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ausencias presentes: la retórica del espacio vacío en la pintura de historia del siglo XIX* | juan c. bejarano veiga

Ausencias presentes: la retórica del espacio vacío en la pintura de historia del siglo XIX*

Juan C. Bejarano Veiga

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“La gente cree que el vacío es la nada, pero no lo es. El vacío es una plenitud discordante, un mundo atestado de fantasmas en que el alma hace un reconocimiento” Henry Miller, Trópico de Capricornio

Hide and Seek William Merritt Chase

Dos niñas juegan al escondite en una inmensa habitación vacía. En la esquina inferior izquierda, una cabecita rubicunda se asoma vigilando los pasos de su amiga, que, errada, se dirige hacia el extremo opuesto del cuadro, atraída por el único foco de luz que ilumina tenuemente la estancia a través de un cortinaje. Simplemente con estos pocos elementos -dos figuras reducidas a lo esencial, una cortina, un rayo de luz y un suelo desnudo-, el autor de este lienzo, el estadounidense

William Merritt Chase (1849-1916), concibió con El escondite (1888, The

Phillips Collection, Washington, D. C.) una composición sorprendente, a la vez que dotada del suspense propio de este juego infantil. Sin embargo, la pintura también podría interpretarse, en especial en su título original inglés –“Hide and Seek”- como una declaración de intenciones respecto a los nuevos modos de ver de la modernidad. ¿Qué debía de mostrar una pintura, qué esconder y qué perseguir? ¿Lo visible debía de quedar reducido irremisiblemente a lo que aparecían encerrado en el perímetro de la superficie pintada?

En su resolución formal, es evidente el conocimiento y admiración que Chase profesaba al Impresionismo: el encuadre asimétrico, descompensado, cortado y casi sin perspectiva podía recordar fácilmente a Edgar Degas (1834-1917), maestro consumado en dichos recursos, que, a su vez, eran deudores de la fotografía y la estampa japonesa. Como en Degas, en el resto de los impresionistas también observamos particulares manipulaciones en la plasma-

Los bebedores de absenta (1876) Edgar Degas

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t 24 ción del espacio: desde el fuera de campo y la distorsión, exageración o incluso anulación de la perspectiva; hasta puntos de vista aéreos; recreación de espacios ambiguos mediante diferentes planos o espejos; o la exaltación de los espacios vacíos. Como en el cuadro de Chase, donde la sala desierta se erige en la auténtica protagonista, ocupando más de la mitad de su superficie…

Tradicionalmente, la historia del arte ha destacado esta forma fresca y espontánea de plasmar el entorno como uno de los grandes logros de los impresionistas. Sin embargo, no seríamos del todo justos si consideráramos que fueron los primeros en llegar a ellas. En realidad, a lo largo del siglo XIX encontramos una serie de puntuales hallazgos que van anunciando esa nueva mirada, en general por artistas diametralmente opuestos, esto es, aquellos ligados con el mundo académico, hoy olvidados. Entre estos creadores, uno de los aspectos cruciales era la elección y tratamiento del “asunto”, es decir, el tema que querían pintar, un aspecto especialmente valorado por la crítica y el público. Sin embargo, con el tiempo las habituales maneras de contar fueron enriqueciéndose con nuevas fórmulas, lo que condujo progresivamente a una reconsideración singular de lo que siempre había sido la composición pictórica; de esta forma, la presencia del espacio vacío se reveló como una herramienta muy elocuente.

Desde el Renacimiento, la composición clásica se había basado en una serie de principios, donde el orden, el equilibrio y la razón imperaban. Todo ello condicionaba que los diferentes elementos que entraban en juego, como el espacio representado, los objetos y figuras, habían de mantener entre ellos una serie de relaciones sopesadas, de manera que el espectador pudiera entender claramente lo que el artista había querido transmitir. Para ello, la composición frontal resultaba la más diáfana, a veces a manera de friso -eco de los relieves clásicos-, ya que permitía disponer frente a la mirada del espectador a los protagonistas de la obra, ejecutando una acción determinada, captada en su momento más simbólico: la escena o situación escogida había de sintetizar

sabiamente, de manera unitaria y atemporal, el tema y mensaje. En aras de la armonía humanista, y en relación con el campo visual del espectador, el centro era considerado como el punto más importante, y de acuerdo con ese ideal antropocéntrico debía ser ocupado por figuras, convertidas, pues, en protagonistas; en consecuencia, la distribución del conjunto se organizaba jerárquicamente desde ese foco visual -punto de fuga asimismo de la perspectiva-, de modo que conforme nos fuéramos alejando de él el espacio perdía en importancia y, por ende, se deshabitaba. Así, tradicionalmente los espacios vacíos habían carecido de un valor significativo: no ha de extrañar que también se les haya denominado “espacios negativos” -término más aplicado hoy a la fotografía-. De cualquier forma, a partir de la dialéctica de los opuestos, los volúmenes (protagonistas) no podrían existir sin los espacios (secundarios) que los rodeaban: por tanto, esos espacios negativos tenían una función importante, como remarcar la existencia de figuras y objetos -su forma-, así como establecer la separación y relación entre los mismos.

En cierta manera, el desprecio cultural e histórico occidental hacia el vacío hunde sus raíces en la Antigüedad, cuando Aristóteles, en su libro Física, reconocía que “la naturaleza aborrece el vacío”. A partir de ese momento se empezó a fraguar la idea del horror vacui, un concepto que tuvo especial fortuna en el arte y que motivó el gusto por saturar las composiciones, dado que ello connotativamente suponía un incremento de su valía (todo lo opuesto a la tendencia actual hacia el minimalismo, donde menos es más). Precisamente, en el siglo XIX la nueva clase social dominante, la burguesía, se lo apropió en su día a día, y recargó los interiores que habitaba con todo tipo de objetos y artilugios -el conocido “estil tapissier”-, como demostración de su status social y económico. La pintura de la época en general también se hizo eco de ello y abarrotó sus composiciones de detalles, de acuerdo con ese ideal heredado. No obstante, observaremos algunas excepciones pioneras en las que veremos que el vacío comenzó a hacer acto de presencia y a ser explotado de una manera

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t 26 dramática a favor de la narración. Curiosamente, uno de los primeros ámbitos donde encontraremos esa “presencia ausente” fue en el de la prestigiosa y conservadora pintura de historia, considerada entonces como la culminación profesional de cualquier artista. La admiración que siempre me ha provocado este tipo de pintura del siglo XIX, denostada tradicionalmente por la historiografía desde la aparición de las vanguardias a principios de la pasada centuria; y una reciente visita al Musée d’Orsay de París -donde es posible observar algunas de estas composiciones- me impulsaron a fundir en este artículo tres aspectos: por un lado, el reto planteado por Fabiola para este número especial de Tusitala dedicado al espacio; por otro, mi particular pasión por el arte más “convencional” decimonónico; y, finalmente, intentar ir más allá y ofrecer una mirada nueva que lleve al lector a replantearse ciertos esquemas dualistas que tenemos respecto a la pintura de ese período.

En ese sentido, en primer lugar, deberíamos hablar del francés Paul Delaroche (1797-1856), considerado en su época como uno de los grandes, gracias en parte a obras como El asesinato del duque de Guisa (1834, Musée Condé, Chantilly), donde precisamente fragmentaba la composición en dos, dejando en su centro un espacio completamente muerto, atentando por tanto contra uno de esos principios clásicos. Lo novedoso de su representación podría llevarnos a pensar en el uso de la fotografía, pero ésta no haría acto de presencia muy pocos años antes, en 1826… En cambio, si nos fijamos, el espectador que contempla este cuadro tiene la sensación de hallarse, más que ante una escena… ante un escenario teatral. Y es que tanto Delaroche como gran parte de los artistas que introdujeron estas novedades eran unos apasionados del teatro, de donde posiblemente tomó ciertas fórmulas para aplicarlas en este lienzo. Durante el siglo XIX, el peso de la literatura -y, por ende, del teatro, que fundía lo visual con lo escrito- fue determinante. Y en una época en que los cuadros se calibraban por las historias que contaban, es de imaginar que los artistas acabaran fijándose en sus procedimientos narrativos para intentar traducirlos y aplicarlos de un modo pictórico. El traspaso no podía producirse de

El asesinato del duque de Cuisa. (1834) Paul Delaroche

manera fácil, ya que la pintura era un arte del espacio mientras que la poesía -según la dicotomía establecida por Gotthold Ephraim Lessing en su Laocoonte (1766)- lo era del tiempo. La pintura, con el objetivo de mostrar una acción que se desarrollaba en un lapso, se hallaba ante una tesitura: la de sintetizar en una sola imagen algo que se desplegaba progresivamente. Así, Delaroche se atrevió a introducir, mediante el vacío insertado entre el cuerpo inerte del duque de Guisa a la derecha y los asesinos en su extremo opuesto, un elemento que se imbuía de connotaciones temporales (concretamente, “el momento después”), y que fulminaba la eternidad que había perseguido siempre la pintura de historia. De este modo, el arte estrechaba las conexiones entre espacio y tiempo, siendo empleado el primero como un recurso para hablar del discurrir, especialmente a partir del realce de esos espacios negativos, que ahora cobraban una importancia inusitada. Asimismo, la pintura -y en concreto, la de historia- se despojó del carácter moral y didáctico que siempre se le había asignado para transformarse en algo más próximo a la realidad, pero también más accidental e incluso anecdótico: la

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t 28 historia, lo narrativo, se imponía a la Historia. Por lo tanto, la idea de abordar así el “asunto” permeaba ya una nueva forma de mirar, que acabaría finalmente por infiltrarse entre los preceptos clásicos del arte.

El influjo de la anterior obra durante el siglo XIX fue considerable. De hecho, en términos generales el prestigio del que gozaba Delaroche hizo que en la segunda mitad del XIX aparecieran otros pintores que retomaron ese camino abierto, y ahora de acuerdo con los parámetros de la nueva época, el positivismo y el Realismo. Así lo podemos observar en su discípulo Jean-Léon Gérôme (1824-1904), autor de algunas de las imágenes más espectaculares de entonces, llevando incluso más lejos lo propuesto por su maestro. De este modo, en La muerte de César (1859-1867, The Walters Art Museum, Baltimore) repite un esquema similar, aunque sin la frontalidad teatral del lienzo anterior: el vacío tiene su correlato con los personajes que abandonan la escena del crimen, siempre con alguien que vuelve la espalda para conducir la mirada del espectador hacia el tema que da título al cuadro, y así unir ambas partes. En La ejecución del mariscal Ney (1868, Sheffield Galleries and Museums Trust, Sheffield), encontraremos rasgos similares, relativizando igualmente la muerte del personaje histórico. El deseo positivista de dejar constancia objetiva de un hecho motivaba su reducción a simple cadáver, sin idealizar, visible también en el instante escogido, subsiguiente y anticlimático: su título original -El 7 de diciembre, 1815, a las 9 en punto de la mañana-, incidía en ese afán de registrar aquel suceso como otro cualquiera, sin darle mayor importancia. Esta obra fue incomprendida cuando se expuso en el Salón de París de 1868, recepción idéntica que tuvo el otro lienzo que su autor presentó entonces, Jerusalén (también conocido como Golgotha, consummatum est!) (1867, Musée d’Orsay, París), de solución incluso más radical: aquí se combinaba el vacío asociado con esa temporalidad consecutiva con el fuera de campo -las sombras de los tres crucificados, que se sitúan atravesando el marco-, de tal manera que el aura y el decoro asociado con la iconografía sacra del Calvario de Cristo quedaban reducidos prácticamente a la nada.

La muerte de César (1859 -1867) Jean-Léon Gérôme

La obra de Gérôme consolidaba y en cierta manera reflejaba la percepción que tenía el individuo moderno de moverse en ese mundo y en su devenir cotidiano. La manera de relacionarse con su entorno no podía ser la misma que en el pasado: en una época donde la Revolución Industrial estaba presente, el progreso, con sus avances en terrenos como la ciencia, ayudaron a relativizar la inmutabilidad, tal como siempre se había creído, apostando por una visión más dinámica. Así, el individuo sintió que la clásica noción del tiempo y del espacio se habían alterado para siempre, dando lugar a una apreciación más acelerada de la realidad. De esta manera, los nuevos medios de transporte permitieron que el paisaje se desintegrara a cierta velocidad, fragmentando igualmente la percepción que el espectador tenía del mismo. Algo parecido proporcionó la fotografía, herramienta que permitió a la población -y, en particular, a los artistas- mirar su entorno de un modo diferente, más espontáneo y sesgado. La pintura de historia mostró ese décalage entre los preceptos inamovibles postulados por la academia hacía siglos y esa nueva forma de entender el espacio. El prestigioso

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t 30 crítico Théophile Gautier, por ejemplo, calificó La muerte de César de Gérôme de fotográfica: “Si hubiera existido la fotografía en época de César, uno podría pensar que esta pintura fue realizada a partir de una fotografía tomada en el mismo lugar y en el mismo momento de la catástrofe”. El hecho de ubicar la escena en un pasado remoto no constituía obstáculo alguno para encuadrarlo según los ojos del siglo XIX; por muy pintor académico que uno fuera, uno no podía sustraerse a su época.

Jean-Paul Laurens (1838-1921) fue otro de esos pintores en teoría

La ejecución del mariscal Ney (1868) Jean-Léon Gérôme

Jerusalén (o Golgotha, Consummatum est!) (1867) Jean-Léon Gérôme

convencionales que también propusieron transgresiones temporales a partir del tratamiento particular que hicieron del espacio. En una de sus obras más conocidas, La excomunión de Roberto II el Piadoso (1875, Musée d’Orsay, París), volvemos a toparnos con algunos de esos elementos ya vistos: un espacio vacío que representa el momento después, subrayado gracias al encuadre desplazado y al movimiento de unos personajes que desaparecen. El espectador es testigo accidental de la escena, llegando como siempre tarde. En estas telas, ya no nos encontramos ante una escena congelada y estática, sino que poseen el hálito de lo instantáneo, reflejo sin duda de los nuevos ritmos de vida. Todo ello dio pie a estas representaciones discontinuas y que rompían con esa idea de unidad defendida antaño.

Al respecto, a la hora de concebir estas obras tanto Laurens como Gérôme eran conscientes de los conocimientos y cultura visual previos del espectador, así como de su memoria: en una época en que cada

Los rehenes (1896) Jean-Paul Laurens t 31

t 32 vez había más información -a través de la prensa, por ejemplo-, estos pintores se desviaron de lo preestablecido para jugar con esas “ruinas de la memoria” (parafraseando a Jacques Derrida) en un lugar determinado. A principios del siglo XIX, surgieron diferentes estudios que confirmaron que la visualidad en sí misma no era más que un proceso cerebral, que se basaba en la acumulación de conocimientos adquiridos anteriormente. Así, de la misma manera que en una novela el lector podía intuir su final mediante las pistas que el escritor había ido dejando a lo largo de las páginas, estos pintores sustituyeron el mensaje didáctico tradicional de la pintura de historia por una tensión novelesca, fruto de esa visión literaria de la pintura, mediante los indicios parciales que habían decidido plasmar sobre la superficie. De esta manera, a diferencia de la composición típica el artista pedía ahora al espectador que se detuviera un cierto tiempo frente a sus telas para que las “leyera” con detenimiento: pasaba de ser un ente que recibía un discurso cerrado a participar más activamente, también a través de su subjetividad. Un cuadro más radical de Laurens, Lo prohibido (1875, Musée d’art moderne André Malraux, Le Havre), incidía aún más en el uso del vacío como recurso ambiguo, que desactivaba por un lado los mecanismos clásicos de la acción, pero por otro creaba una atmósfera de suspense… Algo igualmente parecido sucedía en Los rehenes (1896, Musée des Beaux Arts, Lyon), también de este pintor, donde planteó una narrativa no cerrada, jugando con las expectativas del público (a través de sus conocimientos y prejuicios), gracias en parte a la presencia de puntos espaciales muertos. Por un lado, el espectador poseía unas muletillas de referencia, esto es, la historia de los Príncipes de la Torre, hijos del rey Eduardo IV de Inglaterra, herederos al trono, que fueron encerrados por su tío Ricardo III en la Torre de Londres, para ser posteriormente asesinados y hacerse así con la corona; una historia que estaba presente en el imaginario colectivo, ya que por entonces había sido retomada exitosamente en el teatro, pero también en la pintura por Delaroche (Los hijos de Eduardo, 1831, Musée du Louvre, París), tela

Lo prohibido (1875) Jean-Paul Laurens

que gozaba de gran popularidad entre el público decimonónico -y uno de los cuadros favoritos de Laurens-. Sin embargo, el título genérico sólo proporcionaba parcialmente lo que se esperaba -la situación de secuestro-, pero no aportaba ningún dato más específico. La amenaza latente recorría la arquitectura desnuda, ya que el encuadre desplazaba a los niños a favor de ese escenario: la puerta que conducía a su salvación o muerte (¿origen y/o final de su secuestro?), el pozo insinuado donde podría desencadenarse el fatídico final. Combinando, pues, pintura de historia, memoria y cultura visual, nueva concepción espacial, influencia posible de la fotografía y una narratividad de tipo literario, Laurens dejaba la obra “sin terminar”, “en suspense”, como en las novelas por entregas de la época, que siempre optaban por un final abierto a elucubraciones.

Como podemos ver, el espacio vacío podía adquirir un valor polisémico, a veces diferentes significados desplegados de manera simultánea. Del mismo modo que podía reforzar ese carácter de temporalidad t 33

t 34 y fugacidad, asimismo nos podía hablar de valores emocionales, evocadores de la fragmentación y del estado anímico del individuo moderno; el vacío se hacía sinestesia de la soledad. Los impresionistas captaron especialmente el trajín y el sentido de ese nuevo estilo de vida, contraponiendo abruptamente, gracias a esos usos del espacio, el fragor y el silencio, la calma y el movimiento, la compañía y el abandono. Incluso pintores a priori más comerciales, como el escocés William Quiller Orchardson (1832-1910), se convirtieron en auténticos maestros en explotar todas sus posibilidades dramáticas y psicológicas para así poder plasmar mejor sus “asuntos” cosmopolitas, esa soledad de la vida moderna.

A partir de entonces, los espacios vacíos fueron cobrando cada vez más protagonismo, no sólo por influencia de la fotografía sino también por el arte del Extremo Oriente, donde dichos espacios sí se consideraban de vital importancia -poseedores incluso de nombre propio, yohaku-: así, el espacio vacío podía ser concebido de manera decorativa, según los ideales del Art Nouveau, pero también podía transmitir misterio e inquietud en las composiciones de artistas simbolistas como Fernand Khnopff (1858-1921). Las experimentaciones llevadas a cabo entonces, entre lo ornamental, lo sensorial, lo psicológico, lo temporal y, finalmente, lo formal, acabarían asociando el vacío con la nada, con la planitud y la falta de relieve, del distanciamiento de la voluntad mimética tradicional en el arte, para finalmente rendirse ante la abstracción en las vanguardias.

Fueron justo aquellos los años en que aparecería el cine, que, huérfano de lengua al nacer, acabaría tomando de una manera sincrética todos esos referentes: curiosamente, algunas de las primeras muestras fílmicas fueron plasmaciones, cual tableaux vivants, de esos cuadros que habían gozado de tanta fama durante el siglo XIX. Unas apropiaciones artificiosas, ya que la misma naturaleza dinámica del Séptimo Arte acabaría por descubrir y explorar otras genuinas, hasta el punto de que hoy en día, en muchas ocasiones, para referirnos a los tratamientos espaciales que hemos explicado, utilizamos ese lenguaje fílmico. Pero eso es otra historia, una historia del espacio… en movimiento.

La primera nube (1887) William Quiller Orchardson

Juan C. Bejarano (Barcelona).

Por amor al arte, se licenció y doctoró en la historia de esta carrera (Universitat de Barcelona), entre autorretratos e imágenes de artistas un pelín especiales, allá a finales del siglo XIX. Como no tuvo suficiente, sigue enamorado en una relación poliamorosa -y algo politoxicómana-, entre la docencia en el mismo centro anterior y en la Universitat Pompeu Fabra; catalogando y tasando obras maestras y “alta decoración” entre subasta y subasta; y como no hay dos sin tres, investigando cuando puede entre las turbias y brillantes superficies pintadas y cinceladas del arte decimonónico.

Bibliografía recomendada en www.tusitalaproject.com

* Este artículo se insiere dentro del proyecto de investigación “Prehistorias de la instalación: del interior eclesiástico barroco al interior moderno” (FEDER / Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades – Agencia Estatal de Investigación/Proyecto PGC2018-098348-A-100 (MCIU/AEI/FEDER, UE), dirigido por Tomas Macsotay. t 35

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