saludar y evitar incluso un posible beso femenino. Áspero como el humo que hacía flotar a su alrededor, expandiendo un perímetro vital mediante una incesante combustión de cigarrillos. Una fisonomía que a él, dada su prematura pasión por la cosmología, siempre le evocó a Saturno rodeado por sus anillos. En esta ocasión, y no sin aplicar previamente una minuciosidad microscópica a la mirada, se le intuía una leve variedad en el rostro: sus ojos, esféricos como los planetas que seducían a su hijo, reventaban de orgullo mientras el resto de su cuerpo continuaba impertérrito ante la proeza que acontecía.
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La secuencia para generar el impulso necesario se repitió dos veces más, cada una de ellas con las variables e incertezas inherentes. En la última, el cuerpo le jugó una mala pasada. Se le quejaba la musculatura y las náuseas estuvieron a punto de quitarle épica al momento. Estaba fuera de su hábitat, de su mundo. Además, un imprevisto hizo encoger en un puño los corazones. El equipamiento exterior perdió parte de su diseño, aunque pronto se vio que fue un giro de los acontecimientos que supo controlar. No obstante, al alcanzar el punto señalado, permaneció impasible más tiempo de lo acordado. Había que poner en cintura el desorden cardíaco, mientras una mano sujetaba a la otra para que ninguna saliera huyendo hacia ninguna parte. No podía hacer caso de los anhelos ajenos a sus propias decisiones, que sabía que estaban ahí, como si pudiera oírlos, pero era consciente de que había un tiempo máximo para reaccionar. Y así lo hizo.
Tras la espera de rigor, estremecedora como una eternidad pese a
la advertencia previa de los cálculos físicos y matemáticos, empezó a deshacer los pasos que habían sido catapultados hacia el nuevo reto. Sin embargo, la misión estaba lejos de concluir con éxito. La desconexión cerebral con el cuerpo se presentaba de modo diferente. Había que volver a imponerse. Las extremidades eran las partes más indisciplinadas, y las sometía mentalmente a latigazos cervicales para demostrarles quién estaba al mando de la situación. Por su parte, el exterior echaba en falta la parte perdida en la ida y se lastimaba en consecuencia. La frenada mutilaba el valor en las mismas porciones que la aceleración.
En el último cambio de ciclo del descenso, el aliento le chirriaba entre los dientes. Estaba tan cerca de conseguirlo que sería una auténtica pena fallar, por no hablar del ridículo espantoso entre los compañeros y todos los desconocidos que le acompañaban anímicamente. Sin embargo, mientras los pensamientos esgrimían sus temores, tomó tierra sin darse cuenta. Exhausto, permaneció como si nada hubiera pasado, al tiempo que la gente empezó a aplaudir formando un círculo a su alrededor.
Pasados unos segundos, su padre avanzó mientras el resto de progenitores citados para la demostración de gimnasia de sus vástagos abrían un pasillo en el que ambos pudieran encontrarse. Saturno se arrodilló entre lágrimas como mares, al lado de la zapatilla que había perdido su hijo unos segundos atrás, y abrazó a ese pequeño sol que estaba a punto de extinguirse, de eclosionar, desapareciendo su envoltorio esparcido ante la fatalidad, y expandir su diminuta existencia hacia la nada. Había conseguido lo que todos los médicos le prohibieron: vivir hasta los trece años domando a una de esas enfermedades degenerativas y desconocidas a la que anhelaban poner apellido, como si se hubiera descubierto una estrella tras un telescopio. Y si para imponerse a la desgracia había que subir al cielo, se hacía, por muchos nudos que tuviera la cuerda.
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Mira tú por cuándo (*)
Pepe el Cortina de humo es un hombre que nada sabe de política. Un hombre sin frío y sin carisma. Sin nada por aquí y menos por el más allá. Sólo cigarrillos, uno tras otro y otro tras uno. Hay gente que dice que se come las colillas para sobrevivir al día a día y llegar con salud al cáncer de pulmón. Se especula constantemente con el rostro del Cortina de humo. Nadie sabe del cierto el color de sus ojos, el tamaño de su nariz o la ubicación de sus orejas. En realidad, ¡existen tantas intrigas palaciegas en torno a él…! ¿Cuándo dejó de ser Pepe? Se dice que a la temprana edad de diez años descubrió el sexo con una desalmada del oficio y eso lo arrastró inevitablemente hacia el tabaco. Se desdice que debutó en el hábito del fumador a los dos lustros de vida y, en consecuencia, no tardó en descubrir los pormenores del sexo opaco. “Ya se sabe lo que pasa con las familias desestructuradas” eran palabras recurrentes, aunque nadie conoció nunca a sus padres. El halo de humo que lo rodea ensombrece no sólo su gris figura, sino también sus desconocidos pasado, presente y futuro. Sólo de vez en cuando un graznido de tos delataba su presencia entre la niebla, y frases como “No es normal no poder criticar la vida de alguien” o “¿Con qué derecho oculta sus hábitos?” dejaban de resonar momentáneamente entre los adoquines. No hacer pública tu existencia es una osadía que puede costar muy cara, ¿y si de repente te dejan de vender tabaco? Pero al Cortina de humo, un hombre firme en sus vicios en época de linchamientos mediáticos, parecía no preocuparle los asuntos cotidianos, y un día este señor al que nunca le pasaba nada desapareció tras una exhalación “con muy poca vergüenza”.
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(*) Mira tú por cuándo fue publicado en Los dedos en la sopa, en diciembre de 2011. Ahora se hacen públicas las causas emocionales de la desaparición de Pepe. Más manchas de tinta en su escueta biografía.
Futuras excavaciones arqueológicas atarán nuevos cabos. Mientras tanto, y como espectadores de lo ajeno, sólo podemos compungirnos ante los caprichos de la vida. El tropiezo con la muerte en la lucha por la supervivencia. O la premiada longevidad como obsequio a la invocación de la guadaña.
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