Ética, Sociedad y Profesión Lectura complementaria
Lectura complementaria
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LA CONSTRUCCIÓN DE VALORES COMUNES
Por Norbert Bilbeny
He intentado justificar hasta ahora que una sociedad de cultura compartida, sin la cual no son posibles las políticas de reconocimiento y protección de la diversidad cultural, es una sociedad basada tanto en principios contractuales para la convivencia como en principios precontractuales con el mismo objetivo. Estos últimos son los que he propuesto identificar con una ética común a todas las culturas, o ética intercultural.
No hay ética sin valores Una ética, expliqué también, no es lo mismo que una moral. Pero difícilmente puede haber una ética sin moral, pues si hace honor a su significado práctico no puede desentenderse de la clase de conducta que trata, como ética, de defender y razonar.
La ética es forma, pero remite a contenidos. Ello corresponde también a una ética intercultural. Presupone o demanda «valores» —creencias y hábitos de conducta— que le dan contenido moral, aunque sea mínimo, para no interferir más de lo necesario con los valores particulares de cada cultura.
En otras palabras, una ética intercultural no tendría sentido si no se acompañara de unos valores comunes o compartidos, bien porque haya, de hecho, un fondo moral común a las culturas, bien porque exista el propósito de ir a la búsqueda de estos valores.1 Mientras, no es verdad que todas las culturas «evolucionan» hacia un mismo paradigma
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ético, como piensan algunos optimistas de la moral, y menos si este paradigma resulta ser el más parecido a la moralidad occidental, con su insistencia en los valores individuales y la visión juridicista de la sociedad y sus instituciones. Occidente da la primacía al individuo sobre la colectividad, otras culturas hacen al revés, y aún otras difuminan la diferencia entre ambos extremos.
Los pictogramas de la lengua china no distinguen entre lo colectivo y lo individual. A la vista de todo ello, la tesis de la convergencia de valores, incluso a favor de los Derechos Humanos —impregnados de mentalidad occidental—, no deja de ser una declaración de fe. Sin embargo, nada obsta, contra las discrepancias existentes, para que podamos y debamos pensar, siguiendo el mismo ejemplo, que individuo y grupo sean preeminentes a la vez, ya que el individuo sin el grupo es una ficción, y éste sin aquél una amputación. Si bien la frontera entre uno y otro valor es difícil que llegue a ser clara y definitiva, pueden y deben encontrarse coincidencias de hecho o de principio entre, por ejemplo, la cultura occidental, constituida por «comunidades individualistas», y las culturas no occidentales, integradas por «individuos comunitarios». En sus caminos divergentes hay intersecciones explícitas o veladas que una ética intercultural no puede ignorar.
Puede y debe haber valores compartidos. Del «debe» ya he hablado en todas las páginas que preceden. Del «puede» lo voy a hacer a continuación desde una perspectiva biológica, en primer lugar, y desde un punto de vista cultural, después. En ambos casos me baso en el terreno de lo empírico: en hechos, no en aspiraciones morales ni meros principios abstractos. En todo caso, la posibilidad de justificar unos valores compartidos valiéndome de criterios más teóricos y menos experimentales la reservo para otro libro.
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Valores en clave biológica La humanidad comparte «valores» en la medida en que, como especie, aplica estrategias iguales —no distintas según las culturas— a la hora de resolver los conflictos que se les plantean a todos sus individuos. Estas estrategias son el resultado de la evolución humana y pueden ser interpretadas como reglas de interacción entre los individuos, cada una simbolizable, a su vez, en una forma prototípica de comportamiento a la que puede llamarse, en lenguaje moral convencional, «valor». Habrá, pues, tantos valores comunes a la humanidad como estrategias de este tipo existan. Tomemos, para empezar, el valor de la «igualdad». En términos evolutivos corresponde a aquella situación en que dos individuos se encuentran en equilibrio entre sí: ninguno de los dos pierde ni gana en la relación. Este sería el grado cero, por así decir, de la interacción humana, que es «igualitaria» porque nadie se beneficia ni se perjudica a causa de los demás. El valor de la «tolerancia» ya refleja otra cosa: indica una relación de aceptación, por la cual alguien hace que otro incremente sus recursos o aptitudes de vida, sin que él o ella se beneficie o perjudique con ello. Un valor contrario, la «intolerancia», expresa la relación de rechazo: hacemos que el otro pierda sin ganar nosotros nada. Pensemos, además, en el altruismo. Aquí, a diferencia de la tolerancia, el hecho de hacer que otro incremente sus oportunidades va en detrimento de las nuestras. El altruismo es la manera de designar que ha habido una transmisión de beneficios a los demás a expensas de uno mismo. Así ocurre en las acciones que calificamos como «veraces», «nobles» y «heroicas». Para Darwin el altruismo es el instinto social por excelencia. No hay valor superior a este de dirigir favores a extraños. Justo lo contrario, el «egoísmo» simboliza la conducta de actuar en provecho propio. Incrementamos nuestras oportunidades a costa de las ajenas. Numerosas faltas morales indican esta desproporción: por ejemplo, el «robo», la «perversidad», la «prevaricación», el «nepotismo». La lista sería muy larga. Pero sigamos con otros valores.
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La «rectitud» expresa, por su parte, una estrategia de ajustamiento del individuo al grupo, por la cual uno debe sacrificar algo para que todo siga igual. Es la base del aprendizaje social y la educación. Siempre se busca la óptima combinación del individuo con el resto. Tal deseado ajustamiento es llamado, también, «honradez», «integridad», «corrección» en el actuar. Los grandes líderes de la religión y la ejemplaridad moral insisten, en diferentes versiones, sobre la conveniencia de esta estrategia social. Que tiene su opuesto en las conductas del «honor», una estrategia a favor de la distinción social y el mantenimiento de las diferencias de rango dentro del grupo. El honor, como la «respetabilidad» y la «realeza», representan estrategias de desajuste: uno gana o cree ganar algo, sin que, de hecho, el resto se beneficie o perjudique por esta conducta tan autodistintiva como falta de funcionalidad social.
Entre otros valores básicos compartidos está la «cooperación», un término para expresar las estrategias de vinculación social o mutualismo. La «ayuda mutua» y la «solidaridad», entre otras formas de acción, se incluyen en la misma modalidad de relación, por la que todos salen beneficiados y ninguno pierde. Frente a lo cual se opone el contravalor de la «guerra», el nombre por antonomasia de las estrategias de conflicto, en que al final todos pierden y ninguno gana. Bien diferente es, y para acabar esta selección de valores ligados a la evolución de nuestra especie, el valor del «compromiso», aquel que viene a resumir las estrategias de competencia social, donde para que todos ganen, todos han de perder también un poco. En el total de estos valores mencionados hay unos —fácil es deducirlo— que consideramos «éticos» y otros que no. Los primeros favorecen la evolución; los otros la colapsan o suprimen.
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Ética y evolución El destacado biólogo Edward O. Wilson vincula los valores morales con la evolución natural de nuestra especie. Sus consideraciones merecen una particular atención por todos quienes defendemos una ética intercultural, aunque el fondo de aquéllas sea la biología. Para Wilson la emoción es la guía y el estímulo básico de la actividad mental. 2 El miedo y la repugnancia, el placer y la cólera, son, con sus numerosas variantes, las emociones más arraigadas. Todas ellas hunden sus raíces en la fisiología corporal, igual para toda la especie humana. Habrá, pues, puros teoremas matemáticos, o puras formas de poesía, por ejemplo, pero no «puros pensamientos» que descubran lo que son una cosa y otra. La mente racional, las opciones conscientes de vida —continúa Wilson—, no flotan sobre lo irracional ni se prefieren y consiguen al margen de la orientación emocional. Ser racional no es la «decisión» de ser racional, porque no disponemos de una razón que elija a la razón. La emoción, que es universal, precede a la razón, la cual emerge de continuos intercambios entre el cuerpo y la mente. La razón satisface las demandas emocionales, al paso que crea y clasifica, con sus procedimientos propios, los escenarios estratégicamente más adecuados para todas las necesidades vitales. La racionalidad no se puede separar del resto de la mente: no es un «mando a distancia». La relación entre ella y las estructuras fisiológicas y perceptivo—emocionales del individuo tiene unas características compartidas por la humanidad.
Un aspecto básico de la vida social, como es el hecho de establecer acuerdos de mutuo interés, no sería posible sin la mente racional y su conexión con estas estructuras biológicas.3 Los acuerdos para la supervivencia y el bienestar son
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más que compromisos egoístas y sujetos a cálculo. Son más, incluso —al parecer de Wilson—, que un «principio universal» de la cultura. Son una característica de la especie humana, antes que nada, como lo son, también, el lenguaje y la capacidad para comprender la realidad en términos más o menos abstractos. En el caso de la conducta determinada por acuerdos, se combina la inteligencia compleja con el instinto.
Así, poseemos una facultad instintiva para detectar el fraude y el engaño en nuestros congéneres, lo que sirve, junto con otras capacidades instintivas, para algo tan aparentemente convencional y «racional» como actuar por acuerdos. Un caso aún más claro de conducta social en que lo cultural y lo biológico muestran su íntima conexión es la evitación del incesto. El cerebro humano está ya programado para seguir esta regla de conducta. No es un tabú que haya incorporado nuestra especie, sino, al revés, una regla epigenética —consecutiva a la evolución biológica— que se ha transformado en tabú y principio de la moralidad en todas las culturas.
En general, pues, los contenidos valorativos y los procesos de decisión tienen, para un autor darwinista como Wilson, una base psicobiológica y están justificados por su contribución a los fines evolutivos.4 No son previos a estos. Al contrario, los presuponen. De modo que la vida social humana, a diferencia de la socialidad de otras especies, está basada en la propensión genética a obrar por acuerdos a largo plazo —a ser, por así decir, contractualistas por naturaleza—, un proceder que adopta la forma, en cada cultura, de leyes jurídicas y preceptos morales. Y puesto que genes y valores, o biología y cultura, evolucionan interconectados en nuestra especie, cabe concluir que «la ética está en todas partes».5
Sobre todos estos supuestos se asume como un hecho la existencia de códigos morales universales. Existe una moralidad universal —viene a decirnos Wilson— y ésta depende de la naturaleza humana. Las virtudes y los deberes son
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el producto de un proceso material. No tienen una existencia autónoma, pero pertenecen a toda la especie humana, en tanto que son maneras de designar predisposiciones hereditarias a la conducta social. La «moralidad» es el conjunto de todas ellas y su expresión evidente y fundamental son los llamados «sentimientos morales». Estos tienen su fuente en reglas epigenéticas o evolutivas del comportamiento, y en ciertos rasgos hereditarios del desarrollo mental, usualmente influidos por la emoción. En este sentido, se encuentran unidos a la relación dinámica que se establece entre las tendencias cooperativas y los impulsos egoístas de nuestra especie.
Unas y otros nos ayudan a sobrevivir y a reproducirnos mejor; por eso se han ido transformando en sentimientos morales y «valores», al final. Ahí están, por ejemplo, los sentimientos de «conciencia», «remordimiento», «vergüenza», «humildad», «autoestima», «desprecio», «empatía». De éstos y otros derivamos creencias o valores morales como el altruismo, el honor, la justicia, la compasión, la piedad o el patriotismo. No hay duda de que existen códigos morales universales. Con base en la cultura real y, antes, en la naturaleza psicobiológica de nuestra especie, tales códigos incluyen principios verificables y nos permiten hacer más eficaz y predictible el comportamiento humano. No hay otra clave para interpretarlos que la evolutiva, la cual nos demuestra su condición de ser compartidos por todos los humanos.
Una ética naturalista como la acabada de resumir nos ayuda a explicarnos todos los valores, pero no «del todo». Con ella no acabamos de comprender por qué unas culturas subrayan más unos valores que otros. ¿Cómo se explicaría en términos evolutivos el derecho liberal a llevar armas? ¿Es más «natural» este derecho que la ley que prohíbe semejante uso? La visión naturalista de la ética no acierta a dar razón, en una palabra, del pluralismo moral. Lo describe bien como un hecho, pero no nos explica la jerarquía y disputa de valores. Tampoco, en segundo lugar, nos explica por qué ante un mismo conflicto los individuos pueden decidir ateniéndose a valores distintos. Frente a una misma oportunidad, unos
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decidirán mantenerse fieles a su pareja y otros harán lo contrario. ¿Cuál de las dos opciones es más «evolutiva»? La segunda puede que contribuya mejor a la reproducción de la especie pero la primera refuerza la unidad y continuidad del grupo, otro valor evolutivo. En una palabra, también, lo que ahora queda por explicar es el problema de la libertad.
Todo ello lleva a pensar que una ética evolucionista es necesaria, pero no suficiente. Da la debida y conveniente información sobre la clave natural de nuestra conducta, pero no tiene argumentos naturales para dar cuenta de por qué se adoptan unos valores naturales en lugar de otros, y en definitiva por qué se adoptan.
Del «es» de la naturaleza no se puede concluir, sin más, el «debe» de la cultura. Lo fáctico aclara lo ético, pero no lo justifica. Con una ética como la propuesta por Edward Wilson continuamos cometiendo la «falacia naturalista»: pensar que lo natural es por sí mismo imperativo o portador de valores.
Valores en clave cultural Hay que contar también con la clave cultural. Es ella la que nos hace comprender el paso del «es» al «debe» o simplemente al «vale». Los códigos de conducta humana con carácter universal pueden igualmente deducirse del estudio de la cultura, y no sólo de la biología de nuestra especie.6
Algunos científicos son reacios a admitir esta universalidad de las pautas morales, pero es evidente que muchas actividades humanas se encuentran presentes desde muy pronto en todas las culturas, como la tecnología, el juego, la narración, el calendario, las reglas de parentesco, la comunicación oral y gestual, la danza, la música, la transacción y el comercio, el regalo, el cortejo, los rituales funerarios, la cocina, la vida en grupo, el gobierno, la crianza, la clasificación de
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las cosas, la existencia de tabúes, la religión y la magia, el pensamiento lógico... También se admiten como universales la adopción de roles, el altruismo, la institución del prometer, la reciprocidad, el honor, la dualidad nosotros/ellos, la prohibición del incesto, la sanción, el rechazo del asesinato y la dicotomía entre el bien y el mal, para no alargar la lista.7 Incluso se ha incluido el complejo de Edipo entre todos estos «universales culturales».8 ¿Pero no son parte ya de lo que se entiende por conducta moral? Lo raro no es que haya modos de creer y de hacer coincidentes o afines en la especie humana, sino que no los haya: esto último es, por lo menos, mucho más difícil de probar. Las culturas han estado siempre en contacto entre sí.9 La que parece al margen y autosuficiente tiene sus propias digresiones o «culturas» interiores. Luego lo difícil de demostrar es que en el contacto —y quizás antes de él— no se revelen ciertas afinidades o concomitancias en la valoración de la persona, la comunidad y el mundo. El comercio y el matrimonio interétnico han contribuido a ello; también la emigración, e incluso la guerra. Sea del tipo que sea, el contacto, que puede generar prejuicios y odio, también puede alimentar coincidencias o, sin más, ponerlas al descubierto. La globalización económica y comunicacional supone, en nuestra época, un incentivo extraordinario para el descubrimiento de los más que probables «universales culturales» de la especie humana en lo tocante a la moralidad. Lo habitual, y no sin una base real, es sostener que la religión es lo que mejor nos muestra el fondo moral compartido de la humanidad. Según este parecer dominante —casi siempre teñido de etnocentrismo, para defender la religión propia—, son más numerosas y esenciales las cosas que unen a los distintos cultos que aquellas que los separan. Por ejemplo, y entre las primeras: la fundamental unidad de la «familia humana», el carácter sagrado de la «persona», el valor de la «comunidad», la «imperfección» del poder, la dignificación de los «oprimidos», la preferencia del «amor» sobre el odio, la esperanza de que el «bien» prevalecerá sobre el mal.10
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Pero impulsar valores morales comunes desde la religión es todavía un factor de discordia y no de unidad, pues la experiencia religiosa no es igual en todas partes y no toda la gente es religiosa. La alternativa es la búsqueda de valores comunes desde una ética laica válida para creyentes e increyentes. Filósofos y líderes sociales se han prestado a ello en las modernas civilizaciones. En Occidente se ha hecho desde la Ilustración, y en la actualidad bajo el reclamo de los Derechos Humanos o con la propuesta de valores éticos globalistas. 11 De forma parecida a otras instituciones, el Institute for Global Ethics sostiene el carácter transcultural de determinados valores (cross-cultural core values): amor, veracidad, equidad, libertad, unidad, tolerancia, responsabilidad y respeto a la vida. 12 De modo más sucinto, la Comission on Global Governance propone: respeto a la vida; libertad, equidad y justicia; respeto mutuo; cuidado e integridad.13
Las aportaciones de autores individuales o colectivos se han incrementado desde los años noventa del siglo pasado, pero casi siempre con un sesgo de cultura liberal que las relativiza. Insistir en la «libertad», la «tolerancia» o la «justicia procedimental» es demasiado occidentalista. El «respeto a la vida» resulta ambiguo, y la llamada a la «responsabilidad» o al «amor» resultan de una incomprometida vaguedad. Otros valores son directamente provocativos para las culturas no occidentales: la nación, el individuo, el progreso, la racionalidad, el laicismo.
Valores interculturales estadísticos Los valores son creencias, y éstas son representaciones —ideas o ideales— asociadas a un hábito que interesa crear o conservar. A su vez, los hábitos son actividades que está en nuestro interés introducir o mantener. Los valores son, pues, el resultado indirecto de las prácticas culturales vigentes, y efecto, a la vez que incentivo, de los hábitos que aseguran la existencia de estas actividades.
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Así, y a mi modo de ver, los valores compartidos básicos son los que tienen que ver antes que nada con el «origen» de las prácticas humanas: la vida, de un lado, el valor más inmediato al individuo, y la amistad, de otro lado, más externo al sujeto, por decirlo así, ya que sin la reciprocidad voluntaria no se puede hacer nada en común.
Otros valores universales son los ligados a las «condiciones» indispensables para que se produzcan dichas prácticas: la salud, de la parte individual, y la paz, del lado colectivo. Existen también los valores que ayudan a la «acción» con que habrán de desplegarse las actividades humanas: el valor del conocimiento, en la dimensión más reservada al individuo, y la compasión, en la más abierta a los otros. Y es claro, además, que las prácticas humanas necesitan de un «florecimiento» o plenitud para alcanzar sus propósitos: de ahí los valores de la dignidad (y sus sinónimos y metáforas: el «recto camino», el «caminar erguido», el «respeto a la persona»...) y de la comunidad, que viene a expresar el «recto crecimiento» del individuo con su grupo. Si hay comunidad es que éste funciona, no es un mero agrupamiento. Las tareas, los proyectos, pueden llevarse bien a término.
Y por último, están los valores que justifican el «fin» mismo de las actividades. Si de valores compartidos hablamos, éstos son, en definitiva, la felicidad y la justicia, de significado personal y colectivo, respectivamente. ¿Qué otros valores más universales que estos dos están relacionados con la finalidad de las actividades humanas?15 Los valores que he propuesto son universales en el sentido estadístico —son los más aclamados, de hecho, entre todas las culturas— y también en el filosófico: muchos otros valores pueden verse reflejados en ellos. En su conjunto se diría que tratan de facilitar, dicho en breve, que los miembros de la especie humana sobrevivan y mejoren sus condiciones de vida, lo que en términos morales diríase «hacer nuestras vidas más pacíficas y ordenadas».
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También, en su globalidad, parecen presuponer ciertas disposiciones cognitivas y anímicas —o perceptivo—emocionales, esto último—, que nada impide pensar que puedan ser propias de toda la especie humana, sin grandes diferencias culturales. Se trata de la cualidad personal de actuar y pensar por sí mismo, de la capacidad para obrar con reciprocidad respecto a los otros, y de la disposición a reflexionar sobre la propia conducta, que es como decidir y hacer de acuerdo con uno mismo. Pero de estas «disposiciones» espero tratar, como ya dije, en otro ensayo.16 De la tolerancia a la aceptación El presente ensayo trata de razonar sobre la necesidad de mantener una causa común de índole moral para que la convivencia en la diversidad cultural siga siendo o sea de una vez posible. Por lo cual, las cosas dichas hasta aquí nos permiten deducir al menos dos valores interculturales básicos que sirven para dicho fin de la convivencia: la aceptación del otro y el respeto mutuo. Sólo con que se aplicaran estos dos principios de conducta desaparecerían en gran parte los obstáculos para el entendimiento social, o por lo menos conseguiríamos domesticarlos. Hablo de «aceptación» y no de «tolerancia», la cual constituye un valor insuficiente para la convivencia multicultural. Tolerar es «soportar» al otro, que en términos morales es descargarse, en realidad, de él. Consiento sus cosas, su persona, pero él o ella no me interesan. Ahí está el primer límite del valor de la tolerancia: puede girarse del revés, porque la condescendencia frente al otro amaga sólo nuestra indiferencia.
Y tiene otros límites. ¿Qué hacer con los que son ellos mismos intolerantes? Si los toleramos, la tolerancia tiene sus días contados. Habría que ser intolerantes con los enemigos de la tolerancia. No es una contradicción para la tolerancia —se procedería así para salvarla—, pero sí un límite evidente para ella.
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Por otra parte, no todas las culturas y personas, aunque no nos den signos manifiestos de intolerancia, deben permanecer igual que las demás ante nuestros ojos si sus valores se contradicen con la tolerancia y los derechos básicos. Consentirlas, sin más (groundless tolerance, se ha dicho de esto), acaba poniendo también en entredicho el valor que invocamos para hacerlo y a la vez pasa por alto las contradicciones de estas personas o culturas. La tolerancia puede ser irresponsable por ingenuidad y paternalismo frente a lo desconocido, o que ya se conoce, pero que no nos tomamos la molestia de interrogarlo y, si cabe, de discutir con él. 17 Pues no todas las identidades son indiscutibles, incluso la del tolerante.
Por último, otro límite de la tolerancia es su frecuente identificación con los valores occidentales del liberalismo, y así se la asocia con la visión individualista y secularizada de la sociedad, si no, a veces, con los propios valores cristianos.18 En el Reino Unido, por ejemplo, existen leyes contra la blasfemia, pero sólo mencionan las ofensas a la religión cristiana. Y en Estados Unidos los modelos de personas e instituciones que representan el valor de la tolerancia casi siempre coinciden con los de su historia nacional y los de la población blanca. Ya la sola insistencia liberal en «tolerar todas las culturas» es inherentemente jerárquica y de equívoco significado liberal. 20 Mejor, entonces, que la tolerancia, es la aceptación del otro. En la primera no hay interés por él; en la segunda ya existe una actitud abierta y activa.21
Aceptar al otro no es estar necesariamente de acuerdo con él. Es, como indica el verbo del que proviene la palabra (del latín capere, captar, llevar consigo), acercarse a su realidad y tratar de comprenderla, antes de decidir si la compartimos o no. El que tobera está en una posición de superioridad; el que acepta se pone en el mismo nivel del extraño, con independencia de que participe o no de su identidad o pretensiones.
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Tolerar es muchas veces una forma de evitar tener que acercarse al otro y preguntarle. De esta inhibición tan poco social se ha hecho una virtud casi inapelable. Estaría bien que así fuera si tolerar significara también aceptar la realidad del otro y no ignorarla. Algunos propósitos, incluso de buena voluntad, a favor de una ética intercultural, acaban chocando contra la realidad cultural al imprimir a la idea de tolerancia un timbre de superioridad e indiferencia individualista. El tolerante de verdad, no de forma acomodaticia, ni preso dogmáticamente del relativismo, acepta la realidad y la legítima expresión de los intereses del otro, aunque no coincida con el contenido de éstos.
En términos interculturales pueden existir reparos contra la tolerancia, pero no frente al valor de la aceptación del otro, que incluye lo que piden los tolerantes y sus críticos. Aunque por motivos y con maneras diferentes, «tolerantes» y «fundamentalistas» coinciden de palabra en la conveniencia de aceptar al otro. Y es que no hay creencias ni argumentos contra esta aceptación que no se perjudiquen de alguna forma a sí mismos. Una religión perdería adeptos; una ideología, simpatizantes.
De lo que se trata es de llenar la tolerancia y la aceptación de contenidos y de formas interculturales, para hacer que sean los primeros valores básicos compartidos en la sociedad pluricultural. De este modo entramos ya en lo que significa el respeto mutuo, el otro gran valor —y no insistiré en más— para la convivencia en la diversidad cultural. De ello trata el siguiente capítulo.
Notas: 1.J. Raz,«Multiculturalism: a Liberal Prespective» pág. 79. 2..E. O. Wilson, Consilience.. The Unity of Knowledge. págs. 112—113.
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3.Ibíd., pág. 168ss. 4.Ibíd., pág 251 ss. 5.Ibíd., pág. 297 ss. 6. E. B. Tylor, Anthropology. An Introduction to the Study of Man and Civilization, caps. 2 y 8. 7. El primer libro, conservado hasta hoy, sobre la conducta moral, el Rag Veda (2500 a.C.) hace referencia a valores que perduran hasta hoy en distintas culturas. 8. D. E. Brown, Human Universals cap. 6. 9. Sólo un estudio a título de ejemplo: M. Bernal, Black Athena. The Afroasiatic Roots of Classical Civilization.. Véase también el ya clásico: B. Malinowski, Argonauts of the Wester Pacífic, Introducción. 10. H.A. Jack (ed.), Religion for Peace. Proceedings of the Kyoto Conference on Religion and Peace, pág. IX 11, Véase, por ejemplo, S. Book, Common Values, pág. 16ss., pág. 57. 12. R.M. Kidder, Shared Values for a Troubled World. 13.The Cornission on Global Governance, Our Global Neighborhood, pág. 55. 14.El departamento de Educación de la provincia de Ontario (Canadá) elaboró una lista de valores básicos a impulsar en el currículum de los escolares, pero algunos de estos valores ya no son asumibles hoy, por etnocéntricos, en Canadá multicultural (Ontario Ministry of Education, Personal and Societal Values, 1983). 15. Los valores actuales en el Magreb, por ejemplo, incluyen la mayoría dolos mencionados hasta aquí. Véase A. Bouhdiba, Quétes sociologiques. Continiuités et ruputres en Maghreh. 16. Véase mientras tanto: N. Bilhcnv, La revolución de la Etíca. Hábitos y creencias en la sociedad digital, pág. 168 ss. 17. J. Rawls, A Theory of Justice. S 39.
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18. Véase J, Locke, Carta sobre la tolerancia; Ensayo sobre el gobierno civil, II, 6. 19. M. Walzer, On Toleration. págs. 71—72. 20. Ibíd. pág. 27; H.—L. Cates, Loose Canons. Notes on the Culture Wars, pág. 105 ss. 21. J.Raz, Multiculturalism: A Liberal Perspectiv’, donde defiende una ,multicultural toleration. También: A. Sen, The Threats to Secular India, New York Review of Books. 8 de abril 1993, págs. 26-32
Fuente: Bilbeny, N. Por una causa común. Ética para la diversidad, Barcelona, Gedisa, 2002 (pp. 127-140)
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Objetivismo y subjetivismo axiológico. Distinguir el carácter objetivo o subjetivo en la teoría de los valores. La construcción de valores comunes. N. Bilbeny .
Según la lectura referida, de las siguientes afirmaciones, señale si son verdaderas (V) o falsas (F). Justifique en cada caso con referencias al documento.
AFIRMACIÓN
VALOR
JUSTIFICACIÒN (CON BASE EN EL TEXTO)
(V) o (F). 1.La ética es lo mismo que la moral, puede darse lo mismo una ética con moral que sin moral. 2.La ética no debe interferir con la cultura del individuo.
3.Para valores comunes en diversas culturas, no se alcanzan a distinguir las distancias entre los valores comunes en forma clara y definitiva, como es el caso de la vivencia comunitaria en culturas occidentales y no occidentales.
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4.La humanidad comparte valores a la hora de resolver los conflictos que se le presentan.
5.La rectitud expresa una estrategia de ajustamiento del individuo al grupo y es base del aprendizaje social, de la educación
6.Los valores morales de los individuos, según e. Wilson, se vinculan con la evolución natural de nuestra especie. Como que hay una facultad instintiva para detectar fraudes y engaños, por ejemplo.
7.Se asume como un hecho la existencia de códigos morales universales
8.Una ética naturalista, evolucionista es necesaria, pero no suficiente pues no se resuelve el porque se adoptan unos valores y otros no.
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9.La religión muestra el fondo de valores que se comparten en la humanidad
9.Los valores son creencias, ideas o ideales asociados a un hábito que interesa conservar: el respeto a la vida, la salud, la amistad, entre otros.
10. Es necesario mantener valores comunis para la convivencia en una diversidad cultural
11. Dos valores interculturales básicos que se requieren conservar para basar la convivencia son la honestidad y la rectitud.
12. La tolerancia y la aceptación del otro despiertan en todas las culturales, un rechazo, sensación de no aceptación
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