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Balto y Togo

Una misma historia, dos protagonistas

Manuel Sánchez Angulo

Profesor de Microbiología UMH

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Imaginémonos por un momento que somos niños y vivimos en el año 1890. No hay coches con motor de combustión interna que contaminen las ciudades, el teléfono es el último gran avance en tecnología de la comunicación, no existen los alimentos ultraprocesados y la forma de divertirnos es jugando a la pelota o saltando a la comba. Es invierno y notamos un pequeño dolor de garganta, pero no parece nada serio. Al día siguiente tenemos algo de fiebre y nos cuesta tragar. Seguramente nuestra madre nos hará guardar cama y tomaremos un caldo caliente. Al tercer día el malestar es generalizado, notamos el cuello inflamado y respirar empieza a ser costoso por lo que tus padres llaman al médico. Éste viene al día siguiente y tras examinarnos la garganta es posible que veamos que tiene el semblante preocupado y que habla en voz baja con nuestros padres diciéndoles que en la faringe observa una especie de membranas grisáceas y que puede ser “difteria”. Al escuchar esa palabra el rostro de tus padres se vuelve blanco y se abrazan entre ellos. A ti cada vez te cuesta más respirar...

En tiempos pasados la difteria era una enfermedad contagiosa que causaba una alta mortalidad infantil. El patógeno responsable es la bacteria Corynebacterium diphtheriae que infecta las células del epitelio de la faringe. Además de multiplicarse también producen una toxina que destruye los tejidos generando una seudomembrana grisácea compuesta por bacterias, linfocitos, macrófagos y células muertas. Esas seudomembranas van creciendo y obturando las vías respiratorias superiores, por lo que cada vez cuesta más respirar (por eso nuestros antepasados llamaban “garrotillo” a la difteria). 1 de cada 5 niños menores de cinco años moría, y, de los supervivientes, muchos quedaban con secuelas cardiacas y neurológicas debido a la acción de la toxina.

La lucha contra la difteria había comenzado en el año 1884 cuando Friedrich Loeffler consiguió aislar y cultivar a la bacteria patógena en el laboratorio. Cuatro años después, Emile Roux y Alexandre Yersin aislaron la toxina que provocaba las secuelas a los afectados. Este trabajo abrió la posibilidad de desarrollar un suero para el tratamiento de la enfermedad y, de hecho, se estableció una carrera científica entre los microbiólogos franceses y los alemanes. Fue precisamente en 1890 cuando Shibasaburo Kitasato y Emil von Behring consiguieron demostrar que era posible inmunizar a los animales frente a la toxina de la bacteria.

En 1894 y de manera independiente, Roux y von Behring anunciaron haber desarrollado sendos sueros que servían para curar la difteria en humanos. El siguiente gran avance en esta enfermedad fue el desarrollo de la vacuna por parte del francés Gaston Ramon en el año 1922, vacuna que aún se sigue suministrando junto con la del tétanos y la tosferina (vacuna DTP). Con ello se consiguió erradicar prácticamente la difteria en la mayor parte de los países, aunque de vez en cuando se informa de algún caso trágico como, por ejemplo, la muerte en 2015 de un niño en la localidad de Olot, cuyos padres habían decidido no vacunarle.

Realizada esta introducción histórica, ahora nos tenemos que situar en el invierno de 1924-1925, en la localidad costera de Nome, situada en el extremo oeste de Alaska (EE.UU.), dos grados por debajo del Círculo Polar Ártico. En invierno el mar se congela y la ciudad quedaría totalmente incomunicada de no ser por la ruta Iditarod, un camino de trineos que la une con el puerto de Seward, situado a 1.500 kilómetros al sur. En enero de 1925, el doctor Curtis Welch comunicó que había un brote de difteria infantil en Nome con 20 casos confirmados y otros 50 sospechosos. Las condiciones atmosféricas impedían el traslado de suero anti-diftérico por vía aérea, así que tras un consejo ciudadano se decidió que se intentaría traer el suero utilizando una carrera de relevos en trineos tirados por perros. Un paquete de nueve kilos conteniendo 300.000 unidades (unas 500 dosis) de suero anti-diftérico sería llevado de Seward a la localidad de Nenana en ferrocarril y desde allí los relevos lo llevarían hasta Nome. La distancia entre Nenana y Nome es de 1.085 kilómetros y fue cubierta por diversos equipos en tan solo cinco días y siete horas a través de una ventisca en la que se llegaron a alcanzar los -31ºC. La gesta fue increíble, pues en condiciones normales se necesitaban 15 días para realizarla. Participaron un total de 150 perros y 20 “mushers” que conducían los trineos. Aunque hubo que lamentar la muerte de 5 niños, las 300.000 unidades que llegaron a Nome permitieron controlar el brote hasta que a mediados de febrero llegó el resto de suero antidiftérico. Es precisamente esa épica carrera de trineos la que es recreada en estas dos películas. Y, tal como nos enseñó Kurosawa en Rashōmon, una historia puede ser contada con distintas versiones.

“Balto”

Director: Simon Wells (1995)

Producción de los estudios Amblin (los estudios de Steven Spielberg) de argumento bastante sencillo, aunque no llega a ser tan meloso como otras producciones infantiles, y con una banda sonora bastante maja compuesta por James Horner. Fue estrenada un par de meses después de Toy Story, así que pasó sin pena ni gloria por las pantallas, aunque luego se hizo famosa en el mercado del vídeo infantil. La película empieza y acaba con la imagen de la estatua de Balto que hay en el Central Park de Nueva York y que conmemora la famosa carrera de relevos de trineos. En la película Balto es un híbrido de perro y loba, situación que lo convierte en un inadaptado dentro del grupo de perros usados en los trineos, pero al final es el héroe que lleva a cabo todo el trayecto, enfrenta todos los peligros, salva la situación, vence al malo y se lleva a la chica. En la versión original las voces protagonistas son las de los actores Kevin Bacon (Balto), Bridget Fonda (Jenna), Jim Cummings (Steele, el perro malo), Phil Collins (Muk y Luk, los osos) y Bob Hoskins (Boris, el ganso). Esta es la típica película de dibujos animados con un montón de animalitos que los papás ponemos a los más pequeños de la casa alguna tarde de fin de semana mientras intentamos echar una siestecita en el sillón. Bueno, reconozco que esa fue mi intención cuando se la puse a mis hijas y lo cierto es que esperaba que fuera un argumento del estilo de “Colmillo Blanco” (en ese momento desconocía la historia de la difteria). Cuando me desperté de mi siesta la acción se desarrollaba como esperaba. Los perros guiaban un trineo entre la ventisca liderados por el perro Balto. Adormilado les pregunté a mis pequeñuelas qué pasaba y ellas me respondieron entusiasmadas: “¡Está muy chula! Los niños del pueblo están malitos y Balto está llevando medicinas y un suero anti-, anti, ¡anti-diftérico!”. Aquello me espabiló y comencé a seguir la película, aunque luego tuve que volver a verla desde el principio para conocer toda la historia. Creo que es una película ideal para introducir el tema de los microbios patógenos y de las vacunas a los más pequeños de la casa.

“Togo”

Director: Ericson Core (2019)

Como muchas historias infantiles, la historia de Balto es un cuento edulcorado de algo que sucedió en realidad. Y mucha gente incluso cree que es un producto de la factoría Disney. Pero no, resulta que la Disney no se planteó realizar una versión propia de la carrera de trineos de Nome hasta el año 2015 y además se propuso que fuera lo más realista posible para diferenciarse al máximo de la versión animada. Así que realizó una producción con actores, perros y escenarios reales (bueno, esto último no es del todo cierto, ya que en unas cuantas escenas utilizaron los efectos digitales) que hace de “Togo” una película muy interesante y totalmente dirigida al público juvenil y adulto que seguramente ya visionó “Balto”.

La historia está construida sobre dos líneas argumentales. Por un lado, tenemos la historia principal, que es la carrera de relevos para llevar el suero hasta Nome. Por el otro, la historia de cómo Togo fue criado y entrenado por el musher Leonhard “Sepp” Seppala (Willem Dafoe) y su esposa Constance (Julianne Nicholson) hasta llegar a ser uno de los mejores perros de trineo. Togo era un husky siberiano, pero al nacer fue el más pequeño de la camada, por lo que Sepp pensó en sacrificarlo. Sin embargo, su esposa Constance se empeñó en criarlo. Posteriormente, el perro demostró tener un carácter indomable e infatigable, por lo que Sepp decidió bautizarlo como Togo, en honor al almirante japonés que había derrotado a los rusos en Tushima en 1905 y que también poseía semejantes cualidades. No estaba equivocado, el trineo liderado por Togo y conducido por Sepp fue el que realizó la etapa más larga y peligrosa de toda la carrera: 420 kilómetros en cuatro días y medio, con vientos a temperaturas por debajo de -40 ºC, atravesando dos veces la bahía congelada de Norton y subiendo el pico Little McKinley. ¿Y por qué es más famoso Balto que Togo? Pues por la sencilla razón de que Balto era el perro líder del último relevo que llegó con el suero a Nome.

La película se toma algunas licencias históricas como, por ejemplo, omitir que Sepp y Constance tenían una hija, Sigrid de 8 años de edad, y que como los otros niños de Nome corría peligro de contraer la enfermedad. Quizás a la Disney le pareció que incluirla podría sugerir que el esfuerzo de Sepp era interesado (¿y qué si lo era?). También el segundo cruce de la bahía congelada de Norton está un poco exagerado, aunque sí es cierto lo de que el hielo se empezó a romper cuando estaban intentando llegar a tierra y que Togo solventó la situación de forma parecida a lo que sale en la película. Con todo, es una película muy entretenida y emocionante, sobre todo para los amantes de los perros.

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