cuenta hacia adelante y atrás aparentemente incontrolable, y tras la sacudida permaneció agarrado a lo más próximo, en un reposo fingido como con el que engaña la calma antes de la tormenta. Y así, al cabo de un tiempo que no sabría decir, se sintió relativamente seguro una vez más. Las personas que acudieron al espectáculo emitían todo tipo de insinuaciones sonoras que desvelaban sus miedos y preocupaciones acordes. Entre ellas estaba su padre, Pepe el Cortina de humo. Un hombre distante con los conocidos, tanto como el brazo que extendía para saludar y evitar incluso un posible beso femenino. Áspero como el humo que hacía flotar a su alrededor, expandiendo un perímetro vital mediante una incesante combustión de cigarrillos. Una fisonomía que a él, dada su prematura pasión por la cosmología, siempre le evocó a Saturno rodeado por sus anillos. En esta ocasión, y no sin aplicar previamente una minuciosidad microscópica a la mirada, se le intuía una leve variedad en el rostro: sus ojos, esféricos como los planetas que seducían a su hijo, reventaban de orgullo mientras el resto de su cuerpo continuaba impertérrito ante la proeza que acontecía.
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La secuencia para generar el impulso necesario se repitió dos veces más, cada una de ellas con las variables e incertezas inherentes. En la última, el cuerpo le jugó una mala pasada. Se le quejaba la musculatura y las náuseas estuvieron a punto de quitarle épica al momento. Estaba fuera de su hábitat, de su mundo. Además, un imprevisto hizo encoger en un puño los corazones. El equipamiento exterior perdió parte de su diseño, aunque pronto se vio que fue un giro de los acontecimientos que supo controlar. No obstante, al alcanzar el punto señalado, permaneció impasible más tiempo de lo acordado. Había que poner en cintura el desorden cardíaco, mientras una mano sujetaba a la otra para que ninguna saliera huyendo hacia ninguna parte. No podía hacer caso de los anhelos ajenos a sus propias decisiones, que sabía que estaban ahí, como si pudiera oírlos, pero era consciente de que había un tiempo máximo para reaccionar. Y así lo hizo. Tras la espera de rigor, estremecedora como una eternidad pese a